Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por objecionesI que podían ponerle de mentiroso; y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra2, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre el agua.Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes
Estoy contento de reunirme hoy con vosotros y con vosotras en la que pasará a la historia como la mayor manifestación por la libertad en la historia de nuestra nación.
Hace un siglo, un gran americano, bajo cuya simbólica sombra nos encontramos, firmó la Proclamación de Emancipación. Este trascendental decreto llegó como un gran faro de esperanza para millones de esclavos negros y esclavas negras, que habían sido quemados en las llamas de una injusticia aniquiladora. Llegó como un amanecer dichoso para acabar con la larga noche de su cautividad.
Pero cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación. Cien años después, las personas negras viven en una isla solitaria de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, las personas negras todavía siguen languideciendo en los rincones de la sociedad americana y se sienten como exiliadas en su propia tierra. Así que hemos venido hoy aquí a mostrar unas condiciones vergonzosas.
Tengo un sueño, Martin Luther King traducido por Tomás Albaladejo
Extracto del discurso leído en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington en 1963. [El País]
El día en que mataron a Martin Luther King, Julián Casanova [El País, 30 de marzo de 2008]
El poder permanente del discurso sobre el sueño de King, Michiko Kakutani [El País, 28 de agosto de 2013] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
La derrota de Martin Luther King, Mario Vargas Llosa [El País, 8 de mayo de 1994]
Extracto del concepto de la verdad en El Quijote, Alexander A. Parker
El poder permanente del discurso sobre el sueño de King, Michiko Kakutani [El País, 28 de agosto de 2013] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
La derrota de Martin Luther King, Mario Vargas Llosa [El País, 8 de mayo de 1994]
Extracto del concepto de la verdad en El Quijote, Alexander A. Parker
Hemos venido a la capital de nuestra nación en cierto sentido para cobrar
un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magnificentes
palabras de la
Constitución y de la Declaración de Independencia, estaban firmando un pagaré del que todo americano iba a ser heredero.
Este pagaré era una promesa de que a todos los hombres, sí, a los hombres
negros y también a los hombres blancos se les garantizarían los derechos inalienables a la
vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Hoy es obvio que América ha defraudado en este pagaré en lo que se refiere
a sus ciudadanos y ciudadanas de color. En vez de cumplir con esta sagrada
obligación, América ha dado al pueblo negro un cheque malo, un cheque que ha
sido devuelto marcado “sin fondos”.
Pero nos negamos a creer que el banco de la
justicia está en bancarrota. Nos negamos a creer que no hay fondos
suficientes en las grandes arcas bancarias de las oportunidades de esta nación.
Así que hemos venido a cobrar este cheque, un cheque que nos dé mediante
reclamación las
riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia. También hemos venido a este santo lugar para recordar
a América la intensa urgencia de este momento. No es tiempo de
darse al lujo de refrescarse o de tomar el tranquilizante del gradualismo.
Ahora es tiempo de hacer que
las promesas de democracia sean reales. Ahora es tiempo de subir desde el oscuro y desolado valle de la
segregación al soleado sendero de la justicia racial. Ahora es tiempo de alzar
a nuestra nación desde las arenas movedizas de la injusticia racial a la sólida
roca de la fraternidad. Ahora es tiempo de hacer que la justicia sea una realidad para todos los hijos de Dios.
Sería desastroso para la nación pasar por alto la urgencia del momento y subestimar la determinación de las personas negras. Este asfixiante verano del legítimo descontento de las personas negras no pasará hasta que haya un estimulante otoño de libertad e igualdad. Mil novecientos sesenta y tres no es un fin, sino un comienzo. Quienes esperaban que las personas negras necesitaran soltar vapor y que ahora estarán contentos, tendrán un brusco despertar si la nación vuelve a su actividad como si nada hubiera pasado. No habrá descanso ni tranquilidad en América hasta que las personas negras tengan garantizados sus derechos como ciudadanas y ciudadanos. Los torbellinos de revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que nazca el día brillante de la justicia.
Pero hay algo que debo decir a mi pueblo, que está en el caluroso umbral que lleva al interior del palacio de justicia. En el proceso de conseguir nuestro legítimo lugar, no debemos ser culpables de acciones equivocadas. No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa del encarnizamiento y del odio. Debemos conducir siempre nuestra lucha en el elevado nivel de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra fecunda protesta degenere en violencia física. Una y otra vez debemos ascender a las majestuosas alturas donde se hace frente a la fuerza física con la fuerza espiritual. La maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra no debe llevarnos a desconfiar de todas las personas blancas, ya que muchos de nuestros hermanos blancos, como su presencia hoy aquí evidencia, han llegado a ser conscientes de que su destino está atado a nuestro destino. Han llegado a darse cuenta de que su libertad está inextricablemente unida a nuestra libertad. No podemos caminar solos.
Sería desastroso para la nación pasar por alto la urgencia del momento y subestimar la determinación de las personas negras. Este asfixiante verano del legítimo descontento de las personas negras no pasará hasta que haya un estimulante otoño de libertad e igualdad. Mil novecientos sesenta y tres no es un fin, sino un comienzo. Quienes esperaban que las personas negras necesitaran soltar vapor y que ahora estarán contentos, tendrán un brusco despertar si la nación vuelve a su actividad como si nada hubiera pasado. No habrá descanso ni tranquilidad en América hasta que las personas negras tengan garantizados sus derechos como ciudadanas y ciudadanos. Los torbellinos de revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que nazca el día brillante de la justicia.
Pero hay algo que debo decir a mi pueblo, que está en el caluroso umbral que lleva al interior del palacio de justicia. En el proceso de conseguir nuestro legítimo lugar, no debemos ser culpables de acciones equivocadas. No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa del encarnizamiento y del odio. Debemos conducir siempre nuestra lucha en el elevado nivel de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra fecunda protesta degenere en violencia física. Una y otra vez debemos ascender a las majestuosas alturas donde se hace frente a la fuerza física con la fuerza espiritual. La maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra no debe llevarnos a desconfiar de todas las personas blancas, ya que muchos de nuestros hermanos blancos, como su presencia hoy aquí evidencia, han llegado a ser conscientes de que su destino está atado a nuestro destino. Han llegado a darse cuenta de que su libertad está inextricablemente unida a nuestra libertad. No podemos caminar solos.
Y mientras caminamos, debemos hacer la solemne promesa de que siempre caminaremos hacia adelante. No podemos volver atrás. Hay quienes están preguntando a los defensores de los derechos civiles: “¿Cuándo estaréis satisfechos?” No podemos estar satisfechos mientras las personas negras sean víctimas de los indecibles horrores de la brutalidad de la policía. No podemos estar satisfechos mientras nuestros cuerpos, cargados con la fatiga del viaje, no puedan conseguir alojamiento en los moteles de las autopistas ni en los hoteles de las ciudades. No podemos estar satisfechos mientras la movilidad básica de las personas negras sea de un ghetto más pequeño a otro más amplio. No podemos estar satisfechos mientras nuestros hijos sean despojados de su personalidad y privados de su dignidad por letreros que digan “sólo para blancos”. No podemos estar satisfechos mientras una persona negra en Mississippi no pueda votar y una persona negra en NuevaYork crea que no tiene nada por qué votar. No, no, no estamos satisfechos y no estaremos satisfechos hasta que la justicia corra como las aguas y la rectitud como un impetuoso torrente.
