Con el felice y gracioso suceso de la aventura de
la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el
acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo
dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con
Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió
al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese
para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el
agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
–Después que bajé del cielo, y después que desde su
alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la
gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es
mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media
docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no
había más en toda la tierra? Si vuest[r]a señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo,
aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor
ínsula del mundo.
–Mirad, amigo Sancho –respondió el duque–: yo no
puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo
Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es
una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil
y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis
con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
–Ahora bien –respondió Sancho–, venga esa ínsula,
que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al
cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis
casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de
probar a qué sabe el ser gobernador.
–Si una vez lo probáis, Sancho –dijo el duque–,
comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser
obedecido. A buen seguro que cuando
vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas
sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le pese en la
mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
–Señor –replicó Sancho–, yo imagino que es bueno
mandar, aunque sea a un hato de ganado.
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes. Segunda Parte. Capítulo XLII
La realidad, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 4 de diciembre de 2010]
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina "54
–Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo
–respondió el duque–, y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete,
y quédese esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al
gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que
habéis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.
–Vístanme –dijo Sancho– como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.
–Así es verdad –dijo el duque–, pero los trajes se
han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que
un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos,
Sancho, iréis
vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy
tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las
armas.
No sólo hay que serlo, sino parecerlo. En este caso, no importa serlo, sino parecerlo. La apariencia de poder es poder.
–Letras –respondió Sancho–, pocas tengo, porque aún
no sé el A, B, C; pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen
gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y
Dios delante.
Basta con ser buen cristiano, o cristiano viejo, para ser gobernador. Esencialismo. Lo que importa es lo que se es y no lo que se hace.
–Con tan buena memoria –dijo el duque–, no podrá
Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que
pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con
licencia del duque le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con
intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio.
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la
puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada
voz le dijo:
–Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de
que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya
salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena
suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de
aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso,
te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan,
madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin
saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos
pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala
fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro,
sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento
que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula,
como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a
tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo,
que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí
encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a
creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere
aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste
mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un
golfo profundo de confusiones. Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios,
porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada.
Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti
mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del
conocerte saldrá el no hincharte como la rana que
quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies
de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu
tierra.
–Así es la verdad –respondió Sancho–, pero fue
cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé,
que no puercos; pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los
que gobiernan vienen de casta de reyes.
–Así es verdad –replicó don Quijote–, por lo cual los no de
principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una
blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración
maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y
no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te
corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio.
Inumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma
dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos
ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer
hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen [de]
príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se
aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre
no vale. Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere
a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni
le afrentes; antes le has de acoger,
agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se
desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza
bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los
que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural
rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y
derramar una mujer rústica y tonta. Si acaso
enviudares, cosa que pu[e]de suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no
la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de
tu capilla, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez
recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará
con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo
en la vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida
con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen
en ti más compasión las lágrimas del
pobre, pero no más justicia, que las
informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y
dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre.
Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al
delincuente, que no es mejor la fama del
juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la
justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes
de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa
ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin
remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si
alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas
y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no
quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus
suspiros. Al
que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le
basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas
razones. Al
culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable,
sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto
fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente,
porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y
campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Si estos
preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será
eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como
quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de
las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en
vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus
terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar
tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.
¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote
que no le tuviera por persona muy cuerda y mejor intencionada? Pero, como
muchas veces en el progreso desta grande historia queda dicho, solamente
disparaba en tocándole en la caballería, y en los demás discursos mostraba tener
claro y desenfadado entendimiento, de manera que a cada paso desacreditaban sus
obras su juicio, y su juicio sus obras; pero en ésta destos segundos documentos
que dio a Sancho, mostró tener gran donaire, y puso su discreción y su locura
en un levantado punto.
Atentísimamente le escuchaba Sancho, y procuraba
conservar en la memoria sus consejos, como quien pensaba guardarlos y salir por
ellos a buen parto de la preñez de su gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote, y
dijo:
–En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa,
Sancho, lo primero que te encargo es que seas
limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos
hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les
hermosean las manos, como si aquel escremento y añadidura que se dejan de
cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco y
extraordinario abuso. No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado,
si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó
en la de Julio César. Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer
tu oficio, y si sufriere que des librea a tus criados, dásela honesta y
provechosa más que vistosa y bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres:
quiero decir que si has de vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y
así tendrás pajes para el cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar
librea no la alcanzan los vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen
por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que
parezca que te escu[c]has a ti mismo, que toda afectación es mala.
Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la
oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el
vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no
mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie.
–Eso de erutar no entiendo –dijo Sancho.
Y don Quijote le dijo:
–Erutar, Sancho, quiere decir regoldar, y éste es
uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy
sinificativo; y así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar
dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones; y, cuando algunos no entienden
estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo,
que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien
tiene poder el vulgo y el uso.
–En verdad, señor –dijo Sancho–, que uno de los
consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar,
porque lo suelo hacer muy a menudo.
–Erutar, Sancho, que no regoldar –dijo don Quijote.
–Erutar diré de aquí adelante –respondió Sancho–, y
a fee que no se me olvide.
–También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas
la muchedumbre de refranes que sueles; que, puesto que los refranes son
sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen
disparates que sentencias.
–Eso Dios lo puede remediar –respondió Sancho–,
porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca
cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando
los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de
aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa
llena presto se guisa la cena, y quien destaja no baraja, y a buen salvo está
el que repica, y el dar y el tener seso ha menester.
¿Cómo puede gobernar quien apenas puede gobernarse a sí mismo?
