jueves, 29 de noviembre de 2012

Han olvidado a Dios


Padre e hijo. Arquitecto Alexánder Pávlovich Polóznev y Misaíl Polóznev

Y tú, mírate: eres un proletario, un mendigo, ¡vives a costa de tu padre!
Y, según costumbre, se puso a hablar de que la juventud actual perece a causa del ateísmo, el materialismo y el exceso de presunción. Y de que era preciso prohibir los espectáculos de aficionados, ya que apartaban a los jóvenes de la religión y de las obligaciones.
-Le ruego que me escuche –dije con aire taciturno, sin esperar nada bueno de esta conversación-. Lo que usted llama situación social constituye un privilegio del capital y de la instrucción. La gente pobre y sin instrucción se gana el pan con un trabajo físico, y no veo por qué motivo tengo que ser una excepción.

-Cuando empiezas a hablar del trabajo físico resulta algo tonto y vulgar –dijo mi padre, irritado-. Entiéndelo, eres un obtuso; entiéndelo, cabeza sin seso, que tienes –aparte de la fuerza bruta física- el Espíritu de Dios, el fuego sagrado, que te diferencia en alto grado del burro o del reptil, y te acerca a la divinidad. Este fuego se conquista desde hace miles de años por los mejores hombres. Tu bisabuelo, Polóznev, fue general y luchó en Borodino; tu abuelo fue poeta, orador y jefe de la nobleza; tu tío fue pedagogo. Y, finalmente, yo tu padre, ¡arquitecto! ¡Todos los Polóznev han mantenido el fuego sagrado para que tú lo apagues!
-Hay que ser justos –intervine-. Millones de personas realizan un trabajo físico.
-¡Que lo realicen! ¡No saben hacer otra cosa! Un trabajo físico puede realizarlo cualquiera, incluso un tonto de remate y un delincuente. Ese trabajo es una distinción característica del esclavo y del bárbaro, en tanto que el fuego sagrado es patrimonio tan sólo de unos pocos.

Era inútil continuar esta conversación. Mi padre se adoraba y le resultaba convincente sólo lo que decía él mismo. Además, yo sabía muy bien que esa altanería con que hacía referencia al trabajo plebeyo, tenía su fundamento no tanto en consideración al fuego sagrado cuanto al miedo secreto de que yo me convirtiera en obrero, y obligase a toda la ciudad a hablar de mí.
De niño, cuando me pegaba mi padre, yo tenía que permanecer firme, con las manos en las costuras del pantalón, y mirarle a la cara. Ahora, cuando me pegaba, yo perdía por completo el control y era como si se prolongara mi infancia, me estiraba y trataba de mirarle a la cara. Mi padre era viejo y estaba muy delgado, pero sus finos músculos eran muy fuertes, como correas, porque al pegar hacía mucho daño.
Mi decisión de no volver a la oficina, de empezar una nueva vida de obrero, era inconmovible.
Me esperaba una vida monótona de obrero, de hambre, de malos olores, de ambiente grosero, con la idea continua de ganar un jornal y el pan. (…) Pero ahora pensar en mis futuros infortunios me resultaba divertido. (…) Mi inclinación hacia el disfrute de lo intelectual –por ejemplo, hacia el teatro y la lectura-, la tenía desarrollada hasta el apasionamiento, pero no sé si tenía capacidad para una labor intelectual.
Mi actividad en la esfera de los estudios y del empleo no exigía ni una atención intelectual, ni talento, ni aptitudes particulares, ni un elevado espíritu creador: era una máquina. Este trabajo intelectual lo coloco por debajo del físico, lo desprecio y no creo que pueda servir ni por un minuto para justificar una vida ociosa y despreocupada, ya que no es otra cosa que un engaño, una de las facetas de esa ociosidad. Con toda seguridad, el verdadero trabajo intelectual no lo he conocido nunca.
Además de eso, yo tenía mala reputación en la ciudad a causa de no tener una situación social y de que con frecuencia jugaba al billar en tabernas de poca categoría. Y posiblemente también porque por dos veces, sin ningún motivo por mi parte, me habían llevado a presencia del oficial de los gendarmes.
Qué insignificante es el hombre en comparación con el universo.
Y lo decía con un tono tal, como si le resultase extraordinariamente lisonjero y agradable el ser tan insignificante. ¡Qué hombre sin talento!
Por desgracia, era el único arquitecto que teníamos en la ciudad y en los últimos quince o veinte años, según recuerdo, en la ciudad no se había construido ni una casa conveniente.
Y no sé por qué, todas estas casas construidas por mi padre, parecidas unas a otras, me recordaban confusamente su sombrero de copa, su nuca delgada y tozuda. Con el correr del tiempo, la ciudad se habituó a esa falta de talento de mi padre, echó raíces y se convirtió en nuestro estilo.
Mi padre introdujo este estilo también en la vida de mi hermana.
Cleopatra Polóznev
Y ahora, cuando ya tenía veintiséis años, continuaba lo mismo. Le permitía ir del brazo sólo con él, y no sé por qué imaginaba que, pronto o tarde, tenía que aparecer un joven aceptable que querría casarse con ella por respeto a las cualidades particulares del arquitecto.
Yo tenía mi habitación en casa, pero vivía en el patio en una casucha –bajo el mismo techo de la cochera, hecha de ladrillos- que se había construido antaño sin duda para dejar allí las guarniciones de las caballerías.
Al vivir aquí y aparecer con menos frecuencia ante mi padre y sus huéspedes y no yendo a comer todos los días, las palabras de mi padre de que vivía a expensas suyas ya no me resultaron tan ofensivas.
Mi hermana, agobiada por esta ramplonería, se preocupaba únicamente de la manera de acortar los gastos y por eso nos alimentábamos mal.
Le dije que la idea de trabajar en el ferrocarril que se estaba construyendo no se me había ocurrido nunca y que, tal vez, estuviera dispuesto a probar.
La hija del ingeniero Dolgíkov
Como persona de la ciudad, se le permitía hacer observaciones durante los ensayos.
Se decía que estudiaba canto en el conservatorio de San Petersburgo y que incluso había cantado durante todo el invierno en una ópera privada.
Aniuta Blágov
Era la hija del vicepresidente del Tribunal, que ejercía en nuestra ciudad hacía mucho tiempo, al parecer desde la misma instauración del Juzgado del distrito.

