sábado, 23 de noviembre de 2013

Una llamada a la rebelión cívica



Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kommt aber darauf an, sie zu verändern.

Tesis undécima sobre Feverbach; Karl Marx


“[...] Volví a España al cabo de cinco meses, a finales de mayo. Cada vez que vuelvo ahora de Nueva York me acuerdo de aquel regreso, del tiempo raro que transcurre hasta que uno se aclimata de nuevo, cuando no se está del todo ni en un lado ni en el otro y uno se mueve y conversa y lo mira todo llevando consigo su aturdida extranjería. Ha amanecido hace un rato y la luz cínica que encendieron las azafatas antes de empezar a servir el desayuno aleja de golpe la noche de la travesía oceánica. El avión ya ha empezado el descenso. (…)
(...) Sumergirse en otra lengua es una experiencia pedagógica única: como desprenderse temporalmente de la lengua propia y por lo tanto de una parte de la identidad. Es descansar de uno mismo y de su origen. Y si uno se dedica a escribir es también el aprendizaje de una nueva disciplina de las palabras, una conciencia nueva de la austeridad y la exactitud, sobre todo cuando se viene de un idioma tan propenso a la palabrería como el español, a la palabrería y a la retórica y a las acrobacias de estilo, a la sonoridad complaciente que halaga el oído sin decir nada con sustancia.(...)

