lunes, 4 de febrero de 2013

Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos


Unas veces huían sin saber de quién
y otras esperaban sin saber a quién.
Cervantes, Don Quijote, II,  Cap. LXI

Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca.

¿A quién?
Eusebio San Martín era uno de ellos, Alfredo Sánchez, Andrade, Roldán Andrade, ése había sido su nombre en los últimos años y con él moriría.

Una fotografía.
“Una noche, en una borrosa ciudad italiana a donde viajé desde Milán, me enseñaron una fotografía en la que estaba él, corpulento y medio desnudo en una playa del mar Negro, con un amplio bañador muy ceñido a la protuberancia del vientre, abrazando a una mujer y a una niña de aire mustio peinada con tirabuzones, sonriendo sin desconfianza ni alegría hacia la cámara, hacia la mirada y la presencia de alguien que ahora sin duda es su enemigo y aguarda en Praga o en Varsovia la noticia de su ejecución. […]

Los instigadores. La organización.
“No me pidieron nada más ni me ofrecieron nada a cambio, no me aseguraron un porvenir en el catálogo de los héroes. Entré en aquel lugar y había un hombre de traje oscuro y gafas de montura metálica sentado junto a una botella de agua mineral que me sonrió levantando mucho la cabeza, como reconociéndome, aunque no del todo, como si alguna enfermedad de la vista le impidiera precisar con exactitud los rasgos de mi cara, y había otros a su lado, de pie, más en la sombra, estrechando mi mano, llamándome capitán, invulnerables al tiempo y a los efectos de la guerra conmemorada y perdida en la que fugazmente yo fui un capitán, vestidos con una rancia pulcritud de maniquíes anacrónicos, muy pálidos, recién llegados de oficinas insalubres y de arrabales monótonos de la Europa oriental, inhábiles como difuntos que vuelven a la vida ignorando todas las cosas usuales”


¿Quién? Darman.
recordaron mi pasado de tantos años atrás y mi pasaporte británico, admirando o reprobando en silencio, con un poco de rencor, la hechura de mi gabardina blanca y los puños de mi camisa con gemelos de oro. […]
ocupándome de mi tienda de libros y grabados antiguos, un negocio tranquilo y relativamente próspero que tenía la virtud de otorgarme una serenidad más bien sonámbula, un sentimiento de inmersión en la lejanía de otros mundos y de un tiempo que no era del todo el de los vivos.

Los vi venir con sus correajes blancos y sus brillantes armas al costado, y tuve un poco de miedo y me acordé de un viaje clandestino a Berlín en febrero de 1944.

Muchos años atrás yo había perdido el hábito de la desesperación.

No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso.

Su pasado.
“Yo había visto calles semejantes en una noche muy antigua de temporal y de fracaso, hombres con boinas y mantas y pasamontañas de mendigos desfilando ante los gendarmes que los insultaban en francés y los cacheaban para quitarles las armas y las pitilleras. Ellos, nosotros, caminábamos sobre un fango de nieve y rodadas de camiones y todas las puertas y las ventanas de las casas se iban cerrando a nuestro paso, como si el solo hecho de asomarse a ellas para vernos contagiara el fracaso. Pero sin duda no dormían, sin duda estaban despiertos y al acecho tras sus postigos cerrados y escuchaban los sordos pasos de las botas militares y las caballerías.
Pensé que únicamente eso me quedaba de entonces, el sagrado rencor de los arrojados y los perseguidos. Tuve de nuevo veinte años y un desgarrado uniforme con las insignias de oficial. Pero mi lealtad no era ya para los vivos, sino para los muertos, y decidí que nunca más haría otro viaje como éste. […]


Su presente.

Mis facciones no eran exactamente iguales a las que vi una hora antes en el lavabo del aeropuerto: cada ciudad, pensé, cada viaje, nos transfigura a su medida, como un amor reciente.

Luque, así me dijo que se llamaba. Dos años en París, me explicó luego con murmurada humildad y evidente soberbia, descargando cajas de frutas en los amaneceres de Les Halles, y ahora aquí, en Italia, enlace para los correos que llegaban del Este, emisario de otros que no iban a los aeropuertos ni visitaban hoteles.

No ha ocurrido casi nada desde que nací. Todo acabó cuando ustedes eran jóvenes.

