El bosque petrificado
[película de 1936] […]
—Toda obra merece lo mejor de cada actor o actriz —les
había dicho en una ocasión.
Y en otra:
—Que no se os olvide. Aquí no estamos montando una
obra y nada más. Estamos creando un teatro comunitario, y eso es algo muy
importante. […]
—A veces tengo la sensación de que estoy llena de vida—estaba
diciendo ella—, y tengo ganas de salir y hacer algo absolutamente loco y
maravilloso... […]
Estaba trabajando sola y debilitándose visiblemente a
cada frase que decía. Antes de finalizar el primer acto el público ya se había
dado cuenta —lo mismo que la compañía— de que la actriz había perdido el hilo,
y el desconcierto no tardó en contagiar a todos. Había empezado a alternar
entre falsos gestos teatrales y una inmovilidad de puños
apretados, tenía los hombros alzados y rígidos, y a pesar del profuso
maquillaje se le notaban en la cara y el cuello los colores de la humillación.
[…]
En el clímax de la obra, donde las indicaciones
escénicas apuntan que la crudeza de la escena de la muerte sea puntuada
por disparos desde el exterior y detonaciones de la metralleta de Duke, Shep
Campbell apretó el gatillo con tan poco tino, y la salva desde bastidores fue
tan sumamente ruidosa, que el texto de los enamorados se perdió en medio de un
caos humeante y ensordecedor. La caída del telón fue recibida como un acto de
misericordia. […]
Risueño, era un hombre que sabía perfectamente que el fracaso de una obra
de aficionados no era motivo de preocupación, un hombre ingenioso y afable que sabría decir a su
esposa las palabras de consuelo adecuadas para la ocasión. Pero, entre sonrisa y sonrisa,
mientras se abría paso entre la gente y se le notaba en los ojos
la fiebre casi crónica de la perplejidad, daba la impresión de que era él quien más necesitado
estaba de consuelo.
Lo malo era que,
durante toda la tarde en la ciudad, idiotizado en lo que él llamaba «el empleo
más aburrido que pudiera imaginarse», se había ido emocionando solo al representarse
mentalmente las escenas que se desarrollarían esa noche […]
En ningún momento había previsto el peso y la conmoción de la cruda
realidad; nada le había prevenido de que tal vez se vería abrumado por la
oscilante visión de una chica a la que no había visto desde hacía años, una
chica cuyas simples miradas y gestos podían embargarle de deseo («¿No te
gustaría que yo te amara?»),pero que luego, ante sus propias narices, se disolvería para
convertirse en la insulsa y sufridora criatura cuya existencia él trataba de
negar cada día de su vida: esa mujer a quien conocía tan bien y tan
dolorosamente como se conocía a sí mismo; esa mujer macilenta y encogida cuyos ojos inflamados despedían reproches,
y cuya sonrisa falsa en la llamada a escena le resultaba tan familiar como sus
propios pies hinchados, la humedad que se le colaba bajo la ropa interior y su
propio olor acre. […]
Cerró la puerta y se aproximó a ella con las comisuras
de la boca estiradas en un gesto que pretendía estar lleno de amor, humor y
compasión. Quería inclinarse para
darle un beso y decirle «oye, has estado estupenda», pero un gesto casi imperceptible de los hombros de ella le
previno de que no quería que la tocasen, lo cual lo dejó indeciso respecto a
qué hacer con las manos, y fue entonces cuando se le ocurrió pensar que «has
estado estupenda» podía ser lo menos indicado para la ocasión: resultaba
condescendiente, o como mínimo ingenuo y sentimental, y demasiado serio.
—Bueno —dijo en cambio—. Supongo que no se le puede
llamar un triunfo absoluto, ¿verdad? —y garbosamente
se colocó un pitillo entre los labios, encendiéndolo con un rápido movimiento
de su Zippo. […]
—O sea, que no piensas decirles nada —ella cerró los
ojos—. Muy bien, entonces lo haré yo. Gracias —su cara en el espejo, desnuda y
reluciente de crema, parecía tener cuarenta años, y estaba tan ojerosa como si
le estuviera aquejando algún dolor físico.
