Prácticamente nadie
vuelve de ese destierro. Volvió Ulises, que conversó en el Infierno con las
sombras desesperadas de los héroes; volvió Eneas, de quien dice Virgilio que
pudo descender a salvo a la gruta del Hades porque llevaba en su mano derecha
una rama de oro. El regreso de Lázaro es el más enigmático, porque después de
resucitar no hay noticia de que contara nada de lo que vio en el otro mundo. En
una novela olvidada, Barrabás,
Par Lagerkvist imagina a Lázaro como un hombre huraño y singularmente pálido,
sobrecogido siempre por un horror que no explica, tal vez furioso en secreto
contra un milagro que su misantropía se niega a agradecer: entre los vivos,
hasta que muriera otra vez, Lázaro seguiría siendo un extranjero, como quien
vuelve a su patria después de una ausencia que duró demasiado. Según el
evangelio de san Juan, Lázaro había pasado cuatro días en la muerte. Pero
parece que basta permanecer en ella unos pocos minutos para llegar al límite
del viaje más hondo a que ningún hombre se ha atrevido. […]
su gratitud hacia
quienes lo han salvado será menos poderosa que su desengaño. Con la ensimismada
cortesía de los convalecientes cuenta luego su viaje, y uno, al oírlo, al ver
su cara y sus ojos y percibir la serenidad de su voz, sospecha que el miedo a morir no es
más razonable que el miedo a vivir, y que la propia muerte debería ser tan
sagrada como la propia vida. Lo supo Eneas, lo supo Edgar
Allan Poe, pero quien mejor nos ha contado ese viaje es la música: tal vez Henry Purcell y Gabriel
Fauré también pisaron en secreto el umbral de la muerte
y volvieron de ella.
El regreso de Lázaro,
Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de julio de 1990]
Un
científico ha declarado hace poco, seguramente con razón, que la verdadera
poesía no está en los libros de versos, sino en las sutilezas y misterios de la
química […]
El impulso del amor
procede de una hormona que rige con secreta y arbitraria eficacia nuestro deseo y nuestro
desconsuelo y puede ser inoculada en cualquiera tan
fácilmente como la vacuna de la gripe […]
capacidad de ternura.
Incluso la melancolía,
que los antiguos atribuyeron al pesaroso influjo del planeta Saturno, parece que nos es
dictada por una herencia inscrita en el código genético: desde antes de
nacer hay alguien dentro de nosotros, y se va revelando por sí solo a medida
que crecemos desconocido y fiel como nuestra sombra, solitario, importuno,
indiferente a todo azar exterior, incapaz de esperanza o arrepentimiento, ajeno
a las tentativas y a las Prohibiciones de la voluntad, pero tan dócil como una
planta a las severas normas de la química y de la biología […]
Pero también esos
continentes, diría Pascal, nos ignoran: quien mira, quien recuerda, quien
desea, es otro; quien dice "yo" es una especie de impostor,
porque su reino, el de la reflexión y las decisiones, el de recuerdo
voluntario, sólo se extiende sobre la superficie
delgada y frágil del cerebro y nunca sabe ni se atreve a descender a sus
profundidades oceánicas ni a sus grutas más hondas. Quien dice yo y quiere
alzar su conciencia como una torre de orgullo sólo sabe
deslizar la mirada y el tacto sobre las apariencias, sobre la superficie de la
piel y los engaños de los ojos, en un territorio tan hecho de espejismos como
las ciudades que ven los viajeros perdidos en el horizonte del desierto.
"Yo es otro", dice Rimbaud, no la cara o la calavera que hay detrás
de la máscara... sino el laberinto selvático de las células cerebrales, la
alquimia indescifrable de la materia que nos constituye, la multitud
afanosa de identidades y almas que se confunden dentro de nosotros y que
para simplificar o para no morirnos de temeridad y de miedo resumimos en un
solo nombre, en la cuidadosa falsificación de una sola biografía.
Ternura química,
Antonio Muñoz Molina [El País, 7 de julio de 1990]
La
tarea es larga y difícil, pero por lo pronto ya se ha conseguido que un número
creciente de españoles pase por la escuela, el instituto y la universidad como pasaron Daniel y sus amigos por
el foso de fuego,
milagrosamente indemnes, libres de todo rastro de daño y de conocimiento, y
sobre todo de esa funesta manía de pensar que tan heroicamente combatió otro
insigne reformador de nuestro sistema educativo, el rey don Fernando VII, el
cual, por carecer en su tiempo de inteligencias pedagógicas como las que actualmente
nos rigen, no tuvo más remedio que cerrar las universidades y sustituirlas por
escuelas de tauromaquia.