Ingeniero Dolgíkov, el de las promesas
Todo parecía querer decir que un hombre había vivido, se había esforzado y había conseguido al final la felicidad posible en la tierra.
-Sí, sí me ha hablado Blágov –con viveza se volvió hacia mí, sin darme la mano-. Pero escuche ¿qué puedo ofrecerle? ¿Qué puestos de trabajo tengo yo? Son ustedes gentes extrañas, señores –continuó en voz alta y con un tono como si me echara una reprimenda. Vienen ustedes a verme como veinte personas al día. ¡Se imaginan ustedes que tengo un departamento ministerial! Tengo una línea de ferrocarril, señores, tengo trabajos forzados: necesito mecánicos, cerrajeros, desmontistas, carpinteros, poceros, y todos ustedes sólo pueden estar sentados y escribir ¡nada más! ¡Todos ustedes son escritores!

-¿Qué saben ustedes hacer? –prosiguió-. ¡No saben hacer nada! Yo soy ingeniero, soy un hombre acomodado, pero antes de abrirme camino he realizado durante mucho tiempo trabajos duros, he sido maquinista, he trabajado dos años en Bélgica como simple engrasador. Juzgue usted mismo, amigo ¿qué trabajo puedo ofrecerle?
Para ir a Dubéchnia, me levanté temprano (…) Estaba triste y no quería marcharme de la ciudad. Amaba mi ciudad natal. ¡Me parecía tan bonita y cálida! Me gustaba ese verdor, las mañanas soleadas y silenciosas, el sonido de nuestras campanas. Pero las gentes, con las que yo vivía en esta ciudad, me resultaban aburridas, ajenas, y, a veces, incluso repugnantes. No las quería ni las comprendía.
Yo no comprendía para qué y  de qué vivían todas estas personas. (…) qué era nuestra ciudad y qué hacía, eso no lo sabía. La Gran Dvoriánskoya y las otras dos calles de las más cuidadas vivían de capitales hechos y de sueldos, que percibían los funcionarios del tesoro público. Pero ¿de qué vivían las restantes ocho calles que se arrastraban paralelas unas tres verstas y desaparecían tras la colina? (…) ¡Da vergüenza decir cómo vivía esta gente! (…) En la asamblea, en casa del gobernador, en la del obispo, en todas las casas se hablaba durante muchos años de que en nuestra ciudad no había agua potable y barata y que era absolutamente necesario obtener un préstamo del tesoro público de doscientos mil rublos para hacer la acometida del agua. Los hombres muy ricos, que en nuestra ciudad podían contarse hasta unos treinta, y que a veces perdían a las cartas una finca entera, también bebían agua malsana y toda la vida hablaban con entusiasmo del préstamo, cosa que yo no entendía. A mí me parecía más sencillo que sacaran esos doscientos mil rublos del propio bolsillo.
En toda la ciudad yo no conocía una sola persona honrada. (…) Sólo de las jovencitas emanaba una pureza natural, la mayoría de ellas tenían grandes aspiraciones, honestas, las almas puras; pero no comprendían la vida y creían que las concusiones se daban por respeto a las cualidades espirituales y, al casarse, envejecían pronto, se abandonaban y se hundían irremisiblemente en el cieno de la chabacanería, de la existencia de la pequeña burguesía.
Nuestros tenderos, para entretener a estos miserables hambrientos, daban de beber vodka a los perros y a los gatos o ataban al rabo del perro una lata con petróleo, lanzaban un silbido y el perro se lanzaba por la calle, haciendo sonar la lata y aullando de horror; el animal creía que le perseguía y pisaba los talones algún monstruo, corría lejos, fuera de la ciudad, al campo y ahí caía completamente agotado.
Nada me molestaba tanto en la vida como la sensación aguda del hambre. (…) Tal vez por eso comprendía perfectamente por qué había tanta gente que trabajaba sólo por un pedazo de pan y únicamente podía hablar de víveres.
Los Cheprákov
-Ya ve usted, hemos vendido nuestra finca. Naturalmente, es una pena, estábamos acostumbrados a esto, pero Dolgíkov me ha prometido hacer a Jean jefe de la estación de Dubéchnia, de manera que no nos marcharemos de aquí, viviremos en la estación, que es lo mismo que si fuera en la finca. ¡Es tan bueno el ingeniero! ¿No encuentra usted que es muy bueno?
Hacía poco todavía que los Cheprákov vivían lujosamente, pero todo cambió después de la muerte del general. Elena Nikifórovna empezó a pelearse con los vecinos, se puso a pleitear, a no pagar todo a los encargados y obreros, tenía miedo de que la robasen, y en unos diez años Dubéchnia se había hecho irreconocible.
El hermano de Aniuta, el médico
Por su aspecto exterior todavía parecía un estudiante. (…) Servía en un regimiento y ahora había venido con permiso a casa de su familia, decía que en otoño iría a San Petersburgo para hacer su tesis de doctorado. Estaba ya casado y tenía tres niños; se casó muy joven, cuando todavía cursaba segundo y ahora se decía en la ciudad que no era feliz en la vida matrimonial. Ya no vivía con la mujer.
¿Cleopatra enamorada?
