“Nací en Blunderstone, en Suffolk, o “por allí cerca”, como
dicen en Escocia.
“Dios es testigo de que una sola palabra afectuosa que me
hubiesen dirigido en aquel momento habría hecho de mí un ser diferente para
toda la vida. Una palabra de aliento o explicación, de piedad por mi ignorancia
infantil, de bienvenida por mi llegada, de seguridad de que aquél seguía siendo
mi hogar, me hubieran hecho querer de corazón a aquel hombre [Eduardo
Murdstone], en vez de haber de fingirlo con una apariencia hipócrita. Incluso
habría llegado a respetarle en vez de aborrecerle. Creo que mi madre se
disgustó mucho viéndome de pie en la estancia, torvo y como ausente, y recuerdo
que me siguió con la mirada cuando busqué una silla para sentarme, acaso
lamentando no verme obrar con la infantil libertad de antes; pero la palabra a
que me refiero no fue pronunciada y la oportunidad de que resultase eficaz se
disipó.”
“Entonces me golpeó como si quisiera matarme. En medio del
ruido que provocábamos, yo oía gritar a mi madre y a Peggotty, así como
carreras en la escalera. Luego Murdstone se fue, cerrando la puerta con llave,
y yo quedé tendido en el suelo, ardiendo de fiebre, lacerado, deshecho, furioso
por aquel injusto modo de castigarme.
¡Qué bien recuerdo, hoy que la pasión de aquella hora se ha
calmado, el anormal silencio que reinaba en toda la casa! ¡Qué bien
recuerdo lo malvado que, cuando mi ira y mi dolor principiaron a
suavizarse, me reconocí!”
“Me veo sentado en las estancias mal iluminadas, con la
cabeza sostenida en la mano, oyendo las desastrosas tocatas del profesor [Mell]
y estudiando mis lecciones del día siguiente. Me veo cerrando los libros y
creyendo escuchar a través de los sones de la flauta los ruidos habituales de
mi antiguo hogar y el silbido del viento en las playas de Yarmouth, y
sintiéndome dolorosamente triste y solo. Me veo dirigiéndome hacia mi lecho a
lo largo de aposentos deshabitados y llorando, al borde de él, en mi ansia de
una palabra cariñosa de Peggotty. Me veo bajando la escalera temprano de
mañana, mirando, por la enorme hendidura que existía en una ventana de la escalera,
la campana que pendía sobre una construcción exterior coronada por una veleta,
y temiendo el momento en que su badajo llamase a clase a Steerforth y a los
demás alumnos. Con todo, tan tremendo instante era secundario, en mis
inquietudes, en comparación al espantable en que el hombre de la pata de palo
abriese la puerta de la tapia para dar ingreso al amedrentador señor Creakle.”
“Me enteré de que [el profesor Charles] Mell no era mala
persona, pero que no tenía dinero ni para mandar cantar a un ciego y que,
indudablemente, su anciana madre era pobre como Job.”
“Mell, al que siempre encomendaban las misiones más difíciles,
hubo de hacerse cargo de todo el colegio.
Si cupiese asociar la idea de un toro o un oso con un ser
tan inofensivo como el señor Mell, podría decirse que aquella tarde se halló
como un ejemplar de aquellas especies acosado por un millar de perros, al
alcanzar el tumulto escolar su culminación. […]
En una palabra, escarnecían cuanto hubiera debido motivar
mayor respeto hacia él.”
“En resumen, yo no era, ni mucho menos, un favorito de nadie, ni
aun de mí mismo, porque quienes me querían no podían exteriorizarlo, y los que
me tenían aversión lo exteriorizaban tan elocuentemente, que yo vivía en la
constante certeza de parecer a todos cohibido, torpe y obtuso.
Comprendía que les molestaba tanto como ellos a mí.