No soy inconsciente de que algunos de vosotros y vosotras habéis venido aquí después de grandes procesos y tribulaciones. Algunos de vosotros y vosotras habéis salido recientemente de estrechas celdas de una prisión. Algunos de vosotros y vosotras habéis venido de zonas donde vuestra búsqueda de la libertad os dejó golpeados por las tormentas de la persecución y tambaleantes por los vientos de la brutalidad de la policía. Habéis sido los veteranos del sufrimiento fecundo. Continuad trabajando con la fe de que el sufrimiento inmerecido es redención.
Volved a Mississippi, volved a Alabama, volved a Carolina del Sur, volved a Georgia, volved a Luisiana, volved a los suburbios y a los ghettos de nuestras ciudades del Norte, sabiendo que de un modo u otro esta situación puede y va a ser cambiada.
No nos hundamos en el valle de la desesperación. Aun así, aunque vemos delante las dificultades de hoy y mañana, amigos míos, os digo hoy: todavía tengo un sueño. Es un sueño profundamente enraizado en el sueño americano.
Tengo un sueño: que un día esta nación se pondrá en pie y realizará el verdadero significado de su credo: “Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido creados iguales"
Tengo un sueño: que un día sobre las colinas rojas de Georgia los hijos de quienes fueron esclavos y los hijos de quienes fueron propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la fraternidad.
Tengo un sueño: que un día incluso el estado de Mississippi, un estado sofocante por el calor de la injusticia, sofocante por el calor de la opresión, se transformará en un oasis de libertad y justicia.
Tengo un sueño: que mis cuatro hijos vivirán un día en una nación en la que no serán juzgados por el color de su piel si no por su reputación.
Tengo un sueño hoy.
Tengo un sueño: que un día allá abajo en Alabama, con sus racistas despiadados, con su gobernador que tiene los labios goteando con las palabras de interposición y anulación, que un día, justo allí en Alabama niños negros y niñas negras podrán darse la mano con niños blancos y niñas blancas, como hermanas y hermanos.
Tengo un sueño hoy.
Tengo un sueño: que un día todo valle será alzado y toda colina y montaña será bajada, los lugares escarpados se harán llanos y los lugares tortuosos se enderezarán y la gloria del Señor se mostrará y toda la carne juntamente la verá.
Ésta es nuestra esperanza. Ésta es la fe con la que yo vuelvo al Sur. Con esta fe seremos capaces de cortar de la montaña de desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las chirriantes disonancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a la cárcel juntos, de ponernos de pie juntos por la libertad, sabiendo que un día seremos libres.
Éste será el día, éste será el día en el que todos los hijos de Dios podrán cantar con un nuevo significado “Tierra mía, es a ti, dulce tierra de libertad, a ti te canto. Tierra donde mi padre ha muerto, tierra del orgullo del peregrino, desde cada ladera suene la libertad”.
Y si América va a ser una gran nación, esto tiene que llegar a ser verdad. Y así, suene la libertad desde las prodigiosas cumbres de las colinas de New Hampshire. Suene la libertad desde las enormes montañas de Nueva York. Suene la libertad desde los elevados Alleghenies de Pennsylvania.
Suene la libertad desde las Rocosas cubiertas de nieve de Colorado. Suene la libertad desde las curvas vertientes de California.
Pero no sólo eso; suene la libertad desde la Montaña de Piedra de Georgia.
Suene la libertad desde el Monte Lookout de Tennessee.
Suene la libertad desde cada colina y cada topera de Mississippi, desde
cada ladera.
Suene la libertad. Y cuando esto ocurra y cuando permitamos que la libertad suene, cuando la dejemos sonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos acelerar la llegada de aquel día en el que todos los hijos de Dios, hombres blancos y hombres negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, serán capaces de juntar las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual negro: “¡Al fin libres! ¡Al fin libres! ¡Gracias a Dios Todopoderoso, somos al fin libres!”
Suene la libertad. Y cuando esto ocurra y cuando permitamos que la libertad suene, cuando la dejemos sonar desde cada pueblo y cada aldea, desde cada estado y cada ciudad, podremos acelerar la llegada de aquel día en el que todos los hijos de Dios, hombres blancos y hombres negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, serán capaces de juntar las manos y cantar con las palabras del viejo espiritual negro: “¡Al fin libres! ¡Al fin libres! ¡Gracias a Dios Todopoderoso, somos al fin libres!”
Tengo un sueño, Martin Luther King traducido por Tomás Albaladejo
Hace 100 años, un gran estadounidense, cuya simbólica sombra
nos cobija hoy, firmó la Proclama de la
emancipación. Este trascendental decreto significó un gran rayo de luz y
de esperanza para millones de esclavos negros, chamuscados en las llamas de una
marchita injusticia. Llegó como un precioso amanecer al final de una larga
noche de cautiverio. Pero 100 años después, el negro aún no es libre; 100 años
después, la vida del negro es aún tristemente lacerada por las esposas de la
segregación y las cadenas de la discriminación; 100 años después, el negro vive
en una isla solitaria en medio de un inmenso océano de prosperidad material;
100 años después, el negro todavía languidece en las esquinas de la sociedad
estadounidense y se encuentra desterrado en su
propia tierra.
Por
eso, hoy hemos venido aquí a dramatizar una condición vergonzosa. En cierto
sentido, hemos venido a la capital de nuestro país, a cobrar un cheque. Cuando
los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la
Constitución y de la Declaración de Independencia, firmaron un pagaré del que
todo estadounidense habría de ser heredero. Este documento era la promesa de
que a todos los hombres les serían garantizados los inalienables derechos a la
vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Es obvio hoy en día que
Estados Unidos ha incumplido ese pagaré en lo que concierne a sus ciudadanos
negros.
No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que
a los negros se les garanticen sus derechos de ciudadanía. Nunca
podremos quedar satisfechos mientras nuestros cuerpos, fatigados de tanto
viajar, no puedan alojarse en los moteles de las carreteras y en los hoteles de
las ciudades. No podremos quedar satisfechos, mientras los negros sólo podamos
trasladarnos de un gueto pequeño a un gueto más grande. Nunca podremos quedar
satisfechos, mientras un negro de Misisipi no pueda votar y un negro de Nueva
York considere que no hay por qué votar. No, no; no estamos satisfechos y no
quedaremos satisfechos hasta que "la justicia ruede como el agua y la rectitud
como una poderosa corriente".