En su voz se oía la extrañeza, como si le pareciera imposible que ella también pudiese experimentar la felicidad en su alma. Por primera vez en la vida yo la veía tan contenta. Se había puesto incluso más guapa. (…) Cuando hablaba tenía un aire gracioso e incluso resultaba bonita (…) pero tenía una palidez enfermiza, tosía con frecuencia y en sus ojos yo captaba a veces la expresión de la gente que suele estar seriamente enferma, pero que lo ocultan por algún motivo. En la alegría que manifestaba ahora había algo infantil, ingenuo, como si aquella alegría que durante nuestra infancia reprimían y ahogaban con una educación severa, se hubiera despertado de pronto en su alma y se hubiera liberado.
[Misaíl]
A causa del ocio y de la vaguedad de mi situación me atormentaba una angustia física. Y yo paseaba por la finca descontento de mí mismo, flojo, hambriento, y sólo esperaba el momento psicológico adecuado para marcharme.
[Dolgíkov]
A todos los hombres humildes, no se sabe por qué, les llamaba Pantiléi y a la gente como Cheprákov y yo, los despreciaba y los trataba a sus espaldas de borrachos, animales, canallas. De un modo general, era duro con los pequeños empleados y despedía del trabajo de una manera fría, sin explicaciones. (…) Como despedida nos prometió echarnos a todos dentro de dos semanas.
Andréi Iványch Riédka, el pintor
He venido a casa de la generala a pagarle los intereses. El año pasado le pedí prestados cincuenta rublos y ahora le pago un rublo al mes.
Yo entiendo así las cosas: si un hombre sencillo o un señor cobra el más pequeño interés ya es un malvado. No puede existir la verdad en un hombre así.
Riédka carecía de sentido práctico y sabía organizarse mal; cogía más trabajo del que podía hacer y en el momento de hacer cuentas se turbaba, se perdía en conjeturas y casi siempre estaba en déficit.
Era un magnífico obrero, a veces llegaba a ganar hasta diez rublos al día y si no fuera por ese deseo a toda costa de ser patrón y llamarse maestro de obras, sin duda hubiera ganado buen dinero.
Yo vivía ahora entre gentes para quienes el trabajo era obligatorio e inevitable y que trabajaban como caballos de tiro, muchas veces sin reconocer el significado moral del trabajo e incluso nunca empleaban en la conversación la palabra “trabajo”; a su lado, yo también me sentía una bestia de carga, cada vez más convencido de la obligación y de la necesidad de este trabajo que realizaba, que me hacía la vida más liviana, librándome de toda clase de sospechas.
¡Pero sobre todo vivía por mi propia cuenta y no constituía una carga para nadie!
Y nadie me trataba con tanta dureza como precisamente aquellos que, hacía todavía poco, eran unas pobres gentes que ganaban el pan con un trabajo ínfimo. Cuando pasaba entre los puestos del mercado al lado de la ferretería, como por descuido me echaban agua encima
La gente que me conocía adoptaba un aire confuso al encontrarse conmigo. Unos, me miraban como a un excéntrico y un bufón; otros, me tenían lástima; los terceros no sabían cómo tratar conmigo y era difícil comprenderlos.
[Aniuta Blágov]
-Le ruego que no me salude en la calle…-dijo nerviosa, ásperamente, con voz temblorosa, sin estrecharme la mano, y de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas-.
Yo no disputaba con mis compañeros (…) Vivíamos amigablemente entre nosotros. Los muchachos sospechaban que yo era un sectario religioso y bromeaban cariñosamente conmigo diciendo que hasta mi padre había renunciado a mí, y en seguida contaban que ellos pocas veces pisaban la iglesia
Los muchachos me respetaban y tenían miramientos conmigo (…) Sólo les chocaba desagradablemente que yo no tomara parte en el robo del aceite y que no fuera con ellos a pedir propinas a los clientes. El robo del aceite y de la pintura del cliente era usual entre los pintores y ni siquiera se consideraba un robo. Y era curioso que incluso un hombre tan justo como Riédka
No iba a casa a visitar a los míos. Los domingos venía mi hermana, pero a escondidas.
[el doctor Blágov]
-Empezaré por decirle –dijo sentándose en mi cama- que simpatizo con usted con toda mi alma y respeto profundamente su forma de vivir. Aquí, en la ciudad, no nos comprenden y no hay quien pueda hacerlo. (…) Para cambiar de vida tan brusca y radicalmente, como lo ha hecho usted, ha sido preciso pasar por una transformación espiritual compleja y, para continuar ahora esta vida y encontrarse continuamente a la altura de sus convicciones, tiene usted que trabajar tensamente día tras día con la inteligencia y con el corazón. (…) ¿no encuentra que si hubiera empleado su fuerza de voluntad, esa tensión, todo ese potencial, en alguna otra cosa, por ejemplo, en convertirse con el tiempo en un famoso sabio o artista, su vida hubiera sido más ancha y profunda y hubiera resultado más fecunda en todos los sentidos?
Es preciso que los fuertes no esclavicen a los débiles, que la mayoría no sea para la minoría un parásito o una sanguijuela que les chupa de forma crónica la mejor de su savia, es decir, hace falta que todos sin excepción –fuertes y débiles, ricos y pobres- participen de un modo igual en la lucha por la subsistencia, cada uno para sí, y en este sentido no hay mejor remedio para nivelar a la gente que el trabajo físico en calidad universal, obligatorio para todos.
Si no esclaviza usted a nadie, si no es usted una carga para nadie, ¿qué otro progreso hace falta?
A mi juicio es el progreso más auténtico y, tal vez, el único posible y necesario para el hombre.