Que
el Ministerio de Educación se ocupe de fomentar la ignorancia y que a los
futuros profesores de literatura se les exima de la tediosa obligación de
conocerla pueden parecer decisiones paradójicas, pero en el fondo obedecen a un
cierto modelo de conducta que ha mostrado su indudable eficacia en los últimos quince años de la vida
española, desde
que se comprobó, primero con desconcierto, y luego con un poco de babosa
gratitud, que los más berroqueños franquistas se convertían en sonrientes demócratas de traje azul marino, y los republicanos de siempre, en
monárquicos
leales hasta las lágrimas. Inaugurada así la lógica de los imposibles, el paso
de los años la ha ido mejorando: una de las tareas de ciertos servicios antiterroristas consistía en
organizar actos terroristas;
los mayores beneficiarios del
socialismo en el poder son los banqueros y los especuladores; la política de repoblación forestal sirve
para extender el desierto;
los directivos de la Agencia del Medio Ambiente andaluza dedican sus ocios a
cazar ciervas preñadas; dos hombres que abusan de una muchacha oligofrénica
salen en libertad porque en el fondo se dejaron llevar por una comprensible
explosión amorosa; cuando el tráfico ha vuelto inevitable una ciudad, se abren
zanjas estratégicamente calculadas para perfeccionar el desastre; a un pirómano
contumaz se le prescribe como terapia que trabaje de bombero, y el hombre, para
no ser indigno de la confianza recibida, provoca en cuanto puede un incendio
capaz de colmar las más ambiciosas expectativas de sus benefactores.[…]
La literatura es la gran memoria universal
de los hombres, el archivo viviente de sus mejores rebeldías, de su desasosiego,
de su instinto de felicidad y de razón, el testimonio amargo o exaltado pero
casi siempre ejemplar de su rabia contra la mansedumbre y de su ironía frente a
lo indiscutible. La existencia de la literatura implica una doble soberanía de
conciencia, la de quien escribe y la de quien lee, la licitud de la imaginación
y la solidaridad inviolable de los desconocidos. La literatura nos explica la
parte de lucidez que hay en la locura y de compañía íntima en la soledad, y
porque nos permite viajar a lugares donde nunca hemos estado y compartir las
palabras y las sensaciones de hombres que vivieron mucho antes de que naciéramos
nosotros dilata nuestra
conciencia más
allá de los límites obligatorios del espacio y del tiempo. Gracias a la
literatura aprendemos a no descartar lo imposible y a desconfiar de lo
evidente, a venerar las palabras que pueden
contamos la verdad y a saber que con frecuencia son armas de la mentira.
Entendiendo a los héroes de
la literatura nos entendemos a nosotros mismos: viajando por su mediación al
pasado aprendemos a descifrar las raíces que constituyen el presente.
La
literatura, pues, es un saber inútil. Tan inútil que ni una sola tiranía se ha
olvidado de someterla al tribunal de los inquisidores y al celo de los
pirómanos. En un entremés de Cervantes, un candidato a alcalde protesta
airadamente cuando le preguntan si sabe leer. Tan orgulloso de su analfabetismo
como de su condición de cristiano viejo, declara que los libros llevan a los hombres al brasero
y a las mujeres a la casa llana. […]
La
más hermosa y necesaria utopía de aquella izquierda española exterminada para
siempre en la guerra civil fue la democratización del saber.
Pero los tiempos cambian y el viejo sueño de la Instrucción Pública, como el de
la decencia pública, se ha vuelto un anacronismo
que ya sólo parece conmover a unos pocos sentimentales incurables.
