domingo, 29 de junio de 2014

Sin otro aval que su talento



Este verano he vuelto al Quijote. Empecé queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos capítulos decidí empezar por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y los poemas burlescos, uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas cosas inteligentes y apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de discursos. Y sin embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo asalta a uno su extraordinaria verdad, una voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera escuchado en la literatura, la de un ser humano que interpela a otros, con la misma inmediatez con que Durero, por primera vez en la historia del Arte, nos mira directamente a los ojos desde su autorretrato, estremeciéndonos con su cercanía:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…
No llevo ni una semana y ya estoy de nuevo tan golosamente enfermo del Quijote como lo estaba Alonso Quijano de sus libros de caballerías. Lo he leído tantas veces y ahora, este verano, es más nuevo que nunca: más cómico, más triste, más experimental, más lleno de amor por la literatura que nunca, más considerado con las vidas humanas, más tocado de ironía, de conocimiento supremo. Me dan ganas de ir dejando constancia aquí de cada descubrimiento, leyendo con un lápiz y un cuaderno a mano, pero más ganas me dan todavía de dejarme llevar por esa poderosa corriente que hay en el interior de cada novela verdaderamente grande, cada tarde, a la sombra de la higuera y del membrillo, en mi edén del verano.
La higuera, Don Quijote, el verano, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 22 de julio de 2010]

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La higuera, Don Quijote, el verano, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 22 de julio de 2010]
La vida misma, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 30 de julio de 2010]
La novela de la vida, Antonio Muñoz Molina [El País, 31 de julio de 2010]
Segundas partes, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de agosto de 2010]

Fragmentos de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Anaya.




martes, 24 de junio de 2014

Buscando cómo quedarse en silencio


Ingmar Bergman. Ser o no ser, Juan Cruz [El País, 30 de julio de 2007]
Bergman, Eichmann y los justos, Javier Cercas [El País, 22 de diciembre de 2013]
Un hombre de preguntas difíciles, Woody Allen [El País, 22 de agosto de 2007] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. 



Esta con Ingmar Bergman es una de las entrevistas más hermosas y más desgraciadas de mi vida como periodista. La conseguí con dificultad, la hice con desesperanza, terminó como una fiesta, y fue publicada con reticencia. Ahora aparece entera, pero mi redactor jefe de entonces no tuvo en cuenta la importancia implícita que tenía la conversación y la dejó a la mitad, o menos. Yo mismo he hecho barbaridades similares; Jesús Ceberio, mi director durante años en el periódico El País, suele recordar cómo le recorté una entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez cuando éste obtuvo el premio Nobel de Literatura; en las redacciones se hacen estas cosas, y sólo el tiempo recupera la memoria del desafuero como una bofetada en el rostro del periodista que sufrió el recorte a un trabajo que le costó sudor o insistencia. Lo que me hizo aquel redactor jefe con aquella entrevista a Ingmar Bergman no es más grave que lo que le hice a Ceberio con el texto de la conversación que sostuvo en México con el autor de Cien años de soledad. Ahora le dedico este libro a Ceberio, y ni así le apagaré la ofensa.
Aquella entrevista a Bergman fue hecha a principios de diciembre de 1989, en Estocolmo, en un momento bastante difícil de mi vida personal; estaba en Suecia con mi hija Eva, para asistir a las ceremonias en las que se iba a coronar como premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, y yo iba allí como enviado especial del diario El País. Un amigo, el periodista de origen húngaro Gabi Gleishman, un tipo simpático y extremadamente eficaz, muy amigo de Knut Ahnlund, el académico que había trabajado para que Cela ganara ese galardón, se había empeñado en que yo tuviera una entrevista con Bergman. El dramaturgo y cineasta más importante de Suecia y durante años también del mundo, por la profundidad de su obra y también por su revolucionaria manera de contar en imágenes la soledad y el desamor no daba entrevistas, eso era notorio, y conseguir una era algo así como un éxito periodístico que sería valorado en cualquier redacción. Gabi quería que yo fuera feliz, también como periodista, y procuró ese encuentro con el ahínco que ponía en todas las cosas que hacía. Así que finalmente la logró, me avisó antes de volar a Estocolmo, y yo fui preparado para la eventualidad de que se confirmara. Finalmente iba a ser el 9 de diciembre, por la mañana, en el Dramaten. Me levanté temprano; la ciudad estaba nevada y gris, mi hija dormía en mi habitación, y yo la miré envidiando el sopor tranquilo que animaba su sueño, y deseando, al tiempo, que se produjera una llamada de última hora señalando que el señor Bergman no podría recibirme. Estaba entonces en medio de una enorme depresión, acelerada, además, por la tensión que había en aquella misión que protagonizaba el premio de Cela y cuya crónica también figura en este libro.
Pero había que ir, y me fui en taxi al Dramaten, junto con Luis Magán, el fotógrafo que me acompañaba en ese viaje y que fue quien luego nos retrató juntos a Gabi y a mí, felices y sonrientes, con Ingmar Bergman.
Cuando llegamos ya nos esperaba Bergman, vestido de verde, apoyado en el quicio de la puerta; entonces me dio la impresión de que tenía la apariencia de un leñador austríaco; sonreía con una felicidad muy diáfana, y nos invitó a sentarnos en torno a una mesa de caoba en cuyo centro había tan solo un frutero del que sobresalían una manilla de plátanos y unas manzanas.
Tardamos muy poco en ponernos ante el magnetófono. En un momento determinado de la conversación él acercó su vista a mis ojos, y descubrió en ellos una especie de arco. Arco senil, parece que se llama técnicamente-, y expresó su asombro por esas características que le parecían insólitas, o nunca vistas por él. Eso le llevó a bromear con la posibilidad de que mis ojos me sirvieran no sólo para acrecentar mi atractivo sino para convertirme en una estrella de cine.

