He
procurado mirar sólo con mis ojos, y no con las gafas prestadas por esa difusa
autoridad que legisla inapelablemente en cada uno de los reinos de lo que viene
a llamarse la cultura, o la actualidad cultural, por más señas. Sin duda me he
equivocado muchas veces: en cualquier caso, mis errores son míos, lo cual no
les da ningún valor, pero me permite la tranquilidad de espíritu de no haberme
ocultado en el espacio seguro de la conveniencia. A lo largo de este tiempo he
recibido muchas sorpresas, y, sin darme cuenta, alguna de estas travesías me ha
llevado a pisar campos minados. He observado que la ficción de tolerancia universal que
parece circular por todas partes se interrumpe cuando alguien disiente de
alguno de los mandamientos instantáneos de la moda. A mí, como a
Pedro Salinas, lo que más me gusta es que me gusten He recibido las cosas, pero
durante un tiempo me vi convertido en el tipo a quien no le gustaba Joseph Beuys, lo cual fue
casi menos grave que el hecho de que tampoco me gustara Quentin Tarantino.
Creo que algunas personas tienen que agradecerme lo modernas que se han sentido
al compararse conmigo, lo extremadamente de izquierdas que les ha permitido ser
mi desapego hacia algunos dogmas políticos y culturales que yo mismo compartí
en otro tiempo, lo cosmopolitas que han sido por comparación con mi palurdismo.
El director de cine Pedro Almodóvar, sobre quien yo había escrito más de un
artículo lleno de elogios, decidió que yo era un reaccionario peligroso y en
alguna entrevista tuvo a bien ponerme como muestra de la ola de conservadurismo
que se avecinaba: el motivo era un párrafo de una de estas crónicas en el que
yo mostraba, al parecer imperdonablemente, mi desagrado hacia una escena de una
de sus películas. Gracias a ese artículo yo pude aprender algo sobre la naturaleza humana y sobre
los efectos desiguales de la objeción y el elogio. Nunca pensé que
el acto de mostrar con claridad las sensaciones o las reflexiones que
despiertan las cosas en alguien muy aficionado a mirar y a admirar tuviera a
veces consecuencias tan extremas, a favor o en contra, da igual. Durante una
temporada los amigos y allegados del Premio Nobel de Literatura se dedicaron a
practicar el tiro al blanco sobre mi persona atribuyéndome incluso apodos
bastante graciosos, dignos del tradicional ingenio español. En esto de los
apodos también es bastante gracioso un crítico literario del admirable
suplemento Babelia,
que al referirse a mí siempre me llama, campechanamente, "Muñoz", sin
duda para subrayar, con su conocida sutileza, que la vulgaridad de mi
literatura se corresponde con la de mis apellidos. De vez en cuando he notado que en los
partidarios o en los adversarios de lo que yo había escrito había un grado de
convicción y de seguridad mucho más fuerte que en mí mismo. No estoy
tan seguro de nada como para descalificar a nadie porque no piense lo mismo que
yo. Todo está lleno de especialistas, de expertos, de guardianes celosos de un
minifundismo intelectual cada vez más irrespirable. Yo he querido practicar en
el periódico lo mismo que me gusta en la vida, la atención del aficionado que
procura cultivarse y disfrutar de las cosas sin ser experto en ellas, nadando
entre las dos aguas igualmente inhóspitas del fanatismo o el papanatismo
incondicional de la cultura y la seducción de la ignorancia. Creo que una de
las tareas éticas y estéticas más urgentes es el restablecimiento de la
soberanía personal del espectador y el lector, que es, en el fondo, la
soberanía del ciudadano, no sometido ni a las lealtades de la tribu ni a las
coacciones de una opinión dominante, administrada por un misterioso
sanedrín de expertos tan inaccesibles como indiscutibles. Pero todo ha pasado,
es pasado, el pasado lejano de lo que ya ha sido escrito. En este tiempo no me
han faltado sobresaltos, pero tampoco he dejado de sentir la compañía cálida y
asidua de algunos lectores. Saber que alguien ha agregado al catálogo de sus
costumbres la de buscar cada miércoles esta esquina del periódico es un halago
íntimo que siempre despierta gratitud. Pero está bien irse de los sitios, igual
que estuvo bien llegar a ellos, irse en busca de otras cosas que escribir y
contar. Lo peor de los adioses es que sean demasiado largos, según puede
comprobarse leyendo El largo
adiós.
