domingo, 27 de enero de 2013

Todo, o casi todo, ha sido ya escrito




Textos seleccionados de Diario del Nautilus, Antonio Muñoz Molina


“En cierta noche lluviosa de 1909, el guarda del cementerio donde aquella tarde había sido enterrada una muchacha oyó bajo sus pies un grito sordo como un lejano rumor cuando caminaba entre las tumbas sosteniendo un farol cuya claridad se deshacía contra el telón de lluvia. Era un grito largo y sofocado bajo la tierra, y cuando el guardián y el niño que lo acompañaba se detuvieron junto a la tumba de la muchacha recién sepultada oyeron también los acuciantes arañazos que rasgaban la mortaja y el forro acolchado del ataúd como queriendo traspasar la puerta hermética de la muerte, que no vuelve a abrirse nunca. Sigue contando, rogaba yo, avariciosamente, cuéntame lo que pasó cuando abrieron la caja. Volvieron con azadones y palas y excavaron en el barro y luego en la tierra oscura hasta levantar el ataúd, pero entonces el grito y los arañazos habían dejado de oírse. La muchacha tenía los ojos abiertos y fijos frente a la lluvia, y el niño que medio siglo después era mi abuelo y me contaba la historia advirtió que había perdido las uñas y las yemas de los dedos y que sus manos rotas seguían curvadas por la desesperación de horadar la madera y la tierra y regresar de la muerte.”

Preciosa la forma en la que está contada. Mi abuela me contó una vez sobre lo ocurrido cuando trasladaron el cementerio viejo al nuevo, que es de 1920. Llamaron a los familiares para disponer de los restos de sus difuntos y encontraron algunos signos que mostraban la evidencia de sepultados en vida, regresados de un episodio de catalepsia.
Años más tarde, en el Instituto, Clara me habló de un capítulo de la serie de Hitchcock, “Final Escape”.
Lo recordé durante mucho tiempo porque en los primeros noventa leí una noticia en el periódico de una joven a la que dieron por muerta tras ingerir una dosis letal de pastillas y alcohol. La fortuna quiso que, poco después, un empleado [de seguridad, si mal no recuerdo] se propusiera abusar de ella y la sacó de la cámara con tal objeto. El calor de otro cuerpo la permitió regresar a la vida. Como resultado, los familiares directos de la chica no quisieron denunciarlo, no así el Hospital o la Clínica en la que trabajaba el necrófilo.
En el 2002, cuando se estrenó Hable con ella, no pude dejar de relacionarla con esta noticia. Fue en un país del norte de Europa, no podría precisar cuál.


“Ha cruzado el río donde la memoria termina, aquel Leteo que los geógrafos antiguos hallaron al otro lado de las columnas de Hércules, y cuyo nombre perduró tras la venida de los árabes, que lo llamaron Guadalete. En él, y en las tinieblas marítimas del Finisterre, se acababa el mundo, en la frontera del olvido, reino de mares no visitados por nadie y criaturas tan inconcebibles que sólo el miedo podía borrosamente nombrarlas.”

“Esta mañana, mientras tomábamos el aperitivo en la penumbra de la biblioteca, Márquez me dijo el nombre del río, Guadalete, y apeló a un par de diccionarios geográficos para explicarme su etimología. Siento no haberlo escuchado entonces; supongo que si lo hubiera hecho no habría sabido evitar nada. Márquez abrió uno de sus diccionarios y buscó la palabra, deteniendo en ella su dedo índice, pero yo casi no le hice caso; atento a mi martini, a la ventana que da a la pista de tenis, a las dunas de este lado, al río. “Palabra compuesta de una doble raíz griega y árabe”, dijo Márquez, leyendo.

Las aguas del olvido, Antonio Muñoz Molina




“La memoria indomable de la felicidad y del dolor no es una blanda rendición a la nostalgia, sino un ejercicio de orgullo, y sus más altos frutos son la lealtad y la literatura, que se sustentan en ella. […]
Uno escribe para combatir el olvido, para rescatar en las palabras el tiempo gastado por los relojes, pero sucede, y es ahí donde la aventura empieza, que hay un instante en que la línea recta de la máquina de escribir desciende, como hilo de Ariadna, a regiones no iluminadas por la conciencia, y revela paisajes donde la memoria sumergida se confunde con todos los sueños que no fueron recordados al despertar. […] quien indaga en sí mismo para escribir encuentra océanos sepultados y selvas de las que nunca le dio noticia su razón.

