Unas veces huían sin saber de quién
y otras esperaban sin saber a quién.
Cervantes, Don Quijote, II, Cap. LXI
Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no
había visto nunca.
¿A quién?
Eusebio San Martín era uno de ellos, Alfredo
Sánchez, Andrade, Roldán Andrade, ése había sido su nombre en los últimos años
y con él moriría.
Una
fotografía.
“Una noche, en una borrosa ciudad italiana a
donde viajé desde Milán, me enseñaron una fotografía en la que estaba él,
corpulento y medio desnudo en una playa del mar Negro, con un amplio bañador
muy ceñido a la protuberancia del vientre, abrazando a una mujer y a una niña
de aire mustio peinada con tirabuzones, sonriendo sin desconfianza ni alegría
hacia la cámara, hacia la mirada y la presencia de alguien que ahora sin duda
es su enemigo y aguarda en Praga o en Varsovia la noticia de su ejecución. […]
Los
instigadores. La organización.
“No me pidieron nada más ni me ofrecieron nada a
cambio, no me aseguraron un porvenir en el catálogo de los héroes. Entré en
aquel lugar y había un hombre de traje oscuro y gafas de montura metálica
sentado junto a una botella de agua mineral que me sonrió levantando mucho la
cabeza, como reconociéndome, aunque no
del todo, como si alguna enfermedad de la vista le impidiera precisar con
exactitud los rasgos de mi cara, y había otros a su lado, de pie, más en la
sombra, estrechando mi mano, llamándome capitán, invulnerables al tiempo y a los efectos de la guerra conmemorada y
perdida en la que fugazmente yo fui un capitán, vestidos con una rancia
pulcritud de maniquíes anacrónicos, muy pálidos, recién llegados de oficinas
insalubres y de arrabales monótonos de la Europa oriental, inhábiles como difuntos que vuelven a la vida ignorando todas las
cosas usuales”
¿Quién? Darman.
recordaron mi pasado de tantos años atrás y mi
pasaporte británico, admirando o reprobando en silencio, con un poco de rencor,
la hechura de mi gabardina blanca y los puños de mi camisa con gemelos de oro.
[…]
ocupándome de mi tienda de libros y grabados
antiguos, un negocio tranquilo y relativamente próspero que tenía la virtud de
otorgarme una serenidad más bien sonámbula, un sentimiento de inmersión en la lejanía de otros mundos y de un tiempo
que no era del todo el de los vivos.
Los vi venir con sus correajes blancos y sus
brillantes armas al costado, y tuve un poco de miedo y me acordé de un viaje clandestino a Berlín en febrero
de 1944.
Muchos años atrás yo había perdido el hábito de
la desesperación.
No les debía nada ni me apetecía reclamarles
nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de
conspiración y vengativo regreso.
Su pasado.
“Yo había visto calles semejantes en una noche
muy antigua de temporal y de fracaso, hombres con boinas y mantas y
pasamontañas de mendigos desfilando ante los gendarmes que los insultaban en
francés y los cacheaban para quitarles las armas y las pitilleras. Ellos, nosotros, caminábamos sobre un
fango de nieve y rodadas de camiones y todas las puertas y las ventanas de las
casas se iban cerrando a nuestro paso, como si el solo hecho de asomarse a
ellas para vernos contagiara el fracaso. Pero sin duda no dormían, sin duda
estaban despiertos y al acecho tras sus postigos cerrados y escuchaban los
sordos pasos de las botas militares y las caballerías.
Pensé que únicamente eso me quedaba de entonces,
el sagrado rencor de los arrojados y los
perseguidos. Tuve de nuevo veinte años y un desgarrado uniforme con las
insignias de oficial. Pero mi lealtad no
era ya para los vivos, sino para los muertos, y decidí que nunca más haría otro viaje como
éste. […]
Su
presente.
Mis facciones no eran exactamente iguales a las
que vi una hora antes en el lavabo del
aeropuerto: cada ciudad, pensé, cada viaje, nos transfigura a su medida, como
un amor reciente.
Luque, así me dijo que se
llamaba. Dos años en París, me explicó luego con murmurada humildad y evidente soberbia,
descargando cajas de frutas en los amaneceres de Les Halles, y ahora aquí, en
Italia, enlace para los correos que llegaban del Este, emisario de
otros que no iban a los aeropuertos ni visitaban hoteles.
No ha ocurrido casi nada desde que nací. Todo
acabó cuando ustedes eran jóvenes.