Era un tormento tener que permanecer sentado tiempo y tiempo
en la misma actitud, sin poder mover ni una pierna ni un brazo, por temor a que
la Murdstone
se quejara de mi turbulencia, como lo hacía al menor pretexto, y sin osar
dirigir la vista a parte alguna, para no dar a aquella mujer nuevos motivos de
reproche.”
“La madre que yacía en su tumba era la madre de mi infancia;
la criatura que dormía en sus brazos [su hermano menor] era yo mismo, tal como había sido en otros
tiempos, descansando ahora, silencioso para siempre, sobre su regazo…”
“Él no podía soportarme [Eduardo Murdstone, su padrastro], y
al apartarme de sí, creo que procuraba olvidar sus deberes conmigo… y lo
conseguía.
No era que me tratasen mal abiertamente. No me pegaban, ni
me mataban de hambre, pero el mal que me hacían no tenía
intervalos de bondad: se me infería de modo sistemático e inflexible. Día
tras día, semana tras semana, mes tras mes, yo era fríamente descuidado. Me
pregunto a veces, cuando pienso en ello, que habrían hecho si yo enfermara
entonces; si me habrían dejado languidecer en mi cuarto, abandonado a mi
soledad habitual, o si alguno de ellos [de los Murdstone] habría acudido a
asistirme.”
Justo eso es lo que le
ocurre a su madre y a su hermano pequeño, del que no sabemos su nombre. Me
pregunto si podría trasladarse la pregunta a un nivel general. Qué ocurriría si
descuidáramos sistemáticamente la educación [la enseñanza, en particular] y la
sanidad.
Creo que no hay pregunta más pertinente en este momento.
“Aunque comprendí muy bien que de lo que se trataba, en
realidad, era de deshacerse de mí, no supe concretamente si alegrarme o
lamentarlo […] y así ataviado y con cuanto poseía de ropas y efectos guardados
en un baulillo que llevaba ante mí, me veo, repito, sentado como un pobre niño
solo en el mundo (según hubiera dicho la señora Gummidge), en la silla de
postas en que Quinion se dirigía a tomar la diligencia de Yarmouth…”
“Ahora que conozco el mundo bastante, he perdido casi en
absoluto la facultad de asombrarme por nada; pero, aún así, todavía me causa
cierta sorpresa la facilidad con que me sacaron de casa a la edad que tenía.
Siendo un niño de buenas cualidades, dotado de grandes capacidades de
observación, listo, de fácil comprensión, delicado, muy susceptible a cualquier
daño físico o moral, paréceme extraño que nadie se hiciese cargo de mi situación.
Pero nadie se lo hizo; y así me convertí, a los diez años de edad, en un obrero
al servicio de la casa Murdstone y Grinby. […] No hallo palabras adecuadas para
expresar la íntima congoja de mi alma cuando caí entre semejante compañía.
Comparaba aquellos muchachos, mis constantes camaradas de allí en adelante, con
los de mi más feliz niñez, es decir, con Steerforth, Tradles y los demás y
sentía que todas mis esperanzas de convertirme en un hombre culto y distinguido
caían por su base.”
“Cuando ahora voy de Southwark a Blackfriars y vago, a las
horas de comer por calles oscuras cuyas losas pudieron haber sido pisadas
antaño por mis infantiles pies, pienso en cuántas van faltando ya de aquellas
gentes que solían desfilar por mi mente al recordar el eco de la voz del
capitán Hopkins. Y cuando mis memorias tornan a aquella lenta fortuna de mi
niñez, asómbrame el pensar en las muchas historias que he imaginado para cada
uno de aquellos personajes reales, colocándolas, como una bruma de mi fantasía,
sobre tantos hechos que recuerdo perfectamente. Y cuando cruzo esos viejos
lugares, veo sin extrañeza alguna, y le compadezco, a un niño inocente y
romántico, que camina ante mí, construyéndose un mundo imaginativo peculiar, al
margen de cosas tan extrañas y tan sórdidas experiencias…”
Textos seleccionados de David Copperfield I, Charles Dickens
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