martes, 5 de agosto de 2014

Sin haber abierto nunca un libro. Actualidad de Cervantes



Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
–Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuest[r]a señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.
–Mirad, amigo Sancho –respondió el duque–: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
–Ahora bien –respondió Sancho–, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
–Si una vez lo probáis, Sancho –dijo el duque–, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
–Señor –replicó Sancho–, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.





El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes. Segunda Parte. Capítulo XLII
La realidad, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 4 de diciembre de 2010]
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina "54



–Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo –respondió el duque–, y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.
–Vístanme –dijo Sancho– como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.
–Así es verdad –dijo el duque–, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.

No sólo hay que serlo, sino parecerlo. En este caso, no importa serlo, sino parecerlo. La apariencia de poder es poder.


–Letras –respondió Sancho–, pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.

Basta con ser buen cristiano, o cristiano viejo, para ser gobernador. Esencialismo. Lo que importa es lo que se es y no lo que se hace.



–Con tan buena memoria –dijo el duque–, no podrá Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio.
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
–Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones. Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
–Así es la verdad –respondió Sancho–, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos; pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.
–Así es verdad –replicó don Quijote–, por lo cual los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen [de] príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que pu[e]de suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.
¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en ésta destos segundos documentos que dio a Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su discreción y su locura en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y dijo:
–En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel escremento y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y extraordinario abuso. No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César. Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no la alcanzan los vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escu[c]has a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.
–Eso de erutar no entiendo –dijo Sancho.
Y don Quijote le dijo:
–Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y éste es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso.
–En verdad, señor –dijo Sancho–, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
–Erutar, Sancho, que no regoldar –dijo don Quijote.
–Erutar diré de aquí adelante –respondió Sancho–, y a fee que no se me olvide.
–También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles; que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
–Eso Dios lo puede remediar –respondió Sancho–, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener seso ha menester.

¿Cómo puede gobernar quien apenas puede gobernarse a sí mismo?


–¡Eso sí, Sancho! –dijo don Quijote–: ¡encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros, caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo. Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos entre sí, pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado. Tu vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo; greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los caballeros ni a los gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte; andará el tiempo, y, según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.
–Señor –respondió Sancho–, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín, pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni acordará más dellos que de las nubes de antaño, y así, será menester que se me den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré a mi confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.

Consejeros, confesores... Qué peligro encierra la ignorancia.


–¡Ah, pecador de mí –respondió don Quijote–, y qué mal parece en los gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres demasi[a]do de humildes y bajos, o él tan travieso y malo que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.
–Bien sé firmar mi nombre –respondió Sancho–, que cuando fui prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraigado no te verás vengado.

El ignorante cree que, teniendo el poder, hará lo que quiera cuando lo cierto es que otros harán de él lo que quieran. El ignorante cree que la libertad es regalada y consiste en hacer cada uno lo que le da la gana, lo que le conviene.
No es consciente de deberes ni de responsabilidades. 




–¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! –dijo a esta sazón don Quijote–. ¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te han de quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?
–Por Dios, señor nuestro amo –replicó Sancho–, que vuesa merced se queja de bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar llaman Sancho.

Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Un político ha de ser muy prudente y cauto al expresarse. Tendría que saber hablar con mucha claridad y precisión. 




–Ese Sancho no eres tú –dijo don Quijote–, porque no sólo no eres buen callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso, querría saber qué cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria que venían aquí a propósito, que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.
–¿Qué mejores –dijo Sancho– que "entre dos muelas cordales nunca pongas tus pulgares", y "a idos de mi casa y qué queréis con mi mujer, no hay responder", y "si da el cántaro en la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro", todos los cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su gobernador ni con el que le manda, porque saldrá lastimado, como el que pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales, como sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que replicar, como al "salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer". Pues lo de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga por él: "espantóse la muerta de la degollada", y vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.
–Eso no, Sancho –respondió don Quijote–, que el necio en su casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la necedad no asienta ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que si mal gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.
–Señor –replicó Sancho–, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más que, mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.
–Por Dios, Sancho –dijo don Quijote–, que, por solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.
Dicen que en el propio original desta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declar[ar]los; y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.

Cervantes quiere que seamos conscientes de que está haciendo un ejercicio de contención. ¿Cómo sería la Segunda parte si no hubiese recibido una crítica sobre las digresiones?




