En Ventanas de Manhattan, alguien
recuerda y cuenta haber llegado a Nueva
York poco antes del otoño de 2001 para pasar una estancia de varios meses
ejerciendo la docencia. En este libro, que tomaremos como ejemplo, el
narrador que paseó y que ahora evoca y escribe es alguien que no se identifica,
pero adivinamos que es una persona que tiene su vida hecha en España, un
escritor afamado a quien precisamente su celebridad le impide pasar inadvertido
en su propio país.
Destrezas
En cambio, por
las calles de Nueva York, ese transeúnte era y es absolutamente desconocido, y
por eso puede recuperar el alivio y las ensoñaciones del paseante solitario:
“si uno tenía la tentación, siquiera inconsciente, de creerse alguien, aquí comprueba, literalmente, sin rastro de literatura, que no es nadie, que es un Don Nadie, para ser exactos, con la exactitud de la lengua popular”.
Conversación con Antonio Muñoz Molina por Justo Serna, [Anatomía de la Historia, 28 de noviembre de 2014]
En Ventanas
de Manhattan, que podemos tomar como una guía urbana, alguien de quien
nunca averiguaremos su nombre habla en primera persona, alguien que está allí
acompañado por su esposa, sospechamos: una esposa,
sin embargo, de quien casi nada se dice en estas páginas, sólo una
escueta primera persona del plural. Por eso, lo común es que el narrador camine
solo, o diga que camina solo, mirando
con avaricia una urbe que le es extraña y familiar a un tiempo.
No estoy de acuerdo con esta afirmación. Se dicen muchas cosas de Elvira Lindo en Ventanas de Manhattan y resulta conmovedor comparar o establecer un vínculo entre Ventanas y Lugares que no quiero compartir con nadie. En los dos hay una explícita declaración de amor y se descubren mucho en sus relatos. Para empezar, hay un encuentro de dos amantes.
Fue la primera
vez, en 1991, cuando la gran ciudad les
sirvió a ambos de lugar de reconocimiento y de exaltación amorosa, en un
momento de euforia incierta y de azar acerca de lo que les aguardaba, el
devenir mismo de una guerra que entonces estallaba. Como en El jinete polaco. Ahora,
transcurrida una década, el narrador habla de la dulzura del retorno, con un
futuro ya hecho pero del que teme con angustia que se pueda perder. Las páginas
que se dedican a relatar la experiencia del 11 de septiembre, las palabras que enumeran los sentimientos, las
vivencias y las observaciones callejeras después de la matanza, tienen ese fin:
hacernos sabedores de que nada hay garantizado, de que todo puede torcerse.
Aquí hay un salto enorme que me provoca confusión. No sé si en 1991 pero cuando se produce ese encuentro en Nueva York la decisión de vivir juntos aún no estaba tomada. Quizá a partir de entonces. ¿A qué guerra se refiere? Supongo que a la guerra de Irak (2003)
De esa ciudad
prometedora e inhóspita, el paseante anota cosas en un cuaderno de tapas
azules: parte de lo que ve o conjetura o vislumbra conforme vagabundea.
“Camino casi siempre sin rumbo por la ciudad, con una
mochila al hombro y un cuaderno de hojas blancas y tapas azules guardado en
ella, y sólo me detengo cuando me obliga el cansancio o cuando lo que me
apetece es sentarme a mirar hacia la calle por el ventanal de un café”,
confiesa.
Es decir, en
este libro se hacen explícitos los actos de mirar, de fantasear y de escribir. No sólo se cuenta, sino que, además, se dice
que se cuenta. Alguien, ese narrador innominado, observa, lee, se
deleita con una pieza de jazz o con la enésima ejecución de un estándar
musical, recuerda lo que ha vivido, experimenta, se llena y se rellena y, a la
vez, se deja llevar por las ensoñaciones que todo ello le provoca y que
inmediatamente derramará en un cuaderno de tapas azules.
Hay una cosa que no entiendo. No hay por parte de AMM intención alguna de hacerse desaparecer detrás de un narrador anónimo, no quiere contar “desde fuera” sino “desde dentro”, ¿por qué lo llama narrador innominado? La mirada que cuenta es la suya y sabemos que, algunas veces, va acompañado. Y esa otra mirada, quizá, le ayuda a fijarse en detalles en los que, de ir solo, no habría reparado. Me parece que AMM no es un paseante solitario. Escribe en soledad pero es una persona atenta y curiosa en lo que se refiere a las miradas de otros: la de Elvira, la de sus amigos, alumnos, la de sus hijos cuando le visitan, etc.
Insistía Daniel Barenboim que lo que diferencia
la música de la literatura es que aquélla no se consuma en la partitura del
compositor, sino en la ejecución de un intérprete: hasta que no hay
interpretación no hay pieza y sólo cuando se trae el sonido al mundo es posible
decir que se ha asistido al prodigio de la música. Pero, si lo pensamos bien,
tampoco la literatura se consuma en la escritura torrencial del autor, en el
cuaderno de tapas azules, sino en la
ejecución demorada del literato y en la recreación vehemente de un lector.
No hay, pues, derramamiento.
No sé a qué se refiere con esto último.
El libro
resultante, Ventanas de Manhattan, no es una mera evacuación de líquidos,
no es escritura automática. El
volumen es, en todo caso, su rehechura: no es la palabra original, sino su
reelaboración y destilado. Por lo que nos dice el propio narrador, el libro
estaría concebido así, a partir de un esbozo,
el que habría en ese cuaderno de tapas azules.
El transeúnte
anota y anota haciendo de su escritura una suerte de río verbal, un líquido que
segrega o expulsa para aliviarse, para interrogarse, para explicarse. El escritor de Ventanas de Manhattan deja a su observador neoyorquino hablar, registrar, sin que ese paseante sepa
en dicho momento qué dirá después, en qué se convertirá exactamente dicha
libreta de campo cuando decida componer un libro.
