viernes, 22 de agosto de 2014

De las cosas obscenas y torpes



El Quijote es un libro lleno de defectos. La acción tarda mucho en empezar, hay capítulos enteros en los que no ocurre, interminablemente, nada, la historia principal queda interrumpida por relatos secundarios que no tienen nada que ver con ella, o, peor aún, por largas tiradas de versos, y cuando parece que por fin va a haber algo de suspense, cuando Don Quijote y el escudero vizcaíno están a punto de enredarse a caballo en un duelo de espadas, a Cervantes no se le ocurre otra cosa que interrumpir su relato, con el pretexto absurdo de que se le ha acabado el manuscrito de donde lo copiaba y por tanto no sabe como continúa. Dejando aparte las incongruencias y descuidos de la trama -¡ese asno imperdonable de Sancho que aparece y desaparece!-, Cervantes no era precisamente un genio en lo que se refiere a la astucia de enganchar o atrapar al lector, según se dice ahora, como si el lector fuera una trucha o un conejo: cada vez que se anuncia en la novela la posibilidad de algo verdaderamente terrible o magnífico, la cosa acaba en ridículo, o en nada: los ruidos nocturnos que aterran a Sancho en mitad de un bosque tenebroso resulta corresponder a unos prosaicos batanes; cuando Don Quijote ordena que le abran la jaula del león y lo desafía, el león se lo queda mirando con aire adormilado, y en lugar de saltar hacia el caballero y ofrecernos una escena trepidante de acción se da media vuelta y se tumba en el fondo de la jaula....Para remediar y corregir todas estas deficiencias, para lograr una novela que interese a los lectores de hoy día, lectores dinámicos-, atareados, con poco tiempo que perder en vaguedades polvorientas, un filólogo o catedrático de literatura de cuyo nombre ahora no me acuerdo ha publicado una edición simplificada de El Quijote que, sin duda, por lo que leí hace un par de semanas en el periódico, será un progreso considerable con respecto al anticuado original, y tendrá además la sagrada virtud pedagógica de facilitarles la lectura a los estudiantes y evitar que sus jóvenes cerebros se fatiguen en exceso.


Me encanta su ironía y sentido del humor. Muy cervantino, sí señor.