Adiós,
Antonio Muñoz Molina [El País, 15 de octubre de 1997]
Adiós, Antonio Muñoz Molina [El País, 15 de octubre de 1997]
En busca de un refugio, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de septiembre de 1997]
Semanas con Dickens, Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de septiembre de 1997]
El regresado, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de agosto de 1997]
Un profeta del frío, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de agosto de 1997]
El verano de Lolita, Antonio Muñoz Molina [El País, 30 de julio de 1997]
Los responsables y los culpables, Antonio Muñoz Molina [El País, 14 de julio de 1997]
La cizaña, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de julio de 1997]
Los historiadores, Antonio Muñoz Molina [El País, 2 de julio de 1997]
Noticias de Dublín, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1997]
La orden del amanecer, Antonio Muñoz Molina [El País, 11 de junio de 1997]
Poema WStawac, Primo Levi
Poema WStawac, Primo Levi
Los
forajidos y los perseguidos antiguos sabían muy bien que un cine es un refugio
perfecto, aunque transitorio. El otro día, a la hora rara y despoblada de las
cuatro de la tarde, fui a esconderme o a sumergirme en un cine donde ponían La buena estrella de
Ricardo Franco, y nada más apagarse las luces y aparecer en la pantalla las
primeras imágenes ya me di cuenta de que había encontrado un lugar perfecto
donde pasar bien escondido las dos horas siguientes. Desde Nadie hablará de nosotras cuando
hayamos muerto no había visto una película española tan verdadera,
tan adulta, tan sobria en su eficacia, tan densa de narración y de
sentimientos, tan sólidamente hecha, tan devastadora en su tristeza y su
serenidad final: también esa película trata de gente a la intemperie, de la
necesidad de esconderse, de la ternura, la bondad y el perdón que algunas veces
pueden aliviar los infortunios más crueles de la vida. Los celebrados héroes de
la mala leche española suelen repetir que con los buenos sentimientos no se
hace buena literatura: para los ortodoxos de pedernal, los sentimientos
personales siempre albergan una sospecha de blandura pequeñoburguesa. En La buena estrella, Antonio
Resines interpreta estremecedoramente a un hombre vulgar que elige, por amor,
la rectitud y la generosidad, y actúa en consecuencia. Él y Jordi Mollá,
separados por el cristal del locutorio de la cárcel, que se convierte de vez en
cuando en espejo, se miran con una melancólica y definitiva fraternidad en una
de las escenas más sobrecogedoras que yo he visto últimamente en una película.
En
busca de un refugio, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de septiembre de 1997]
Un
buen lector es igualmente adicto a cualquier clase de duración, pero tal vez
nunca disfruta más hondamente que en los tiempos muy largos, en las narraciones
que le duran semanas y hasta meses, porque sólo ella permite la sensación
suprema no de avanzar en la lectura, sino de ser llevado, transportado por
ella, igual que nos lleva un tren o la corriente del agua en un viaje fluvial.
La literatura es entonces una fuerza más poderosa que nosotros. Pienso en las
geografías mayores de la novela, en unos cuantos nombres que parecen encerrar,
como en el nombre de Bach, el de Goya, el de Shakespeare, un grado de sobreabundancia
y de prodigio que se confunde con la veracidad de la naturaleza: La comedia humana, Fortunata y
Jacinta, Guerra y paz, La educación sentimental, La Regenta, Los maias, La
montaña mágica, el gran ciclo faulkneriano de Yoknapatawpha, el de
la Santa María de Onetti, En
busca del tiempo perdido... […]
Cuando ni la cabeza ni la biblioteca se
tienen muy organizadas,
las lecturas suelen seguir un ritmo sinuoso, hecho sobre todo de quiebros y de
casualidades, de antojos o encuentros no premeditados.[…]
La
maestría técnica, la ambición narrativa de Dickens, no interfieren su desatada
vocación de folletinista que maneja exactamente los mismos materiales de la literatura
popular, los crímenes, las desigualdades sociales, los hijos
ilegítimos, las herencias perdidas, los matrimonios por obligación, los amores
imposibles.
Hace
unos días, Eduardo Haro Tecglen vindicaba la condición de escritor popular de
Max Aub, popular en un sentido que no se estila ahora, porque atiende al
habla de la gente común y escribe, sobre ella con las palabras de todos los
días. ¿Quién dijo que lo sofisticado y exigente es minoritario por
naturaleza, y que la popularidad es inseparable de la vulgaridad? Aunque sólo
tengan unos pocos cientos o miles de lectores, La calle de Valverde y Las buenas intenciones
son dos excelentes novelas populares. Aunque millones de personas lo estén
leyendo en todas partes desde hace siglo y medio, aunque a algunos les parezca
tan desdeñable como un inventor de culebrones, Charles Dickens, que puede ser
leído y disfrutado casi a cualquier edad y por cualquiera, es uno de los
nombres más altos de la literatura. En cuanto apague el ordenador me vuelvo a Casa desolada...
