Ingmar Bergman. Ser o no ser, Juan Cruz [El País, 30 de julio de 2007]
Bergman, Eichmann y los justos, Javier Cercas [El País, 22 de diciembre de 2013]
Un hombre de preguntas difíciles, Woody Allen [El País, 22 de agosto de 2007] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Esta con Ingmar Bergman es una de las entrevistas más
hermosas y más desgraciadas de mi vida como periodista. La conseguí con dificultad, la hice
con desesperanza, terminó como una fiesta, y fue publicada con reticencia.
Ahora aparece entera, pero mi redactor jefe de entonces no tuvo en cuenta la
importancia implícita que tenía la conversación y la dejó a la mitad, o menos.
Yo mismo he hecho barbaridades similares; Jesús Ceberio, mi director durante
años en el periódico El País, suele recordar cómo le recorté una
entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez cuando éste obtuvo el premio
Nobel de Literatura; en las redacciones se hacen estas cosas, y sólo el tiempo
recupera la memoria del desafuero como una bofetada en el rostro del periodista
que sufrió el recorte a un trabajo que le costó sudor o insistencia. Lo que me
hizo aquel redactor jefe con aquella entrevista a Ingmar Bergman no es más
grave que lo que le hice a Ceberio con el texto de la conversación que sostuvo
en México con el autor de Cien años de soledad. Ahora le dedico este
libro a Ceberio, y ni así le apagaré la ofensa.
Aquella entrevista a Bergman fue hecha a principios de diciembre de 1989,
en Estocolmo, en un momento bastante difícil de mi vida personal; estaba en
Suecia con mi hija Eva, para asistir a las ceremonias en las que se iba a
coronar como premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, y yo iba allí como
enviado especial del diario El País. Un amigo, el periodista de origen
húngaro Gabi Gleishman, un tipo
simpático y extremadamente eficaz, muy amigo de Knut Ahnlund, el académico que
había trabajado para que Cela ganara ese galardón, se había empeñado en que yo
tuviera una entrevista con Bergman. El dramaturgo y cineasta más importante de Suecia y
durante años también del mundo, por la profundidad de su obra y también por su
revolucionaria manera de contar en imágenes la soledad y el desamor no daba
entrevistas, eso era notorio, y conseguir una era algo así como un éxito
periodístico que sería valorado en cualquier redacción. Gabi quería que yo
fuera feliz, también como periodista, y procuró ese encuentro con el ahínco que
ponía en todas las cosas que hacía. Así que finalmente la logró, me avisó antes
de volar a Estocolmo, y yo fui preparado para la eventualidad de que se
confirmara. Finalmente iba a ser el 9 de diciembre, por la mañana, en el Dramaten. Me levanté
temprano; la ciudad estaba nevada y gris, mi hija dormía en mi habitación, y yo
la miré envidiando el sopor tranquilo que animaba su sueño, y deseando, al
tiempo, que se produjera una llamada de última hora señalando que el señor
Bergman no podría recibirme. Estaba entonces en medio de una enorme depresión,
acelerada, además, por la tensión que había en aquella misión que protagonizaba
el premio de Cela y cuya crónica también figura en este libro.
Pero había que ir, y me fui en taxi al Dramaten, junto
con Luis Magán, el fotógrafo que me acompañaba en ese viaje y que fue quien
luego nos retrató juntos a Gabi y a mí, felices y sonrientes, con Ingmar
Bergman.
Cuando llegamos ya nos esperaba Bergman, vestido de
verde, apoyado en el quicio de la puerta; entonces me dio la impresión de que
tenía la apariencia de un leñador austríaco; sonreía con una felicidad muy diáfana, y nos invitó
a sentarnos en torno a una mesa de caoba en cuyo centro había tan solo un
frutero del que sobresalían una manilla de plátanos y unas manzanas.
Tardamos muy poco en ponernos ante el magnetófono. En
un momento determinado de la conversación él acercó su vista a mis ojos, y descubrió en ellos
una especie de arco. Arco senil, parece que se llama técnicamente-, y
expresó su asombro por esas características que le parecían insólitas, o nunca
vistas por él. Eso le llevó a bromear con la posibilidad de que mis ojos me
sirvieran no sólo para acrecentar mi atractivo sino para convertirme en una
estrella de cine.
Esto no es propio de una persona insegura: mirar al entrevistador a los ojos.
Así que ya habíamos llegado, en el curso de la
conversación, a una cierta intimidad afable que él acrecentó con risas y
fiestas que se prolongaron hasta el final, cuando le pidió a Magán su cámara y
se puso a hacernos fotografías.
Fue un encuentro muy hermoso, muy emocionante; él estaba
entonces en un momento difícil de su carrera; ya lo había hecho casi todo,
decía, y estaba buscando
cómo quedarse en silencio.
Por la noche, después de horas de trabajo en torno a
las festividades de Cela, Gabi nos invitó a su casa, con Luis Magán, y allá
fuimos. Al recibirnos, nuestro anfitrión me dijo, alborozado:
-Fíjate, ha llamado Bergman y ha dicho que le encantó
encontrarte. Pero me dijo que antes de que se hiciera la hora de la entrevista había
estado a punto de llamar para cancelar la entrevista. Estaba muy deprimido.
Desde el mismo clima había ido yo. La coincidencia del ánimo siempre se ha
quedado grabada en mi memoria como uno de los factores que hace el encuentro
con Bergman uno de los más felices de mi vida como periodista.
Lástima que el redactor jefe no se sintiera seducido
por completo y dejara la entrevista en casi nada. Claro que eso mismo le hice
yo a Ceberio.
