miércoles, 26 de marzo de 2014

Encontrar lo que uno busca



La feliz rutina: tomarme un café con tostadas escuchando la radio. A veces me veo contestando sola, a veces me río. Como el otro día, escuchando a Francino. Hablaban de la buena imagen de España en el extranjero. Por resumir: a Ferran Adrià le homenajeaban en una universidad americana y unos creadores de videojuegos internacionalizaban sus ventas. Eran de Albacete. Una tertuliana concluyó: "Estos chicos, después de venir a probar suerte a la capital, decidieron abandonar su exilio madrileño y volverse a Albacete, y han descubierto que desde Albacete también se puede triunfar". Vaya. Creíamos que vivíamos en un mundo globalizado y ahora resulta que a uno de Albacete que se viene a vivir a Madrid se le denomina exiliado. Pero esto no es viejo. Es antológica la desconfianza con la que los españoles hemos mirado a los que abandonan su tierra. Hoy basta con cambiarse de provincia. No te digo ya si decides irte a otro país. Si decides irte a otro país, siempre hay un grupito que te mira como si te hubieras vuelto gilipollas. "Qué se habrá creído". En el fondo, el resentido agranda tu éxito, tu dinero, tu felicidad. Luego, hay otro grupo, ingenuo y bienintencionado, que te confiesa que haría lo mismo que tú, ¡irse, irse, poner tierra por medio! Al primer grupo, el de los resentidos, que le den morcillas, no quiero llegar a anciana afirmando lo que le oí un día a Jeanne Moreau: "He perdido parte de mi vida ahogada por la ansiedad que me provocaba lo que pensaran de mí". En cuanto al segundo grupo, me preocupa más hondamente, son ese tipo de personas que aspiran a cumplir un sueño irrealizable. Esto viene porque el otro día me escribió un compañero periodista que en estos momentos se encuentra, como tantos otros, en paro. Tras varios meses de inactividad, me dijo que había pensado en hacer la revolución. No pensaba mi amigo en salir a la calle a romper farolas, sino en una revolución personal: marcharse, con su mujer y su niña, a Nueva York. "Ella", me decía, "encontrará trabajo pronto como bailaora de flamenco, y yo trataré de meter la cabeza en un medio hispano. Si no me decido ahora, ¿cuándo?". Lo de hacer la revolución no tenía una connotación ideológica, sino cinematográfica. Por alguna razón, la película Revolutionary road ha intoxicado muchos corazones. No es la primera persona que me ha confesado sentirse alterada por el mensaje que destila la película: cumplamos los sueños antes de que sea demasiado tarde. El divorciado ha visto en la pareja DiCaprio-Winslet el calco del deterioro de su matrimonio; la mujer madura se ha lamentado por ese paso que no se atrevió