—Un momento —replicó él—. No te pongas nerviosa,
¿quieres? Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que podrían tomárselo a mal, nada
más. Y es así. No puedo evitarlo. […]
—Vaya —dijo—. Veo que a April le ha sentado mal todo
este asunto, ¿eh? Pobrecilla.
—No, no, ella está bien —les dijo Frank—. En serio, no
es eso. De veras, es por lo de la canguro —era la primera mentira de esta
índole en los dos años que duraba ya su amistad, e hizo que los tres miraran al
suelo mientras se afanaban por cumplir un claudicante ritual de sonrisas y
buenas noches; pero fue en vano. […]
y se pasaba todas las horas libres pergeñando un plan
para viajar en tren de balde hasta la Costa
Oeste. Había marcado varias rutas alternativas en un mapa de trenes; había
ensayado muchas veces la forma de manejarse […]
preguntó impulsivamente a un chaval gordo llamado Krebs
—lo más próximo a un buen amigo que tuvo aquel año— si quería ir
con él. Krebs se quedó de una pieza.
—¿En un tren de mercancías? —dijo, y se rió a carcajadas—.
Eres la hostia, Wheeler. ¿Hasta dónde crees que vas a llegar en un tren de
mercancías? ¿De dónde sacas esas ideas tan raras, del cine o algo así? Te diré
una cosa: ¿quieres saber por qué todos piensan que eres un gilipollas?, pues
porque eres un gilipollas, por eso.[…]
April verbalizaba sus recuerdos con mucha precisión, y
era difícil imbuirlos de sentimiento («Siempre supe que yo no le importaba a nadie y
siempre dejé que todos supieran que yo lo sabía»), pero el olor
del instituto le hizo pensar en algo que ella le había explicado […]
Aquélla fue una época de ponerse a la altura en muchos
sentidos y con pasmosa rapidez, de una seguridad en sí mismo que casi mareaba.
El solitario estudioso de mapas de trenes no llegó a abordar sus mercancías,
pero cada vez parecía más improbable que algún Krebs volviera a llamarle gilipollas. El ejército lo había enrolado a los dieciocho, lo había
lanzado a la ofensiva final de la guerra en Alemania y le había regalado una
confusa pero vivificante gira por Europa durante un año más hasta licenciarlo,
y desde entonces la vida lo había hecho cada vez más fuerte. Hilos sueltos de
su personalidad —los mismos rasgos que le habían hecho parecer un soñador solitario entre sus compañeros de clase y luego de milicia— parecían haberse urdido
repentinamente en un todo atractivo y consistente. Por primera vez en la vida
se sentía admirado, […]
Todos coincidían en
que lo único que necesitaría era tiempo y libertad para encontrarse a sí mismo.
[…]
una pronta y permanente retirada a Europa, que él solía
describir como la única parte del mundo donde merecía la pena vivir […]
[El sueño original es de él y ella se contagia de ese sueño y le anima a
cumplirlo. Quizá ella se sienta culpable o responsable de que su marido no haya
alcanzado la meta que se propuso.]
En concreto le
fastidiaba que ninguna de las chicas que había conocido hasta entonces le hubiera
aportado una sensación de triunfo sin paliativos. […]
[Buscando a una chica que me haga sentir que soy extraordinario]
Al cabo de quince minutos descubrió que podía hacer
reír a April Johnson, y que no sólo podía suscitar la atención de sus grandes
ojos grises, sino hacer que sus pupilas fueran de arriba abajo y de lado a lado
mientras él le hablaba, como si la textura y la forma de su propia cara fueran
asuntos de gran interés.[…]
[Qué importante es la empatía a través del sentido del humor. Cuando dejas
de reírte con alguien es el principio del fin]
Quiero decir, ¿qué es lo que te interesa realmente?