Y luego prosigue la historia diciendo que, en acabando de comer don Quijote, el día que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero, apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que los comunicó con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas, aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él había de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque, muy discreto y muy gracioso –que no puede haber gracia donde no hay discreción–, el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi, con el [do]naire que queda referido; y con esto, y con ir industriado de sus señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su intento maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que, así como Sancho vio al tal mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y, volviéndose a su señor, le dijo:
–Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy, en justo y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste mayordomo del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.
Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y, habiéndole mirado, dijo a Sancho:
–No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente, que no sé lo que quieres decir; que el rostro de la Dolorida es el del mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que, a serlo, implicaría contradición muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas averiguaciones, que sería entrarnos en intricados laberintos. Créeme, amigo, que es menester rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre a los dos de malos hechiceros y de malos encantadores.
–No es burla, señor –replicó Sancho–, sino que denantes le oí hablar, y no pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos. Ahora bien, yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí adelante, a ver si descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.
–Así lo has de hacer, Sancho –dijo don Quijote–, y darásme aviso de todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado, y encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. Volvía Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña.
Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió con pucheritos.
Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al buen Sancho, y espera dos fanegas de risa, que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo, y, en tanto, atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche; que si con ello no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia, porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración, o con risa.
Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía, y preguntóle que de qué estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos, dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación de su deseo.
–Verdad es, señora mía –respondió don Quijote–, que siento la ausencia de Sancho, pero no es ésa la causa principal que me hace parecer que estoy triste, y, de los muchos ofrecimientos que vuestra excelencia me hace, solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en lo demás, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y permita que yo solo sea el que me sirva.
[…]
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias, le entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia, le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo del duque le dijo:

Otra versión de El traje nuevo del emperador [1837] de H. C. Andersen.
La versión de Andersen está basada en una historia española recopilada por el infante Don Juan Manuel en el El conde Lucanor (historia o exemplo XXXII),4 un libro de exempla o cuentos moralizantes escrito entre 1330 y 1335. Andersen no conocía el original español, pero había leído una traducción al alemán titulada So ist der Lauf der Welt (Así es el discurrir del mundo), y en ella se basó para escribir su versión
El Conde Lucanor [1330-1335] Don Juan Manuel, ejemplo 32: Quien te conseja encobrir de tus amigos,

sabe que más te quiere engañar que dos figos
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.
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La misma historia, aunque centrándose en la limpieza de sangre y en la obsesión por ser cristiano viejo, aparece en un entremés de Cervantes llamado El retablo de las maravillas.
No dejo de darle vueltas: ¿Qué ganan los duques con tanta burla? ¿Quién paga tanta fiesta? ¿Quién es más insensato: el necio o el que se burla de él?




–Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y así, o se alegra o se entristece con su venida.

Cervantes dice que los mil vecinos están alegres y admirados: los engañados y los que conocen la burla. ¿No hay espíritu crítico ni voces disidentes? ¿Nadie se atreve a ser “aguafiestas”?]




En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
–Señor, allí esta escrito y notado el día en que Vuestra Señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos años la goce.
–Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? –preguntó Sancho.
–A vuestra señoría –respondió el mayordomo–, que en esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
–Pues advertid, hermano –dijo Sancho–, que yo no tengo don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno me dura cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo, que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía una[s] tijeras en la mano, y el sastre dijo:
–Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer (que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito), y, poniéndome un pedazo de paño en las manos, me pr[e]guntó: ‘‘Señor, ¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza?’’ Yo, tanteando el paño, le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que le pague o vuelva su paño.
–¿Es todo esto así, hermano? –preguntó Sancho.
–Sí, señor –respondió el hombre–, pero hágale vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
–De buena gana –respondió el sastre.
Y, sacando encontinente la mano debajo del herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
–He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
–Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin, se hizo lo que mandó el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
–Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se los presté; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de Dios.
–¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? –dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
–Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara; y, pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y, poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y, en viéndole Sancho, le dijo:
–Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
–De muy buena gana –respondió el viejo–: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:
–Andad con Dios, que ya vais pagado.
–¿Yo, señor? –respondió el viejo–. Pues, ¿vale esta cañaheja diez escudos de oro?
–Sí –dijo el gobernador–; o si no, yo soy el mayor porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario, aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él había oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que, a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces, diciendo:
–¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme.
–Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no las manos este galán –dijo Sancho.
Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:
–Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla [la] mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
–Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.
Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí [a] poco volvieron el hombre y la mujer más asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela; mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:
–¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que, en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa que vuestra merced mandó darme.
–Y ¿háosla quitado? –preguntó el gobernador.
–¿Cómo quitar? –respondió la mujer–. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa. ¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no este desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de en mitad en mitad de las carnes!
–Ella tiene razón –dijo el hombre–, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para quitársela, y déjola.
Entonces el gobernador dijo a la mujer:
–Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.
Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada:
–Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!
Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre:
–Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie.
El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la priesa que nos da su amo, alborozado con la música de Altisidora.
Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa; y, así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías, y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha gravedad.
Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares; uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato de fruta delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara:
No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.

