domingo, 30 de marzo de 2014

Pero yo no soy tú



Un poco de memoria histórica, Javier Marías [El País, 27 de abril de 2008]
Fragmento de Tu rostro mañana 1 Fiebre y lanza, Javier Marías
Fragmento de Tu rostro mañana 2 Baile y sueño, Javier Marías
Fragmento de Tu rostro mañana, 3. Veneno, sombra y adiós, Javier Marías




La editorial Páginas de Espuma acaba de publicar, en un solo volumen y sin las fotografías que ilustraban la edición original en tres tomos, las memorias que mi padre, Julián Marías, publicó hace veinte años bajo el título Una vida presente. En ellas, a lo largo de unas pocas páginas y con mucha sobriedad, relata cómo al término de la Guerra Civil, sufrió delación por parte de un antiguo amigo y cómo el 15 de mayo de 1939, día de San Isidro, "a primera hora de la tarde, dos policías llamaron a mi casa, preguntaron por mí, me explicaron que había una denuncia, y me llevaron consigo a un gran edificio de la calle de la Florida Tras una breve filiación, me depositaron en un enorme sótano, con pequeñas ventanas por las que entraba muy escasa luz. Había bajado el telón. El intermedio de la libertad había terminado". A estas alturas se hace necesario recordar que la Guerra había acabado tan sólo mes y medio antes. Durante toda mi infancia y adolescencia, al menos, era el 1 de abril "el Día de la Victoria", que el régimen franquista celebraba por todo lo alto, con desfiles de las Fuerzas Armadas por la Castellana.
En otros artículos me he referido a ese episodio de la vida de mi padre y a lo que vino después: varios meses de cárcel; acusaciones falsas (él había sido soldado de la República y había permanecido junto a Julián Besteiro hasta el final de la Guerra, como asimismo explica en sus memorias; había escrito en el Abc republicano de Madrid y había hecho emisiones de radio; pero no más); un pseudojuicio amañado del que tuvo la suerte de salir bien librado por una serie de azares y por la decencia de algunas personas del bando vencedor; las represalias que padeció cuando quedó libre y que no duraron meses, sino largos años. También he tomado prestado este episodio en mi más reciente novela y se lo he atribuido al personaje llamado Juan Deza, padre del narrador, en muchos aspectos -pero sobre todo en lo relativo a esta historia- verdadero trasunto del mío. En esa novela -insisto en que es eso y no una "autoficción" ni nada similar: no basta para calificar así una obra el mero hecho de que contenga elementos procedentes de la realidad, pues, ¿qué novela carece de ellos?-, los dos firmantes de la denuncia contra Juan Deza tienen nombre, son "los nombres de la traición", y esos nombres ficticios -pues están en una ficción- casi coinciden con los de la vida real, lo cual fue lo único que a mi padre no le gustó, porque él siempre los había callado públicamente. "Pero yo no soy tú", recuerdo que le dije, "soy yo ahora quien cuenta la historia, a mi manera y además en una novela, en la que tú no apareces, o, mejor dicho, apareces sólo como inspiración".
En Una vida presente, él se limitó a escribir lo que sigue: "Me habían llegado noticias indirectas, procedentes de la zona 'nacional', de que un amigo y compañero de Instituto y Universidad, de cuyo nombre no quiero acordarme, estaba dedicado a una campaña de denuncia contra mí. Era tan incomprensible como peligroso. Por diversos caminos me fui dando cuenta del alcance de la empresa. Había movilizado a un profesor de reconocido fanatismo para que firmase una denuncia que tendría más valor que la suya; buscó 'testigos de cargo' para sustentarla No me avenía a abandonar España; le tenía demasiado apego, y solamente un peligro mortal y casi seguro me hubiese movido a ello; recordaba la frase de Danton: 'No se puede uno llevar a la patria en las suelas de los zapatos'. Aunque no me hacía grandes ilusiones sobre mí mismo, pensaba que si los que tienen capacidad de expresión abandonan a su pueblo, es muy difícil que no decaiga, que pueda levantarse".
Un poco de memoria histórica, Javier Marías [El País, 27 de abril de 2008]