Me acordaba de algo (...). Yo mismo me había dejado muchas veces llevar, en las novelas, o en los artículos, por las cadencias de estilo. Sólo ahora empezaba a intuir la posibilidad de una escritura mucho más seca, sin las ondulaciones que facilita tanto la sintaxis del español, una escritura afilada y no complacida en sí misma, que podría servir para comprender el mundo, no para llenarlo de bruma, que podría fijarse en las cosas para aclararlas como aquellas lentes de los primeros microscopios y telescopios que empezaron a ser pulidas en Ámsterdam en el siglo XVII. Hacer el esfuerzo, como dice Orwell, de ver con claridad lo que tiene uno delante de los ojos, in front of one's nose. Sin periodismo serio no hay sociedad democrática. Sin información contrastada y rigurosa cualquier debate es un juego de aspavientos en el aire. ]
AMM “Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
Si literatura es llamar a las cosas por su nombre y contar con palabras cómo es y cómo funciona una fracción significativa del mundo, una de las mejores piezas literarias sobre nuestro presente se publicó en The New York Times el 17 de diciembre: la crónica firmada por Suzanne Daley y Raphael Minder de un viaje a una urbanización fantasma en el pueblo de Yebes, a una hora en coche de Madrid. Yebes, cuentan, es un pequeño pueblo agrícola en un paisaje de colinas peladas, en el cual se terminó de construir hace tres años una urbanización de doscientos cincuenta adosados en la que ahora no vive casi nadie.
Las fotos muestran una perspectiva de casas idénticas con tejadillos pseudorrurales, con farolas alineadas, con líneas de tráfico sobre un pavimento por el que no circula ningún coche. Por el paisaje desértico se prolongan calles trazadas a lo largo de las cuales ya no se construirá ningún edificio. Yebes es una Comala hechizada no por los fantasmas de los muertos que la habitaron hace tiempo sino de los vivos que nunca llegaron a ocupar esas casas. Las pocas familias que ahora viven en algunas de ellas cierran de noche las puertas con cerrojos y alarmas y aseguran las ventanas por miedo a los merodeadores que vienen a robar en las viviendas vacías.
La ruina es una misteriosa fuerza destructiva que se ceba en una casa en la que no vive nadie. Agrieta muros, rompe cristales, revienta tuberías, abre camino a insidiosas goteras. Hay una ruina noble de lo que tarda siglos en degradarse y una ruina inmediata de lo apresurado y lo mal hecho, lo terminado de cualquier manera. Sobre ella caen desde que se hace de noche los ladrones que vienen para acelerarla, reventando puertas que luego golpearán en cuanto haya algo de viento, rompiendo cristales por los que se colará la lluvia. Arrancan las lavadoras empotradas en las cocinas con encimeras de falso mármol y los grifos de los cuartos de baño, despegan los conmutadores para saquear el cobre de las instalaciones eléctricas, como los saqueadores de una ciudad abandonada en la que ya no queda nadie que imponga la ley. Y mientras tanto los vecinos pertrechados en sus viviendas tan frágiles esperan a que se haga de día y oyen ladrar a los perros en la noche sin luces, como en otro cuento de Juan Rulfo.
El reportaje habla de otras urbanizaciones fantasma en un país que se rindió a la especulación y vio cómo se degradaban de un año para otro sus mejores paisajes naturales y lo poco que quedaba de la fisonomía de las ciudades y los pueblos. Uno se estremece cuando sale en tren de Madrid hacia el sur y ve por la ventanilla hileras de casitas idénticas construidas en medio de la nada, flamantes y ya dañadas por la intemperie, con malezas creciendo entre las losas rotas de las aceras. Uno ve surgir de pronto, en la llanura pelada, las moles de millares de viviendas vacías de Seseña, y piensa en el catálogo de ruinas que vamos a legar a las generaciones futuras, mausoleos tan inexplicables como esos templos o palacios de civilizaciones sin nombre que encuentran por azar los exploradores en la jungla. Quién planeó y construyó esos lugares delirantes, qué técnicos municipales dieron informes favorables, qué ejecutivos bancarios consideraron que era una inversión segura edificar tantas viviendas en parajes apartados de cualquier presencia humana.
[Las fotos de Málaga de la Hispanic Society of America]
Las personas fantasiosas e indolentes que nos dedicamos a oficios poco prácticos tendemos a mirar con un respeto atemorizado a cualquier experto en manejar números, a cualquiera que hable con aplomo sobre economía o al que veamos desenvolverse enérgicamente en el mundo real. Nos amedrentan, pero en el fondo los consideramos nuestros reality instructors, por usar una expresión muy querida a Saul Bellow. En estos años pasados que ahora vamos viendo como un extraño delirio del que no sabemos bien cómo despertar tuve ocasión de tratar brevemente a unos cuantos de ellos. En Nueva York un ejecutivo de Merrill Lynch que era responsable de los negocios con América Latina y España me invitó una vez a comer en uno de los pisos más altos del rascacielos donde estaba su sede. Después de un vestíbulo de muros de cristal y extensiones de mármoles en las que se perdían a lo lejos las figuras humanas fui conducido hasta el ascensor exclusivo de los altos cargos, una especie de cohete silencioso que tardaba unos segundos en llegar a las últimas plantas y dejaba el estómago revuelto y los oídos zumbando. Se abrieron las puertas y todo era quietud e inmensidad, alfombras, señoritas con tacones altos y trajes ceñidos de chaqueta, una vista que cortaba el aliento de la desembocadura del Hudson, Ellis Island, la estatua de la Libertad.
Yo me decía, con apocamiento español, comprobando nerviosamente en los espejos el nudo de mi corbata, mirando mis zapatos sin brillo y mucho más usados que los de cualquiera de aquellos financieros enigmáticos: "Esto es el mundo real. Esta gente se ha hecho dueña de él porque sabe manejarlo". Menos de dos años después aquel directivo que hablaba tan ponderadamente ahuecando la voz había desaparecido y Merrill Lynch había dejado de existir. Cada día uno tiene que acordarse de las palabras de Marx casi al principio del Manifiesto Comunista: "Todo lo que era sólido se desvanece en el aire". Nadie parecía más sólido, aunque de cerca fuera menudo y lleno de tics nerviosos, que aquel magnate de la construcción al que me presentó por entonces la directora de un museo, asegurándome que no nos costaría nada convencerlo para que nos patrocinara algunas exposiciones. Adelantaba mucho la mano cuando iba a estrecharla y la apretaba muy fuerte, pero apartaba enseguida los ojos, como urgido por el instinto de revisar a cada momento todo lo que sucedía a su alrededor. Me fijé en que decía mucho las palabras "temita" y "emblemático": acababa de concluir un temita de chalets en Levante: "Mil chalets, con un beneficio mínimo, en limpio, de un millón de pesetas cada uno, mil millones"; aspiraba a construir algunos rascacielos emblemáticos: "Ya tenemos apalabrado el proyecto de un rascacielos emblemático en Nueva York", "Queremos construir rascacielos emblemáticos en Los Ángeles y en Shanghái". Me dijo que acababa de comprar un palacete emblemático en la Castellana, que sería la sede de su fundación cultural en Madrid; todo estaba pendiente de un temita de permisos municipales.
El valor en Bolsa de su constructora era de no sé cuántos miles de millones de euros: no mucho tiempo después reconocí en el periódico la cara de aquel magnate ilustrando la noticia de que la constructora había quebrado. A los que escribimos nos inquieta siempre la sospecha de que hay algo de espejismo o de falta de sustancia en un trabajo que consiste tan solo en tratar con seres más o menos imaginarios y en levantar edificios hechos solamente de palabras. Pero quizás sea esa dimensión quimérica del oficio la que puede ayudarnos a comprender o explicar este tiempo en el que ya no puede confiarse en la firmeza de nada, en el que todo lo que parecía sólido ha resultado ser mucho más fantasmal que nuestros mundos inventados.
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina [El País, 25 de diciembre de 2010]
“[...] Contra lo que es habitual entre nosotros, la negación tajante no tiene por qué ser la única manera de afirmar. Se puede ser algo y algo más también. Se puede ser dos o tres cosas al mismo tiempo, en diversos grados, en proporciones desiguales y cambiantes, con articulaciones flexibles. De hecho, es lo más común. Nadie en su vida privada es de una sola pieza, ni siquiera el integrista más obsesionado por librarse de toda contaminación, por ejercer continuamente su perfección identitaria, territorial o sexual o ideológica. Sólo en lo abstracto es posible la pureza: por eso todos los fanáticos tienen en común el mismo desprecio por lo confuso y lo mezclado y lo impredecible de la vida real y de las personas de carne y hueso. Por esa razón es más fácil ponerse de acuerdo en una tarea práctica que en una discusión de política o de filosofía. Nuestros actos hablan por nosotros de una forma mucho más verdadera que nuestras palabras. Las palabras son gratis, y su sonido no varía si se están usando para mentir o para decir la verdad. (…)
(...) La pureza de sangre es tan impracticable ahora como en el siglo XVI, y la obsesión por ella contiene la semilla de una patología que no quiere ver al otro para no encontrar en él una parte detestada de uno mismo. Por voluntad o a la fuerza, por simple ley de vida, nos hemos ido enredando y mezclando tanto los unos con los otros que somos como esas familias numerosas y un poco deplorables que aun sin ganas se reúnen de tarde en tarde a lo largo del año para celebrar fiestas y reconocer rasgos que pueden ser irritantes pero que no sería posible cortar sin causar graves heridas.