a dar; la madre ha pensado en los hijos que tuvo sin desearlos, y el parado, que trata de encontrar una solución a su vacío, cree que la respuesta está en América. Pensé en no contestar a su carta. ¿Cómo menoscabar los sueños de otros? Pero, entonces, recordé un cuento de John Cheever que habla de la peripecia de una familia del Medio Oeste que marcha a Nueva York en busca de una vida memorable. Una pareja y una niña. La ciudad les castiga sin clemencia: al tiempo que vacía sus bolsillos, les roba los sueños atesorados durante tantos años. No resulta cómodo frustrar una ilusión, pero lo hice. Le hablé de esa ciudad en la que a buen seguro tendría que compartir piso con niña incluida, de las jornadas de trabajo sin fin, de la cantidad de gente de Queens, del Bronx, de Harlem que, antes que él, sueñan con tener un hueco en la isla; le advertí de la falta de apoyo que tendría para criar a la niña, de lo que es vivir fuera de casa cuando no tienes dinero en el bolsillo, de los periodistas que allí despidieron antes que aquí (son pioneros en todo) y de mí, de mi situación privilegiada. Le pedí disculpas por si en algún artículo he dado a entender que la vida allí es regalada. Y le recomendé, sobre todo, que leyera la novela de Richard Yates. Allí encontraría una lectura distinta. Cuando el matrimonio Wheeler sueña con irse a París, lo que está mostrando es una patética ignorancia: no saben francés, creen que van a encontrar trabajo, se ven a sí mismos como seres elegidos entre el resto de los vulgares vecinos del suburbio. Entran en un estado de delirio, provocado por ella, que sin tener madera de artista cree que sólo la vida de los artistas merece la pena. Encuentran en ese sueño la solución a una relación insatisfactoria y, por las noches, beben y planean su viaje, se ríen de los vecinos y beben, beben y se olvidan de sus hijos. Es un sueño alimentado, sobre todo, por el alcohol, un sueño de los años cincuenta. El novelista observa a su pareja de protagonistas con compasión. No les admira, les compadece. Pero el destino se burla de todo, hasta de la literatura: de pronto, esta novela de fracasados se lleva al cine, la protagonizan dos actores bellísimos y logra intoxicar la mente de espectadores fantasiosos. O fantasean con lo que no hicieron o con lo que debieran hacer. Se convierten ellos también en víctimas propicias de la revolución. Lo contrario, creo, de la voluntad del novelista, que, seguramente, no entendía cómo sus personajes estaban tan ciegos (de alcohol y sueños) que no podían disfrutar de la vida que se les escapa mientras hacían planes.
Víctimas de la revolución, Elvira Lindo [El País, 5 de abril de 2009]