Esto no es propio de una persona insegura: mirar al entrevistador a los ojos.

Así que ya habíamos llegado, en el curso de la conversación, a una cierta intimidad afable que él acrecentó con risas y fiestas que se prolongaron hasta el final, cuando le pidió a Magán su cámara y se puso a hacernos fotografías.
Fue un encuentro muy hermoso, muy emocionante; él estaba entonces en un momento difícil de su carrera; ya lo había hecho casi todo, decía, y estaba buscando cómo quedarse en silencio.
Por la noche, después de horas de trabajo en torno a las festividades de Cela, Gabi nos invitó a su casa, con Luis Magán, y allá fuimos. Al recibirnos, nuestro anfitrión me dijo, alborozado:
-Fíjate, ha llamado Bergman y ha dicho que le encantó encontrarte. Pero me dijo que antes de que se hiciera la hora de la entrevista había estado a punto de llamar para cancelar la entrevista. Estaba muy deprimido.
Desde el mismo clima había ido yo. La coincidencia del ánimo siempre se ha quedado grabada en mi memoria como uno de los factores que hace el encuentro con Bergman uno de los más felices de mi vida como periodista.
Lástima que el redactor jefe no se sintiera seducido por completo y dejara la entrevista en casi nada. Claro que eso mismo le hice yo a Ceberio.
Ahora al menos podemos leer entera aquella conversación con Bergman.
PREGUNTA: ¿Es usted muy reacio a que le entrevisten?
RESPUESTA: Sí, es una cuestión de principios. Cuando trabajé haciendo películas tenía que hacer muchas entrevistas y me presionaban para que participara más pero ahora… Ahora quiero proteger mi privacidad y eso significa que se acabaron las entrevistas. Es muy difícil ver a alguien durante una hora. Te puedes encontrar con alguien que no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora. Lo que sale de allí son simples opiniones y malos entendidos. Si son míos, no hay problema pero si vienen de otra persona sí.
P: Lo que acaba de decir no solo es una declaración a los periodistas sino una llamada al silencio. Como espectador español, siempre tuve la sensación de que algún día usted iba a decir: "Ya no voy a hablar más".
R: Sí. Esto (la entrevista) es puro accidente. Ahora estoy alejado del mundo de las películas y soy un campesino. Solo quiero sentarme en mi mesa a escribir y leer.
P: Esta mañana estaba releyendo el comienzo de su biografía y mi hija, que está conmigo, estaba durmiendo. Todo estaba en silencio. Leía en un silencio absoluto y pensaba que al escribir sus memorias debió encontrarse con el silencio. Me conmovió mucho su biografía por razones personales. Usted es tan apasionado que más que hablar de sí mismo, parece que habla de los demás.
R: Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño.
P: ¿Se siente usted conmovido al verse a sí mismo en esa postura? ¿Comparte usted sus emociones?
P: Su pregunta es muy ingeniosa e inteligente pero he de decirle que me gusta cuando la gente ve y lee algo que he hecho, siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones. En teoría, no tiene mucho que ver con el intelecto. Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente que las ve y recibe. Pero no son mis emociones. A veces, incluso pueden llegar a ser negativas. Lo que detesto es la indiferencia. Cuando conozco a alguien que es indiferente me hace sentirme muy infeliz.
P: Usted es un hombre de palabras y de silencio. ¿Cómo lleva usted eso de usar a otras personas y emplear una técnica, como es la de hacer películas, para poder expresar lo que quiere?