Si los límites del progreso son infinitos, como usted dice, entonces su finalidad no está determinada. Es vivir y no saber de un modo determinado para qué se vive.
[doctor Blágov]
Usted sabe para qué vive, para que unos no esclavicen a otros, para que los pintores y el que les prepara los colores, coman del mismo modo. Pero esa es la parte gris y burguesa de la vida, la comida, y vivir sólo para eso ¿acaso no da asco? Si unos insectos esclavizan a otros ¡allá ellos! ¡Que se coman los unos a los otros! Pero no es en ellos en quienes tenemos que pensar –de todos modos morirán y se pudrirán por mucho que se les salve de la esclavitud-, es preciso pensar en el gran X que espera toda la humanidad en un futuro lejano.
Mi humor también era otoñal. Quizá porque al convertirme en obrero, veía el otro lado de la vida que se hacía en la ciudad, casi todos los días hacía nuevos descubrimientos que me sumían en la desesperación. Mis conciudadanos, sobre quienes antes no tenía ninguna opinión o que exteriormente me parecían totalmente honrados, ahora resultaban gentes bajas, crueles, capaces de cualquier villanía. A nosotros, gente sencilla, nos engañaban, nos obligaban a esperar horas enteras en vestíbulos fríos o en la cocina, nos ofendían y nos trataban con extrema grosería.
En las tiendas, a los obreros, nos vendían carne maloliente, harina apolillada y té que ya había sido empleado.
Pero, principalmente, lo que más estupefacto me dejaba en mi nueva situación era la ausencia total de justicia, precisamente lo que el pueblo define con estas palabras “Han olvidado a Dios”. Raro era el día que se pasaba sin estafa. Nos estafaban los comerciantes que nos vendían el aceite de lino, los capataces, los compañeros e incluso los clientes. Caía de su peso que no podía haber cuestión sobre ninguno de nuestros derechos y el dinero que ganábamos teníamos que pedirlo cada vez como una limosna, en la puerta de servicio y descubiertos.
[la hija del ingeniero Dolgíkov, María Victórovna, Másha]
He conocido ya a su hermana; es una muchacha encantadora, simpática, pero no puedo convencerla de ninguna manera de que no hay nada horroroso en su forma sencilla de vida de usted.
-¡Es usted un hombre feliz! –suspiró-. Toda la maldad del mundo me parece que viene del ocio, del aburrimiento, del vacío espiritual y todo eso es inevitable cuando uno se acostumbra a vivir a costa de otros. No crea que estoy fingiendo, se lo digo sinceramente: no es interesante ni agradable ser rico. (…) de un modo general no hay ni puede haber riqueza adquirida con justicia.
[el gobernador]
Su honorable padrecito se ha dirigido por carta y verbalmente al mariscal de la nobleza de la provincia, para rogarle que le llamase a usted y explicarle lo incompatible de su conducta con la calidad de noble que usted tiene el honor de poseer.
-Confío –prosiguió- que apreciará usted la delicadeza del respetable Alexander Pávlovich, que se ha dirigido a mí no de un modo oficial sino particular. Tampoco yo le he llamado de un modo oficial y hablo con usted no como gobernador, sino como sincero admirador de su padre. Y así, le ruego que o cambie de conducta y vuelva a las obligaciones decentes de su clase social o, para evitar el escándalo, que se traslade a otro lugar, donde no le conozcan y donde puede usted dedicarse a lo que quiera. En caso contrario, me veré obligado a tomar medidas extremas.
[Másha]
-Le digo a usted todo esto, porque quiero iniciarle en mi secreto. Voilá! Esta es mi biblioteca sobre agricultura. (…) Mi sueño, mi dulce ilusión, es marcharme a Dubéchnia en cuanto llegue el mes de marzo. ¡Aquello es divino, pasmoso! ¿no es verdad? El primer año me voy a fijar cómo lo hacen y acostumbrarme, y al año siguiente ya me pondré a trabajar yo misma en serio sin que se me caigan los anillos, como suele decirse. Mi padre me ha prometido regalarme Dubéchnia, y haré en ella todo lo que quiera.
[ingeniero Dolgíkov]
Ser un obrero honrado es más inteligente y honroso que estropear papel del Estado y llevar una escarapela encima de la frente.
Me percataba de que despreciaba como antes mi miseria y me aguantaba sólo por agradar a su hija; yo ya no podía reírme y decir lo que quería, me mantenía intratable y esperaba siempre que me llamase Pantiléi, como a su lacayo Pável. ¡Cómo se revolvía mi orgullo provincial y burgués! Yo, un proletario, un pintor, iba todos los días a casa de gente rica, que no eran nada mío, a los que toda la ciudad miraba como a extranjeros, y todos los días bebía con ellos vinos caros y comía extraordinario
Una vez, durante la cena, nos comimos con el ingeniero una langosta entera. Regresando a casa, recordé que durante la cena el ingeniero me había llamado dos veces “querido” y llegué a la conclusión de que en esa casa me acariciaban como a un gran perro desgraciado, separado de su amo, que se divertían conmigo y que cuando se cansaran me echarían como a un perro. Me dio vergüenza y me dolió, me dolió hasta saltárseme las lágrimas y, mirando al cielo, juré poner fin a todo esto.
Mi vida. Relato de un provinciano; Antón Chéjov.