Llegan los Oscar, esa gala que tanto interesa en España (sí, ese pequeño país furiosamente antiamericano que se vuelve papanatas con todo lo que venga de América), y que en USA no consigue atrapar el interés general. Los Oscar debieran emitirse en un horario razonable para España, así aumentarían esos índices de audiencia que han caído casi en un cuarenta por ciento en los últimos años. ¡Y eso que lo hacen bien! Hasta el comentarista de The New York Times se consolaba pensando que, ya que tenía que escribir en estos tiempos difíciles de algo, por qué no, superficial, quería pensar que la cosecha de este año había dado la espalda, en general, a la violencia estéril y se había dedicado a contar historias edificantes. Incluso, decía, los discursos de los actores se habían vuelto más cálidos, señalaba en particular a Sean Penn, al que aquí no se le tiene por el gran simpático. No está mal, hay un clamor en el mundo de las personas corrientes hacia las estrellas: queridos, ya que sois privilegiados, en vez de darnos la tabarra ideológica, nos conformaríamos con que os comportéis con educación. O simpatía, que también gusta. Un ejemplo es una mujer ante la que ha sido difícil no caer rendido este año. Kate Winslet. Actriz, no estrella. Una de las entrevistas más cachondas que se le hicieron por sus dos globos de oro fue en el show de Oprah Winfrey. Oprah, refiriéndose a la película El lector, en la que Winslet aparece desnuda y hermosísima, le dijo: "Me encanta que enseñes tu pecho natural". Kate le dio apasionadamente las gracias y después bromeó sobre el asunto: "¿Te refieres a que las tengo caídas?, ¿caídas con los pezones para arriba?, ¿a esas tetas que cuando te tumbas se desparraman?". Muchos felicitaron a la actriz por no someterse a la esclavitud de ser una modelo, sino una mujer joven madre de dos hijos. Ése es el papel, por cierto, que representa en Revolutionary Road, una novela que en estos días tengo en la mesilla de noche y que me confirma, en cada página, los grandes actores que son ella y Leonardo DiCaprio, porque, dejando a un lado lo acertado o no que haya estado el director Sam Mendes, ellos han captado el espíritu de esos grandes personajes y lo llevan en su cuerpo toda la película. Una amiga me comentó que no sientes que haya empatía entre los dos. Por supuesto, no la hay, por el simple hecho de que la historia trata de un amor en descomposición. Tal vez eso esté mal explicado en la película. Pero ahí están ellos. Inmensos. Ella, April, la mujer descontenta, más que idealista, es alguien que cree merecer lo que no tiene. Y él, Frank, en apariencia un personaje menos interesante por carecer de aires de grandeza, es, en el fondo, el más romántico de los dos, el que la admite como es, a pesar de saber que ella no lo ama [¡!], ni a él, ni la vida que tienen en ese Camino de la Revolución en el que viven. Revolutionary Road es una de esas calles de urbanización en las que, según la feminista Betty Friedan, nació el feminismo americano. Friedan estudió de qué manera la llegada de los electrodomésticos a las cocinas de la clase media y el vacío que muchas de esas amas de casa sentían una vez que sus maridos se marchaban a la ciudad y los niños a la escuela, generó un descontento que incubó una especie de sublevación cotidiana. Pero en el caso de April hay, sobre todo, algo de desajuste mental que Winslet sabe expresar muy bien. El libro de Yates es una maravilla y nunca está de más que una película resucite un libro de 1961. Sé que Rosa Montero lo está leyendo al mismo tiempo que yo, y eso, como me decía ella en una carta, nos hace convivir en una misma habitación emocional. Pero aquí no se acaban las sorpresas winsletianas, dentro de poco llegará a España The reader, en la que el personaje es aún más retorcido que en la anterior. Nunca desearía estar en la piel de un crítico porque entiendo que en el gusto por los libros o las películas interviene lo que de nuestra propia piel ponemos en ellos. Por fortuna, tengo el privilegio de escribir sólo de lo que me gusta, y quisiera transmitirles lo que me emocionó esa historia, la más triste que he visto en mucho tiempo. Si es usted uno de esos que sueltan, como si nadie más hubiera pronunciado nunca esa idiotez sobre la tierra, "yo no voy a ver tristezas, para llorar ya está la vida", absténgase. Admiro a Winslet, ¿queda claro? Adoro su falta de afectación. En el show de Ellen DeGeneres hay otro momento genial. Ellen llama por teléfono a la casa de la actriz en Londres para felicitarle por sus Globos (¿se referiría a las tetas?) de Oro, pero quien contesta es su hija de seis años. La alegría de lo natural, sí. Lo menos que podemos pedirle a quienes se dedican a interpretar a seres comunes es que luego no actúen con desprecio hacia quienes son esos seres, sus espectadores. Comparto mi entusiasmo por Winslet, tan joven y tan sabia, con Carlos Boyero, pero difiero con él en un detalle; decía nuestro crítico que Kate no te llamaría particularmente la atención si te la cruzas por la calle, que no es espectacular. Yo entiendo que no se trata de que sea menos bella que otras, sino de actitud. Hay actrices que caminan como estrellas, hay otras que van por la calle como mujeres preciosas. ¡Y hay tantas por la calle!