Semanas con
Dickens, Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de septiembre de 1997]
Ésa
es quizás una de las sensaciones más crueles que permanecen en la conciencia de
quien ha padecido una desgracia que trastornó de golpe su vida, un accidente,
la noticia súbita de una enfermedad, la muerte de alguien tan próximo que su
pérdida es una amputación: se siente aislado de los otros, expulsado de la
normalidad sin fisuras en que imagina que ellos viven, arrojado a un exilio
personal que tiene algo de estigma, de inaceptable excepción: por qué yo y no
otro, qué han hecho o qué tienen los demás para que a ellos no les sobreviniera
lo mismo que a mí, para que no fueran escogidos. En cualquier conciencia humana
atribulada por la desgracia surgen como un instinto el lamento y la rebelión de
Job.
El
regresado, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de agosto de 1997]
Ya
sé que entonces la abrumadora mayoría de la clase intelectual y política
española había conocido el mayo del 68 en París y el verano de las flores en
Berkeley y en Woodstock, y que algunas de las mentes más rebeldes de nuestra
todavía audaz (aunque ya algo achacosa) cultura alternativa se habían
familiarizado con el ácido, con el amor libre y con las autopistas
norteamericanas, pero mi única experiencia de vida en la carretera, hacia el
año setenta y tres, era el viaje entre mi ciudad y la capital de mi provincia,
que no estaban comunicadas por los ya entonces míticos Greyhound, sino por los
vehículos de una compañía regional prosaicamente bautizada Alsina Graells Sur.[…]
Algunos
de ellos se salvaron, entre otras cosas porque hay ciertas formas de rebeldía y
de radicalismo que son mucho menos arriesgadas si uno resulta ser
multimillonario por su casa, como le sucedía a Burroughs. Muchos con menos privilegios han muerto y todavía mueren,
mientras el comercio de las drogas corrompe continentes enteros, y aún quedan
desnortados que celebran el romanticismo letal de la heroína, los efectos
iluminadores del delirio, de la disgregación hacia la locura.
Un
profeta del frío, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de agosto de 1997]
Ayer
tarde, releyendo en la ancha calma horizontal del verano el querido ejemplar de
Lolita que ya he
leído tantas veces (una edición austera de bolsillo, con una de esas niñas
ninfas de Balthus en la portada), comprobé que es en una noche de agosto de
1947 cuando el torvo, el enamorado, el desalmado Humbert Humbert logra la plena
posesión sexual de su nimphet
en la habitación de un hotel que se llama, un poco hipnóticamente, The
Enchanted Hunters: fue el 15 de agosto exactamente, recuerda él, ya en la
cárcel, cuando escribe sus memorias apócrifas, así que este verano del 97,
cuando se celebren tórridamente las fiestas de la Virgen de agosto, algunos
celebraremos con una emoción mucho más minoritaria el medio siglo justo de esa
noche abismal, que es sin duda una de las grandes
noches de amor, desesperación y vergüenza que ha revelado la literatura.[…]
Las
mañanas de somnolencia y calor son como esas mañanas de julio a la orilla de un
lago en las que Humbert Humbert, tumbado al sol junto a la mujer que odia y
desprecia y con la que acaba de casarse, la madre de Lolita, elabora planes
soñolientos y precisos para asesinarla; Humbert Humbert cruza a media tarde una
ciudad bajo el diluvio de una tormenta de verano, bajo un cielo pesado y gris
que anuncia la cercanía de la noche: pero de pronto la lluvia cesa, el sol sale
y la luz del anochecer se ha transmutado, como si el tiempo avanzase hacia
atrás, en una claridad húmeda y limpia de tarde recién comenzada. Esa tormenta,
esa oscuridad seguida luego por una luz intacta son casi las mismas que han
sucedido mientras yo leía, sedentario y en calma, a diferencia del obsesivo Humbert
Humbert, tumbado a la sombra y dejando pasar las horas con los ojos fijos en el
libro o distraídos en la vegetación o en los movimientos de los pájaros
sigilosos del jardín, no sudando en un coche que llevara minuto a minuto hacia la culminación del deseo y el
desastre, por una recta carretera norteamericana, en el verano de 1947.
Mi padre nació el 29 de junio de 1947
Lolita es un libro tan poblado de sutilezas que en
cada nueva lectura el hallazgo de matices no advertidos hasta entonces es tan
poderoso como la confirmación agradecida de lo que ya conocíamos. Su mayor
paradoja, y tal vez su rasgo superior de maestría, es que, consistiendo en el relato en primera persona de una voz
cínica, trastornada, muy seductora en su apariencia de sofisticación, nos da al
tiempo las pistas o las claves para que veamos desde fuera a ese narrador tan
persuasivo y tan embustero: vemos las cosas a través de sus ojos y desde su
conciencia, porque es él, Humbert Humbert, quien cuenta la historia,
pero a la vez, con un poco de atención, a lo largo de sucesivas lecturas, vemos también lo
que él oculta, vislumbramos su cara verdadera, su parte de bajeza y de
simple ridículo.