-Qué hago con mi vida
-Cómo me voy a relacionar con los demás
-Qué puedo hacer con respecto a mi país [con respecto al mundo que tengo alrededor]
Diálogo con L. Tolstói

lunes, 26 de noviembre de 2012

La engañosa luz de la luna


Conducido por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del jardín. Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa, alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.
—Ponete cómodo —dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo—. Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.
Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta. Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de  la tierra natal antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla  que nunca podría ser desalojada, de encierro, mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el armario.
Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo y espeso.
—Hiciste bien, dame un trago —dijo, y aceptó entonces sentarse en el borde de la cama.
Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo Petrus.
No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.
Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que le fueron requeridos.
Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro, recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse, ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie.
Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro podría haber conocido en su lugar.”

El astillero, Juan Carlos Onetti
El Astillero se publica en 1961 (Bs. As.: Cía. Gral Fabril Edit.).



Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.
-Amor mío, no puedes engañarme –dijo-. Adelante, grita.
Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. (…)
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.
Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes: la muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.
Y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la espantosa realidad.
Estaba en el cuarto de una criada.

Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.
Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama, anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular: era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas, una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride” parado frente a la entrada principal de la Villa, a Maruja con su uniforme de satín negro y cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche, como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría mejor.
De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.”

Últimas tardes con Teresa; Juan Marsé
Se publicó en 1966.

Dice Marsé en febrero de 1975: “No había releído Últimas tardes con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para evocar tal o cual imagen predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia, imágenes como (…) Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de la luna, la falsa cita con el futuro. (…) El despertar de Manolo ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. (…)
Sé que estas imágenes componen una especie de colección particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida carrera hacia Teresa.”

“Siempre pertrechado para irse al infierno en cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado. Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria.
No ha tenido mucho gusto en haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse, disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Ánimas. El jorobado del cine Delicias. El vampiro del cine Rovira. El monstruo del cine Verdi. El fantasma del cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida la encarnadura facial, quizá porque la larga ensoñación detrás de las máscaras imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de casi 40 años abofetearon y abotagaron las mejillas y las ilusiones.
El tipo es bajo, desmañado, poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Y en un país en el que nadie dimite jamás, ni aun después de haber probado algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo -el señor Félix Pons con su piso de medio millón, por ejemplo, o los señores jueces de la Sala Segunda del Supremo al condenar al periodista Juanjo Fernández, o el gobernador civil de La Coruña, o los muy babosos dirigentes de Herri Batasuna, etcétera-, él sólo piensa en dimitir de todo, incluso de esta página. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje -algunos discos, algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos-, se va por fin al infierno. Abur.”
Juan Marsé; “Señoras y señores” Tusquets, 1988

Si alguien puede saberlo eres tú. En cualquier caso, tus personajes son farsantes vocacionales en un constante juego de espejos: son lo que son, pero quieren ser otra cosa y parece que lo sean.
El tema de la apariencia y la realidad en la novela siempre me ha interesado mucho: lo que somos, lo que creemos ser y lo que ven los que nos miran, que a veces no coincide en absoluto. Pero no descubro nada en absoluto, creo que es el gran tema de la novela desde El Quijote.
La primera persona que conocí fue Joan Petit. En casa de mis padres había una nota diciendo que me presentara en la editorial, que querían conocerme, y fue Joan Petit quien me recibió. Entonces me hizo pasar al despacho de Carlos [Barral] y, casualmente, estaba allí Jaime Gil de Biedma. Carlos había leído el original de la novela y por eso quería conocerme. Quería saber si era verdad todo lo que explicaba del taller de joyería y mi experiencia de obrero. Y le dije que sí, claro, aún estaba trabajando allí. Para ellos yo fui como una novedad. Ellos eran todos burguesitos y, seguramente, no habían tenido nunca una relación directa con un escritor-obrero, por así decirlo, lo que les hacía cierta gracia. Pero no tardaron en descubrir que a mí no me hacía ninguna, yo lo que quería era dejar el taller y ganar dinero. Y por eso me fui a París, con una bolsa de viaje que me consiguió Castellet.
Ellos debían esperar que hicieses grandes novelas sociales.
Sí, en este sentido seguro que los decepcioné, porque no hice novela social. Al contrario, en Últimas tardes con Teresa, que fue la que pegó fuerte, había una crítica bastante hiriente a todo ese romanticismo ideológico. Cuando estuve en París, en 1961, me apunté al Partido Comunista y conocí a Jorge Semprún, que nos daba clases sobre política internacional. El caso es que yo iba a esas clases porque también asistía una chica francesa que me gustaba mucho. De hecho, hubo un tiempo en que esa chica estaba fuera y dejé de ir. Semprún me dijo que hacía tiempo que no me veía. Y fui sincero, le dije que lo que explicaba era muy interesante pero que lo que me gustaba era Arlette. Total, que esa novela del mundo obrero que esperaban no llegó nunca. Yo, pese a trabajar en un taller de joyería grande, con 30 empleados, no hacía vida de fábrica ni sabía demasiado del mundo obrero. Lo mismo me pasaba con el mundo de la delincuencia del barrio del Carmelo. Me llamaron varias veces para dar conferencias sobre el tema, porque el personaje de mi novela robaba motos y vivía en ese ambiente, pero era todo inventado: yo no sabía nada de los delincuentes.