El más rotundo españolista tendrá que aceptar que muchos de sus compatriotas hablan otros idiomas y poseen rasgos culturales distintos que no son ninguna amenaza sino una riqueza. Y el catalanista o el vasquista tendrá que aceptar también que el castellano no es una lengua forastera, ni enemiga, sino tan propia del territorio como la gente nativa que la habla, casi siempre compartiéndola con la más cercana y multiplicando las ventajas de dominar las dos. (...) ]
(…) Necesitamos que la actividad política esté sujeta de verdad a los controles simultáneos de la legalidad y de la crítica. La austeridad y la transparencia son tan necesarias como el rigor en la información y la libertad sin coacciones visibles o invisibles en los debates públicos. La vida de la inmensa mayoría será peor si acabamos perdiendo los logros fundamentales del estado de bienestar, pero para que haya alguna esperanza de conservarlos en un mundo cada vez más hostil a ellos hará falta un doble esfuerzo colectivo de vigilancia reivindicativa y de responsabilidad, de activismo público y honestidad privada, porque no hay nada que ya podamos dar por supuesto, y porque para salvar lo imprescindible puede que tengamos que renunciar a algo más que lo superfluo. (…)
(…) Los últimos tranvías cruzan la plaza, iluminados y vacíos, con su atenuado fragor metálico. Han cerrado todos los cafés. Bajo la claridad ahora más escasa de las farolas siguen pasando ciclistas silenciosos, volcados sobre los manillares, pedaleando con experta regularidad. (…) El funcionamiento complicado de la ciudad se amortigua pero no se detiene nunca. La vida civil es una tarea incesante, un rumor sin tregua como el de un bosque tropical. [...] ”
—-Todo lo que era sólido—-
“Todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que ahora nos parece retrospectivamente tan claro era invisible mientras sucedía. En Nueva York, entre 2004 y 2006, cada mañana laboral, yo salía del metro en una estación de la calle 50 Oeste y lo primero que veía era un edificio de acero y cristal que gracias a algún artificio tecnológico tenía toda la fachada convertida en una pantalla. Se veían cifras de cotizaciones financieras, se veían oleajes que rompían contra playas agrestes y paisajes vertiginosos del Gran Cañón o de las praderas del Oeste o los arrecifes de coral. Se veía aparecer y desaparecer y agigantarse hasta cubrir varios pisos el letrero de la firma bancaria Lehman Brothers. En la grisura de las mañanas laborales de invierno aquellas imágenes de vana exaltación publicitaria resaltaban sobre las aceras sucias y las cabezas bajas de la gente que acudía a las oficinas o barría la calle o pedía limosna o repartía en bicicleta comidas baratas.
Un día de 2008 salí del metro y la gran pantalla móvil que ocupaba el edificio entero se había apagado y las hileras de ventanas tenían la opacidad de los lugares que llevaban abandonados mucho tiempo. De un día para otro uno de los bancos de inversiones más poderosos del mundo había dejado de existir. Lo que había valido mucho de pronto no valía nada. Y quienes había parecido que poseían un conocimiento tan profundo de la realidad que les permitía formular predicciones con la certidumbre tranquila de los antiguos augures resultaba que no sabían nada, que no habían anticipado el desastre y ahora no tenían idea de cómo remediarlo. ”
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Muchos abusos se han cometido en secreto, y era muy difícil averiguarlos. Habrá delitos de los que no sabremos nada nunca y expolios que permanecerán impunes para siempre. Pero han sido innumerables los hechos escandalosos que sucedían a plena luz y en los que nadie reparaba, que activamente se elegía no ver, o ver y fingir que no se veía, o que se estaba viendo lo contrario. Ver y callar. Ver y decir no lo que se piensa sino lo que se sabe que conviene, lo que se espera que uno diga: contadas veces por miedo, muchas más por conveniencia, por gregarismo, por moda. Había motivos para callar por miedo en el País Vasco, y durante unos años fue peligroso dar la cara contra el terrorismo en cualquier sitio de España. Con esa excepción, quien pudiendo levantar la voz ha elegido callar lo ha hecho por comodidad, y quien ha dicho lo contrario de lo que pensaba ha sido por cinismo, o por no poner en peligro la pertenencia a su grupo. En España ha habido demasiados siglos de dictaduras y de intolerancia como para que arraigara la libertad de pensamiento, y la democracia no ha durado lo bastante como para habituarnos al ejercicio verdadero de la libertad de expresión. Cuando en 1976, en 1977, fue posible decir y escribir abiertamente lo que uno quisiera, las personas de izquierdas teníamos el vicio arraigado en la clandestinidad de no decir nada que favoreciera al enemigo o que pudiera ser usado contra los que considerábamos los nuestros. La ropa sucia se lavaba en casa. Y para asegurarse de que no salía de allí lo mejor era quedarse sin lavar. Durante mucho tiempo, en plena democracia, la izquierda no llamó crímenes a los crímenes terroristas porque al fin y al cabo los terroristas habían participado en la lucha contra Franco y porque una banda de individuos armados que dicen formar un movimiento de liberación no acaban de perder su prestigio de guerrilla romántica.

