Escribir
empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una vocación imaginaria.
Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar en nada si no se
convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere una inclinación
poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que unas veces resulta
agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido que exige, pero que
también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de plenitud, y permite
entonces la recompensa de un descanso que es más placentero porque se siente
bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto punto porque todo
el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay una distancia grande entre las
mejores posibilidades de un proyecto y su realización, igual que hay
descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea práctica: uno
hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha logrado hacer
con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo, por mucho que
esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a cabo haya una
satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza una
existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse
beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento
musical o una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno,
un cuadro, un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso
de danza, la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una pirámide de alcachofas en el
escaparate de una frutería. [¿pensando
en sus padres?]
Hay algunas
singularidades en el oficio de escribir, como las hay en cualquier otro. La
primera es que la necesidad humana que satisface es una de las más intangibles,
aunque también una de las más universales: la de saber historias y la de
contarlas, es decir, dar una forma
inteligible al mundo mediante las palabras. Una historia, de
ficción o no, propone un modelo universal de un cierto campo de la experiencia
a partir de la observación de los datos particulares de la vida. Del mismo modo
actúa el científico, elaborando modelos teóricos derivados de la observación y
la experimentación, que sirvan, doblemente, para explicar y predecir. En las
sociedades primitivas o antiguas el mito es el modelo de explicación y
predicción de los comportamientos humanos.
Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en todas sus variedades, desde las más banales, más
toscas, más comerciales y efímeras, hasta las más hondas y exigentes, desde la
telenovela y el videojuego a Don Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi
querida Alice Munro.
Nos
dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que parece. También a
un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su segunda singularidad,
la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber una
divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.
Quien
escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y tantos años como un
artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará completar nada de valor.
Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no garantiza la calidad del
resultado, porque la experiencia y la dedicación pueden conducirlo al
amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras
veces es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se
desmorona al cabo de muy poco tiempo, y que una
extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después, sin compensación posible,
al talento verdadero que no brilló en vida.
El
desaliento ante las incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de
incertidumbres tan amargas como estos. Es
difícil hablar de la perseverancia y el gusto del trabajo en un país en el que tantos
millones de personas carecen angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar
sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en
un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más
pudientes aumentan obscenamente sus beneficios, en un país asolado por una
crisis cuyos responsables quedan impunes mientras sus víctimas no reciben justicia,
donde la rectitud y la tarea bien hecha tantas veces cuentan menos que la
trampa o la conexión clientelar; un país donde las formas más contemporáneas de
demagogia han reverdecido el antiguo desprecio por el trabajo intelectual y
conocimiento.
Aun así, y
dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el lugar que les corresponde,
el único remedio aceptable que conozco contra el desaliento del oficio es el
oficio mismo. Escribir
poniendo artesanalmente en cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin
concederse la menor indulgencia.
Escribir
aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de otros oficios
fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos solitarios y más
colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del músico y el del científico; agradeciendo el oficio
del editor, del corrector de pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los que uno aprende admirándolos,
el oficio del que enseña a leer y del que
trasmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más
placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener
lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que
a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las
imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de
afirmación. Escribir porque sí.[¿pensando
en Elvira y en sus hijos?]
En 1981 se
entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza presidió en ellos su
primer acto público. Aún se vivía entonces bajo el trauma sombrío y reciente de
una tentativa de golpe de estado. En su discurso de
agradecimiento, el poeta José Hierro aludió con alegría y alivio, pero también
con plena conciencia del peligro, al “aire de libertad que respiramos”. Ese
aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 32 años después, que
constituyen el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia
entera de nuestro país. Es importante recordar estas cosas ahora, cuando
el porvenir parece en muchas cosas tan incierto como entonces. En este tiempo
se ha hecho adulta la generación entera que nacía por entonces, que es la de
mis hijos. Sus vidas son ya más difíciles de lo que imaginábamos hace sólo unos
años, pero es importante recordar que también aquellos
tiempos de 1981 nos parecían amenazadores cuando nosotros los vivíamos. Y sin
embargo no hemos dejado de respirar el aire de libertad que celebraba José
Hierro. Sin esa respiración no habría sido posible la generación
literaria a la que yo pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella
que corremos el peligro de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos
gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y
públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos los errores,
todas las inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa tarea los
oficios de las palabras podrán ser más útiles que nunca.
Antonio
Muñoz Molina en la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias Viernes,
26 de octubre de 2013 [Premio Príncipe de Asturias de las Letras].
Seguí la
ceremonia de entrega de premios con mi madre, que me llamó desde la habitación
de mi hermano. Va a hablar Antonio.
Parece que Muñoz Molina ya es como de la familia, algo nuestro. Nada más verle,
me fijé en la corbata. Esa corbata tiene una historia y muy probablemente
perteneció a su padre. No se me ocurrió en el momento que podría pertenecer a
Manolo Lindo, recientemente fallecido.
El padre de
Elvira se hacía presente a través de esa prenda de vestir pero pensé que
también habría un homenaje sutil en el discurso. Algún mensaje o idea que él habría
celebrado especialmente.
Cuando
pronunció la parte crítica del discurso, me emocioné.
