miércoles, 6 de agosto de 2014

Cada cerebro tiene una historia




Un ataque de lucidez, Jill Bolte Taylor [2 de junio de 2009]
Un ataque de lucidez, de Jill BolteTaylor [El País, 21 de diciembre de 2008]




Cada cerebro tiene una historia, y la que sigue a continuación es la mía. Hace diez años trabajaba en la Facultad de Medicina de Harvard como investigadora y dando clase a médicos jóvenes sobre el cerebro humano. Pero el 10 de diciembre de 1996, yo misma recibí una lección. Aquella mañana sufrí una forma rara de ictus en el hemisferio izquierdo del cerebro. Una gran hemorragia, debida a una malformación congénita no diagnosticada de los vasos sanguíneos de mi cabeza, estalló inesperadamente.

En cuatro breves horas, con los ojos curiosos de una neuroanatomista, vi cómo se deterioraba por completo la capacidad de procesar información de mi mente. Al final de aquella mañana ya no podía andar, hablar, leer, escribir ni recordar nada de mi vida. Enroscada en forma fetal, sentí que mi espíritu se rendía a la muerte, y desde luego nunca se me ocurrió que algún día sería capaz de contarle a nadie mi historia.

Un ataque de lucidez: Un viaje personal hacia la superación es un testimonio cronológico del viaje que emprendí hacia el abismo sin forma de una mente callada, donde la esencia de mi ser quedó envuelta en una profunda paz interior. Este libro entrelaza mi formación académica con la experiencia y la visión personales. Que yo sepa, éste es el primer relato documentado de un neuroanatomista que se ha recuperado por completo de una grave hemorragia cerebral. Me emociona que estas palabras salgan por fin al mundo, y espero que puedan hacer mucho bien.

Más que nada, doy gracias por estar viva y celebro el tiempo que me queda aquí. Al principio, lo que me motivaba para soportar la agonía de la recuperación fueron las muchas personas maravillosas que me ofrecieron su amor incondicional. Con el paso de los años, he seguido fiel a este proyecto gracias a la joven que se puso en contacto conmigo, y que deseaba desesperadamente comprender por qué su madre, que murió de un ictus, no había telefoneado a urgencias. Y gracias al anciano caballero atormentado porque su esposa hubiera sufrido horriblemente mientras estaba en coma antes de morir. He seguido atada a mi computadora (con mi fiel perra Nia en mi regazo) gracias a los muchos interesados que han llamado en busca de consejos y esperanza.

He persistido en este trabajo por las 700 mil personas de nuestra sociedad (y sus familias) que sufrirán un ictus este año. Como neuroanatomista, debo decir que durante aquel ictus aprendí tanto sobre mi cerebro y su funcionamiento como en todos mis años de estudio. Al final de aquella mañana, mi conciencia entró en una fase en la que sentía que era una con el universo. Desde entonces, he llegado a entender cómo somos capaces de tener una experiencia “mística” o “metafísica” relacionada con la anatomía de nuestro cerebro.

Un ataque de lucidez explica lo que el ictus me ha enseñado acerca de mi cerebro. Más exactamente, fue el acontecimiento traumático a través del cual vino el conocimiento. Este libro trata de la belleza y flexibilidad del cerebro humano, con su capacidad innata para adaptarse constantemente a los cambios y recuperar sus funciones. En definitiva, trata del viaje de mi cerebro a través de la consciencia de mi hemisferio derecho, donde quedé envuelta en una profunda paz interior. He resucitado la consciencia de mi hemisferio izquierdo con el fin de ayudar a otros a alcanzar esa misma paz interior sin tener que experimentar un ictus. Espero que el lector disfrute con el viaje.

La vida de Jill antes del ictus

Soy neuroanatomista profesional, y tengo trabajos publicados.
Me crié en Terre Haute (Indiana). A uno de mis hermanos mayores, que sólo tiene dieciocho meses más que yo, le diagnosticaron el trastorno cerebral llamado esquizofrenia. Se lo diagnosticaron oficialmente a los treinta y un años de edad, pero desde muchos años antes presentaba claras señales de psicosis. Durante nuestra infancia, era muy diferente de mí en la manera de experimentar la realidad y la forma de comportarse. Como consecuencia, desde muy pequeña sentí fascinación por el cerebro humano. Me preguntaba cómo era posible que mi hermano y yo pudiéramos compartir la misma experiencia con interpretaciones completamente diferentes de lo que había ocurrido. Estas diferencias de percepción, procesamiento de la información y resultado final me motivaron para convertirme en neuróloga.