–¡Eso sí, Sancho! –dijo don Quijote–: ¡encaja,
ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo
trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado
aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los
cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a
propósito, pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática
desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre
el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la
barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas sobre el
rucio: que el andar a caballo a unos hace
caballeros; a otros, caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no
madruga con el sol, no goza del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena ventura, y la pereza,
su contraria, jamás llegó al término que pide un buen deseo. Este último
consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para adorno del cuerpo,
quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te será de menos
provecho que los que hasta aquí te he dado; y es que jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos entre sí,
pues, por fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que
abatieres serás aborrecido, y del que levantares en ninguna manera premiado. Tu
vestido será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo;
greguescos, ni por pienso, que no les están bien ni a los caballeros ni a los
gobernadores. Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte;
andará el tiempo, y, según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú
tengas cuidado de avisarme el estado en que te hallares.
–Señor –respondió Sancho–, bien veo que todo cuanto
vuestra merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas, pero ¿de qué han de
servir, si de ninguna me acuerdo? Verdad sea que aquello de no
dejarme crecer las uñas y de casarme otra vez, si se ofreciere, no se me pasará
del magín, pero esotros badulaques y enredos y revoltillos, no se me acuerda ni
acordará más dellos que de las nubes de antaño, y así, será menester que se me
den por escrito, que, puesto que no sé leer ni escribir, yo se los daré a mi
confesor para que me los encaje y recapacite cuando fuere menester.
Consejeros, confesores... Qué peligro encierra la ignorancia.
–¡Ah, pecador de mí –respondió don Quijote–, y qué mal parece
en los gobernadores el no saber leer ni escribir!; porque has de
saber, ¡oh Sancho!, que no saber un hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos
cosas: o que
fue hijo de padres demasi[a]do de humildes y bajos, o él tan travieso y malo
que no pudo entrar en el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta
es la que llevas contigo, y así, querría que aprendieses a firmar siquiera.
–Bien sé firmar mi nombre –respondió Sancho–, que
cuando fui prioste en mi lugar, aprendí a hacer unas letras como de marca de
fardo, que decían que decía mi nombre; cuanto más, que fingiré que tengo
tullida la mano derecha, y haré que firme otro por mí; que para todo hay
remedio, si no es para la muerte; y, teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere;
cuanto más, que el que tiene el padre alcalde... Y, siendo yo gobernador, que
es más que ser alcalde, ¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y
calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios quiere
bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el
mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso
ser, no habrá falta que se me parezca. No, sino haceos miel, y paparos han
moscas; tanto vales cuanto tienes, decía una mi agüela, y del hombre arraigado
no te verás vengado.
El ignorante cree que, teniendo el poder, hará lo que quiera cuando lo cierto es que otros harán de él lo que quieran. El ignorante cree que la libertad es regalada y consiste en hacer cada uno lo que le da la gana, lo que le conviene.
No es consciente de deberes ni de responsabilidades.
–¡Oh, maldito seas de Dios, Sancho! –dijo a esta
sazón don Quijote–. ¡Sesenta mil satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una
hora ha que los estás ensartando y dándome con cada uno tragos de tormento. Yo
te aseguro que estos refranes te han de llevar un día a la horca; por ellos te
han de quitar el gobierno tus vasallos, o ha de haber entre ellos
comunidades. Dime, ¿dónde los hallas, ignorante, o cómo los aplicas, mentecato,
que para decir yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como si cavase?
–Por Dios, señor nuestro amo –replicó Sancho–, que
vuesa merced se queja de bien pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que yo me
sirva de mi hacienda, que ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino
refranes y más refranes? Y ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí
pintiparados, o como peras en tabaque, pero no los diré, porque al buen callar
llaman Sancho.
Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Un político ha de ser muy prudente y cauto al expresarse. Tendría que saber hablar con mucha claridad y precisión.
–Ese Sancho no eres tú –dijo don Quijote–, porque
no sólo no eres buen callar, sino mal hablar y mal porfiar; y, con todo eso,
querría saber qué cuatro refranes te ocurrían ahora a la memoria que venían
aquí a propósito, que yo ando recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno
se me ofrece.
–¿Qué mejores –dijo Sancho– que "entre dos
muelas cordales nunca pongas tus pulgares", y "a idos de mi casa y
qué queréis con mi mujer, no hay responder", y "si da el cántaro en
la piedra o la piedra en el cántaro, mal para el cántaro", todos los
cuales vienen a pelo? Que nadie se tome con su gobernador ni con el que le
manda, porque saldrá lastimado, como el que pone el dedo entre dos
muelas cordales, y aunque no sean cordales, como sean muelas, no importa; y a lo que dijere
el gobernador no hay que replicar, como al "salíos de mi casa y
qué queréis con mi mujer". Pues lo de la piedra en el cántaro un ciego lo
verá. Así que, es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga
en el suyo, porque no se diga por él: "espantóse la muerta de la degollada",
y vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la
ajena.
–Eso no, Sancho –respondió don Quijote–, que el necio en su
casa ni en la ajena sabe nada, a causa que sobre el aumento de la
necedad no asienta ningún discreto edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho, que
si mal gobernares, tuya será la culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que
he hecho lo que debía en aconsejarte con las veras y con la discreción a mí
posible: con esto salgo de mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu
gobierno, y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar
con toda la ínsula patas arriba, cosa que pudiera yo escusar con descubrir al
duque quién eres, diciéndole que toda esa gordura y esa personilla que tienes
no es otra cosa que un costal lleno de refranes y de malicias.
–Señor –replicó Sancho–, si a vuestra merced le
parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto, que más quiero un
solo negro de la uña de mi alma que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré
Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más
que, mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los
pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra
merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de
ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha
de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al
cielo que gobernador al infierno.
–Por Dios, Sancho –dijo don Quijote–, que, por
solas estas últimas razones que has dicho, juzgo que mereces ser gobernador de
mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga;
encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención; quiero decir
que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te
ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a
comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.
