viernes, 12 de septiembre de 2014

Improvisaciones casi de jazz



Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por objecionesI que podían ponerle de mentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra2, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua.
Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes





Estoy contento de reunirme hoy con vosotros y con vosotras en la que pasará a la historia como la mayor manifestación por la libertad en la historia de nuestra nación.

Hace un siglo, un gran americano, bajo cuya simbólica sombra nos encontramos, firmó la Proclamación de Emancipación. Este trascendental decreto llegó como un gran faro de esperanza para millones de esclavos negros y esclavas negras, que habían sido quemados en las llamas de una injusticia aniquiladora. Llegó
como un amanecer dichoso para acabar con la larga noche de su cautividad.

Pero cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación. Cien años después, las personas negras viven en una isla solitaria de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, las personas negras todavía siguen languideciendo en los rincones de la sociedad americana y se sienten como exiliadas en su propia tierra. Así que hemos venido hoy aquí a mostrar unas
condiciones vergonzosas.


Tengo un sueño, Martin Luther King traducido por Tomás Albaladejo
Extracto del discurso leído en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington en 1963. [El País]
El día en que mataron a Martin Luther King, Julián Casanova [El País, 30 de marzo de 2008]
El poder permanente del discurso sobre el sueño de King, Michiko Kakutani [El País, 28 de agosto de 2013] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
La derrota de Martin Luther King, Mario Vargas Llosa [El País, 8 de mayo de 1994]

Extracto del concepto de la verdad en El Quijote, Alexander A. Parker




Hemos venido a la capital de nuestra nación en cierto sentido para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magnificentes palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia, estaban firmando un pagaré del que todo americano iba a ser heredero. Este pagaré era una promesa de que a todos los hombres, sí, a los hombres negros y también a los hombres blancos se les garantizarían los derechos inalienables a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Hoy es obvio que América ha defraudado en este pagaré en lo que se refiere a sus ciudadanos y ciudadanas de color. En vez de cumplir con esta sagrada obligación, América ha dado al pueblo negro un cheque malo, un cheque que ha sido devuelto marcado “sin fondos”.
Pero nos negamos a creer que el banco de la justicia está en bancarrota. Nos negamos a creer que no hay fondos suficientes en las grandes arcas bancarias de las oportunidades de esta nación. Así que hemos venido a cobrar este cheque, un cheque que nos dé mediante reclamación las riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia. También hemos venido a este santo lugar para recordar a América la intensa urgencia de este momento. No es tiempo de darse al lujo de refrescarse o de tomar el tranquilizante del gradualismo. Ahora es tiempo de hacer que las promesas de democracia sean reales. Ahora es tiempo de subir desde el oscuro y desolado valle de la segregación al soleado sendero de la justicia racial. Ahora es tiempo de alzar a nuestra nación desde las arenas movedizas de la injusticia racial a la sólida roca de la fraternidad. Ahora es tiempo de hacer que la justicia sea una realidad para todos los hijos de Dios.

Sería desastroso para la nación pasar por alto la urgencia del momento y subestimar la determinación de las personas negras.
Este asfixiante verano del legítimo descontento de las personas negras no pasará hasta que haya un estimulante otoño de libertad e igualdad. Mil novecientos sesenta y tres no es un fin, sino un comienzo. Quienes esperaban que las personas negras necesitaran soltar vapor y que ahora estarán contentos, tendrán un brusco despertar si la nación vuelve a su actividad como si nada hubiera pasado. No habrá descanso ni tranquilidad en América hasta que las personas negras tengan garantizados sus derechos como ciudadanas y ciudadanos. Los torbellinos de revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que nazca el día brillante de la justicia.

Pero hay algo que debo decir a mi pueblo, que está en el caluroso umbral que lleva al interior del palacio de justicia.
En el proceso de conseguir nuestro legítimo lugar, no debemos ser culpables de acciones equivocadas. No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa del encarnizamiento y del odio. Debemos conducir siempre nuestra lucha en el elevado nivel de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra fecunda protesta degenere en violencia física. Una y otra vez debemos ascender a las majestuosas alturas donde se hace frente a la fuerza física con la fuerza espiritual. La maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra no debe llevarnos a desconfiar de todas las personas blancas, ya que muchos de nuestros hermanos blancos, como su presencia hoy aquí evidencia, han llegado a ser conscientes de que su destino está atado a nuestro destino. Han llegado a darse cuenta de que su libertad está inextricablemente unida a nuestra libertad. No podemos caminar solos.

Y mientras caminamos, debemos hacer la solemne promesa de que siempre caminaremos hacia adelante. No podemos volver atrás. Hay quienes están preguntando a los defensores de los derechos civiles: “¿Cuándo estaréis satisfechos?” No podemos estar satisfechos mientras las personas negras sean víctimas de los indecibles horrores de la brutalidad de la policía. No podemos estar satisfechos mientras nuestros cuerpos, cargados con la fatiga del viaje, no puedan conseguir alojamiento en los moteles de las autopistas ni en los hoteles de las ciudades. No podemos estar satisfechos mientras la movilidad básica de las personas negras sea de un ghetto más pequeño a otro más amplio. No podemos estar satisfechos mientras nuestros hijos sean despojados de su personalidad y privados de su dignidad por letreros que digan “sólo para blancos”. No podemos estar satisfechos mientras una persona negra en Mississippi no pueda votar y una persona negra en NuevaYork crea que no tiene nada por qué votar. No, no, no estamos satisfechos y no estaremos satisfechos hasta
que la justicia corra como las aguas y la rectitud como un impetuoso torrente.

No soy inconsciente de que algunos de vosotros y vosotras habéis venido aquí después de grandes procesos y tribulaciones. Algunos de vosotros y vosotras habéis salido recientemente de estrechas celdas de una prisión. Algunos de vosotros y vosotras habéis venido de zonas donde vuestra búsqueda de la libertad os dejó golpeados por las tormentas de la persecución y tambaleantes por los vientos de la brutalidad de la policía. Habéis sido los veteranos del sufrimiento fecundo. Continuad trabajando con la fe de que el sufrimiento inmerecido es redención.

Volved a Mississippi, volved a Alabama, volved a Carolina del Sur, volved a Georgia, volved a Luisiana, volved a los suburbios y a los ghettos de nuestras ciudades del Norte, sabiendo que de un modo u otro esta situación puede y va a ser cambiada.