Hoy
les digo a ustedes, amigos míos, que a pesar de las dificultades del momento,
yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente arraigado en el sueño
americano. Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero
significado de su credo: "Afirmamos que estas verdades son evidentes: que
todos los hombres son creados iguales". Sueño que un día, en las rojas
colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los
antiguos dueños de esclavos, se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.
Sueño que un día, incluso el Estado de Misisipi, un Estado que se sofoca con el
calor de la injusticia y de la opresión, se convertirá en un oasis de libertad
y justicia. Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no
serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad.
¡Hoy
tengo un sueño!
Sueño
que un día, el Estado de Alabama cuyo gobernador escupe frases de interposición
entre las razas y anulación de los negros, se convierta en un sitio donde los
niños y niñas negras puedan unir sus manos con las de los niños y niñas blancas
y caminar unidos, como hermanos y hermanas.
¡Hoy
tengo un sueño!
Sueño
que algún día los valles serán cumbres, y las colinas y montañas serán llanos,
los sitios más escarpados serán nivelados y los torcidos serán enderezados, y
la gloria de Dios será revelada, y se unirá todo el género humano.
Ésta
es nuestra esperanza. Esta es la fe con la cual regreso al Sur. Con esta fe
podremos esculpir de la montaña de la desesperanza una piedra de esperanza. Con
esta fe podremos trasformar el sonido discordante de nuestra nación, en una
hermosa sinfonía de fraternidad. Con esta fe podremos trabajar juntos, rezar
juntos, luchar juntos, ir a la cárcel juntos, defender la
libertad juntos,
sabiendo que cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada aldea y en
cada caserío, en cada Estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del
día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos,
protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo
espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios
omnipotente, ¡somos libres al fin!
Extracto del discurso leído en las
gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington en
1963. [El País]
Era
un hombre profundamente religioso que, según le gustaba recordar,
creció en una iglesia. Su padre era un predicador, como su bisabuelo, su
abuelo, su hermano o el hermano de su padre. Descubrió muy pronto que él, su
familia y quienes tenían la piel como ellos, negra como el asfalto, pertenecían
a una casta inferior en el orden blanco que les rodeaba. Aprendió
a luchar por sus derechos con el arma de la no violencia, y en pocos
años se convirtió en la figura simbólica, nacional e internacional, de una
revolución protagonizada por los negros del sur de Estados Unidos. Cuando la
bala de un rifle le destrozó el cuello en la tarde del 4 de abril de 1968, hace
ahora 40 años, Martin Luther King Jr. y su movimiento habían conseguido
importantes cambios en las estructuras de poder de la sociedad norteamericana.
Todo
ocurrió de forma muy rápida, en la década de protestas masivas
y de desobediencia civil
que precedió a su asesinato. Estados Unidos era entonces la primera potencia
militar y económica del mundo, en la que, sin embargo, prevalecía todavía el
racismo, una herencia de la esclavitud que esa sociedad tan rica y
democrática no había sabido eliminar. Millones de norteamericanos de otras
razas diferentes a la blanca se topaban en la vida cotidiana con una aguda discriminación
en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los
derechos legales.
Martin Luther King vivió de cerca ese sistema segregacionista en su ciudad
natal, Atlanta, en Georgia, donde se dividía a negros y blancos en las
escuelas, restaurantes, teatros, autobuses y hasta en las fuentes públicas para
beber agua. Fue su madre, Alberta Williams, hija también de un pastor de la
Iglesia baptista, quien le enseñó que ese sistema de segregación no era el
resultado de un orden natural, sino una condición social querida e impuesta por
los hombres blancos.
Martin
Luther King decidió pronto seguir el camino de su padre. Estudió teología en
Boston y en octubre de 1954 se trasladó con su mujer, Coretta Scott, a
Montgomery (Alabama), para ocupar su primer trabajo como pastor y predicador de
la Iglesia baptista. Montgomery, la antigua capital de la Confederación durante
la guerra civil de los años sesenta del siglo XIX, constituía un excelente
ejemplo de cómo la vida de los negros estaba gobernada por los arbitrarios
caprichos y voluntades del poder blanco. La mayoría de sus 50.000 habitantes
negros trabajaban como criados al servicio de la comunidad blanca, compuesta
por 70.000 habitantes, y apenas 2.000 de ellos podían ejercer el derecho al
voto en las elecciones. Allí, en Montgomery, en esa pequeña ciudad del sur
profundo, donde nada parecía moverse, comenzaron a cambiar las cosas el 1 de
diciembre de 1955.
Ese
día por la tarde, Rosa Parks, una costurera de 42 años, cogió el autobús desde
el trabajo a casa, se sentó en los asientos reservados por la ley a los blancos
y, cuando el conductor le ordenó levantarse para cedérselo a un hombre blanco
que estaba de pie, se negó. Dijo no porque, tal y como lo recordaba después
Martin Luther King, no aguantaba más humillaciones, y eso es lo que le pedía
"su sentido de dignidad y autoestima". Rosa Parks fue detenida
y comenzó un boicoteo espontáneo a ese sistema segregacionista que regía en los
autobuses de la ciudad. Uno de sus promotores, E. D. Nixon, pidió al joven
pastor baptista, casi nuevo en la ciudad, que se uniera a la protesta. Y ése
fue el bautismo de Martin Luther King como líder del movimiento de los derechos
civiles. Unos días después, en una iglesia abarrotada de gente, King avanzó
hacia el púlpito y comenzó "el discurso más decisivo" de su vida. Y
les dijo que estaban allí porque eran ciudadanos norteamericanos y amaban la
democracia, que la raza negra estaba ya harta "de ser pisoteada por el pie
de hierro de la opresión", que estaban dispuestos a luchar y combatir
"hasta que la justicia corra como el agua".
Los
13 meses que duró el boicoteo alumbraron un nuevo movimiento
social. Aunque sus dirigentes fueron predicadores negros y después estudiantes
universitarios, su auténtica fuerza surgió de la capacidad de movilizar a
decenas de miles de trabajadores negros. Una minoría racial, dominada y casi
invisible, lideró un amplio repertorio de protestas -boicoteos, marchas a las
cárceles, ocupaciones pacíficas de edificios...- que puso al descubierto la
hipocresía del segregacionismo y abrió el camino a una cultura cívica más democrática. La
conquista del voto por los negros sería, según percibió desde el
principio Martin Luther King, "la llave para la solución completa del
problema del sur".
Pero
la libertad y la dignidad para millones de negros no podían ganarse sin un
desafío fundamental a la distribución existente del poder. La estrategia de desobediencia civil no
violenta, predicada y puesta en práctica por Martin Luther King
hasta su muerte, encontró muchos obstáculos. A John Fitzgerald Kennedy, ganador
de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960, el reconocimiento de los
derechos civiles le creó numerosos problemas con los congresistas blancos del
sur y trató por todos los medios de evitar que se convirtiera en el tema
dominante de la política nacional. No lo consiguió, porque antes de que fuera
asesinado en Dallas (Tejas) el 22 de noviembre de 1963, el movimiento se había
extendido a las ciudades más importantes del norte del país y había
protagonizado una multitudinaria marcha a Washington en agosto de ese año,
la manifestación política más importante de la historia de Estados Unidos.