Dicen que en el propio original desta historia se
lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le
tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que
tuvo el moro de sí mismo, por haber tomado entre manos una historia tan seca y
tan limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de
hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y
episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el
entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las
bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba
en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la
primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso
impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia,
puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don
Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que
muchos, llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la
darían a las novelas, y pasarían por ellas, o con priesa o con enfado, sin
advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara bien al
descubierto cuando, por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don Quijote ni
a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y así, en esta segunda parte
no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo
pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y
aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declar[ar]los;
y, pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo
habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no
se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe,
sino por lo que ha dejado de escribir.
Cervantes quiere que seamos conscientes de que está haciendo un ejercicio de contención. ¿Cómo sería la Segunda parte si no hubiese recibido una crítica sobre las digresiones?
Y luego prosigue la historia diciendo que, en
acabando de comer don Quijote, el día que dio los consejos a Sancho, aquella
tarde se los dio escritos, para que él buscase quien se los leyese; pero,
apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y vinieron a manos del duque, que
los comunicó con la duquesa, y los dos se admiraron de nuevo de la locura y del
ingenio de don Quijote; y así, llevando adelante sus burlas,
aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompañamiento al lugar que para él
había de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un
mayordomo del duque, muy discreto y muy gracioso –que no puede haber gracia
donde no hay discreción–, el cual había hecho la persona de la
condesa Trifaldi, con el [do]naire que queda referido; y con esto, y con ir
industriado de sus señores de cómo se había de haber con Sancho, salió con su
intento maravillosamente. Digo, pues, que acaeció que, así como Sancho vio al
tal mayordomo, se le figuró en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y,
volviéndose a su señor, le dijo:
–Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de
donde estoy, en justo y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el
rostro deste mayordomo del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.
Miró don Quijote atentamente al mayordomo, y,
habiéndole mirado, dijo a Sancho:
–No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en
justo ni en creyente, que no sé lo que quieres decir; que el rostro de la
Dolorida es el del mayordomo, pero no por eso el mayordomo es la Dolorida; que,
a serlo, implicaría contradición muy grande, y no es tiempo ahora de hacer
estas averiguaciones, que sería entrarnos en intricados laberintos. Créeme,
amigo, que es menester rogar a Nuestro Señor muy de veras que nos libre a los
dos de malos hechiceros y de malos encantadores.
–No es burla, señor –replicó Sancho–, sino que
denantes le oí hablar, y no pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en
los oídos. Ahora bien, yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí
adelante, a ver si descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.
–Así lo has de hacer, Sancho –dijo don Quijote–, y
darásme aviso de todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en
el gobierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente,
vestido a lo letrado, y encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas
leonado, con una montera de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél,
por orden del duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y
flamantes. Volvía Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con
cuya compañía iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña.
Al despedirse de los duques, les besó las manos, y
tomó la bendición de su señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió
con pucheritos.
Deja, lector amable, ir en paz y en hora buena al
buen Sancho, y espera dos fanegas de risa, que te ha de causar el saber
cómo se portó en su cargo, y, en tanto, atiende a saber lo que le
pasó a su amo aquella noche; que si con ello no rieres, por lo menos
desplegarás los labios con risa de jimia, porque los sucesos de don Quijote, o
se han de celebrar con admiración, o con risa.
Cuéntase, pues, que, apenas se hubo partido Sancho,
cuando don Quijote sintió su soledad; y si le fuera posible revocarle la
comisión y quitarle el gobierno, lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía,
y preguntóle que de qué estaba triste; que si era por la ausencia de Sancho,
que escuderos, dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a
satisfación de su deseo.
–Verdad es, señora mía –respondió don Quijote–, que
siento la ausencia de Sancho, pero no es ésa la causa principal que me hace
parecer que estoy triste, y, de los muchos ofrecimientos que vuestra excelencia
me hace, solamente acepto y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y, en
lo demás, suplico a Vuestra Excelencia que dentro de mi aposento consienta y
permita que yo solo sea el que me sirva.
[…]
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha
del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo
allí, tirador acá, médico acullá, padre de la Poesía, inventor de la Música: tú
que siempre sales, y, aunque lo parece, nunca te pones! A ti digo, ¡oh sol, con
cuya ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y
alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en
la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento
tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó
Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de
los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba
Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el
gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada,
salió el regimiento del pueblo a recebirle; tocaron las campanas, y todos los
vecinos dieron muestras de general alegría, y con mucha pompa le llevaron a la
iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego, con algunas ridículas ceremonias,
le entregaron las llaves del pueblo, y le admitieron por perpetuo gobernador de
la ínsula Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del
nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no
sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia, le llevaron a la silla del
juzgado y le sentaron en ella; y el mayordomo del duque le dijo:
sabe que más te quiere engañar que dos figos
Otra versión de El traje nuevo del emperador [1837] de H. C. Andersen.
La versión de Andersen está basada en una historia española recopilada por el infante Don Juan Manuel en el El conde Lucanor (historia o exemplo XXXII),4 un libro de exempla o cuentos moralizantes escrito entre 1330 y 1335. Andersen no conocía el original español, pero había leído una traducción al alemán titulada So ist der Lauf der Welt (Así es el discurrir del mundo), y en ella se basó para escribir su versión
El Conde Lucanor [1330-1335] Don Juan Manuel, ejemplo 32: Quien te conseja encobrir de tus amigos,
sabe que más te quiere engañar que dos figos
»Así, vos, señor Conde Lucanor, como aquel hombre os pide que ninguna persona de vuestra confianza sepa lo que os propone, estad seguro de que piensa engañaros, pues debéis comprender que no tiene motivos para buscar vuestro provecho, ya que apenas os conoce, mientras que, quienes han vivido con vos, siempre procurarán serviros y favoreceros.