No nos hundamos en el valle de la desesperación. Aun así, aunque vemos delante las dificultades de hoy y mañana, amigos míos, os digo hoy: todavía tengo un sueño. Es un sueño profundamente enraizado en el sueño americano.

Tengo un sueño: que un día esta nación se pondrá en pie y realizará el verdadero significado de su credo:
“Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido creados iguales"

Tengo un sueño: que un día sobre las colinas rojas de Georgia los hijos de quienes fueron esclavos y los hijos de quienes fueron propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la
fraternidad.

Tengo un sueño: que un día incluso el estado de Mississippi, un estado sofocante por el calor de la injusticia, sofocante por el calor de la opresión, se transformará en un oasis de libertad y justicia.

Tengo un sueño: que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel si no por su reputación.

Tengo un sueño hoy.

Tengo un sueño: que un día allá abajo en Alabama, con sus racistas despiadados, con su gobernador que tiene los labios goteando con las palabras de interposición y anulación, que un día, justo allí en Alabama niños negros y niñas negras podrán darse la mano con niños blancos y niñas blancas, como hermanas y hermanos.

Tengo un sueño hoy.

Tengo un sueño: que un día todo valle será alzado y toda colina y montaña será bajada, los lugares escarpados se harán llanos y los lugares tortuosos se enderezarán y la gloria del Señor se mostrará y toda la carne juntamente la verá.

Ésta es nuestra esperanza. Ésta es la fe con la que yo vuelvo al Sur. Con esta fe seremos capaces de cortar de la montaña de desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las chirriantes disonancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a la cárcel juntos, de
ponernos de pie juntos por la libertad, sabiendo que un día seremos libres.

Éste será el día, éste será el día en el que todos los hijos de Dios podrán cantar con un nuevo significado “Tierra mía, es a ti, dulce tierra de libertad, a ti te canto. Tierra donde mi padre ha muerto, tierra del orgullo del peregrino, desde cada ladera suene la libertad”.

Y si América va a ser una gran nación,
esto tiene que llegar a ser verdad. Y así, suene la libertad desde las prodigiosas cumbres de las colinas de New Hampshire. Suene la libertad desde las enormes montañas de Nueva York. Suene la libertad desde los elevados Alleghenies de Pennsylvania.

Suene la libertad desde las Rocosas cubiertas de nieve de Colorado. Suene la libertad desde las curvas vertientes de California.

Pero no sólo eso; suene la libertad desde la Montaña de Piedra de Georgia.

Suene la libertad desde el Monte Lookout de Tennessee.
Suene la libertad desde cada colina y cada topera de Mississippi, desde cada ladera.

Suene la libertad. Y cuando esto ocurra y
cuando permitamos que la libertad suene, cuando la dejemos sonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos acelerar la llegada de aquel día en el que todos los hijos de Dios, hombres blancos y hombres negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, serán capaces de juntar las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual negro: “¡Al fin libres! ¡Al fin libres! ¡Gracias a Dios Todopoderoso, somos al fin libres!”

Tengo un sueño, Martin Luther King traducido por Tomás Albaladejo


Hace 100 años, un gran estadounidense, cuya simbólica sombra nos cobija hoy, firmó la Proclama de la emancipación. Este trascendental decreto significó un gran rayo de luz y de esperanza para millones de esclavos negros, chamuscados en las llamas de una marchita injusticia. Llegó como un precioso amanecer al final de una larga noche de cautiverio. Pero 100 años después, el negro aún no es libre; 100 años después, la vida del negro es aún tristemente lacerada por las esposas de la segregación y las cadenas de la discriminación; 100 años después, el negro vive en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de prosperidad material; 100 años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la sociedad estadounidense y se encuentra desterrado en su propia tierra.
Por eso, hoy hemos venido aquí a dramatizar una condición vergonzosa. En cierto sentido, hemos venido a la capital de nuestro país, a cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia, firmaron un pagaré del que todo estadounidense habría de ser heredero. Este documento era la promesa de que a todos los hombres les serían garantizados los inalienables derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Es obvio hoy en día que Estados Unidos ha incumplido ese pagaré en lo que concierne a sus ciudadanos negros.
No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que a los negros se les garanticen sus derechos de ciudadanía. Nunca podremos quedar satisfechos mientras nuestros cuerpos, fatigados de tanto viajar, no puedan alojarse en los moteles de las carreteras y en los hoteles de las ciudades. No podremos quedar satisfechos, mientras los negros sólo podamos trasladarnos de un gueto pequeño a un gueto más grande. Nunca podremos quedar satisfechos, mientras un negro de Misisipi no pueda votar y un negro de Nueva York considere que no hay por qué votar. No, no; no estamos satisfechos y no quedaremos satisfechos hasta que "la justicia ruede como el agua y la rectitud como una poderosa corriente".
Hoy les digo a ustedes, amigos míos, que a pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el sueño americano. Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo: "Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales". Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad. Sueño que un día, incluso el Estado de Misisipi, un Estado que se sofoca con el calor de la injusticia y de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad y justicia. Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad.
¡Hoy tengo un sueño!
Sueño que un día, el Estado de Alabama cuyo gobernador escupe frases de interposición entre las razas y anulación de los negros, se convierta en un sitio donde los niños y niñas negras puedan unir sus manos con las de los niños y niñas blancas y caminar unidos, como hermanos y hermanas.
¡Hoy tengo un sueño!
Sueño que algún día los valles serán cumbres, y las colinas y montañas serán llanos, los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos serán enderezados, y la gloria de Dios será revelada, y se unirá todo el género humano.
Ésta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la cual regreso al Sur. Con esta fe podremos esculpir de la montaña de la desesperanza una piedra de esperanza. Con esta fe podremos trasformar el sonido discordante de nuestra nación, en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe podremos trabajar juntos, rezar juntos, luchar juntos, ir a la cárcel juntos, defender la libertad juntos, sabiendo que cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada Estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!