“Uno cierra los ojos apretando los párpados para no ver la oscuridad ya translúcida, pero la conciencia, que se niega al sueño y al abandono del olvido, agrupa y enreda minuciosos recuerdos, trenza imágenes y palabras sin orden ni auxilio de la voluntad, invoca sombras, rostros, y no hay nada que a esa hora no cobre la pesadumbre de una culpa incierta y tan física, sin embargo, como el insomnio o el calor o el peso de las sábanas. […]
La puerta cerrada es un guardián alto y oscuro, y en el alféizar de la ventana se posa aquella lechuza que acudía todas las noches a la ventana de la habitación donde agonizaba Franz Kafka, y que levantó el vuelo para no regresar nunca cuando él expiró. La historia es fantástica, pero también es cierta: la cuenta Max Brod, que carecía del talento preciso para imaginarla. En la mirada de Kafka y en la de todos los que no duermen se averigua el brillo del insomnio, que puede ser, como la ceguera de los adivinos, un atributo sagrado, la señal de ese aciago linaje al que pertenece el hombre que, según dijo hace unos días el periódico, lleva treinta años sin dormir.”

“La soledad es un navío submarino, una torre junto a un río brumoso donde un hombre, Hölderlin, que ha perdido la razón, murmura hexámetros griegos y escribe extraños mensajes firmados con el nombre de Scardanelli. La soledad es una isla, un faro que alumbra la noche como la única ventana iluminada de una ciudad […]
Luis Cernuda huye siempre y no deja tras de sí sino la doble y hermética máscara de su elegancia y su silencio, señales de la soledad, perfil vacío de su ausencia, de un aceptado castigo.
Alguien ha escrito que no se puede amar impunemente la belleza. Los perros de Acteón persiguieron y desgarraron a su dueño, que había cometido la audacia de contemplar a Diana mientras se bañaba desnuda. En una de sus narraciones en prosa, Luis Cernuda, que amaba Grecia porque también en ella está el imposible Sur, cuenta la fábula de Apolo y Marsias, secreta metáfora de sí mismo, y de su propio destino: Marsias, con exaltada inocencia, reta a Apolo y le disputa la primacía en el ejercicio de la música, y el dios, vengativo y celoso, lo condena a un suplicio atroz, porque la poesía y la música son dones que sólo a los dioses pertenecen, y el hombre que los arrebate para sí merecerá el mismo castigo que Prometeo.
La soledad es Luis Cernuda, y también el destierro, y la huida, y el oficio inútil de escribir y no resignarse a la muerte en vida de quien ha sido abandonado por una pasión y un cuerpo.”



En la mitología griega Marsias (en griego Μαρσύας) era un sátiro que desafió a Apolo en un concurso musical. Se creía que había nacido en Celea (Frigia), en la fuente principal del río Meandro. Marsias era un experto tocando el aulos, una especie de flauta doble. Había hallado el instrumento en el suelo, donde lo dejó su inventora Atenea, después de que los demás dioses se burlaran de cómo hinchaba las mejillas al tocarlo.

Apolo y Marsias se enfrentaron en un concurso musical en el que el ganador podría tratar al perdedor como quisiera. Los jueces fueron las Musas, por lo que naturalmente Marsias perdió y fue desollado vivo en una cueva cerca de Celea por su hibris al desafiar a un dios. Apolo clavó entonces la piel de Marsias en un árbol, cerca del lago Aulocrene, y su sangre formó el río Marsias (afluente del Meandro, que desemboca en éste cerca de Celea).
Hay varias versiones del concurso. Según algunas, Marsias tocó mejor que Apolo, pero éste puso la lira boca abajo y tocó la misma melodía. Marsias no pudo hacer lo mismo con su flauta, por lo que perdió. Según otra versión Marsias fue derrotado cuando Apolo acompañó con su voz el sonido de la lira. Marsias protestó, argumentando que el concurso consistía en la habilidad tocando un instrumento y no con la voz, pero Apolo replicó que Marsias soplaba en su flauta, lo que era casi lo mismo. Las Musas estuvieron de acuerdo con Apolo, otorgándole la victoria.