Cada
lectura es nueva: en ésta, yo de pronto he puesto en duda algo de lo que estaba
seguro, la identificación del físico de Humbert Humbert con el de James Mason,
que es el Humbert Humbert inolvidable y duplicado de la Lolita cinematográfica de
Stanley Kubrick: un físico de masculinidad terminante y a la vez algo huidiza y
tocada de melancolía, la presencia distinguida y excéntrica de un expatriado europeo que es a la vez brutal y delicado
en su seducción de las mujeres de clase media americana, tan atraídas por su
imán sexual como por su vestuario o por su acento.
Pero
ahora empiezo a sospechar que el cine y Nabokov me habían engañado, o más bien,
que la novela me había tendido una de sus trampas, y que el cine, la cara y la
voz de James Mason me empujaron a caer en ella. El secreto, la trampa de James
Mason, es que no se parece a Humbert Humbert, sino al
modo en que Humbert Humbert, en su infinita petulancia, se imagina a sí mismo:
continuamente subraya lo masculino de su propio aspecto, su semejanza con un
actor de cine, la elegancia de su ropa, lo mismo sus trajes que sus batas de
seda. ¿Pero no es esa insistencia una prueba no de su atractivo, sino de su
tonta vanidad; no de su prestancia de caballero europeo en medio de la
vulgaridad americana, sino de algo rancio y ridículo de tan anticuado, tan
fuera de lugar como el uso continuo de giros en francés?
Pero
sólo llevo cien páginas, y todavía tengo por delante mucha novela y mucho
verano, el verano de la peregrinación en coche de Humbert Humbert y Lolita y el
otro verano, futuro y real, de cincuenta años después, en la desolada
posteridad en la que Vladimir Nobokov y James Mason ya están muertos, pero en
la que Lolita y Humbert Humbert continúan tan vivos como el entusiasmo de los
lectores que no nos cansamos nunca de leer ese libro, como la intolerancia
negra y puritana que lo persiguió en los días de su publicación y que ahora
impide la distribución y el estreno de una segunda Lolita cinematográfica. La alianza del integrismo de derechas y de
otro integrismo que se declara o se finge de izquierdas está asfixiando la
cultura norteamericana. Me escandaliza que sea boicoteada y
prohibida esa Lolita
espuria de Adrian Lynch y Jeremy Irons, pero, cuando se estrene en mi país, que
todavía, afortunadamente, es un país libre, no creo que vaya a verla. Si
coincido en algo con Humbert Humbert es en que sólo hay una verdadera Lolita o
acaso dos, porque todo en esa historia es tan duplicado como el nombre de su
protagonista masculino: la Lolita de la novela, la otra Lolita, distinta de
ella, pero igual de nabokoviana, de la película de Stanley Kubrick, que es tan
buena que parece una película de VIadímir Nabokov.
El
verano de Lolita, Antonio Muñoz Molina [El País, 30 de julio de 1997]
Yo leí esta novela en el verano de 1996 o 1997
Que
gocen de tan buen humor viviendo, como dicen que viven, bajo una opresión
intolerable, ya es enigmático. También revela que carecen por completo no ya
del sentido de la culpa, sino también del de la responsabilidad. En eso no
están solos: forman parte de un universo ideológico
y moral del que la responsabilidad personal está excluida. El nacionalismo
tiene la ventaja admirable de que vuelve inocentes todas las acciones de sus
adeptos, al concederles incondicionalmente el estatuto de víctimas. Son
culpables del crimen, en el mismo grado, quienes disparan las pistolas y
quienes los alientan y los votan, pero no carecen
de responsabilidad quienes difunden sistemáticamente una ideología del
narcisismo colectivo, de la hostilidad sorda y permanente no ya hacia la idea
de España, sino a la convivencia civil española, quienes han inventado una
historia hecha tan sólo de heroísmos propios y de agravios ajenos y modifican
la geografía y hasta la biología para encastillarse en una identidad hermética
que divide el mundo entre un ellos y un nosotros irreconciliable. Si uno
de nosotros mata, de un modo u otro los responsables son ellos. De ahí que de
vez en cuando se observe una parálisis que puede parecer inexplicable, pero que
en el fondo explica perfectamente la confusión política y moral en la que viene
prosperando desde hace tantos años el crimen: el
sindicato al que pertenecen unos policías vascos asesinados mantiene con toda
tranquilidad un pacto de unidad de acción con el sindicato de los asesinos.
Individuos jóvenes a los que conoce todo el mundo dedican recreativamente el
fin de semana a incendiar autobuses, y la policía no interviene, y si por un
motivo u otro lo hace -por ejemplo, para acallar el escándalo ciudadano ante la
impunidad de los vándalos-, enseguida aparecerá algún juez que declarará
inocentes a los chicos, etcétera. Así estaban las cosas hasta el sábado, y yo
no creo que cambien mucho desde ahora. Me parece una afrenta a todas y a cada
una de las víctimas del terrorismo que se diga que con el asesinato de Miguel Ángel
Blanco todo ha cambiado. ¿Por qué no después de la matanza de Hipercor, del
tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez o a Fernando Múgica o a ese comandante al
que mataron en Madrid cuando abría el portal de su casa? ¿Por qué no después de
la muerte de cada una de esas casi mil víctimas de las que no se acuerda nadie
más que los familiares que quedaron amputados para siempre por el crimen y
fueron injuriados después por la indiferencia o la abierta hostilidad social?
Son responsables todos los que han contribuido con sus palabras
o sus actos a que los verdugos usurpen el lugar de las víctimas. Son responsables
los que para vender más periódicos o sacar más votos o simplemente para hacerse
famosos han negado la legitimidad del Estado en la lucha contra el terrorismo.
Son responsables los intelectuales que por pedantería frívola o por simple
imbecilidad aún mantienen los restos de un romanticismo siniestro de la
violencia, y confunden el crimen o la brutalidad con la rebeldía, a condición, claro,
de que ellos, personalmente, no se vean afectados. Son responsables los que
desprecian íntimamente lo que ellos llaman la democracia burguesa, con sus
formalidades de legalidad, representación, libertades individuales, etcétera, y
siguen aspirando a un paraíso total como el que aún disfrutan las masas de Cuba
y de Corea del Norte, y creyendo que a veces la
revolución social hace necesario el sacrificio de un cierto número de víctimas
humanas.
Son
responsables quienes en los años ochenta creyeron, en su delirio de poder, que
la eficacia podía justificar la ilegalidad y la corrupción. Son responsables
los dirigentes y los partidos progresistas que no
han sabido o no han querido presentar una ideología sólida y generosa de la
fraternidad civil frente a las sugestiones de unanimidad originaria del
nacionalismo, que no se han atrevido a defender una idea abierta y democrática
de España y que incluso han querido omitir ese nombre para no ser
acusados de reaccionarios o de centralistas. Una democracia no está hecha sólo
de libertades y derechos: también de deberes y de lealtades sin los cuales el
delicado tejido civil de la convivencia se desgarra en tribalismos, en una
rapiña, miserable de privilegios y agravios. Por pereza, por embrutecimiento,
por oportunismos electorales, los partidos políticos han preferido alimentar el halago y los más
diversos narcisismos comarcales o locales antes que la responsabilidad de lo
común, el sistema de solidaridades sociales y políticas que mantiene en pie a
un país civilizado, y que es extraordinariamente frágil.
Usaré
una expresión inconveniente, incluso prohibida: patriotismo civil. Por
patriotismo, no de la tierra ni de la sangre, sino de la razón y de la vida,
millones de personas se arrojaron el viernes y el sábado pasado a las calles y
desbordaron la ceguera y la mezquindad de una parte de los profesionales de la
política. Después de tantos años de indiferencia
política hacia las vidas humanas, la defensa de una sola de ellas nos
tuvo en vilo durante 48 horas, y su pérdida nos sumió en un desgarro de luto y
de irrealidad del que ni siquiera hoy hemos despertado. Sólo espero que sobre
los culpables caiga todo el peso de la ley, y que los responsables obtengan el
grado de desprecio y de remordimiento que corresponda a cada uno. Estuvimos
contando año y medio los días de cautividad de José Antonio Ortega Lara, y el
viernes y el sábado contamos las horas del cautiverio y la agonía de Miguel
Ángel Blanco. Creo que desde hoy todos los demócratas tenemos la obligación de
contar los días que faltan para que algún político de apariencia respetable
vuelva a estrechar la mano sucia de cualquiera de los culpables del crimen, a
sentarse cerca de él, a sonreírle, a comprenderlo.