El
movimiento
por los derechos civiles cosechó en los años siguientes frutos
extraordinarios. Bajo el Gobierno del demócrata Lyndon Johnson, sucesor de
Kennedy, la Civil Rights Act de julio de 1964, a cuya firma asistió Martin
Luther King, prohibió
la discriminación en el trabajo por motivos de raza o género, y los
trabajadores negros y las mujeres comenzaron a rechazar el tratamiento de
segunda clase que se les daba en muchas industrias y servicios. Un año después,
una radical modificación
del sistema electoral garantizó el
derecho al voto de los negros. King se lo había pedido de forma urgente
a Johnson, en una reunión que mantuvieron en la Casa Blanca tras obtener el
premio Nobel de la Paz de 1964. A finales de esa década, miles de negros habían
sido elegidos en el sur como alcaldes, sheriffs
o legisladores de los diferentes Estados.
No
fue todo un camino de rosas. La batalla contra el racismo se llenó de rencores
y odios, dejando cientos de muertos y miles de heridos. La violencia racial no era
un fenómeno nuevo en la sociedad norteamericana. Pero hasta el final de la II
Guerra Mundial, esa violencia había sido protagonizada por grupos de blancos
armados que atacaban a los negros y por el Ku Klux Klan, la organización terrorista establecida en
el sur precisamente para impedir la concesión de derechos legales a los
ciudadanos negros. En los disturbios de los años sesenta, por el
contrario, muchos negros respondieron a la discriminación y a la represión
policial con asaltos a las propiedades de los blancos, incendios y saqueos. Las
versiones oficiales y muchos periódicos culparon de la violencia y de los
derramamientos de sangre a pequeños grupos de agitadores radicales, aunque
posteriores investigaciones revelaron que la mayoría de las víctimas fueron
negros que murieron por los disparos de las fuerzas gubernamentales.
Con
tanta violencia, la estrategia pacífica de Martin Luther King parecía
tambalearse. Y frente a ella surgieron nuevos dirigentes negros con visiones
alternativas. El más carismático fue un hombre llamado Malcolm
X, que había visto de niño cómo el Ku Klux Klan incendiaba su casa y
mataba a su padre, un predicador baptista, y que se había convertido al
islamismo después de una larga estancia en prisión. Criticó el movimiento a favor de los
derechos civiles, despreció la estrategia de la no violencia y
sostuvo una agria disputa con Martin Luther King, al que llamó "traidor al
pueblo negro". King deploró su "oratoria demagógica" y dijo
estar convencido de que era ese racismo tan enfermo y profundo el que
alimentaba figuras como Malcolm X. Y cuando éste fue asesinado en Harlem, en
Nueva York, el 21 de febrero de 1965, por uno de sus antiguos seguidores, en un
momento en el que estaba rompiendo con los dirigentes más radicales de su movimiento,
King recordó de nuevo que "la violencia y el odio sólo engendran violencia
y odio".
Algo
no funcionaba, sin embargo, en aquel capitalismo que generaba profundas
desigualdades económicas y el discurso de Martin Luther King se endureció, incorporó explícitas
apelaciones a la lucha de clases y pidió una radical redistribución del poder,
una "justicia compensatoria" para rectificar las consecuencias sobre
la población negra de generaciones de exclusión y desposeimiento. El eco de su
voz traspasó las fronteras del sur y los barrios negros, para sonar con fuerza
entre los hispanos, los blancos pobres, todos los marginados y olvidados de la
sociedad norteamericana. Desde la primavera de 1967, ese
compromiso a favor de la causa de los pobres coincidió, además, con un enérgico
rechazo a la guerra de Vietnam, a la brutalidad de una contienda que llamaba a
los negros a sacrificarse por una democracia que ellos "nunca habían
experimentado".
Para muchos de sus antiguos aliados liberales, Martin Luther
King ya no era sólo el defensor de los derechos civiles, sino un peligroso
subversivo.
King lo percibió, admitió ante los periodistas que en "una revolución
social no siempre se puede retener el apoyo de los moderados", que
"las clases privilegiadas nunca abandonan sus privilegios sin una fuerte
resistencia". Y comenzó a mostrarse triste, abandonado, a temer una
reacción derechista, a sentir miedo a la muerte, él que había sufrido la
cárcel, varios atentados fallidos, incontables humillaciones.
El
miércoles 3 de abril de 1968 llegó a Memphis (Tennessee) para apoyar una huelga
de basureros negros. Esa misma noche, en el que sería su último discurso, les
dijo que conseguirían "la Tierra Prometida". Al día siguiente, por la
tarde, en el balcón de su habitación del hotel Loraine, un solo disparo acabó
con su vida. Tenía 39 años. El asesino, un hombre blanco que se había escapado
de la prisión, se llamaba James Earl Ray. Cuando se conoció su muerte, la rabia
y la violencia se propagaron en forma de disturbios por más de un centenar de
ciudades, el final amargo de una era de sueños y esperanzas. Lo dijo su padre,
el predicador baptista que le había inculcado los valores de la dignidad y de
la justicia: "Fue el odio en esta tierra el que me quitó a mi hijo".
-
Julián Casanova es catedrático de
Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
El día en que mataron a Martin Luther
King, Julián Casanova [El País, 30 de marzo de 2008]
Cuando
el día empezaba a declinar, en medio del calor, tras una larga marcha y una
tarde de discursos sobre leyes federales, desempleo y justicia racial y social,
el reverendo Martin
Luther King subió por fin al estrado, delante del monumento a Lincoln, para
dirigirse
a la muchedumbre de 250.000 personas reunidas en el National Mall de Washington.
Empezó
despacio, con una gravedad magistral, hablando de lo que suponía ser negro en Estados Unidos
en 1963 y la "vergonzosa situación" de las relaciones
entre razas 100 años después de la Proclamación de las leyes de emancipación. A
diferencia de muchos de los oradores anteriores, King no habló de ningún
proyecto de ley concreto de los que estaban en el Congreso ni de las demandas
de los manifestantes. Lo que hizo fue situar el movimiento de los derechos
civiles en el contexto general de la historia —el pasado, el
presente y el futuro— y en la visión intemporal de las Escrituras.
El
reverendo King estaba a mitad del discurso que había preparado cuando Mahalia
Jackson —que unas horas antes había ofrecido una conmovedora versión del
espiritual He sido
rechazado y he sido despreciado— le gritó desde la tribuna de los
oradores: "¡Háblales del Sueño, Martin, háblales del Sueño!"; se
refería a una frase que él había pronunciado en ocasiones anteriores. Y el
reverendo King dejó a un lado el texto de su discurso y comenzó una extraordinaria
improvisación sobre el tema del sueño, que acabaría por convertirse
en uno de los estribillos más conocidos del mundo.