Voy sospechando que existe una conspiración internacional en contra de la dificultad, de la cual son adalides, junto a este señor que ha mejorado El Quijote, nuestras autoridades educativas y los editores de literatura infantil y juvenil. Las obras del pasado tienden a ser horriblemente largas, con lenguaje obsoleto, con personajes pesados que hablan sin parar y habitaciones llenas de cosas, incluso, algunas veces, con términos poco respetuosos para las minorías. En Estados Unidos se recordará que el año pasado se publicó una edición renovada de la Biblia que, al parecer, corregía sus más desagradables deficiencias: las alusiones a la oscuridad de las tinieblas han sido suprimidas, para no ofender la susceptibilidad de los ciudadanos de piel oscura; los ciegos y los tullidos del Evangelio se convertían en personas visualmente desiguales o diferentemente capacitadas. En cuanto a Dios, el iracundo Jehová capaz de ahogar a todo el género humano, de arrasar ciudades enteras bajo el fuego, como el presidente Truman, y de partirle los dientes a los enemigos de Israel, según declara David en los salmos, resulta ser, en la Biblia mejorada, al mismo tiempo hombre y mujer, con objeto de que su autoridad no pueda ser calificada de sexista; una especie de Bill Clinton afable y hermafrodita.
Hay como un terror sagrado a la complejidad y a la aspereza de las cosas, una desconfianza absoluta hacia la inteligencia y la capacidad de esfuerzo y de disfrute de la gente. Cualquiera que tenga algo de trato con editores de literatura infantil y juvenil se sorprenderá al descubrir la coacción inapelable de lo fácil, de lo bonito, de lo bondadoso, de lo pedagógico. Igual que los programadores de televisión y los ejecutivos de la publicidad comercial y política parten del axioma de que somos imbéciles, los editores de literatura infantil y juvenil y los teóricos de la educación consideran que la infancia es un estado de idiotez aún más profunda, capaz tan sólo de recibir los mensajes más simples, de una felicidad digestiva y babosa que no merece ser enturbiada por ningún esfuerzo, pero que debe recibir de los libros el más completo adoctrinamiento. En los libros infantiles no puede aparecer la pobreza, ni la desgracia, ni la muerte. Como en El Quijote corregido, las palabras que se usen deben ser calculadas para que no exista la menor dificultad, el más leve desafío a la inteligencia. El equivalente alimenticio de esta extrema simpleza intelectual es la papilla: parece que la intención de los editores y de los pedagogos sea prolongar lo más posible en la vida el hábito de la deglución amodorrada, de la succión blanda, de la idiotez jovial en la que ellos se imaginan que viven los niños y los adolescentes.
Yo no creo que haya que forzar a nadie, niño ni adulto, a leer íntegro El Quijote, ni a escuchar una sinfonía de Bruckner, ni a asistir durante más de cuatro horas a una representación de Hamlet. Pero sí creo que en la inteligencia de casi todos nosotros hay una infinita capacidad de aprender y de disfrutar con lo que se va aprendiendo. Igual que el ejercicio físico vigoriza los músculos y los pulmones, el aprendizaje disciplinado y gozoso fortalece la inteligencia y agranda nuestra capacidad de mirar, de escuchar, de saber, de sumergirnos en el mundo. Decía Juan de Mairena que escribir para el pueblo es escribir como Cervantes o Shakespeare. Para que alguien disfrute de El Quijote o de una sinfonía no hay que simplificar el libro o convertir la sinfonía en una de esas halagüeñas parodias que perpetraba aquí Waldo de los Ríos en los años setenta: hay que ofrecer a todos la posibilidad de adiestrarse, si así lo desean, para comprender y amar la literatura y la música, para ingresar gradualmente en ellas. Y entre las potestades del lector, niño o adulto, está siempre la de dejar un libro que no le gusta o saltarse un capítulo que le aburre, y también la de disentir de las opiniones del autor o de sus personajes. Es el lector quien abrevia los libros, quien los prolonga en su imaginación, quien los corrige en su memoria o en su olvido y los escribe de nuevo en la relectura. Para aprender lo más valioso hacen falta maestros: no niñeras perpetuas, no risueños monitores de guardería que nos pasen El Quijote light por el pasapuré y nos lo vayan administrando a cucharadas.
Cervantes “light”, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de mayo de 1996]


Cervantes “light”, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de mayo de 1996]
Fragmento de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes
Muñoz Molina y El Quijote chamuscado, BBC Mundo, 26 de abril de 2005






Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo! […]
No había más imágines, y así, mandó don Quijote que las volviesen a cubrir, y dijo a los que las llevaban:
–Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.
–Dios lo oiga y el pecado sea sordo –dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres, así de la figura como de las razones de don Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de comer, cargaron con sus imágines, y, despidiéndose de don Quijote, siguieron su viaje.
Quedó Sancho de nuevo como si jamás hubiera conocido a su señor, admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado en la memoria, y díjole:
–En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin palos y sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos batido la tierra con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado ver con mis propios ojos.
–Tú dices bien, Sancho –dijo don Quijote–, pero has de advertir que no todos los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgar por buenos acontecimientos. Levántase uno destos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase con un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco, y, como si hubiera encontrado con un grifo, vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele al otro Mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el suelo, dijo: ‘‘No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis brazos’’. Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
–Yo así lo creo –respondió Sancho–, y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa por que dicen los españoles cuando quieren dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: "¡Santiago, y cierra, España!" ¿Está por ventura España abierta, y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?
–Simplicísimo eres, Sancho –respondió don Quijote–; y mira que este gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles han tenido; y así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas, derribando, atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan. […]
–Advierte, Sancho –dijo don Quijote–, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella declaró Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.
–¡Crueldad notoria! –dijo Sancho–. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa suya. ¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas de bronce y qué alma de argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, que cada cosa por sí déstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre.
–Advierte, Sancho –respondió don Quijote–, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los dotes del alma que te he dicho. […]
–¡Ay, amiga de mi alma –dijo entonces la otra zagala–, y qué ventura tan grande nos ha sucedido! ¿Ves este señor que tenemos delante? Pues hágote saber que es el más valiente, y el más enamorado, y el más comedido que tiene el mundo, si no es que nos miente y nos engaña una historia que de sus hazañas anda impresa y yo he leído. Yo apostaré que este buen hombre que viene consigo es un tal Sancho Panza, su escudero, a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen.
–Así es la verdad –dijo Sancho–: que yo soy ese gracioso y ese escudero que vuestra merced dice, y este señor es mi amo, el mismo don Quijote de la Mancha historiado y referido.
–¡Ay! –dijo la otra–. Supliquémosle, amiga, que se quede; que nuestros padres y nuestros hermanos gustarán infinito dello, que también he oído yo decir de su valor y de sus gracias lo mismo que tú me has dicho, y, sobre todo, dicen dél que es el más firme y más leal enamorado que se sabe, y que su dama es una tal Dulcinea del Toboso, a quien en toda España la dan la palma de la hermosura.
–Con razón se la dan –dijo don Quijote–, si ya no lo pone en duda vuestra sin igual belleza. No os canséis, señoras, en detenerme, porque las precisas obligaciones de mi profesión no me dejan reposar en ningún cabo. […]
Finalmente, alzados los manteles, con gran reposo alzó don Quijote la voz, y dijo:
Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando éstos no bastan, las publico; porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras, si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan; y así, es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento. Yo, pues, agradecido a la merced que aquí se me ha hecho, no pudiendo corresponder a la misma medida, conteniéndome en los estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi cosecha; y así, digo que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más hermosas doncellas y más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando, dando una gran voz, dijo:
–¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
–¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto, aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con la razón que va de mi parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando admirados a los circunstantes, haciéndoles dudar si le podían tener por loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que no se pusiese en tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que no eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues bastaban las que en la historia de sus hechos se referían, con todo esto, salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre Rocinante, embrazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la gente del pastoral rebaño, deseosos de ver en qué paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento. […]
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a grandes voces comenzó a decir a don Quijote:
–¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros! […]
Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansa[n]cio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen. Llegaron, volvieron a subir amo y mozo, y, sin volver a despedirse de la Arcadia fingida o contrahecha, y con más vergüenza que gusto, siguieron su camino. […]
–Come, Sancho amigo –dijo don Quijote–, sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para morir comiendo; y, porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece la[s] muelas, y entomece las manos, y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre: muerte la más cruel de las muertes.