—Encanto —(Frank era tan joven todavía que aplicar tan
audaz apelativo a quien apenas conocía de nada le hizo ruborizarse)—...
Encanto, si tuviera la respuesta estoy seguro de que te mataría de
aburrimiento, y de paso también a mí mismo, en menos de media hora. […]
[No me parece una respuesta muy atractiva. Si alguien me contesta así
pensaría que se está haciendo el interesante, es inseguro o realmente no sabe
lo que quiere.]
«Es verdad, Frank. Lo digo en serio. Eres la persona
más interesante que he conocido nunca».
[¿? ¿Y por qué es interesante? Ella le llama Frank y él le llama “nena” y “encanto”.
1955. Recuerda.]
—A mí me parece —dijo al fin— que aquí hay mucha tontería, ¿sabes? Mira,
parece que estés haciendo una buena imitación de Madame Bovary. Y hay un par de
cosas que me gustaría dejar claras. Una, no es culpa mía que la obra haya sido
una mierda. Dos, tampoco es culpa mía que tú no hayas resultado ser una gran
actriz, y cuanto antes te olvides de este melodrama, mejor para los dos. Tres, yo no sirvo para
el papel de marido tonto e insensible; has intentado colgarme ese sambenito desde que nos mudamos aquí, y te
juro que a mí no me la das. Cuatro...
Ella había salido del coche y corría ya iluminada por
los faros delanteros, ágil y esbelta, un poquito gruesa de caderas.
[Me tengo que morder la lengua. Creo que si alguien le habla así no la está
tomando en serio. A mí me parece que no es que ella le asigne el papel de
marido insensible sino que Frank se lo gana a pulso con esta escena.
Curioso. Ella siempre huye cuando la situación se tensa. Ella huye y él la
persigue para provocarla aún más.
Ella sólo necesita un poco de tiempo para relajarse, meterse de nuevo en su
papel de amante esposa y posponer el estado crítico. Él ni siquiera le concede
esa tregua.].
—Eh, espera un momento... —se sacó la mano del bolsillo
y se irguió, pero volvió a guardarla al ver que venían más coches—. Escúchame
—intentó tragar saliva, pero tenía la garganta muy seca—. No sé qué pretendes demostrar
—dijo—, y tampoco creo que tú lo sepas, pero yo sí sé una cosa: que no me
merezco esta mierda.
[Ella necesita comprensión y unas palabras de consuelo y él le viene a
decir “me estás montando un numerito”, “no te comportes como una chiquilla”.]
mientras él agitaba un dedo delante de sus narices.
—Escúchame bien. Esta vez no voy a dejar que tergiverses
todo lo que digo. Da la puta casualidad de que esta vez sé que no me equivoco.
¿Sabes cómo eres cuando te comportas así?
—Santo Dios, ¿por qué no te habrás quedado en casa
esta noche?
—¿Sabes lo que eres cuando te pones así? Eres repugnante.
Y lo digo muy en serio.
—¿Y sabes lo que eres tú? —le miró de arriba abajo con
desdén—. Eres repulsivo.
A partir de ahí la pelea se descontroló. […]
[Él se pone agresivo y provocador [¿inseguridad?] y ella responde a los
insultos con insultos. Ya se han perdido el respeto y no hay marcha atrás.Caída libre]
—No, Frank, nunca me he dejado engañar por ti. Todas
tus sublimes máximas morales y tu «amor» y tus melosas frases... ¿Crees que he olvidado aquella
vez que me pegaste en la cara porque dije que no pensaba perdonarte? Siempre he
sabido que tenía que ser tu conciencia y tus tripas... y encima tu chivo
expiatorio. Sólo porque conseguiste hacerme caer en una trampa
crees que...
—¡Tú en una trampa! ¡Tú nada menos! ¡No me hagas reír,
vamos!