Orwell siempre: el lenguaje político está diseñado para hacer verdadera la mentira y respetable el asesinato. En su primer número, el 4 de mayo de 1976, el diario El País, el primero que nació después de la muerte de Franco y limpio de toda complicidad con él, en la portada, en una sola columna esquinada, traía la noticia del asesinato de un guardia civil en el País Vasco. ‘Guardia civil muerto’, decía. Muerto como si hubiera muerto en un accidente de tráfico o de un ataque al corazón. Eran los tiempos en los que la derecha llamaba a la dictadura ‘el régimen anterior’. Han pasado treinta y tantos años y una de las razones de que la libertad de expresión siga siendo tan difícil de ejercer en España es que ni a un lado ni a otro se ha practicado la crítica hacia los propios orígenes y los propios errores, y porque las iniciativas de concordia que permitieron entonces el establecimiento de la democracia ahora han desaparecido en un repliegue hacia la intransigencia, en el que los impulsos sectarios de la clase política han sido alentados y hasta jaleados por una parte de la clase periodística, por la parte más visible de la clase intelectual.

Como en la retórica infecta de los tiempos de Franco, entre nosotros la palabra adhesión sigue llevando adherido el adjetivo inquebrantable. Qué posibilidades puede haber de verdadero pluralismo en un país donde el parlamento, que debería ser por naturaleza el escenario privilegiado de los debates públicos, el lugar donde se manifiesta a la vista de todos la variedad de las posturas y las opiniones legítimas, de la disidencia radical y también de la capacidad de acuerdo, ofrece a diario el espectáculo entre grotesco y degradante de la obediencia en bloque a las directrices del partido, el aplauso cerrado al líder, el insulto soez al contrario. La forma del hemiciclo subraya la semejanza con una plaza de toros agitada por las feroces diferencias binarias españolas: sol y sombra, izquierda y derecha, palmas y bronca, energumenismo amparado en la masa. Las transmisiones de televisión captan la monotonía disciplinaria, pero no la gresca como de escolares zánganos con que muchos de sus señorías saludan las intervenciones de alguien del partido contrario. ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
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También por una sincera decisión de no ver, tan continuamente ejercida que se convierte en un hábito. No ver lo que se tiene delante de los ojos. Negarse a verlo si a pesar de todo se le filtra a uno la conciencia. Verlo y hacer como que no se ha visto y no decir nada para no ser acusado de apostasía, de haberse pasado al enemigo, o peor aún, de no pertenecer al grupo de los que tienen garantizada la limpieza de sangre, la pureza sin mancha, política, identitaria, sexual. No ver nada y fingir que sí se está viendo lo mismo que ven todos, con más convicción cuanto menos se vea o cuantas más dudas íntimas se tengan, no sea que se le descubra a uno la simulación.
Para entender lo que ha pasado todos estos años en España hay que leer algunos de los pocos informes internacionales que avisaban sobre la posibilidad del desastre pero sobre todo hay que leer a Cervantes, que tenía una conciencia política tan aguda, y que con su serena ironía caló mucho más hondo que Quevedo con todas sus interjecciones y retruécanos. Hay que leer los capítulos de la segunda parte del Quijote que transcurren en el palacio de los duques, y sobre todo uno de los entremeses, el de El retablo de las maravillas.

En sus posesiones de Aragón, el duque y la duquesa a los que Cervantes nunca da nombre viven en una especie de mundo paralelo en el que se celebran continuos simulacros barrocos con la única finalidad de ridiculizar a don Quijote y a Sancho: grandes desfiles nocturnos con carrozas y antorchas, fiestas complicadas en las que centenares de personas se disfrazan y actúan como comparsas en el gran engaño. Uno lee esos capítulos de la novela e imagina la miseria y el descalabro de la realidad española de entonces y no puede dejar de preguntarse de dónde venía el dinero para pagar todas aquellas representaciones fantásticas de la corte de los duques, no más irreales probablemente que las de la corte del rey, no mucho menos insensatas que las guerras internacionales en las que se tiraba el oro venido de América y el dinero de los impuestos que arruinaban todavía más a los campesinos de Castilla.

Aparte de la calidad de la escritura satírica, que tiene algo de esperpento anticipado, El retablo de las maravillas se distingue por un rasgo original en la trama, añadido por Cervantes al cuento del traje nuevo del emperador. Un par de estafadores aparecen en el pueblo anunciando que presentarán el espectáculo más asombroso que se ha visto nunca en el teatro. Pero hay una condición, una exigencia: sólo podrá ver los portentos que se muestran en el retablo quien no tenga un origen ilegítimo o de judío converso. ‘Ninguno puede ver las cosas que en él se muestran que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres en legítimo matrimonio.’ El alcalde del pueblo al que llegan los pícaros urdidores de la estafa, un bruto sin luces, se apresura a declarar: ‘Cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro costados de mi linaje.’