Tus personajes acostumbran a sentir el peso del fracaso y no llegan a cumplir sus sueños. Tú has recibido todos los reconocimientos posibles. ¿Tienes sensación de fracaso? ¿Qué es el fracaso para ti?
Todos estamos abocados al fracaso, que es la muerte. Ya puedes hacer lo que quieras que todo acaba en nada. No soy pesimista hasta el punto de pensar que el centro de todo es el fracaso del hombre, me lo planteo de una manera más sencilla y cotidiana. Para empezar, en este país hay una experiencia social y política que te hace pensar inmediatamente en el fracaso, que son los 40 años de franquismo. Pueden explicarme lo que quieran, pero me han jodido la vida. Mira que es grande el mundo, pues he ido a nacer en este “collons” de país y justamente para vivir esos 40 años de franquismo, existiendo eso que llaman la eternidad de los siglos. Ya es mala suerte. En relación a la literatura, el fracaso no lo trato como un tema, pero me parece una consecuencia lógica de todo lo que quiera explicar. Algunas veces me han preguntado por qué acaba así Últimas tardes con Teresa, que ya podía tener un poquito de suerte el chaval. A ver, yo conozco casos de tíos que han dado el braguetazo (aquí tuvimos el famoso caso de Muñoz Ramonet), pero no me sirven literariamente porque si hago un final feliz acaba siendo una novela a lo Corín Tellado, y no se trata de eso porque la vida no es así. Pero el fracaso no es el tema central, lo trato como la consecuencia lógica de muchas aspiraciones humanas que no acaban bien.


¿Cuál es en tu vida la medida del éxito o el fracaso?
Es lo que te he comentado antes, sólo yo puedo saber la distancia entre el ideal que me he propuesto al ponerme a escribir una novela y lo que he conseguido. En este sentido es clarísimamente un fracaso. Eso no quita que lo que yo veo como un fracaso otros puedan verlo como un éxito, pero para mí es un fracaso. Particular, relativo y todo lo que quieras, pero fracaso. Esto en cuanto al trabajo. En la vida personal, parecido. Mi vida personal está llena de fracasos, desde que a los quince años me enamoré de una chica del barrio y no conseguí ni tocarle una oreja. En la vida no se cumplen los sueños. No se cumple ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. El éxito mismo puede llegar a ser una verdadera lata. El éxito te distorsiona la visión, te hace creer una cosa cuando es otra. Me gusta mucho una frase de Ezra Pound, un tipo muy poco recomendable, que reza: “El esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor.” La satisfacción por el éxito está relacionada con el trabajo. Haber acabado un libro del que no te avergüenzas para mí es suficiente y comparable a un éxito. Es un éxito sólo para mí, porque yo puedo creer que el libro es muy bueno pero puede no serlo.
Eric González entrevista a Juan Marsé. Jot Down Cultural Magazine, enero 2012

jueves, 22 de noviembre de 2012

Sentir una agotadora felicidad


“Chéjov hombre, era como cualquier otro. Conoció la vida en toda su intensidad, vivió lo bueno y lo malo. Si la prudencia le impedía muchas veces vivir plenamente, era en razón a su talento, que le exigía servidumbre y que estaba celoso de su existencia. Pero sentía una gran necesidad de ternura, aunque hasta los últimos años no se había permitido una vida íntima. Suponía que la vida conyugal restaría fuerzas y atención al creador. Cuando Suvórin le insiste en una carta que debe contraer matrimonio, Chéjov le responde:
“De acuerdo, me voy a casar si este es su deseo. Pero éstas son mis condiciones: todo deberá continuar como antes, es decir, ella vivirá en Moscú y yo en el campo, y vendré a verla. No podría soportar la felicidad continua, todos los días, de la mañana a la noche. Si se me habla todos los días de lo mismo y en el mismo tono, me pongo furioso…Prometo ser un marido excelente, pero déme una esposa que sea como la luna, que no aparezca en mi cielo todos los días: el matrimonio no me haría escribir mejor…”Poco después, una carta a un amigo suyo, hizo esta definición de su matrimonio:“¿Me preguntas si es verdad que me he casado? Es cierto, pero a nuestra edad [41] eso ya no cambia nada.”
Víctor Andresco





jueves, 15 de noviembre de 2012

Ocho millas de libros de segunda mano



Fragmentos de Ventanas de Manhattan, Antonio Muñoz Molina



La soledad me exaltaba y me daba miedo. Me habían dicho que caminar solo y de noche por Nueva York podía ser muy peligroso.

Volví a llamar a la recepción, a marcar el número con mi apocamiento español, agobiado por la distancia desoladora entre lo que uno piensa que sabe de un idioma y lo que su lengua torpe acierta a articular.

Alguien me había contado que las escalinatas de salida de algunas estaciones estaban cegadas por escombros y vertederos de basura, y que había lunáticos especializados en acercarse por detrás a los viajeros en los andenes y empujarlos hacia las vías justo en el momento en que llegaba un tren. Era entonces cuando se publicaban crónicas fantasiosas en los periódicos españoles sobre los caimanes ciegos que se multiplicaban en las alcantarillas de Manhattan.

Cómo distinguir la verdad de la mentira en una ciudad donde las dos parecen igual de inverosímiles.
En Nueva York el tránsito de la belleza a la desolación sucede siempre expeditivamente, como si el principio universal de máxima eficiencia hubiera aconsejado la supresión de gradaciones intermedias.

