Quería contar la duración del amor, Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Antonio López Hidalgo [Diario de Córdoba, 13 de diciembre de 2014]
Si para ser un grande hay que carecer de escrúpulos, no estoy interesado. Entrevista a Antonio Muñoz Molina por César Coca [Diario Sur, 11 de diciembre de 2014]
Todas las víctimas tienen algo en común: no son victimistas. Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Alejandro Luque [El correo, 9 de diciembre de 2014]
Viste, como casi siempre, jersey de cuello cerrado y redondo azul marino, vaqueros, barba cerrada bañada de canas. Tiene unas manos frágiles de pulsar el teclado del ordenador, la mirada amiga, la voz teñida de una melancolía que le puede. Su tono es bajo. A veces, ríe, apoyando con ese gesto sus argumentaciones. El éxito no le ha cambiado. Tal vez por esa razón se haya atrevido con este nuevo libro, un libro sincero, natural. Un libro que es un giro en su obra. O un punto y aparte. En él habla del asesino de Luther King, pero sobre todo habla de él. De no estar dotado para la mala vida, ni para el alcohol o las drogas. "No hay creatividad en el alcohol ni en las drogas. Es una leyenda", confiesa.
En
esta novela cuenta cómo escribió aquella otra, El invierno en Lisboa . Narra qué
puede sentir un hombre que es el asesino más buscado del mundo. Cómo un hombre
puede vivir cada noche con ese secreto en su alma. De fondo, en estas páginas
se escucha a los grandes del jazz. El libro es un examen de conciencia. Una
parada de postas en un camino ancho y, en parte, aún también por escribir. El recuerdo de
Juan Carlos Onetti también está aquí, su amor por el escritor y su
gratitud personal. Un libro que vale la pena leer mientras él escruta en su
interior por dónde tirará ahora, hacia ese otro libro que ya estará naciendo
dentro de él y que él mismo no sabe cómo ni qué será.
--¿Qué
le atrajo del asesino de Luther King, James Earl Ray, para escribir una novela
sobre él?
--El
misterio, la extrañeza, de que hubiera una conexión de este personaje con
Lisboa. Parece que son mundos distintos. Por una parte, está él, está el mundo
de Luther King, Estados Unidos y todo eso. Y por otra, Lisboa. Y de pronto,
imaginar a ese personaje en Lisboa.
--Una
novela escrita desde el interior de la conciencia de un asesino. ¿Es posible
entender por qué alguien actúa así?
--Yo creo que es
posible entender hasta cierto punto. Es decir, a no ser que una
persona diga algo y lo diga sin mentir es muy difícil saber. Y en este caso
específico, es realmente
difícil saberlo porque este hombre nunca confesó de verdad nada. Es
decir, salvo
cuando se declaró culpable para evitar la silla eléctrica,
inmediatamente después dijo que él no había sido. Nunca reconoció abiertamente
lo que había hecho. Entonces, hay un espacio ahí de conjetura y de misterio.
¿Por qué lo hizo? No se sabe. Probablemente era un racista acérrimo, era un hombre
lleno de resentimiento, tenía mucho odio hacia los negros. Era muy
racista, en la clase a la que él pertenecía había mucha gente así. Pero él fue
el que hizo eso, no fue otro.
--El
libro es también una declaración de amor. ¿Su libro más sincero? ¿Donde más se
desnuda y confiesa interiormente?
--Yo
creo que sí. Más
sincero, más natural. Hacer un autorretrato, mirar a la cara. Decir: este soy
yo. Eso no era un propósito. Eso fue saliendo por una especie de
necesidad de honradez, de mostrar de verdad cómo es la vida de uno y qué lugar
tiene la literatura en la vida. En la literatura generalmente lo que
se celebra es la desdicha por encima de la alegría, y se celebra la fugacidad
romántica frente a la duración. Yo quería contar la duración del amor.
--Como
la sombra que se va es, sobre todo, un libro distinto.
--Es un libro que
se iba haciendo solo. Me iba encontrando posibilidades y, en vez de
descartarlas, seguía. Entonces tú, leyendo el libro, vas viendo cómo se va
haciendo. El mecanismo, la maquinaria, está a la vista. Tú ves cómo el libro va
derivando de una cosa a otra. A mí ese hecho de ver cómo un libro se va haciendo
casi solo, a
la vista del lector, creo que es una cosa que tiene cierto poder
para quien le gusten esas cosas.