Extracto del discurso leído en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington en 1963. [El País]

Era un hombre profundamente religioso que, según le gustaba recordar, creció en una iglesia. Su padre era un predicador, como su bisabuelo, su abuelo, su hermano o el hermano de su padre. Descubrió muy pronto que él, su familia y quienes tenían la piel como ellos, negra como el asfalto, pertenecían a una casta inferior en el orden blanco que les rodeaba. Aprendió a luchar por sus derechos con el arma de la no violencia, y en pocos años se convirtió en la figura simbólica, nacional e internacional, de una revolución protagonizada por los negros del sur de Estados Unidos. Cuando la bala de un rifle le destrozó el cuello en la tarde del 4 de abril de 1968, hace ahora 40 años, Martin Luther King Jr. y su movimiento habían conseguido importantes cambios en las estructuras de poder de la sociedad norteamericana.
Todo ocurrió de forma muy rápida, en la década de protestas masivas y de desobediencia civil que precedió a su asesinato. Estados Unidos era entonces la primera potencia militar y económica del mundo, en la que, sin embargo, prevalecía todavía el racismo, una herencia de la esclavitud que esa sociedad tan rica y democrática no había sabido eliminar. Millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se topaban en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales. Martin Luther King vivió de cerca ese sistema segregacionista en su ciudad natal, Atlanta, en Georgia, donde se dividía a negros y blancos en las escuelas, restaurantes, teatros, autobuses y hasta en las fuentes públicas para beber agua. Fue su madre, Alberta Williams, hija también de un pastor de la Iglesia baptista, quien le enseñó que ese sistema de segregación no era el resultado de un orden natural, sino una condición social querida e impuesta por los hombres blancos.
Martin Luther King decidió pronto seguir el camino de su padre. Estudió teología en Boston y en octubre de 1954 se trasladó con su mujer, Coretta Scott, a Montgomery (Alabama), para ocupar su primer trabajo como pastor y predicador de la Iglesia baptista. Montgomery, la antigua capital de la Confederación durante la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, constituía un excelente ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios caprichos y voluntades del poder blanco. La mayoría de sus 50.000 habitantes negros trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta por 70.000 habitantes, y apenas 2.000 de ellos podían ejercer el derecho al voto en las elecciones. Allí, en Montgomery, en esa pequeña ciudad del sur profundo, donde nada parecía moverse, comenzaron a cambiar las cosas el 1 de diciembre de 1955.
Ese día por la tarde, Rosa Parks, una costurera de 42 años, cogió el autobús desde el trabajo a casa, se sentó en los asientos reservados por la ley a los blancos y, cuando el conductor le ordenó levantarse para cedérselo a un hombre blanco que estaba de pie, se negó. Dijo no porque, tal y como lo recordaba después Martin Luther King, no aguantaba más humillaciones, y eso es lo que le pedía "su sentido de dignidad y autoestima". Rosa Parks fue detenida y comenzó un boicoteo espontáneo a ese sistema segregacionista que regía en los autobuses de la ciudad. Uno de sus promotores, E. D. Nixon, pidió al joven pastor baptista, casi nuevo en la ciudad, que se uniera a la protesta. Y ése fue el bautismo de Martin Luther King como líder del movimiento de los derechos civiles. Unos días después, en una iglesia abarrotada de gente, King avanzó hacia el púlpito y comenzó "el discurso más decisivo" de su vida. Y les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la democracia, que la raza negra estaba ya harta "de ser pisoteada por el pie de hierro de la opresión", que estaban dispuestos a luchar y combatir "hasta que la justicia corra como el agua".
Los 13 meses que duró el boicoteo alumbraron un nuevo movimiento social. Aunque sus dirigentes fueron predicadores negros y después estudiantes universitarios, su auténtica fuerza surgió de la capacidad de movilizar a decenas de miles de trabajadores negros. Una minoría racial, dominada y casi invisible, lideró un amplio repertorio de protestas -boicoteos, marchas a las cárceles, ocupaciones pacíficas de edificios...- que puso al descubierto la hipocresía del segregacionismo y abrió el camino a una cultura cívica más democrática. La conquista del voto por los negros sería, según percibió desde el principio Martin Luther King, "la llave para la solución completa del problema del sur".
Pero la libertad y la dignidad para millones de negros no podían ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. La estrategia de desobediencia civil no violenta, predicada y puesta en práctica por Martin Luther King hasta su muerte, encontró muchos obstáculos. A John Fitzgerald Kennedy, ganador de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960, el reconocimiento de los derechos civiles le creó numerosos problemas con los congresistas blancos del sur y trató por todos los medios de evitar que se convirtiera en el tema dominante de la política nacional. No lo consiguió, porque antes de que fuera asesinado en Dallas (Tejas) el 22 de noviembre de 1963, el movimiento se había extendido a las ciudades más importantes del norte del país y había protagonizado una multitudinaria marcha a Washington en agosto de ese año, la manifestación política más importante de la historia de Estados Unidos.