Expresado así parece que haya un desdoblamiento del autor: el que observa y escribe, el que corrige. Llamarlo observador neoyorquino me parece un error. ¿Recuperarse de su experiencia? Perdóneme, pero no lo entiendo.
El escritor,
insisto, permanece expectante ante las anotaciones del transeúnte y sólo cuando
el regreso a Madrid lo permita, sólo cuando se
recupere de su propia experiencia, sólo cuando transcurran más de dos años,
dará forma definitiva a aquel cuaderno. Pero, atención, el tiempo de la
enunciación en Ventanas es variable: domina el pasado para hacer
explícito el acto de recordar; sin embargo, continuamente se nos traslada al
momento mismo de los hechos haciendo uso del tiempo presente. Esa confusión de tiempos, ese solapamiento
de momentos y de vivencias, hacen del relato algo semejante a una ensoñación,
en realidad un híbrido de géneros: la pura crónica de lo que acaece, escritura
instantánea, y el volumen de recuerdos, un anecdotario urbano que más tarde se
evoca, aunque, eso sí, atendiendo siempre al yo omnipresente.
Pensemos cómo
puede ser. En el interior del paseante y después narrador, en esa intimidad a
la que nadie más tiene acceso, almacena experiencias y ecos de músicas,
reflexiona y siente, y al hacerlo así historias, sonidos e imágenes se esbozan,
unas circunstancias, unos hechos y unos personajes vistos o inventados que pueden
haberse dado o no y que cobran fisonomía. Es posible que eso que se le ocurre y
a lo que se abandona sea una quimera absoluta, un ejercicio de la fantasía sin
vínculo apreciable con la vida real. Pero también es posible que sólo sea un
avatar leve o profundamente modificado del entorno existente o un análisis de lo que le sucede. En uno o
en otro caso, lo cierto es que quien almacena o
imagina experimenta la urgencia perentoria de esa conjetura o de esa
ensoñación, su necesidad o su automatismo, tal vez provocados por un estímulo
exterior que le lleva a asociar pensamientos y sentimientos.
Supongo que hay una parte de memoria y una parte de invención porque toda novela es recreación. Pero de ahí a diferenciar en personajes vistos o inventados, no sé…¿Quiere decir que no sabe si lo que cuenta es objetivo o subjetivo?. Parece que hayamos leído libros diferentes. En cualquier caso, no se ajusta a mi lectura de Ventanas. Hago un esfuerzo por seguirle.
Una parte
fundamental de nuestras vidas no se materializa, no se consuma, no se
exterioriza, pero, lejos de amputarse o eliminarse, queda alojada en nuestro
interior provocando consecuencias de las que no siempre somos conscientes. Es una realidad fantasmagórica que arranca de
nuestra infancia, que se agranda a partir de las experiencias de la vida
y que acarreamos durante toda nuestra existencia. Esas hipótesis de la vigilia
son nuestra historia virtual, poblada por un repertorio de espectros u objetos
internos que son remedo alterado del mundo externo, algo así como ectoplasmas.
¿Se refiere a la memoria? ¿A cómo la memoria condiciona nuestra percepción? ¿Se refiere a nuestro bagaje intelectual? Estoy pensando en Proust, en En busca del tiempo perdido. Pero me cuesta tanto seguirle.
Que no se den
ahí fuera no significa, claro, que no tengan efectos, puesto que pueden
gobernar nuestras vidas. Ese individuo
que cavila o que imagina sólo ha escrito líneas provisionales en una
libreta y sus elaboraciones están hechas a partir de sus propios referentes, de
sus experiencias, de su música, de lo que ha ido viviendo o albergando
interiormente. No es todavía un autor en el sentido literario, puesto que dicha
ensoñación, más o menos rica, no se ha materializado en un volumen.
Su vida
interior no funciona de manera sustancialmente distinta a la de cualquier
mortal. Eso que se gesta en su intimidad es por principio inaccesible y el
cuaderno sólo es un pálido reflejo. Supongamos que de esa ensoñación o
conjetura saliera, andando el tiempo, Ventanas de Manhattan. Supongamos
que ese individuo diera forma a todo aquello que brotó en su interior y que
aquellas imágenes se plasmaran en un volumen. Puede que haya dejado sin
reelaborar ese material interno durante un tiempo, en una especie de barbecho intelectual, tal vez porque no acabe de
hallar el hilo conductor.
Es posible, sin
embargo, que esa demora sólo sea fruto de algo más banal, que el autor deba
acometer numerosas tareas ordinarias con las que mantenerse él y los suyos.
Pero, llegado un momento, algo interior o la simple presión exterior le llevan
a expresarse. Escribe y escribe, con método, con disciplina corrige, enmienda,
desecha, mantiene, completa y finalmente acaba. Editar, como decía Borges, es dejar de corregir.
Estaba pensando que a lo mejor se refiere a lo siguiente: necesitamos tiempo y más experiencias para asimilar lo que hemos vivido y experimentado. Que puede ocurrir que con treintaycinco al fin puedas interpretar correctamente [de forma objetiva] una experiencia que tuviste cuando eras niño y que te ha condicionado toda la existencia desde entonces. O simplemente la capacidad para entender un idioma o aprender a mirar un cuadro. Hace falta adquirir un bagaje, ¿es eso?