Mujeres preciosas, Elvira Lindo [El País, 8 de febrero de 2009]


La película que yo he visto [que hemos visto] trata una historia realmente dura. La he visto en alemán con subtítulos así que una buena parte de los diálogos los he tenido que imaginar o recrear. En algunos momentos le he consultado para no perderme lo que consideraba importante.
Ciertamente empieza con una relación rota porque de lo contrario no se explica la reacción del marido cuando se encuentra con ella en el camerino y el plano siguiente en el que caminan los dos por el pasillo en dirección al coche.
Me recordó un fragmento que había leído en Lo que me queda por vivir:
“La deslealtad a uno mismo no se suele advertir en el presente, se camufla de malestar, de ansiedad difusa, porque éstas son sensaciones mucho más fáciles de sobrellevar. […]
Qué pocas veces supe perseguir lo que quería. Hay un mecanismo por el cual uno consigue convencerse de que lo que se tiene es lo que se desea y a él me acomodé yo algunos años. […]
No está educada para compartir la infelicidad. […] una vez que la insatisfacción se expresa, comienza a pisarse un terreno pantanoso que no conduce a ninguna parte. […] Lo que callan, se acaba manifestando en desidia vital”.
Ambos quieren cambiar de vida y poseen cierta ambición. Ella piensa que marcharse para cumplir su sueño es el remedio a su insatisfacción. Él no lo cree, pero le sigue el juego hasta que la realidad se impone.
Si desde el principio él no lo vio claro, ¿por qué no intentó convencerla de un modo razonable? ¿por qué le oculta la propuesta de ascenso? Él le pide a ella que renuncie a sus sueños, que se acomode en el papel de ama de casa abnegada, dedicada exclusivamente a su marido e hijos, que no le cause problemas, que interprete el papel de amante apasionada…
Pero ella es más generosa. Lo invita [a él] a ser más ambicioso y a arriesgarlo todo por un sueño. Le hace creer que es una persona especial que no merece una vida tediosa y amargada. Le otorga confianza y procura ponerse en su lugar. Está en lucha permanente consigo misma. Por un lado, interpreta para él el papel de madre responsable y mujer hogareña; por otro, se debate con sus ambiciones por escapar de la rutina, de la mediocridad, del desamor, del conformarse con un papel de secundario donde uno no maneja las riendas de su vida.
Y qué poco espacio queda en la película para los hijos. Los hijos apenas son el tema de conversación. 
Curiosamente tiene mayor peso en la película el que todavía no ha nacido sobre los dos que ya son una realidad. 
En la película que yo he visto, ella lucha por tener un espacio que él nunca le cede. Ella trabaja por sostener un amor que ya no siente y él se deja querer porque le seduce lo que en ella hay de extraordinario, su rebeldía e inconformismo.
La pregunta que me he hecho: ¿A qué estaría dispuesto a renunciar cada uno de los personajes por satisfacer al otro? ¿Puede uno renunciar a sí mismo, doblegarse a otro, para conseguir un cierto equilibrio matrimonial?


Gracias a la película, Vía revolucionaria ha tenido mucha más repercusión en todo el mundo, y sin duda en nuestro país, que Las hermanas Grimes. La primera novela de Yates está sin duda muy bien y habla del veneno del amor, de esa terrible paradoja por la cual muchas parejas, pese a desear ardientemente querer bien al otro y hacerle feliz, consiguen convertir su vida en un infierno. Es un libro poderoso e inteligente, una primera obra espléndida. Pero comparado con Las hermanas Grimes deja traslucir la juventud del autor. En los dieciséis años que median entre la publicación de uno y otro, Yates ha crecido hasta alcanzar una talla de gigante. Ha crecido al mismo tiempo que el grosor de su obra menguaba: Vía revolucionaria tiene 400 páginas. Más modesta en apariencia, Las hermanas Grimes llega, o eso me parece, mucho más al fondo de las cosas. Si la primera novela admira, ésta conmueve y conmociona. Con qué inmensa sabiduría consigue el autor dejar el relato en lo sustancial y pelar las palabras hasta alcanzar el tuétano. Sin aspavientos, sin sentimentalismos, Richard Yates disecciona la vida como si estuviera escribiendo la novela con su propia sangre. Tanta desnudez pone los pelos de punta.

Escribiendo con sangre, Rosa Montero [El País, 30 de mayo de 2009]


Vidas petrificadas. No en vano la novela comienza con la fallida representación de El bosque petrificado, la obra teatral escrita por Robert Emmet Sherwood, en la que se basó la genial película dirigida por Archie Mayo y protagonizada por Bogart en el papel de gánster. Muchas son las implicaciones simbólicas que la elección de este título por parte de Richard Yates supone a la hora de comenzar la novela. Entre ellas, la figura del escritor fracasado, abandonado de niño por sus padres, quien en un momento dado le dice a su amada:

"Lo sé, pero debes creer y recordar... porque es mi oportunidad de sobrevivir... Te hablé de ese gran artista que está oculto en mí. Te lo transfiero a ti. Verás en el poema de Villon algo como lo que te digo. Algo que dice: En tu campo la semilla de mi cosecha crecerá. Le he dado un suelo yermo a esa semilla... pero tú le darás fertilidad, la harás crecer y dar fruto."

