sábado, 2 de agosto de 2014

La aventura del rebuzno. Actualidad de Cervantes



En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus ejercicios, su pr[o]fesión y estudios; a lo que él respondió que su profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento para la república; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pinta setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando, como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones.
–Porque doy al celoso, al desdeñado, al olvidado y al ausente las que les convienen, que les vendrán más justas que pecadoras. Otro libro tengo también, a quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Mada-lena, quién el Caño de Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena, las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías, metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo.
Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:
–Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el primero que se rascó en la cabeza, que yo para mí tengo que debió de ser nuestro padre Adán? […]


Las aventuras del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes. Segunda Parte. Capítulo XXII
Arrabalera, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de abril de 2011]
Antonio Muñoz Molina en sus palabras, Santiago La Rotta [6 de junio de 2013, el espectador]
Varios fragmentos del ensayo Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina.




–Calle, señor –replicó Sancho–, que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de vecinos.
–Más has dicho, Sancho, de lo que sabes –dijo don Quijote–; que hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria.

Me parece una crítica inteligente a sus propios críticos.

–Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se quedaba allá para casta.
Pero no respondía palabra don Quijote; y, sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara; y, mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:
–Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha ijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!
[Es]cuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto.
–¿Infierno le llamáis? –dijo don Quijote–; pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis.[…]
–A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté sobre él, pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo quién me sustentase; y, estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y, cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto; con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacía mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: ‘‘Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo stupendo. Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre’’. Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá [a]rriba se contaba: que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.  […]

Descartes. Calderón de la Barca. La vida es sueño. 1635. La dificultad para distinguir el sueño de la vigilia. La dificultad para distinguir realidad y ficción: la realidad de la ficción.
Lo real como materia literaria.




–No con menor lo cuento yo –respondió don Quijote–; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón, y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo: ‘‘Éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si estuviese vivo?’’ Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo: […]
‘Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé, saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado, a la presencia de la señora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y, aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondéis, imagino que no me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas’’. ‘‘Y cuando así no sea –respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja–, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar’’. Y, volviéndose de lado, tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. ‘‘Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo’’. ‘‘¡Cepos quedos! –dije yo entonces–, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí’’. A lo que él me respondió: ‘‘Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo’’. Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma. […]
–No, Sancho amigo –respondió don Quijote–, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados; yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos. […]
–Todo eso pudiera ser, Sancho –replicó don Quijote–, pero no es así, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote, cuando de Bretaña vino. […]

Los mitos y leyendas. Este quiebro es genial. Él sueña lo que Sancho inventó sin conciencia de que entonces fue un engaño y ahora fue un sueño. Por este motivo, Sancho sabe que Don Quijote está perdiendo el juicio. No es que tenga intención de mentir; es que no tiene capacidad para distinguir realidad y ficción; hechos y leyendas. El Caballero Montesinos es un personaje habitual del Romancero Viejo del siglo XVI.
Desencantar es como desvelar, conocer la verdad. Alétheia, es el concepto filosófico que se refiere a la sinceridad de los hechos y la realidad. Literalmente la palabra significa "aquello que no está oculto", "aquello que es evidente", lo que es verdadero. También hace referencia al "desocultamiento del ser"




–Conocíla –respondió don Quijote– en que trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que, andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena me dio, de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: ‘‘Mi señora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cómo está; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad’’. Suspendióme y admiróme el tal recado, y, volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: ‘‘¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?’’ A lo que él me respondió: ‘‘Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la señora Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, según parece, no hay sino dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta en algún grande aprieto’’. ‘‘Prenda, no la tomaré yo –le respondí–, ni menos le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales’’; los cuales le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos), y le dije: ‘‘Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que, cuando menos se lo piense, oirá decir como yo he hecho un juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua, de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla’’. ‘‘Todo eso, y más, debe vuestra merced a mi señora’’, me respondió la doncella. Y, tomando los cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire. […]
Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas, de mano del mesmo Hamete, estas mismas razones:
‘‘No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias’’.