El movimiento por los derechos civiles cosechó en los años siguientes frutos extraordinarios. Bajo el Gobierno del demócrata Lyndon Johnson, sucesor de Kennedy, la Civil Rights Act de julio de 1964, a cuya firma asistió Martin Luther King, prohibió la discriminación en el trabajo por motivos de raza o género, y los trabajadores negros y las mujeres comenzaron a rechazar el tratamiento de segunda clase que se les daba en muchas industrias y servicios. Un año después, una radical modificación del sistema electoral garantizó el derecho al voto de los negros. King se lo había pedido de forma urgente a Johnson, en una reunión que mantuvieron en la Casa Blanca tras obtener el premio Nobel de la Paz de 1964. A finales de esa década, miles de negros habían sido elegidos en el sur como alcaldes, sheriffs o legisladores de los diferentes Estados.
No fue todo un camino de rosas. La batalla contra el racismo se llenó de rencores y odios, dejando cientos de muertos y miles de heridos. La violencia racial no era un fenómeno nuevo en la sociedad norteamericana. Pero hasta el final de la II Guerra Mundial, esa violencia había sido protagonizada por grupos de blancos armados que atacaban a los negros y por el Ku Klux Klan, la organización terrorista establecida en el sur precisamente para impedir la concesión de derechos legales a los ciudadanos negros. En los disturbios de los años sesenta, por el contrario, muchos negros respondieron a la discriminación y a la represión policial con asaltos a las propiedades de los blancos, incendios y saqueos. Las versiones oficiales y muchos periódicos culparon de la violencia y de los derramamientos de sangre a pequeños grupos de agitadores radicales, aunque posteriores investigaciones revelaron que la mayoría de las víctimas fueron negros que murieron por los disparos de las fuerzas gubernamentales.
Con tanta violencia, la estrategia pacífica de Martin Luther King parecía tambalearse. Y frente a ella surgieron nuevos dirigentes negros con visiones alternativas. El más carismático fue un hombre llamado Malcolm X, que había visto de niño cómo el Ku Klux Klan incendiaba su casa y mataba a su padre, un predicador baptista, y que se había convertido al islamismo después de una larga estancia en prisión. Criticó el movimiento a favor de los derechos civiles, despreció la estrategia de la no violencia y sostuvo una agria disputa con Martin Luther King, al que llamó "traidor al pueblo negro". King deploró su "oratoria demagógica" y dijo estar convencido de que era ese racismo tan enfermo y profundo el que alimentaba figuras como Malcolm X. Y cuando éste fue asesinado en Harlem, en Nueva York, el 21 de febrero de 1965, por uno de sus antiguos seguidores, en un momento en el que estaba rompiendo con los dirigentes más radicales de su movimiento, King recordó de nuevo que "la violencia y el odio sólo engendran violencia y odio".
Algo no funcionaba, sin embargo, en aquel capitalismo que generaba profundas desigualdades económicas y el discurso de Martin Luther King se endureció, incorporó explícitas apelaciones a la lucha de clases y pidió una radical redistribución del poder, una "justicia compensatoria" para rectificar las consecuencias sobre la población negra de generaciones de exclusión y desposeimiento. El eco de su voz traspasó las fronteras del sur y los barrios negros, para sonar con fuerza entre los hispanos, los blancos pobres, todos los marginados y olvidados de la sociedad norteamericana. Desde la primavera de 1967, ese compromiso a favor de la causa de los pobres coincidió, además, con un enérgico rechazo a la guerra de Vietnam, a la brutalidad de una contienda que llamaba a los negros a sacrificarse por una democracia que ellos "nunca habían experimentado".
Para muchos de sus antiguos aliados liberales, Martin Luther King ya no era sólo el defensor de los derechos civiles, sino un peligroso subversivo. King lo percibió, admitió ante los periodistas que en "una revolución social no siempre se puede retener el apoyo de los moderados", que "las clases privilegiadas nunca abandonan sus privilegios sin una fuerte resistencia". Y comenzó a mostrarse triste, abandonado, a temer una reacción derechista, a sentir miedo a la muerte, él que había sufrido la cárcel, varios atentados fallidos, incontables humillaciones.
El miércoles 3 de abril de 1968 llegó a Memphis (Tennessee) para apoyar una huelga de basureros negros. Esa misma noche, en el que sería su último discurso, les dijo que conseguirían "la Tierra Prometida". Al día siguiente, por la tarde, en el balcón de su habitación del hotel Loraine, un solo disparo acabó con su vida. Tenía 39 años. El asesino, un hombre blanco que se había escapado de la prisión, se llamaba James Earl Ray. Cuando se conoció su muerte, la rabia y la violencia se propagaron en forma de disturbios por más de un centenar de ciudades, el final amargo de una era de sueños y esperanzas. Lo dijo su padre, el predicador baptista que le había inculcado los valores de la dignidad y de la justicia: "Fue el odio en esta tierra el que me quitó a mi hijo". -