P: No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He trabajado durante 50 años y nunca me he fiado de las palabras. Durante mi niñez comprendí que mis padres decían ciertas cosas cuando querían decir lo contrario. Yo se lo notaba en las caras, en los gestos, en las voces. No comprendía lo que decían pero lo sentía. Toda mi vida he pensado que los grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. Estoy pensando en Ibsen o en Shakespeare. He luchado para comprenderles toda mi vida y cada vez que los leo el significado de sus textos cambia. Ser músico es mucho más simple. Las notas son un instrumento que refleja perfectamente las emociones humanas. Pero cuando tenemos que interpretar palabras, es muy, muy difícil. Ese es el primer obstáculo: las palabras. Luego tienes a los actores y a los técnicos. Tienes que ser muy cuidadoso a la hora de elegir a los actores y a tu equipo porque lo importante es saber entenderse sin palabras. Por eso siempre he trabajado con las mismas personas. Creo que he hecho más de 50 películas y sólo he tenido a tres operadores de cámara.
Cuando estábamos trabajando en Munich, el equipo alemán se sorprendió. Se preguntaban qué hacían todos estos escandinavos trabajando sin hablarse. No teníamos que hablar. Con los actores es diferente. Me llevó mucho tiempo encontrar a actores que fuesen capaces de hablar conmigo sin palabras. Necesitaba a gente que me entendiera emocionalmente.
Es como un niño o un perro que no entienden las palabras pero saben cómo suenan. No pueden decir nada pero lo entienden perfectamente. Es muy interesante. Poco a poco, encontré a la gente con la que quería trabajar.
P: Esto me recuerda a una anécdota de Samuel Beckett. Él y su amigo, Patrick Whalberg, jugaban al billar todos los días en París. Jugaban durante cinco horas sin decirse nada. Y cuando acababan de jugar, cada uno se iba a su casa sin decir nada.
R: (IB se ríe) Es como la relación que tengo con Sven Nykvist. Hemos trabajado juntos durante más de 30 años y tan solo hemos salido a cenar juntos unas 3 o 4 veces en todo ese tiempo. Le quiero como a un hermano, como a un amigo, pero de nuestras vidas privadas no tenemos nada que compartir. No nos interesa. Por eso entiendo tan bien esa anécdota.
P: Lewis Carroll dijo que quería ver la luz de la vela cuando ésta se apagaba, y cuando se apagaba ni siquiera había vela. ¿Puede existir un mundo sin palabras?
P: Eso sería imposible. Creo que estamos cerca y me da miedo. La Edad Media era una época de imágenes y pocas palabras y creo que estamos cerca de una gran catástrofe si seguimos viviendo en un mundo sin palabras. Ingrid y yo tenemos hijos. Ella tiene 4 y yo 8 así que juntos tenemos 12 hijos. Son mayores y ellos ahora tienen hijos y nos damos cuenta que el lenguaje de nuestros nietos no es tan puro como el de mi generación. Creo que es algo espantoso y hemos de volver al mundo de las palabras porque el mundo ha de vivir hacia fuera no hacia dentro. Aunque a veces nos alejemos de ellas, de las palabras.


lunes, 23 de junio de 2014

Si todo discurso es igualmente respetable




Los inocentes, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de enero de 1991]
Una casa para Salman Rushdie, 
Un novelista apuñalado, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de octubre de 1994]
Guerras de religión, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de enero de 2007]
Planes, Elvira Lindo [El País, 19 de abril de 2006]