Volviendo al primer capítulo, vemos todas las coordenadas argumentales que se desplegarán más tarde: la representación “no ha sido fácil”, le dice el director en la primera página a una improvisada compañía de actores, vecinos de la zona, sin nada mejor que hacer, de los que no cabía esperar nada, como si en realidad hubiera dicho: “la vida no ha sido fácil”, después de todo. Sin embargo, “Aquí ha sucedido algo”, les dice también, porque por primera vez han puesto todo su corazón en un trabajo. Esas dos simples frases del director puede que encierren todo el futuro devenir de la novela. El riesgo de esas vidas sin verdadera vida, sin verdadera vocación, sin verdadero corazón, que nada pueden esperar y de las que nada puede esperarse, de querer cambiar de vida, de olvidar el miedo, el riesgo para esas vidas petrificadas será mortal… Porque en ningún momento habrán previsto “el peso y la conmoción de la cruda realidad”.

“Siempre he sabido que tenía que ser tu conciencia y tus tripas… y tu chivo expiatorio”, le dice April a Franz tan solo en la pág. 43.

April: “… que un hombre con tu talento siga trabajando como un perro año tras año en un empleo que no soporta, que viva en una casa que no soporta y en un sitio que soporta menos todavía, y con una mujer que también es incapaz de soportar las mismas cosas, viviendo entre un hatajo de…”.

Encontramos aquí una clave importante de lo que sucede todo el tiempo en la novela: en la
admiración inicial por su marido, continuamente ella le adjudica intenciones, sinsabores y juicios a su marido que no son “propiamente” sino los de ella, sin que ella lo sepa, claro está. En ocasiones se habla de histeria en la novela. Una joven mujer ama de casa, aburrida, harta y deprimida, supone en su marido cualidades muy superiores a la época y al lugar que les ha tocado en suerte, dando rienda suelta al sueño de trasladarse a París para empezar una nueva vida en la que ella trabajará de secretaria para mantenerlo, de modo que él llegue a encontrase a sí mismo, a saber quién es, con vistas a hallar su verdadero talento o vocación. ÉL, no ELLA, puesto que ella ni siquiera tiene ninguna madera de actriz ni quiere ser actriz. De modo que está dispuesta a hacer la misma vida en París y a desempeñar el mismo tipo de oficio que ella aborrece ahora en su marido, solo para que él encuentre su verdadera identidad y su verdadero deseo, sin que él —hombre manso después de todo— participe en principio para nada de semejante deseo y sin que se haya pronunciado jamás en ese sentido. Porque lo que el tipo de vida que llevan está negando, según la mujer, es “la identidad y la esencia misma” del marido, “la cosa más valiosa y fascinante del mundo”… antes del fatal desencadenamiento.

La moral y la obligación del trabajo como única razón de existir, los almuerzos rápidos, el bullicio de la oficina, el placer de quitarse los zapatos al llegar a casa, el baño caliente y la aspirina o el whisky antes de acostarse… y todo lo que fortalece contra las tensiones del matrimonio y la maternidad… todo aquello sin lo cual la gente se volvería loca… la metódica y modélica infidelidad del oficinista casado… destinado a no salir nunca de todo eso, de una empresa que es “como un anciano muy cansado” que requiere su sangre fresca. La ruina y la peste han quedado a raya; ningún imprevisto, ninguna catástrofe antes de final de mes.

Como dice el loco del vecindario, única voz de la “verdad”: “si quieres tener una casa bonita has de tener un empleo que no te guste”. Éste es el problema que hay que superar, el problema de la sangre fresca para la renovación de todo el gran circuito. La metáfora del joven empleado destinado a renovar la vieja y desfasada empresa es la del recién nacido en manos de un matrimonio de viejos cansados, en palabras también del loco del vecindario, “le meterán en el cajón de una cómoda y le darán leche agria a mamar… ese niño tendrá menos posibilidades que el perro de un vagabundo”.
La trágica indeterminación de Richard Yates, Ana Crespo [10 de mayo de 2010]



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