Viniendo él de un linaje tan dudoso, Cervantes sería muy sensible al ridículo de tales proclamaciones de limpieza de sangre, y también al absurdo de un país en el que prevalecían sobre cualquier mérito. Igual que a Sancho Panza su condición de cristiano viejo le bastaba para ser gobernador, al músico que acompaña el retablo le acredita no su talento, sino el ser ‘muy buen cristiano e hidalgo de solar conocido’. A lo cual añade otro personaje: ‘¡Cualidades bien necesarias para ser buen músico!’

Importa la identidad originaria sin mancha. Y para que no se dude de ella lo más seguro es esforzarse en ver lo que ven todos los demás, o lo que parece que están viendo, porque en la conciencia de cada uno de los pueblerinos opera el mismo chantaje unánime. Empieza la función y los espectadores ven a Sansón derribando las columnas del templo, ven una inundación de ratones escapados del arca de Noé, dicen sentir sobre ellos el agua de una catarata del Jordán, se asustan cuando ven llegar ‘docenas de leones rampantes y osos colmeneros’. Y cuando de pronto irrumpe alguien que no participa como estafador o estafado en el delirio de la farsa y por lo tanto atestigua que el escenario está vacío, el alcalde analfabeto lo señala con un anatema terrible, que en aquellos tiempos podía llevarlo a uno a los calabozos o a la hoguera: ‘¡De ellos es, pues no ve nada!’

De ellos: los judíos, de los que ni siquiera pueden nombrarse, porque sería reconocer que existen, mancharse con su impureza. Sólo fingiendo o creyendo ver lo que no existe se está seguro de no pertenecer a ese ‘ellos’ infame. El solo hecho de ver la realidad y contarla lo convierte a uno en un proscrito, en un disidente, en un raro: en un aguafiestas. ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
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El problema empieza cuando se escribe o se dice algo que incomoda a alguien de este lado, cuando se desafía a conciencia o sin premeditación la ortodoxia de los que son cercanos, cuando se sale uno de los caminos señalados y quiere pasar por debajo de la valla o pisa en lo que no sabía que era un campo de minas, cosa nada difícil en un país en el que las convicciones tienden a ser tan de una pieza como las identidades, y en el que nada despierta más recelo que una posición que no sea exactamente previsible; cuando por no querer acogerse a una trinchera o a otra se encuentra en la tierra de nadie y le llega por todas partes el fuego cruzado de los que se han puesto de acuerdo para hacer puntería sobre él. Igual que los paleontólogos pueden reconstruir un individuo entero a partir de un trozo de mandíbula fósil, en España es posible predecir con mucho menos margen de error el catálogo entero de las ideas políticas y religiosas y hasta de los gustos estéticos de muchas personas sin tener más información que la emisora de radio que escuchan o el periódico que leen: como un paquete turístico en el que todo viene incluido; como un bloque compacto en el que cualquier amenaza de fisura provoca una reacción a la vez defensiva y agresiva.^
[Autocomplacientes. Buscamos el halago. Carentes de espíritu crítico y partidistas. Esto imposibilita todo debate. En el fondo, es falta de educación, en el amplio sentido de la palabra]

Dos integristas de religiones distintas se entienden mucho mejor entre sí que con un ateo o un agnóstico, y aliarse contra él les costará mucho menos que reconocerle el derecho a su disidencia. En España quedarse o sentirse solo puede ser terrorífico; quedarse solo por haber llevado la contraria a la ortodoxia del propio bando sin la menor intención de pasarse al bando contrario, con la plena convicción de que la vida es tan complicada que raramente las personas, las ideas, las posturas políticas, pueden dividirse en dos bandos, en bandos, con la connotación tribal que ya tiene esa palabra. Quedarse solos como se quedaron solos Manuel Chaves Nogales y Arturo Barea, defendiendo la República pero negándose a aprobar o a no ver los crímenes que se cometían en su nombre durante la guerra; quedarse solo como Néstor Almendros cuando volvió de Cuba después de haber sido perseguido por su condición de homosexual y descubrió que sus amigos homosexuales y progresistas le negaban el saludo por criticar a Fidel Castro; quedarse solo como el conservador que defiende el laicismo o el progresista que no renuncia a su fe religiosa, como el homosexual que vindicó sus derechos cuando estaban proscritos y ahora está casado con otro hombre y sabe que muchos de los suyos lo denigrarán si se atreve a decir que no le gusta el despliegue folclórico de carrozas y música disco del Orgullo Gay; quedarse solo en una intemperie política en la que no habrá grupo que lo defienda ni lo proteja a uno y en la que algunas personas le manifestarán su simpatía en privado, pero nunca en público, y en la que otras aprovecharán para hacer méritos ante los suyos agrediéndolo sin ningún peligro, hasta fingiendo una adecuada indignación.

El resultado es que muchas personas que habrían debido hablar han callado y siguen callando, y que en España sea tan común decir una cosa en público y la contraria en privado, y actuar de una manera y opinar de otra. Muchas cosas, simplemente, no pueden decirse. Ningún comentario sarcástico o negativo está permitido sobre ninguna ciudad (con excepción de Madrid), pueblo, provincia, comarca, región, nacionalidad, acento, gremio, colectivo organizado. Hasta la broma más suave puede ser entendida como un agravio, y como en España una cosa que abunda mucho es la valentía colectiva y anónima, sobre todo cuando se ejerce sobre una persona inerme, el que diga algo inconveniente corre el peligro de un linchamiento que no siempre se queda en lo verbal, o en lo simbólico: no faltarán ultrajados que difundan por Internet su teléfono y su dirección, por ejemplo.