La lección de Juan Deza
Hay personas cuyos móviles no merecen la indagación, aunque las hayan llevado a cometer actos terribles o precisamente por eso. Esto, lo sé, va totalmente en contra de la tendencia actual. Hoy en día todo el mundo se pregunta por lo que conduce a un asesino reiterado o masivo a asesinar masiva o reiteradamente, […] Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. […] El mal suele ser simple, aunque a veces no tan simple, si eres capaz de apreciar el matiz. […] Hoy existe un gusto por exponerse a lo más bajo y vil, a lo monstruoso y a lo aberrante, por asomarse a contemplar lo infrahumano y por rozarse con ello como si tuviera prestigio o gracia y mayor trascendencia que los cien mil conflictos que nos asedian sin caer en eso. Hay en esta actitud un elemento de soberbia, también, uno más: se ahonda en la anomalía, en lo repugnante y mezquino como si nuestra norma fuese la del respeto y la generosidad y la rectitud y hubiese que analizar microscópicamente cuanto se sale de ella: como si la mala fe y la traición, la malquerencia y la voluntad de daño no formaran parte de esa norma y fueran cosas excepcionales, y merecieran por ello todos nuestros desvelos y nuestra máxima atención. Y no es así. Todo eso forma parte de la norma y no tiene mayor misterio, no mayor que la buena fe. Pero esta época está dedicada a la tontería, a las obviedades y a lo superfluo, y así nos va. Las cosas deberían ser más bien al revés: hay acciones tan abominables o tan despreciables que su mera comisión debería anular cualquier curiosidad posible por quienes las cometen, y no crearla ni suscitarla, como tan imbécilmente sucede hoy. Y así fue en mi caso, pese a que fuera mi caso, mi vida. Lo que aquel antiguo amigo había hecho conmigo era tan injustificable, y tan inadmisible y grave desde el punto de vista de la amistad, que todo él dejó de interesarme al instante: su presente, su futuro y también su pasado, aunque en él estuviera yo. Ya no necesitaba saber más, ni estaba dispuesto tampoco a ello. […]
Quizá no te sea fácil ver esto, pero intentar vengarme habría sido tan sólo perder más tiempo por causa suya, y los meses de cárcel ya me fueron bastante. Además le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. […] Hay personas que no perdonan que se porte uno bien con ellas, que les tenga lealtad, que las defienda y les preste apoyo, no digamos que les haga un favor o las saque de algún apuro, eso puede ser la sentencia definitiva para el bienhechor, me juego lo que sea a que conocerás tus ejemplos. Parece como si esas personas se sintieran humilladas por el afecto y la buena intención, o pensaran que con eso se las hace de menos, o no soportaran creerse en imaginaria deuda, u obligadas a la gratitud, no sé. […]
Tu rostro mañana 1 Fiebre y lanza, Javier Marías


viernes, 28 de marzo de 2014

Para que no hablara



El misterio de José Robles, Ignacio Martínez de Pisón [El País, 6 de febrero de 2005]
Entrevista a Ignacio Martínez de Pisón por Daniel Gascón [letras libres]
Fragmentos seleccionados de Tu rostro mañana. 1 Fiebre y lanza, Javier Marías




