…en el aula sin ventanas alrededor de una larga mesa los estudiantes escuchan a uno de sus compañeros al que le he pedido que lea el pasaje de la segunda parte del Quijote en el que Sancho Panza encuentra a su antiguo vecino el morisco Ricote que ha vuelto clandestinamente a España después de la expulsión. Traigo cada día a cada clase en mi cartera de falso profesor un poema o un fragmento de prosa que tenga que ver con los exilios españoles y que he buscado en la biblioteca del Instituto Cervantes donde hay tantos libros valiosos…
Ventanas de Manhattan, Antonio Muñoz Molina
‘Pensar que en esta vida las cosas
della han de durar siempre en un estado es pensar en lo escusado; antes parece
que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda:
la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño
al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con
esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el
tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene
términos que la limiten’’. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque
esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la
duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz
natural, lo han entendido; pero aquí, nuestro autor lo dice por la presteza con
que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno
de Sancho.
El cual, estando la séptima noche de los días de su
gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres
y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la
hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de
voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y
estuvo atento y escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la
causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero, añadiéndose al
ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más
confuso y lleno de temor y espanto; y, levantándose en pie, se puso unas
chinelas, por la humedad del suelo, y, sin ponerse sobrer[r]opa de levantar, ni
cosa que se pareciese, salió a la puerta de su aposento, a tiempo cuando vio
venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las
manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
–¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han
entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria
y valor no nos socorre.
[…]
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes. Segunda Parte. Capítulo LIII.
Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una diáspora cultural. Biblioteca Nacional.
La biblioteca clandestina, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de septiembre de 2010]
Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus
conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca
que da al través en la arena; y no por verle caído
aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando
las antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan
gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas
sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza
entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella
estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a
Dios que de aquel peligro le sacase.
Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allí, como desde
atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces decía:
–¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan
más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde, aquella puerta se cierre, aquellas
escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías, pez y resina en calderas de aceite
ardiendo! ¡Trinchéense las calles con colchones!. […]
–El enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le
claven en la frente. Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y
suplicar a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me
seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.
Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los
paveses, sentóse sobre su lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del
trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el
haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo.
Preguntó qué hora era, respondiéronle que ya amanecía. Calló, y, sin decir otra
cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y
esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin,
y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la
caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz
en la frente, y, no sin lágrimas en los ojos, le dijo:
–Venid vos acá, compañero mío y amigo
mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no
tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros
aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero, después que os dejé
y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han
entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosi[e]gos.
Y, en tanto que estas razones iba diciendo, iba
asimesmo enalbardando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues,
el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y, encaminando sus palabras y
razones al mayordomo, al secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor,
y a otros muchos que allí presentes estaban, dijo:
–Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad;
dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte
presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades
de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y
cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender
provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir, que bien se está
cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la
mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos
que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre;
y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con
un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la
sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas.
Vuestras mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo
nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a
bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos
que esta noche se han paseado sobre mí. […]
–¡Tarde piache! –respondió Sancho–. Así dejaré de
irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así
me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos
platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que
todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean
pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta
caballeriza las alas de la hormiga,
que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie
llano, que, si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán
alpargatas toscas de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie tienda
más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace
tarde.
[…]
–¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que
tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo,
sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de
verse abrazar del estranjero peregrino, y, después de haberle
estado mirando sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle;
pero, viendo su suspensión el peregrino, le dijo:
–¿Cómo, y es posible, Sancho Panza hermano, que no
conoces a tu
vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó
a rafigurarle, y , finalmente, le vino a conocer de todo punto, y, sin apearse
del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo:
–¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de
moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de
volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala
ventura?
–Si tú no me descubres, Sancho –respondió el
peregrino–, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y
apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y
reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente.
Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí
de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a
los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás
peregrinos, se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino
real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en
pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya
era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció,
venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed
de dos leguas.