Los mismos que nombran a alguien hijo predilecto lo pueden declarar hijo pródigo o persona non grata. La consecuencia es el cinismo, de nuevo, el desánimo o el apocamiento de los templados ante la furia de los que gritan más, la aceptación resignada o cómplice de la discordancia entre las palabras y los actos, entre la pureza de los principios y la desvergüenza de los comportamientos; la astucia de decir lo que conviene, y no lo que se piensa, de alentar el halago mucho más que la autocrítica. Por eludir el peligro se usan circunloquios y sobrentendidos que sólo entienden los que de un modo y otro pertenecen al círculo de iniciados. En un país donde se celebra el despechugamiento expresivo y se presume de espontaneidad es muy raro que se llame a las cosas por su nombre. Venganzas personales se ventilan en público con dardos venenosos que sólo capta el que los lanza y el que los recibe. Tal vez por eso muchos extranjeros que conocen bien nuestro idioma y tienen interés en nuestro país confiesan que no entienden nuestros periódicos. Entre nosotros el debate civil está tergiversado por la hipocresía. ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
[Esto último es algo que ya he tenido ocasión de comprobar. No entienden ni los titulares. Muchas veces son palabras que alguien dijo y que se sacan de contexto.]
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Es muy difícil llevar la contraria en España. Llevar la contraria no a los del partido o a los del bando contrario, sino a los que parecería que están en el lado de uno; llevar la contraria sin mirar a un lado y a otro antes de abrir la boca para asegurarse de que se cuenta con el apoyo de los que saben o creen que uno está a su favor; llevar la contraria a solas, a cuerpo limpio, diciendo educadamente lo que uno piensa que debe decir, lo que le apetece decir, lo que le parece indigno callar, sabiendo que se arriesga no a la reprobación segura de quienes no comparten sus ideas sino al rechazo ofendido de los que lo consideraban uno de los suyos; llevar la contraria no a visiones abstractas y totales del mundo sino a hechos particulares de la realidad.

Es muy difícil no pertenecer a un grupo, a una tribu, a una patria, a lo que sea, con tal de que sea seguro y colectivo, de que ofrezca una protección incondicional, si bien al precio de abdicar del derecho al libre pensamiento: a cambiar de opinión, a no ajustarse a lo que se exige o se espera o se da por supuesto de uno, a no aprobar todas y cada una de las cosas que hacen aquellos de los que uno mismo se siente más cerca, a los que uno ha defendido, los que sin embargo no aceptarán que se aparte ni un milímetro de la ortodoxia que ellos mismos marcan.

En un país tan invadido de nacionalismos no cuesta casi nada que a uno lo llamen traidor; y aunque en él las iglesias estén cada vez más desiertas casi cualquier disidencia provoca el escándalo de la apostasía. El primer requisito público es una declaración de ortodoxia, sea en el interior de la causa que sea; el castigo del desvío es el sambenito y el anatema. Tan difícil como pasear libremente por el campo en Estados Unidos es ejercer de verdad la libertad de expresión en España. Esa naturaleza americana que parece tan primigenia y abrumadora al europeo está rigurosamente dividida por límites de propiedad, por vallas de alambre espinoso y carteles terminantes que prohíben el paso. Y bastará que uno se adentre por equivocación en un camino particular a través de un bosque que parece haber permanecido virgen durante varios siglos para que el propietario tenga el derecho a pegarle un tiro.

El guirigay español parece igualmente una tierra sin ley en la que todo puede decirse y en la que no existen los controles de legalidad o de buena educación que en tierras menos vehementes protegen contra la calumnia, pero en cuanto uno intenta dar un paso fuera de los caminos señalados corre el peligro de darse de bruces contra un muro coronado de trozos de cristal o de encontrarse en mitad de un campo minado. En ningún otro país que yo conozca está tan extendida la profesión de opinador, en voz alta o por escrito. Pero tampoco creo que haya otro país, salvo los sometidos a un régimen autoritario, en el que las opiniones sean tan reiteradas y tan previsibles y se encuentren divididas en posiciones tan inmóviles como las de la guerra de trincheras. Los españoles tendemos a imaginar que somos gente impulsiva, tan auténticos que decimos sin miramiento lo que nos pasa por la imaginación o lo que llevamos dentro. Incluso disculpamos y hasta celebramos la grosería porque nos parece más verdadera, porque nos gusta imaginarnos poseídos por una espontaneidad tal vez incómoda, sí, pero también libre de hipocresía. De alguien que escribe o habla usando interjecciones e insultos se supone distraídamente enseguida que ‘no tiene pelos en la lengua’, o que no es ‘políticamente correcto’. Si se examina lo que dice o escribe el presunto valentón se descubre que suele ser puro aire, y que el enemigo al que ensarta con su lanza después de una rugiente cabalgada era un muñeco de paja, incluso a veces un pobre desgraciado que no tendrá manera de defenderse, o una abstracción demasiado vaga para que proceda de ella ningún peligro real.
[A favor o en contra de las personas. Sin ofrecer argumentos. Lo único que cuenta es el interés que encierra defender una causa u otra. Defiendo sólo al que defiende lo que me conviene a condición de que proteja mis intereses, de que se mantenga fiel a mi partido.]

El periódico, la emisora, la página de Internet, es una trinchera bastante cómoda desde la que se dispara a un enemigo al que en realidad nunca se tiene cerca. Los nuestros están de este lado, los otros al otro lado de la tierra de nadie. Mientras se esté seguro de disparar hacia ellos y de permanecer bien agazapado no hay riesgo ninguno, por muy gruesa que sea la munición que se use. La confusión de las voces es en gran medida una cámara de ecos. Lo que se escribe o se dice no está destinado a rebatir los argumentos de los otros y a emprender por lo tanto un diálogo sino a excitar a la propia parroquia, que pide siempre más, como el público en los mítines, o como los aficionados que abroncan al torero si no se arrima más al toro. Lo que escucha el que habla no es la voz del otro sino su propia voz amplificada por los suyos. ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
[Escuchar a condición de que me regales el oído, de que expreses en voz alta lo que me conviene. Unos tiran la piedra y esconden la mano. La cámara de ecos provoca confusión porque uno ya no sabe quién alentó a decir lo que se dijo. Uno no se siente responsable de nada. ¿Quiénes son los líderes de opinión? ¿Quién dice y actúa en conciencia?]
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(…) Durante unos cuantos años yo mismo viví con esa ilusión. En 1982 gané una oposición a auxiliar administrativo. El trabajo que yo habría querido era el de profesor de instituto, pero se trataba de una aspiración estadísticamente inalcanzable: cada año salían a oposición no más de unas decenas de plazas para mi especialidad de Historia del Arte, y se presentaban millares de candidatos. En el ayuntamiento al menos me ganaba la vida. Sigo sabiéndome de memoria la descripción de las tareas modestas a cambio de las cuales recibía un sueldo no muy por encima del salario mínimo: ‘mecanografía, cálculo sencillo, despacho de correspondencia’. En realidad mi trabajo consistía en programar conciertos, exposiciones y funciones teatrales. Me gustaba hacerlo y tenía la esperanza, alentada por mis superiores políticos, de que al cabo de cierto tiempo me reconocerían la titulación universitaria y la experiencia profesional que había ido acumulando. Escribir era mi vocación, y le dedicaba casi cada una de las tardes que me dejaba libre el trabajo, pero no imaginaba que alguna vez pudiera dedicarme sólo a la literatura y vivir de ella. [...] ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
“ [...] Llegando de Nueva York a Madrid me ha sorprendido mucho la falta de conciencia de los privilegios que aquí se disfrutan, la ausencia de gratitud y de lealtad a un sistema en el que están cubiertas para la inmensa mayoría de la población las necesidades fundamentales de la vida. Viniendo de una ciudad de ocho millones de habitantes en la que más de tres millones carecen de cualquier forma de seguro médico a uno no le cuesta nada valorar la protección sanitaria universal.

En Estados Unidos nadie se olvida nunca del precio que hay que pagar por las cosas. En España, en algún otro sitio de Europa, cuando las cosas no se pagan es fácil olvidar su valor. En el seguro médico y en la educación de los hijos una familia americana ha de gastar tanto dinero que el trabajo necesario para ganarlo se lleva una gran parte de la vida. La búsqueda del dinero, la codicia del dinero, adquieren a veces en Estados Unidos una vehemencia obscena, una crudeza que ofende y espanta al que no está habituado: un taxista o un camarero de Nueva York pueden revolverse con una súbita agresividad contra el cliente que no dejó la propina adecuada; la sonrisa amplia de un dependiente se borra sin rastro cuando no ha funcionado la tarjeta de crédito; el crédito de cada persona es evaluado continuamente y cualquier acreedor puede comprobarlo. La presión del éxito puede ser tan fuerte que hasta un niño de tres o cuatro años tendrá que pasar un examen para ser admitido en una guardería de prestigio que le asegure que habrá luego sitio para él en una de las escuelas privadas más competitivas, que será el paso previo para una de esas universidades de élite de las cuales depende un porvenir de privilegio. En la pasión americana por el trabajo y en la admiración por el éxito puede haber un filo despiadado, una disposición a sacrificar la vida entera al logro de un solo propósito y a no compadecer al que fracasa ni perdonarse a uno mismo, a dividir el mundo en las categorías inhumanas de los ganadores y los perdedores.
[Me disgusta el empleo de la palabra “gratuito” o “kostenlos” aplicada a la sanidad y la educación. El modelo alemán también es altamente competitivo y no favorece la igualdad]

Me da escalofríos la crueldad punitiva del sistema penal. No sólo la pena de muerte: también la brutalidad usual de los policías, el maltrato humillante a los detenidos y a los presos, los uniformes que los despojan de cualquier resto de dignidad civil, las esposas en las manos y los grilletes en los pies, las cadenas en la cintura, la comida inmunda, las sentencias de cadena perpetua sin ninguna esperanza, la frialdad de ejecutar a un retrasado mental o de condenar a una vida entera en prisión a un delincuente de catorce años, la siniestra idea puritana de la cárcel como puro castigo y de la justicia como ley del talión, con toda la barbarie del Antiguo Testamento; e infectándolo todo, agravando la infamia, el abismo entre los pobres y los ricos, porque son sobre todo pobres los que van a la cárcel, y exclusivamente pobres y casi siempre negros los que acaban en el corredor de la muerte y son ejecutados.