Del epílogo de Antonio Muñoz Molina
Paradoja de la satisfacción, Félix Bayón [El País, 27 de diciembre de 2002]
Socialismo tupperware, Félix Bayón [El País, 2 de marzo de 2000]

El alacrán te va a picar, Elvira Lindo [El País, 14 de enero de 2001]
La incontinencia literaria, Jorge Edwards [El País, 4 de enero de 2001]

Sofismas, Javier Marías [El País, 20 de noviembre de 1998]
Réplica, Javier Marías [El País, 6 de enero de 2001]



El día de los Inocentes, el general Jorge Rafael Videla supo con satisfacción que podría celebrar la tradicional cena de Año Nuevo en compañía de los suyos, y el novelista Salman Rushdie lamentó melancólicamente que las autoridades iraníes no le ofrezcan clemencia no se fíen de su regreso al seno del islam. No puede decirse que al general Videla le hayan sentado mal sus breves años de prisión: sonríe a los fotógrafos a la puerta de su casa, y se le nota más envejecido, con los hombros ligeramente cargados y el pelo casi blanco, pero mantiene su gallardía de militar de paisano y viste con dandismo porteño una chaqueta cruzada y un pantalón claro y veraniego. Rushdie tiene el aire de un condenado a cadena perpetua la cara sucia de barba y pálida de insomnio. En un mundo en el que el general o ex general Videla es inocente, Salman Rushdie ha de ser sin remedio culpable. ¿No se parece a esos muertos sin sepultura cuyas fotografías muestran en la plaza de Mayo, en la devastada Buenos Aires, incansables mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos blancos anudados bajo la barbilla y caminan en círculos con una expresión inmemorial de luto? No hay más que unas cuantas metáforas y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitologías arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrará perdón ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese gánster herido que huye en automóvil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiará la policía o hacia una granja abandonada donde morirá creyendo que ha vuelto a su infancia. El perseguido es también, estos días, Salman Rushdie, apóstata de sí mismo e insuficiente converso al oscurantismo imperturbable de quienes no desisten de matarlo en el nombre de Dios. El criminal celebrado e invicto, el bondadoso legislador de holocaustos que acaricia cabezas de niños y asiste a misa con recogimiento ejemplar es cualquiera de los tiranos que vienen asolando la tierra desde hace milenios; pero es sobre todo el general Videla, que, a diferencia de Rushdie, no parece estragado por la contrición o la incertidumbre. Lo que conmemora el heroísmo escarnecido pero no doblegado de esas mujeres que seguían dando vueltas por la plaza de Mayo mientras el general celebraba su indulto es la Matanza de los Inocentes: pasean en alto sus carteles con fotografías ya anacrónicas y nombres de asesinados y desaparecidos con igual desesperación y dignidad con que una mujer lleva el cadáver de su hijo muerto por los guardias en una escena de Luces de Bohemia, y esas caras levantadas y esas bocas torcidas por el dolor las hemos visto en algunas estatuas clásicas y en el apocalipsis de Guernica pintado por Picasso; también en una fotografía de Robert Capa en una calle bombardeada de Madrid en noviembre de 1936.
Del mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos o conmemoramos sin saberlo fragmentos de sus vídeos, y quizá por eso nos sobresalta con frecuencia la sensación de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez. Lo dijo Dürrenmatt unos días antes de morir: la conciencia de un solo hombre es una ola fugaz en el océano de la conciencia humana. El día de los Inocentes la policía encontró a un muchacho que estaba dormido en el interior de un coche abandonado en el arcén de una carretera, en un lugar a 30 kilómetros de Málaga. Su aspecto de árabe y sus ropas desastradas lo hacían parecer sospechoso de algo; pero era tan extremadamente joven que también parecía digno de piedad. Calzaba unas botas con las suelas deshechas y sus pies estaban lacerados de ampollas. Cuando despertó, la sorpresa y el miedo de los uniformes agrandarían sus ojos infantiles. No sabía dónde estaba ni pudo explicar quién era porque no hablaba español. Temblaba de frío en su cobijo de chatarra y casi deliraba en medio de una extrañeza agravada por la mala noche y el hambre. En una habitación caldeada le dieron de comer y luego buscaron a alguien que pudiera hablar con él en árabe. Con naturalidad, con recelo, contó al intérprete los episodios de una biografía y de un desaforado viaje que es una huida y una iniciación y que tal vez ya no continuará, porque esa clase de aventuras sólo logran su culminación en los cuentos.