En el invierno de 1916, José Robles Pazos tenía 19 años y estudiaba Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. En una excursión a Toledo en un vagón de tercera clase, entabló conversación con un norteamericano apenas un año mayor que él. Hablaron de pintura y de poesía, y luego fueron juntos a admirar El entierro del conde de Orgaz. Que entre ellos surgiera la amistad era cuestión de tiempo. Compartían la afición a los viajes y las inquietudes culturales, y si Pepe Robles estaba tratando de mejorar su inglés, lo mismo intentaba John Dos Passos con su español. También los aproximaban los ambientes académicos en los que ambos se movían: la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos En un ensayo de los años cincuenta, el norteamericano diría de su amigo español que era "un hombre vigoroso, escéptico, de espíritu inquisitivo", y más tarde lo describiría en sus memorias como un hombre irónico y hasta mordaz, dispuesto a reírse de cualquier cosa, un excelente conversador cuyo desenfado le hacía más afín al espíritu de las novelas de Baroja que al de sus amigos de la Institución Libre de Enseñanza. Sólo el asesinato de Robles durante la Guerra Civil española interrumpiría esa amistad.
Desde 1920, año en el que Pepe Robles fue admitido como profesor por la Universidad Johns Hopkins, hasta el estallido de la contienda, la amistad entre ambos no había hecho sino robustecerse, alimentada por los habituales encuentros en sus casas y por una intensa relación epistolar. El español vivía en Baltimore con su mujer y sus dos hijos, pero tenía por costumbre pasar en Madrid las largas vacaciones universitarias. Para embarcar en el transatlántico que debía llevarles a los puertos de Vigo o El Havre, los Robles viajaban de Baltimore a Nueva York, y allí se alojaban en el apartamento de Dos Passos. Ya en Madrid, Pepe, siempre que podía, disfrutaba de su pasatiempo favorito: las tertulias de café. De las muchas que entonces existían, la que más frecuentaba era la de la Granja del Henar, en la calle de Alcalá. En ese café, por el que asimismo se dejó ver Dos Passos en algunas de sus estancias en España, compartía Robles velador con escritores como Valle-Inclán, León Felipe o Ramón J. Sender.
También en el viaje de regreso recalaban los Robles en el apartamento neoyorquino de Dos Passos. En él coincidían a veces con Maurice Coindreau, padrino de la hija menor de los Robles, Miggie, y traductor de Valle-Inclán al francés. No es aventurado suponer que fue durante alguno de esos encuentros cuando Robles y su mujer, Márgara Villegas, concibieron la idea de traducir a Dos Passos al español. A finales de la década, el matrimonio Robles consagró buena parte de su tiempo a esa labor. Mientras Pepe trabajaba en Manhattan Transfer, su novela más emblemática, Márgara lo hacía en Rocinante vuelve al camino, recopilación de textos en los que el norteamericano recreaba sus primeros viajes por España.
¿Qué fue de Robles Pazos? Cuando el ejército se sublevó en julio de 1936, se encontraba nuevamente de vacaciones en Madrid, y no dudó en solicitar un permiso temporal de la Johns Hopkins para permanecer en el país y ponerse al servicio del Gobierno legítimo. A su condición de ferviente republicano se unía su vasto conocimiento de idiomas (sabía incluso algo de ruso, que había estudiado para leer a los clásicos rusos en su idioma), y eso hizo que pronto fuera designado intérprete de uno de los más destacados consejeros militares enviados por la URSS, el general Vladímir Gorev. La sede principal de los militares soviéticos estaba instalada en el hotel Palace. En cuartillas con membrete de ese hotel escribió Robles a su jefe en el departamento de Lenguas Romances de la Johns Hopkins un par de cartas en las que trataba de tranquilizarle sobre la situación de la República: "No se crea las exageraciones de la propaganda fascista. Estamos bien y la cosa se va a arreglar".
A principios de noviembre, el Gobierno republicano se trasladó a Valencia. Entre el aluvión de evacuados y funcionarios que le acompañaba estaban Robles y los suyos, que en un primer momento fueron alojados en casa de una familia de la ciudad. Pepe prestaba ahora sus servicios como traductor en la Embajada soviética, instalada en el edificio del hotel Metropol, y, fiel a sus costumbres, después de comer solía acudir al Ideal Room, el café de la calle de la Paz en el que se daban cita muchos de los intelectuales y artistas de paso por la ciudad. Entre ellos estaba Francisco Ayala, quien en sus memorias recuerda que, una tarde de comienzos de diciembre, José Robles faltó a su tertulia y nunca más se le volvió a ver. La imagen que se le quedó grabada al escritor granadino fue la de una angustiada Márgara Villegas que, de la mano de sus dos hijos, iba "de un sitio para otro, preguntando, averiguando, inquiriendo, siempre sin el menor resultado".
La angustia de la mujer estaba más que justificada: pronto supo que su marido había sido acusado de traición a la República y encerrado en la Cárcel de Extranjeros, junto al Turia. Márgara obtuvo autorización para visitarle en dos ocasiones, y de ambas visitas volvió con mensajes tranquilizadores: todo era producto de un simple error, había que dejar que la investigación siguiera su curso, las cosas acabarían arreglándose. El primogénito de la pareja, Francisco Coco Robles Villegas, trabajaba ya en la Oficina de Prensa Extranjera, y en una de las cartas dirigidas a los colegas de su padre en la Johns Hopkins escribió: "Nadie, ni el Ministerio de Estado ni en la Embajada rusa, ha encontrado razones concretas para este ridículo arresto".
La inquietud de la familia, sin embargo, crecía con el paso del tiempo, y, para cuando averiguaron que Robles no se encontraba ya en la Cárcel de Extranjeros, la alarma era absoluta. Como su nuevo paradero permanecía en secreto, por Valencia empezaron a circular rumores contradictorios. La confirmación, todavía oficiosa, de su muerte la recibió Coco de su jefe en la Oficina de Prensa. Debía de ser un día de finales de febrero o principios de marzo de 1937, y esa misma tarde Coco, desolado, se lo dijo a su madre y a su hermana.