Porque soy europeo me escandalizan esas zonas de crueldad de la vida americana: porque paso una parte de la mía en Estados Unidos creo que puedo apreciar la ventaja de Europa sin darla por supuesta, incluso con un cierto orgullo que no tiene nada que ver con el orgullo incondicional de las identidades. Me siento orgulloso de que mi país, y la Europa a la que pertenece, abolieran hace tiempo la pena de muerte y se hayan dado a sí mismos sistemas penales en los que el único derecho del que se priva a los presos es la libertad.

Me importa mucho esa diferencia. Pensé en ella hace poco, visitando el centro penitenciario cercano a Madrid en el que algunos profesores me habían invitado a dar una charla a los presos que asistían a la escuela. Por supuesto que estaban en la cárcel, y que la privación de libertad siempre es un castigo. Pero las condiciones no eran degradantes y los profesores de la escuela los trataban con un respeto que probablemente no habían recibido nunca, y gracias a ellos saldrían de prisión mejor cualificados para defenderse en la vida. (…) Sin pena de muerte ni cadena perpetua ni leyes especiales la democracia española ha derrotado a los terroristas de ETA: muchas veces me pregunto cómo habrían actuado las fuerzas de seguridad en Estados Unidos y qué medidas de excepción habría aceptado la ciudadanía si hubieran tenido que hacer frente a un movimiento terrorista como el que hemos padecido nosotros, incluso a uno que hubiera sido diez veces menos sanguinario. [...] ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)
“80
Lo que no existía y casi no se imaginaba puede hacerse real. Lo que hoy es más indiscutible y más sólido y nos importa más mañana puede haberse desmoronado o puede haber sucumbido a un desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje de defenderlo. Nunca olvido la terrible advertencia en el poema de Yeats: ‘The best lack all conviction, while the worst / are full of passionate intensity.’ [...] ”
AMM
“Todo lo que era sólido” (Seix Barral, 2013)

 Fragmentos de Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina [Seix Barra, 2013]


El escritor Antonio Muñoz Molina ha denunciado este viernes que "en nombre del derecho de acceso a la cultura se está socavando su existencia misma". "Para que haya acceso a la cultura, lo primero que tiene que haber es cultura", ha apostillado. En esta línea, ha señalado que "la gran paradoja española" es que es un país con un "desprecio abierto, privado y público por la cultura desde hace mucho tiempo", a pesar de contar con una "cultura de las más universales y ricas".
Durante la clausura de una jornada sobre propiedad intelectual en el Congreso de los Diputados, el escritor ha lamentado que el "derecho a recibir una remuneración por el trabajo quede cancelado en el caso de la cultura", limitando así la "capacidad de sustento y experimentación" del creador. "Se roba el fruto del trabajo creativo porque robar es tecnológicamente posible, no tiene peligro ni está mal visto socialmente". Además, ha denunciado que "los partidos prefieren no arriesgarse a perder votos haciendo respetar los derechos legítimos de una minoría inmensa".
"Casi lo único que sería en España una fuente de crecimiento sin límite es la educación, la cultura y el saber. Pero precisamente nosotros estamos autodestruyendo nuestra mayor fuente de riqueza", ha lamentado. "En sociedades clientelares con baja calidad de ciudadanía, como por ejemplo España, valoran las cosas por su precio", ha continuado. Además, ha añadido que "se da más valor a aquello que tiene más precio en la etiqueta, y lo que no cuesta de manera inmediata no se valora". "El necio no ve valor donde no ha visto precio. ¿Cuánto cuesta que un médico le cure a uno?", ha preguntado.
"Lo gratuito se ha confundido con lo democrático", ha denunciado, para después recordar que con una conexión a internet y un portátil cualquiera puede ser su propio editor: "¿Es gratis el portátil o la conexión? ¿Hay piquetes frente a las tiendas Apple exigiendo la gratuidad de los iPads? ¿Cómo es que no hay una rebelión mundial por las ganancias estratosféricas en vida de Steve Jobbs?", ha finalizado.
"Se cree que el fruto de la creatividad humana es gratuito", ha dicho, antes de remarcar que "no se puede vivir sin agua potable, pero sí se puede vivir sin libros, canciones, películas, cuadros y una prensa libre". "Pero si estos bienes nos importan tendremos que contribuir a su existencia. Si les concedemos valor tendremos que atribuirles un precio y pensar cómo lo pagamos", ha apostillado.
Para Muñoz Molina, "hay cosas libres que pueden ser gratis", aunque "la libertad de prensa y de expresión no están entre ellas". "Para escribir con libertad no se puede estar pagado por los poderosos. La libertad no es gratis, la gratuidad significa que son otros los que pagan, pues quien cobra del poder o de grandes intereses económicos puede permitirse incluso la gratuidad, pero no la libertad de expresión", ha apuntado.
"La invasión de la propiedad ajena quedó olvidada como arma reivindicativa", a pesar de lo cual "el espacio casi siempre poco rentable de la creación intelectual y artística es invadida a menudo, incluso con el apoyo de personas que representan a la ley", añadió.
Cultura: Valor y precio, AMM en el Congreso








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