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
El día en que mataron a Martin Luther King, Julián Casanova [El País, 30 de marzo de 2008]

Cuando el día empezaba a declinar, en medio del calor, tras una larga marcha y una tarde de discursos sobre leyes federales, desempleo y justicia racial y social, el reverendo Martin Luther King subió por fin al estrado, delante del monumento a Lincoln, para dirigirse a la muchedumbre de 250.000 personas reunidas en el National Mall de Washington.
Empezó despacio, con una gravedad magistral, hablando de lo que suponía ser negro en Estados Unidos en 1963 y la "vergonzosa situación" de las relaciones entre razas 100 años después de la Proclamación de las leyes de emancipación. A diferencia de muchos de los oradores anteriores, King no habló de ningún proyecto de ley concreto de los que estaban en el Congreso ni de las demandas de los manifestantes. Lo que hizo fue situar el movimiento de los derechos civiles en el contexto general de la historia —el pasado, el presente y el futuro— y en la visión intemporal de las Escrituras.
El reverendo King estaba a mitad del discurso que había preparado cuando Mahalia Jackson —que unas horas antes había ofrecido una conmovedora versión del espiritual He sido rechazado y he sido despreciado— le gritó desde la tribuna de los oradores: "¡Háblales del Sueño, Martin, háblales del Sueño!"; se refería a una frase que él había pronunciado en ocasiones anteriores. Y el reverendo King dejó a un lado el texto de su discurso y comenzó una extraordinaria improvisación sobre el tema del sueño, que acabaría por convertirse en uno de los estribillos más conocidos del mundo.
Con su estrofa improvisada, el reverendo King entró de un salto en la historia, pasó de la prosa a la poesía, del podio al púlpito. Su voz se agrandó en un crescendo emocional mientras pasaba de una pesimista valoración de la injusticias sociales del momento a una visión radiante de esperanza, de lo que podía ser América. "Tengo un sueño", declaró, "que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no se les juzgará por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Hoy tengo un sueño!".
Muchos de los que se encontraban en la multitud esa tarde, hace 50 años, habían llegado en trenes y autobuses de todo el país. Muchos llevaban sombreros e iban endomingados —"Por aquel entonces", recordaría después el líder de los derechos civiles John Lewis, "cuando iba a una manifestación, se ponía sus mejores prendas",— y la Cruz Roja repartía cubitos de hielo para aliviar el sofocante calor de agosto. Aun así, pese al cansancio después de una larga jornada, todos quedaron absolutamente electrizados por King. Hubo un silencio reverencial cuando tomó la palabra, cuando empezó a hablar de su sueño, gritaron "Amén" y "Predique, doctor King, predique", y en todo momento le respondieron, según su consejero Clarence B. Jones, "con todas las versiones imaginables de las exclamaciones que se oyen en una iglesia baptista, multiplicadas por mil".
Podía sentirse "la pasión que le transmitía la gente", escribió posteriormente James Baldwin, que se había sentido escéptico ante la marcha, y en aquel momento, "casi pareció que estábamos en una montaña y veíamos nuestro legado; quizá podíamos lograr que el reino se hiciera realidad".
El discurso de Martin Luther King fue no solo el corazón y el pilar emocional de la marcha sobre Washington, sino la prueba del poder de transformación y la magia de las palabras de un hombre. Cincuenta años después, sigue siendo un discurso capaz de conmover hasta las lágrimas. Cincuenta años después, los escolares recitan sus frases más famosas, y los músicos las utilizan. Cincuenta años después, esas palabras, "Tengo un sueño", se han convertido en el símbolo del compromiso de King con la libertad, la justicia social y la no violencia, y han inspirado a los activistas desde la plaza de Tiananmen hasta Soweto, desde Europa del Este hasta Cisjordania.
¿Por qué ejerce semejante poder el discurso del Sueño del reverendo King sobre personas de todo el mundo y sobre distintas generaciones? Su eco procede, en parte, de la imaginación moral de King. En parte, de su magistral oratoria y su don para conectar con su audiencia, ya fuera en el Mall aquel día, bajo el sol, o con quienes vieron el discurso por televisión, o quienes, decenios más tarde, lo ven en Internet. Y en parte, de su capacidad, desarrollada a lo largo de su vida, de transmitir la importancia de sus argumentos con un lenguaje rico, matizado y lleno de significados bíblicos e históricos.
Hijo, nieto y bisnieto de pastores baptistas, el reverendo King se sentía cómodo en la tradición oral de la iglesia negra, y sabía cómo interpretar a su público y cómo reaccionar en consecuencia; era frecuente que introdujera en sus sermones improvisaciones casi de jazz en torno a sus frases favoritas —como la secuencia del "sueño"—, en las que mezclaba sus propias palabras y las de otros. Al mismo tiempo, las sonoras cadencias y el vibrante lenguaje lleno de metáforas de la Biblia del rey Jacobo eran algo instintivo para él. Sus escritos estaban llenos de citas de la Biblia y de su vívida imaginería, y las utilizaba para situar los sufrimientos de los afroamericanos en el contexto de la Escritura, para dar a los negros que le escuchaban ánimo y esperanza, y a los blancos, un sentimiento visceral de identificación.
En su discurso del Sueño, el reverendo King alude a un famoso fragmento de la Epístola a los Gálatas, cuando habla de "ese día en el que todos los hijos de Dios —negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos— podrán unir las manos". También trazó paralelismos, como en muchos de sus sermones, entre "el negro" que aún es "un exiliado en su propia tierra" y la situación de los israelitas en el Éxodo, que, con Dios de su parte, lograron liberarse de las penalidades y la opresión y escapar de la esclavitud en Egipto para dirigirse a la Tierra Prometida.
Todo el discurso de la marcha sobre Washington resuena lleno de ritmos y paralelismos bíblicos y erizado de una panoplia de referencias a otros textos históricos y literarios que su público debía de conocer. Además de las alusiones a los profetas Isaías ("Tengo un sueño, que un día todos los valles se elevarán y todas las colinas y las montañas descenderán") y Amós ("No estaremos satisfechos hasta que la justicia fluya como el agua y la virtud como un río poderoso"), contiene ecos de la Declaración de Independencia ("los derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad"), Shakespeare ("este sofocante verano del legítimo descontento del negro") y canciones populares como la famosa "This Land is Your Land" ("Esta tierra es tu tierra") de Woody Guthrie ("Que resuene la libertad desde las altas montañas de Nueva York", "Que resuene la libertad desde las suaves pendientes de California").