Ahora al menos podemos leer entera aquella
conversación con Bergman.
PREGUNTA: ¿Es usted muy reacio a que le entrevisten?
RESPUESTA: Sí, es una cuestión de principios. Cuando trabajé
haciendo películas tenía que hacer muchas entrevistas y me presionaban para que
participara más pero ahora… Ahora quiero
proteger mi privacidad y eso significa que se acabaron las entrevistas. Es
muy difícil ver a alguien durante una hora. Te puedes encontrar con alguien que
no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora. Lo que sale de allí son simples opiniones y malos
entendidos. Si son míos, no hay problema pero si vienen de otra persona sí.
P: Lo que acaba de decir no solo es una declaración a
los periodistas sino una llamada al silencio. Como espectador español, siempre
tuve la sensación de que algún día usted iba a decir: "Ya no voy a hablar
más".
R: Sí. Esto (la entrevista) es puro accidente. Ahora estoy alejado del mundo de las películas y soy
un campesino. Solo quiero sentarme en mi mesa a escribir y leer.
P: Esta mañana estaba releyendo el comienzo de su
biografía y mi hija, que está conmigo, estaba durmiendo. Todo estaba en
silencio. Leía en un silencio absoluto y pensaba que al escribir sus memorias debió encontrarse con el
silencio. Me conmovió mucho su biografía por razones personales. Usted es tan
apasionado que más que hablar de sí mismo, parece que habla de los demás.
R: Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y
emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago
o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño.
P: ¿Se siente usted conmovido al verse a sí mismo en
esa postura? ¿Comparte usted sus emociones?
P: Su pregunta es muy ingeniosa e inteligente pero he
de decirle que me gusta cuando la gente ve y lee
algo que he hecho, siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones. En teoría, no
tiene mucho que ver con el intelecto. Todo lo que he hecho en mi vida ha sido
emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente
que las ve y recibe. Pero no son mis emociones. A veces,
incluso pueden llegar a ser negativas. Lo
que detesto es la indiferencia. Cuando conozco a alguien que es indiferente me hace
sentirme muy infeliz.
P: Usted es un hombre de palabras y de silencio. ¿Cómo
lleva usted eso de usar a otras personas y emplear una técnica, como es la de
hacer películas, para poder expresar lo que quiere?
P: No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He
trabajado durante 50 años y nunca me he fiado de las palabras. Durante mi niñez
comprendí que mis padres decían ciertas cosas cuando querían decir lo
contrario. Yo se lo notaba en las caras, en los gestos, en las voces. No
comprendía lo que decían pero lo sentía. Toda mi vida he pensado que los
grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a
veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. Estoy pensando
en Ibsen o en Shakespeare. He luchado para comprenderles toda mi vida y cada
vez que los leo el significado de sus textos cambia. Ser músico es mucho más
simple. Las notas son un instrumento que refleja perfectamente las emociones
humanas. Pero cuando tenemos que interpretar
palabras, es muy, muy difícil. Ese es el primer obstáculo: las palabras. Luego tienes
a los actores y a los técnicos. Tienes que ser muy cuidadoso a la hora de
elegir a los actores y a tu equipo porque lo
importante es saber entenderse sin palabras. Por eso
siempre he trabajado con las mismas personas. Creo que he hecho más de 50
películas y sólo he tenido a tres operadores de cámara.
Cuando estábamos trabajando en Munich, el equipo
alemán se sorprendió. Se preguntaban qué hacían todos estos escandinavos trabajando sin hablarse. No teníamos que hablar. Con
los actores es diferente. Me llevó mucho tiempo encontrar a actores que fuesen
capaces de hablar conmigo sin palabras. Necesitaba a gente que me entendiera
emocionalmente.
Es como un niño o un perro que no entienden las
palabras pero saben cómo suenan. No pueden decir nada pero lo entienden
perfectamente. Es muy interesante. Poco a poco, encontré a la gente con la que
quería trabajar.
P: Esto me recuerda a una anécdota de Samuel Beckett.
Él y su amigo, Patrick Whalberg, jugaban al billar todos los días en París.
Jugaban durante cinco horas sin decirse nada. Y cuando acababan de jugar, cada
uno se iba a su casa sin decir nada.
R: (IB se ríe) Es
como la relación que tengo con Sven Nykvist. Hemos trabajado juntos durante más
de 30 años y tan solo hemos salido a cenar juntos unas 3 o 4 veces en todo ese
tiempo. Le quiero como a un hermano, como a un amigo, pero de nuestras vidas
privadas no tenemos nada que compartir. No nos interesa. Por eso entiendo
tan bien esa anécdota.
P: Lewis Carroll dijo que quería ver la luz de la vela
cuando ésta se apagaba, y cuando se apagaba ni siquiera había vela. ¿Puede
existir un mundo sin palabras?
P: Eso sería imposible. Creo que estamos cerca y me da
miedo. La Edad Media era una época de imágenes y pocas palabras y creo que estamos cerca de una gran catástrofe si
seguimos viviendo en un mundo sin palabras. Ingrid y yo tenemos hijos. Ella
tiene 4 y yo 8 así que juntos tenemos 12 hijos. Son mayores y ellos ahora
tienen hijos y nos damos cuenta que el lenguaje de nuestros nietos no es tan
puro como el de mi generación. Creo que es algo espantoso y hemos de volver
al mundo de las palabras porque el mundo ha de vivir hacia fuera no hacia
dentro. Aunque a veces nos alejemos de ellas, de las palabras.