-Yo no soy nadie –se apresuró a decir, como si solicitara mi perdón. […] Me han enviado a hablar con usted porque no soy nadie. Quieren que no se sepa que usted va a ir al interior. Que llegue a Madrid y haga su trabajo y se vuelva a Inglaterra cuanto antes. Igual que entonces. ¿Va entendiendo?

¿Cómo? El caso Walter.
-También ahora hay un traidor entre nosotros […] Casi nadie sabe que lo es, pero tenemos pruebas. Pruebas indudables. […] Como entonces.

De modo que consultaban el periódico para saber cuándo llegaría un mensajero. No sentí rabia, sino un acceso de impaciente piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido veinte o treinta años atrás y ya no era. Fui otro, un catálogo de desconocidos cuyas fotografías había ido quemando o perdiendo como se deshace un asesino de su pasado culpable, como un traidor abjura de su lealtad y su memoria: acuérdese del caso Walter, había dicho Luque.

Yo fingía la ira con el mismo celo con que sabía imitar la serenidad o la decencia […] Había aprendido que es posible volverse invulnerable actuando con una ficticia lealtad a los vaticinios de los otros […] yo fingí cuidadosamente que su suposición era cierta, y así el miedo se fortaleció en él, y la certidumbre de que había fracasado. Pero nada de eso era verdad, nada sobrevivía en mí de mis vidas anteriores, ni el arrepentimiento, ni el orgullo

Muchos años atrás yo había ido a España para ejecutar a un traidor. […] Yo conocía a Walter y estaba seguro de su culpa. Durante dos semanas lo perseguí por estaciones de ferrocarril y ciudades cuyos nombres se me olvidaron después. […] Todavía no estaba muerto cuando me acerqué a él. […] Intentaba desesperadamente hablar, pero lo ahogaba la sangre, y decía no con la cabeza y arañaba la tierra con las dos manos, como asiéndose a ella para no morir.

El enemigo. Los usurpadores
Supuse que cuando se quitara el uniforme y saliera a la calle terminaría de convertirse en un enano. A veces yo tenía sueños así: hablaba con alguien que se iba encogiendo y que reía a carcajadas y era al final un ratón o una piedra, una criatura diminuta poseída por una dicha feroz que se alimentaba de escarnio.

¿Dueño de sus actos?
Tenía el hábito de calcular las vidas posibles que iban quedando al margen de cada uno de los actos que no llegaba a culminar. Yo mismo me multiplicaba invisiblemente en otros hombres: el que habría subido esa noche al avión de regreso a Milán, el que pudo eludir sin esfuerzo la persecución de Luque, el que viajaba a Madrid, el que no había salido de Inglaterra. En torno a mí se movían las sombras de un porvenir que se volvió pasado sin existir nunca.

Bernal. El jugador de ajedrez.
Llevaba uno de esos trajes que pueden verse en el escaparate polvoriento de una tienda condenada a la quiebra, y sus gafas no sólo eran iguales a las que había usado siempre, sino que probablemente eran las mismas.

Últimamente se llamaba Andrade. Volvió al interior hace año y medio. A los tres meses empezaron a caer uno por uno todos los que tenían algún trato con él. No podíamos explicarnos cómo era posible que la policía supiera tanto, tantas cosas secretas.

Hace un mes, días antes de que Andrade fuera detenido, hubo un ingreso muy fuerte en su cartilla. ¿Origen? Desconocido. Hay algo más. El lunes llamó desde Madrid. Se había escapado.

¿Por qué Darman?
Sólo tú puedes ir sin peligro. La policía no sabe nada sobre ti. Para ellos no existes, ni siquiera te verán. Tampoco nos conviene que haya muchos de los nuestros enterados de que un traidor pudo llegar hasta la dirección. Morirá sin más, desaparecerá.

Ya no soy el de antes. Todos cambiamos [Darman]
Nadie cambia. Ni ellos ni nosotros hemos cambiado. [Bernal]

El comisario Ugarte. El hombre invisible.
Ahora es él quien manda en la Central de Madrid. No es un torturador, como cualquiera de los otros. Es un cazador tranquilo. Habla idiomas. Nos han dicho que le gustan la pintura y el cine. […] no hemos podido averiguar nada seguro sobre él. Carece de pasado. Hasta carece de rostro. No hay fotografías suyas y ningún detenido le ha visto la cara. Estoy seguro de que es él quien lo ha tramado todo. Compra a Andrade, y cuando teme que lo descubramos lo hace detener, y los otros presos pueden verlo malherido después de los interrogatorios. El traidor huye convertido en un héroe.