Estar en manos de los consejeros.




–Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas, y, a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.
A lo que el médico respondió:
–Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
–Pues, ¿por qué? –dijo Sancho.
Y el médico respondió:
–Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima".
–Si eso es así –dijo Sancho–, vea el señor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.
–Vuestra merced tiene razón, señor gobernador –respondió el médico–; y así, es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no hay para qué.
Y Sancho dijo:
–Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.
–Absit! –dijo el médico–. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos, o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque siempre y a doquiera y de quienquiera son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora, para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.
Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde había estudiado. A lo que él respondió:
–Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.
A lo que respondió Sancho, todo encendido en cólera:
–Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.
Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de posta en la calle, y, asomándose el maestresala a la ventana, volvió diciendo:
–Correo viene del duque mi señor; algún despacho debe de traer de importancia.
Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario. Oyendo lo cual, Sancho dijo:
–¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
–Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
–Con esa añadidura –dijo Sancho–, bien podéis ser secretario del mismo emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.
Hízolo así el recién nacido secretario, y, habiendo leído lo que decía, dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala, y los demás y el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así decía:
A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé también, por espías verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de vuestro ingenio; abrid el ojo, y mirad quién llega a hablaros, y no comáis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros si os viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera de vuestro entendimiento. Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de la mañana.
Vuestro amigo,
El Duque.
Quedó atónito Sancho, y mostraro[n] quedarlo asimismo los circunstantes; y, volviéndose al mayordomo, le dijo:
–Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre.
–También –dijo el maestresala– me parece a mí que vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y, como suele decirse, detrás de la cruz está el diablo.
–No lo niego –respondió Sancho–, y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos, secretario, responded al duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora la duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y tendré cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino podéis encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha, porque vea que soy pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, podéis añadir todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y álcense estos manteles, y denme a mí de comer, que yo me avendré con cuantas espías y matadores y encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula.
En esto entró un paje, y dijo:
–Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra Señoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia.
–Estraño caso es éste –dijo Sancho– destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra marmol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará, según se me trasluce), que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.
–No, señor –respondió el paje–, porque parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno como el buen pan.
–No hay que temer –dijo el mayordomo–, que aquí estamos todos.
–¿Sería posible –dijo Sancho–, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
–Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará Vuestra Señoría satisfecho y pagado –dijo el maestresala.
–Dios lo haga –respondió Sancho.
Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue:
–¿Quién es aquí el señor gobernador?
–¿Quién ha de ser –respondió el secretario–, sino el que está sentado en la silla?
–Humíllome, pues, a su presencia –dijo el labrador.
Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el labrador, y luego dijo:
–Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos leguas de Ciuda[d] Real.
–¡Otro Tirteafuera tenemos! –dijo Sancho–. Decid, hermano, que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi pueblo.
–Es, pues, el caso, señor –prosiguió el labrador–, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la San[ta] Iglesia Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y el licenciado.
–De modo –dijo Sancho– que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.
–No, señor, en ninguna manera –respondió el labrador.
–¡Medrados estamos! –replicó Sancho–. Adelante, hermano, que es hora de dormir más que de negociar.
–Digo, pues –dijo el labrador–, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los deste linaje son perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines; aunque, si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y, mirada por el lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y, aunque los hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus amantes. Es tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las más bien formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles y delicados que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero, como tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdóneme el señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal.
–Pintad lo que quisiéredes –dijo Sancho–, que yo me voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para mí que vuestro retrato.
–Eso tengo yo por servir –respondió el labrador–, pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración; pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de esposa a mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.
–Está bien –dijo Sancho–, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora? Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
–Querría, señor –respondió el labrador–, que vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza; porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.
–¿Queréis otra cosa, buen hombre? –replicó Sancho.
–Otra cosa querría –dijo el labrador–, sino que no me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho, pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese trecientos o seiscientos ducados para ayuda [a] la dote de mi bachiller; digo para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin estar sujetos a las impertinencias de los suegros.
–Mirad si queréis otra cosa –dijo Sancho–, y no la dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.
–No, por cierto –respondió el labrador.
Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose en pie el gobernador, asió de la silla en que estaba sentado y dijo:
–¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ¿dónde los tengo yo, hediondo?; y ¿por qué te los había de dar, aunque los tuviera, socarrón y mentecato?; y ¿qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor, que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que, para tentarme, te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?
Hizo de señas el maestresala al labrador que se saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el gobernador no ejecutase su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su oficio.
Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la paz en el corro, y volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualid[ad] y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes



Llevo bastantes años pensando que España es un país instalado parcialmente en la irrealidad. Me recuerda las aventuras de don Quijote y Sancho en el palacio de los Duques, consagrados a fiestas y celebraciones barrocas y cacerías y simulacros justo en la época en la que el país donde habitaba Cervantes caía en la quiebra, poblado de hambrientos y mendigos, consumido por guerras absurdas y tontos sueños de grandeza imperial. Salvo las personas golpeadas sin remedio por la realidad -el que pierde un trabajo y no encuentra otro, el enfermo, el excluido, el perseguido, el tirado en la calle, el acosado por los terroristas y sus matones- me daba la impresión de que tanto la clase política como los medios públicos y privados se conjuraban para inducir en la ciudadanía un estado de delirio: se podía disfrutar de una plaza escolar o universitaria casi gratuita y no esforzarse en estudiar; las administraciones públicas se encargaban paternalmente, como padres majetes o supermajetes, de proveer entretenimiento gratuito, de construir “botellódromos”, de cultivar el halago; si alguien ponía alguna objeción a la fiesta, o recordaba la necesidad del esfuerzo, del rigor, de la búsqueda de la excelencia, se le miraba peor que a un reaccionario o un avinagrado: era un antiguo. Las autonomías, los ayuntamientos, cancelaban el espacio público civil en nombre de algo más cálido, más cercano, más casero, el confortable “nosotros” de las raíces, la idiosincrasia compartida, la identidad narcisista y convenientemente asediada por esos otros a los que podía echarse la culpa de todo: “esos de Logroño”, como dijo Arzallus en ocasión memorable, “Madrid”, los españoles, los peninsuales, los ásperos castellanos que en 1492 invadieron el paraíso moruno y multicultural andaluz, etc. Una nebulosa providencia lo regalaba todo, sin necesidad de que se diera nada a cambio, ni las gracias: la escuela, la universidad, el médico de urgencias, el concierto de rock, las vaquillas, los fuegos artificiales, las libertades, un cierto número de puestos de trabajo, para los cuales no hacía falta más cualificación que el parentesco o la amistad con un político. También ellos, los políticos, servían para cualquier cosa: para ser hoy alcalde y mañana consejero de sanidad o presidente de la caja de ahorros o director de un museo; para tener un cargo internacional sin hablar idiomas, para ser ministro de cultura sin haber abierto nunca un libro.
Hoy publica el New York Times un artículo inquietante sobre las diferencias cada vez mayores entre la parte de Europa que está saliendo de la crisis y la que continúa empantanada en ella, atrapada en el espejismo del euro. Hace unos años se nos decía triunfalmente que estábamos entre las ocho grandes economías del mundo: en ese artículo se explica que en los índices de productividad España ocupa el puesto 42. El que no se consuela es porque no quiere: Portugal está el número 46, Italia el 48, Grecia el 83.
España no está en el filo del abismo todavía”, dice un economista en el artículo, “Pero sí a unas millas de distancia, y avanzando muy rápido”. Mientras tanto, mientras cada vez hay más gente que no tiene trabajo ni esperanza de encontrarlo, o que malvive con becas tramposas y contratos basura, medio país queda paralizado por el puente.
No entiendo nada.
La realidad, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 4 de diciembre de 2010]


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También por una sincera decisión de no ver, tan continuamente ejercida que se convierte en un hábito. No ver lo que se tiene delante de los ojos. Negarse a verlo si a pesar de todo se le filtra a uno la conciencia. Verlo y hacer como que no se ha visto y no decir nada para no ser acusado de apostasía, de haberse pasado al enemigo, o peor aún, de no pertenecer al grupo de los que tienen garantizada la limpieza de sangre, la pureza sin mancha, política, identitaria, sexual. No ver nada y fingir que sí se está viendo lo mismo que ven todos, con más convicción cuanto menos se vea o cuantas más dudas íntimas se tengan, no sea que se le descubra a uno la simulación.

Para entender lo que ha pasado todos estos años en España hay que leer algunos de los pocos informes internacionales que avisaban sobre la posibilidad del desastre pero sobre todo hay que leer a Cervantes, que tenía una conciencia política tan aguda, y que con su serena ironía caló mucho más hondo que Quevedo con todas sus interjecciones y retruécanos. Hay que leer los capítulos de la segunda parte del Quijote que transcurren en el palacio de los duques, y sobre todo uno de los entremeses, el de El retablo de las maravillas.
En sus posesiones de Aragón, el duque y la duquesa a los que Cervantes nunca da nombre viven en una especie de mundo paralelo en el que se celebran continuos simulacros barrocos con la única finalidad de ridiculizar a don Quijote y a Sancho: grandes desfiles nocturnos con carrozas y antorchas, fiestas complicadas en las que centenares de personas se disfrazan y actúan como comparsas en el gran engaño. Uno lee esos capítulos de la novela e imagina la miseria y el descalabro de la realidad española de entonces y no puede dejar de preguntarse de dónde venía el dinero para pagar todas aquellas representaciones fantásticas de la corte de los duques, no más irreales probablemente que las de la corte del rey, no mucho menos insensatas que las guerras internacionales en las que se tiraba el oro venido de América y el dinero de los impuestos que arruinaban todavía más a los campesinos de Castilla.

Aparte de la calidad de la escritura satírica, que tiene algo de esperpento anticipado, El retablo de las maravillas se distingue por un rasgo original en la trama, añadido por Cervantes al cuento del traje nuevo del emperador. Un par de estafadores aparecen en el pueblo anunciando que presentarán el espectáculo más asombroso que se ha visto nunca en el teatro. Pero hay una condición, una exigencia: sólo podrá ver los portentos que se muestran en el retablo quien no tenga un origen ilegítimo o de judío converso. ‘Ninguno puede ver las cosas que en él se muestran que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres en legítimo matrimonio.’ El alcalde del pueblo al que llegan los pícaros urdidores de la estafa, un bruto sin luces, se apresura a declarar: ‘Cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro costados de mi linaje.’
Viniendo él de un linaje tan dudoso, Cervantes sería muy sensible al ridículo de tales proclamaciones de limpieza de sangre, y también al absurdo de un país en el que prevalecían sobre cualquier mérito. Igual que a Sancho Panza su condición de cristiano viejo le bastaba para ser gobernador, al músico que acompaña el retablo le acredita no su talento, sino el ser ‘muy buen cristiano e hidalgo de solar conocido’. A lo cual añade otro personaje: ‘¡Cualidades bien necesarias para ser buen músico!’

Importa la identidad originaria sin mancha. Y para que no se dude de ella lo más seguro es esforzarse en ver lo que ven todos los demás, o lo que parece que están viendo, porque en la conciencia de cada uno de los pueblerinos opera el mismo chantaje unánime. Empieza la función y los espectadores ven a Sansón derribando las columnas del templo, ven una inundación de ratones escapados del arca de Noé, dicen sentir sobre ellos el agua de una catarata del Jordán, se asustan cuando ven llegar ‘docenas de leones rampantes y osos colmeneros’. Y cuando de pronto irrumpe alguien que no participa como estafador o estafado en el delirio de la farsa y por lo tanto atestigua que el escenario está vacío, el alcalde analfabeto lo señala con un anatema terrible, que en aquellos tiempos podía llevarlo a uno a los calabozos o a la hoguera: ‘¡De ellos es, pues no ve nada!’

De ellos: los judíos, de los que ni siquiera pueden nombrarse, porque sería reconocer que existen, mancharse con su impureza. Sólo fingiendo o creyendo ver lo que no existe se está seguro de no pertenecer a ese ‘ellos’ infame. El solo hecho de ver la realidad y contarla lo convierte a uno en un proscrito, en un disidente, en un raro: en un aguafiestas. ”
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina

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