--Lisboa
es el escenario que une las dos tramas de su libro, el escenario de su segunda
novela, El invierno en Lisboa, en la que usted era, fantásticamente, el
pianista.
--(Ríe)
Claro. Es que uno
piensa que los libros son autobiográficos cuando cuentas cosas que han pasado.
Pero, a veces, son más autobiográficos todavía cuando inventas cosas que no te
han pasado. Por ejemplo, Ray inventaba siempre que él se dedicaba a
la marina mercante. ¿Por qué se inventaba eso? ¿Qué clase de sueño había ahí?
Ese sueño es la antítesis de su propia vida. Era un hombre de tierra adentro en
una prisión. Entonces se imagina como alguien que va en la libertad de los
barcos. Y, claro, si tú inventas a un protagonista que es pianista, y él es
funcionario del Ayuntamiento de Granada, precisamente porque es funcionario, se
inventa a un pianista. Para compensar.
--Escribe
usted en el libro: "Tan incompetente
en el matrimonio como en los amores furtivos, tan poco dotado para la vida
administrativa y familiar como para el trastorno metódico de las noches en los
bares". Un
retrato demasiado duro. ¿No?
--Es
lo que hay. Las cosas son como son. Y es así. Yo conocí a gente que estaba
dotada para la mala vida. Y después me he alegrado de no estar dotado para la mala
vida, porque ese es un sistema de tu cuerpo que te dice: "Yo no
estaba dotado para drogarme, ni para llevar una vida creativa".
Yo no estaba dotado para eso. Yo necesito una vida muy regular y mi psicología es muy
frágil. Yo me siento perdido en seguida. Entonces, yo no servía para
una cosa ni para otra. Y no pasa nada por reconocerlo. Aquellos años, tú te
acuerdas, parecía que salir por la noche era algo más que salir por la noche, era como una
declaración de principios. Y no. Era perder el tiempo.
[Hay
una cosa que no entiendo: Yo no estaba dotado para llevar una vida creativa.
¿Se refiere a una vida dedicada a la creación literaria? ¿O se refiere a una
vida disoluta, irregular y licenciosa? Porque lo primero es justo lo que ha
hecho. Aunque parece que pensamos que lo primero no puede darse sin lo segundo
y eso es justo lo que trata de desmentir.]
--El
alcohol, ese aliado insidioso, aparece una y otra vez en las páginas de su
libro. Beber era entonces tarea literaria. ¿Dejó de serlo para siempre?
--Hombre,
afortunadamente. Es que yo creo que eso son mitos románticos muy peligrosos que hacen mucho
daño y que, curiosamente, no se acaban nunca. Es como, en el mundo
de la música, las drogas. No hay creatividad en la droga ni en el alcohol. Es
una leyenda. Pero te puede hacer mucho daño porque te lo crees. Estábamos tan
llenos de estereotipos. Tener salud nos parecía que era de derechas.
Una cosa ridícula. Porque además no eras creativo. Yo, para escribir, necesito
toda la fuerza de mi cabeza.
--Floro
Bloom, Burma. ¿Los nombres deben ser mágicos para que la historia parezca real?
--Claro.
Los nombres son importantísimos, ¿sabes? Hay una poesía en los nombres. Cuando
encuentro un buen nombre para un personaje, me pongo muy contento. Y a veces de
un personaje, por ejemplo Floro Bloom, la gente dice que es un homenaje a
Joyce. ¡Qué
va a ser un homenaje a Joyce! Es el sonido. Que suena bien. Y luego dices: Floro
y Bloom son equivalentes. Pero yo no me daba cuenta. Parece que
cuando hay un buen nombre el personaje existe más. Tú dices: Alonso Quijano. Y
parece que está delante de ti. Sansón Carrasco. Tremendo. Sin que nos demos
cuenta, te hablo del lector, el nombre te atrae la presencia del personaje.
--Cuando
escribía El invierno en Lisboa le atraían los músicos de jazz. Dejó su ritmo en
aquellas páginas, su desasosiego. Conoció a muchos de los grandes. ¿De aquel
recuerdo conserva más luz o más sonido?
--La
música es tan visual como sonora. Tengo la suerte de que no solo recuerdo, sino que lo veo
y lo vivo. Porque eso sigue formando parte de mi vida, incluso más que entonces.