-Hay algo más. […] Una mujer, desde luego. Cantante o algo así. No sabemos nada de ella, ni el nombre, porque Andrade se cuidó de mantener esa debilidad suya en secreto.

[Bernal] La miraba [a la mujer que bailaba], pero no parecía que pensara en ella, sino en el otro, en Andrade, en su manera de obedecer las normas canónicas de la traición y la infamia, de la debilidad, del deseo.

Al cabo de tantos años de inventar conspiraciones y enviar mensajeros a un país en el que no vivía desde su juventud, es posible que [Bernal] sólo concediera a la realidad una importancia secundaria: tenía un ensimismamiento de jugador de ajedrez.

Nadie cambia ni elige, pensaría, en aquella foto ya estaban delatados los rasgos de un traidor.

“Todavía guardo la foto. Miro la cara de Andrade, que no es de traidor ni de héroe, y sé que con los años irá cobrando una actitud de profecía, será la cara en la que estaba contenido no sólo su destino, como suponía Bernal, sino también el de cada uno de nosotros, sus verdugos, sus víctimas, sus perseguidores, los acreedores y jueces lejanos de sus actos. Aquella noche, cuando vi la foto por primera vez, cuando Bernal la empujó hacia mí con sus cortos dedos de joyero, fui inmediatamente poseído por el deseo de saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del desconsuelo, porque era la mirada de un hombre extraviado para siempre en la melancolía, intoxicado por ella, ajeno a todo, a la mujer que abrazaba, a su hija, en la que acaso se reconocía con menos ternura que remordimiento, a la distancia plana del mar. Tal vez mientras miraba a la cámara estaba pensando en su traición, temiendo que la fotografía reflejara los rasgos de un impostor, o se acordaba de una mujer muy joven que lo estaría esperando en Madrid, y aceptaba el peligro de volver por la impaciencia y la necesidad de verla. […]
Yo era nadie, un muerto prematuro que todavía no sabe que lo es, una sombra que cruzaba ciudades y ocupaba en los hoteles habitaciones desiertas […]
Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a buscarlo.”

Esto último me recordó mucho El astillero, de Juan Carlos Onetti. Darman debe mucho a Juntacadáveres.


Las chapuzas
Se obstinaban en seguir usando periódicos como contraseña, a pesar de que no había manera más incierta de suscitar el reconocimiento
La cita era con alguien que llevaría el ABC […]
Había escrito ABC con bolígrafo en la manga de su gabardina. Me acerqué a él, le pedí fuego y al cabo de un rato me explicó lo que nunca imaginaron quienes en un despacho de París concertaron la cita: que aquel día era lunes y que los lunes no hay prensa diaria en Madrid…

Desde que acepté viajar a Madrid yo era un lento fantasma que fingía que iba a matar a un hombre y se internaba en la mentira como en una selva de espejismos.

Ejecución, que no asesinato.
Acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se pareciera a otros sueños, los suyos, que los nutrían como el agua y el aire y tenían la extraña potestad de regir la vida de un hombre, yo mismo, o el otro, el que estaba esperándome con las muñecas heridas por las esposas

donde ondeaba una bandera que siguió pareciéndome intrusa y enemiga, recién plantada allí por los usurpadores.

Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha
Y es posible que aquel hombre no supiera nada de mí ni tampoco la razón por la que debía guardar una pistola en la consigna y una llave en el retrete de un bar. Actos amputados, invisibles hazañas culminadas en la irrealidad y en el miedo.

porque en cuanto la pistola estuviera en mi mano ya sería indudable que el crimen, yo sí usaba esa palabra, era la razón de mi viaje.

Casos así habían ocurrido, sumas mezquinas de azares que impedían sin remedio un gesto premeditado y necesario, una puerta que no abría, una pistola encasquillada por la humedad, alguien que era detenido por llamar equivocadamente a un timbre o que no tomaba a tiempo el tren que lo habría salvado por culpa de un dolor de estómago.

todavía libre, todavía no corrompido por ninguna decisión sin remedio

Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos


Textos seleccionados de Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina

Recientemente había visto El caso Farewell, El topo [Tinker Tailor Soldier Spy], La vida de los otros.




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