Mi carrera académica comenzó en la Universidad de Indiana, en Bloomington, a finales de los años 70. Debido a mis interacciones con mi hermano, estaba ansiosa por entender qué era “lo normal” neurológicamente hablando. En aquella época, la neurología era un campo de estudio tan joven que todavía no se ofrecía en la Universidad de Indiana como especialidad oficial. Estudiando psicología fisiológica y biología humana, aprendí todo lo que pude sobre el cerebro humano.

Mi primer trabajo de verdad en el ámbito de la ciencia médica resultó una gran bendición para mí. Me contrataron como técnica de laboratorio en el Centro de Educación Médica de Terre Haute (TCHME), que es una sucursal de la Facultad de Medicina de Indiana instalada en el campus de la Universidad del Estado de Indiana (ISU). Mi tiempo se repartía a partes iguales entre el laboratorio de anatomía médica humana general y el de investigación neuroanatómica. Durante dos años estuve inmersa en los estudios de medicina, y bajo la dirección del doctor Robert C. Murphy me inicié en la disección del cuerpo humano.

Saltándome el máster, pasé los seis años siguientes matriculada oficialmente en el programa de doctorado del Departamento de Ciencias de la Vida de la ISU. En mis asignaturas dominaban las de primer curso de medicina, y mi especialidad de investigación era la neuroanatomía, bajo la dirección del doctor William J. Anderson. En 1991 me doctoré y me sentí capacitada para enseñar anatomía humana general, neuroanatomía humana e histología en la Facultad de Medicina.

En 1988, durante mi estancia en el THCME y la ISU, a mi hermano se le diagnosticó oficialmente la esquizofrenia. Biológicamente, él es lo más parecido a mí que existe en el universo. Necesitaba entender por qué yo podía tomar mis sueños por lo que eran y relacionarlos con la realidad y hacer que mis sueños se hicieran realidad. ¿Qué era tan diferente en el cerebro de mi hermano para que él no pudiera conectar sus sueños con una realidad común, y en cambio se convirtieran en delirios? Estaba ansiosa por emprender una investigación sobre la esquizofrenia.

Después de doctorarme por la ISU, me ofrecieron un puesto de investigación posdoctoral en la Facultad de Medicina de Harvard, en el Departamento de Neurología. Pasé dos años trabajando con el doctor Roger Tootell en la localización de la zona MT, situada en la parte de la corteza cerebral visual que sigue los movimientos. Me interesaba aquel proyecto porque un gran porcentaje de los individuos a los que se les diagnostica esquizofrenia muestran un funcionamiento anormal de los ojos cuando miran objetos en movimiento. Después de ayudar a Roger a identificar anatómicamente la situación de la zona MT en el cerebro humano, seguí una corazonada y me pasé al Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Harvard. Mi objetivo era trabajar en el laboratorio de la doctora Francine M. Benes en el Hospital McLean. La doctora Benes es una reconocida experta de fama mundial en la investigación post mortem del cerebro humano en relación con la esquizofrenia. Creía que así podría contribuir a ayudar a las personas aquejadas del mismo trastorno cerebral que mi hermano.

Una semana antes de empezar mi nuevo trabajo en el Hospital McLean, mi padre Hal y yo volamos a Miami para asistir al congreso anual de 1993 de la Alianza Nacional para las enfermedades mentales (NAMI). Los dos asistimos a la convención con la intención de saber más sobre la NAMI y ver qué podíamos hacer para combinar nuestra energía con la suya. La NAMI es la mayor organización popular dedicada a mejorar las vidas de personas con enfermedades mentales graves. En aquella época, los miembros de la NAMI sumaban aproximadamente 40 mil familias con una persona diagnosticada psiquiátricamente. Ahora la NAMI tiene afiliadas aproximadamente 200 mil familias. La organización nacional de la NAMI funciona a nivel nacional, y las NAMI de cada estado a nivel estatal. Además, existen más de 1.100 afiliados locales repartidos por todo el país, que aportan ayuda, información y apoyo a las familias a través de la creación de comunidades.