Tengo la suerte, en Nueva York, de que al lado de mi casa hay un club de jazz
extraordinario y entonces muchas noches me voy a la barra, tomo algo escuchando
a los músicos y digo: "Joder, qué suerte". Me acuerdo una vez que
había un señor sentado a mi lado y me dice: "Qué buen sitio este. Cuando
ahorro me vengo de Texas aquí. ¿Y usted de dónde viene?" Le digo: "Yo
de aquí a la vuelta de la esquina". Y dice: "Joder, qué suerte".
Ese romanticismo sano de la música para mí sigue siendo muy importante.
--En
1987 viajó por primera vez a Lisboa para escribir su novela. ¿Cómo intuyó que
aquel era su escenario? ¿Buscaba Lisboa o, como
escribe, "una Granada con mar", o solo "un impulso visual"?
--(Ríe)
Uno, cuando está escribiendo, parece que hay un instinto que te dice qué es lo
que necesitas. Yo había escrito una gran parte de la novela. Los personajes
tenían que ir a Lisboa y yo sentía que, si escribía esa parte sin ir a la
ciudad, la novela no iba a estar bien. Era la intuición de la necesidad
absoluta de que, para que la novela pudiera existir y tener consistencia, yo tenía que
ir allí.
--En
ese viaje hay reproches a su forma de actuar, las llamadas que no hizo a su
mujer para preguntar por un hijo recién nacido. Pero también el viaje es el
primer paso a una huida posterior, a otra vida posible.
--Claro,
claro. Recuerdas que hay un capítulo en el que yo cuento otro regreso a Lisboa
unos años más tarde. Sí, de algún modo, la ciudad está relacionada,
en primer lugar, con esa huida virtual, pero tú verás que en la novela no hay
reproches nada más que a mí. Pero sí, de algún modo, la ciudad, por
diversas razones, casi todas casuales, ha ido teniendo una presencia muy
relacionada con los episodios distintos de mi vida. Igual que la tiene cuando
vuelvo en 2012 a encontrarme con mi hijo, que es otra cosa que está en el
origen de la novela. De pronto, el caer en la cuenta de eso, estar allí para
ver a mi hijo que cumple 26 años. Y dices: "Joder, si yo estaba aquí la
primera vez que vine".
--En
el libro solo está su voz. Ni la de sus hijos, ni la de la primera mujer, ni la
de Elvira.
--Tenía
que ser así. No es una investigación. Es una confesión. Es un examen de
conciencia. El
examen de conciencia se hace a solas.
--"El
trabajo ha sido siempre mi remedio más poderoso contra la angustia". ¿Angustia de la propia existencia?
--Una
cosa de carácter. Yo tengo un carácter que me angustio mucho. Es la mala suerte
que tengo, que con
mucha frecuencia siempre tienes ansiedad, tienes dificultades y, en
circunstancias muy difíciles, a mí el trabajo me ha ordenado la cabeza.
Escribir ayuda a pensar, a ordenar las ideas. Cierto. Aparte mantienes la cabeza ocupada y descentrada. Me refiero a que dejas de pensar exclusivamente en ti y en tus problemas. Lo mismo ocurre al leer con atención. Leer es una actividad que exige mucho. Tienes que recrear, interpretar, ponerte en la piel de otro. Como un músico que interpreta una partitura. Supongo que el trabajo de escribir es aún más exigente que el de lector.
--Después
de cinco meses de escritura, puso punto final a El invierno en Lisboa. Aquella
vez sintió "una gran ligereza, una alegría tranquila". ¿Solo aquella
vez?
--En
cada libro es distinto. Por distintas razones. En ese libro era una sensación
de haber terminado muy clara. En este, por ejemplo, terminas pero eres
consciente de que es un primer borrador y tienes que seguir trabajando.
En aquel,
cuando terminé, ya sabía que había terminado. Por ejemplo, me pasó
una cosa muy curiosa cuando terminé Todo lo que era sólido, que terminé sin
alegría. Porque pensé: "En menudo lío me he metido".
Cuando mandé las últimas correcciones de esta novela sentí cierto alivio, pero luego
dices: "Joder, qué carácter tan difícil". He pasado tanto tiempo en
terminar y luego no te alivia tampoco, porque ya estás pensando en otra cosa.
--Volviendo
a King. Dice de su asesino: "Lleva consigo en secreto la monstruosa
distinción de ser el criminal más buscado del mundo". ¿Es esa imagen la
que seduce al escritor?