No mucho después, en abril, John Dos Passos llegó a Valencia para colaborar con Ernest Hemingway en el guión de la película Tierra española. Como era habitual entre los intelectuales extranjeros que colaboraban con la propaganda republicana, lo primero que hizo fue acudir a la Oficina de Prensa para presentar sus credenciales. Nada más entrar, un inconsolable Coco Robles salió a su encuentro y le informó de lo ocurrido. La consternación del escritor norteamericano resulta fácil de imaginar: las últimas noticias que tenía de su amigo español (al que, "conociendo su saber y su sensibilidad, consideraba indispensable para el documental") eran anteriores a su desaparición. Esa consternación, por otro lado, no estaba exenta de un punto de incredulidad. También de esperanza: al fin y al cabo, la muerte de Pepe seguía sin tener una confirmación oficial.
Los Robles habían sido expulsados del piso por la familia valenciana que les había acogido y ahora vivían en un modesto piso de barrio. Dos Passos se apresuró a visitar a Márgara, que le recibió desesperada y enferma. Su inopinada aparición fue para ella una última esperanza a la que agarrarse. Siendo él quien era, un escritor célebre, un acreditado activista de izquierdas, las autoridades tendrían que proporcionarle todas esas informaciones que a ella le habían sido negadas una y otra vez: ¿por qué se había detenido a su marido, qué cargos había contra él, si era cierto o no que había sido ejecutado? El novelista salió de allí con el compromiso de averiguar lo sucedido, y al día siguiente logró hablar con el ministro Álvarez del Vayo, que declaró sentir "ignorancia y disgusto". ¿Ignorancia sobre el caso Robles, que había sido uno de los temas habituales de conversación entre los intelectuales desplazados a Valencia?
Las investigaciones de Dos Passos prosiguieron en Madrid, donde viajó para reunirse con el equipo de la película. Recurrió allí a todos los viejos amigos y conocidos que ahora gozaban de alguna influencia. Nadie, sin embargo, supo darle noticias precisas sobre el paradero de Robles, y Dos Passos, que todavía albergaba la esperanza de que estuviera preso y no cesaba de revisar listas, sospechaba que a su alrededor se estaba urdiendo una conspiración de silencio y mentiras. Algún tiempo después recordaría que sus constantes indagaciones disgustaban a varias de las personas con las que colaboraba en Tierra española: "¿Qué es la vida de un hombre en un momento como éste? No debemos permitir que nuestros sentimientos personales nos dominen". Entre esas personas se encontraba, sin duda, Hemingway. La antigua amistad entre ambos estaba a punto de romperse.
A Madrid acababa de llegar otra amiga de Dos Passos, la escritora estadounidense Josephine Herbst. También ella había pasado por Valencia, donde confidencialmente le habían confirmado la muerte de Robles. Por su testimonio sabemos que, si tanto en Valencia como en Madrid esa misma confirmación le había sido negada a Dos Passos, era por miedo al posible efecto propagandístico. Las autoridades que en su presencia habían alegado ignorancia estaban, en consecuencia, al corriente de todo, y sólo esperaban que el novelista se marchara de España sin descubrir la verdad. Pero Dos Passos había realizado muchas indagaciones y daba ya por seguro que Robles había sido asesinado por una brigada especial a las órdenes de la NKVD, la policía secreta de Stalin.
Hemingway, que sabía de la muerte de Robles por boca de Josephine Herbst, quiso informarle personalmente. Lo hizo ese mismo día en el transcurso de una fiesta en un cuartel de las Brigadas Internacionales. Fue entonces cuando la ya frágil amistad entre ambos terminó de romperse, por la escasa sensibilidad que Hemingway demostró hacia el dolor humano: aquello era una guerra, ¿qué importaba la vida de un hombre? En palabras de la propia Herbst, Dos Passos "odiaba la guerra en todas sus formas, y sufrió en Madrid no sólo por el destino de su amigo, sino también por la actitud de cierta gente que se tomaba la guerra como un deporte". ¿Cabe una alusión más transparente a Hemingway, al que la contienda había proporcionado la ocasión perfecta para el exhibicionismo y la jactancia?
Francisco Ayala recoge el rumor según el cual a Robles lo habían matado debido a que "algún comentario hecho por él al descuido en la tertulia del café dejó traslucir una noticia, por lo demás anodina, que sólo a través de un cable cifrado podía haberse conocido". Dos Passos nunca dio credibilidad a esa hipótesis, pero es cierto que su amigo era un "hombre que sabía demasiado".
La reciente desclasificación de los archivos de Moscú ha revelado que los planes de la URSS para aplastar a las otras fuerzas revolucionarias (la CNT y el POUM) están documentados desde el comienzo de la colaboración rusa con la República, y existe, por ejemplo, un informe del propio Vladímir Gorev en el que se dice que "una lucha contra los anarquistas resulta absolutamente inevitable". Robles tenía por fuerza que conocer esos planes. Eso, unido a su condición de no comunista, bastaba para hacerle sospechoso a ojos de los servicios secretos soviéticos. Que hubiera cometido o no alguna indiscreción en el Ideal Room podía resultar irrelevante, y Dos Passos se marchó de España con una certidumbre: a Robles no lo habían asesinado porque hubiera hablado, sino para que no hablara.
El 'caso Robles' provocó en Dos Passos un viraje ideológico que sería ya definitivo. Su repentino anticomunismo le alejaría además de muchos de los que hasta entonces habían sido sus amigos, y especialmente de Hemingway. El enfrentamiento entre ambos novelistas a propósito de la Guerra Civil no tardó en desplazarse a sus escritos, y puede decirse que se mantendría en ese ámbito durante el resto de sus vidas. E incluso que les sobreviviría en sus obras póstumas: si en Century's Ebb, aparecida a los cinco años de la muerte de Dos Passos, se recrean varios episodios de la guerra española que tienen a Hemingway como discutible protagonista, París era una fiesta, publicada tres años después del suicidio de Hemingway, incluye un despiadado retrato de un escritor al que llama "el pez piloto", y que, por supuesto, no es otro que Dos Passos. De él dice, entre otras cosas: "No hay modo de pescarle, y sólo a los que confían en él se les apresa y se les mata". La alusión a Robles es evidente. El recuerdo de su asesinato, que en 1937 había motivado la ruptura de su amistad, acompañó a ambos escritores hasta el final.
'Enterrar a los muertos', Ignacio Martínez de Pisón [donde cuenta la historia de José Robles] Seix Barral.
El misterio de José Robles, Ignacio Martínez de Pisón [El País, 6 de febrero de 2005]