Con
su estrofa improvisada, el reverendo King entró de un salto en la historia,
pasó de la prosa a la poesía, del podio al púlpito.
Su voz se agrandó en un crescendo
emocional mientras pasaba de una pesimista valoración de la injusticias sociales
del momento a una visión radiante de esperanza, de lo que podía ser
América. "Tengo un sueño", declaró, "que mis cuatro hijos
vivirán un día en una nación en la que no se les juzgará por el color de su
piel sino por el contenido de su carácter. ¡Hoy tengo un sueño!".
Muchos
de los que se encontraban en la multitud esa tarde, hace 50 años, habían
llegado en trenes y autobuses de todo el país. Muchos llevaban sombreros e iban
endomingados —"Por aquel entonces", recordaría después el líder de
los derechos civiles John
Lewis, "cuando iba a una manifestación, se ponía sus mejores
prendas",— y la Cruz Roja repartía cubitos de hielo para aliviar el
sofocante calor de agosto. Aun así, pese al cansancio después de una larga
jornada, todos quedaron absolutamente electrizados por King. Hubo un silencio
reverencial cuando tomó la palabra, cuando empezó a hablar de su sueño,
gritaron "Amén" y "Predique, doctor King, predique", y en
todo momento le respondieron, según su consejero Clarence B. Jones, "con
todas las versiones imaginables de las exclamaciones que se oyen en una iglesia
baptista, multiplicadas por mil".
Podía
sentirse "la pasión que le transmitía la gente", escribió
posteriormente James Baldwin, que se había sentido escéptico ante la marcha, y
en aquel momento, "casi pareció que estábamos en una montaña y veíamos
nuestro legado; quizá podíamos lograr que el reino se hiciera realidad".
El
discurso de Martin Luther King fue no solo el corazón y el pilar emocional de
la marcha sobre Washington, sino la prueba del poder de transformación y la magia de las
palabras de un hombre. Cincuenta años después, sigue siendo un
discurso capaz de conmover hasta las lágrimas. Cincuenta años después, los
escolares recitan sus frases más famosas, y los músicos las utilizan. Cincuenta
años después, esas palabras, "Tengo un sueño", se han convertido en el símbolo del
compromiso de King con la libertad, la justicia social y la no violencia,
y han inspirado a los activistas desde la plaza de Tiananmen hasta Soweto,
desde Europa del Este hasta Cisjordania.
¿Por
qué ejerce semejante poder el discurso del Sueño del reverendo King sobre
personas de todo el mundo y sobre distintas generaciones? Su eco procede, en
parte, de la imaginación moral de King. En parte, de su magistral oratoria y su
don para conectar con su audiencia, ya fuera en el Mall aquel día, bajo el sol,
o con quienes vieron el discurso por televisión, o quienes, decenios más tarde,
lo ven en Internet. Y en parte, de su capacidad, desarrollada a lo largo de su vida, de
transmitir la importancia de sus argumentos con un lenguaje rico, matizado y
lleno de significados bíblicos e históricos.
Hijo,
nieto y bisnieto de pastores baptistas, el reverendo King se sentía cómodo en
la tradición oral de la iglesia negra, y sabía cómo interpretar a su público y
cómo reaccionar en consecuencia; era frecuente que introdujera en sus sermones improvisaciones casi de jazz en torno a sus frases favoritas
—como la secuencia del "sueño"—, en las que mezclaba sus propias
palabras y las de otros. Al mismo tiempo, las sonoras cadencias y el vibrante
lenguaje lleno de metáforas de la Biblia del rey Jacobo eran algo
instintivo para él. Sus escritos estaban llenos de citas de la Biblia y de su
vívida imaginería, y las utilizaba para situar los sufrimientos de los
afroamericanos en el contexto de la Escritura, para dar a los negros que le
escuchaban ánimo y esperanza, y a los blancos, un sentimiento visceral de
identificación.
En
su discurso del Sueño, el reverendo King alude a un famoso fragmento de la Epístola a los Gálatas,
cuando habla de "ese día en el que todos los hijos de Dios —negros y
blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos— podrán unir las
manos". También trazó paralelismos, como en muchos de sus sermones, entre
"el negro" que aún es "un exiliado en su propia tierra" y la
situación de los israelitas en el Éxodo, que, con Dios de su parte, lograron
liberarse de las penalidades y la opresión y escapar de la esclavitud en Egipto
para dirigirse a la Tierra Prometida.
Todo
el discurso de la marcha sobre Washington resuena lleno de ritmos y
paralelismos bíblicos y erizado de una panoplia de referencias a otros textos históricos y
literarios que su público debía de conocer. Además de las alusiones
a los profetas Isaías ("Tengo un sueño, que un día todos los valles se
elevarán y todas las colinas y las montañas descenderán") y Amós ("No
estaremos satisfechos hasta que la justicia fluya como el agua y la virtud como
un río poderoso"), contiene ecos de la Declaración de Independencia
("los derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad"), Shakespeare ("este sofocante verano del legítimo
descontento del negro") y canciones populares como la famosa "This
Land is Your Land" ("Esta tierra es tu tierra") de Woody Guthrie
("Que resuene la libertad desde las altas montañas de Nueva York",
"Que resuene la libertad desde las suaves pendientes de California").
Estas
referencias daban más amplitud y profundidad al discurso, igual que
las numerosas alusiones de T. S. Eliot en The
Waste Land (La
tierra baldía) añadían contenido al poema. Martin Luther King, que
poseía un doctorado en teología y durante algún tiempo había pensado en
dedicarse a la universidad, tenía una gran influencia de su infancia en la
iglesia de su padre y del estudio que había hecho posteriormente de pensadores
tan distintos como Reinhold Niebuhr, Gandhi y Hegel.
Con el tiempo, había desarrollado un talento para sintetizar ideas y motivos
diversos y apropiarse de ellos, un talento que le permitía hablar a muchos
públicos distintos al mismo tiempo, todo ello mientras hacía que ideas que
podían ser radicales para algunos resultaran familiares y accesibles. Era un
don en ciertos aspectos paralelo a sus dotes de líder del movimiento de los derechos
civiles, encargado de mantener unidas a facciones muchas veces enfrentadas
(de figuras más militantes como Stokely Carmichael a otras más conservadoras
como Roy Wilkins) y encontrar la manera de mantener el equilibrio entre las
preocupaciones de los activistas de base con la necesidad de labrar una alianza eficaz
con el Gobierno federal.
Al
mismo tiempo, King era capaz también de encerrar sus argumentos en un continuo
histórico, otorgarles la autoridad de la tradición y el peso de la asociación.
Para algunos de los que le escuchaban, la expresión de su sueño para Estados
Unidos debía de evocar recuerdos conscientes o inconscientes del llamamiento
que hacía Langston Hughes en un poema de 1935 a "dejar que América sea el
sueño que soñaron los soñadores" y de la descripción de W. E. B. Du Bois
sobre "la maravillosa América, que soñaron los padres fundadores".