“Les damos nombres, para imaginar que nos pertenecen, que tienen una forma única y previsible. Los llamamos moneda, llave, caja de cerillas, grapadora, lápiz, guante, reloj, cepillo de dientes, monedero, encendedor, lima de uñas, pero acaso esos no sean sus verdaderos nombres o los nombres que usamos no los designen del todo, porque aluden a su apariencia inerte, a lo que son mientras los miramos y nos obedecen, y no a lo que sucede en ellos cuando se quedan solos o cuando aprovechan el instante en que nadie los mira para borrarse, contra toda evidencia, de la inmediata realidad o emprender una mezquina sublevación contra su dueño, como esas cerillas que no arden y esas llaves que un día se niegan a abrir la puerta que siempre abrieron, como esas tijeras vengativas que se desvían del papel para morder la mano que las usa.”

La traición de las imágenes (en francés, La trahison des images, 1928–1929) es una serie de cuadros de René Magritte, famosa por su inscripción Ceci n'est pas une pipe, que significa «esto no es una pipa». Los cuadros están actualmente en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (LACMA) en Los Ángeles (California, EE.UU.), y en la Colección Menil en Houston (Texas, EE.UU.).
El cuadro describe una pipa. Magritte pintó bajo la pipa: «Ceci n'est pas une pipe» (Esto no es una pipa). El cuadro no es una pipa, sino una imagen de una pipa. Como Magritte dijo, «La famosa pipa. ¡Cómo la gente me reprochó por ello! Y sin embargo, ¿se podría rellenar? No, sólo es una representación, ¿no lo es? ¡Así que si hubiera escrito en el cuadro "Esto es una pipa", habría estado mintiendo!» (citado en Harry Torczyner, Magritte: Ideas and Images, p. 71).
Magritte utilizó el mismo estilo y efecto en su cuadro de 1930 llamado La llave de los sueños.




Todo, o casi todo, ha sido ya escrito, y tal vez sea de esa certeza de donde proviene el indisimulado placer de repetir cada día palabras, pasos y gestos iguales, y de llegar a la misma hora al mismo café de fatigados espejos y reconocer en las manos el frío usual de la barra de cobre mientras al otro lado de los cristales el sol desciende sobre las luces grises de la mañana […] Hay, tras la complacencia en esa reiterada lentitud, el deseo de pertenecer a un lugar más duradero que nosotros mismos y a un tiempo que no se escapa hacia el desorden del porvenir y la muerte, sino que vuelve, tranquilo y algo indócil, como vuelven el mismo día y la misma luz y la fidelidad de unos pocos amigos. […]Como si alguien, al decirla, enunciara en voz baja un placer que nunca nos habíamos atrevido a concebir, la palabra, el nombre de la ciudad extranjera siembra un deseo y una rabia rebelde contra la propia vida, contra las calles que la resumen y ciegan, y la imaginación, que ha vislumbrado otros mundos, exalta y no sacia la perentoria voluntad de renegar de todo para conocerlos”

“En otro tiempo era usanza de los dioses descender al final del último acto de las tragedias a la grupa de alguna máquina teatral para juzgar a los personajes enmascarados y repartir entre ellos la ceguera o la dicha o el don aciago de la adivinación. […]Como Afrodita, que vino al mundo en las playas de Chipre, las estatuas de Riace pertenecen a una estirpe de dioses nacidos del mar, y más propicios, por eso, que las divinidades terrenales, a propagar entre los hombres el júbilo, y no el miedo, devolviéndoles ese entusiasmo que para nosotros no es sino una vana exageración de la alegría, pero que significa, literalmente, la posesión por un dios. (También las palabras usuales, como el suelo que pisamos todos los días, encubren desconocidos yacimientos.)"