jueves, 27 de marzo de 2014

Algo fuera de lo común



El bosque petrificado [película de 1936] […]
—Toda obra merece lo mejor de cada actor o actriz —les había dicho en una ocasión.
Y en otra:
—Que no se os olvide. Aquí no estamos montando una obra y nada más. Estamos creando un teatro comunitario, y eso es algo muy importante. […]
A veces tengo la sensación de que estoy llena de vida—estaba diciendo ella—, y tengo ganas de salir y hacer algo absolutamente loco y maravilloso... […]
Estaba trabajando sola y debilitándose visiblemente a cada frase que decía. Antes de finalizar el primer acto el público ya se había dado cuenta —lo mismo que la compañía— de que la actriz había perdido el hilo, y el desconcierto no tardó en contagiar a todos. Había empezado a alternar entre falsos gestos teatrales y una inmovilidad de puños apretados, tenía los hombros alzados y rígidos, y a pesar del profuso maquillaje se le notaban en la cara y el cuello los colores de la humillación. […]
En el clímax de la obra, donde las indicaciones escénicas apuntan que la crudeza de la escena de la muerte sea puntuada por disparos desde el exterior y detonaciones de la metralleta de Duke, Shep Campbell apretó el gatillo con tan poco tino, y la salva desde bastidores fue tan sumamente ruidosa, que el texto de los enamorados se perdió en medio de un caos humeante y ensordecedor. La caída del telón fue recibida como un acto de misericordia. […]
Risueño, era un hombre que sabía perfectamente que el fracaso de una obra de aficionados no era motivo de preocupación, un hombre ingenioso y afable que sabría decir a su esposa las palabras de consuelo adecuadas para la ocasión. Pero, entre sonrisa y sonrisa, mientras se abría paso entre la gente y se le notaba en los ojos la fiebre casi crónica de la perplejidad, daba la impresión de que era él quien más necesitado estaba de consuelo.
Lo malo era que, durante toda la tarde en la ciudad, idiotizado en lo que él llamaba «el empleo más aburrido que pudiera imaginarse», se había ido emocionando solo al representarse mentalmente las escenas que se desarrollarían esa noche […]
En ningún momento había previsto el peso y la conmoción de la cruda realidad; nada le había prevenido de que tal vez se vería abrumado por la oscilante visión de una chica a la que no había visto desde hacía años, una chica cuyas simples miradas y gestos podían embargarle de deseo («¿No te gustaría que yo te amara?»),pero que luego, ante sus propias narices, se disolvería para convertirse en la insulsa y sufridora criatura cuya existencia él trataba de negar cada día de su vida: esa mujer a quien conocía tan bien y tan dolorosamente como se conocía a sí mismo; esa mujer macilenta y encogida cuyos ojos inflamados despedían reproches, y cuya sonrisa falsa en la llamada a escena le resultaba tan familiar como sus propios pies hinchados, la humedad que se le colaba bajo la ropa interior y su propio olor acre. […]
Cerró la puerta y se aproximó a ella con las comisuras de la boca estiradas en un gesto que pretendía estar lleno de amor, humor y compasión. Quería inclinarse para darle un beso y decirle «oye, has estado estupenda», pero un gesto casi imperceptible de los hombros de ella le previno de que no quería que la tocasen, lo cual lo dejó indeciso respecto a qué hacer con las manos, y fue entonces cuando se le ocurrió pensar que «has estado estupenda» podía ser lo menos indicado para la ocasión: resultaba condescendiente, o como mínimo ingenuo y sentimental, y demasiado serio.
Bueno —dijo en cambio—. Supongo que no se le puede llamar un triunfo absoluto, ¿verdad? —y garbosamente se colocó un pitillo entre los labios, encendiéndolo con un rápido movimiento de su Zippo. […]
—O sea, que no piensas decirles nada —ella cerró los ojos—. Muy bien, entonces lo haré yo. Gracias —su cara en el espejo, desnuda y reluciente de crema, parecía tener cuarenta años, y estaba tan ojerosa como si le estuviera aquejando algún dolor físico.
—Un momento —replicó él—. No te pongas nerviosa, ¿quieres? Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que podrían tomárselo a mal, nada más. Y es así. No puedo evitarlo. […]
—Vaya —dijo—. Veo que a April le ha sentado mal todo este asunto, ¿eh? Pobrecilla.
—No, no, ella está bien —les dijo Frank—. En serio, no es eso. De veras, es por lo de la canguro —era la primera mentira de esta índole en los dos años que duraba ya su amistad, e hizo que los tres miraran al suelo mientras se afanaban por cumplir un claudicante ritual de sonrisas y buenas noches; pero fue en vano. […]
y se pasaba todas las horas libres pergeñando un plan para viajar en tren de balde hasta la  Costa Oeste. Había marcado varias rutas alternativas en un mapa de trenes; había ensayado muchas veces la forma de manejarse […]
preguntó impulsivamente a un chaval gordo llamado Krebs —lo más próximo a un buen amigo que tuvo aquel año— si quería ir con él. Krebs se quedó de una pieza.
—¿En un tren de mercancías? —dijo, y se rió a carcajadas—. Eres la hostia, Wheeler. ¿Hasta dónde crees que vas a llegar en un tren de mercancías? ¿De dónde sacas esas ideas tan raras, del cine o algo así? Te diré una cosa: ¿quieres saber por qué todos piensan que eres un gilipollas?, pues porque eres un gilipollas, por eso.[…]
April verbalizaba sus recuerdos con mucha precisión, y era difícil imbuirlos de sentimiento («Siempre supe que yo no le importaba a nadie y siempre dejé que todos supieran que yo lo sabía»), pero el olor del instituto le hizo pensar en algo que ella le había explicado […]
Aquélla fue una época de ponerse a la altura en muchos sentidos y con pasmosa rapidez, de una seguridad en sí mismo que casi mareaba. El solitario estudioso de mapas de trenes no llegó a abordar sus mercancías, pero cada vez parecía más improbable que algún Krebs volviera a llamarle gilipollas. El ejército lo había enrolado a los dieciocho, lo había lanzado a la ofensiva final de la guerra en Alemania y le había regalado una confusa pero vivificante gira por Europa durante un año más hasta licenciarlo, y desde entonces la vida lo había hecho cada vez más fuerte. Hilos sueltos de su personalidad —los mismos rasgos que le habían hecho parecer un soñador solitario entre sus compañeros de clase y luego de milicia— parecían haberse urdido repentinamente en un todo atractivo y consistente. Por primera vez en la vida se sentía admirado, […]
Todos coincidían en que lo único que necesitaría era tiempo y libertad para encontrarse a sí mismo. […]
una pronta y permanente retirada a Europa, que él solía describir como la única parte del mundo donde merecía la pena vivir […]
[El sueño original es de él y ella se contagia de ese sueño y le anima a cumplirlo. Quizá ella se sienta culpable o responsable de que su marido no haya alcanzado la meta que se propuso.]
En concreto le fastidiaba que ninguna de las chicas que había conocido hasta entonces le hubiera aportado una sensación de triunfo sin paliativos. […]
[Buscando a una chica que me haga sentir que soy extraordinario]
Al cabo de quince minutos descubrió que podía hacer reír a April Johnson, y que no sólo podía suscitar la atención de sus grandes ojos grises, sino hacer que sus pupilas fueran de arriba abajo y de lado a lado mientras él le hablaba, como si la textura y la forma de su propia cara fueran asuntos de gran interés.[…]
[Qué importante es la empatía a través del sentido del humor. Cuando dejas de reírte con alguien es el principio del fin]