Sus últimas frases en el discurso de la marcha sobre Washington procedían de un
espiritual negro, y recordaron al público la fe en la posibilidad de la liberación que había
sostenido a los esclavos: "Libres al fin, libres al fin;
gracias, Dios Todopoderoso, somos libres al fin".
Para
quienes no estaban tan familiarizados con la música y la literatura
afroamericanas, hubo referencias más inmediatas y patrióticas.
Igual que Lincoln redefinió la visión de los fundadores de Estados Unidos en su
discurso en Gettysburg al invocar la Declaración de Independencia, King, en su
discurso del Sueño, hizo referencias a Gettysburg y a la Declaración. Esos ecos
deliberados contribuyeron a universalizar los fundamentos morales del movimiento de
los derechos civiles y subrayaron que sus objetivos no eran más revolucionarios
que la visión original de los padres fundadores. El sueño de King
para los "ciudadanos de color" de Estados Unidos no era ni más ni
menos que el Sueño Americano de un país en el que "todos los hombres
fueron creados iguales".
En
cuanto a la cita que hizo King del himno My
Country, ’Tis of Thee (Mi
país es tuyo) —que es casi un himno nacional oficioso, un canto que
se saben de memoria hasta los niños—, fue una alusión a la patriótica fe de los
activistas de los derechos civiles en el proyecto de reinventar América.
Es posible que además le evocara a él recuerdos personales. La noche, durante
el boicot a los autobuses en Montgomery, Alabama, en que su hogar sufrió un
atentado que puso en peligro las vidas de su mujer, Coretta, y su hija pequeña,
King, calmó a la muchedumbre que se había reunido delante de su casa y les
dijo: "Quiero que améis a nuestros enemigos". Al parecer, varios de
sus seguidores empezaron entonces a cantar himnos, entre ellos My Country, ’Tis of Thee.
La
marcha sobre Washington y el discurso del Sueño del reverendo King influyeron
de forma decisiva en la aprobación de la Ley de derechos civiles de 1964, como la
trascendental marcha de Selma a Montgomery que encabezó en 1965 daría un
impulso fundamental a la aprobación, ese mismo año, de la Ley sobre el derecho
al voto. Aunque King recibió el Premio Nobel de la Paz en 1964, su agotadora
actividad (pronunciaba cientos de discursos al año) y su frustración con las
divisiones en el movimiento de los derechos civiles y el aumento de la
violencia en el país le provocaron un cansancio y una depresión
crecientes hasta el momento de su muerte, asesinado, en 1968.
Saber
que Martin Luther King dio su vida por la causa hace que la experiencia de oír
hoy sus discursos sea aún más emocionante. Igual que recordar —hoy, en el
segundo mandato de la presidencia de Barack Obama— la terrible situación de las
relaciones entre las razas en los primeros sesenta, cuando las ciudades del Sur
de Estados Unidos aún tenían segregación en las
escuelas, los restaurantes, los hoteles y los aseos, además de discriminación en la vivienda y el empleo en todo el país.
Solo dos meses y medio antes del discurso del Sueño, el gobernador George
Wallace se había colocado en una puerta de la Universidad de Alabama para
tratar de impedir que se matricularan dos estudiantes negros; al día siguiente,
murió asesinado el activista de los derechos civiles Medgar Evers delante de su
casa en Jackson, Misisipi.
El
presidente Obama, que en una ocasión contó cómo su madre
iba a casa "con libros sobre el movimiento de los derechos civiles,
grabaciones de Mahalia Jackson y discursos del doctor King", ha calificado
a los líderes del movimiento de "gigantes cuyos hombros nos
sostienen". Varios de sus discursos están claramente en deuda con las
ideas y palabras de King.
En
su discurso ante la Convención Nacional Demócrata en 2004, que le dio a conocer
al país, Obama evocó la visión de esperanza de King al hablar de "unirnos
en una familia americana". En su discurso de 2008 sobre la raza, habló,
como había hecho King, de proseguir "por el camino de una unión más
perfecta". Y en el discurso que pronunció en 2007 para conmemorar la
marcha de Selma en 1965, repitió las frases de King sobre el Éxodo y dijo que el
reverendo King y otros líderes de los derechos civiles eran miembros de la
generación de Moisés, que "señalaron la dirección" y "nos
hicieron recorrer el 90% del camino". Dijo que los miembros de su propia
generación eran los herederos, la generación de Josué, con la responsabilidad
de acabar "el viaje que había comenzado Moisés".
Martin
Luther King sabía que no sería fácil "transformar los ruidosos desacuerdos
de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad", unas dificultades
que hoy persisten con los nuevos debates sobre las leyes de
inscripción de votantes y la muerte por disparos de Trayvon Martin.
Probablemente, el reverendo King no previó que un presidente negro celebraría
el 50º aniversario de su discurso ante el monumento a Lincoln, y desde luego no
pensó que él mismo tendría otro monumento a escasa distancia. Pero sí soñó con
un futuro en el que el país emprendería "la soleada ruta de la justicia
racial", y profetizó, con una agridulce clarividencia, que 1963 era, en
sus propias palabras, "no un final, sino un principio".
El poder permanente del discurso sobre
el sueño de King, Michiko Kakutani [El País, 28 de agosto de 2013] Traducción de
María Luisa Rodríguez Tapia
La lucha pacífica por los derechos civiles y contra el racismo
y la discriminación que
lideró el Reverendo Martin Luther King en los años cincuenta y sesenta en los
Estados Unidos fue una admirable epopeya, que, en apariencia, terminó con una
victoria completa -aunque póstuma- del pastor asesinado. En efecto, una tras
otra, las leyes y disposiciones estatales y federales que impedían la
integración y la igualdad de derechos de la minoría negra fueron
siendo abolidas, de tal manera que, desde hace por lo menos veinte años, han
desaparecido en este país todas las barreras jurídicas para
que negros y blancos disfruten de las mismas oportunidades. Pero el famoso
sueño de Martin Luther King iba mucho más allá de ese formulismo legal que iguala en la teoría,
no en la práctica, a las dos comunidades. Consistía en la desaparición de los prejuicios y
tabúes que levantaron aquellas murallas e hicieron de los negros, primero, los
esclavos y los siervos de los blancos, y, luego, unos ciudadanos disminuidos y
marginados dentro de la sociedad de la abundancia. En su ideal generoso,
erigido sobre sólidas convicciones liberales y cristianas, el triunfo del
movimiento de los derechos civiles iría desvaneciendo la noción misma de color
y reemplazándola por la de una comunidad de seres libres y diversos, a los que la práctica
efectiva de la democracia y de las mejores tradiciones civiles de Estados
Unidos -individualismo, respeto a la ley, ética del trabajo y espíritu
competitivo- irían acercando y confundiendo.