En una columna marginal del periódico, tan apartada de las páginas llamativas donde venían las fotos de Videla y de Rushdie como un pasaje deshabitado y silencioso de las calles del centro, yo leí por azar el nombre de este muchacho y conocí su historia. Tiene 14 años y acaba de fugarse de un internado de Argel. Su nombre ahora es Mohamed, pero él no sabe que también se llama Telémaco, Holden Caufield, Pinocho, Oliver Twist, Thomas de Quincey, y que hay huellas de su vida en las mejores novelas y en los cuentos más antiguos, así como en los más furiosos folletines. Como un héroe adolescente, había escapado de su cautiverio con el propósito de cruzar mares y países extraños para buscar a sus padres, que, según había oído, eran artistas y vivían en París. Pero no sabe prácticamente nada más sobre ellos y ni siquiera se acuerda de sus caras, porque no los ha visto desde hace muchos años. Confusamente vislumbra imágenes de una vida anterior en la que al abrir cada mañana los ojos no veía los altos techos sombríos y las literas alineadas del dormitorio comunal, sino una de esas habitaciones de la primera infancia cuyos balcones ilumina una estática claridad solar que es la luz de ese tiempo en que el mundo era tan joven como nuestros padres. Limpia de memoria, la mirada infantil no percibe las conexiones sucesivas: presencias y ausencias, lugares y sensaciones, irrumpen con brusquedad y se extinguen sin gradación y sin motivo, y no hay nada que no sea simultáneamente fugitivo y eterno. Ese muchacho, Mohamed, estaba con sus padres y súbitamente, como si despertara de un sueño, se veía rodeado por desconocidos que lo maltrataban. En algún registro se llevará la cuenta de los años que ha pasado en el orfelinato: para él serán tan largos como la eternidad, una extensión tan sin límites como los de esa geografía en la que decidió aventurarse hace una semana y en cuyos mapas imaginarios él situaba la latitud de una sola ciudad, rodeada como una isla de mares y de espacios en blanco, reducida a las dos sílabas de su nombre, París.
Con la resolución temeraria de los 14 años, como si inventara una de las historias de rebeldía y de huida que uno alimenta a esa edad, calculó la fuga, esperó la noche, saltó tapias erizadas de cristales rotos y se perdió por calles donde tal vez no había estado nunca. Deambuló por el puerto y sin que nadie lo viera logró esconderse en la bodega de un mercante. Afortunado, sagaz, tan invisible como Ulises bajo la nube de Atenea, abandonó el barco en el puerto de Málaga y echó a andar hacia el norte por una carretera que más tarde o más temprano terminaría en París no porque lo hubiera aprendido en un mapa, sino tal vez porque suponía que todos los puertos, los mares, los buques y las carreteras llevaban a ese único destino posible. Caminó todo el día, hambriento, infatigable, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja, indiferente al paisaje y a los sobresaltos del tráfico. Seguía caminando cuando ya era de noche y cuando los duros grumos de asfalto le herían los pies, y sólo se concedió una tregua cuando vio en la oscuridad aquel coche abandonado. Dormido, soñaría que aún caminaba con los ojos cerrados y que veía a lo lejos las luces de París [el abuelo ;-)]. Al despertar ya había terminado su viaje: en vano he seguido buscando estos días su rastro por las páginas menos frecuentadas del periódico, lejos de los previsibles episodios siniestros de la Inocencia del general Videla y de la culpa de Salman Rushdie. Probablemente nunca sabré nada más de él, pero no me cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y monótono de los inocentes.
Los inocentes, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de enero de 1991]


viernes, 13 de junio de 2014

La fábula de Aracne




Libro VI de Las metamorfosis de Ovidio. 1657. Una jornada de trabajo en el taller de la fábrica de tapices.
El tapiz del fondo representa el rapto de Europa, una obra realizada por Tiziano para Felipe II.









El reino de las voces













Ginssew. 1932. Una jornada de trabajo en un taller de costura.




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