Los
bomberos pirómanos, Antonio Muñoz Molina [El País, 31 de mayo de 1990]
Como
era de Jaén, yo pasé a llamarme J-47. Hacía dos años que estaba promulgada la Constitución, pero
en todas las dependencias se exhibía privilegiadamente el testamento del
general Franco. Habían pasado tres años desde la última amnistía, pero en la
ficha de cada uno de nosotros constaban sus peripecias más nimias y lejanas con
la brigada político-social,
y algunos mandos inferiores mostraban un desusado interés en supervisar las
taquillas de los posibles disidentes, no fueran, supongo, a guardar en ellas
material subversivo o a recibir en los paquetes de la familia alijos de Goma 2,
pues eran los tiempos en que los héroes de la carta bomba y el disparo en la
nuca no habían descubierto aún las ventajas patrióticas del amonal. Día a día
aprendíamos a recobrar las formas más antiguas del miedo y de la incertidumbre: miedo a los gritos, a las
bofetadas, a llegar tarde a una formación, a no saber atarse los cordones de
las botas, incertidumbre ante las normas de una legitimidad indescifrable que
conducía casi siempre a la humillación y al castigo. Desde el amanecer
viajábamos hacia atrás en el tiempo, y a medida que la realidad exterior se nos
borraba con tan singular facilidad como un sueño sentíamos revivir terrores abolidos:
de nuevo estábamos a merced de la absoluta sinrazón y de la violencia física, como si al cruzar las vallas
de alambre espinoso hubiéramos ingresado en uno de esos valles o islas
inaccesibles donde perduran especies animales y formas de vida que
desaparecieron hace milenios en el resto del mundo. […]
Pero
había algo más doloroso que el desconsuelo y el terror: era descubrir la infinita capacidad de obediencia y
vileza que anidaba en cada uno de nosotros, era saber que la crueldad no precisaba ser
ejercida por los distantes superiores, porque basta que haya alguien un poco
más débil para que quien se encuentra un centímetro por encima de él se ocupe
de aplastarlo. No siempre se tiene en esta vida la oportunidad de ser cruel impunemente […]
Uno
procura olvidar luego, y supone distraídamente que lo que olvidó ya no existe,
que en tantos años todo cambia, hasta lo inamovible. Así que más le vale, para
que el recuerdo y la rabia no vuelvan a herirlo, no saber que la pesadilla de
la que despertó hace 10 años todavía dura para otros, no llevar la cuenta de los soldados que mueren por accidente o se suicidan sin
explicación, no
imaginar el sufrimiento y el escarnio y el miedo de ese recluta gordo y torpe
que agonizó como un animal abandonado en los lavabos de un cuartel el 1 de
septiembre de 1988.
Soldados,
Antonio Muñoz Molina [El País, 23 de abril de 1990]
Él
ni se inmuta, parece que no oye, o que le da lo mismo, porque sigue leyendo tan
reflexivamente como Michel de Montaigne en la torre de su señorío, y de vez en
cuando mira de soslayo y entonces apunta en sus labios la levedad de la sonrisa que tiene Erasmo de Rotterdam en el cuadro de
Holbein. […]
Él
prefiere otra clase de libros: grandes, densos de páginas y de aventuras y
sólidamente encuadernados, forrados con papel de periódico para que no los
manche el tacto de las manos o la suciedad de la barra, volúmenes cuyo peso le
garantizará que no va a quedarse sin lectura antes de estar saciado. Él usa los libros como si manejara una herramienta: entre sus manos se vuelven
objetos tan materiales y rotundos como una cálida barra de pan, igual de
comunes y de necesarios, y cuando alza los ojos y mira a su alrededor no tiene
esa expresión aturdida de quien lee para esconderse y acaba perdido en la
ebriedad de las palabras. Él mira, nos mira, con ojos pequeños y joviales,
examina el mundo sin levantar los codos de la barra, bebe un trago de su copa,
alisa el libro para que quede bien abierto, tal vez calcula las cuantiosas
páginas que aún le faltan por leer y se humedece ligeramente el pulgar como si
paladeara el primer sorbo de algún vino memorable.
Retrato
de lector, Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de marzo de 1990]
La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos, es una
galería de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos mirando las
figuras de Velázquez, un bosque de infatigables
apariencias y símbolos, y es una vocación solitaria de conocimiento y viaje la
que lo impulsa a uno a mirar sin descanso y a vivir atrapado en las miradas de
otros, a inventar al que mira sabiendo con desasosiego que tal vez, al mismo
tiempo, está siendo inventado por él. […]
Miro para saber, pero la mirada
miente y las apariencias engañan, tal vez con más eficacia que la imaginación y
el recuerdo, con más exactitud, pero sigo mirando porque no conozco otro remedio contra la
mentira y también porque si acepto que he de ser engañado
prefiero que me engañen los ojos, los sentidos que me alían al mundo, el oído,
que me trae el rumor de la ciudad y las voces de los extraños, el olfato, que
abre intangibles paraísos en el aire y restablece en la memoria habitaciones y
cuerpos y hasta pasajes de libros, el gusto de un vino o de unos labios, el
tacto de una seda, de una recóndita nuca, justo en el nacimiento del pelo...