Qué haría yo si el autobús tenía su última parada en una de aquellas esquinas de grupos sombríos y neones enfermos, si no me quedaba más remedio que echarme a caminar sin la menor idea de hacia dónde tenía que dirigirme y sin ningún taxi en las inmediaciones, con todo mi aire de turista extraviado e incauto, dócil al atraco, con mi mapa mal doblado en la mano y mi cartera en el bolsillo, y en ella la tarjeta de crédito y unos cuantos billetes de cien dólares, no muchos, pero sí flamantes

Y nada de aquello podía ser Nueva York ni se parecía a la ciudad que las películas y las postales me habían enseñado a esperar

En el control de pasaportes es donde uno se encuentra de golpe y sin aviso con el autoritarismo administrativo de los Estados Unidos, con la aspereza y los malos modos de esos funcionarios de Inmigración que tienen para el europeo una envergadura amenazante

Ése es el momento en el que por primera vez en la vida uno se encuentra en la situación de explicar si pertenece o no a una organización terrorista, si ha participado en algún genocidio, si lleva en su equipaje explosivos, armas de fuego o caracoles.

Quizás los perros también han sido educados para percibir el olor del miedo en la transpiración de los posibles contrabandistas o de esa clase de gente, a la que yo pertenezco, que se siente acusada y casi culpable ante la simple proximidad de un policía, y que automáticamente pone cara de esconder un secreto

Aquí se ve en seguida que el trabajo de cada día requiere fuerzas que podrían aplastarlo a uno, resistencias y tenacidades muy superiores a las de un desmedrado organismo europeo o hispánico, cuerpos humanos fortalecidos a una escala necesaria para desenvolverse entre estas maquinarias brutales

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Paisaje tormentoso


Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en casas contiguas, allí donde se dice que Semíramis ciñó de muros de tierra cocida su elevada ciudad. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor. Hubieran acabado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse por señas y por gestos; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: y cuanto más ocultan el fuego, más se enardece el fuego oculto.
La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible que se había producido antaño, durante su construcción, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación. Muchas veces, cuando de una parte estaba Tisbe y de la otra Píramo, y habían ellos percibido mutuamente la respiración de sus bocas, decían: ”Pared envidiosa, ¿por qué te alzas como obstáculo entre dos amantes?. ¿Qué te costaba permitirnos unir por entero nuestros cuerpos, o, si eso es demasiado, ofrecer al menos una abertura para nuestros besos? Pero no somos ingratos; confesamos que te debemos el que se haya dado a nuestras palabras paso hasta los oídos amigos”.
Después de hablar así en vano y separados como estaban, al llegar la noche se dijeron adiós, y dio cada uno a su parte besos que no llegaron al otro lado.
Pero al día siguiente se reunieron en el lugar de costumbre, y después de muchos lamentos murmurados en voz baja,  toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al sepulcro de Nino, al amparo de un moral (árbol) que allí había. Un árbol había allí cuajado de brutos blancos como la nieve, un erguido moral, situado en las proximidades de un frío manantial.
Este plan adoptan; ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera a la tumba y se sienta bajo el árbol convenido: el amor la hacía audaz.
En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente, con la intención de apagar su sed en las aguas de la vecina fuente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes.
Algo más tarde llegó, por fin, Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse: "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de una larga vida; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme mi cuerpo, leones, que habitáis estos parajes, y devorad a fieros mordiscos esas vísceras criminales! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte".
Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: "Recibe también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida moribundo mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto, como cuando en un tubo de plomo deteriorado se abre una hendidura, que por el estrecho agujero lanza chorros de agua,  y manchó de oscuro la blancura de las moras.
Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir de color púrpura los frutos que cuelgan.
Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle el enorme peligro del que se ha librado. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol, se queda perpleja sobre si será el mismo árbol. Mientras vacila distingue un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado; retrocedió, y con el semblante pálido un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: "Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y levanta tu cabeza abatida, te llama tu querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que, tras verla a ella, se volvieron a cerrar. Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: "Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes para herirme: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos". Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre el hierro.
Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.



Píramo y Tisbe

“Píramo y Tisbe, de los jóvenes el más bello el uno, 
la otra, de las que el Oriente tuvo, preferida entre las muchachas, 
contiguas tuvieron sus casas, donde se dice que 
con cerámicos muros ciñó Semíramis su alta ciudad. 
El conocimiento y los primeros pasos la vecindad los hizo, 
con el tiempo creció el amor; y sus teas también, según derecho, se hubieran unido 
pero lo vetaron sus padres; lo que no pudieron vetar: 
por igual ardían, cautivas sus mentes, ambos. 
Cómplice alguno no hay; por gesto y señales hablan, 
y mientras más se tapa, tapado más bulle el fuego
Hendida estaba por una tenue rendija, que ella había producido en otro tiempo, 
cuando se hacía, la pared común de una y otra casa. 
Tal defecto, por nadie a través de siglos largos notado 
–¿qué no siente el amor?–, los primeros lo visteis los amantes 
y de la voz lo hicisteis camino, y seguras por él 
en murmullo mínimo vuestras ternuras atravesar solían. 
Muchas veces, cuando estaban apostados de aquí Tisbe, Píramo de allí, 
y por turnos fuera buscado el anhélito de la boca: 
“Envidiosa”, decían, “pared, ¿por qué a los amantes te opones? 
¿Cuánto era que permitieses que con todo el cuerpo nos uniéramos, 
o esto si demasiado es, siquier que, para que besos nos diéramos, te abrieras? 
Y no somos ingratos: que a ti nosotros debemos confesamos, 
el que dado fue el tránsito a nuestras palabras hasta los oídos amigos. 
Tales cosas desde su opuesta sede en vano diciendo, 
al anochecer dijeron “adiós” y a la parte suya dieron 
unos besos cada uno que no arribarían en contra. 
La siguiente Aurora había retirado los nocturnos fuegos, 
y el sol las pruinosas hierbas con sus rayos había secado. 
Junto al acostumbrado lugar se unieron. Entonces con un murmullo pequeño, 
de muchas cosas antes quejándose, establecen que en la noche silente 
burlar a los guardas y de sus puertas fuera salir intenten
y que cuando de la casa hayan salido, de la ciudad también los techos abandonen, 
y para que no hayan de vagar recorriendo un ancho campo, 
que se reúnan junto al crematorio de Nino y se escondan bajo la sombra 
del árbol: un árbol allí, fecundísimo de níveas frutas, 
un arduo moral, había, colindante a una helada fontana. 
Los acuerdos aprueban; y la luz, que tarde les pareció marcharse, 
se precipita a las aguas, y de las aguas mismas sale la noche.
    