Apócrifo: Que no es auténtico o no es obra de la persona a la que se atribuye.
Qué bueno. Me adelanto a las posibles críticas: Al lector corresponde juzgar sobre la verdad.
Y, una vuelta de tuerca: ¿No puede ser que Don Quijote quisiera poner a prueba la verdad del testimonio de Sancho Panza? Te cuento como cierto el disparate que me has contado [el encantamiento de Dulcinea] para ver si te descubres o mantienes el engaño.
Hay quien cree como ciertas sus propias mentiras. No es que tenga intención de engañar, es que uno mismo puede fabular por interés y ser víctima de su propio engaño.




Y luego prosigue, diciendo:
Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición blanda que entonces mostraba; porque, si así no fuera, palabras y razones le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:
–Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, según puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: ‘‘Paciencia y barajar’’; y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlomagno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo , que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes. […]

Cervantes imaginando: Así es cómo me leerán.




cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador.

Mejor guardar las apariencias que mostrarse abiertamente vicioso.




Y más quiero tener por amo y por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.
–Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? –preguntó el primo.
–Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal personaje –respondió el mozo–, a buen seguro que yo la llevara, que eso tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna siquiera razonable ventura.
–Y dígame, por su vida, amigo –preguntó don Quijote–: ¿es posible que en los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
–Dos me han dado –respondió el paje–; pero, así como el que se sale de alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que por sola ostentación habían dado.
–Notable espilorchería, como dice el italiano –dijo don Quijote–; pero, con todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen. […]

De los que gobiernan y mandan. Del ejercicio de las letras y las armas. Menuda crítica.




–«Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y, aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,– que el asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro regidor del mismo pueblo le dijo: ‘‘Dadme albricias, compadre, que vuestro jumento ha parecido’’. ‘‘Yo os las mando y buenas, compadre –respondió el otro–, pero sepamos dónde ha parecido’’. ‘‘En el monte –respondió el hallador–, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle, pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego vuelvo’’. ‘‘Mucho placer me haréis –dijo el del jumento–, e yo procuraré pagároslo en la mesma moneda’’. […]
dijo el regidor que le había visto al otro: ‘‘Mirad, compadre: una traza me ha venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte; y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad el hecho por concluido’’. ‘‘¿Algún tanto decís, compadre? –dijo el otro–; por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos’’. ‘‘Ahora lo veremos –respondió el regidor segundo–, porque tengo determinado que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que está en el monte’’. A lo que respondió el dueño del jumento: ‘‘Digo, compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio’’. […]
Rebajarse y ponerse a la altura moral del que nos insulta y agravia. Así se demuestra la educación:  





"cuando alguien ataca de manera tan grosera una se refugia en las cosas que le gustan, pero el caso es que la zafiedad no se me contagia". Anda y que te ondulen, Elvira Lindo
 
‘‘Ahora digo –dijo el dueño–, que de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia’’. ‘‘Esas alabanzas y encarecimiento –respondió el de la traza–, mejor os atañen y tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás; los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad’’. ‘‘Ahora digo –respondió el dueño–, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que decís’’. ‘‘También diré yo ahora –respondió el segundo– que hay raras habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que no saben aprovecharse dellas’’. ‘‘Las nuestras –respondió el dueño–, si no es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho’’. […]
Mas, ¿cómo había de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del bosque, comido de lobos? […]
Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos. Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto.» […]


Lo leí ayer y no pude por menos que relacionarlo:


Elvira me ha enseñado el video inaudito de esa diputada, antigua ministra, Celia Villalobos, gritándole con malos modos a su chófer, al chófer de un opulento coche oficial que le pagamos todos, en virtud de que esa mujer representa la sagrada, la tan maltratada soberanía popular, y lleva media vida o casi toda la vida viviendo del dinero público, ostentando cargos oficiales, para los cuales no se sabe cuál es su cualificación. Esa grosería de las órdenes de quien no respeta a quienes trabajan bajo su mando me ha traído de golpe el recuerdo de otra época, cuando yo era niño, la grosería permanente de los que mandaban, la zafiedad cuartelaria de la que hacían gala hasta los más ínfimos guardianes o aprovechados de la dictadura, sobre todo cuando trataban con los pobres, con la gente del campo que se acercaba a una oficina a rellenar una solicitud y no recibía ni siquiera una mirada, los policías, los funcionarios, los que se burlaban porque una abuela no sabía firmar, hasta los guardas de los parques, cualquiera que llevara un uniforme, una insignia, que exhibiera un gesto de chulería nicotínica, que mirara detrás de una ventanilla o de un mostrador, los patronos con los trabajadores, los encargados de los cortijos con los aceituneros, la cara fea y agria de los capataces de un país atrasado y sometido. Y ahí siguen, ahora gritándole a un chófer porque no llega a tiempo de satisfacer su capricho, gritando con la misma chabacanería arrabalera en un programa basura de la televisión que en la tribuna del Congreso de los Diputados, infamando un sistema que costó tanto establecer y que ella y tantos como ella han parasitado, han secuestrado volviéndolo irreconocible, agravando con su codicia y su incompetencia una crisis en la que como es de rigor sufren más los más indefensos.Arrabalera, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de abril de 2011]

–Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra.
–¡Cuerpo de tal –dijo el ventero–, que aquí está el señor mase Pedro! Buena noche se nos apareja. […]
Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:
–Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo. […]
–Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
–¡Voto a Rus –dijo Sancho–, no dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.
Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y, abrazándole las piernas, dijo:
–Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!
Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
–Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene en su trabajo.
–Eso creo yo muy bien –respondió Sancho–, porque es ella una bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus herederos.
–Ahora digo –dijo a esta sazón don Quijote–, que el que lee mucho y anda mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno.
–Si yo tuviera dineros –dijo el paje–, preguntara al señor mono qué me ha de suceder en la peregrinación que llevo.
A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de don Quijote:
–Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.
Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.
Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser oídos de nadie, le dijo:
–Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.
–Si el patio es espeso y del demonio –dijo Sancho–, sin duda debe de ser muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos patios?
–No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina; porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo, echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario, después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría, y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como lo quedan todos o los más levantadores.
–Con todo eso, querría –dijo Sancho– que vuestra merced dijese a maese Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
–Todo podría ser –respondió don Quijote–, pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:
–Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
–El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá hasta el viernes, como dicho tiene.
–¿No lo decía yo –dijo Sancho–, que no se me podía asentar que todo lo que vuesa merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era verdad, ni aun la mitad?
–Los sucesos lo dirán, Sancho –respondió don Quijote–; que el tiempo, descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra. Y, por hora, baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí tengo que debe de tener alguna novedad. […]
Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,
con chilladores delante
y envaramiento detrás;
y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay "traslado a la parte", ni "a prueba y estése", como entre nosotros.
–Niño, niño –dijo con voz alta a esta sazón don Quijote–, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o transversales; que, para sacar una verdad en limpio, menester son muchas pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
–Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles. […]
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro, y dijo:
Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete; antes, prosiguió, diciendo:
–No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad se hunde con el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan.
–¡Eso no! –dijo a esta sazón don Quijote–: en esto de las campanas anda muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate. […]
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:
–No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que, como yo llene mi talego, si quiere represente más impropiedades que tiene átomos el sol.
–Así es la verdad –replicó don Quijote. […]
Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este capítulo: ‘‘Juro como católico cristiano...’’; a lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico cristiano cuando jura, jura, o debe jurar, verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro, y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos pueblos con sus adivinanzas.



Sobre la supersticiones y las creencias. La importancia de la credibilidad. Todos los discursos no son igualmente válidos. Lo que vale la palabra de un hombre. De un moro, de un cristiano. De un delincuente, de un hombre honrado.



 
Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este Ginés de Pasamonte, a quien don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio; que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta. Pero, en resolución, Ginés le hurtó, estando sobre él durmiendo Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y después le cobró Sancho, como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por estremo.
Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería compró aquel mono, a quien enseñó que, en haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído. Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía, qué cosas particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas; y, llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar su retablo, el cual unas veces era de una historia, y otras de otra; pero todas alegres y regocijadas y conocidas. Acaba[da] la muestra, proponía las habilidades de su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente; pero que en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pedía dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba el pulso a los preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él sabía los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada por no pagarle, él hacía la seña al mono, y luego decía que le había dicho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con las preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros. […]

Estoy segura de que algún/os capítulos de los 104 que componen Todo lo que era sólido encajan con esta historia de Ginesillo de Parapilla.