Mientras
Martin Luther King, en nombre de aquel sueño, desafiaba los garrotes y los
perros bravos que los racistas sureños lanzaban contra él en sus recorridos por
el Deep South
-en los que, no olvidemos, lo acompañaban muchos blancos, entre ellos numerosos
judíos, de organizaciones de derechos humanos-, en los ghettos de las ciudades
industriales del Norte de Estados Unidos, otro líder, mucho menos publicitado
que el carismático King, predicaba en un lenguaje a menudo violento un mensaje
muy diferente a sus hermanos de color. No la integración sino el separatismo de
las razas y el desarrollo autónomo de las culturas; no la moral
cristiana del perdón y de la otra mejilla sino el fundamentalismo intransigente
y guerrero del Islam.
Quien
así peroraba había sido delincuente común y pasado por el infierno carcelario,
donde fue catequizado por compañeros de encierro que pertenecían a una
minúscula organización medio religiosa, medio política, llamada La Nación del
Islam. En los trece años que vivió, desde su salida de la cárcel, en 1952,
hasta 1965, en que fue asesinado en un auditorio de Nueva York (por sus propios
hermanos de secta, de la que se había separado) Malcolm X llevó a cabo una
actividad febril, predicando con celo misionero en las comunidades negras más
desvalidas y golpeadas -por el desempleo, la droga y el crimen- el orgullo
racial y cultural, la tradición étnica africana, el rechazo del blanco
y una moral estrictísima que prohibía el consumo de drogas, de alcohol, de
tabaco y el sexo fuera del matrimonio. Sin embargo, cuando los dieciséis
balazos disparados por fanáticos acabaron con su vida en el Audubum Ballroom,
Malcolm X era una figura
excéntrica, apenas conocida fuera del mundillo de los grupos y grupúsculos
religiosos y políticos activos en los ghettos negros urbanos de Estados Unidos.
Pero
ahora, poco antes de cumplirse treinta años de su muerte, sus
tesis parecen haber prevalecido sobre las de Martin Luther King,
aunque éste haya sido entronizado como héroe nacional y su nombre y su vida se
conmemoren en las escuelas. Por lo pronto, la idea motor de este último, la integración de blancos y negros en una sociedad libre, en
la que el factor racial iría perdiendo funcionalidad y sentido, es hoy impronunciable. Ni los dirigentes negros más
moderados, ni siquiera aquellos -pocos- que en verdad se han 'integrado' al
establecimiento político, económico y social, osan defender el mestizaje, la fusión de las culturas y las razas, como algo deseable.
Y la
posición de Malcolm X, de que los negros deben reivindicar su propia cultura, y
preservarla como algo autónomo, incontaminado de interferencias 'colonizadoras',
ha alcanzado una suerte de consenso, que disimula las connotaciones racistas de
semejante filosofía bajo el disfraz políticamente correcto del
multiculturalismo. De modo que nadie se atreve a recordar lo obvio: que
semejante doctrina del desarrollo de las culturas separadas e incontaminadas es
precisamente la que predican los llamados supremacistas blancos y todos los
racistas de este mundo, que consideran cualquier forma de mestizaje -racial o
cultural- algo inmoral y degradante.
En
un número reciente de la revista Time
(4 de abril, 1994), se daba cuenta con alarma de las fantasías seudo
-científicas del africo-centrismo que han encontrado su vía de acceso a los
programas escolares y universitarios de muchos planteles de Estados Unidos, en
los que so capa de corregir el eurocentrismo científico, se enseña, por
ejemplo, que los antiguos egipcios eran todos negros y que inventaron las baterías
eléctricas, los principios de la mecánica cuántica y las teorías de la
evolución. También, que la superioridad intelectual del negro sobre el blanco
se debe a la mayor dosis de neuromelanina en su cerebro. Como ha dicho un
distinguido antropólogo: el único resultado de enseñar estos disparates a las
minorías étnicas será mantenerlas alejadas para siempre de las verdaderas
ciencias.
Pero
no sólo en el campo científico el nuevo racismo, maquillado de multiculturalismo,
hace de las suyas; también en el histórico y el político, y una de sus
consecuencias ha sido darle un rejuvenecedor soplo de vida a una vieja plaga: el
anti-semitismo. Escribo estas líneas bajo la impresión de un
discurso pronunciado por un dirigente
negro de La Nación del Islam -Khalid Abdul Muhammas- en la prestigiosa
universidad negra de Washington, Howard, que transmitió un canal de televisión.
Alto, elegante, carismático, bromeaba preguntándole a su compacto auditorio por qué en vez de hablar tanto de lo
que Hitler les hizo a los judíos no se hablaba más bien de lo que los judíos le
hicieron antes a Alemania. O del Holocausto negro del que los judíos han
sido responsables, pues ¿no fueron ellos, acaso, los principales beneficiarios
del comercio de esclavos en la historia de la humanidad? ¿No han sido y son los
judíos los mayores explotadores de las comunidades negras, en los ghettos? ¿No
es Estados Unidos un país
esclavizado por las mafias judías que conspiran sin tregua para
controlarlo todo? Para alcanzar su liberación, explicaba Khalid Abdul Muhaminad
a sus entusiastas oyentes -¡estudiantes universitarios la mayoría de ellos!-
los negros deberían convertirse en unos mastines carniceros y emprenderla a
dentelladas contra esos judíos "que chupan la sangre de nuestros
hermanos".
El
presidente de La Nación del Islam, Louis Farrakham, ha reprendido a Khalid
Abdul, “no por las verdades que dijo, sino por algunos excesos cometidos al
decirlas", y el Rector de Howard University tuvo que dar algunas incómodas
explicaciones debido al escándalo suscitado por aquella conferencia. Y es
verdad que la secta a la que aquél pertenece es numéricamente insignificante
(entre diez mil y quince mil afiliados, al parecer). Sin embargo, cometerían un
error quienes, tranquilizados por las estadísticas, descarten el asunto como un
pintoresco episodio sin importancia dentro del rico folklore de que está llena
la vida de Estados Unidos.
No
es así. Lo cierto es que en
amplios sectores de la comunidad negra, para buena parte de la cual las condiciones de vida son hoy aún peores
que cuando Martin Luther King y Malcolm X predicaban sus diversas doctrinas
para la redención social y cultural de la gente de color, ha echado raíces un
sentimiento que responsabiliza a los judíos de su frustración y sufrimiento. Y
es inútil tratar de desbaratar con argumentos y cifras los mitos en que está
basado aquel sentimiento, porque el racismo no entiende razones ni
acepta evidencias: es un acto de fe, inmune a toda controversia. Y,
en cierto modo, combatirlo es más bien inútil, mientras se deje intocado el
fondo del asunto, la causa profunda de la que es consecuencia. Pues el
antisemitismo que se expande por los ghettos es -como las ficciones
científicas- apenas una pústula resultante de la infección implícita en las teorías nefastas de la autonomía racial y el desarrollo separado de las
culturas, es decir, de esa nueva manifestación del protoplasmático nacionalismo
que es el multiculturalismo.