Hace falta haber vivido un tiempo en Nueva York para escribir un libro sobre esta ciudad que tenga algo valioso que aportar, hace falta haberse integrado, haber conversado mucho con los neoyorquinos, haberlos observado con una mirada limpia de prejuicios, …
Cómo cambia nuestra visión de una ciudad como NY después de haber vivido muchos años en ella
Cómo cambia nuestra visión de una ciudad como NY después de haber vivido muchos años en ella
Conversación
─Justo: Hola, Antonio, aunque es
preceptivo tratarse de usted, me vas a permitir el tuteo. Nos conocemos, nos
escribimos, compartimos muchas cosas (creo) y quedaría algo falso o impostado
que yo me dirigiera a ti con un usted mayúsculo. Parece una cuestión banal la
que te planteo, pero creo que no. El usted es una sana costumbre. En América
Latina lo emplean como fórmula de cariño, de cercanía y reconocimiento. Aquí,
en España, el tuteo entre gentes que se desconocen se impone. Es un amiguismo
que han traído los nuevos tiempos. Y es un coleguismo que se remonta al tuteo
falangista, el tuteo de camaradas o al de los paisanos del norte. Yo, a mis
abuelos, siempre les hablaba de usted, de ustedes. Eran murcianos y
castellano-manchegos. En tu tierra, en el sur o, mejor aún, en Jaén, el usted
es fórmula de respeto. No debemos generalizar ni sacar conclusiones
precipitadas, pero cómo nos tratemos dice mucho de
nuestra cultura y del estado de nuestros ánimos colectivos.
El lenguaje que usamos, nuestras expresiones en general, hablan por nosotros.
─Antonio: El uso del usted más
sofisticado que conozco es el de Colombia. Las parejas, cuando van a decirse algo muy íntimo, pasan
del tú al usted, y los padres con los hijos. A Francisco Ayala
siempre lo traté de usted, y él a mí. Mi abuelo Manuel, que era muy novelero,
impuso a sus hijos que le hablaran de usted, pero eso entonces ya era visto
como una excentricidad suya. Incluso los americanos, que pueden ser tan
informales, son más educados que nosotros. En Nueva York, mis alumnos empiezan
hablándome de usted y llamándome profesor. Cuando de entrada, el primer día de
clase, me hablan de tú y me dicen Antonio, es que son españoles. Me gusta que
exista la posibilidad del usted, para que así pueda apreciarse el logro de un
grado mayor de cercanía que implica el tú. Pero en España no son muy populares los matices,
y tampoco en eso, desde luego.
Esto me ha recordado una cosa. Cuando alguien se enfada con nosotros o tiene algo muy importante que decirnos nos llama por nuestro nombre. Hay muchos que dicen: “Mis padres o mi pareja solo me llama por mi nombre cuando quieren verdaderamente llamar mi atención”. Y los diminutivos y apelativos cariñosos son lo habitual.
─Justo: Hay dos o tres cosas que tú
respetas con devoción: la honradez, el trabajo bien hecho y la abnegación. En
realidad son enseñanzas de tu padre, de tu madre, de aquella generación que
tuvo que vivir por debajo de sus posibilidades: gentes que podían aspirar a
todo, que tenían caballerosidad y honestidad, y que tuvieron que confirmarse [¿conformarse?] con lo puesto, con lo
que buenamente podían obtener sin robar. Resulta demoledora para la moral
pública que esa enseñanza se pierda. Cuando acabe la última generación o la
última víctima de Auschwitz, perderemos un mundo de expectativas y de dolor.
Cuando acaben nuestros padres, tíos, se perderá para siempre un mundo de
cortesía y de obstinación, un lugar en el que todo era posible si uno se
aplicaba y hacía las cosas bien. Había represión y una modestia impuesta, pero
había orgullo de clase. No se trataba de derrotar al otro. Se trataba de
consumar tu proyecto, de emprender acciones y de mejorar la suerte y el devenir
de los hijos.
─Antonio: Las cosas, igual que se
pierden, pueden recuperarse. Unas generaciones reaccionan a los descuidos y a
las injusticias de otras, corrigen errores. En la generación de mis hijos yo
veo con agrado valores de austeridad que se recuperan, sin duda por la influencia de la crisis, o por una conciencia
mayor de lo limitado de los recursos, y un
alejamiento del modelo de crecimiento
perpetuo y consumo sin límite que son rasgos de la modernidad en la
que nosotros vivimos al llegar a adultos. Puede que mis hijos no sean
representativos, pero esas diferencias favorables las he notado en otras
personas jóvenes. Es curioso que casi ninguno tenga coche, por ejemplo, ni
ganas, incluso en el caso de que ganen sueldos decentes y tengan trabajos
estables.
Los veo más austeros, pero no de una manera penitencial, o ideológica, y en
muchos casos los veo más sutiles políticamente y más tolerantes de lo que
éramos nosotros a su edad. Lo que sí se
ha perdido, en términos sociales, es una cultura del trabajo vinculada a la
artesanía, la pequeña propiedad, etc. Pero estoy seguro de que puede
recuperarse, de otras formas. Y además de que solo mediante un cambio cultural radical
─hacia el igualitarismo, la autosuficiencia, la austeridad, todo ello combinado
con tecnología punta─ puede haber alguna esperanza de supervivencia en un mundo
muy amenazado por el colapso medioambiental. Este mundo, tal como
existe, basado en la desigualdad monstruosa y en el despilfarro de recursos
vitales muy limitados ─el agua, entre los más importantes─ simplemente no tiene
porvenir.
─Justo: Precisamente, aquello que se ve
en tus novelas es el contraste entre dos mundos. Hay un mundo antiguo, el de
nuestros mayores, que es el de nuestra infancia rural; y hay un mundo
vertiginoso, urbano, apresurado. Los personajes principales transitan de uno a
otro como si de un viaje se tratara. Las variedades son múltiples. Los más
lúcidos, tras madurar, distinguen la pérdida de cosas, hábitos, valores que
merecerían conservarse. Viven ese mundo con nostalgia y rabia, con liberación y
pena. Los más atolondrados se instalan en el apresuramiento, en el deseo de lo
moderno, de la tecnología punta que pronto se vuelve roma. Viven ese mundo como
un fardo del que deshacerse. Quizá, de cuando en cuando, les da una punzada de
melancolía, es decir, sienten pérdidas de cosas que, de verdad, de verdad,
nunca fueron reales.
─Antonio: Como aficionados a la
Historia, creo que tenemos que esforzarnos por delimitar nuestras adhesiones sentimentales
y nuestra propensión a la nostalgia, más grave según nos hacemos
mayores, del mundo real en el que nacimos y crecimos. A la vista está el resultado de las
nostalgias prefabricadas del nacionalismo, su decisión entre fanática y cínica
de establecer como relato histórico una fantasía de paraíso originario,
victimismo colectivo, redención, etc. Con respecto al pasado, lo que me importa sobre todo es
dar un testimonio lo más veraz posible de lo que yo he visto con mis ojos.
Como novelista, tengo derecho a construir fábulas que tengan la memoria como
materia prima, por lo tanto muy maleable. Pero según me hago mayor más me gusta
la tarea del testigo, el testigo de buena fe, para entendernos. Nada
es más frecuente que los malentendidos sobre experiencias del pasado que no se
han vivido. Y, en cambio, el testimonio original y perspicaz siempre desconcierta,
porque contradice los lugares comunes dictados por
la manipulación, la ignorancia y la pereza. Un ejemplo: los no españoles
y los españoles jóvenes se quedan muy sorprendidos cuando les cuento que en los escaparates de las librerías de Madrid, cuando yo
llegué en enero de 1974, la novedad más visible era Materialismo y
empirocriticismo, de Lenin.
Hasta hace unos
años yo pensaba que el argumento central de mi vida era el choque entre el
mundo del que venía y el mundo de ahora. Pero ese “ahora” se ha fracturado,
porque el
presente es tan distinto de nuestra vida adulta de hace solo veinte años
como lo era nuestra juventud de la de nuestros padres. En la fractura de ahora,
nosotros somos el pasado…
Sí, lo que hemos vivido en los ochenta tiene muy poco que ver con esto,…
─Justo: Llevamos años y años con
transformaciones aceleradas. Parece que vivimos en un mundo desbocado y que
todo lo más reciente se nos queda pronto obsoleto o incluso remoto. Sin
embargo, más allá de esas tecnologías punta y de la punta que podamos sacarle
al asunto, ¿no crees que los criterios morales básicos no varían? Decía Claude Lévi-Strauss que hay muchas culturas, sí,
pero no más de cuatro o cinco reglas básicas que definen a la humanidad.
Yo tengo la impresión de que olvidamos lo cerca que ahora estamos, lo próximos
que por fuerza nos sentimos a pesar del narcisismo de las pequeñas diferencias,
que indicaba Sigmund Freud.
─Antonio: A mí me gusta mucho fijarme en las dos
cosas: en la escala y la rapidez de los cambios, y en la persistencia de lo
profundo, de las inclinaciones de la naturaleza humana, las inercias
históricas, incluso las imposiciones de la biología, que a los progres nos molestaban
tanto en los años setenta, cuando parecía que no se podía limitar por ninguna
parte la primacía de lo ideológico o lo
cultural. ¿Te acuerdas cuando decían los enterados que el instinto
maternal era una construcción ideológica de la burguesía? La malvada burguesía,
fuente de todas las desgracias. Por eso me intriga tanto, me divierte y a veces
me espanta que lo más nuevo de la tecnología sirva también para
alimentar lo más primitivo y retrógrado: difundir el fundamentalismo
islámico, por ejemplo; colgar videos de ejecuciones de infieles en YouTube.
Eso es un gran correctivo para los “integrados” de lo nuevo, por usar el
término de Umberto Eco. Somos modernos y somos primitivos. Efectivamente, somos
casi idénticos, y la ciencia lo ha cuantificado: un
99,8 del material genético. Pero también infinitamente diversos. Y
es la combinación de las dos cosas ─semejanza, diferencia─ lo que hace posible
la literatura, por ejemplo.
Ahora que estoy leyendo El corazón de las tinieblas lo estaba pensando. ¿Por qué ese relato se mantiene actual? ¿Por qué se ha convertido en un clásico? ¿Dónde radica su indiscutible valor? ¿Por qué recordé el episodio de la cadena de galeotes de Cervantes? Intentaba establecer un vínculo, una relación, entre Como la sombra que se va y la novela corta de Joseph Conrad. También me acordé de Melville, de Moby-Dick, de R. L. Stevenson, ¡cómo no!. Quizá es una locura pero estaba comparando a Kurtz con Luther King y al narrador de Como la sombra con Marlow…El tío y el sobrino conspirando para acabar con Kurtz. La imaginación es limitada. Desde luego…
─Justo: Tú llevas una trayectoria como
novelista absolutamente indiscutible. No hay una sola página redundante,
ornamental. En cada una de tus ficciones te la juegas: no en el sentido grave y
campanudo de la expresión, sino en la acepción de juego literal. Muestras tus
cartas, exhibes tus sentimientos, administras un mundo que sólo en parte es
tuyo. La novela te permite expresarte sin ser tú la voz que por
fuerza cuenta. La novela te permite idear mundos posibles y sobre todo
espacios de libertad, lugares del imaginario.
─Antonio: Eso quisiera yo, que no
hubiese páginas ornamentales, o párrafos. Lo malo es que no estoy tan seguro. Me ha costado mucho lograr un cierto grado de exigencia verdadera, un
control lo más riguroso posible de mi tendencia natural a la sobreabundancia
narrativa. Cortar la frase con un punto,
dejar más espacios en blanco. Lo que sí es verdad es que muestro las
cartas, como tú dices, y creo que cada vez más, tal vez por influencia de esa
naturalidad con que escriben los americanos. Y claro, es que la novela, como
arte, es un prodigio de libertad, de posibilidades. La primera de todas, no la de sustituir la
realidad por la ficción, sino de convertirlo todo, lo real y lo inventado, lo
recordado, lo olvidado, en un mismo material narrativo, otro mundo
que es éste pero que no es éste. A mí las novelas me gustan cada vez más, y más
aún cuanto más aventuradas. Ahora estoy releyendo, desde el principio, por cuarta o quinta
vez, À la recherche, y vivo emocionado, intoxicado.
Casi tan importante es lo que se cuenta como lo que no se cuenta, lo que se sugiere. Pasar lo objetivo por el tamiz de lo subjetivo. En eso consiste conocer.
─Justo: ¿Para qué lo voy a ocultar?
Acabo de publicar un ensayo sobre tu obra novelística. Se titula Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (Fórcola, 2014)). El subtítulo, levemente modificado, lo tomo de la
referencia explícita de tu penúltima ficción: La noche de los tiempos (Seix Barral, 2010). He aprendido algo
de tus libros que no tiene precio. Valorar lo que tenemos, enjuiciar lo que nos
incomoda para desecharlo o incorporarlo. ¿Podrías creer que con tus novelas he
aprendido más ética que con los manuales al uso? Tus personajes toman
decisiones y, en algunos casos, se hacen cargo de ellas, se responsabilizan. Es
una gran lección.
─Antonio: Eso me emociona,
sinceramente. Creo que la literatura, la novela más precisamente, responde a una profunda
necesidad de comprender, de encontrar pautas que nos permitan actuar con
rectitud. No es una moda intelectual: es un rasgo de nuestro equipaje
cognitivo. No hay sociedad en la que no se cuenten historias, y no hay historias que no contengan metáforas fundamentales
sobre el comportamiento humano, lo que es justo y lo que no es, la necesidad de
mirar la realidad y de comprender a los otros, etc. Eso la novela, a
diferencia de la filosofía o la ética, lo hace exclusivamente con las armas de
la narración, de la persuasión. Somos narradores primitivos que necesitan atraer y
conservar la atención del que escucha.
Pues Marlow es un ejemplo a seguir. Se me acaba de ocurrir. Igual es interesante comparar también a Earl Ray con Raskólnikov, de Crimen y Castigo. Se pueden parecer lo que un huevo a una castaña, ¿no?
─Justo: En tu nueva novela, Como la sombra que se va (Seix
Barral, 2014), tratas de un hecho histórico, de un episodio real. Tratas de un
personaje auténtico, de James Earl Ray, el hombre que mató a Martin Luther
King. Imaginamos una novela vertiginosa, de persecución, con remansos en los
que el perseguido se remansa, con dudas, con miedos, no sabemos si con remordimientos o
culpas. El individuo que pierde el
sentido moral, que pierde la rectitud, es un asunto que siempre te ha
interesado. Esos personajes que traspasan el límite de lo tolerable y que
después rehacen sus vidas con impostura y cegados.
─Antonio: Me interesa, me atrae más bien, el
individuo que se queda al margen, el que no cuadra, el que tiene que irse, el
que es un extranjero entre los otros, aunque lleve su rareza por dentro. Empecé
a escribir esta novela y pensé: ya estoy como en La noche de los tiempos,
con un fugitivo en una ciudad extranjera, un enajenado, un perseguido. Todos
esos personajes son autobiográficos: atraen a esa parte íntima de mí que me
hace encontrarme con mucha frecuencia fuera de lugar, inseguro de mi posición
en la vida, asustado, aislado. Pero en Ray hay algo más, muy oscuro,
terrible, tristísimo, que es el destino marcado por la pobreza
extrema, por el oscurantismo, el racismo, la ignorancia, la cárcel.
Ray es un residuo de la pobreza americana y de la crueldad punitiva del sistema
penitenciario americano. Cuando escapó de la cárcel estaba cumpliendo una
condena de 20 años por robar un botín de cien dólares. Y está además el espanto
de que a los pobres la opresión pueda no conducirlos a la
rebeldía, sino al resentimiento y la crueldad contra los que son más pobres
todavía: en el caso de Ray y de la gente blanca y pobre como él, los
negros.
─Justo: La historia siempre regresa en
tus novelas. El hecho de que hayas estudiado Historia del Arte imagino que poco
tiene que ver. Es más la conciencia de las palabras, las palabras de otros, las
acciones de otros, la ignorancia que tenemos de ese pretérito humano. Qué
poco sabemos, cantaba Frank Sinatra en una de sus piezas más hermosas.
Desde tu primera novela, los protagonistas saben poco o fantasean demasiado con
ese pasado que les pesa.
─Antonio: Yo tuve la mala suerte de que
mi educación universitaria fue muy mala, con pocas excepciones. Pero mi afición
por la Historia es permanente, como sabes, casi por cualquier período. Este verano me pasé meses leyendo cosas sobre el fin del Imperio romano,
y luego sobre los mesianismos apocalípticos medievales, y de ahí pasé a los
años en Argentina de Eichmann, y luego al trasfondo histórico de los poemas
homéricos. Ahora ando con el primer tomo de una biografía ciclópea de Stalin…
Y llevas razón en que el principal motor de todo eso, en mí pero también en mis
personajes, es la
conciencia de lo poco que se sabe, y también de lo difícil que es aprender, lo
fácil e inmenso que es el olvido, la facilidad con que las mitologías y las
leyendas se confunden con la Historia. Mira todo lo que ha pasado con la
memoria histórica, o con ese 1714 de Cataluña… Creo que todo esto
puede venir de una experiencia biográfica que también es la tuya: crecimos con
la conciencia de que el pasado cercano no podía nombrarse, o solo con mucha
dificultad, con disimulo, escuchando conversaciones, hurgando en armarios.
Es fácil cuando no ha habido educación, cuando no se ha despertado el espíritu crítico, …
─Justo: En tu obra de ficción siempre
hay páginas de humor, algunas ironías o incluso sarcasmos que alivian la
tensión de lo que cuentas o la vicisitud de lo que ocurre. El humor ha sido
central en algún texto tuyo (Los
misterios de Madrid e,
incluso, en El dueño del secreto)
y ha tenido protagonismo en pasajes de El jinete polaco, por ejemplo. ¿Cuándo escribirás una novela
satírica? Ya sé que los tiempos no están para bromas, pero tu sentido del humor, la
escritura con guasa, podría servir de lenitivo para una población lectora que
existe y padece. No digo una obra consoladora, sino una invención chiquitita o
grande en la que podamos vivir y mondarnos de risa.
─Antonio: Durante años, sobre todo en
los noventa, me crie una fama de persona demasiado seria, demasiado grave,
incluso avinagrada. Era cuando me empeñaba casi cada semana en meterme en un lío
escribiendo artículos sobre lo que después se volvió mucho más evidente, la
crecida de la frivolidad y de los espectáculos, el abandono de la educación, el
deterioro del civismo, etc. En Andalucía me volví el torvo desertor
que se iba a Madrid y desde allí criticaba lo que entonces era sagrado, la
primacía absoluta de la fiesta, el gasto insensato en celebraciones folklóricas
o suntuarias. Pero creo que el humor es muy importante en mi vida diaria y
en muchas de las cosas que he escrito, a veces de una manera abiertamente
cervantina, en el sentido de ironizar sin crueldad, y de empezar por ironizar
sobre uno mismo. Tengo una novela del todo burlesca que no sé si
está lograda, Los misterios de Madrid, y en mis cuentos y en mis novelas
cortas me parece que hay bastante humorismo, y desde luego, como tú señalas, en
largos trechos de El jinete polaco, incluso de Sefarad. Mis novelistas
predilectos entre todos, Cervantes y Proust, son dos tremendos humoristas. Y en
Flaubert hay páginas de una comicidad extraordinaria. La sonrisa y la risa cordial son el regalo
máximo del arte. Piensa en el último Verdi, el de Falstaff, o en el
Beethoven de las Variaciones Diabelli, en Paul Klee. ¡Thelonious Monk
era un gran humorista! Y Buñuel… Yo me contentaría con que volviera a
ocurrírseme una historia y un tono como el de El dueño del secreto, por
ejemplo.
Una cosa es el sentido del humor y otra la alegría. Nunca he dudado de su sentido del humor pero AMM no transmite la alegría de Elvira Lindo, por ejemplo. Ni la alegría ni el apasionamiento. Parece mucho más comedido en la expresión, más concienzudo, más inclinado a la moderación y a pasar muchas horas en soledad, leyendo o escribiendo.
Elvira parece tener un carácter más sociable, alguien que huye de la soledad, que necesita compartir, que le encanta conversar, pasear, sentirse entre amigos, …
Elvira transmite mucha seguridad cuando está hablando en la radio o en la televisión o a través de sus artículos, pero no transmite la misma confianza en sus novelas o cuando tiene que hablar de su trabajo ante un auditorio. Aquí [En sus novelas] se descubre como una persona muy vulnerable, tierna y sensible. Su imagen pública no se corresponde con la voz que cuenta en las novelas. Ese tono personal de confesión e intimidad.
Elvira Lindo tiene una capacidad extraordinaria para hacerte emocionar y contagiarte su estado de ánimo. También te hace reír y sonreir a menudo. Parece que te lo esté contando solo a ti, en privado. El tono de confidencia de quien te está participando sus experiencias: importantes para ella e importantes para ti. De una manera tan cercana y tan falta de literatosis y de humos que parece que escribiera con mucha facilidad y sencillez. Parece que uno podría decir: ¡Eso lo podría haber escrito yo!. Pero amigo, del dicho al hecho…
La mirada
Todas sus obras
son una reflexión sobre la mirada creadora: un asunto decisivo y constante en
la obra de Antonio Muñoz Molina, que ya estaba en El Robinson urbano, en Diario del Nautilus, en Córdoba de los Omeyas, en Las apariencias, en Escrito en un instante, en Las gafas de Pla, en La vida por delante, en…
Esos libros son
resultado de crónicas periodísticas que aparecieron originariamente en las
páginas de este o de aquel diario; crónicas de ciudades reales y
fantasmagóricas evocadas por una voz relatora, por un narrador que no se desvela
pero que ve, presume que ve y que sospechamos calco o copia del autor. Habla de
ciudades a las que se la hace pasar por el cedazo de la literatura y de la
música, de las mil y una fuentes cultas, eruditas, por parte de quien se sabe irremediablemente repetidor de
lo que hemos recibido de la tradición, de quien sabe que la originalidad
sólo es posible como combinación, como trastrueque, vecindad nueva de
referencias vistas o entrevistas, previas y ya gastadas, al modo de Borges.
Aquí, en estos libros (y no sólo en las novelas, en las ficciones) está el
mejor Muñoz Molina, aquel que se expresa dando voz a un observador que narra
con delectación y morosidad escenas, secuencias, situaciones de una totalidad
más vasta, una totalidad cuyo perímetro ignora, de la que sólo le llegan
fragmentos de significado incierto y en cuyo desciframiento tentativo se
empeña.
No es extraño
que el escritor se sirva del tópico literario del Robinson, del mito literario
y de sus epígonos, y que esa figura reaparezca constantemente en sus obras.
Pero el viajero de Defoe que,
por afán de lucro y de conocimiento y desoyendo los consejos del padre, se
lanzó a la aventura, es ahora un náufrago en la ciudad. Valiéndose de los
restos del navío, de lo que la naturaleza le dio y de su destreza, Crusoe logró
reedificar la sociedad, con empeño obsesivo, neurótico, con periódicas recaídas
en la tristeza, en el pesimismo y en la fatalidad, sabiendo que el tiempo todo lo destruye y que un
solo instante suprime la vida.
La cultura está
en su interior, y de ese depósito extrae sus medios, pero el islote en el que
naufraga es a la vez el entorno mismo que le permite la supervivencia y que le
encierra. La ciudad de Nueva York es un caos de vidas cuya filiación y cuyo
significado este observador ignora. La ciudad que se describe posee gran
sedimento cultural, y sobre ella se aplica una clave interpretativa nueva,
extraña, foránea, la del paseante, la del vagabundo, la del turista, la del
jugador, como sugería Zygmunt Bauman:
la propia de la cultura moderna, literaria, cinematográfica, la que le da al
observador su densa formación. Nueva York es así el recinto del anonimato y del
vagabundeo, de la soledad errabunda.
un profesor de literatura, un aficionado a la Historia del Arte que pasea por Nueva York, un padre de familia, un marido desenamorado dueño de un secreto, dos amantes que comparten pasiones y aficiones, una compañera de vida que se entusiasma y a la que le gustan las mismas cosas, un marido “abducido” durante muchas horas por su trabajo en el Cervantes, una ciudad que puede ser terriblemente dura, la soledad, la preocupación por el futuro de los hijos, todo eso…
Entre las
referencias culturales de que se valía en su primer libro, en El Robinson
urbano, ya estaba Julio Verne.
Las alusiones a este novelista francés han sido habituales en Muñoz Molina y
ello es una forma de evocar la infancia, la etapa en que se forjaron los sueños de
omnipotencia y las fantasías aventureras. Como es bien sabido,
algunos de los personajes más memorables de Verne son ciertamente heroicos,
caracteres enérgicos que no hacen gala de su fuerza sino de su inteligencia, de
su instinto para la supervivencia. Pero son también, al menos algunos de ellos,
personajes con claroscuros, que se ocultan, que evitan una sociedad de la que
combaten sus vicios o de la que se vengan.
¿Sueños de omnipotencia? ¡Vaya!
El más grande
de todos ellos es, sin duda, el capitán
Nemo, alguien sin nombre, alguien que, como el protagonista de Defoe,
también ha compuesto el mundo, su habitación y su espacio. No es extraño que el
segundo de los libros de Muñoz Molina se titulara Diario del Nautilus,
como tampoco es raro que esa referencia reaparezca en Ventanas. La
mirilla de la puerta del apartamento neoyorquino es, en efecto, “el ojo de buey y el periscopio por el que pueden
vislumbrarse los desconocidos paisajes submarinos del rellano”, de modo
que la vivienda será como un batiscafo, dice expresamente, su puesto de
observación.
Pero el
observador es un trasunto del capitán Nemo. Por eso, en Ventanas de
Manhattan vuelve a admitir páginas después que sólo es “el ciudadano invisible de un país inexistente. No soy
nadie aquí, o soy un Don Nadie, y sin embargo soy más yo mismo que nunca, más que en cualquier otra parte.
Despojado de circunstancias y añadiduras exteriores, salvo de la presencia de
quien conmigo va”.
¿Qué
significado cabe atribuirle a la metáfora del sumergible en las obras de Muñoz
Molina? En el Diario del Nautilus ya lo desveló: el navío no es aquí un
“buque de guerra, sino refugio submarino contra las crudas afrentas de la
realidad”, o, como dijera Cesare Pavese,
tal vez el Nautilus no sea aquí más que una defensa contra las ofensas
de la vida. Si Robinson recrea la metáfora del náufrago que reconstruye la
sociedad de la que ha sido privado explorando los dominios que encierra la
isla, la imagen del submarino describe un modo de obrar: irrumpir protegido en
ese mar ignoto que es la vida, la vida de los otros, pero también la propia. De
nuevo, como en muchas de sus crónicas, una abrumadora suma de referencias se
suceden pudiendo ser tomadas como aderezo u ornamento, pero más importante aún
como claves que sirven para interpretar el mundo.
El visitante
toma notas, recopila y reelabora sus palabras registradas sobre un cuaderno de
tapas azules. Por eso, muy frecuentemente las obras de Muñoz Molina son, pese a
las apariencias, un largo monólogo que se despliega en numerosos personajes y
variados caracteres. Hay, además, un rasgo constante del autor, la conjetura creativa, el relleno de
significado de aquello que parecía no tenerlo o que ignoramos, la elaboración
de la historia hipotética que está detrás del hecho o del fragmento que
contemplamos.
El narrador
habla y su voz es la de quien sabe que lo que ve y obtiene son apariencias
vislumbradas a través de ventanas metafóricas, como en la película de Hitchcock, como en los cuadros de Edward Hopper, datos siempre escasos,
ignorancia que debe ser compensada con esa conjetura creadora que da
significado al desconcierto de la vida. Es decir, para Muñoz Molina no hay diferencia sustancial entre la tarea del cronista
que se expresa en Ventanas de Manhattan y la labor del narrador de
ficciones que también es, y no la hay porque es el relato aquello que
otorga orden y significado, aquello que los iguala, el trabajo de explicar el
mundo.