Era la misma
columna que vertebra Todo lo que era
sólido y un aire de El luthier de Delft.
La
referencia a Alice Munro hizo que recordase, de nuevo, la entrevista telefónica
que concedió a la CBS muy poco después de que se fallase el Nobel de
Literatura: tuvo un recuerdo para su padre, para su marido [recientemente
fallecido], para su exmarido y para todas las personas que le habían ofrecido
apoyo: Según ella, al conocer la
noticia ha pensado en su padre y en "qué contento habría estado", así
como en otras personas de su entorno. "Las gentes que me rodean siempre me
han ayudado en la escritura. Mi marido, que murió hace unos meses, habría sido
muy feliz", ha dicho, emocionada. [No
encuentro la entrevista completa, ¿Cómo es posible?]
Qué
bonita y significativa imagen la de Elvira Lindo, con los labios pintados de
rojo, con los brazos flexionados e inclinada hacia adelante en el palco, en
actitud de concentración y escucha, muy atenta, sin querer perder un detalle de
la voz que parece hablarle sólo a ella. A sus hijos se les veía más distraídos
e inquietos.
En estos
diez días he estado leyendo En ausencia de Blanca y Beatus Ille. También he
comprado A la sombra de las muchachas en flor.
El resumen
de esta primera vuelta a Sevilla es sencillo y triste:
Se acentúan
los contrastes entre la ciudad en la que he estado viviendo y la que dejé. Pero
no sólo se extrañan y cambian los paisajes y las ciudades.
¿Qué he
sentido al ver el rostro de mis padres seis meses después? ¿qué me he perdido y
qué han perdido mis hijas? ¿Qué siento al despedirme de ellos sabiendo que no
volveré a verlos en otros seis meses?
¿De cuántas
personas allegadas y queridas me he despedido pensando que quizá no las volveré
a encontrar? He pensado mucho estos días sobre el poema de Bécquer que me dio a
leer Manolo Escalona y en el exilio de los que están gravemente enfermos. Hay
una mirada y una voz que espero y deseo que no se me borre del todo.
Rima LXXIII
[Poema: Texto completo]
Gustavo Adolfo Bécquer
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Por
razones de corte estrictamente familiar, mi suegra ha pasado un mes en casa. Me
gusta más el término mother-in-law
que utilizan los anglosajones, suena más neutro y parece que tiene menos
connotaciones referidas al sainete familiar; aunque tal vez mother-in-law también
suena a suegra para un angloparlante. El caso es que esta anciana a la que la
guerra expulsó de la escuela regresó a los libros después de haberlo hecho casi
todo en la vida: trabajar sin descanso (en la casa, en el campo, en las
preciosas labores de ganchillo y bordado), parir hijos y no pensar en sí misma.
El
cuerpo pasa factura y las mujeres que lo dieron todo padecen hoy dolores que, aun
denominados por la medicina como artritis reumatoide o artrosis, habría que
completar en su ficha médica con la narración de esas vidas: cuidar la casa,
lavar a mano en aguas frías, cocinar, atender a los animales, recoger aceituna,
parir hijos, hacer preciosas labores de ganchillo o bordado en los ratos
libres. Nunca
estar sin hacer nada. Cuidarse poco. Hoy, los huesos, las venas de
esas madres han dicho hasta aquí hemos llegado. Pero sus mentes se resisten a
la jubilación.
Todas
las tardes, después de la “novela” televisiva, ella se ha sentado a la mesa del
comedor, con un aire algo escolar, como queriendo regresar a la escuela que le
fue arrebatada, y ha tomado un libro apoyando los codos sobre la mesa, en la
posición de quien quiere cumplir con sus deberes. Por sus manos han caído: Cinco horas con Mario, de
Delibes; Patrimonio,
de Philip Roth; Recuerdos de
una mujer de la generación del 98, de Carmen Baroja y Nessi, y Juan Belmonte: matador de toros,
de Chaves Nogales. Tras las dos o tres horas de entrega a un libro en las que
se podía escuchar el tenue sonido seseante que surgía de su boca leyendo en voz
baja para ayudarse en la comprensión lectora, iniciábamos nuestro íntimo club
literario a la hora de la cena. Cómo conseguía que la vida de los personajes o de los
autores tuviera algún grado de identificación con la suya propia es un ejemplo
del poder simbólico de la narración: la mujer que queda viuda y
monologa sobre el muerto; el hombre que se entrega al cuidado del padre (si
Philip Roth escuchara la descripción que hace mi suegra de él no se
reconocería); la necesidad de ser escuchada de la hermana de don Pío o el mundo
de ayer del torero Belmonte. Todas esas experiencias amoldadas a la lectura de
una mujer que goza hoy en la vejez de lo que hubiera deseado disfrutar de
joven: tiempo
para el esparcimiento, conversación y, sobre todo, personas que dan valor a lo
que dice y a lo que hace.
Una
vez escuché a un escritor, al que no he de nombrar para no avergonzarlo, que
quería tener lectores a su altura. Qué pena ser escritor y no saber nada de la
vida; ni estar agradecido a quien de verdad te mantiene.
Ellas nos
mantienen vivos, Elvira Lindo [El País, 27 de octubre de 2013]
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