Tendiéronse en el suelo, y, haciendo manteles de
las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso,
huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser
chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial, y es
hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron
aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero
lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que
cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había
transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en
grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de
espacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del
cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego, al punto, todos a una,
levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca,
clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y
desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban
el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus
estómagos las entrañas de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía;
antes, por cumplir con el refrán, que él muy bien sabía, de "cuando a Roma
fueres, haz como vieres", pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como
los demás, y no con menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser
empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas
que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta
allí habían mostrado. De cuando en cuando, juntaba alguno su mano
derecha con la de Sancho, y decía:
–Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin
acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen
tener los cuidados. Finalmente, el acabársele el vino fue principio
de un sueño que dio a todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles;
solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos;
y, apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los
peregrinos sepultados en dulce sueño; y Ricote, sin tropezar nada en su lengua
morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:
–«Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo
mío!, como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi
nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí le puso de
suerte que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que
hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena
ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como
prudente, bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la
casa donde vive y se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de
salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con
comodidad y sin la priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron
todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como
algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su
determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y
tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a
poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que
algunos
había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se
podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno,
teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la
pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al
nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos
por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna
parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en
Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados,
allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien
hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de
volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua
como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados:
tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele
decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo,
entré en Francia, y, aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo.
Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se
podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas
delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive
con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a
Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a
España muchos dellos, cada año, a visitar los santuarios della, que los tienen
por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi
toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele
decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen
con más de cien escudos de sobra que, trocados en oro, o ya en el hueco de los
bordones, o entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos
pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas
de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho,
sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar
fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a
mi mujer, que sé que está en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de
Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que
Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que
la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas, y,
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que
de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y
me dé a conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber
por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde
podía vivir como cristiana.»
A lo que respondió Sancho:
–Mira, Ricote, eso no debió estar en su mano,
porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y, como debe de ser
fino moro, fuese a lo más bien parado, y séte decir otra cosa: que creo que vas
en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer
muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar.
–Bien puede ser eso –replicó Ricote–, pero yo sé,
Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba,
temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y
ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos,
con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes
muchas.
–Yo lo hiciera –respo[n]dió Sancho–, pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta
mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer
antes de seis meses en platos de plata; y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera
contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado
cuatrocientos.
–Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho?
–preguntó Ricote.
–He dejado de ser gobernador de una ínsula
–respondió Sancho–, y tal, que a buena fee que no hallen otra como ella a tres
tirones.
–¿Y dónde está esa ínsula? –preguntó Ricote.
–¿Adónde? –respondió Sancho–. Dos leguas de aquí, y
se llama la ínsula Barataria.
–Calla, Sancho –dijo Ricote–, que las ínsulas están
allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la tierra firme.
–¿Cómo no? –replicó Sancho–. Dígote, Ricote amigo,
que esta mañana me partí della, y ayer estuve en ella gobernando a mi placer,
como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio
peligroso el de los gobernadores.
–Y ¿qué has ganado en el gobierno? –preguntó
Ricote.
–He ganado –respondió Sancho– el haber conocido que no soy
bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas
que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el
sueño, y aun el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco
los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
–Yo no te entiendo, Sancho –dijo Ricote–, pero
paréceme que todo lo que dices es disparate; que, ¿quién te había de dar a ti
ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para
gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres
venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé
escondido; que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro, y te daré
con que vivas, como te he dicho.
–Ya te he dicho, Ricote –replicó Sancho–, que no
quiero; conténtate
que por mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino,
y déjame seguir el mío; que yo sé que
lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño.
–No quiero porfiar, Sancho –dijo Ricote–, pero
dime: ¿hallástete en nuestro lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi
cuñado?
–Sí hallé –respondió Sancho–, y séte decir que
salió tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y
todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a
todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la
encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento,
que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos
tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo
de ir contra el mandado del rey los detuvo. Principalmente se mostró más
apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que
dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha
parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla;
pero hasta ahora no se ha sabido nada.
–Siempre tuve yo mala sospecha –dijo Ricote– de que
ese caballero adamaba a mi hija; pero, fiado en el valor de mi Ricota, nunca me
dio pesadumbre el saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho,
que las
moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos,
y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no
se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.
–Dios lo haga –replicó Sancho–, que a entrambos les
estaría mal. Y déjame partir de aquí, Ricote amigo, que quiero llegar esta
noche adonde está mi señor don Quijote.
–Dios vaya contigo, Sancho hermano, que ya mis
compañeros se rebullen, y también es hora que prosigamos nuestro camino.
Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su
rucio, y Ricote se arrimó a su bordón, y se apartaron. […]
–¡Ay –dijo entonces Sancho Panza–, y cuán no
pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable
mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador
de una ínsula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver
sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni
vasallo que acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi
jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de
pesaroso. A lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote
de la Mancha cuando decendió y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos,
donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se
fue a mesa puesta y a cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y
yo veré aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en qué han
parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán mis huesos, cuando
el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi
buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos
de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su
asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables de nosotros, que no ha
querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra patria y entre los
nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no faltara quien
dello se doliera, y en la hora última de nuestro pasamiento nos
cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago te he dado de tus
buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres,
que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo
prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un
laureado poeta, y de darte los piensos doblados. […]
Dejóle don Quijote, y fue al castillo a contar a
los duques el suceso de Sancho Panza, de que no poco se maravillaron, aunque
bien entendieron que debía de haber caído por la correspondencia de aquella
gruta que de tiempos inmemoriales estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo
había dejado el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como
dicen, llevaron sogas y maromas; y, a costa de mucha gente y de mucho trabajo,
sacaron al rucio y a Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole
un
estudiante, y dijo:
–Desta manera habían de salir
de sus gobiernos todos los malos gobernadores, como sale este pecador del
profundo del abismo: muerto de hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo
creo.
Oyólo Sancho, y dijo:
–Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré
a gobernar la ínsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan
siquiera un hora; en ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado
los güesos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y,
siendo esto así, como lo es, no merecía yo, a mi parecer, salir de esta manera;
pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo que le está bien
a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie diga "desta agua no
beberé", que adonde se piensa que hay tocinos, no hay estacas; y D[i]os me
entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.
–No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo
que oyeres, que será nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es querer atar las lenguas de
los maldicientes lo mesmo que querer poner puertas al campo. Si el
gobernador sale rico de su gobierno, dicen dél que ha sido un ladrón, y si sale
pobre, que ha sido un para poco y un mentecato.
–A buen seguro –respondió Sancho– que por esta vez
antes me han de tener por tonto que por ladrón.
En estas pláticas llegaron, rodeados de muchachos y
de otra mucha gente, al castillo, adonde en unos corredores estaban ya el duque
y la duquesa esperando a don Quijote y a Sancho, el cual no quiso subir a ver
al duque sin que primero no hubiese acomodado al rucio en la caballeriza,
porque decía que había pasado muy mala noche en la posada; y luego subió a ver
a sus señores, ante los cuales, puesto de rodillas, dijo:
–Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza,
sin ningún
merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la
cual entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado
bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He
declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por haberlo
querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, médico insulano y
gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos de noche, y, habiéndonos puesto en
grande aprieto, dicen los de la ínsula que salieron libres y con vitoria por el
valor de mi brazo, que tal salud les dé Dios como ellos dicen verdad. En
resolución, en
este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el
gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros,
ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese
conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y
ayer de mañana dejé
la ínsula como la hallé: con las mismas calles, casas y tejados que
tenía cuando entré en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en
granjerías; y, aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice
ninguna, temeroso que no se habían de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no
hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi
rucio; caí en una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con
la luz del sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a
mi señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que, mis
señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza, que ha
granjeado en
solos diez días que ha tenido el gobierno a conocer que no se le ha de dar nada
por ser gobernador, no que de una ínsula, sino de todo el mundo; y,
con este presupuesto, besando a vuestras mercedes los pies, imitando al juego
de los muchachos, que dicen "Salta tú, y dámela tú", doy un salto del
gobierno, y me paso al servicio de mi señor don Quijote; que, en fin, en él,
aunque como el pan con sobresalto, hártome, a lo menos, y para mí, como yo esté
harto, eso me hace que sea de zanahorias que de perdices.
Con esto dio fin a su larga plática Sancho,
temiendo siempre don Quijote que había de decir en ella millares de disparates;
y, cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el
duque abrazó a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado
tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado
otro oficio
de menos carga y de más provecho. Abrazóle la duquesa asimismo, y
mandó que le regalasen, porque daba señales de venir mal molido y peor parado. […]
Ya le pareció a don Quijote que era bien salir de
tanta ociosidad como la que en aquel castillo tenía; que se
imaginaba ser grande la falta que su persona hacía en dejarse estar encerrado y
perezoso entre los infinitos regalos y deleites que como a caballero andante
aquellos señores le hacían, y parecíale que había de dar cuenta estrecha al
cielo de aquella ociosidad y encerramiento; y así, pidió un día licencia a los
duques para partirse. Diéronsela, con muestras de que en gran manera les pesaba
de que los dejase. Dio la duquesa las cartas de su mujer a Sancho Panza, el
cual lloró con ellas, y dijo:
–¿Quién pensara que esperanzas tan grandes como las
que en el pecho de mi mujer Teresa Panza engendraron las nuevas de mi gobierno
habían de parar en volverme yo agora a las arrastradas aventuras de mi amo don
Quijote de la Mancha? Con todo esto, me contento de ver que mi Teresa correspondió a ser quien
es, enviando las bellotas a la duquesa; que, a no habérselas
enviado, quedando yo pesaroso, me mostrara ella desagradecida. Lo que me
consuela es que esta dádiva no se le puede dar nombre de cohecho, porque ya
tenía yo el gobierno cuando ella las envió, y está puesto en razón que los que reciben
algún beneficio, aunque sea con niñerías, se muestren agradecidos.