El conde pensó que era un buen consejo, lo siguió y le fue muy bien.
Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos que dicen así:
A quien te aconseja encubrir de tus amigos
más le gusta engañarte que los higos.
más le gusta engañarte que los higos.
.
La misma historia, aunque centrándose en la limpieza de sangre y en la obsesión por ser cristiano viejo, aparece en un entremés de Cervantes llamado El retablo de las maravillas.
No dejo de darle vueltas: ¿Qué ganan los duques con tanta burla? ¿Quién paga tanta fiesta? ¿Quién es más insensato: el necio o el que se burla de él?
–Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador,
que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder
a una pregunta que se le hiciere, que sea algo intricada y dificultosa, de cuya
respuesta el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador; y
así, o se alegra o se entristece con su venida.
Cervantes dice que los mil vecinos están alegres y admirados: los engañados y los que conocen la burla. ¿No hay espíritu crítico ni voces disidentes? ¿Nadie se atreve a ser “aguafiestas”?]
En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho,
estaba él mirando unas grandes y muchas letras que en la pared frontera de su
silla estaban escritas; y, como él no sabía leer, preguntó que qué eran
aquellas pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
–Señor, allí esta escrito y notado el día en que
Vuestra Señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el epitafio: Hoy día, a
tantos de tal mes y de tal año, tomó la posesión desta ínsula el señor don
Sancho Panza, que muchos años la goce.
–Y ¿a quién llaman don Sancho Panza? –preguntó
Sancho.
–A vuestra señoría –respondió el mayordomo–, que en
esta ínsula no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
–Pues advertid, hermano –dijo Sancho–, que yo no tengo
don, ni en todo mi linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a
secas, y Sancho se llamó mi padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas,
sin añadiduras de dones ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber
más dones que piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que, si el gobierno me dura
cuatro días, yo escardaré estos dones, que, por la muchedumbre, deben de
enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo,
que yo responderé lo mejor que supiere, ora se
entristezca o no se entristezca el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres,
el uno vestido de labrador y el otro de sastre, porque traía una[s] tijeras en
la mano, y el sastre dijo:
–Señor gobernador, yo y este hombre labrador
venimos ante vuestra merced en razón que este buen hombre llegó a mi tienda
ayer (que yo, con perdón de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea
bendito), y, poniéndome un pedazo de paño en las manos, me pr[e]guntó: ‘‘Señor,
¿habría en esto paño harto para hacerme una caperuza?’’ Yo, tanteando el paño,
le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que yo imagino, e imaginé
bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna parte del paño, fundándose en su
malicia y en la mala opinión de los sastres, y replicóme que mirase
si habría para dos; adivinéle el pensamiento y díjele que sí; y él, caballero
en su dañada y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo síes,
hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de venir por
ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que le
pague o vuelva su paño.
–¿Es todo esto así, hermano? –preguntó Sancho.
–Sí, señor –respondió el hombre–, pero hágale
vuestra merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
–De buena gana –respondió el sastre.
Y, sacando encontinente la mano debajo del
herreruelo, mostró en ella cinco caperuzas puestas en las cinco cabezas de los
dedos de la mano, y dijo:
–He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre
me pide, y en Dios y en mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo
daré la obra a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las
caperuzas y del nuevo pleito. Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
–Paréceme que en este pleito no ha de haber largas
dilaciones, sino juzgar luego a juicio de buen varón; y así, yo doy por
sentencia que el sastre pierda las hechuras, y el labrador el paño,
y las caperuzas se lleven a los presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero
movió a admiración a los circunstantes, ésta les provocó a risa; pero, en fin,
se hizo lo que mandó el gobernador; ante el cual se presentaron dos hombres
ancianos; el uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
–Señor, a este buen hombre le presté días ha diez
escudos de oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me
los volviese cuando se los pidiese; pasáronse muchos días sin pedírselos, por
no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo se
los presté; pero, por parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido
una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega y dice
que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté, que ya me los
ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me
los ha vuelto; querría que vuestra merced le tomase juramento, y si jurare que me los ha vuelto, yo
se los perdono para aquí y para delante de Dios.
–¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo?
–dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
–Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje
vuestra merced esa vara; y, pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se
los he vuelto y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo
del báculo dio el báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba,
como si le embarazara mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara,
diciendo que era verdad que se le habían prestado aquellos diez escudos que se
le pedían; pero que él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no
caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran
gobernador, preguntó al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario; y
dijo que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía por
hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber olvidado el
cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí en adelante jamás le
pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el deudor, y, bajando la cabeza, se salió
del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que sin más ni más se iba, y viendo
también la paciencia del demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho, y,
poniéndose el índice de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo
como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le
llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y, en viéndole
Sancho, le dijo:
–Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he
menester.
–De muy buena gana –respondió el viejo–: hele aquí,
señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele
al otro viejo, le dijo:
–Andad con Dios, que ya vais pagado.
–¿Yo, señor? –respondió el viejo–. Pues, ¿vale esta
cañaheja diez escudos de oro?
–Sí –dijo el gobernador–; o si no, yo soy el mayor
porro del mundo. Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un
reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y
abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en
oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en
aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que juraba, a su contrario,
aquel báculo, en tanto que hacía el juramento, y jurar que se los había dado
real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le tornó a pedir el báculo,
le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga de lo que pedían.
De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos
tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él
había oído contar otro caso como aquél al cura de su lugar, y que él tenía tan
gran memoria, que, a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no
hubiera tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el
otro pagado, se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa
de determinarse si le tendría y pondría por tonto o por discreto.