Los
responsables y los culpables, Antonio Muñoz Molina [El País, 14 de julio de
1997]
Lo
más peligroso de la cizaña es el poco esfuerzo que requiere y la nula
responsabilidad que acepta quien la siembra. Entre nosotros hay verdaderos
profesionales de ella, individuos que llevan años sembrando insinuaciones y que
han levantado fortunas administrando la mentira, contaminando con dosis mínimas
y letales de sospecha, de duda o de maledicencia la vida pública española y el
honor de muchas personas decentes. Entre nosotros, tirar la piedra y esconder
la mano pasa a veces por valentía o audacia, en gran parte porque todos
tendemos a ser muy desmemoriados, y quien miente sabe que nadie guardará un recuerdo
detallado de su mentira cuando se haya demostrado que no había
ningún fundamento en lo que dijo o escribió. Por otra parte, como la
insinuación no necesita ser clara para hacer más daño, cuando se le piden
cuentas de ella a quien la ha murmurado, éste siempre tiene la oportunidad de
encogerse de hombros y de asegurar, con cara de inocencia y hasta de agravio,
que en realidad él no dijo lo que dijeron que dijo, que todo ha sido un
equívoco, una tergiversación de la que, otros son culpables: en ese instante,
con un golpe maestro, el calumniador se convierte en víctima, y resulta ser el
acusador cuando parecía el acusado.[…] Una de las especialidades más sucias de
la insinuación y la cizaña es enturbiar la diferencia entre los inocentes y los
culpables, entre los corruptos y los honrados. Para proteger a unos
cuantos escualos de la corrupción financiera y política que merecen pasar
muchos años en la cárcel, hay periódicos venales cuya principal tarea es
sembrar la cantidad de veneno necesaria para que en el río revuelto ya nadie
esté seguro de distinguir a las personas honradas de los tahúres.[…]
La
cizaña, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de julio de 1997]
En
Civilización y barbarie
Gabriel Jackson cuenta la historia europea del siglo XX tan rigurosa y casi tan
enciclopédicamente como la contó hace unos años Eric Hobsbawn en The brief twentieth century, y,
lo mismo que él, lo hace con una escritura enérgica y precisa y con una
voluntad de comprensión que se extiende por igual a los hechos políticos que a
la tecnología y a las artes y a la vida cotidiana de la gente, y que tiene como base una explícita posición intelectual y política.
Vindicar la historia en estos tiempos ya es en sí mismo un atrevimiento
intelectual: la moda posmoderna sugiere que el
conocimiento es innecesario, y además imposible, porque no hay hechos
objetivos, sino discursos o textos que sólo se remiten circularmente a
ellos mismos; también está de moda sembrar la confusión entre lo real y lo
ficticio, alegando que la inteligencia y los sentidos humanos no son capaces de
alcanzar esa distinción. Turbas de profesores universitarios, en Europa y
América, secundan con devoción eclesiástica tales naderías, convenientemente
adornadas de jerga francesa. Pero lo que parece, en
la superficie, una simple moda de sofisticada vacuidad, encubre en el fondo una
posición política: si la realidad no puede ser conocida, los horrores y los
abusos contra los que el instinto de justicia se rebela pueden ser otros tantos
discursos más o menos inexistentes, sin asideros ni anclajes en el mundo real.
Si el conocimiento objetivo es inalcanzable, da igual afirmar que negar las
matanzas de Hitler, las de Stalin o las de Pol Pot. Una vez, durante un
almuerzo deprimente en Santiago de Chile, me vi enredado en una fatigosa
discusión con un joven crítico literario que ironizaba, muy posmodernamente,
sobre mi anticuada convicción de que es posible establecer juicios de valor acerca de
las cosas, e incluso otorgarles alguna realidad exterior a la percepción
subjetiva. Cansado de lejanías, mareado de conversaciones con
desconocidos y de eternos almuerzos literarios, hice un último esfuerzo mental
y le pregunté al crítico si consideraba, por ejemplo, que los chilenos
torturados en las cárceles de Pinochet habrían tenido la opción de dilucidar si
su dolor era un hecho objetivo o uno de tantos discursos arbitrarios,
equivalentes entre sí, mera niebla de palabras. Incómodo un instante, rígido en
su traje azul marino, aquel primer espada de la crítica me contestó:
"Bueno, en Europa ustedes tienen ideas muy exageradas sobre el régimen de
Pinochet: le llaman siempre dictadura...".
Por
supuesto que el conocimiento veraz de las cosas no
es una tarea simple: nadie tiene una conciencia más clara de esa dificultad que
un historiador o un científico. Contra corriente, contra viento y marea,
Gabriel Jackson y Eric Hobsbawn cultivan la historia como un relato necesario
de los progresos y los sufrimientos de los seres humanos, de la megalomanía de
los tiranos y la abyección de los súbditos, de la evidencia de que las cosas deben y pueden mejorar y de que no es lo mismo
la dictadura que la democracia, el oscurantismo que la libertad de conciencia.
A quien ha padecido la tortura o el hambre no pueden contársele selectas
frivolidades universitarias acerca de la inutilidad de discernir lo real de lo
ficticio. Quien ha vivido en persona, como Jackson y Hobsbawn, algunas
de las mejores esperanzas y de las amenazas más negras del siglo XX, sabe que
el estudio de la historia no es una garantía contra los errores del porvenir,
pero sí un poderoso instrumento de lucidez en el presente. En noviembre de
1918, Josep Plá anotó en su Cuaderno
gris."A mí lo que me gusta de la historia es leerla en la
cama". No se me ocurre mejor compañía para la holganza de las tardes de
verano que un libro de alguno de esos historiadores de la estirpe de Gabriel
Jackson y Eric Hobsbawn.