--Bueno,
es muy seductora. Una persona que va por la calle y que lleva un secreto
terrible. Eso me pasó cuando estaba escribiendo Plenilunio. Tú vas por la calle
y te vas cruzando con gente y nadie sabe quién eres. Tú estás mintiendo continuamente.
No hay una zona de tu vida que no sea mentira. Hay un momento en la
novela, que es completamente inventado, claro, en el que Ray está con una
prostituta y le cuenta en inglés lo que ha hecho. Pero, claro, la prostituta no
se entera. Pero él lo está contando. Cómo es llevar ese secreto. Es un enigma tremendo.
--El
invierno en Lisboa cambió su vida. Después cambiará de vida. Todo eso ocurre
demasiado rápido.
--Demasiado
rápido, sí. Porque es muy complicado. Lo miras retrospectivamente y te preguntas cómo has
podido mantener la cabeza en su sitio. También cambias y en medio de
todo eso trabajar a diario y procurar hacerlo lo mejor que puedes. Es una
complicación.
--Un
solo encuentro con Juan Carlos Onetti, del que no anotó la conversación, los
detalles del encuentro. ¿Sigue admirándolo con la misma devoción?
--Aparte de la
admiración por la obra, hay el amor. Hay escritores a los que amo. Me pasa con
Cervantes. Me pasa con Proust. Hay otros que los admiro y no los amo, porque no
siento cercanía. Philip Roth no me inspira amor. Y en Onetti
además está la gratitud personal. El hecho de haber sido acogido y
defendido por su generosidad cuando yo era muy joven. Eso para una persona
joven tiene un valor tremendo. En la novela no digo quién fue. Félix Grande, a
quien yo no conocía, me llamó un día a Granada y me dijo que fue a casa de
Onetti y tenía mi novela en la mesa de noche y le dijo que tenía que leerla. A
mí eso me llenó de felicidad.
--"Me gustaría contarle a mi hijo cosas sobre mí mismo que no le he
contado nunca. No podía decírselas cuando era niño y ahora que es adulto no sé
cómo hacerlo". Igual haber escrito este libro es el comienzo de una gran amistad.
--(Ríe)
Bueno, una confesión está hecha para eso. Yo hablo en el libro de un paseo por Bruselas con mi hijo
mayor, y fue una de esas cosas que tienen que pasar en la vida. Es
muy importante esa relación con los hijos, el preservar el amor y la confianza.
El ver que un hijo es una persona independiente de ti es extraordinario. Y eso está
compensado con los lazos de ternura que en nuestra cultura, por suerte, no se
pierden. En Estados Unidos, un hijo se vuelve un extraño para sus padres
inmediatamente. Y para nosotros esa posibilidad de mantener esos
lazos respetando la independencia es un tesoro.
--Como
usted escribe, cuando un libro se cierra, las historias tienen un porvenir que
ya no se cuenta. ¿Sabe por dónde irá su vida después de esta novela?
–Literariamente,
no lo sé. Uno de los hilos conductores de un libro es que no se sabe dónde hay
un final. En la literatura hay un final y en las películas, pero la vida cuándo
se termina. El libro lo he terminado, aunque ahora cuando lo leo en voz alta
digo: “Aquí tenía que haber quitado esta frase, este adjetivo sobra”. Es decir,
que todavía queda un poco de trabajo, pero ya de lo que venga después no tengo
ni la menor idea.
Quería contar la
duración del amor, Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Antonio López Hidalgo
[Diario de Córdoba, 13 de diciembre de 2014]
En la última
novela de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), dos personajes vagan perdidos por
Lisboa. Uno es James Earl Ray, que acaba de matar a Martin Luther King y busca
una salida, un camino de huida hacia ninguna parte. El otro es el propio
escritor que, dos décadas más tarde, viajó a la capital portuguesa por primera
vez en busca de un territorio en el que ambientar la novela que en ese momento
estaba escribiendo y que terminaría por cambiar su vida: 'El invierno en
Lisboa'. 'Como la sombra que se va' (Ed. Seix Barral), ya en las librerías, es
un relato en el que apenas hay ficción y en el que el autor ajusta cuentas
consigo mismo porque no culpa a nadie de su desdicha de aquellos días. «Hago un examen
de conciencia, un doloroso ejercicio que nos viene muy bien a todos»,
reconoce en una larga entrevista con este periódico.
¿Cómo surgió el interés por James Earl Ray?