Luego, acabado este pleito, entró en el juzgado una
mujer asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía
dando grandes voces, diciendo:
–¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la
hallo en la tierra, la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima,
este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi
cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo
que yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y
cristianos, de naturales y estranjeros; y yo, siempre dura como un alcornoque,
conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, o como la lana entre las
zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a
manosearme.
–Aun eso está por averiguar: si tiene limpias o no
las manos este galán –dijo Sancho.
Y, volviéndose al hombre, le dijo qué decía y
respondía a la querella de aquella mujer. El cual, todo turbado, respondió:
–Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de
cerda, y esta mañana salía deste lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro
puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos
valían; volvíame a mi aldea, topé en el camino a esta buena dueña, y el diablo,
que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos; paguéle lo
soficiente, y ella, mal contenta, asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a
este puesto. Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso
hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja.
Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo
algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en
una bolsa de cuero. Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a
la querellante; él lo hizo temblando; tomóla [la] mujer, y, haciendo mil
zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que
así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del
juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si
era de plata la moneda que llevaba dentro.
Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que
ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazón se iban tras su bolsa:
–Buen hombre, id tras aquella mujer y quitadle la
bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella.
Y no lo dijo a tonto ni a sordo, porque luego
partió como un rayo y fue a lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban
suspensos, esperando el fin de aquel pleito, y de allí [a] poco volvieron el
hombre y la mujer más asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya
levantada y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela;
mas no era posible, según la mujer la defendía, la cual daba voces diciendo:
–¡Justicia de Dios y del mundo! Mire vuestra
merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado,
que, en mitad de poblado y en mitad de la calle, me ha querido quitar la bolsa
que vuestra merced mandó darme.
–Y ¿háosla quitado? –preguntó el gobernador.
–¿Cómo quitar? –respondió la mujer–. Antes me dejara yo quitar la vida que me quiten la bolsa.
¡Bonita es la niña! ¡Otros gatos me han de echar a las barbas, que no este
desventurado y asqueroso! ¡Tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán
bastantes a sacármela de las uñas, ni aun garras de leones: antes el ánima de
en mitad en mitad de las carnes!
–Ella tiene razón –dijo el hombre–, y yo me doy por
rendido y sin fuerzas, y confieso que las mías no son bastantes para
quitársela, y déjola.
Entonces el gobernador dijo a la mujer:
–Mostrad, honrada y valiente, esa bolsa.
Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió
al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada:
–Hermana mía, si el mismo aliento y valor que
habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos,
para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza.
Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en
seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego digo,
churrillera, desvergonzada y embaidora!
Espantóse la mujer y fuese cabizbaja y mal
contenta, y el gobernador dijo al hombre:
–Buen hombre, andad con Dios a vuestro lugar con
vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le queréis perder, procurad que no os
venga en voluntad de yogar con nadie.
El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y
fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y
sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue
luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
Y quédese aquí el buen Sancho, que es mucha la
priesa que nos da su amo, alborozado con la música de Altisidora.
Cuenta la historia que desde el juzgado llevaron a
Sancho Panza a un suntuoso palacio, adonde en una gran sala estaba puesta una
real y limpísima mesa; y, así como Sancho entró en la sala, sonaron chirimías,
y salieron cuatro pajes a darle aguamanos, que Sancho recibió con mucha
gravedad.
Cesó la música, sentóse Sancho a la cabecera de la
mesa, porque no había más de aquel asiento, y no otro servicio en toda ella.
Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico, con una
varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla con que
estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares;
uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un babador randado
a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un plato de fruta
delante; pero, apenas hubo comido un bocado, cuando el de la varilla tocando
con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima celeridad; pero
el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarle Sancho; pero, antes
que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje
alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho,
quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella
comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara:
–No se ha de comer, señor gobernador,
sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay
gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en esta ínsula para
serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por
la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del
gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que
hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece
que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser
nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser
demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por
ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y
el que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.
Estar en manos de los consejeros.
–Desa manera, aquel plato de perdices que están
allí asadas, y, a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.
A lo que el médico respondió:
–Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo
tuviere vida.
–Pues, ¿por qué? –dijo Sancho.
Y el médico respondió:
–Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de
la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem
pessima. Quiere decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las perdices,
malísima".
–Si eso es así –dijo Sancho–, vea el señor doctor
de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos
daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque, por vida del gobernador,
y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida,
aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida
que aumentármela.
–Vuestra merced tiene razón, señor gobernador
–respondió el médico–; y así, es mi parecer que vuestra merced no coma de
aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De
aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no
hay para qué.
Y Sancho dijo:
–Aquel platonazo que está más adelante vahando me
parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas
podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de
provecho.
–Absit! –dijo el médico–. Vaya lejos de nosotros
tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla
podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos, o para los retores de
colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los
gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es porque siempre y a doquiera y de
quienquiera son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque
en las simples no se puede errar y en las compuestas sí, alterando la
cantidad de las cosas de que son compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer
el señor gobernador ahora, para conservar su salud y corroborarla, es un ciento
de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo,
que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.
Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de
la silla y miró de hito en hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo
se llamaba y dónde había estudiado. A lo que él respondió:
–Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro
Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre
Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor
por la universidad de Osuna.
A lo que respondió Sancho, todo encendido en
cólera:
–Pues, señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero,
natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel
a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto
al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de
quedar médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son
ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los pondré
sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a
decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde
estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que
yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico,
verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas.
Alborotóse el doctor, viendo tan colérico al
gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la sala, sino que en aquel instante
sonó una corneta de posta en la calle, y, asomándose el maestresala a la
ventana, volvió diciendo:
–Correo viene del duque mi señor; algún despacho
debe de traer de importancia.
Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un
pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las
del mayordomo, a quien mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don
Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de
su secretario. Oyendo lo cual, Sancho dijo:
–¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
–Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
–Con esa añadidura –dijo Sancho–, bien podéis ser
secretario del mismo emperador. Abrid ese pliego, y mirad lo que dice.