Los
historiadores, Antonio Muñoz Molina [El País, 2 de julio de 1997]
llegó
la ocasión de celebrar a solas, a ser posible en la barra de alguna taberna
irlandesa de Madrid, el
aniversario del 16 de junio de 1904, el día de James Joyce y de su
Ulises, de Leopold Bloom y Stephen Dedalus y la carnosa y libertina Molly, que
parecen revivir ese día con más fuerza aún de la que tienen siempre, como esos
fantasmas que vuelven a mostrarse cada año en una fecha fija, en un lugar ya
consabido. De James Joyce, como de Shakespeare, de
Cervantes o de Dante, se pueden aprender casi todas las lecciones de la vida y
de la literatura, pero entre ellas hay una que a mí se me antoja muy pertinente
en estos tiempos, la lección, tan poco atendida entre nosotros, de que es falsa
la diatriba entre casticismo y cosmopolitismo: James Joyce, cosmopolita
y políglota, desterrado permanente, fugitivo de su ciudad natal y de su país,
del agobio doble y sofocante del provincianismo y el nacionalismo, inventor de
libros que aspiran, con ambición hermosa e insensata, a "ser todo para
todos los hombres" -él mismo hizo suyas esas palabras de san Pablo-, se
pasó la vida escribiendo sobre dejar de ser hijo pródigo y de la gente y las
calles de Dublín, un Dublín minucioso y a la vez fantástico, poco a poco
desgajado de la realidad, enaltecido por la memoria y la distancia, detenido en
el tiempo, como la Rímini de Federico Fellini.
De
la ciudad en la que no habría podido escribir ni respirar hizo magnífica
literatura. En vida no le prestaron mucha atención, pero después de muerto sus
paisanos hacen con él negocios excelentes, como los paisanos de Faulkner, que
ni siquiera se molestaron en cerrar las tiendas como gesto de luto el día de su
muerte, o los de Federico García Lorca, que en los sesenta y un años de su
muerte le ha dado a su ciudad bastante más de lo que recibió de ella en los
treinta y ocho breves años de su vida. Sin más
requisito que el de morirse, el desertor del localismo deja de ser hijo pródigo
y se convierte en gloria local. James Joyce, que detestaba por igual los
abusos del dominio inglés sobre su país y la cerrazón mental, entre
sacristanesca y pseudocelta, del nacionalismo irlandés, es ahora,
simultáneamente, un orgullo de Irlanda y de las letras inglesas. El lunes 16 de
junio, en Madrid, en una taberna irlandesa de madera áspera y penumbra que se
llama joyceamente Finnegan's, me bebí una cerveza acordándome de Dublín, ciudad
en la que no he estado nunca (la literatura nos permite recordar ciudades que
no conocemos y querer a gente que no existe). Dos días antes, un escritor
español y de Madrid, Javier Marías, estaba
recibiendo en Dublín un premio internacional por su novela Corazón tan blanco,
elegida por bibliotecarios de no sé cuántos países entre algunas de las novelas
más relevantes que se han publicado en Europa en los últimos años. La
dotación del premio es cuantiosa: siempre hay que agradecer que un escritor
gane algo de dinero, pero aún es más valioso el hecho de que el libro de Marías
haya prevalecido en un plebiscito internacional de bibliotecarios, de lectores
a la vez vocacionales y profesionales. No es nada normal que una novela española merezca tanta
consideración, en tantos países y en tantos idiomas. Hace un siglo, don
Benito Pérez Galdós hablaba de las terribles aduanas que cierran el paso en los
Pirineos a la inteligencia española. No quiero confundir la aritmética con la
literatura: lo que hace de verdad excepcional el caso de Javier Marías no son
sus cifras de ventas, sino el
reconocimiento de la calidad de su trabajo, su firme presencia en el repertorio
de las literaturas europeas. La presidenta de Irlanda fue quien le
entregó el premio a Javier Marías. No sé la relevancia que le dieron al acto
los periódicos de Dublín, pero es alucinante el
silencio que han mantenido sobre él los periódicos de Madrid, a excepción de
éste, y de algún suelto mezquino que ha aparecido por ahí. Se ve que
están tan acostumbrados a la difusión internacional de la literatura española
que un premio más ya no les parece digno de mención. Imagino que los muñidores
expertos de certámenes de tercera regional ya se han provisto de explicaciones
biliosas, de las jactancias usuales que dan para una media sonrisa torcida y
confidencial, pero no amortiguan la mordedura de la envidia. Pero tal vez es
que no se enteran, que no saben lo ancho que es el mundo más allá del corralón
donde ellos intercambian sus favores de pequeños caciques, sus maledicencias
mustias y sus broncas de tahúres. Dan ganas de irse, a otra Dublín, a otra
Madrid, a otra Granada, no las ciudades que existen en los mapas, sino
cualquiera de las que sus hijos pródigos y prófugos fundaron en las tierras
vírgenes del recuerdo y de la lejanía.