Yo tenía un
vago recuerdo del asesinato de Luther King, pero estando en Estados Unidos vi
un documental en la televisión pública y a partir de ahí empecé a leer cosas.
Lo que me hizo plantearme el proyecto de esta novela fue su estancia de diez
días en Lisboa, en plena huida, una etapa sobre la que hay mucha información.
Al principio, me planteé una historia no muy larga acerca de esos días, pero
fueron surgiendo conexiones y cambié de idea.
¿Suele suceder así con sus libros?
-Sí. Mientras
leía documentos sobre el paso de Ray por Lisboa fui recuperando en mi memoria
el viaje que hice para preparar 'El invierno...'. Cuando el año pasado nos
fuimos allí Elvira (Lindo) y yo unos días, para descansar, todo se volvió más
real. Fue un 'descanso' en el que aproveché para
reproducir los paseos de Ray. Vi los rótulos de los bares que frecuentó y que
siguen igual que hace casi medio siglo, recorrí las mismas calles...
Siempre hace falta un catalizador que desencadene el proceso, y aquí fue
conectar el viaje de Ray con la escritura de 'El invierno' y con mi propia
vida.
Los dos personajes, Ray y usted, están perdidos en Lisboa.
Sí, en el
sentido de que buscan una escapatoria porque tienen dificultades para conectar con el
mundo exterior, buscan en la fantasía algo que no les da la realidad.
Ray no tiene conexión con nada a su alrededor, el único lugar en el que se
siente relacionado es la cárcel.
Si se olvida que ha asesinado a un líder social y político muy
importante, Ray parece un ser indefenso.
Es un pobre
desgraciado y al tiempo, un canalla. Viene de una clase de pobreza terrible, su
infancia transcurrió durante la Gran Depresión, tuvo unos padres espantosos...
Había sido condenado
a veinte años de cárcel por un robo de cien dólares. Es verdad que eso no
predestina a nadie ni atenúa la gravedad de lo que hizo, pero me
pregunto cómo sería uno con una vida así. Y finalmente no sabemos por qué mata
a Luther King.
La formación
del mito
Que en su novela es un hombre cansado, abrumado por su propia imagen, con
una relación amorosa clandestina, criticado por los suyos. ¿Era así realmente?
Me han dicho
que leyendo la novela da la impresión de que estaba deseando morir. No sé si
tanto, pero sí que estaba muy cansado, llevaba catorce años sin parar al frente de una
causa heroica y agotadora.
¿Su asesinato lo convierte en un mito?
Lo que rescata su
prestigio para siempre, en efecto, es su asesinato. En ese momento,
los jóvenes lo veían ya como algo antiguo. Ellos iban con el pelo largo y
cazadoras de cuero, y King vestía traje, ese bigotito fino y el pelo muy corto.
La alianza
política con Johnson, que tanto fruto había dado, se había resquebrajado por su
postura frente a la guerra de Vietnam...
Sí, porque
todos lo acosaban. Los diarios se burlaban de él, acababa de presidir una
marcha pacífica que terminó en saqueos. Ahora es un icono, pero me pregunto
cómo soportaba el día a día con todo eso. Era una persona muy depresiva, que
necesitaba somníferos para dormir, pero al tiempo estaba muy dotado para los
placeres de la vida. No tenía intención de hacer un capítulo sobre
él, pero al final lo incluí porque pensé que quizá el momento previo a su
muerte fuera de felicidad, porque al fin podía descansar.
¿Qué pasaba en EE UU en esos años? Robert Kennedy fue asesinado dos meses
más tarde, y el presidente lo había sido cinco años antes. ¿Por qué se generó
tanto odio?
Hubo esos
asesinatos y los de tantos activistas de los derechos humanos... Creo que la
huella de la esclavitud es tan poderosa que ha marcado todo. Ves las imágenes
de los incendios del verano de 1967, los guetos, la destrucción en las
protestas posteriores al asesinato de King y te parece que estás ante una
sociedad que se desmorona. Y luego están las tremendas diferencias sociales.
Tengo amigos americanos que recuerdan esos años como una época de trastorno.
En el libro intercala la peripecia de Ray con la suya propia. ¿Se siente
menos libre un autor que escribe en primera persona, contando cosas de su vida?