Hízolo así el recién nacido secretario, y, habiendo
leído lo que decía, dijo que era negocio para tratarle a solas. Mandó Sancho
despejar la sala, y que no quedasen en ella sino el mayordomo y el maestresala,
y los demás y el médico se fueron; y luego el secretario leyó la carta, que así
decía:
A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza,
que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso, no sé qué
noche; conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercebido. Sé
también, por espías verdaderas, que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida, porque se temen de
vuestro ingenio; abrid el ojo, y mirad quién llega a hablaros, y no
comáis de cosa que os presentaren. Yo tendré cuidado de socorreros si os
viéredes en trabajo, y en todo haréis como se espera de vuestro entendimiento.
Deste lugar, a 16 de agosto, a las cuatro de la mañana.
Vuestro amigo,
El Duque.
Quedó atónito Sancho, y mostraro[n] quedarlo
asimismo los circunstantes; y, volviéndose al mayordomo, le dijo:
–Lo que agora se ha de hacer, y ha de ser luego, es
meter en un calabozo al doctor Recio; porque si alguno me ha de matar, ha de
ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de la hambre.
–También –dijo el maestresala– me parece a mí que
vuesa merced no coma de todo lo que está en esta mesa, porque lo han presentado unas monjas, y, como suele decirse, detrás de la cruz
está el diablo.
–No lo niego –respondió Sancho–, y por ahora denme
un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir
veneno; porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar
prontos para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien
mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas. Y vos,
secretario, responded al duque mi señor y decidle que se cumplirá lo que manda
como lo manda, sin faltar punto; y daréis de mi parte un besamanos a mi señora
la duquesa, y que le suplico no se le olvide de enviar con un propio mi carta y
mi lío a mi mujer Teresa Panza, que en ello recibiré mucha merced, y tendré
cuidado de servirla con todo lo que mis fuerzas alcanzaren; y de camino podéis
encajar un besamanos a mi señor don Quijote de la Mancha, porque vea que soy
pan agradecido; y vos, como buen secretario y como buen vizcaíno, podéis añadir
todo lo que quisiéredes y más viniere a cuento. Y álcense estos manteles, y
denme a mí de comer, que yo me avendré con cuantas espías y matadores y
encantadores vinieren sobre mí y sobre mi ínsula.
En esto entró un paje, y dijo:
–Aquí está un labrador negociante que quiere hablar
a Vuestra Señoría en un negocio, según él dice, de mucha importancia.
–Estraño caso es éste –dijo Sancho– destos
negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no echen de ver que
semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de
carne y de hueso, y que es menester que nos dejen descansar el tiempo que la
necesidad pide, sino que quieren que seamos hechos de piedra marmol?
Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará, según se
me trasluce), que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese
buen hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o
matador mío.
–No, señor –respondió el paje–, porque parece una
alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno como el buen pan.
–No hay que temer –dijo el mayordomo–, que aquí
estamos todos.
–¿Sería posible –dijo Sancho–, maestresala, que
agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que comiese yo alguna cosa de
peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
–Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la
comida, y quedará Vuestra Señoría satisfecho y pagado –dijo el maestresala.
–Dios lo haga –respondió Sancho.
Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena
presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que era bueno y buena alma. Lo
primero que dijo fue:
–¿Quién es aquí el señor gobernador?
–¿Quién ha de ser –respondió el secretario–, sino
el que está sentado en la silla?
–Humíllome, pues, a su presencia –dijo el labrador.
Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para
besársela. Negósela Sancho, y mandó que se levantase y dijese lo que quisiese.
Hízolo así el labrador, y luego dijo:
–Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra,
un lugar que está dos leguas de Ciuda[d] Real.
–¡Otro Tirteafuera tenemos! –dijo Sancho–. Decid,
hermano, que lo que yo os sé decir es que sé muy bien a Miguel Turra, y que no
está muy lejos de mi pueblo.
–Es, pues, el caso, señor –prosiguió el labrador–,
que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en paz y en haz de la San[ta]
Iglesia Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia para
bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o,
por mejor decir, me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si
Dios fuera servido que saliera a luz el parto, y fuera hijo, yo le pusiere a
estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el bachiller y
el licenciado.
–De modo –dijo Sancho– que si vuestra mujer no se
hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuérades agora viudo.
–No, señor, en ninguna manera –respondió el
labrador.
–¡Medrados estamos! –replicó Sancho–. Adelante,
hermano, que es hora de dormir más que de negociar.
–Digo, pues –dijo el labrador–, que este mi hijo
que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo pueblo de una doncella llamada
Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este nombre de
Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurnia, sino porque todos los
deste linaje son perláticos, y por mejorar el nombre los llaman Perlerines;
aunque, si va decir la verdad, la doncella es como una perla oriental, y,
mirada por el lado derecho, parece una flor del campo; por el izquierdo no
tanto, porque le falta aquel ojo, que se le saltó de viruelas; y, aunque los
hoyos del rostro son muchos y grandes, dicen los que la quieren bien que
aquéllos no son hoyos, sino sepulturas donde se sepultan las almas de sus
amantes. Es tan limpia que, por no ensuciar la cara, trae las narices, como
dicen, arremangadas, que no parece sino que van huyendo de la boca; y, con todo
esto, parece bien por estremo, porque tiene la boca grande, y, a no faltarle
diez o doce dientes y muelas, pudiera pasar y echar raya entre las más bien
formadas. De los labios no tengo qué decir, porque son tan sutiles y delicados
que, si se usaran aspar labios, pudieran hacer dellos una madeja; pero, como
tienen diferente color de la que en los labios se usa comúnmente, parecen
milagrosos, porque son jaspeados de azul y verde y aberenjenado; y perdóneme el
señor gobernador si por tan menudo voy pintando las partes de la que al fin al
fin ha de ser mi hija, que la quiero bien y no me parece mal.