-Yo no soy
nadie –se apresuró a decir, como si solicitara mi perdón. […] Me han
enviado a hablar con usted porque no soy
nadie. Quieren que no se sepa que usted va a ir al interior. Que llegue a
Madrid y haga su trabajo y se vuelva a Inglaterra cuanto antes. Igual que
entonces. ¿Va entendiendo?
¿Cómo? El
caso Walter.
-También ahora hay un traidor entre nosotros […]
Casi nadie sabe que lo es, pero tenemos pruebas. Pruebas indudables. […] Como
entonces.
De modo que consultaban el periódico para saber cuándo llegaría un mensajero. No sentí
rabia, sino un acceso de impaciente
piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido
veinte o treinta años atrás y ya no era. Fui otro, un catálogo de desconocidos
cuyas fotografías había ido quemando o perdiendo como se deshace un asesino de su pasado culpable, como un traidor
abjura de su lealtad y su memoria: acuérdese del caso Walter, había dicho
Luque.
Yo fingía
la ira con el mismo celo con que sabía imitar la serenidad o la decencia […] Había
aprendido que es posible volverse invulnerable actuando con una ficticia
lealtad a los vaticinios de los otros […] yo fingí cuidadosamente que
su suposición era cierta, y así el miedo se fortaleció en él, y la certidumbre
de que había fracasado. Pero nada de eso era verdad, nada sobrevivía en mí de mis
vidas anteriores, ni el arrepentimiento, ni el orgullo
Muchos años atrás yo había ido a España para
ejecutar a un traidor. […] Yo conocía a Walter y estaba seguro de su culpa.
Durante dos semanas lo perseguí por estaciones de ferrocarril y ciudades cuyos
nombres se me olvidaron después. […] Todavía no estaba muerto cuando me acerqué
a él. […] Intentaba desesperadamente hablar, pero lo ahogaba la sangre, y
decía
no con la cabeza y arañaba la tierra con las dos manos, como asiéndose
a ella para no morir.
El
enemigo. Los usurpadores
Supuse que cuando se quitara el uniforme y
saliera a la calle terminaría de convertirse en un enano. A veces yo tenía
sueños así: hablaba con alguien que se iba encogiendo y que reía a carcajadas y
era al final un ratón o una piedra, una criatura diminuta poseída por
una dicha feroz que se alimentaba de escarnio.
¿Dueño de
sus actos?
Tenía el hábito de calcular las vidas posibles
que iban quedando al margen de cada uno de los actos que no llegaba a culminar.
Yo mismo me multiplicaba invisiblemente en otros hombres: el que habría subido
esa noche al avión de regreso a Milán, el que pudo eludir sin esfuerzo la
persecución de Luque, el que viajaba a Madrid, el que no había salido de
Inglaterra. En torno a mí se movían las sombras de un porvenir que se volvió pasado
sin existir nunca.
Bernal. El
jugador de ajedrez.
Llevaba uno de esos trajes que pueden verse en
el escaparate polvoriento de una tienda condenada a la quiebra, y sus gafas no
sólo eran iguales a las que había usado siempre, sino que probablemente eran
las mismas.
Últimamente se llamaba Andrade. Volvió al
interior hace año y medio. A los tres meses empezaron a caer uno por uno todos
los que tenían algún trato con él. No podíamos explicarnos cómo era posible que
la policía supiera tanto, tantas cosas secretas.
Hace un mes, días antes de que Andrade fuera
detenido, hubo un ingreso muy fuerte en su cartilla. ¿Origen? Desconocido. Hay
algo más. El lunes llamó desde Madrid. Se había escapado.
¿Por qué
Darman?
Sólo tú puedes ir sin peligro. La policía no
sabe nada sobre ti. Para ellos no
existes, ni siquiera te verán. Tampoco nos conviene que haya muchos de los
nuestros enterados de que un traidor pudo llegar hasta la dirección. Morirá sin
más, desaparecerá.
Ya no soy el de antes. Todos cambiamos [Darman]
Nadie
cambia. Ni ellos ni nosotros hemos cambiado. [Bernal]
El
comisario Ugarte. El hombre invisible.
Ahora es él quien manda en la Central de Madrid. No es
un torturador, como cualquiera de los otros. Es un cazador tranquilo. Habla
idiomas. Nos han dicho que le gustan la pintura y el cine. […] no hemos podido
averiguar nada seguro sobre él. Carece
de pasado. Hasta carece de rostro. No hay fotografías suyas y ningún detenido le ha visto la cara.