Aquel viaje a Miami cambió mi vida. Un conjunto de unas mil quinientas personas, formado por padres, hermanos, hijos e individuos con diagnóstico de enfermedades mentales graves, se reunió para tratar cuestiones de apoyo, información, defensa e investigación. Hasta que conocí a otros hermanos de personas con enfermedades mentales, no me había dado cuenta del profundo impacto que había ejercido en mi vida la enfermedad de mi hermano. En el curso de aquellos pocos días encontré una familia que comprendía la angustia que yo sentía por la pérdida de mi hermano a causa de la esquizofrenia. Ellos comprendían los esfuerzos de mi familia por ayudarle a obtener un tratamiento de calidad. Luchaban juntos como una sola voz contra la injusticia social y el estigma relacionado con las enfermedades mentales. Contaban con programas educativos para ellos y para el gran público acerca de la naturaleza biológica de estos trastornos. Asimismo era importante su alianza con los investigadores del cerebro para ayudar a encontrar una cura. Sentí que estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno.

Era hermana de un paciente, era científica y deseaba fervientemente ayudar a gente como mi hermano. Sentía en lo más profundo de mi alma que no sólo había encontrado una causa digna de mis esfuerzos, sino además una gran familia. La semana siguiente a la convención de Miami, llegué al Hospital McLean rebosante de energía y ansiosa por empezar mi nuevo trabajo en el Laboratorio de Neurología Estructural, el área de investigación de la doctora Francine Benes. Estaba muy entusiasmada por empezar mis investigaciones post mortem sobre la base biológica de la esquizofrenia. Francine, a quien yo llamaba cariñosamente Reina de la Esquizofrenia, es una investigadora asombrosa. El simple hecho de tener la oportunidad de ver cómo pensaba, cómo investigaba y cómo reunía las piezas de los datos extraídos era un verdadero gozo para mí. Era un privilegio ser testigo de su creatividad en el diseño de experimentos, y su persistencia, precisión y eficiencia en la dirección de un laboratorio de investigación. Aquel trabajo era un sueño hecho realidad. Estudiar los cerebros de personas diagnosticadas de esquizofrenia me daba la sensación de tener un objetivo.

Sin embargo, en mi primer día de trabajo Francine me echó un jarro de agua fría al informarme de que, a causa de la poca frecuencia de las donaciones de cerebros por parte de las familias de individuos con enfermedades mentales, sufríamos una gran escasez de tejido cerebral para la investigación post mortem. No podía dar crédito a lo que oía. Acababa de pasar casi una semana en la NAMI nacional con cientos de familias con algún miembro que padecía alguna enfermedad mental grave. El doctor Lew Judd, ex director del National Institute of Mental Health (NIMH), había moderado la sesión plenaria sobre investigación, y varios prestigiosos científicos habían presentado sus investigaciones. A las familias de la NAMI les encanta informar y aprender acerca de la investigación cerebral, así que me pareció inconcebible que pudiera escasear el tejido donado. Decidí que era una simple cuestión de concienciación pública. Creía que en cuanto las familias de la NAMI supieran que había escasez de tejido para investigar, fomentarían la donación de cerebros en la organización y se resolvería el problema. Al año siguiente (1994) fui elegida para la junta directiva de la NAMI. Me emocionaba, aparte de ser para mí un gran honor y una gran responsabilidad, estar al servicio de esta maravillosa organización. Por supuesto, mi campaña se centró en la importancia de las donaciones de cerebros y la escasez de tejidos con diagnóstico psiquiátrico para que los científicos pudieran hacer su trabajo. Yo lo llamaba “la cuestión del tejido”.

En aquel momento, la edad media de un miembro de la NAMI era de 67 años. Yo sólo tenía 35. Me sentía orgullosa de ser la persona más joven elegida para la junta. Tenía energía a raudales y estaba deseando empezar. En mi nueva condición dentro de la organización nacional de la NAMI, empecé inmediatamente a informar a las convenciones estatales de la NAMI en todo el país. Antes de que yo empezara esta campaña, el Centro de Recursos de Tejido Cerebral de Harvard (el Banco de Cerebros), que estaba situado justo al lado del laboratorio de Benes, recibía menos de tres cerebros de personas con diagnóstico de trastorno psiquiátrico al año. Con esto apenas había tejido suficiente para que el laboratorio de Benes trabajara, y mucho menos para que el Banco de Cerebros suministrara tejido a los otros laboratorios de prestigio que lo solicitaban. A los pocos meses de empezar a viajar e informar a las familias de la NAMI sobre la “cuestión del tejido”, el número de donaciones empezó a aumentar.