Los expertos en brujería han actuado y actúan en todo el mundo, y en los sitios más prestigiosos. Alan Greenspan, el que fue presidente de la Reserva Federal, era tratado, más que como un economista, como un brujo omnisciente, una especie de papá infalible y enigmático. Y vuelvo a insistir: no hay fracaso irreversible, no hay fracaso total. Nos hace falta ponernos de acuerdo, cambiar cosas fundamentales en el sistema político, dotarnos de una administración profesional, austera y eficiente, por ejemplo en campos tan decisivos y tan abandonados como el de la justicia. Pero hacer las cosas bien a veces es incluso menos trabajoso que hacerlas mal”.
La irresponsabilidad de las élites las pagan los pueblos enteros, y eso tiene que ver también con la idea de que la historia es, digamos, inevitable. La Guerra Civil ocurre porque era inevitable, nos dicen. Pues no, la Guerra Civil se produce por varias razones. Durante mucho tiempo, la élite política se dedicó a exacerbar al máximo el enfrentamiento y la violencia. Ahora se quiere idealizar aquella época. ‘Ahora no hay parlamentarios’, se llegó a decir; los de la República, esos sí que eran unos verdaderos parlamentarios. Y se olvida el hecho de que se ponía una caja a la entrada del Congreso para que esos parlamentarios depositaran sus armas de fuego”.
“En países como el nuestro a los profesionales de la política nunca les falla el olfato demagógico. El desprecio por el conocimiento y por la imaginación creativa puede ser dañino para la economía, pero no perjudica al dirigente que lo pone en práctica: incluso, bien manejado, le puede deparar algunos réditos populistas”.Antonio Muñoz Molina en sus palabras, Santiago La Rotta [6 de junio de 2013, el espectador]

No eran expertos en economía sino en brujería. Les hemos creído no porque comprendiéramos lo que nos decían sino porque no lo comprendíamos, y porque la oscuridad de sus augurios y la seriedad sacerdotal con que los enunciaban nos sumían en una especie de aterradora reverencia.” […]
“Creemos que ocupan posiciones tan levantadas de poder porque son muy inteligentes. En realidad nos parecen muy inteligentes tan sólo porque tienen un poder inmenso.” […]
Victimismo y narcisismo son dos de los rasgos del nosotros intacto que las clases políticas y sus aduladores y sirvientes intelectuales han levantado en cada comunidad, proscribiendo o dejando al margen no sólo cualquier referencia favorable al marco político común sino casi cualquier noción adulta de ciudadanía.”

Envuelto en la oportuna bandera un delincuente es un héroe.”Fragmentos de Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina.


Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y, habiendo discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo, según las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por afrentados, porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole de traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego Ordóñez de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano, porque ignoraba que solo Vellido Dolfos había cometido la traición de matar a su rey; y así, retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado, y aun pasó muy adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a las otras menudencias que allí se declaran; pero, ¡vaya!, pues cuando la cólera sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues, esto así, que uno solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, república ni pueblo entero, queda en limpio que no hay para qué salir a la venganza del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque, ¡bueno sería que se matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno sería, por cierto, que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen, y anduviesen contino hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña que fuese! No, no, ni Dios lo permita o quiera. Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables, y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma carece de todo razonable discurso; cuanto más, que el tomar venganza injusta, que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen; mandamiento que, aunque parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse. 
Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes

“Cualquiera que se declare independiente es todavía menos de fiar que el visible adversario.”

“La primera inquietud de quien se manifiesta en público es dejar bien clara su adscripción partidista, no sea que caiga en peligro de ser visto como sospechoso, o como dudoso. Antes de adoptar cualquier posición hay que asegurarse no de su racionalidad o de su justeza sino de que se distingue bien claramente de la del adversario.”

“Es muy difícil llevar la contraria en España. Llevar la contraria no a los del partido o a los del bando contrario, sino a los que parecería que están en el lado de uno.”

"Qué posibilidades puede haber de verdadero pluralismo en un país donde el parlamento, que debería ser por naturaleza el escenario privilegiado de los debates públicos, el lugar donde se manifiesta a la vista de todos la variedad de las posturas y las opiniones legítimas, de la disidencia radical y también de la capacidad de acuerdo, ofrece a diario el espectáculo entre grotesco y degradante de la obediencia en bloque a las directrices del partido, el aplauso cerrado al líder, el insulto soez al contrario."
Fragmentos de Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina.


Fragmento de Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina

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