–Desa manera –dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa– no aprobará vuestra merced aquel refrán que dicen: "muera Marta, y muera harta". Yo, a lo menos, no pienso matarme a mí mismo; antes pienso hacer como el zapatero, que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere; yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer desesperarse como vuestra merced, y créame, y después de comido, échese a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando despierte se halla algo más aliviado. […]
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
–Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que trae la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que dél trataban, y oyó que el tal don Jerónimo referido respondió:
–¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates? Y el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda.
–Con todo eso –dijo el don Juan–, será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en éste más desplace es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:
–Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado, ni puede olvidar, a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.
–¿Quién es el que nos responde? –respondieron del otro aposento.
–¿Quién ha de ser –respondió Sancho– sino el mismo don Quijote de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho, y aun cuanto dijere?; que al buen pagador no le duelen prendas.
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían, y uno dellos echando los brazos al cuello de don Quijote, le dijo:
Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia: sin duda, vos, señor, sois el verdadero don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.
Y, poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero, le tomó don Quijote, y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y de allí a un poco se le volvió, diciendo:
–En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia; porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal, sino Teresa Panza; y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
–¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, Mari Gutiérrez! Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha mudado el nombre.
–Por lo que he oído hablar, amigo –dijo don Jerónimo–, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.
–Sí soy –respondió Sancho–, y me precio dello.
–Pues a fe –dijo el caballero– que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra: píntaos comedor, y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe.
Dios se lo perdone –dijo Sancho–. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma. […]
En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba –guardando su honestidad y buen decoro– de los amorosos pensamientos del señor don Quijote. A lo que él respondió:
Dulcinea se está entera, y mis pensamientos, más firmes que nunca; las correspondencias, en su sequedad antigua; su hermosura, en la de una soez labradora transformada.
Y luego les fue contando punto por punto el encanto de la señora Dulcinea, y lo que le había sucedido en la cueva de Montesinos, con la orden que el sabio Merlín le había dado para desencantarla, que fue la de los azotes de Sancho.
Sumo fue el contento que los dos caballeros recibieron de oír contar a don Quijote los estraños sucesos de su historia, y así quedaron admirados de sus disparates como del elegante modo con que los contaba. Aquí le tenían por discreto, y allí se les deslizaba por mentecato, sin saber determinarse qué grado le darían entre la discreción y la locura.
Acabó de cenar Sancho, y, dejando hecho equis al ventero, se pasó a la estancia de su amo; y, en entrando, dijo:
–Que me maten, señores, si el autor deste libro que vuesas mercedes tienen quiere que no comamos buenas migas juntos; yo querría que, ya que me llama comilón, como vuesas [mercedes] dicen, no me llamase también borracho.
–Sí llama –dijo don Jerónimo–, pero no me acuerdo en qué manera, aunque sé que son malsonantes las razones, y además, mentirosas, según yo echo de ver en la fisonomía del buen Sancho que está presente.
–Créanme vuesas mercedes –dijo Sancho– que el Sancho y el don Quijote desa historia deben de ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengeli, que somos nosotros: mi amo, valiente, discreto y enamorado; y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho.
–Yo así lo creo –dijo don Juan–; y si fuera posible, se había de mandar que ninguno fuera osado a tratar de las cosas del gran don Quijote, si no fuese Cide Hamete, su primer autor, bien así como mandó Alejandro que ninguno fuese osado a retratarle sino Apeles.
Retráteme el que quisiere –dijo don Quijote–, pero no me maltrate; que muchas veces suele caerse la paciencia cuando la cargan de injurias.
–Ninguna –dijo don Juan– se le puede hacer al señor don Quijote de quien él no se pueda vengar, si no la repara en el escudo de su paciencia, que, a mi parecer, es fuerte y grande.
En estas y otras pláticas se pasó gran parte de la noche; y, aunque don Juan quisiera que don Quijote leyera más del libro, por ver lo que discantaba, no lo pudieron acabar con él, diciendo que él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase con pensar que le había leído; pues de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos. Preguntáronle que adónde llevaba determinado su viaje. Respondió que a Zaragoza, a hallarse en las justas del arnés, que en aquella ciu[d]ad suelen hacerse todos los años. Díjole don Juan que aquella nueva historia contaba como do[n] Quijote, sea quien se quisiere, se había hallado en ella en una sortija, falta de invención, pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica de simplicidades.
–Por el mismo caso –respondió don Quijote–, no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice.
–Hará muy bien –dijo don Jerónimo–; y otras justas hay en Barcelona, donde podrá el señor don Quij[o]te mostrar su valor.
–Así lo pienso hacer –dijo don Quijote–; y vuesas mercedes me den licencia, pues ya es hora para irme al lecho, y me tengan y pongan en el número de sus mayores amigos y se[r]vidores.
–Y a mí también –dijo Sancho–: quizá seré bueno para algo.
Con esto se despidieron, y don Quijote y Sancho se retiraron asu aposento, dejando a don Juan y a don Jerónimo admirados de ver la mezcla que había hecho de su discreción y de su locura; y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés.
Madrugó don Quijote, y, dando golpes al tabique del otro aposento, se despidió de sus huéspedes. Pagó Sancho al ventero magníficamente, y aconsejóle que alabase menos la provisión de su venta, o la tuviese más proveída.