Quiero decir, ¿qué es lo que te interesa realmente?
—Encanto —(Frank era tan joven todavía que aplicar tan audaz apelativo a quien apenas conocía de nada le hizo ruborizarse)—... Encanto, si tuviera la respuesta estoy seguro de que te mataría de aburrimiento, y de paso también a mí mismo, en menos de media hora. […]
[No me parece una respuesta muy atractiva. Si alguien me contesta así pensaría que se está haciendo el interesante, es inseguro o realmente no sabe lo que quiere.]
«Es verdad, Frank. Lo digo en serio. Eres la persona más interesante que he conocido nunca».
[¿? ¿Y por qué es interesante? Ella le llama Frank y él le llama “nena” y “encanto”. 1955. Recuerda.]
—A mí me parece —dijo al fin— que aquí hay mucha tontería, ¿sabes? Mira, parece que estés haciendo una buena imitación de Madame Bovary. Y hay un par de cosas que me gustaría dejar claras. Una, no es culpa mía que la obra haya sido una mierda. Dos, tampoco es culpa mía que tú no hayas resultado ser una gran actriz, y cuanto antes te olvides de este melodrama, mejor para los dos. Tres, yo no sirvo para el papel de marido tonto e insensible; has intentado colgarme ese sambenito desde que nos mudamos aquí, y te juro que a mí no me la das. Cuatro...
Ella había salido del coche y corría ya iluminada por los faros delanteros, ágil y esbelta, un poquito gruesa de caderas.