[Cada uno de los dos se siente víctima del otro. El desengaño presente se
traslada al pasado: no sólo ya no me quieres sino que NUNCA me has querido.
Sienten que han vivido una especie de estafa.]
—Sí, yo —April se llevó una mano como una garra a la
clavícula—. Yo. Yo. Oh, pobrecito iluso... ¡Mírate bien! ¡Mírate y dime si
haciendo un gran esfuerzo de imaginación —ladeó la cabeza, y la sonrisa de sus
dientes resplandeció a la luz de la luna— podrías llamarte hombre!
Él se dispuso a propinarle un revés con mano temblorosa
y ella se echó hacia atrás en una fea imagen del miedo; entonces, en vez de
pegarle, procedió a ejecutar un baile de pies a lo boxeador y descargó el puño
sobre la capota del coche con todas sus fuerzas.
[No recuerdo este golpe bajo en la película y sí que me parece muy
importante porque es un indicativo claro de que ella ya no le quiere. Como pretendes ningunearme, intento ningunearte yo a ti y te sacudo en tu amor propio.
No sólo me repugnas sino que cuestiono tu hombría. Tela. Pero él también la cuestiona como madre.]
Sí, tenía posibilidades. Quizá podrían hacer encajar
el creciente desorden de sus vidas en aquellas habitaciones, entre aquellos
árboles, aunque les llevara tiempo. ¿Quién podía tener miedo en una casa tan amplia
y tan luminosa, tan limpia y tan pacífica? […]
Revolutionary Road, Richard Yates. Traducido por Luis
Murillo Fort.
-Me miras y te preguntas cómo puedo ser feliz en mi
situación. Pues verás: aunque me de vergüenza reconocerlo, soy imperdonablemente
feliz. Me ha sucedido algo mágico, como cuando despiertas de una pesadilla,
aterrorizada y angustiada, y de pronto comprendes que todos esos horrores no
existen. Pues yo me he despertado. He pasado momentos muy dolorosos y amargos,
pero hace ya tiempo que soy muy feliz, sobre todo desde que nos trasladamos
aquí –dijo, mirando a Dolly con una sonrisa tímida e inquisitiva. […]
-No tengo ninguna opinión –dijo. Siempre te he
querido, y, cuando se quiere a una persona, se la quiere por lo que es, no por
lo que a uno le gustaría que fuera. […]
Sigues sin decirme lo que piensas de mí, ¡y tengo
tantas ganas de saberlo! En cualquier caso, me alegro de que me veas tal como
soy. Lo más importante para mí es que la gente no crea que intento demostrar
algo. No pretendo
demostrar nada, sólo quiero vivir sin hacer daño a nadie, excepto a mí misma. Y
a eso tengo derecho, ¿no es verdad? […]
Dolly advirtió que quería comunicarle su opinión sobre
la situación de su señora y, en particular, sobre el amor y la devoción del
conde por ella, pero la interrumpía en cuanto se ponía a hablar del asunto.
-Me he criado con Anna Arkádevna y la quiero más que a
nada en el mundo. No nos corresponde a nosotras juzgar. Y parece que la quiere
tanto…[…]
-No es eso lo que querías preguntar. Querías saber
cómo hemos resuelto la cuestión del apellido, ¿no es verdad? Es algo que
atormenta a Alekséi. La niña no tiene apellido. Es decir, se llama Karénina –dijo
Anna. […]
Sin duda porque ninguna persona respetable habría
aceptado trabajar para una familia tan irregular. Puesto que Anna conocía muy
bien a la gente, era la única explicación plausible. […]
-A veces me da pena que mi presencia aquí sea tan innecesaria
–dijo Anna […] No fue así con mi hijo. […]
Veo que no eres consciente de lo penosa que es mi
situación…Allí, en San Petersburgo –añadió-. Aquí me siento completamente
tranquila y feliz. […]
Ahora que todos habían vuelto la espalda a Anna,
consideraba su deber ayudarla en ese período transitorio, el más doloroso de su
vida.
-Cuando su marido le conceda el divorcio, volveré a mi
soledad. Pero, mientras pueda ser útil, cumpliré con mi deber, por más penoso
que me resulte. No como otros. ¡Qué bien has hecho viniendo! […]
En abstracto, de
manera teórica, no sólo justificaba, sino que hasta le parecía bien
el proceder de Anna. Cansada de su monótona vida intachable, como suele suceder
a las mujeres de honradez acrisolada, no sólo disculpaba ese amor culpable
desde la distancia, sino que hasta lo envidiaba. Además, quería de corazón a
Anna. Pero en la realidad, al verla entre esas personas tan ajenas, con ese buen tono que tan
novedoso le resultaba, se sentía incómoda. Lo que más le desagradaba era la
presencia de la princesa Varvara, que se lo perdonaba todo a cambio de las
comodidades de las que disfrutaba en esa casa. […]
-Ejerce usted una gran influencia sobre Anna y ella la
quiere mucho; por eso le ruego que me ayude –dijo.
-Si ha venido usted a vernos, y es la única de las
antiguas amigas de Anna que se ha animado a dar ese paso [a la princesa Varvara
no la cuento], entiendo que no lo habrá hecho porque considere normal nuestra
relación, sino porque es consciente de lo penosa que es la posición de Anna y,
como le tiene afecto, quiere ayudarla. […]
No es posible imaginar tormentos morales más crueles
que los que ha tenido que soportar Anna a lo largo de las dos semanas que hemos
pasado en San Petersburgo…Debe usted creerme.
-Sí, pero aquí, mientras Anna… y usted no necesiten de
la sociedad…
-¡La sociedad! –exclamó Vronski con desprecio-. ¿Y
para qué puedo yo necesitarla?
-Hasta ese momento, que puede no llegar nunca, serán
ustedes felices y vivirán en paz. Veo que Anna es feliz, completamente feliz.
Ya ha tenido tiempo de comunicármelo. […]
Pero ¿puede prolongarse esta situación? No es cuestión
de entrar a juzgar ahora si hemos obrado bien o mal. La suerte está echada –añadió,
pasando del ruso al francés-. Estamos unidos para toda la vida. Unidos por los
vínculos del amor, que para nosotros son los más sagrados. Tenemos ya una hija,
y podemos tener más. Pero las leyes y las condiciones de nuestra situación
hacen que surjan miles de complicaciones. Y Anna, que después de tantos
sufrimientos y pruebas goza de unos instantes de sosiego, no puede ni quiere
verlas. Es comprensible. Pero yo no puedo mirar para otro lado. Según la ley,
la niña no es mía, sino de Karenin. […]
Veamos ahora las cosas desde otro punto de vista. Su
amor me hace feliz, pero necesito tener una ocupación. Aquí he encontrado una
actividad que me enorgullece y que considero más noble que la de mis antiguos
compañeros en la corte y en el ejército. No cambiaría mi posición por la de
ellos, se lo aseguro. […]
Imagínese la situación de un hombre que sabe de
antemano que los hijos que ha tenido con la mujer a la que ama no serán nunca
suyos, sino de una persona que los odia y no quiere saber nada de ellos. ¡Es
horrible! […]
Todo depende de Anna…
Hasta para presentar ante el emperador una petición de
adopción, se necesita primero el divorcio. Y eso depende de Anna. Su marido
había aceptado concedérselo. La verdad es que en aquella ocasión lo había
arreglado todo. Y estoy convencido de que tampoco ahora se negaría. Bastaría
con que Anna le escribiera. […] Ya no hablo de mí mismo, aunque sufro mucho,
muchísimo. […] ¡Ayúdeme a convencerla de que le escriba y le reclame el
divorcio!
-Sí, claro. […]
“Es como si cerrara los ojos ante su propia
existencia, para no verla en su totalidad”, pensó.
Anna Karénina, Leon Tolstói
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