En efecto, yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así, podré
decir con segura conciencia, que no es poco: "Desnudo nací, desnudo me
hallo: ni pierdo ni gano".
Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida;
y, saliendo don Quijote, habiéndose despedido la noche antes de [los] duques,
una mañana se presentó armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los
corredores toda la gente del castillo, y asimismo los duques salieron a verle.
Estaba Sancho sobre su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto,
contentísimo, porque el mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le había
dado un bolsico con docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del
camino, y esto aún no lo sabía don Quijote. […]
Yo, señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso
ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano. Esta doncella habla, como
ella dice, como enamorada, de lo que yo no le tengo culpa; y así, no tengo
de qué pedirle perdón ni a ella ni a Vuestra Excelencia, a quien suplico me
tenga en mejor opinión, y me dé de nuevo licencia para seguir mi camino.
–Déosle Dios tan bueno –dijo la duquesa–, señor don
Quijote, que siempre oigamos buenas nuevas de vuestras fechurías. Y andad con
Dios; que, mientras más os detenéis, más aumentáis el fuego en los pechos de
las doncellas que os miran; y a la mía yo la castigaré de modo, que de aquí
adelante no se desmande con la vista ni con las palabras.
–Una no más quiero que me escuches, ¡oh valeroso
don Quijote! –dijo entonces Altisidora–; y es que te pido perdón del latrocinio
de las ligas, porque, en Dios y en mi ánima que las tengo puestas, y he caído
en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba. […]
El
ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes
Una
oquedad desconocida de la historia española se abre en la penumbra de una sala
de la Biblioteca Nacional; una oquedad como de una casa casi del todo a
oscuras, una habitación clausurada en la que huele a polvo y a esos olores que
nos repelían cuando nos aventurábamos de niños a empujar las puertas de pajares
y desvanes en los que se guardaban cosas olvidadas, baúles que no había abierto
nadie en mucho tiempo, con ropas y papeles viejos, manchados no se sabe de qué,
mordidos por la carcoma y los ratones, parcialmente podridos por la humedad.
Llego desde la claridad excesiva de la mañana de verano y los ojos tardan en
acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado
estrecho, interrumpido por columnas: casi podría oler el papel viejo de los
libros, que a veces tiene manchas de humedad en los márgenes, el cuero muy
gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que están
guardados, en las que se exponen con esta iluminación tenue, después de haber
permanecido ocultos
durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.
Son
libros pero están
copiados a mano, no impresos. Parecen estar escritos en árabe, pero
sólo son árabes
los caracteres, que transcriben los sonidos del español. Son textos
religiosos, tratados de medicina, leyendas fantásticas, relatos de
peregrinaciones, itinerarios de huida para perseguidos, compendios legales,
manuales para la interpretación de los sueños. En su mayor parte los
escribieron moriscos
españoles que practicaban en secreto su religión o que querían transmitir sus
preceptos y los tesoros de su cultura a correligionarios que habían
perdido la lengua árabe y que en muchos casos serían analfabetos: libros
copiados clandestinamente de otros libros, leídos en voz alta delante de un
grupo de oyentes que no sabían leer y que escucharían como esos huéspedes de la
venta que en el Quijote
escuchan la lectura de una copia manuscrita de El curioso impertinente. Para nosotros
el acto de leer está asociado a la soledad y a la imprenta; también a la
disponibilidad ilimitada de los libros: pero la primacía de lo impreso parece
que tardó mucho tiempo en establecerse, y que durante siglos perduraron culturas orales
de las que no han quedado casi rastros, del mismo modo que continuó la transmisión
manuscrita de libros que así podían escapar más fácilmente al
control del Estado y de los inquisidores. Los moriscos fueron expulsados definitivamente de España
en 1610, pero mucho antes se había prohibido el uso de la lengua árabe, hablada
o escrita. Un libro podía ser un tesoro inapreciable que se
multiplicaba al ser copiado y leído en voz alta, pero también podía traer
consigo la desgracia, la prisión y el tormento. Un simple papel en el que
estaba escrita una frase piadosa protegía de la enfermedad y de la mala suerte
a quien lo llevara consigo. Los inquisidores registraban a los moriscos
sospechosos de apostasía secreta y les encontraban en el interior de la ropa
pedazos de papel o de pergamino que guardaban como escapularios y que peleaban
para no dejarse arrebatar. En muchos casos, eran analfabetos: pero esas
palabras castellanas escritas en caracteres árabes que ellos no sabían
descifrar les servían como talismanes, irradiaban su efecto benéfico sin
necesidad de ser leídas, por el solo hecho de existir.