Astuta, por las tinieblas, girando el gozne, Tisbe 
sale y burla a los suyos y, cubierto su rostro, 
llega al túmulo, y bajo el árbol dicho se sienta. 
Audaz la hacía el amor. He aquí que llega una leona
de la reciente matanza de unas reses manchadas sus espumantes comisuras, 
que iba a deshacerse de su sed en la onda del vecino hontanar; 
a ella, de lejos, a los rayos de la luna, la babilonia Tisbe 
la ve, y con tímido pie huye a una oscura caverna 
y mientras huye, de su espalda resbalados, sus velos abandona. 
Cuando la leona salvaje su sed con mucha onda contuvo, 
mientras vuelve a las espesuras, encontrados por azar sin ella misma, 
con su boca cruenta desgarró los tenues atuendos. 
Él, que más tarde había salido, huellas vio en el alto 
polvo ciertas de fiera y en todo su rostro palideció 
Príamo; pero cuando la prenda también, de sangre teñida
encontró: “Una misma noche a los dos”, dice, “amantes perderá, 
de quienes ella fue la más digna de una larga vida; 
mi vida dañina es. Yo, triste de ti, te he perdido, 
que a lugares llenos de miedo hice que de noche vinieras 
y no el primero aquí llegué. ¡Destrozad mi cuerpo 
y mis malditas entrañas devorad con fiero mordisco, 
oh, cuantos leones habitáis bajo esta peña! 
Pero de un cobarde es pedir la muerte.” Los velos de Tisbe 
recoge, y del pactado árbol a la sombra consigo los lleva, 
y cuando dio lágrimas, dio besos a la conocida prenda: 
“Recibe ahora” dice “ también de nuestra sangre el sorbo”, 
y, del que estaba ceñido, se hundió en los costados su hierro, 
y sin demora, muriendo, de su hirviente herida lo sacó, 
y quedó tendido de espalda al suelo: su crúor fulgura alto, 
no de otro modo que cuando un caño de plomo defectuoso 
se hiende, y por el tenue, estridente taladro, largas 
aguas lanza y con sus golpes los aires rompe. 
Las crías del árbol, por la aspersión de la sangría, en negra 
faz se tornan, y humedecida de sangre su raíz, 
de un purpúreo color tiñe las colgantes moras.

He aquí que, su miedo aún no dejado, por no burlar a su amante, 
ella vuelve, y al joven con sus ojos y ánimo busca, 
y por narrarle qué grandes peligros ha evitado está ansiosa;
y aunque el lugar reconoce, y en el visto árbol su forma, 
igualmente la hace dudar del fruto el color: fija se queda en si él es. 
Mientras duda, unos trémulos miembros ve palpitar 
en el cruento suelo y atrás su pie lleva, y una cara que el boj 
más pálida portando se estremece, de la superficie en el modo, 
que tiembla cuando lo más alto de ella una exigua aura toca. 
Pero después de que, demorada, los amores reconoció suyos, 
sacude con sonoro golpe, indignos, sus brazos 
y desgarrándose el cabello y abrazando el cuerpo amado 
sus heridas colmó de lágrimas, y con su llanto el crúor 
mezcló, y en su helado rostro besos prendiendo: 
“Píramo”, clamó, “¿qué azar a ti de mí te ha arrancado? 
Píramo, responde. La Tisbe tuya a ti, queridísimo, 
te nombra; escucha, y tu rostro yacente levanta.” 
Al nombre de Tisbe sus ojos, ya por la muerte pesados, 
Píramo irguió, y vista ella los volvió a velar.
    
La cual, después de que la prenda suya reconoció y vacío 
de su espada vio el marfil: “Tu propia a ti mano”, dice, “y el amor, 
te ha perdido, desdichado. Hay también en mí, fuerte para solo 
esto, una mano, hay también amor: dará él para las heridas fuerzas. 
Seguiré al extinguido, y de la muerte tuya tristísima se me dirá 
causa y compañera, y quien de mí con la muerte sola 
serme arrancado, ay, podías, habrás podido ni con la muerte serme arrancado. 
Esto, aun así, con las palabras de ambos sed rogados, 
oh, muy tristes padres mío y de él, 
que a los que un seguro amor, a los que la hora postrera unió, 
de depositarles en un túmulo mismo no os enojéis; 
mas tú, árbol que con tus ramas el lamentable cuerpo 
ahora cubres de uno solo –pronto has de cubrir de dos–, 
las señales mantén de la sangría, y endrinas, y para los lutos aptas, 
siempre ten tus crías, testimonios del gemelo crúor”, 
dijo, y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho 
se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio
Sus votos, aun así, conmovieron a los dioses, conmovieron a los padres, 
pues el color en el fruto es, cuando ya ha madurado, negro, 
y lo que a sus piras resta descansa en una sola urna.”

La metamorfosis; Ovidio

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