–Pintad lo que quisiéredes –dijo Sancho–, que yo me
voy recreando en la pintura, y si hubiera comido, no hubiera mejor postre para
mí que vuestro retrato.
–Eso tengo yo por servir –respondió el labrador–,
pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos. Y digo, señor, que si
pudiera pintar su gentileza y la altura de su cuerpo, fuera cosa de admiración;
pero no puede ser, a causa de que ella está agobiada y encogida, y tiene las
rodillas con la boca, y, con todo eso, se echa bien de ver que si se pudiera
levantar, diera con la cabeza en el techo; y ya ella hubiera dado la mano de
esposa a mi bachiller, sino que no la puede estender, que está añudada; y, con
todo, en las uñas largas y acanaladas se muestra su bondad y buena hechura.
–Está bien –dijo Sancho–, y haced cuenta, hermano,
que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora?
Y venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras.
–Querría, señor –respondió el labrador–, que
vuestra merced me hiciese merced de darme una carta de favor para mi
consuegro, suplicándole sea servido de que este casamiento se haga, pues no
somos desiguales en los bienes de fortuna, ni en los de la naturaleza;
porque, para decir la verdad, señor gobernador, mi hijo es endemoniado, y no
hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de
haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los
ojos algo llorosos y manantiales; pero tiene una condición de un ángel, y si no
es que se aporrea y se da de puñadas él mesmo a sí mesmo, fuera un bendito.
–¿Queréis otra cosa, buen hombre? –replicó Sancho.
–Otra cosa querría –dijo el labrador–, sino que no
me atrevo a decirlo; pero vaya, que, en fin, no se me ha de podrir en el pecho,
pegue o no pegue. Digo, señor, que querría que vuesa merced me diese
trecientos o seiscientos ducados para ayuda [a] la dote de mi bachiller;
digo para ayuda de poner su casa, porque, en fin, han de vivir por sí, sin
estar sujetos a las impertinencias de los suegros.
–Mirad si queréis otra cosa –dijo Sancho–, y no la
dejéis de decir por empacho ni por vergüenza.
–No, por cierto –respondió el labrador.
Y, apenas dijo esto, cuando, levantándose en pie el
gobernador, asió de la silla en que estaba sentado y dijo:
–¡Voto a tal, don patán rústico y mal mirado, que
si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os
rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas
horas te vienes a pedirme seiscientos ducados?; y ¿dónde los tengo yo,
hediondo?; y ¿por qué te los había de dar, aunque los tuviera, socarrón y mentecato?;
y ¿qué se me da a mí de Miguel Turra, ni de todo el linaje de los Perlerines?
¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor, que haga lo que tengo
dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que, para
tentarme, te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y
medio que tengo el gobierno, y ¿ya quieres que tenga seiscientos ducados?
Hizo de señas el maestresala al labrador que se
saliese de la sala, el cual lo hizo cabizbajo y, al parecer, temeroso de que el
gobernador no ejecutase su cólera, que el bellacón supo hacer muy bien su
oficio.
Pero dejemos con su cólera a Sancho, y ándese la
paz en el corro, y volvamos a don Quijote, que le dejamos vendado el rostro y
curado de las gatescas heridas, de las cuales no sanó en ocho días, en uno de
los cuales le sucedió lo que Cide Hamete promete de contar con la puntualid[ad]
y verdad que suele contar las cosas desta historia, por mínimas que sean.
El
ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes
Llevo
bastantes años
pensando que España es un país instalado parcialmente en la irrealidad. Me
recuerda las aventuras de don Quijote y Sancho en el palacio de los Duques,
consagrados a fiestas y celebraciones barrocas y cacerías y simulacros justo en
la época en la que el país donde habitaba Cervantes caía en la quiebra, poblado
de hambrientos y mendigos, consumido por guerras absurdas y tontos sueños de grandeza
imperial. Salvo las personas golpeadas sin remedio por la realidad
-el que pierde un trabajo y no encuentra otro, el enfermo, el excluido, el
perseguido, el tirado en la calle, el acosado por los terroristas y sus
matones- me daba la impresión de que tanto la clase política como los medios
públicos y privados se conjuraban para inducir en la ciudadanía un estado de
delirio: se podía disfrutar de una plaza escolar o universitaria
casi gratuita y no esforzarse en estudiar; las administraciones públicas se encargaban
paternalmente, como padres majetes o supermajetes, de proveer entretenimiento
gratuito, de construir “botellódromos”, de cultivar el halago; si alguien ponía alguna
objeción a la fiesta, o recordaba la necesidad del esfuerzo, del rigor, de la
búsqueda de la excelencia, se le miraba peor que a un reaccionario o un
avinagrado: era un antiguo. Las autonomías, los ayuntamientos, cancelaban el
espacio público civil en nombre de algo más cálido, más cercano, más casero, el
confortable “nosotros” de las raíces, la idiosincrasia compartida, la identidad
narcisista y convenientemente asediada por esos otros a los que
podía echarse la culpa de todo: “esos de Logroño”, como dijo Arzallus en
ocasión memorable, “Madrid”, los españoles, los peninsuales, los ásperos
castellanos que en 1492 invadieron el paraíso moruno y multicultural andaluz,
etc. Una
nebulosa providencia lo regalaba todo, sin necesidad de que se diera
nada a cambio, ni las gracias: la escuela, la universidad, el médico de
urgencias, el concierto de rock, las vaquillas, los fuegos artificiales, las libertades,
un cierto número de puestos de trabajo, para los cuales no hacía falta más cualificación que el
parentesco o la amistad con un político. También ellos, los
políticos, servían para cualquier cosa: para ser hoy alcalde y mañana consejero de sanidad
o presidente de la caja de ahorros o director de un museo; para tener un cargo
internacional sin hablar idiomas, para ser ministro de cultura sin haber abierto nunca un libro.