Un
mundo entero de cuya amplitud y riqueza yo no tenía la menor idea se entreabre
en esta sala sombría de la Biblioteca Nacional; un idioma de sonoridades a la
vez limpias y mestizas, un español secreto y perdido que fue la lengua de
aquellos compatriotas a los que les fue impuesta la expulsión. Como los judíos
más de un siglo antes, los musulmanes españoles vivían como extranjeros en los
lugares en los que habían nacido y debieron elegir entre la conversión forzosa
y el destierro, y en muchos casos acostumbrarse a una doble vida clandestina en
la que no faltaba nunca la sombra siniestra de la Inquisición. No
es, desde luego, un maleficio solo español, el resultado de una predisposición
genética a la intolerancia, como parece creer desdeñosamente Henry Kamen: en la Europa de los siglos XVI y XVII las guerras de religión y las
persecuciones de herejes fueron una epidemia que dejó tras de sí
grandes montañas de cadáveres. Pero quizás nuestra historia posterior, el catálogo de exilios que se prolonga desde los liberales y
los afrancesados de 1812 a los republicanos de 1939, nos ha hecho más sensibles
a estos desgarros del pasado lejano. Muchos de nosotros crecimos en un país en
el que aún se podía tener una sensación de secreto y peligro al leer ciertos
libros, y en el que la propaganda oficial celebraba con el mismo orgullo y con
parecido lenguaje la expulsión de los judíos y de los moriscos y la derrota de
los rojos. Al llamar Cruzada de Liberación a la Guerra Civil
nuestros libros de texto la convertían casi en la última batalla victoriosa de
la Reconquista.
Por
eso nos conmueve tanto el monólogo del morisco amigo de Sancho en la segunda
parte del Quijote:
"Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y
es nuestra patria natural". Me acordaba del desolado morisco Ricote en la
Biblioteca Nacional, y de esos cartapacios en caracteres árabes en los que
Cervantes dice haber encontrado la historia de Don Quijote escrita
por Cide Hamete Benengeli, culminando la estupenda ironía de que sea morisco y
por lo tanto sospechoso y destinado a la expulsión el autor de las
aventuras de un hidalgo tan católico y de un escudero pobre y analfabeto cuyo
máximo orgullo es su limpieza de sangre, sus "tres dedos de enjundia de
cristiano viejo".
Ricote
le cuenta a Sancho que ha vuelto a España para buscar el tesoro que dejó
escondido antes de marcharse. Casi todos estos libros que ahora permanecen
abiertos en la tenue luz aséptica de las vitrinas vienen de escondrijos a los
que sus dueños no regresaron. Los envolvían reverencialmente en lienzos de lino
y les ponían unas piedras de sal o unas ramas de espliego para que no los
dañara la humedad y los guardaban tan meticulosamente que han tardado siglos en
ser descubiertos. Qué historia habrá detrás de cada
uno de ellos; cuál sería el destino de cada una de las personas que
se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran, o con la
esperanza de volver a encontrarlos intactos cuando les fuera posible el
regreso. En el pueblo de Ricla, en Zaragoza, apareció uno en 1719, debajo de un
tejado; en 1728, en el mismo pueblo, el lugar escogido había sido un pilar
hueco en un patio; en Agreda, en 1795, se encontraron unos libros moriscos al
derribar una pared, descubriendo en ella una alacena tapiada. El hallazgo más
cuantioso sucedió en Almonacid de la Sierra, en 1884: en el derribo de una casa
antigua se descubrió que entre el suelo de obra y el falso suelo de madera de
una habitación había más de ochenta volúmenes, intactos después de trescientos
años, con sus telas de lino y sus piedras de sal. El fuego del que habían
escapado al final acabó con muchos de ellos: los albañiles los
usaron para prender hogueras.
Memoria de los moriscos. Escritos y
relatos de una diáspora cultural. Biblioteca Nacional.
La biblioteca clandestina, Antonio
Muñoz Molina [El País, 4 de septiembre de 2010]
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