Uno cuenta lo que le han contado los sentidos […]
Durante demasiado tiempo uno creyó que el arte, aunque se
alimentara de la vida, era superior a ella, y miró cuadros y
frecuentó canciones y libros como un adicto que exige al opio la felicidad y le
agradece los sueños de sus ojos cerrados. […]
Sólo
ahora, tan tarde, uno va sabiendo que hay otra manera de mirar misterios evidentes y ocultos en
el juego de las apariencias.
Basta de espejos y de sombras, se dice, basta ya de melancolía y de literatura,
de canciones escuchadas para sufrir más dulcemente y de libros escritos y
leídos para inventarse una vida que no supo tener. Procurará mirar desde ahora las cosas con
los ojos tan apasionadamente abiertos como un pintor de la verdad, como Edward Hopper o
Velázquez, con la serenidad de Vermeer, con el espanto y la rabia, si es
preciso, de Francis Bacon, con la inocencia de un recién llegado, con la
temeridad de un espía que se juega la vida en su indagación. Intentará vivir
para contarlo.
La
manera de vivir, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de febrero de 1990]
En
Madrid, una mañana de noviembre de 1962 que adquiere en nuestra imaginación,
contaminada por el cine, el blanco y negro de los inviernos del pasado lejano,
Julián Grimau baja de un tranvía y dos hombres con gabardinas se acercan a él
como para preguntarle algo y lo toman del brazo. Días o semanas más tarde caerá esposado, desde una
ventana, al fondo de un patio interior de la Dirección General de Seguridad.
Siete años después, en el invierno de 1969, otro detenido, Enrique Ruano, fue
arrojado o se tiró
a uno de aquellos patios con muros de granito y suelo de cemento desnudo. A
diferencia de Grimau, Ruano no sobrevivió a la caída: de cuando en cuando leo
su nombre en una modesta esquela conmemorativa que publica el periódico y
pienso que nadie sabrá quién fue, que a casi nadie le importa saber por qué
murió.
La memoria española es un campo minado en
el que nadie quiere internarse.
Parece que fue ayer cuando fusilaron y juzgaron a Julián Grimau, porque hoy
mismo viene su cara en el periódico y se le vuelve a juzgar, y también que fue
hace un siglo, y que ese tiempo de vergüenza y terror nunca existió más que en
los grandes volúmenes sombríos de las hemerotecas. Por eso es tan extraño
pensar que aún viven muchos de ellos, los testigos,
los que firmaron la sentencia, los ejecutores, los que leyeron a la mañana siguiente, mientras
bebían un café, la breve noticia del fusilamiento. […]
En
cualquier caso, nunca hubo peligro, nada es menos temible que la docilidad de
los muertos. Ese hombre, Grimau, con su anacrónica expresión de certidumbre y
tristeza, ha vuelto a ser declarado culpable 27 años
después de morir, tal vez para que no emerja de la oscuridad y del tiempo la
multitud de las víctimas,
para que nadie se pregunte quién arrojó por una ventana a un estudiante llamado
Enrique Ruano, por qué tanta cobardía, tanta complicidad y silencio. Conviene
que los muertos sigan siendo convictos para que los verdugos guarden a salvo su
inocencia.
La cara del pasado,
Antonio Muñoz Molina [El País, 8 de febrero de 1990]
En un cuento de
William Irish, un hombre solitario y desesperado, aunque honesto, que no tiene
trabajo ni dinero ni esperanza ninguna de conseguirlos, se cuela en uno de esos
cines americanos que permanecen abiertos toda la noche, y advierte en la
penumbra que aparte de él no hay más que otro espectador en la sala: un gordo
bien vestido que dormita en su butaca con el abrigo entreabierto. Va a sentarse
a su lado temblando porque hasta ahora nunca ha cometido un delito, adelanta la
mano hasta introducirla en el bolsillo interior del abrigo del otro, palpa una
cartera, empieza a quitársela suavemente. Pero entonces el hombre dormido se
derrumba sobre él y ve que la mano en la que sostiene la cartera está manchada
de sangre, y comprende que alguien ha matado al otro y que si no huye lo
acusarán de robo y de asesinato... […] [Con la muerte en los talones]
La técnica, con aplicación,
se aprende: contra lo que suele pensarse, cualquiera puede escribir un soneto o
una novela. Lo que no se aprende es el gusto y, la necesidad de contar y el
instinto de mirar la vida para apropiarse de ella y afirmarla y negarla con las
armas del deseo, de la inteligencia y de la imaginación. […]
Lo que las artes
respetables callan -por conveniencia y cobardía- lo declara abiertamente el
bolero. Su estética del impudor y el exceso, como la del melodrama, es
reprobable porque se
atreve a decir que la pasión es necesaria y que es legítimo elegir la felicidad
y arriesgarse al sufrimiento. Átame es un bolero traspasado por
la clarividencia del amor y un furioso melodrama donde los infiernos de la soledad y la
marginación son valerosamente desmentidos por la ternura, la rebeldía y la
inocencia. Hay una razón para el desarraigo, y Pedro
Almodóvar la conoce y la cuenta. Hay, debajo de la crueldad de las calles
nocturnas y de este presente despiadado que se nos quiere imponer como el único
posible, una frontera y una cicatriz que nos separan de nuestra verdadera vida
y de nuestros países arrasados. Al final de Átame
se oye al Dúo Dinámico cantando una hermosa canción de Gloria Gaynor -I will survive- que suena como un
himno. Y uno sale del cine diciéndose que resistirá y sobrevivirá como los
héroes de la película, y que ya va siendo hora de no rendirse al infortunio y de intentar
una literatura en la que haya algo del coraje estético y moral de Pedro Almodóvar.