Estoy seguro de que es él quien lo ha tramado todo. Compra a Andrade, y cuando
teme que lo descubramos lo hace detener, y los otros presos pueden verlo
malherido después de los interrogatorios. El traidor huye convertido en un
héroe.
-Hay algo más. […] Una mujer, desde luego.
Cantante o algo así. No sabemos nada de ella, ni el nombre, porque Andrade se
cuidó de mantener esa debilidad suya
en secreto.
[Bernal] La miraba [a la mujer que bailaba],
pero no parecía que pensara en ella, sino en el otro, en Andrade, en su manera
de obedecer las normas canónicas de la
traición y la infamia, de la debilidad, del deseo.
Al cabo de
tantos años de inventar conspiraciones y enviar mensajeros a un país en el que
no vivía desde su juventud, es posible que [Bernal] sólo concediera a la
realidad una importancia secundaria: tenía un ensimismamiento de jugador de
ajedrez.
Nadie
cambia ni elige, pensaría, en aquella foto ya estaban delatados los rasgos de un
traidor.
“Todavía guardo la foto. Miro la cara de Andrade, que no es
de traidor ni de héroe, y sé que con los años irá cobrando una actitud de
profecía, será la cara en la que estaba contenido no sólo su destino, como
suponía Bernal, sino también el de cada uno de nosotros, sus verdugos, sus
víctimas, sus perseguidores, los acreedores y jueces lejanos de sus actos.
Aquella noche, cuando vi la foto por primera vez, cuando Bernal la empujó hacia
mí con sus cortos dedos de joyero, fui inmediatamente poseído por el deseo de
saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me
importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del
desconsuelo, porque era la mirada de un hombre extraviado para siempre en la
melancolía, intoxicado por ella, ajeno a todo, a la mujer que abrazaba, a su
hija, en la que acaso se reconocía con menos ternura que remordimiento, a la
distancia plana del mar. Tal vez mientras miraba a la cámara estaba pensando en
su traición, temiendo que la fotografía reflejara los rasgos de un impostor, o
se acordaba de una mujer muy joven que lo estaría esperando en Madrid, y
aceptaba el peligro de volver por la impaciencia y la necesidad de verla. […]
Yo era nadie, un
muerto prematuro que todavía no sabe que lo es, una sombra que cruzaba ciudades
y ocupaba en los hoteles habitaciones desiertas […]
Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que
me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a
buscarlo.”
Esto último me recordó mucho El astillero, de Juan Carlos Onetti. Darman debe mucho a Juntacadáveres.
Las chapuzas
Se obstinaban en seguir usando periódicos como contraseña, a
pesar de que no había manera más incierta de suscitar el reconocimiento
La cita era con alguien que llevaría el ABC […]
Había escrito ABC con bolígrafo en la manga de su gabardina.
Me acerqué a él, le pedí fuego y al cabo de un rato me explicó lo que nunca
imaginaron quienes en un despacho de París concertaron la cita: que aquel día
era lunes y que los lunes no hay prensa diaria en Madrid…
Desde que acepté viajar a Madrid yo era un lento fantasma
que fingía que iba a matar a un hombre y se internaba en la mentira como
en una selva de espejismos.
Ejecución, que no
asesinato.
Acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la
realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se
pareciera a otros sueños, los suyos, que los nutrían como el agua y el aire y tenían la extraña potestad de regir la vida
de un hombre, yo mismo, o el otro, el que estaba esperándome con las
muñecas heridas por las esposas
donde ondeaba una bandera que siguió pareciéndome intrusa y
enemiga, recién plantada allí por los usurpadores.
Que tu mano izquierda
no sepa lo que hace la derecha
Y es posible que aquel hombre no supiera nada de mí ni
tampoco la razón por la que debía guardar una pistola en la consigna y una llave
en el retrete de un bar. Actos amputados, invisibles hazañas culminadas en la
irrealidad y en el miedo.
porque en cuanto la pistola estuviera en mi mano ya sería
indudable que el crimen, yo sí usaba esa palabra, era la razón de mi viaje.
Casos así habían ocurrido, sumas mezquinas de azares que
impedían sin remedio un gesto premeditado y necesario, una puerta que no abría,
una pistola encasquillada por la humedad, alguien que era detenido por llamar
equivocadamente a un timbre o que no tomaba a tiempo el tren que lo habría
salvado por culpa de un dolor de estómago.
todavía libre, todavía no corrompido por ninguna decisión
sin remedio
Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos
Textos seleccionados de Beltenebros, de Antonio Muñoz Molina
Recientemente había visto El caso Farewell, El topo [Tinker Tailor Soldier Spy], La vida de los otros.
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