Esa libertad
está limitada por la consideración que te merezcan las personas de las que
hablas. Los personajes de ficción te dan más libertad que si cuentas en primera
persona cosas dolorosas de tu vida. El retrato que haces de una persona puede afectarla,
que es algo muy serio. Por eso, hacerlo requiere cautelas, pudor, pero puede
ser valioso
para una narración franca de la propia experiencia. Y ofrece un
relato más completo del mundo.
En esta novela habla de su enamoramiento cuando estaba casado con otra
mujer. ¿No teme reabrir heridas?
Es delicado,
sí. Pero hay que acostumbrar a la gente a que se puede hablar de cosas así sin
necesidad de caer en un impudor grosero o en una pudibundez que oculta
experiencias reales.
La obra por
encima de todo
Antes, las obras que afectaban directamente a personas reales se
reservaban para su publicación cuando todos hubiesen muerto. ¿Ha pasado ese
tiempo?
No todo tiene
por qué ser dicho de manera inmediata, es cierto. Pero yo no hablo mal de nadie más que de mí
mismo. Examino mi responsabilidad y no culpo a nadie de mis desdichas. Creo que
soy poco complaciente. No pienso que la idea de que la obra está por encima de
todo sea acertada.
No son pocos quienes la defienden.
Sí, por
supuesto. Hace poco leí una biografía de Naipaul y pensé que quizá para ser un
grande de verdad no hay que tener escrúpulos. Eso de que el talento requiere de todas las
indulgencias... Si fuera así, yo no estaría interesado en serlo. Si
un signo de grandeza es la falta de compasión, de miramientos, yo carezco de
ello.
Se retrata a sí mismo en esos años con un cierto aire de
irresponsabilidad. ¿No cree que puede arruinar esa imagen de integridad, de
ética irreductible que encarna para muchos?
Todos tenemos
que aprender a vivir. En el libro hago un examen de conciencia. Es un ejercicio
doloroso que nos viene bien a todos: examinar lo que somos y hemos sido. Por
supuesto que nos gustaría construir una novela halagadora y exculpatoria con
nosotros mismos... En realidad, tampoco confieso
cosas tan malas. Creo que soy una persona sin talento para la mala vida. Estaba
desorientado, eso sí. Un amigo me dijo en aquellos días que no tenía muy claro si era un infiltrado del
ayuntamiento (donde era funcionario) en los bajos fondos, o de los bajos fondos
en el ayuntamiento.
La novela se centra justo en el período anterior a su éxito literario y a
un profundo cambio en su vida afectiva. ¿Se está explicando a sí mismo en esos
años cruciales?
Sí, porque
cuando vives estás en un remolino. Yo entonces solo aspiraba a mejorar mi
trabajo en la Administración, tener un sueldo mayor y publicar más o menos
algunos libros. Nunca pretendí ser un escritor conocido y vivir de ello. Pero
en cuatro años paso de pagarme la edición de mi primer libro a ganar el
Nacional. Y todo eso, en medio de turbulencias personales. Necesitas comprender lo que ha pasado
dentro de ti, entender el enorme lío en el que has estado.
Si para ser un grande
hay que carecer de escrúpulos, no estoy interesado. Entrevista a Antonio Muñoz
Molina por César Coca [Diario Sur, 11 de diciembre de 2014]
‘Como la sombra que se va’ es el título de la esperada nueva novela de Antonio Muñoz Molina. El asesino de Luther King y el propio autor desfilan por sus páginas con Lisboa de fondo los protagonistas de la última novela de Antonio Muñoz Molina, Como la sombra que se va (Seix Barral), son el asesino de Martin Luther King, JamesEarl Ray, y el propio escritor, que evoca el tiempo en que escribió El invierno en Lisboa. La capital portuguesa reúne a ambos a lo largo de 530 páginas. «Es una historia que trata de cómo se cuentan las historias», explica el escritor ubetense. «De un narrador que se encuentra con gente que le cuenta historias, y se deja llevar por ellas, y les da espacio en las novelas. Ese amor por las historias es el que mueve la novela».
—La
seducción que ejerce un personaje real como James Earl Gray sobre usted, ¿es
progresiva o puro flechazo?
—Es
muy difícil enamorarse de alguien tan sombrío, pero uno no siempre escribe sobre
lo que quiere. Leyendo un libro sobre Luther King, me impresionó el hecho de
que James Earl Ray hubiera pasado diez días de su vida en Lisboa. Al principio
me llamó la atención que fuera tan desconocido. MartinLuther King es un icono
del siglo XX, pero lo mató alguien insignificante. Luego descubres que matar a aquel hombre era muy
fácil. Y buscando en la vida de su asesino, llegué a una conclusión: podía
conocer detalles de su vida, pero nunca llegaría a conocer a esa persona. Eso
me sedujo.