Estas referencias daban más amplitud y profundidad al discurso, igual que las numerosas alusiones de T. S. Eliot en The Waste Land (La tierra baldía) añadían contenido al poema. Martin Luther King, que poseía un doctorado en teología y durante algún tiempo había pensado en dedicarse a la universidad, tenía una gran influencia de su infancia en la iglesia de su padre y del estudio que había hecho posteriormente de pensadores tan distintos como Reinhold Niebuhr, Gandhi y Hegel. Con el tiempo, había desarrollado un talento para sintetizar ideas y motivos diversos y apropiarse de ellos, un talento que le permitía hablar a muchos públicos distintos al mismo tiempo, todo ello mientras hacía que ideas que podían ser radicales para algunos resultaran familiares y accesibles. Era un don en ciertos aspectos paralelo a sus dotes de líder del movimiento de los derechos civiles, encargado de mantener unidas a facciones muchas veces enfrentadas (de figuras más militantes como Stokely Carmichael a otras más conservadoras como Roy Wilkins) y encontrar la manera de mantener el equilibrio entre las preocupaciones de los activistas de base con la necesidad de labrar una alianza eficaz con el Gobierno federal.
Al mismo tiempo, King era capaz también de encerrar sus argumentos en un continuo histórico, otorgarles la autoridad de la tradición y el peso de la asociación. Para algunos de los que le escuchaban, la expresión de su sueño para Estados Unidos debía de evocar recuerdos conscientes o inconscientes del llamamiento que hacía Langston Hughes en un poema de 1935 a "dejar que América sea el sueño que soñaron los soñadores" y de la descripción de W. E. B. Du Bois sobre "la maravillosa América, que soñaron los padres fundadores". Sus últimas frases en el discurso de la marcha sobre Washington procedían de un espiritual negro, y recordaron al público la fe en la posibilidad de la liberación que había sostenido a los esclavos: "Libres al fin, libres al fin; gracias, Dios Todopoderoso, somos libres al fin".
Para quienes no estaban tan familiarizados con la música y la literatura afroamericanas, hubo referencias más inmediatas y patrióticas. Igual que Lincoln redefinió la visión de los fundadores de Estados Unidos en su discurso en Gettysburg al invocar la Declaración de Independencia, King, en su discurso del Sueño, hizo referencias a Gettysburg y a la Declaración. Esos ecos deliberados contribuyeron a universalizar los fundamentos morales del movimiento de los derechos civiles y subrayaron que sus objetivos no eran más revolucionarios que la visión original de los padres fundadores. El sueño de King para los "ciudadanos de color" de Estados Unidos no era ni más ni menos que el Sueño Americano de un país en el que "todos los hombres fueron creados iguales".
En cuanto a la cita que hizo King del himno My Country, ’Tis of Thee (Mi país es tuyo) —que es casi un himno nacional oficioso, un canto que se saben de memoria hasta los niños—, fue una alusión a la patriótica fe de los activistas de los derechos civiles en el proyecto de reinventar América. Es posible que además le evocara a él recuerdos personales. La noche, durante el boicot a los autobuses en Montgomery, Alabama, en que su hogar sufrió un atentado que puso en peligro las vidas de su mujer, Coretta, y su hija pequeña, King, calmó a la muchedumbre que se había reunido delante de su casa y les dijo: "Quiero que améis a nuestros enemigos". Al parecer, varios de sus seguidores empezaron entonces a cantar himnos, entre ellos My Country, ’Tis of Thee.
La marcha sobre Washington y el discurso del Sueño del reverendo King influyeron de forma decisiva en la aprobación de la Ley de derechos civiles de 1964, como la trascendental marcha de Selma a Montgomery que encabezó en 1965 daría un impulso fundamental a la aprobación, ese mismo año, de la Ley sobre el derecho al voto. Aunque King recibió el Premio Nobel de la Paz en 1964, su agotadora actividad (pronunciaba cientos de discursos al año) y su frustración con las divisiones en el movimiento de los derechos civiles y el aumento de la violencia en el país le provocaron un cansancio y una depresión crecientes hasta el momento de su muerte, asesinado, en 1968.
Saber que Martin Luther King dio su vida por la causa hace que la experiencia de oír hoy sus discursos sea aún más emocionante. Igual que recordar —hoy, en el segundo mandato de la presidencia de Barack Obama— la terrible situación de las relaciones entre las razas en los primeros sesenta, cuando las ciudades del Sur de Estados Unidos aún tenían segregación en las escuelas, los restaurantes, los hoteles y los aseos, además de discriminación en la vivienda y el empleo en todo el país. Solo dos meses y medio antes del discurso del Sueño, el gobernador George Wallace se había colocado en una puerta de la Universidad de Alabama para tratar de impedir que se matricularan dos estudiantes negros; al día siguiente, murió asesinado el activista de los derechos civiles Medgar Evers delante de su casa en Jackson, Misisipi.
El presidente Obama, que en una ocasión contó cómo su madre iba a casa "con libros sobre el movimiento de los derechos civiles, grabaciones de Mahalia Jackson y discursos del doctor King", ha calificado a los líderes del movimiento de "gigantes cuyos hombros nos sostienen". Varios de sus discursos están claramente en deuda con las ideas y palabras de King.
En su discurso ante la Convención Nacional Demócrata en 2004, que le dio a conocer al país, Obama evocó la visión de esperanza de King al hablar de "unirnos en una familia americana". En su discurso de 2008 sobre la raza, habló, como había hecho King, de proseguir "por el camino de una unión más perfecta". Y en el discurso que pronunció en 2007 para conmemorar la marcha de Selma en 1965, repitió las frases de King sobre el Éxodo y dijo que el reverendo King y otros líderes de los derechos civiles eran miembros de la generación de Moisés, que "señalaron la dirección" y "nos hicieron recorrer el 90% del camino". Dijo que los miembros de su propia generación eran los herederos, la generación de Josué, con la responsabilidad de acabar "el viaje que había comenzado Moisés".
Martin Luther King sabía que no sería fácil "transformar los ruidosos desacuerdos de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad", unas dificultades que hoy persisten con los nuevos debates sobre las leyes de inscripción de votantes y la muerte por disparos de Trayvon Martin. Probablemente, el reverendo King no previó que un presidente negro celebraría el 50º aniversario de su discurso ante el monumento a Lincoln, y desde luego no pensó que él mismo tendría otro monumento a escasa distancia. Pero sí soñó con un futuro en el que el país emprendería "la soleada ruta de la justicia racial", y profetizó, con una agridulce clarividencia, que 1963 era, en sus propias palabras, "no un final, sino un principio".