En la actualidad, el número de donaciones de la población diagnosticada psiquiátricamente oscila entre 25 y 35 al año. A la comunidad científica le vendrían bien unos cien al año. Ya en mis primeras presentaciones sobre la “cuestión del tejido” me di cuenta de que el tema de la donación de cerebros hacía que algunos miembros del público se removieran incómodos. Llegaba ese momento predecible en el que mi público se percataba: “¡Ay, Dios mío, quiere MI cerebro!”. Y yo les decía: “Pues sí, lo quiero, pero no se preocupen, no tengo prisa”. Para combatir su evidente aprensión, compuse la letra del Banco de Cerebros titulada 1-800-Banco de Cerebros y empecé a viajar con mi guitarra como la Científica Cantante. Cuando se acercaba el tema de la donación de cerebros y la tensión en la sala empezaba a crecer, yo sacaba la guitarra y cantaba. La tonadilla del Banco de Cerebros parece lo bastante tonta para amortiguar la tensión, abrir los corazones y permitirme comunicar mi mensaje.

Mis esfuerzos en la NAMI dieron un profundo sentido a mi vida, y mi trabajo en el laboratorio tuvo sus frutos. Mi principal proyecto de investigación en el laboratorio de Benes implicaba trabajar con Francine para elaborar un protocolo con el que pudiéramos visualizar tres sistemas neurotransmisores en el mismo fragmento de tejido. Los neurotransmisores son las sustancias químicas que usan las células cerebrales para comunicarse.

Era un trabajo importante, porque las nuevas y atípicas medicaciones antipsicóticas están diseñadas para influir en múltiples sistemas neurotransmisores, y no sólo en uno. La capacidad de visualizar tres sistemas diferentes en el mismo fragmento de tejido nos daría más posibilidades de comprender la delicada interacción entre estos sistemas. Nuestro objetivo era comprender mejor los microcircuitos del cerebro: qué células de qué zonas del cerebro se comunican con qué sustancias, y con qué cantidades de dichas sustancias. Cuanto mejor supiéramos cuáles eran las diferencias a nivel celular entre los cerebros de individuos a los que se les había diagnosticado una enfermedad mental grave y los cerebros normales que servían de control, más cerca estaría la comunidad científica de ayudar a los necesitados con medicaciones apropiadas. En la primavera de 1995, este trabajo apareció en la portada del BioTechniques Journal, y en 1996 me hizo merecedora del prestigioso premio Mysell del Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Harvard. Me encantaba trabajar en el laboratorio y me encantaba compartir este trabajo con mi familia de la NAMI.

Y entonces ocurrió lo impensable. Tenía 36 años y estaba prosperando profesional y personalmente. Pero de un solo golpe, mi vida de color de rosa y mi prometedor futuro se evaporaron. El 10 de diciembre de 1996, cuando desperté descubrí que yo misma padecía un trastorno cerebral. En cuatro breves horas vi cómo mi mente se deterioraba por completo en su capacidad de procesar los estímulos que llegaban a través de mis sentidos. Esta rara modalidad de ictus me incapacitó por completo: no podía andar, hablar, leer, escribir ni recordar ningún aspecto de mi vida.
Un ataque de lucidez, Jill Bolte Taylor [2 de junio de 2009]


Eran las siete de la mañana del 10 de diciembre de 1996. Me despertó el familiar tic-tic-tic de mi lector de discos compactos que se disponía a sonar. Medio en sueños, apreté el botón de aplazamiento justo a tiempo para coger la siguiente onda mental que me devolvería al país de los sueños. Allí, en esa tierra mágica que yo llamo "Thetaville" -un lugar surreal de conciencia alterada, a mitad de camino entre los sueños y la realidad-, mi espíritu resplandecía, bello, fluido y libre de los confines de la realidad normal.
Seis minutos después, cuando el tic-tic-tic del CD avivó mi recuerdo de que yo era un mamífero terrestre, me desperté perezosamente, sólo para sentir un agudo dolor que taladraba mi cerebro justo detrás del ojo izquierdo. Bizqueando a la luz de la mañana, desactivé la inminente alarma con la mano derecha e instintivamente me apreté el costado de la cara con la palma de la mano izquierda. Como casi nunca me pongo enferma, pensé que era muy raro que me despertara con tanto dolor. Mientras mi ojo izquierdo palpitaba con rimo lento y deliberado, me sentí desconcertada e irritada. El dolor palpitante detrás del ojo era agudo, como la sensación cáustica que a veces se siente al morder un helado.
Al rodar fuera de mi cálida cama de agua, salí tambaleante al mundo con la pesadez de un soldado herido. Bajé la persiana de la ventana de mi cuarto para evitar que el raudal de luz me diera en los ojos. Decidí que un poco de ejercicio haría circular la sangre y tal vez ayudara a disipar el dolor. En un momento monté en mi cardio-glider (una máquina de ejercicio para todo el cuerpo) y empecé a moverme al ritmo de Shania Twain, que cantaba Whose bed have your boots been under? ("¿bajo qué cama han estado tus zapatos?"). Inmediatamente sentí que una fuerte e insólita sensación de disociación se apoderaba de mí. Me sentía tan rara que puse en entredicho mi estado de salud. Aunque mis pensamientos parecían lúcidos, mi cuerpo se sentía extraño. Mientras miraba mis manos y brazos que se movían adelante y atrás, adelante y atrás, en sincronía opuesta con mi torso, me sentí extrañamente desligada de mis funciones cognitivas normales. Era como si la integridad de mi conexión mente/cuerpo estuviera en peligro.
Sintiéndome separada de la realidad normal, me parecía que estaba contemplando mi actividad en lugar de sentirme como una participante activa que realiza una acción. Me sentía como si estuviera observándome a mí misma en movimiento, como quien recupera un recuerdo. Mis dedos, aferrados al manillar, parecían garras primitivas. Durante unos segundos vacilé y observé, llena de asombro, cómo mi cuerpo oscilaba rítmica y mecánicamente. Mi torso subía y bajaba en perfecta cadencia con la música, y la cabeza seguía doliéndome.
(...) Aturdida, sentí que la frecuencia de las punzadas aumentaba dentro de mi cerebro y me di cuenta de que, probablemente, lo del ejercicio no era buena idea.
Un poco nerviosa por mi condición física, desmonté de la máquina y atravesé tambaleándome el cuarto de estar, camino del baño. Al andar me percaté de que mis movimientos no eran fluidos. Los sentía pausados y casi a sacudidas. A falta de una coordinación muscular normal, mis andares no tenían gracia y mi equilibrio era tan defectuoso que mi mente parecía exclusivamente preocupada por mantenerme erguida.
Al levantar la pierna para entrar en la bañera, me apoyé en la pared para sujetarme. Parecía raro que pudiera sentir las actividades internas de mi cerebro, que ajustaba y reajustaba todos los conjuntos musculares opuestos de mis extremidades inferiores para impedir que me cayera. Mi percepción de estas respuestas automáticas del cuerpo ya no era un ejercicio de conceptualización intelectual. Más bien tenía el privilegio momentáneo de experimentar con precisión lo mucho que se estaban esforzando los cincuenta billones de células de mi cerebro y mi cuerpo, trabajando al unísono para mantener la flexibilidad e integridad de mi estado físico. Con los ojos de una ávida entusiasta de la magnificencia del diseño humano, contemplé sobrecogida el funcionamiento autónomo de mi sistema nervioso, que calculaba y recalculaba cada ángulo de mis articulaciones.