[Me tengo que morder la lengua. Creo que si alguien le habla así no la está tomando en serio. A mí me parece que no es que ella le asigne el papel de marido insensible sino que Frank se lo gana a pulso con esta escena.
Curioso. Ella siempre huye cuando la situación se tensa. Ella huye y él la persigue para provocarla aún más.
Ella sólo necesita un poco de tiempo para relajarse, meterse de nuevo en su papel de amante esposa y posponer el estado crítico. Él ni siquiera le concede esa tregua.].

—Eh, espera un momento... —se sacó la mano del bolsillo y se irguió, pero volvió a guardarla al ver que venían más coches—. Escúchame —intentó tragar saliva, pero tenía la garganta muy seca—. No sé qué pretendes demostrar —dijo—, y tampoco creo que tú lo sepas, pero yo sí sé una cosa: que no me merezco esta mierda.

[Ella necesita comprensión y unas palabras de consuelo y él le viene a decir “me estás montando un numerito”, “no te comportes como una chiquilla”.]

mientras él agitaba un dedo delante de sus narices.
—Escúchame bien. Esta vez no voy a dejar que tergiverses todo lo que digo. Da la puta casualidad de que esta vez sé que no me equivoco. ¿Sabes cómo eres cuando te comportas así?
—Santo Dios, ¿por qué no te habrás quedado en casa esta noche?
—¿Sabes lo que eres cuando te pones así? Eres repugnante. Y lo digo muy en serio.
—¿Y sabes lo que eres tú? —le miró de arriba abajo con desdén—. Eres repulsivo.
A partir de ahí la pelea se descontroló. […]

[Él se pone agresivo y provocador [¿inseguridad?] y ella responde a los insultos con insultos. Ya se han perdido el respeto y no hay marcha atrás.Caída libre]

—No, Frank, nunca me he dejado engañar por ti. Todas tus sublimes máximas morales y tu «amor» y tus melosas frases... ¿Crees que he olvidado aquella vez que me pegaste en la cara porque dije que no pensaba perdonarte? Siempre he sabido que tenía que ser tu conciencia y tus tripas... y encima tu chivo expiatorio. Sólo porque conseguiste hacerme caer en una trampa crees que...
—¡Tú en una trampa! ¡Tú nada menos! ¡No me hagas reír, vamos!

[Cada uno de los dos se siente víctima del otro. El desengaño presente se traslada al pasado: no sólo ya no me quieres sino que NUNCA me has querido. Sienten que han vivido una especie de estafa.]

—Sí, yo —April se llevó una mano como una garra a la clavícula—. Yo. Yo. Oh, pobrecito iluso... ¡Mírate bien! ¡Mírate y dime si haciendo un gran esfuerzo de imaginación —ladeó la cabeza, y la sonrisa de sus dientes resplandeció a la luz de la luna— podrías llamarte hombre!
Él se dispuso a propinarle un revés con mano temblorosa y ella se echó hacia atrás en una fea imagen del miedo; entonces, en vez de pegarle, procedió a ejecutar un baile de pies a lo boxeador y descargó el puño sobre la capota del coche con todas sus fuerzas.

[No recuerdo este golpe bajo en la película y sí que me parece muy importante porque es un indicativo claro de que ella ya no le quiere. Como pretendes ningunearme, intento ningunearte yo a ti y te sacudo en tu amor propio. No sólo me repugnas sino que cuestiono tu hombría. Tela. Pero él también la cuestiona como madre.]

Sí, tenía posibilidades. Quizá podrían hacer encajar el creciente desorden de sus vidas en aquellas habitaciones, entre aquellos árboles, aunque les llevara tiempo. ¿Quién podía tener miedo en una casa tan amplia y tan luminosa, tan limpia y tan pacífica? […]

Revolutionary Road, Richard Yates. Traducido por Luis Murillo Fort.

-Me miras y te preguntas cómo puedo ser feliz en mi situación. Pues verás: aunque me de vergüenza reconocerlo, soy imperdonablemente feliz. Me ha sucedido algo mágico, como cuando despiertas de una pesadilla, aterrorizada y angustiada, y de pronto comprendes que todos esos horrores no existen. Pues yo me he despertado. He pasado momentos muy dolorosos y amargos, pero hace ya tiempo que soy muy feliz, sobre todo desde que nos trasladamos aquí –dijo, mirando a Dolly con una sonrisa tímida e inquisitiva. […]

-No tengo ninguna opinión –dijo. Siempre te he querido, y, cuando se quiere a una persona, se la quiere por lo que es, no por lo que a uno le gustaría que fuera. […]