El poder permanente del discurso sobre el sueño de King, Michiko Kakutani [El País, 28 de agosto de 2013] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

La lucha pacífica por los derechos civiles y contra el racismo y la discriminación que lideró el Reverendo Martin Luther King en los años cincuenta y sesenta en los Estados Unidos fue una admirable epopeya, que, en apariencia, terminó con una victoria completa -aunque póstuma- del pastor asesinado. En efecto, una tras otra, las leyes y disposiciones estatales y federales que impedían la integración y la igualdad de derechos de la minoría negra fueron siendo abolidas, de tal manera que, desde hace por lo menos veinte años, han desaparecido en este país todas las barreras jurídicas para que negros y blancos disfruten de las mismas oportunidades. Pero el famoso sueño de Martin Luther King iba mucho más allá de ese formulismo legal que iguala en la teoría, no en la práctica, a las dos comunidades. Consistía en la desaparición de los prejuicios y tabúes que levantaron aquellas murallas e hicieron de los negros, primero, los esclavos y los siervos de los blancos, y, luego, unos ciudadanos disminuidos y marginados dentro de la sociedad de la abundancia. En su ideal generoso, erigido sobre sólidas convicciones liberales y cristianas, el triunfo del movimiento de los derechos civiles iría desvaneciendo la noción misma de color y reemplazándola por la de una comunidad de seres libres y diversos, a los que la práctica efectiva de la democracia y de las mejores tradiciones civiles de Estados Unidos -individualismo, respeto a la ley, ética del trabajo y espíritu competitivo- irían acercando y confundiendo.
Mientras Martin Luther King, en nombre de aquel sueño, desafiaba los garrotes y los perros bravos que los racistas sureños lanzaban contra él en sus recorridos por el Deep South -en los que, no olvidemos, lo acompañaban muchos blancos, entre ellos numerosos judíos, de organizaciones de derechos humanos-, en los ghettos de las ciudades industriales del Norte de Estados Unidos, otro líder, mucho menos publicitado que el carismático King, predicaba en un lenguaje a menudo violento un mensaje muy diferente a sus hermanos de color. No la integración sino el separatismo de las razas y el desarrollo autónomo de las culturas; no la moral cristiana del perdón y de la otra mejilla sino el fundamentalismo intransigente y guerrero del Islam.
Quien así peroraba había sido delincuente común y pasado por el infierno carcelario, donde fue catequizado por compañeros de encierro que pertenecían a una minúscula organización medio religiosa, medio política, llamada La Nación del Islam. En los trece años que vivió, desde su salida de la cárcel, en 1952, hasta 1965, en que fue asesinado en un auditorio de Nueva York (por sus propios hermanos de secta, de la que se había separado) Malcolm X llevó a cabo una actividad febril, predicando con celo misionero en las comunidades negras más desvalidas y golpeadas -por el desempleo, la droga y el crimen- el orgullo racial y cultural, la tradición étnica africana, el rechazo del blanco y una moral estrictísima que prohibía el consumo de drogas, de alcohol, de tabaco y el sexo fuera del matrimonio. Sin embargo, cuando los dieciséis balazos disparados por fanáticos acabaron con su vida en el Audubum Ballroom, Malcolm X era una figura excéntrica, apenas conocida fuera del mundillo de los grupos y grupúsculos religiosos y políticos activos en los ghettos negros urbanos de Estados Unidos.
Pero ahora, poco antes de cumplirse treinta años de su muerte, sus tesis parecen haber prevalecido sobre las de Martin Luther King, aunque éste haya sido entronizado como héroe nacional y su nombre y su vida se conmemoren en las escuelas. Por lo pronto, la idea motor de este último, la integración de blancos y negros en una sociedad libre, en la que el factor racial iría perdiendo funcionalidad y sentido, es hoy impronunciable. Ni los dirigentes negros más moderados, ni siquiera aquellos -pocos- que en verdad se han 'integrado' al establecimiento político, económico y social, osan defender el mestizaje, la fusión de las culturas y las razas, como algo deseable. Y la posición de Malcolm X, de que los negros deben reivindicar su propia cultura, y preservarla como algo autónomo, incontaminado de interferencias 'colonizadoras', ha alcanzado una suerte de consenso, que disimula las connotaciones racistas de semejante filosofía bajo el disfraz políticamente correcto del multiculturalismo. De modo que nadie se atreve a recordar lo obvio: que semejante doctrina del desarrollo de las culturas separadas e incontaminadas es precisamente la que predican los llamados supremacistas blancos y todos los racistas de este mundo, que consideran cualquier forma de mestizaje -racial o cultural- algo inmoral y degradante.
En un número reciente de la revista Time (4 de abril, 1994), se daba cuenta con alarma de las fantasías seudo -científicas del africo-centrismo que han encontrado su vía de acceso a los programas escolares y universitarios de muchos planteles de Estados Unidos, en los que so capa de corregir el eurocentrismo científico, se enseña, por ejemplo, que los antiguos egipcios eran todos negros y que inventaron las baterías eléctricas, los principios de la mecánica cuántica y las teorías de la evolución. También, que la superioridad intelectual del negro sobre el blanco se debe a la mayor dosis de neuromelanina en su cerebro. Como ha dicho un distinguido antropólogo: el único resultado de enseñar estos disparates a las minorías étnicas será mantenerlas alejadas para siempre de las verdaderas ciencias.
Pero no sólo en el campo científico el nuevo racismo, maquillado de multiculturalismo, hace de las suyas; también en el histórico y el político, y una de sus consecuencias ha sido darle un rejuvenecedor soplo de vida a una vieja plaga: el anti-semitismo. Escribo estas líneas bajo la impresión de un discurso pronunciado por un dirigente negro de La Nación del Islam -Khalid Abdul Muhammas- en la prestigiosa universidad negra de Washington, Howard, que transmitió un canal de televisión. Alto, elegante, carismático, bromeaba preguntándole a su compacto auditorio por qué en vez de hablar tanto de lo que Hitler les hizo a los judíos no se hablaba más bien de lo que los judíos le hicieron antes a Alemania. O del Holocausto negro del que los judíos han sido responsables, pues ¿no fueron ellos, acaso, los principales beneficiarios del comercio de esclavos en la historia de la humanidad? ¿No han sido y son los judíos los mayores explotadores de las comunidades negras, en los ghettos? ¿No es Estados Unidos un país esclavizado por las mafias judías que conspiran sin tregua para controlarlo todo? Para alcanzar su liberación, explicaba Khalid Abdul Muhaminad a sus entusiastas oyentes -¡estudiantes universitarios la mayoría de ellos!- los negros deberían convertirse en unos mastines carniceros y emprenderla a dentelladas contra esos judíos "que chupan la sangre de nuestros hermanos".
El presidente de La Nación del Islam, Louis Farrakham, ha reprendido a Khalid Abdul, “no por las verdades que dijo, sino por algunos excesos cometidos al decirlas", y el Rector de Howard University tuvo que dar algunas incómodas explicaciones debido al escándalo suscitado por aquella conferencia. Y es verdad que la secta a la que aquél pertenece es numéricamente insignificante (entre diez mil y quince mil afiliados, al parecer). Sin embargo, cometerían un error quienes, tranquilizados por las estadísticas, descarten el asunto como un pintoresco episodio sin importancia dentro del rico folklore de que está llena la vida de Estados Unidos.
No es así. Lo cierto es que en amplios sectores de la comunidad negra, para buena parte de la cual las condiciones de vida son hoy aún peores que cuando Martin Luther King y Malcolm X predicaban sus diversas doctrinas para la redención social y cultural de la gente de color, ha echado raíces un sentimiento que responsabiliza a los judíos de su frustración y sufrimiento. Y es inútil tratar de desbaratar con argumentos y cifras los mitos en que está basado aquel sentimiento, porque el racismo no entiende razones ni acepta evidencias: es un acto de fe, inmune a toda controversia. Y, en cierto modo, combatirlo es más bien inútil, mientras se deje intocado el fondo del asunto, la causa profunda de la que es consecuencia. Pues el antisemitismo que se expande por los ghettos es -como las ficciones científicas- apenas una pústula resultante de la infección implícita en las teorías nefastas de la autonomía racial y el desarrollo separado de las culturas, es decir, de esa nueva manifestación del protoplasmático nacionalismo que es el multiculturalismo.
No hay paradoja más trágica que el odio al judío brote ahora entre quienes, por lo mucho que han padecido del prejuicio, la estupidez y la maldad humana, representan todavía en nuestros días la suerte que durante muchos siglos fue la del pueblo judío en todas las sociedades por las que la historia lo diseminó: la de una minoría discriminada y maltratada a la que, las mayorías cuando no se mantuvieron a distancia, quisieron exterminar. Es verdad que nadie quiere acabar con los negros en los Estados Unidos y es verdad también que se despliegan múltiples esfuerzos, por parte de las autoridades y de la sociedad civil, para aliviar su suerte. Pero las investigaciones son concluyentes: salvo una minoría que alcanza niveles de vida de clase media y se integra al resto de la sociedad, por lo menos tres cuartas partes de la gente de color, por la pobreza de su educación y las condiciones generales de la economía -la automatización de la industria, el encogimiento del empleo, la avasalladora presencia de los nuevos inmigrantes hispánicos y asiáticos- parece condenada a languidecer en la marginación infernal de los barrios pobres de las grandes ciudades. Por lo menos en un futuro inmediato, para ella no parece haber otra salida que la siniestra del subsidio estatal de desempleo, de la droga y el crimen. El antisemitismo ha sido siempre una flor que crecía con facilidad en ese deletéreo jardín y el tradicional chivo expiatorio para quienes viven en el furor de la total desesperanza.
La derrota de Martin Luther King, Mario Vargas Llosa [El País, 8 de mayo de 1994]