La ley del bolero,
Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de enero de 1990]
Suele
decirse que un artista es original en la medida en que establece o nombra un
territorio únicamente suyo: Comala, Santa María, Jefferson, el Guinardó en
blanco y negro de la posguerra española. Pero
tal vez la prueba suprema de la maestría sea la invención de un infierno. Homero
y Virgilio
tuvieron el Hades donde sobremorían sin gloria los espectros de los héroes;
Dante, el infierno espiral de la teología; Malcolm Lowry, el del mezcal; De
Quincey y Dickens, el de las calles sin misericordia de Londres; Poe, el de los
resucitados tardíos de la catalepsia; Franz Kafka, el de la culpa sin nombre;
Francis Bacon, el de los borrosos lavabos con bombillas desnudas...
No
en la literatura ni en el arte, sino en las mismas páginas de este periódico,
un escritor español, José Luis Martín Prieto, cuya prosa de tan apasionada
clarividencia y precisión ya quisiera para sí más de un novelista, contó
durante unos cuantos años, con tenacidad y coraje, el infierno verídico de la tiranía militar argentina, que es un infierno hermético
de sombras y de calabozos, con sus verdugos y sus condenados y sus minuciosas
máquinas de tormento pero que no existió bajo los círculos medievales de la
tierra ni en las grutas defendidas por el perro tricéfalo de la mitología, sino
a un paso de las calles comunes donde conversaba la gente, en edificios
oficiales con banderas y despachos administrativos, y no en el pasado anterior
a toda memoria en el que sucedieron las peregrinaciones de Ulises y del Dante,
sino en el ayer trivial y accesible de los noticiarios. De ese infierno certificado por los jueces emerge la
figura de un verdugo indudable. Los periódicos y la televisión nos han hecho
familiar su rostro bondadoso.
Es un caballero de uniforme blanco, de rasgos blandos y tranquilos y bien
cortado pelo rubio. Se sienta en el banquillo de los acusados con la compostura
de quien toma el té en un salón apacible, y tiene siempre un ligero aire de
estupor, pues no entiende qué hizo mal ni de qué se le
acusa y tiene la conciencia tan limpia
como la mirada un poco tarda o ausente de sus ojos azules. A su uniforme le
acaban de añadir los galones de capitán de navío. Hace años, en ese infierno
que los periódicos y los tribunales han alumbrado parcialmente, porque nunca es
posible contar todo el tamaño del horror, ese caballero respetable y erguido y
todavía joven cometió crímenes no catalogados hasta entonces en los tímidos
infiernos de la literatura. Dicen que le llamaban El Ángel. El premio de su ferocidad es
la inocencia.
Hace años, cuando para ser culto era
todavía necesario haber leído a Dostoievski (y a Tolstoi, y a Cervantes, y a
Proust: fueron tiempos difíciles), los lectores de Crimen y castigo adquirían en sus
páginas una noción de la conciencia criminal que poco a poco, como tantas
cosas, se ha vuelto anacrónica.