Hoy publica el New
York Times un artículo inquietante sobre las diferencias cada vez mayores
entre la parte de Europa que está saliendo de la crisis y la que continúa
empantanada en ella, atrapada en el espejismo del euro. Hace unos años se nos decía
triunfalmente que estábamos entre las ocho grandes economías del mundo:
en ese artículo se explica que en los índices de productividad España ocupa el puesto 42. El que no se consuela es
porque no quiere: Portugal está el número 46, Italia el 48, Grecia el 83.
“España no está en el filo
del abismo todavía”, dice un economista en el artículo, “Pero sí a unas millas de
distancia, y avanzando muy rápido”. Mientras tanto, mientras cada
vez hay más gente que no tiene trabajo ni esperanza de encontrarlo, o que
malvive con becas tramposas y contratos basura, medio país queda paralizado por
el puente.
No
entiendo nada.
La
realidad, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 4 de diciembre de 2010]
”
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También
por una sincera decisión de no ver, tan continuamente ejercida que se convierte
en un hábito. No ver lo que se tiene delante de los ojos. Negarse a verlo si a pesar de todo se le
filtra a uno la conciencia. Verlo y hacer como que no se ha visto y
no decir nada para no ser acusado de apostasía, de haberse pasado al enemigo, o
peor aún, de no pertenecer
al grupo de los que tienen garantizada la limpieza de sangre, la
pureza sin mancha, política, identitaria, sexual. No ver nada y fingir que sí
se está viendo lo mismo que ven todos, con más convicción cuanto menos se vea o
cuantas más dudas íntimas se tengan, no sea que se le descubra a uno la
simulación.
Para entender lo que ha pasado todos estos años en España hay que leer algunos de los pocos informes internacionales que avisaban sobre la posibilidad del desastre pero sobre todo hay que leer a Cervantes, que tenía una conciencia política tan aguda, y que con su serena ironía caló mucho más hondo que Quevedo con todas sus interjecciones y retruécanos. Hay que leer los capítulos de la segunda parte del Quijote que transcurren en el palacio de los duques, y sobre todo uno de los entremeses, el de El retablo de las maravillas.
En sus posesiones de Aragón, el duque y la duquesa a los que Cervantes nunca da nombre viven en una especie de mundo paralelo en el que se celebran continuos simulacros barrocos con la única finalidad de ridiculizar a don Quijote y a Sancho: grandes desfiles nocturnos con carrozas y antorchas, fiestas complicadas en las que centenares de personas se disfrazan y actúan como comparsas en el gran engaño. Uno lee esos capítulos de la novela e imagina la miseria y el descalabro de la realidad española de entonces y no puede dejar de preguntarse de dónde venía el dinero para pagar todas aquellas representaciones fantásticas de la corte de los duques, no más irreales probablemente que las de la corte del rey, no mucho menos insensatas que las guerras internacionales en las que se tiraba el oro venido de América y el dinero de los impuestos que arruinaban todavía más a los campesinos de Castilla.
Aparte de la calidad de la escritura satírica, que tiene algo de esperpento anticipado, El retablo de las maravillas se distingue por un rasgo original en la trama, añadido por Cervantes al cuento del traje nuevo del emperador. Un par de estafadores aparecen en el pueblo anunciando que presentarán el espectáculo más asombroso que se ha visto nunca en el teatro. Pero hay una condición, una exigencia: sólo podrá ver los portentos que se muestran en el retablo quien no tenga un origen ilegítimo o de judío converso. ‘Ninguno puede ver las cosas que en él se muestran que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres en legítimo matrimonio.’ El alcalde del pueblo al que llegan los pícaros urdidores de la estafa, un bruto sin luces, se apresura a declarar: ‘Cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro costados de mi linaje.’
Viniendo él de un linaje tan dudoso, Cervantes sería muy sensible al ridículo de tales proclamaciones de limpieza de sangre, y también al absurdo de un país en el que prevalecían sobre cualquier mérito. Igual que a Sancho Panza su condición de cristiano viejo le bastaba para ser gobernador, al músico que acompaña el retablo le acredita no su talento, sino el ser ‘muy buen cristiano e hidalgo de solar conocido’. A lo cual añade otro personaje: ‘¡Cualidades bien necesarias para ser buen músico!’
Importa la identidad originaria sin mancha. Y para que no se dude de ella lo más seguro es esforzarse en ver lo que ven todos los demás, o lo que parece que están viendo, porque en la conciencia de cada uno de los pueblerinos opera el mismo chantaje unánime. Empieza la función y los espectadores ven a Sansón derribando las columnas del templo, ven una inundación de ratones escapados del arca de Noé, dicen sentir sobre ellos el agua de una catarata del Jordán, se asustan cuando ven llegar ‘docenas de leones rampantes y osos colmeneros’. Y cuando de pronto irrumpe alguien que no participa como estafador o estafado en el delirio de la farsa y por lo tanto atestigua que el escenario está vacío, el alcalde analfabeto lo señala con un anatema terrible, que en aquellos tiempos podía llevarlo a uno a los calabozos o a la hoguera: ‘¡De ellos es, pues no ve nada!’
De ellos: los judíos, de los que ni siquiera pueden nombrarse, porque sería reconocer que existen, mancharse con su impureza. Sólo fingiendo o creyendo ver lo que no existe se está seguro de no pertenecer a ese ‘ellos’ infame. El solo hecho de ver la realidad y contarla lo convierte a uno en un proscrito, en un disidente, en un raro: en un aguafiestas. ”
Todo
lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina
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