Ignorando el grado de peligro que corría mi cuerpo, equilibré mi peso contra la pared de la ducha. Al inclinarme hacia delante para abrir el grifo, me sorprendió el brusco y exagerado estruendo del agua que caía en la bañera. Esta inesperada amplificación del sonido era a la vez ilustrativa y perturbadora. Me revelaba que, además de tener problemas de coordinación y equilibrio, mi capacidad de procesar el sonido entrante (la información auditiva) era errática.
Sabía que, en el plano neuroanatómico, la coordinación, el equilibrio, la audición y el acto de inspirar aire se procesaban a través del puente de mi tronco encefálico. Por primera vez, consideré la posibilidad de estar sufriendo una grave disfunción neurológica que podía poner en peligro mi vida.
Mientras mi mente cognitiva buscaba una explicación de lo que estaba ocurriendo anatómicamente dentro de mi cerebro, me eché hacia atrás en respuesta al rugido amplificado del agua, ya que el inesperado ruido perforaba mi delicado y dolorido cerebro. En aquel instante, de pronto me sentí vulnerable y noté cómo la constante charla mental que rutinariamente me familiarizaba con mi entorno ya no era un flujo constante y predecible de conversación. Ahora mis pensamientos verbales eran incoherentes, fragmentados e interrumpidos por un silencio intermitente.
(...) Cuando mi charla cerebral empezó a desintegrarse, sentí una extraña sensación de aislamiento. Mi tensión arterial debía de estar bajando a consecuencia del ictus, porque sentía como si todos mis sistemas, incluida la capacidad de mi mente para inducir movimientos, se estaban ralentizando. Sin embargo, aunque mis pensamientos ya no eran una corriente constante de parloteo acerca del mundo exterior y mi relación con él, yo estaba consciente y constantemente presente en mi mente.
Confusa, busqué en los bancos de memoria de mi cuerpo y mi cerebro, comprobando y analizando todo lo que recordaba haber experimentado en el pasado y que fuera remotamente similar a esa situación. "¿Qué está pasando?", me preguntaba. "¿Alguna vez he experimentado algo parecido a esto? ¿Alguna vez me he sentido así? Esto parece una migraña. ¿Qué está pasando en mi cerebro?".
Cuanto más me esforzaba por concentrarme, más volátiles parecían mis ideas. En lugar de encontrar respuestas e información, encontré una creciente sensación de paz. En lugar de aquella cháchara constante que me había ligado a los detalles de mi vida, me sentí envuelta en un manto de euforia tranquila. Qué suerte tuve de que la parte de mi cerebro que registra el miedo, la amígdala, no hubiera reaccionado con alarma a estas insólitas circunstancias, arrastrándome a un estado de pánico. Mientras los centros de lenguaje de mi hemisferio izquierdo se iban silenciando y me iba desligando de los recuerdos de mi vida, me sentía reconfortada por una creciente sensación de gracia. En este vacío de cognición superior y detalles acerca de mi vida normal, mi conciencia ascendió a un estado de saberlo todo, de ser uno con el universo, si se prefiere decir así. De una manera fascinante, lo sentía como un buen camino a casa y me gustó.
A esas alturas, ya había perdido el contacto con gran parte de la realidad física tridimensional que me rodeaba. Mi cuerpo se apoyaba en la pared de la ducha y me pareció extraño ser consciente de que ya no podía discernir con claridad las fronteras físicas, dónde empezaba y dónde terminaba yo. Sentía la composición de mi ser como si fuera fluida y no sólida. Ya no me percibía como un objeto completo, separado de todo lo demás. Ahora me fundía con el espacio y fluía a mi alrededor. Mientras experimentaba una sensación cada vez mayor de distanciamiento entre mi mente cognitiva y mi capacidad para controlar mis dedos y moverlos, la masa de mi cuerpo se sintió pesada y mi energía disminuyó.
Cuando las gotitas de la ducha chocaron contra mi cuerpo como balas diminutas, volví de golpe a la realidad. Mientras levantaba las manos delante de la cara y movía los dedos, me sentía a la vez perpleja e intrigada. "Caramba, qué cosa más rara y asombrosa soy. Qué ser vivo tan extraño soy. ¡Vida! ¡Soy vida! Soy un mar de agua encerrado en esta bolsa membranosa. Aquí, en esta forma, soy una mente consciente y este cuerpo es el vehículo gracias al cual estoy VIVA. Soy billones de células que comparten una mente común. Aquí estoy, prosperando como vida. ¡Vaya! ¡Menudo concepto insondable! Soy vida celular... no, soy vida molecular con destreza manual y una mente cognitiva".