No
hay paradoja más trágica que el odio al judío brote ahora entre quienes, por lo
mucho que han padecido del prejuicio, la estupidez y la maldad humana,
representan todavía en nuestros días la suerte que durante muchos siglos fue la
del pueblo judío en todas las sociedades por las que la historia lo diseminó:
la de una minoría discriminada y maltratada a la que, las mayorías cuando no se
mantuvieron a distancia, quisieron exterminar. Es verdad que nadie quiere
acabar con los negros en los Estados Unidos y es verdad también que se
despliegan múltiples esfuerzos, por parte de las autoridades y de la sociedad
civil, para aliviar su suerte. Pero las investigaciones son
concluyentes: salvo una minoría que alcanza niveles de vida de clase media y se
integra al resto de la sociedad, por lo menos tres cuartas partes de la gente
de color, por la pobreza de su educación y las condiciones generales de la
economía -la automatización de la industria, el encogimiento del empleo,
la avasalladora presencia de los nuevos inmigrantes hispánicos y asiáticos- parece condenada a languidecer en la marginación infernal de los barrios
pobres de las grandes ciudades. Por lo menos en un futuro inmediato,
para ella no parece haber otra salida que la siniestra del subsidio estatal de
desempleo, de la droga y el crimen. El antisemitismo ha sido siempre una flor
que crecía con facilidad en ese deletéreo jardín y el tradicional chivo
expiatorio para quienes viven en el furor de la total desesperanza.
La derrota de Martin Luther King,
Mario Vargas Llosa [El País, 8 de mayo de 1994]
No consigo quitarme a Cervantes de la cabeza. Su compromiso con la verdad y con la libertad. Su franqueza para tratar lo real, lo inmediato, lo presente y cercano.
Todo
esto, sin embargo, no agota la antítesis entre verdad y mentira que hay en la
novela. En el transcurso de ella, dos personajes, sabiendo que la vida no es
cosa de burlas, le habían hablado en serio a don Quijote; uno en la primera
parte; otro, en la segunda. A diferencia de los demás, ni se burlaron de él ni
le siguieron el humor: le dijeron la verdad francamente y sin rodeos.
Pero se la dicen de distintas maneras, y Cervantes quiere que esto nos
aleccione. El canónigo de Toledo no se ríe, como se ríen
los demás, cuando le cuentan las hazañas de don Quijote. Dice Cervantes que se
vuelve a él «con compasión». Le trata con respeto y cortesía, y hace lo que
nadie había hecho hasta entonces. No siente la necesidad de condescender con
él; reconociendo que es hombre inteligente, discurre razonablemente sobre los
libros de caballerías y le recomienda con amabilidad y
mesura que sea sensato y prudente: «Ea, señor don Quijote, le dice,
duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la
mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su
ingenio en otra lectura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en
aumento de su honra». La contestación de don Quijote a las razones sensatas y
comedidas del canónigo sirve de contraste, pues habla y obra de la manera más
disparatada.
El eclesiástico del palacio del duque es también
hombre serio que no gusta de burlas ni frivolidades, pero carece en cambio de
la mesura del canónigo. Se dirige a don Quijote «con mucha cólera», como dice
Cervantes, y le insulta. «Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el
celebro que sois caballero andante, y que vencéis gigantes y prendéis
malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga; volveos a vuestra casa, y
criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de
andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os
conocen y no conocen.» Este consejo viene a ser exactamente el mismo que el que
le dio el canónigo, pero ¡qué diferencia en el modo de darlo! La intolerancia y grosería del eclesiástico hacen que don Quijote responda
con dignidad y aun con cierta mesura; es decir, hacen del loco
cuerdo y del cuerdo loco.
Para
conocer la verdad, no basta conocerse a sí mismo, no basta un sincero examen de
conciencia; es necesario que el testimonio y la conducta de los demás hombres
la den a conocer también. Pero hay distintos modos de dar
testimonio de la verdad: unos son recomendables y los otros no. Al caballero
loco y extravagante no hay que escarnecerle ni denostarle, no hay que reírse de
él ni seguirle el humor. Hay que decirle siempre la verdad,
pero con simpatía, respeto y cortesía. El hombre que zahiere a don
Quijote en las calles de Barcelona, mandándole que vuelva a su casa antes de
que todo el mundo se contagie de sus extravagancias, corre parejas en locura
con el eclesiástico. Cuando se le dice que «la virtud se ha de honrar
dondequiera que se hallare», y que no se meta donde no le llaman, se da cuenta
súbitamente de su locura y determina de ahí en adelante no dar consejo a nadie,
aunque se lo pida.
En
cambio, don Diego de Miranda es, como el canónigo, un ejemplo de
cordura y de discreción, justamente porque, como él mismo dice, «ni
gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure: no escudriño las
vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros». Por eso, aunque llega a convencerse de la locura de su
huésped, se guarda muy bien de decírselo, tratándole siempre con el mayor
respeto.
Siendo
todo esto, como creo, el concepto de la verdad que representa y desarrolla el Quijote, no veo que
haya en él ningún problema de orden epistemológico. No cabe duda de que la obra subraya
lo difícil que es conocer la verdad, así como comunicarla o difundirla.
Debido a esta dificultad, la vida es un «intrincado laberinto» en que andan
confusos los hombres. «Dios lo remedie», dice don Quijote en una ocasión, «que
todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras. Yo no puedo más
[…]». Pero la dificultad está en el plano de la moral, no
en el de los sentidos. La dificultad que hay en alcanzar la verdad se debe a la
arrogancia, al engreimiento, al egoísmo, a la frivolidad, a la cólera, a la
grosería, a la intolerancia y al entremetimiento de los hombres; todo lo cual
falsea la verdad de tal manera que todos debemos, como don Quijote, «rogar a
Nuestro Señor muy de veras que nos libre de malos hechiceros y de malos
encantadores». Pero primero es menester estar seguros de que no nos estamos
burlando con el alma. El bien y el mal forman la urdimbre y trama de la vida
humana; aun los hombres vanidosos y disparatados tienen algo de bueno, que
requiere que se les trate con simpatía y comedimiento; no nos metamos donde no
nos llaman para no despeñarnos por la cuesta de la locura.
En
resumen, la realidad no es ambigua; el mundo es razonable de suyo; sin
embargo, reina en todo él la discordia del campo de Agramante, puesto que los
hombres son muy propensos a falsear la verdad cuando creen que esto les
conviene.
Que el mundo es, en efecto, el campo de Agramante, formado de «máquinas y
trazas contrarias unas de otras», lo sabemos, por desgracia, muy bien hoy día;
y este desconcierto la filosofía del idealismo ni nos lo explica ni nos prepara
para superarlo. Si no hubiera más que esto, creo que el Quijote sería una
obra desconsoladora. Pero hay algo más: hay una realidad, la última de todas, que no es fácil de
falsear; y es muy consolador el que nos sea difícil a los hombres
burlarnos con el alma a la hora de la muerte.
Extracto del concepto
de la verdad en El Quijote, Alexander A. Parker


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