—¿Qué
rasgos descubrió?
—Fue
alguien que conoció la miseria desde que nació, que pasó la vida en prisiones
americanas. Un fugitivo que estudia cerrajería por correspondencia, que allí
donde va se matricula en escuelas de baile, aunque lo hace muy mal. O le da por
leer libros de hipnosis, o de psicocibernética, o de espías. Me hizo comprarme
todas las novelas de James Bond…
—Tanto
James Earl Ray como el Muñoz Molina de los 80 llegan a Lisboa queriendo ser
otros. ¿Buscaba ese juego de espejos?
—Sí, es uno de los hilos. Yo podía haber escrito estrictamente una novela sobre JamesEarl Ray, pero al ponerme a escribir me vinieron muchos recuerdos. La ciudad fue atrayéndolos, y me dejé llevar. Quería comprobar cómo ha evolucionado mi idea de la literatura.
—A
muchos les sorprenderá saber que El
invierno en Lisboa
estuvo a punto de ser El invierno
en Florencia…
—Los títulos tienen una gran importancia. Lo de Florencia me lo sugirió una conversación con un amigo, un técnico de sonido de Granada que había estado por trabajo en esa ciudad, y que yo me imaginaba solo, dejando en suspenso su vida durante un tiempo… Las novelas tienen mucha inspiración en estas cosas, a lo que más se parecen es al mecanismo de construcción de los sueños.
—Escribe
usted: «Una novela se escribe para confesarse y para esconderse». ¿Ha llevado
la confesión más lejos que nunca?
—Yo tenía un recelo muy fuerte, temía caer en esa moda metaliteraria actual, en ese elevar al escritor a un estrellato innecesario. Vi que la única justificación que podía tener esa otra rama del libro era que hubiera verdad en ella. Y pienso que era necesario para el sentido pleno de la novela, que trata del aprendizaje de escribir al mismo tiempo que se aprende a vivir. Lo que le pedimos a la literatura es que nos cuente cosas que sean importantes para nosotros. Y deben serlo también para el que escribe.
—¿Aunque
la novela brinde la verdad de las mentiras?
—La novela permite poner en escena las verdades fundamentales de la vida. A veces hay una correspondencia entre lo que cuenta y lo que tú sabes de la vida del autor, pero a menudo lo hace de una forma indirecta. Yo también hablo de mí mismo cuando escribo sobre MartinLuther King o su asesino.
—No
es la primera vez que aparece en sus novelas la
mala conciencia.
—Hay un hilo en la tradición literaria, el examen de conciencia, que está en Santa Teresa, San Agustín, Montaigne, Rousseau… Eso está en la literatura porque está en la vida de las personas. Y no es culpa judeocristiana, es universal. Las personas, cuando hemos actuado mal, tenemos que sentir remordimiento. No por azotarnos, sino por aprender a ser mejores. En un mundo como este que continuamente suministra razones para el narcisismo, está bien hacer estos autorretratos que te hacen responsable de tus actos.
–¿Qué
pensaría el Muñoz Molina provinciano de los 80, que se asustaba en Madrid, del newyorker de
hoy?
–Ninguno está libre de sentirse perdido en el mundo. Aprendes ciertas destrezas, pero llegas a Estados Unidos e inmigración te mete en un cuarto, y te mueres de miedo, pierdes los referentes…
—¿Es
experiencia propia?
—Eso
también es autobiográfico [risas].
—Javier
Cercas acaba de sacar una novela que también habla de identidad e impostura.
¿Son los grandes asuntos de nuestro tiempo?
—No creo que haya muchas cosas específicas de una época, aunque haya cosas flotando en el aire. Las cuestiones fundamentales están muy repetidas en el tiempo, y no ajustarte al personaje que te toca en la vida es una de ellas. La identidad además es muy fluida, depende de quién te está mirando. Por otro lado, cada vez que la ciencia ha avanzado, nos ha demostrado que no somos el centro del universo. Ni siquiera Sevilla lo es [risas].
—Hay
un momento intenso en la novela, que recrea la tensión racial de la época en
Estados Unidos. ¿Eso nos pilla muy lejos, o sigue existiendo algo parecido en
la actualidad?
—Documentándome para esta novela he descubierto el grado de violencia cotidiana de la época, la humillación continua, que es muy difícil de imaginar para nosotros hoy. Por eso los trabajadores de Memphis salen a la calle con pancartas que dicen: I am a man. Soy un hombre. Por suerte, ha habido grandes progresos. King se da cuenta de que no solo bastan los derechos civiles, a votar, etcétera, sino también sociales. Él vio que la pobreza es la segregación máxima. Fíjese, la población carcelaria negra es hoy del 40 por ciento en Estados Unidos, y hay tres millones de niños que tienen a su padre o a su madre en la cárcel. Por otro lado, el creerte parte de una comunidad limpia y echar la culpa de todo lo que te pasa al otro es una propensión humana muy siniestra.
—Documentándome para esta novela he descubierto el grado de violencia cotidiana de la época, la humillación continua, que es muy difícil de imaginar para nosotros hoy. Por eso los trabajadores de Memphis salen a la calle con pancartas que dicen: I am a man. Soy un hombre. Por suerte, ha habido grandes progresos. King se da cuenta de que no solo bastan los derechos civiles, a votar, etcétera, sino también sociales. Él vio que la pobreza es la segregación máxima. Fíjese, la población carcelaria negra es hoy del 40 por ciento en Estados Unidos, y hay tres millones de niños que tienen a su padre o a su madre en la cárcel. Por otro lado, el creerte parte de una comunidad limpia y echar la culpa de todo lo que te pasa al otro es una propensión humana muy siniestra.
—«El
pasado [escribe usted] es un parque temático». ¿Se ha banalizado la memoria?
—Esa frase está en el capítulo en que describo la visita al Museo de los Derechos Civiles de Memphis, donde aprendes mucho, pero el pasado queda suavizado. Puedes subir a uno de los autobuses que fueron quemados por racistas blancos, experimentas algo, pero no puedes saber lo que era aquello. O sentarte en una barra de cafetería años 50, pero no va a venir nadie a echarte café hirviendo en la cabeza, ni a sacarte los ojos, ni una señora va a decir «matad a ese negro». Te identificas con el sufrimiento del otro, pero de una manera confortable. Eso no es la realidad, el museo domestica el pasado. Verá, hay algo que tienen en común todas las víctimas del mundo, y es que no son victimistas. Los victimistas por lo general son privilegiados, usurpadores del dolor de otros. Por eso el respeto al sufrimiento del otro debe ser máximo.
—Esa frase está en el capítulo en que describo la visita al Museo de los Derechos Civiles de Memphis, donde aprendes mucho, pero el pasado queda suavizado. Puedes subir a uno de los autobuses que fueron quemados por racistas blancos, experimentas algo, pero no puedes saber lo que era aquello. O sentarte en una barra de cafetería años 50, pero no va a venir nadie a echarte café hirviendo en la cabeza, ni a sacarte los ojos, ni una señora va a decir «matad a ese negro». Te identificas con el sufrimiento del otro, pero de una manera confortable. Eso no es la realidad, el museo domestica el pasado. Verá, hay algo que tienen en común todas las víctimas del mundo, y es que no son victimistas. Los victimistas por lo general son privilegiados, usurpadores del dolor de otros. Por eso el respeto al sufrimiento del otro debe ser máximo.
—Dice
usted que la experiencia no sirve de nada cuando escribe. ¿Exagera?
—Se va toda la vida en aprender a escribir. Además, lo que aprendes en una novela solo sirve para esa en concreto, se vuelve inútil cuando terminas. Es como si construyeras guitarras, y el patrón de una solo sirviera para ese ejemplar.
—Se va toda la vida en aprender a escribir. Además, lo que aprendes en una novela solo sirve para esa en concreto, se vuelve inútil cuando terminas. Es como si construyeras guitarras, y el patrón de una solo sirviera para ese ejemplar.
—Tal
vez sus patrones le sirvan a otros para hacer sus guitarras…
—Sí, puede que sea así [risas].
—Sí, puede que sea así [risas].
Todas las víctimas
tienen algo en común: no son victimistas. Entrevista a Antonio Muñoz Molina por
Alejandro Luque [El correo, 9 de diciembre de 2014]
Con treinta años pensaba que ya no era joven y estaba sufriendo una intoxicación adolescente de literatura.
Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina
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