No consigo quitarme a Cervantes de la cabeza. Su compromiso con la verdad y con la libertad. Su franqueza para tratar lo real, lo inmediato, lo presente y cercano. 



Todo esto, sin embargo, no agota la antítesis entre verdad y mentira que hay en la novela. En el transcurso de ella, dos personajes, sabiendo que la vida no es cosa de burlas, le habían hablado en serio a don Quijote; uno en la primera parte; otro, en la segunda. A diferencia de los demás, ni se burlaron de él ni le siguieron el humor: le dijeron la verdad francamente y sin rodeos. Pero se la dicen de distintas maneras, y Cervantes quiere que esto nos aleccione. El canónigo de Toledo no se ríe, como se ríen los demás, cuando le cuentan las hazañas de don Quijote. Dice Cervantes que se vuelve a él «con compasión». Le trata con respeto y cortesía, y hace lo que nadie había hecho hasta entonces. No siente la necesidad de condescender con él; reconociendo que es hombre inteligente, discurre razonablemente sobre los libros de caballerías y le recomienda con amabilidad y mesura que sea sensato y prudente: «Ea, señor don Quijote, le dice, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra». La contestación de don Quijote a las razones sensatas y comedidas del canónigo sirve de contraste, pues habla y obra de la manera más disparatada.
El eclesiástico del palacio del duque es también hombre serio que no gusta de burlas ni frivolidades, pero carece en cambio de la mesura del canónigo. Se dirige a don Quijote «con mucha cólera», como dice Cervantes, y le insulta. «Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante, y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga; volveos a vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen.» Este consejo viene a ser exactamente el mismo que el que le dio el canónigo, pero ¡qué diferencia en el modo de darlo! La intolerancia y grosería del eclesiástico hacen que don Quijote responda con dignidad y aun con cierta mesura; es decir, hacen del loco cuerdo y del cuerdo loco.
Para conocer la verdad, no basta conocerse a sí mismo, no basta un sincero examen de conciencia; es necesario que el testimonio y la conducta de los demás hombres la den a conocer también. Pero hay distintos modos de dar testimonio de la verdad: unos son recomendables y los otros no. Al caballero loco y extravagante no hay que escarnecerle ni denostarle, no hay que reírse de él ni seguirle el humor. Hay que decirle siempre la verdad, pero con simpatía, respeto y cortesía. El hombre que zahiere a don Quijote en las calles de Barcelona, mandándole que vuelva a su casa antes de que todo el mundo se contagie de sus extravagancias, corre parejas en locura con el eclesiástico. Cuando se le dice que «la virtud se ha de honrar dondequiera que se hallare», y que no se meta donde no le llaman, se da cuenta súbitamente de su locura y determina de ahí en adelante no dar consejo a nadie, aunque se lo pida.
En cambio, don Diego de Miranda es, como el canónigo, un ejemplo de cordura y de discreción, justamente porque, como él mismo dice, «ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure: no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros». Por eso, aunque llega a convencerse de la locura de su huésped, se guarda muy bien de decírselo, tratándole siempre con el mayor respeto.
Siendo todo esto, como creo, el concepto de la verdad que representa y desarrolla el Quijote, no veo que haya en él ningún problema de orden epistemológico. No cabe duda de que la obra subraya lo difícil que es conocer la verdad, así como comunicarla o difundirla. Debido a esta dificultad, la vida es un «intrincado laberinto» en que andan confusos los hombres. «Dios lo remedie», dice don Quijote en una ocasión, «que todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras. Yo no puedo más […]». Pero la dificultad está en el plano de la moral, no en el de los sentidos. La dificultad que hay en alcanzar la verdad se debe a la arrogancia, al engreimiento, al egoísmo, a la frivolidad, a la cólera, a la grosería, a la intolerancia y al entremetimiento de los hombres; todo lo cual falsea la verdad de tal manera que todos debemos, como don Quijote, «rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre de malos hechiceros y de malos encantadores». Pero primero es menester estar seguros de que no nos estamos burlando con el alma. El bien y el mal forman la urdimbre y trama de la vida humana; aun los hombres vanidosos y disparatados tienen algo de bueno, que requiere que se les trate con simpatía y comedimiento; no nos metamos donde no nos llaman para no despeñarnos por la cuesta de la locura.
En resumen, la realidad no es ambigua; el mundo es razonable de suyo; sin embargo, reina en todo él la discordia del campo de Agramante, puesto que los hombres son muy propensos a falsear la verdad cuando creen que esto les conviene. Que el mundo es, en efecto, el campo de Agramante, formado de «máquinas y trazas contrarias unas de otras», lo sabemos, por desgracia, muy bien hoy día; y este desconcierto la filosofía del idealismo ni nos lo explica ni nos prepara para superarlo. Si no hubiera más que esto, creo que el Quijote sería una obra desconsoladora. Pero hay algo más: hay una realidad, la última de todas, que no es fácil de falsear; y es muy consolador el que nos sea difícil a los hombres burlarnos con el alma a la hora de la muerte.
Extracto del concepto de la verdad en El Quijote, Alexander A. Parker



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting