lunes, 3 de marzo de 2014

Textos fenomenales II


Prácticamente nadie vuelve de ese destierro. Volvió Ulises, que conversó en el Infierno con las sombras desesperadas de los héroes; volvió Eneas, de quien dice Virgilio que pudo descender a salvo a la gruta del Hades porque llevaba en su mano derecha una rama de oro. El regreso de Lázaro es el más enigmático, porque después de resucitar no hay noticia de que contara nada de lo que vio en el otro mundo. En una novela olvidada, Barrabás, Par Lagerkvist imagina a Lázaro como un hombre huraño y singularmente pálido, sobrecogido siempre por un horror que no explica, tal vez furioso en secreto contra un milagro que su misantropía se niega a agradecer: entre los vivos, hasta que muriera otra vez, Lázaro seguiría siendo un extranjero, como quien vuelve a su patria después de una ausencia que duró demasiado. Según el evangelio de san Juan, Lázaro había pasado cuatro días en la muerte. Pero parece que basta permanecer en ella unos pocos minutos para llegar al límite del viaje más hondo a que ningún hombre se ha atrevido. […]
su gratitud hacia quienes lo han salvado será menos poderosa que su desengaño. Con la ensimismada cortesía de los convalecientes cuenta luego su viaje, y uno, al oírlo, al ver su cara y sus ojos y percibir la serenidad de su voz, sospecha que el miedo a morir no es más razonable que el miedo a vivir, y que la propia muerte debería ser tan sagrada como la propia vida. Lo supo Eneas, lo supo Edgar Allan Poe, pero quien mejor nos ha contado ese viaje es la música: tal vez Henry Purcell y Gabriel Fauré también pisaron en secreto el umbral de la muerte y volvieron de ella.
El regreso de Lázaro, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de julio de 1990]
Un científico ha declarado hace poco, seguramente con razón, que la verdadera poesía no está en los libros de versos, sino en las sutilezas y misterios de la química […]
El impulso del amor procede de una hormona que rige con secreta y arbitraria eficacia nuestro deseo y nuestro desconsuelo y puede ser inoculada en cualquiera tan fácilmente como la vacuna de la gripe […]
capacidad de ternura. Incluso la melancolía, que los antiguos atribuyeron al pesaroso influjo del planeta Saturno, parece que nos es dictada por una herencia inscrita en el código genético: desde antes de nacer hay alguien dentro de nosotros, y se va revelando por sí solo a medida que crecemos desconocido y fiel como nuestra sombra, solitario, importuno, indiferente a todo azar exterior, incapaz de esperanza o arrepentimiento, ajeno a las tentativas y a las Prohibiciones de la voluntad, pero tan dócil como una planta a las severas normas de la química y de la biología […]
Pero también esos continentes, diría Pascal, nos ignoran: quien mira, quien recuerda, quien desea, es otro; quien dice "yo" es una especie de impostor, porque su reino, el de la reflexión y las decisiones, el de recuerdo voluntario, sólo se extiende sobre la superficie delgada y frágil del cerebro y nunca sabe ni se atreve a descender a sus profundidades oceánicas ni a sus grutas más hondas. Quien dice yo y quiere alzar su conciencia como una torre de orgullo sólo sabe deslizar la mirada y el tacto sobre las apariencias, sobre la superficie de la piel y los engaños de los ojos, en un territorio tan hecho de espejismos como las ciudades que ven los viajeros perdidos en el horizonte del desierto. "Yo es otro", dice Rimbaud, no la cara o la calavera que hay detrás de la máscara... sino el laberinto selvático de las células cerebrales, la alquimia indescifrable de la materia que nos constituye, la multitud afanosa de identidades y almas que se confunden dentro de nosotros y que para simplificar o para no morirnos de temeridad y de miedo resumimos en un solo nombre, en la cuidadosa falsificación de una sola biografía.
Ternura química, Antonio Muñoz Molina [El País, 7 de julio de 1990]

La tarea es larga y difícil, pero por lo pronto ya se ha conseguido que un número creciente de españoles pase por la escuela, el instituto y la universidad como pasaron Daniel y sus amigos por el foso de fuego, milagrosamente indemnes, libres de todo rastro de daño y de conocimiento, y sobre todo de esa funesta manía de pensar que tan heroicamente combatió otro insigne reformador de nuestro sistema educativo, el rey don Fernando VII, el cual, por carecer en su tiempo de inteligencias pedagógicas como las que actualmente nos rigen, no tuvo más remedio que cerrar las universidades y sustituirlas por escuelas de tauromaquia.
Que el Ministerio de Educación se ocupe de fomentar la ignorancia y que a los futuros profesores de literatura se les exima de la tediosa obligación de conocerla pueden parecer decisiones paradójicas, pero en el fondo obedecen a un cierto modelo de conducta que ha mostrado su indudable eficacia en los últimos quince años de la vida española, desde que se comprobó, primero con desconcierto, y luego con un poco de babosa gratitud, que los más berroqueños franquistas se convertían en sonrientes demócratas de traje azul marino, y los republicanos de siempre, en monárquicos leales hasta las lágrimas. Inaugurada así la lógica de los imposibles, el paso de los años la ha ido mejorando: una de las tareas de ciertos servicios antiterroristas consistía en organizar actos terroristas; los mayores beneficiarios del socialismo en el poder son los banqueros y los especuladores; la política de repoblación forestal sirve para extender el desierto; los directivos de la Agencia del Medio Ambiente andaluza dedican sus ocios a cazar ciervas preñadas; dos hombres que abusan de una muchacha oligofrénica salen en libertad porque en el fondo se dejaron llevar por una comprensible explosión amorosa; cuando el tráfico ha vuelto inevitable una ciudad, se abren zanjas estratégicamente calculadas para perfeccionar el desastre; a un pirómano contumaz se le prescribe como terapia que trabaje de bombero, y el hombre, para no ser indigno de la confianza recibida, provoca en cuanto puede un incendio capaz de colmar las más ambiciosas expectativas de sus benefactores.[…]
La literatura es la gran memoria universal de los hombres, el archivo viviente de sus mejores rebeldías, de su desasosiego, de su instinto de felicidad y de razón, el testimonio amargo o exaltado pero casi siempre ejemplar de su rabia contra la mansedumbre y de su ironía frente a lo indiscutible. La existencia de la literatura implica una doble soberanía de conciencia, la de quien escribe y la de quien lee, la licitud de la imaginación y la solidaridad inviolable de los desconocidos. La literatura nos explica la parte de lucidez que hay en la locura y de compañía íntima en la soledad, y porque nos permite viajar a lugares donde nunca hemos estado y compartir las palabras y las sensaciones de hombres que vivieron mucho antes de que naciéramos nosotros dilata nuestra conciencia más allá de los límites obligatorios del espacio y del tiempo. Gracias a la literatura aprendemos a no descartar lo imposible y a desconfiar de lo evidente, a venerar las palabras que pueden contamos la verdad y a saber que con frecuencia son armas de la mentira. Entendiendo a los héroes de la literatura nos entendemos a nosotros mismos: viajando por su mediación al pasado aprendemos a descifrar las raíces que constituyen el presente.
La literatura, pues, es un saber inútil. Tan inútil que ni una sola tiranía se ha olvidado de someterla al tribunal de los inquisidores y al celo de los pirómanos. En un entremés de Cervantes, un candidato a alcalde protesta airadamente cuando le preguntan si sabe leer. Tan orgulloso de su analfabetismo como de su condición de cristiano viejo, declara que los libros llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana. […]
La más hermosa y necesaria utopía de aquella izquierda española exterminada para siempre en la guerra civil fue la democratización del saber. Pero los tiempos cambian y el viejo sueño de la Instrucción Pública, como el de la decencia pública, se ha vuelto un anacronismo que ya sólo parece conmover a unos pocos sentimentales incurables.
Los bomberos pirómanos, Antonio Muñoz Molina [El País, 31 de mayo de 1990]

Como era de Jaén, yo pasé a llamarme J-47. Hacía dos años que estaba promulgada la Constitución, pero en todas las dependencias se exhibía privilegiadamente el testamento del general Franco. Habían pasado tres años desde la última amnistía, pero en la ficha de cada uno de nosotros constaban sus peripecias más nimias y lejanas con la brigada político-social, y algunos mandos inferiores mostraban un desusado interés en supervisar las taquillas de los posibles disidentes, no fueran, supongo, a guardar en ellas material subversivo o a recibir en los paquetes de la familia alijos de Goma 2, pues eran los tiempos en que los héroes de la carta bomba y el disparo en la nuca no habían descubierto aún las ventajas patrióticas del amonal. Día a día aprendíamos a recobrar las formas más antiguas del miedo y de la incertidumbre: miedo a los gritos, a las bofetadas, a llegar tarde a una formación, a no saber atarse los cordones de las botas, incertidumbre ante las normas de una legitimidad indescifrable que conducía casi siempre a la humillación y al castigo. Desde el amanecer viajábamos hacia atrás en el tiempo, y a medida que la realidad exterior se nos borraba con tan singular facilidad como un sueño sentíamos revivir terrores abolidos: de nuevo estábamos a merced de la absoluta sinrazón y de la violencia física, como si al cruzar las vallas de alambre espinoso hubiéramos ingresado en uno de esos valles o islas inaccesibles donde perduran especies animales y formas de vida que desaparecieron hace milenios en el resto del mundo. […]
Pero había algo más doloroso que el desconsuelo y el terror: era descubrir la infinita capacidad de obediencia y vileza que anidaba en cada uno de nosotros, era saber que la crueldad no precisaba ser ejercida por los distantes superiores, porque basta que haya alguien un poco más débil para que quien se encuentra un centímetro por encima de él se ocupe de aplastarlo. No siempre se tiene en esta vida la oportunidad de ser cruel impunemente […]
Uno procura olvidar luego, y supone distraídamente que lo que olvidó ya no existe, que en tantos años todo cambia, hasta lo inamovible. Así que más le vale, para que el recuerdo y la rabia no vuelvan a herirlo, no saber que la pesadilla de la que despertó hace 10 años todavía dura para otros, no llevar la cuenta de los soldados que mueren por accidente o se suicidan sin explicación, no imaginar el sufrimiento y el escarnio y el miedo de ese recluta gordo y torpe que agonizó como un animal abandonado en los lavabos de un cuartel el 1 de septiembre de 1988.
Soldados, Antonio Muñoz Molina [El País, 23 de abril de 1990] 

Él ni se inmuta, parece que no oye, o que le da lo mismo, porque sigue leyendo tan reflexivamente como Michel de Montaigne en la torre de su señorío, y de vez en cuando mira de soslayo y entonces apunta en sus labios la levedad de la sonrisa que tiene Erasmo de Rotterdam en el cuadro de Holbein. […]
Él prefiere otra clase de libros: grandes, densos de páginas y de aventuras y sólidamente encuadernados, forrados con papel de periódico para que no los manche el tacto de las manos o la suciedad de la barra, volúmenes cuyo peso le garantizará que no va a quedarse sin lectura antes de estar saciado. Él usa los libros como si manejara una herramienta: entre sus manos se vuelven objetos tan materiales y rotundos como una cálida barra de pan, igual de comunes y de necesarios, y cuando alza los ojos y mira a su alrededor no tiene esa expresión aturdida de quien lee para esconderse y acaba perdido en la ebriedad de las palabras. Él mira, nos mira, con ojos pequeños y joviales, examina el mundo sin levantar los codos de la barra, bebe un trago de su copa, alisa el libro para que quede bien abierto, tal vez calcula las cuantiosas páginas que aún le faltan por leer y se humedece ligeramente el pulgar como si paladeara el primer sorbo de algún vino memorable.
Retrato de lector, Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de marzo de 1990]
La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos, es una galería de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos mirando las figuras de Velázquez, un bosque de infatigables apariencias y símbolos, y es una vocación solitaria de conocimiento y viaje la que lo impulsa a uno a mirar sin descanso y a vivir atrapado en las miradas de otros, a inventar al que mira sabiendo con desasosiego que tal vez, al mismo tiempo, está siendo inventado por él. […]
Miro para saber, pero la mirada miente y las apariencias engañan, tal vez con más eficacia que la imaginación y el recuerdo, con más exactitud, pero sigo mirando porque no conozco otro remedio contra la mentira y también porque si acepto que he de ser engañado prefiero que me engañen los ojos, los sentidos que me alían al mundo, el oído, que me trae el rumor de la ciudad y las voces de los extraños, el olfato, que abre intangibles paraísos en el aire y restablece en la memoria habitaciones y cuerpos y hasta pasajes de libros, el gusto de un vino o de unos labios, el tacto de una seda, de una recóndita nuca, justo en el nacimiento del pelo... Uno cuenta lo que le han contado los sentidos […]
Durante demasiado tiempo uno creyó que el arte, aunque se alimentara de la vida, era superior a ella, y miró cuadros y frecuentó canciones y libros como un adicto que exige al opio la felicidad y le agradece los sueños de sus ojos cerrados. […]
Sólo ahora, tan tarde, uno va sabiendo que hay otra manera de mirar misterios evidentes y ocultos en el juego de las apariencias. Basta de espejos y de sombras, se dice, basta ya de melancolía y de literatura, de canciones escuchadas para sufrir más dulcemente y de libros escritos y leídos para inventarse una vida que no supo tener. Procurará mirar desde ahora las cosas con los ojos tan apasionadamente abiertos como un pintor de la verdad, como Edward Hopper o Velázquez, con la serenidad de Vermeer, con el espanto y la rabia, si es preciso, de Francis Bacon, con la inocencia de un recién llegado, con la temeridad de un espía que se juega la vida en su indagación. Intentará vivir para contarlo.
La manera de vivir, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de febrero de 1990]

En Madrid, una mañana de noviembre de 1962 que adquiere en nuestra imaginación, contaminada por el cine, el blanco y negro de los inviernos del pasado lejano, Julián Grimau baja de un tranvía y dos hombres con gabardinas se acercan a él como para preguntarle algo y lo toman del brazo. Días o semanas más tarde caerá esposado, desde una ventana, al fondo de un patio interior de la Dirección General de Seguridad. Siete años después, en el invierno de 1969, otro detenido, Enrique Ruano, fue arrojado o se tiró a uno de aquellos patios con muros de granito y suelo de cemento desnudo. A diferencia de Grimau, Ruano no sobrevivió a la caída: de cuando en cuando leo su nombre en una modesta esquela conmemorativa que publica el periódico y pienso que nadie sabrá quién fue, que a casi nadie le importa saber por qué murió.
La memoria española es un campo minado en el que nadie quiere internarse. Parece que fue ayer cuando fusilaron y juzgaron a Julián Grimau, porque hoy mismo viene su cara en el periódico y se le vuelve a juzgar, y también que fue hace un siglo, y que ese tiempo de vergüenza y terror nunca existió más que en los grandes volúmenes sombríos de las hemerotecas. Por eso es tan extraño pensar que aún viven muchos de ellos, los testigos, los que firmaron la sentencia, los ejecutores, los que leyeron a la mañana siguiente, mientras bebían un café, la breve noticia del fusilamiento. […]
En cualquier caso, nunca hubo peligro, nada es menos temible que la docilidad de los muertos. Ese hombre, Grimau, con su anacrónica expresión de certidumbre y tristeza, ha vuelto a ser declarado culpable 27 años después de morir, tal vez para que no emerja de la oscuridad y del tiempo la multitud de las víctimas, para que nadie se pregunte quién arrojó por una ventana a un estudiante llamado Enrique Ruano, por qué tanta cobardía, tanta complicidad y silencio. Conviene que los muertos sigan siendo convictos para que los verdugos guarden a salvo su inocencia.
La cara del pasado, Antonio Muñoz Molina [El País, 8 de febrero de 1990]

En un cuento de William Irish, un hombre solitario y desesperado, aunque honesto, que no tiene trabajo ni dinero ni esperanza ninguna de conseguirlos, se cuela en uno de esos cines americanos que permanecen abiertos toda la noche, y advierte en la penumbra que aparte de él no hay más que otro espectador en la sala: un gordo bien vestido que dormita en su butaca con el abrigo entreabierto. Va a sentarse a su lado temblando porque hasta ahora nunca ha cometido un delito, adelanta la mano hasta introducirla en el bolsillo interior del abrigo del otro, palpa una cartera, empieza a quitársela suavemente. Pero entonces el hombre dormido se derrumba sobre él y ve que la mano en la que sostiene la cartera está manchada de sangre, y comprende que alguien ha matado al otro y que si no huye lo acusarán de robo y de asesinato... […] [Con la muerte en los talones]
La técnica, con aplicación, se aprende: contra lo que suele pensarse, cualquiera puede escribir un soneto o una novela. Lo que no se aprende es el gusto y, la necesidad de contar y el instinto de mirar la vida para apropiarse de ella y afirmarla y negarla con las armas del deseo, de la inteligencia y de la imaginación. […]
Lo que las artes respetables callan -por conveniencia y cobardía- lo declara abiertamente el bolero. Su estética del impudor y el exceso, como la del melodrama, es reprobable porque se atreve a decir que la pasión es necesaria y que es legítimo elegir la felicidad y arriesgarse al sufrimiento. Átame es un bolero traspasado por la clarividencia del amor y un furioso melodrama donde los infiernos de la soledad y la marginación son valerosamente desmentidos por la ternura, la rebeldía y la inocencia. Hay una razón para el desarraigo, y Pedro Almodóvar la conoce y la cuenta. Hay, debajo de la crueldad de las calles nocturnas y de este presente despiadado que se nos quiere imponer como el único posible, una frontera y una cicatriz que nos separan de nuestra verdadera vida y de nuestros países arrasados. Al final de Átame se oye al Dúo Dinámico cantando una hermosa canción de Gloria Gaynor -I will survive- que suena como un himno. Y uno sale del cine diciéndose que resistirá y sobrevivirá como los héroes de la película, y que ya va siendo hora de no rendirse al infortunio y de intentar una literatura en la que haya algo del coraje estético y moral de Pedro Almodóvar.
La ley del bolero, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de enero de 1990]

Suele decirse que un artista es original en la medida en que establece o nombra un territorio únicamente suyo: Comala, Santa María, Jefferson, el Guinardó en blanco y negro de la posguerra española. Pero tal vez la prueba suprema de la maestría sea la invención de un infierno. Homero y Virgilio tuvieron el Hades donde sobremorían sin gloria los espectros de los héroes; Dante, el infierno espiral de la teología; Malcolm Lowry, el del mezcal; De Quincey y Dickens, el de las calles sin misericordia de Londres; Poe, el de los resucitados tardíos de la catalepsia; Franz Kafka, el de la culpa sin nombre; Francis Bacon, el de los borrosos lavabos con bombillas desnudas...
No en la literatura ni en el arte, sino en las mismas páginas de este periódico, un escritor español, José Luis Martín Prieto, cuya prosa de tan apasionada clarividencia y precisión ya quisiera para sí más de un novelista, contó durante unos cuantos años, con tenacidad y coraje, el infierno verídico de la tiranía militar argentina, que es un infierno hermético de sombras y de calabozos, con sus verdugos y sus condenados y sus minuciosas máquinas de tormento pero que no existió bajo los círculos medievales de la tierra ni en las grutas defendidas por el perro tricéfalo de la mitología, sino a un paso de las calles comunes donde conversaba la gente, en edificios oficiales con banderas y despachos administrativos, y no en el pasado anterior a toda memoria en el que sucedieron las peregrinaciones de Ulises y del Dante, sino en el ayer trivial y accesible de los noticiarios. De ese infierno certificado por los jueces emerge la figura de un verdugo indudable. Los periódicos y la televisión nos han hecho familiar su rostro bondadoso. Es un caballero de uniforme blanco, de rasgos blandos y tranquilos y bien cortado pelo rubio. Se sienta en el banquillo de los acusados con la compostura de quien toma el té en un salón apacible, y tiene siempre un ligero aire de estupor, pues no entiende qué hizo mal ni de qué se le acusa y tiene la conciencia tan limpia como la mirada un poco tarda o ausente de sus ojos azules. A su uniforme le acaban de añadir los galones de capitán de navío. Hace años, en ese infierno que los periódicos y los tribunales han alumbrado parcialmente, porque nunca es posible contar todo el tamaño del horror, ese caballero respetable y erguido y todavía joven cometió crímenes no catalogados hasta entonces en los tímidos infiernos de la literatura. Dicen que le llamaban El Ángel. El premio de su ferocidad es la inocencia.
Hace años, cuando para ser culto era todavía necesario haber leído a Dostoievski (y a Tolstoi, y a Cervantes, y a Proust: fueron tiempos difíciles), los lectores de Crimen y castigo adquirían en sus páginas una noción de la conciencia criminal que poco a poco, como tantas cosas, se ha vuelto anacrónica. Imaginaban a todos los asesinos como descendientes oscuros de Caín y de Raskolnikov, y creían que el sino de la sangre derramada no se borraba nunca, y que quien empujado por la locura o el odio se atrevía a verterla estaba condenado a errar por las cárceles o por los desiertos de la huida llevando en la frente una indeleble señal de ceniza. Más fatal que la persecución era la culpa, porque ni en la habitación más cerrada ni en el país más lejano sería posible eludirla. Toda novela policial se establecía sobre un axioma único, y también todas las crónicas de sucesos: ni la inteligencia ni el azar salvan a un asesino. Pero ni Jack the Ripper ni el doctor Joseph Mengele -dos cirujanos de la infamia- fueron nunca atrapados. Se esfumaron para siempre en ese anonimato que, según Thomas de Quincey, es el premio que ganan las obras maestras del crimen. Eran, sin embargo, evidentes culpables, y sólo pudo salvarlos la oscuridad, y es fácil imaginar los mordidos por la vergüenza en los instantes finales de una agonía sin testigos. Ya no suceden estas cosas. Ahora el sombrío y trémulo Raskonikov es como esas figuras melancólicas de los museos de cera. Franz Kafka, a quien sólo la tuberculosis salvó de morir, como su amada Milena, en los infiernos erigidos por los cómplices del doctor Mengele, adivinó un porvenir en el que los verdugos serían héroes o funcionarios ecuánimes, y las víctimas, culpables automáticos. Cualquier mañana, cualquier hombre, Josef K., puede recibir la visita de sus acusadores. Nadie le explicará nunca cuál ha sido su delito, y su ignorancia y su obstinación en seguir preguntando serán las pruebas definitivas de que merecía la condena: exactamente así ocurre a veces en los sueños, pero en ellos se nos concede al menos la absolución del despertar. La víctima es siempre sospechosa, pues ha sido imparcialmente designada. El verdugo, el asesino, reclama para sí la claridad pública del reconocimiento, de la entregada gratitud. En los archivos policiales, las fotografías de las víctimas tienen la expresión congelada de culpa y de terror que les otorgó la muerte en los calabozos. El rostro del verdugo sólo manifiesta bondad. También, a veces, un poco de desconsuelo o de sorpresa, pues oye que lo acusan y no acierta a imaginar en qué faltó a la virtud. El teniente de navío Astiz ha visto recompensada la suya con el ascenso a capitán. Otro teniente ya olvidado, Calley se llamaba, que hacia finales de los años sesenta conoció una breve notoriedad por haber arrasado limpiamente una aldea vietnamita y dirigido el exterminio ecuánime de todos sus habitantes, se ganaba hasta hace poco la vida dando conferencias en las que rememoraba sus días de verdugo y de héroe. En el aniversario de la bomba de Hiroshima, el piloto del avión que la arrojó sobre la muchedumbre asiática de los culpables, un anciano tranquilo, dócil al tibio rescoldo de la memoria, declaró que si pudiera no le importaría repetir tal hazaña. En la cárcel de Carabanchel, hace dos o tres años, cuando pusieron en televisión una película sobre la matanza de abogados en aquella casa de la calle de Atocha por la que nadie puede pasar sin estremecerse, los asesinos que cumplían condena por el crimen se felicitaron mutuamente al ver la noche de la ejecución revivida por el cine. La cárcel, para ellos, no es el castigo de la culpabilidad, sentimiento que ignoran, sino la prueba de que en este mundo la inocencia siempre fue perseguida. Hay otros infiernos, pero están en éste: hay otros verdugos, pero a casi ninguno le falta una babosa cofradía que lo proclame héroe, que enumere con orgullo sus víctimas y haga elogio de su virtud. Nada de esto sería perdonable en la literatura, ningún escritor se atreverá a imaginarlo y contarlo; una mujer camina por la calle llevando de la mano a su hijo. Alguien se acerca, brilla en su mano una pistola, la levanta y dispara, y luego sigue caminando un poco más aprisa, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. No ha cometido un crimen, sino un acto patriótico, de cuantía inferior, pero de mérito semejante al de aparcar un automóvil lleno de explosivos en el sótano de un supermercado. Al fin y al cabo, en el crimen, como en el arte, la cantidad no es nunca un valor absoluto. A un escritor lo salva igual una estrofa perfecta que una hilera de volúmenes. Y en la jerarquía de los asesinos virtuosos vale lo mismo una mujer caída sobre la acera con un tiro en la sien que uno de esos yacimientos de cadáveres que aparecieron tras la dictadura militar en los descampados de Argentina.
Los asesinos virtuosos, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de abril de 1988]




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