Vaya crítica. No te vas de rositas, Alonso Fernández de Avellaneda…

El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes


-¿Recuerda su primera lectura del Quijote?
Pues mire, lo recuerdo perfectamente, porque se da la paradoja feliz de que en la casa en que yo nací, que pertenecía a una familia de agricultores en la que no había muchos libros, pero mi abuelo materno durante la Guerra Civil, en el incendio de una biblioteca había salvado unos cuantos libros y uno de ellos era un Quijote.

Creo recordar que ese episodio se cuenta en El Jinete polaco. 



Un Quijote que tenía los bordes quemados. Él no lo había leído nunca, porque apenas sabía leer, pero lo guardó en casa por ese amor que la gente trabajadora tenía hacia los libros, ¿no?
Y yo lo encontré cuando era un niño muy lector, que leía todo lo que caía en mis manos. Lo leí con perfecta inocencia, sin saber que era El Quijote, que era una obra maestra ni nada.
Para mí fue una de mis primeras grandes experiencias de lectura.
-¿Recuerda qué impresión le causó?
Sobre todo me reía mucho. Me reía mucho y reconocía... Porque para un niño el lenguaje es un problema, pero el lenguaje del Quijote se parecía bastante al del mundo rural en el que yo vivía.
Es muy curioso, pero una parte de ese lenguaje que para una persona de ciudad es más hermético, para mí era familiar.
-Eso era en Úbeda, ¿no?, donde usted nació.
Si, en Úbeda provincia de Jaén, que por otra parte es muy cerca de La Mancha. Las aventuras de Don Quijote en Sierra Morena suceden a 50 kilómetros de mi casa.
-Me imagino que usted ha releído el Quijote...
Muchas, muchas veces.
-¿Se acuerda si en distintos momentos le ha dicho diferentes cosas?
Sí, según me he ido haciendo mayor. Después he encontrado su parte de melancolía, ¿no?, su parte de profundidad. Siempre encuentro cosas que me digo, bueno ¿y esto como no me di cuenta antes?

Yo no recuerdo que me hiciera reír. Para mi fue una historia ajena, que tenía muy poco que ver conmigo y con mis intereses de entonces. Era complejo y, al mismo tiempo, encerraba un misterio. ¿Por qué despierta tanta admiración? –me preguntaba. En segundo de bachillerato obtuve algunas claves para su comprensión. Me di cuenta de que tendría que leerlo despacio, a cuerpo limpio, no buscando encontrar lo que otros dicen que dice [como cuando preparas un examen], como si hubiera sido escrito para mí.
Me ha parecido que encontraba un libro nuevo. Y cuenta tantas cosas, al mismo tiempo, interesantes e importantes. Me ha deslumbrado su belleza y su ironía. Su actualidad. Sin perder de vista cuando fue escrito, qué mirada la de Cervantes. Cuánto alcance.

Recuerdo la pasada primavera, que estaba releyendo la primera parte y era en la época en que se habían descubierto aquellas imágenes terribles de las torturas en Abu Graib, en Irak, y estaba leyendo un pasaje en el que Don Quijote, insensatamente, libera a los galeotes, a los presos y dice una cosa que se me quedó clavada: "no está bien que unos hombres se hagan verdugos de otros hombres no yéndoles nada en ello". Siempre encuentra uno algo pertinente.
Otra cosa que he encontrado cada vez más es la conciencia de su sutileza narrativa. La cantidad de juegos narrativos que tiene, la meta literatura que hay dentro. El modo en que crea la novela y se burla de ella.
-Si ese es un tema que quería tocar, el de qué le dice El Quijote a un lector contemporáneo
Hablando sin retóricas, sino como lector apasionado de literatura: El Quijote es la primera novela. Y al mismo tiempo parece la última, porque es una novela que tiene otras novelas dentro, en la que se juega con el punto de vista, con la falta de credibilidad del narrador... Es decir todo esos artificios que ahora se consideran postmodernos...
-Exactamente.
...Y que son tan beneficiosos para el bienestar de tantos académicos, están ya ahí. Todos esos juegos que parecen lo último, lo más propio de estos tiempos en que dicen que han terminado los grandes relatos, en que todo está sometido a la ironía, a la parodia, todo eso está ahí. ¡Entonces no será tan propio de estos tiempos!
-Es extraordinariamente moderno
Sí, esa es la sensación más poderosa que me da.
-¿Le es posible rastrear en su obra la influencia del Quijote?
Eeeh... Yo creo que sí. Hay una influencia que me parece formativa e importante que es un cierto sentido de la ironía y de nombrar las cosas sin llegar a nombrarlas del todo. De sugerir.
Otra paradoja: El Quijote se supone que es la obra máxima de la literatura española, pero no es nada española, en el sentido en que en muchas cosas no se parece a lo que se considera propiamente español.
Y por otra parte tiene un sentido del humor tan delicado, tan respetuoso, que no es muy propio de lo que se llama humor español, que a mí me molesta mucho.
Es decir: es mucho más español Quevedo, con su risa fuerte, con su burla abierta de los débiles, ¿no?
En El Quijote siempre hay una delicadeza, una ironía muy esquinada y sutil, que a mí me hubiera gustado haber aprendido no ya para mi escritura sino para mi vida.
Y luego hay muchas cosas que he aprendido de él. Una cosa muy importante es que en El Quijote siempre somos conscientes de que la historia la está contando alguien.
Cuando uno empieza a leer, por ejemplo... la Educación Sentimental de Flaubert, empieza "El día tal de mil ochocientos cuarenta y tantos, el buque tal salió de no sé dónde", parece que quien está contando es Dios.
-El narrador omnisciente
Exactamente, un narrador, además que está por encima de las cosas y aparte de ellas. En Don Quijote siempre se sabe quién está contando y eso, claro, pone muchas cosas en duda, porque ése que está contando, puede estar mintiendo, inventando.
La gran broma de El Quijote es que se supone que viene de un morisco, del Cide Hamete Benengeli, que es un artificio tomado de las novelas de caballería, pero que también tiene un sentido político.
Se supone que estamos leyendo una historia que procede de la narración de un embustero, porque como dice alguien dentro del mismo Quijote, según la propaganda de la época, de quien menos se puede fiar uno es de un morisco.
-¿Hay algo más que le llame la atención especialmente?
Hay una cosa también llamativa y es que la gran herencia del Quijote no ha estado exactamente en la literatura en español. Yo creo que en la literatura española el único gran heredero del Quijote es (Benito) Pérez Galdós.
En cambio una gran parte de la literatura inglesa y de la literatura en inglés no se podría entender sin El Quijote. Fieldings, Sterne, Dickens. Lo dicen además abiertamente.
Hace unos meses estaba leyendo parte del Ulises y vi que había como ese juego, esa cosa ambulante, ese relato que se va desgranando. Lo vi muy cervantino.
-Ahora, en el mundo anglosajón, se comenta mucho una traducción reciente de Edith Grossman, que también ha traducido a varios autores latinoamericanos
Sí, sí. Efectivamente su traducción, que yo he mirado con cuidado, me parece muy buena. Ella decía una cosa muy importante: que se planteó traducir El Quijote en su contemporaneidad, no como una obra arqueológica. Y creo que lo ha conseguido.
Muñoz Molina y El Quijote chamuscado, BBC Mundo, 26 de abril de 2005

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