“En materia de pintura, el capitán Nemo, que ni siquiera en su exilio bajo los mares había renunciado al lujoso deleite de los brocados y las arañas fulgurantes y los divanes de terciopelo rojo […] también incurría, imperdonablemente, en la devoción por el mediocre Meissonier, que fue el pintor más amado por Marcel Proust en su adolescencia, lo cual prueba que ni aún los mayores artistas y los más severos renegados están continuamente a salvo de la vulgaridad. La adolescencia suele ser una edad muy frecuentada luego por la nostalgia, esa forma de íntima y larga mentira que sólo merece crédito, o disculpa, cuando se convierte en un libro, en una película donde el recuerdo sea levadura y pretexto para la imaginación, pero a veces uno tiene la clarividencia precisa para no mentir y reconoce tristemente que su adolescencia fue, como todas, un boceto malogrado de la de Arthur Rimbaud, una fogosa entrega al estupor y a la melancolía, a ciertos lugares comunes de la literatura de hace un siglo. […] La adolescencia es iletrada, pero también es temeraria. […]Con los años uno vuelve o llega a Velázquez, a Rafael, a los perfiles dibujados en los vasos griegos, y escoge y ordena sus obras en las estancias del Nautilus apócrifo con la atención y el fervor de un coleccionista que regresara de Italia hacia el fin del siglo XVIII. Con los años uno se afirma en la alucinación de la pintura, pero también descubre su obstinada materialidad y su manera irrevocable de instalarse en el mundo y suceder en el tiempo. […] Pero los cuadros, como los rostros, son del todo irrepetibles. Las fotografías los asedian, pero no pueden apresarlos, sólo atestiguar su lejanía o su ausencia, sólo decir que existen aun cuando no los recordamos, y por eso, poco a poco, se vuelven tan desconocidos como la sonrisa que un hombre atesora y guarda en el retrato de su amante hasta descubrir que ya no reconoce los rasgos donde en otro tiempo se miraba.”

“Una muchedumbre que huye y se pisotea por los túneles de una ciudad excavada bajo la tierra es un hormiguero y es también nuestra soledad y pavor en las ciudades extrañas donde un tren nos arrojó. En el espejo, a través del cristal de una lupa, el ojo que nos mira es tan obsceno y vacío como el de una araña. Las lentes y cámaras de la Oxford Films alumbran del mismo modo el otro lado de un Universo donde el horror y la crueldad conspiran contra nosotros o establecen, bajo las cosas visibles y los sosegados axiomas con que el judío Spinoza explicaba el mundo mientras pulía sus cristales, otro orden oscuro que la inteligencia no puede concebir, que sólo en ciertos sueños siempre sellados por el olvido nos es dado vislumbrar. Porque en ellos, la araña y la hormiga y el embrión y el escarabajo somos nosotros mismos.”

“El artista que da al fuego su obra o declina tal obligación en sus albaceas está cometiendo una suerte de suicidio en efigie, que lo deja amputado de esa parte de sí en la que cimentaba su orgullo y la justificación de su vida, y queda solo de nuevo, despojado de todo y con las manos vacías, como un proscrito que al huir hacia el exilio dejara atrás un palacio y una biblioteca a los que sabe que no podrá volver nunca, el borrador de un libro recién iniciado que ya no podrá terminar.
Virgilio y Kafka encomendaron a otros la destrucción de sus manuscritos, sin duda porque tenían la certeza de que no iban a ser obedecidos.


“Sin él, sin su libro que murmura y crece como un mar porque es el océano de todas las palabras, nunca hubiéramos sabido advertir que cada mañana, cuando salimos a la calle, estamos iniciando el viaje de Ulises, no hacia Ítaca, que no existe, sino hacia el torvo Hades de las oficinas y la conciencia de inutilidad o perdición que algunas veces nos gana en el instante justo de encender un cigarrillo o apurar una cerveza. No sabríamos, por ejemplo, que la ninfa Calypso, maquillada y sola, mira la calle, nos mira, tras el cristal de una tienda de lencería femenina, que el alcohol y la incrédula capitulación de todas las noches, cuando la puerta se abre y no hay nadie ni nada que venga a recibirnos, es el regreso del peregrino griego que recorre al cabo de veinte años las calles de su ciudad enmascarado de mendigo y no acierta a encontrar el camino que lo conduzca a su casa. Por eso recordar a James Joyce cada vez que se acerca el 16 de junio es algo más que una conmemoración: es uno de esos pocos ritos necesarios que tienen la virtud de explicarnos el mundo en el relámpago de una metáfora, en la sola imagen de un hombre que el 16 de junio de 1904 sale a la calle despeinado y vulgar para comprar un riñón de cerdo en la carnicería de la esquina.
Lo invoco ahora, cuando el día está tan próximo […] En cualquier esquina es posible descubrir a James Joyce, fantasma de todas las ciudades y todas las literaturas, su efigie pálida, de pelo tenso, de afilado perfil, de abandonada elegancia, su apostura de flaco hidalgo irlandés en perpetua discordia no con gigantes de cabeza de odre y tempestuosos brazos de molino, sino con la ceguera que lo acuciaba y el destierro y las palabras que lo nombran todo y que sólo algunas veces se ciñen a la forma apaciguadora de un libro.”

Textos seleccionados de Diario del Nautilus, Antonio Muñoz Molina


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