(...) Debo reconocer que el creciente vacío en mi dañado cerebro era totalmente seductor. Agradecí el alivio temporal que el silencio proporcionaba respecto a la constante cháchara que me relacionaba con lo que ahora percibía como los insignificantes asuntos de la sociedad. Dirigí con ansiedad mi atención hacia dentro, hacia el constante tamborileo de los billones de células brillantes que trabajaban diligente y sincronizadamente para mantener fijo mi cuerpo en estado de homeostasis. Mientras la sangre se derramaba por mi cerebro, mi conciencia se fue reduciendo a un nivel sosegante y satisfactorio que abarcaba el vasto y maravilloso mundo interior. Estaba fascinada y a la vez abrumada por lo mucho que trabajaban mis pequeñas células, sin un momento de respiro, sólo para mantener la integridad de mi existencia en esta forma física.
(...) Estando allí de pie, con el agua golpeando mi pecho, una sensación de hormigueo me surgió del tórax e irradió con fuerza hacia la garganta. Sobresaltada, me di cuenta al instante de que estaba en grave peligro. El susto me hizo regresar a esta realidad exterior y de inmediato volví a evaluar las anomalías de mis sistemas físicos. Decidida a entender lo que estaba pasando, rebusqué apresuradamente en mis almacenes de conocimiento en busca de un autodiagnóstico. "¿Qué está pasando con mi cuerpo? ¿Qué está fallando en mi cerebro?".
Aunque el flujo de cognición normal, esporádicamente discontinuo, me tenía casi incapacitada, de algún modo conseguí mantener mi cuerpo en funcionamiento. Al salir de la ducha, mi cerebro se sentía embriagado. El cuerpo estaba inestable, se sentía pesado y le costaba mucho moverse muy despacio. "¿Qué estoy intentando hacer? Vestirme, vestirme para ir a trabajar. Me estoy vistiendo para ir a trabajar". Me esforcé mecánicamente para elegir la ropa, y a las ocho y cuarto de la mañana estaba lista para salir. Dando zancadas por mi piso, pensé: "Vale, voy a trabajar. Voy a ir a trabajar. ¿Sé cómo llegar al trabajo? ¿Puedo conducir?". Mientras visualizaba el camino al hospital McLean, perdí de repente el equilibrio cuando el brazo derecho cayó completamente paralizado contra el costado. En aquel momento lo supe: "Dios mío, estoy teniendo un ictus. ¡Estoy teniendo un ictus! Y al instante siguiente, un pensamiento relampagueó en mi cabeza: ¡Jo! ¡Cómo mola!".
Me sentía como si estuviera suspendida en un peculiar estupor eufórico, y sentí un extraño regocijo cuando comprendí que aquella inesperada peregrinación a las intrincadas funciones de mi cerebro tenía en realidad una base y una explicación fisiológicas. No dejaba de pensar. "Caramba, ¿cuántos científicos han tenido la oportunidad de estudiar el funcionamiento y el deterioro mental de su propio cerebro desde dentro?". Toda mi vida había estado dedicada a comprender cómo crea el cerebro humano nuestra percepción de la realidad. ¡Y ahora estaba experimentando el más extraordinario ataque de lucidez!
(...) Al posar los ojos en mi cálida y acogedora cama de agua, me pareció que me llamaba en aquella fría mañana de invierno en Nueva Inglaterra. "Ay, qué cansada estoy. Qué cansada. Sólo quiero descansar. Sólo quiero tumbarme y relajarme un ratito". Pero en el fondo de mi ser, resonando como un trueno, una voz autoritaria me habló claramente: "Si te tumbas ahora, no volverás a levantarte".
(...) Aun en esta condición, la mente egoísta de mi hemisferio izquierdo mantenía arrogantemente la creencia de que aunque estaba experimentando una dramática incapacidad mental, mi vida era invencible. Optimista, creía que me recuperaría por completo de lo sucedido esa mañana. Un poco irritada por esta repentina interrupción de mi plan de trabajo, me burlé: "Vale, muy bien, estoy teniendo un ictus. Sí, estoy teniendo un ictus... ¡pero soy una mujer muy ocupada! De acuerdo, ya que no puedo parar este ictus, muy bien, entonces haré esto durante una semana. Aprenderé lo que necesito saber sobre el modo en que mi cerebro crea mi percepción de la realidad y después seguiré con mi trabajo la semana que viene. Ahora, ¿qué hago? Buscar ayuda. Debo concentrarme y buscar ayuda". Y le rogué a mi reflejo en el espejo: "Recuerda, por favor, recuerda todo lo que estás experimentando. Que éste sea un ataque de lucidez ante la desintegración de mi mente cognitiva".
Un ataque de lucidez, de Jill BolteTaylor [El País, 21 de diciembre de 2008]

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