Imaginaban a todos los asesinos como descendientes oscuros de Caín y de
Raskolnikov, y creían que el sino de la sangre derramada no se borraba nunca, y
que quien empujado por la locura o el odio se atrevía a verterla estaba condenado
a errar por las cárceles o por los desiertos de la huida llevando en la frente
una indeleble señal de ceniza. Más fatal que
la persecución era la culpa,
porque ni en la habitación más cerrada ni en el país más lejano sería posible
eludirla. Toda novela policial se establecía sobre un axioma único, y también
todas las crónicas de sucesos: ni la
inteligencia ni el azar salvan a un asesino. Pero ni Jack the Ripper ni el doctor Joseph
Mengele -dos cirujanos de la infamia- fueron nunca atrapados. Se esfumaron para
siempre en ese anonimato que, según Thomas de Quincey, es el premio que ganan
las obras maestras del crimen. Eran, sin embargo, evidentes culpables, y sólo
pudo salvarlos la oscuridad, y es fácil imaginar los mordidos por la vergüenza
en los instantes finales de una agonía sin testigos. Ya no suceden estas cosas.
Ahora el sombrío y trémulo Raskonikov es como esas figuras melancólicas de los
museos de cera. Franz Kafka, a quien sólo la tuberculosis salvó de morir, como
su amada Milena, en los infiernos erigidos por los cómplices del doctor
Mengele, adivinó un porvenir en el que los verdugos serían héroes o
funcionarios ecuánimes, y las víctimas, culpables automáticos. Cualquier mañana, cualquier hombre, Josef K., puede
recibir la visita de sus acusadores. Nadie le explicará nunca cuál ha sido su
delito, y su ignorancia y su obstinación en seguir preguntando serán las
pruebas definitivas de que merecía la condena: exactamente así ocurre a
veces en los sueños, pero en ellos se nos concede al menos la absolución
del despertar. La
víctima es siempre sospechosa, pues ha sido imparcialmente designada. El
verdugo, el asesino, reclama para sí la claridad pública del reconocimiento, de
la entregada gratitud. En los archivos policiales, las fotografías de las víctimas
tienen la expresión congelada de culpa y de terror que les otorgó la muerte en
los calabozos. El rostro del verdugo sólo manifiesta bondad. También, a veces,
un poco de desconsuelo o de sorpresa, pues oye que lo acusan y no acierta a
imaginar en qué faltó a la virtud. El teniente de navío Astiz ha visto
recompensada la suya con el ascenso a capitán. Otro teniente ya olvidado, Calley
se llamaba, que hacia finales de los años sesenta conoció una breve notoriedad por haber arrasado limpiamente una aldea
vietnamita y dirigido el exterminio ecuánime de todos sus habitantes, se ganaba hasta hace poco la
vida dando conferencias en las que rememoraba sus días de verdugo y de héroe.
En el aniversario de la bomba de Hiroshima, el piloto del avión que la arrojó
sobre la muchedumbre asiática de los culpables, un anciano tranquilo, dócil al
tibio rescoldo de la memoria, declaró que si pudiera no le importaría repetir
tal hazaña. En la cárcel de Carabanchel, hace dos o tres años, cuando pusieron
en televisión una película sobre la matanza de abogados en aquella casa de la
calle de Atocha por la que nadie puede pasar sin estremecerse, los asesinos que
cumplían condena por el crimen se felicitaron mutuamente al ver la noche de la
ejecución revivida por el cine. La
cárcel, para ellos, no es el castigo de la culpabilidad, sentimiento que
ignoran, sino la prueba de que en este mundo la inocencia siempre fue
perseguida. Hay otros infiernos, pero están en éste: hay otros verdugos, pero a
casi ninguno le falta una babosa cofradía que lo proclame héroe, que enumere
con orgullo sus víctimas y haga elogio de su virtud. Nada de esto
sería perdonable en la literatura,
ningún escritor se atreverá a imaginarlo y contarlo; una mujer camina por la
calle llevando de la mano a su hijo. Alguien se acerca, brilla en su mano una
pistola, la levanta y dispara, y luego sigue caminando un poco más aprisa, con
la cabeza baja y las manos en los bolsillos. No ha cometido un crimen, sino un
acto patriótico, de cuantía inferior, pero de mérito semejante al de aparcar un
automóvil lleno de explosivos en el sótano de un supermercado. Al fin y al
cabo, en el crimen, como en el arte, la cantidad no es nunca un valor absoluto.
A un escritor lo salva igual una estrofa perfecta que una hilera de volúmenes.
Y en la jerarquía de los asesinos virtuosos vale lo mismo una mujer caída sobre
la acera con un tiro en la sien que uno de esos yacimientos de cadáveres que
aparecieron tras la dictadura militar en los descampados de Argentina.
Los asesinos
virtuosos, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de abril de 1988]
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