Sigues sin decirme lo que piensas de mí, ¡y tengo tantas ganas de saberlo! En cualquier caso, me alegro de que me veas tal como soy. Lo más importante para mí es que la gente no crea que intento demostrar algo. No pretendo demostrar nada, sólo quiero vivir sin hacer daño a nadie, excepto a mí misma. Y a eso tengo derecho, ¿no es verdad? […]
Dolly advirtió que quería comunicarle su opinión sobre la situación de su señora y, en particular, sobre el amor y la devoción del conde por ella, pero la interrumpía en cuanto se ponía a hablar del asunto.
-Me he criado con Anna Arkádevna y la quiero más que a nada en el mundo. No nos corresponde a nosotras juzgar. Y parece que la quiere tanto…[…]
-No es eso lo que querías preguntar. Querías saber cómo hemos resuelto la cuestión del apellido, ¿no es verdad? Es algo que atormenta a Alekséi. La niña no tiene apellido. Es decir, se llama Karénina –dijo Anna. […]
Sin duda porque ninguna persona respetable habría aceptado trabajar para una familia tan irregular. Puesto que Anna conocía muy bien a la gente, era la única explicación plausible. […]
-A veces me da pena que mi presencia aquí sea tan innecesaria –dijo Anna […] No fue así con mi hijo. […]
Veo que no eres consciente de lo penosa que es mi situación…Allí, en San Petersburgo –añadió-. Aquí me siento completamente tranquila y feliz. […]
Ahora que todos habían vuelto la espalda a Anna, consideraba su deber ayudarla en ese período transitorio, el más doloroso de su vida.
-Cuando su marido le conceda el divorcio, volveré a mi soledad. Pero, mientras pueda ser útil, cumpliré con mi deber, por más penoso que me resulte. No como otros. ¡Qué bien has hecho viniendo! […]
En abstracto, de manera teórica, no sólo justificaba, sino que hasta le parecía bien el proceder de Anna. Cansada de su monótona vida intachable, como suele suceder a las mujeres de honradez acrisolada, no sólo disculpaba ese amor culpable desde la distancia, sino que hasta lo envidiaba. Además, quería de corazón a Anna. Pero en la realidad, al verla entre esas personas tan ajenas, con ese buen tono que tan novedoso le resultaba, se sentía incómoda. Lo que más le desagradaba era la presencia de la princesa Varvara, que se lo perdonaba todo a cambio de las comodidades de las que disfrutaba en esa casa. […]
-Ejerce usted una gran influencia sobre Anna y ella la quiere mucho; por eso le ruego que me ayude –dijo.
-Si ha venido usted a vernos, y es la única de las antiguas amigas de Anna que se ha animado a dar ese paso [a la princesa Varvara no la cuento], entiendo que no lo habrá hecho porque considere normal nuestra relación, sino porque es consciente de lo penosa que es la posición de Anna y, como le tiene afecto, quiere ayudarla. […]
No es posible imaginar tormentos morales más crueles que los que ha tenido que soportar Anna a lo largo de las dos semanas que hemos pasado en San Petersburgo…Debe usted creerme.
-Sí, pero aquí, mientras Anna… y usted no necesiten de la sociedad…
-¡La sociedad! –exclamó Vronski con desprecio-. ¿Y para qué puedo yo necesitarla?
-Hasta ese momento, que puede no llegar nunca, serán ustedes felices y vivirán en paz. Veo que Anna es feliz, completamente feliz. Ya ha tenido tiempo de comunicármelo. […]
Pero ¿puede prolongarse esta situación? No es cuestión de entrar a juzgar ahora si hemos obrado bien o mal. La suerte está echada –añadió, pasando del ruso al francés-. Estamos unidos para toda la vida. Unidos por los vínculos del amor, que para nosotros son los más sagrados. Tenemos ya una hija, y podemos tener más. Pero las leyes y las condiciones de nuestra situación hacen que surjan miles de complicaciones. Y Anna, que después de tantos sufrimientos y pruebas goza de unos instantes de sosiego, no puede ni quiere verlas. Es comprensible. Pero yo no puedo mirar para otro lado. Según la ley, la niña no es mía, sino de Karenin. […]
Veamos ahora las cosas desde otro punto de vista. Su amor me hace feliz, pero necesito tener una ocupación. Aquí he encontrado una actividad que me enorgullece y que considero más noble que la de mis antiguos compañeros en la corte y en el ejército. No cambiaría mi posición por la de ellos, se lo aseguro. […]
Imagínese la situación de un hombre que sabe de antemano que los hijos que ha tenido con la mujer a la que ama no serán nunca suyos, sino de una persona que los odia y no quiere saber nada de ellos. ¡Es horrible! […]
Todo depende de Anna…
Hasta para presentar ante el emperador una petición de adopción, se necesita primero el divorcio. Y eso depende de Anna. Su marido había aceptado concedérselo. La verdad es que en aquella ocasión lo había arreglado todo. Y estoy convencido de que tampoco ahora se negaría. Bastaría con que Anna le escribiera. […] Ya no hablo de mí mismo, aunque sufro mucho, muchísimo. […] ¡Ayúdeme a convencerla de que le escriba y le reclame el divorcio!
-Sí, claro. […]
“Es como si cerrara los ojos ante su propia existencia, para no verla en su totalidad”, pensó.
Anna Karénina, Leon Tolstói 


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