Planteada así, la realidad no
precisa la fantasía, no necesita la pura invención; requiere, por el
contrario, un dato extraño y la voluntad perpleja de explicarlo. El dato es la
información bruta y el contexto propuesto es la tarea de conocimiento. Por eso,
la ficción no es el terreno de la especulación fantasiosa, sino el espacio
potencial de la realidad, la prolongación posible de lo que pudo ser
efectivamente y que la imaginación recrea o exhuma.
Dar con un buen relato de ciertos hechos probables es dar con una buena
explicación acerca de las cosas, es proponer
un significado. No otra es la función básica de la narración. Los
cuentos de hadas son fábulas que se valen de un material imposible para adiestrarnos,
para dar con la receta pragmática que nos permita orientarnos. El relato de lo
posible que nos propone Antonio Muñoz Molina es, a la postre, una narración de
lo probable, de lo que ejercitando nuestras facultades podemos imaginar como
probable.
En ese sentido,
cualquier detalle, por pequeño que sea, es fuente inagotable de presunciones y
de indicios reveladores, pero esas presunciones e indicios que menudean se fundan en
una experiencia madura y en una
erudición contenida. La cultura es armazón, pero ese recurso
no agota el enigma de lo real. Reconocer esa ignorancia o esa limitación
insuperable reconforta al narrador, que se libera así de una labor reparadora.
Por eso, a pesar de la densidad cultural, la mirada del narrador se asemeja a
la mirada de un niño o de un adolescente, un muchacho que está solo frente a un
mundo siempre desconocido, inabordable, misterioso, un mundo cuyas amenazas hay
que aplacar explicándolo, admitiendo a la vez que esa
explicación no es conocimiento seguro, sino saber frágil,
probablemente ficticio, simulado o infundado. Como es el de Antonio
Muñoz Molina, como es el nuestro.
Conversación
con Antonio Muñoz Molina por Justo Serna, [Anatomía de la Historia, 28 de
noviembre de 2014]
Leo el siguiente titular “La realidad es mucho más rica que la imaginación” y pienso que esa es la idea principal de En ausencia de Blanca.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda,
1956) ha vuelto a poner el dedo sobre la yaga en su última novela, «Como la sombra que se va» (Seix
Barral). Se trata de un ejercicio en donde se mezcla magistralmente el relato
que aconteció al asesino de Martin
Luther King, James Earl Ray,
que estuvo diez días en Lisboa, con el recuerdo metaliterario del propio escritor
jienense, que también visitó la capital lusa para documentarse para su novela «Un invierno en Lisboa».
¿no era “llaga”?
El autor de «Beltenebros» ha presentado este jueves su novela en el Paraninfo
de la Universidad de Sevilla entablando un fluido y certero diálogo con el
periodista y escritor Alejandro Luque,
gran conocedor de la obra de Muñoz Molina. Éste último confesó su sorpresa
cuando leyó la historia sobre James Earl Ray, «ya que me impresionó que pasara
en Lisboa diez días. A partir de ahí me llamó la atención ciertos rasgos de un
personaje muy desconocido». Además, matizó que «mientras Martin Luther King es un icono
memorable, lo mató alguien sobre el
que no había ninguna escritura». No obstante, Muñoz Molina
aclara que «al final es un personaje que no se puede conocer porque inventó su
historia».
Le llamaron la atención ciertos rasgos…
El autor de «El jinete polaco» ha querido meterse en la piel de este personaje
tan complejo aficionado a las novelas
de James Bond. Tanto es así que también llegó a leerse estas novelas,
así como un libro, «Psicocibernética»,
del cual Ray fue un fervoroso lector. «Adquieres
una familiaridad extraña con un personaje que te repele y que no puedes
conocer», admite el escritor andaluz.
Sin embargo, más allá de la narración de la huida
de James Earl Ray después de su asesinato, lo que le da más originalidad a esta
novela es que Muñoz Molina también refleja en el libro sus recuerdos cuando él
mismo viajó a Lisboa:«Tuve la tentación
de escribir estrictamente una novela sobre James Earl Ray porque había
mucho material, pero ahí estaba también la conexión con Lisboa y al ponerme a
escribir me vinieron los recuerdos de mi propia búsqueda que hice por aquella
ciudad cuando escribía «“Un invierno en Lisboa”», admite.
Viaje a Memphis
Como el propio Alejandro Luque le recordó, Muñoz
Molina llega a asegurar en este libro que «una novela sirve para confesarse y para esconderse». A lo que el
escritor respondió que «yo no quería caer con
esta novela en la metaliteratura que lleva al escritor al estrellato. Por eso puse
esa parte personal mía porque era necesaria para el sentido de la obra».
En ese sentido, reconoce que viajó a Memphis, en donde mataron a Luther King,
«pero lejos de retratar eso como hacen los escritores de libros de viajes, que
se ven como un observador al margen, yo retraté el viaje que hice a Memphis
acompañado de mi mujer (Elvira Lindo)».
Por otra parte, el autor de «Sefarad» dijo que «a la literatura le pedimos cosas que nos importen mucho y para eso
también le debe importar al escritor cuando lo escribe». Asimismo,
afirmó que «el escritor suele crear una imagen de sí mismo, por eso la novela tiene la libertad de poner en
escena cosas fundamentales de la vida». Y también recordó que «en la
tradición literaria está el hilo del examen de conciencia, ya que cuando las
personas actuamos mal tenemos que sentir remordimiento».
Al articulista también le pedimos que ponga atención y escriba con rigor. De lo contrario, uno siente confusión y piensa: ¿Le importa algo al articulista el objeto de su trabajo? En lugar de dar a conocer una novela e invitar a su lectura, uno tiene ganas de “pasar página” e ir a otra cosa, si no fuera porque a uno le importa el trabajo de AMM y su recién publicada novela.
Por Andrés
González-Barba, [ABC Sevilla, 28 de 11 de 2014]
No hay comentarios:
Publicar un comentario