Noticias
de Dublín, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1997]
Primo
Levi se suicidó hace diez años justos, un poco antes de cumplir setenta: no sé
si voluntariamente, la película es una conmemoración de esa fecha dolorosa, tan
próxima aún. Viéndola el otro día en el cine yo me preguntaba qué habría
pensado Primo Levi al confrontar los recuerdos de su viaje inmenso a través de
la Europa destrozada por la guerra con las imágenes que aparecían en la
pantalla, al compararse a sí mismo, a quien había sido en el invierno y la
primavera de 1945, con ese actor que lleva su nombre en la película, John
Turturro, y que interpreta con perfecta dignidad a un Primo Levi no sé si
parecido físicamente al verdadero, pero sí posible, y muy verosímil. El hombre joven, extraviado, casi vuelto un fantasma por
las enfermedades, el hambre y el terror, el resucitado de la niebla y del barro
y las tinieblas infernales de Auschwitz que aparece en la película, es
el mismo al que conocimos leyendo las páginas de La tregua, igual que son idénticas las
primeras imágenes que surgen delante de nosotros en el libro y en el cine.
Cuatro soldados rusos a caballo, viniendo como de la nada, de la nada gris del
invierno polaco, se detienen al otro lado de las alambradas del campo:
"Nos parecían asombrosamente corpóreos y reales", escribe Levi,
"suspendidos sobre sus enormes caballos, entre el gris de la nieve y el gris
del cielo, inmóviles bajo las oleadas de viento húmedo y amenazador del
deshielo". Creo que la película ha sido más o menos descalificada por los
críticos de cine, pero como está uno acostumbrado a que esos mismos críticos,
tan severos con ella, sean indulgentes y hasta entusiastas con películas que
son obvias naderías o desatados mamarrachos, la cosa carece por completo de
importancia. A diferencia de ellos, uno tiende a
ser prudente, y procura no calificar de obra maestra o de clásico de nuestro
tiempo una película de ahora que le haya gustado mucho, en primer lugar porque,
según decía Balzac, las grandes pasiones son tan raras como las obras maestras,
y también porque sólo puede llamarse clásica a una película que ha superado con
éxito la prueba sucesiva de su permanencia a lo largo de unas cuantas
generaciones.
La tregua, desde luego, no creo que sea una película
extraordinaria, pero es mucho mejor que casi todas las obras maestras y todos
los clásicos de nuestro tiempo que nos ha deparado el último trimestre, y tiene
a la vez la virtud de que su fracaso parcial es el
resultado de un propósito en gran medida imposible: el de hacer cine, es decir,
ficción, con los límites más atroces de la experiencia humana, que están más
allá de las facultades de la imaginación, y de los que tal vez sólo puede dar
cuenta verdadera el documental estricto o el relato literal de la memoria.
Lo que cuenta Primo Levi en las primeras páginas de La tregua, lo que vieron los soldados rusos
tras las alambradas del campo recién abandonado por los alemanes, lo hemos
visto nosotros en el terrible blanco y negro de algunos documentales de
entonces, pero la ficción, el cine, es sencillamente incapaz de representarlo:
"Cuando
llegaron a las alambradas se pararon a mirar, intercambiando palabras breves y
tímidas, y lanzando miradas llenas de extraño embarazo a los cadáveres
descompuestos, a los barracones destruidos y a los pocos vivos que allí
estábamos".
Para
la pregunta de Adorno sobre si era posible escribir poesía después de Auschwitz
está la respuesta afirmativa y sobrecogedora de los poemas de Paul Celan. Pero
yo no veo claro que la ficción pueda ofrecer
respuestas semejantes, que tengan la verdad y la hondura insoportables y a la
vez salvadoras de la poesía de Celan o de la prosa de Primo Levi. La
otra noche, en la oscuridad espléndida del cine -cada vez que volvemos a los
cines nos damos cuenta de cómo tergiversa y domestica las películas la pantalla
del televisor-, era fácil dejarse llevar por la emoción y el impacto de algunas
imágenes, por la fuerza de la música, de las cosas terribles que nos estaban
siendo recordadas, y como yo tiendo
avergonzadamente a conmoverme más de la cuenta, había veces en que la presión
sobre el pecho amenazaba con llegar a convertirse en la temida humedad de las
lágrimas. La tregua
es una película muy bien hecha, histórica y políticamente mucho más honrada que
La lista de Schindler,
donde Steven Spielberg acertaba a convertir el campo de exterminio en un parque
temático tan repleto de sustos como Eurodisney o como Jurassic Park, pero en el
que acaba prevaleciendo, lo mismo que en ellos, un jubiloso alivio de final
feliz: los judíos veneran a su benefactor, el alemán bueno, mientras el alemán
malo, el torvo psicópata que tenía la culpa de todo, recibe su merecido, unos segundos
antes de que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las letras del The end.
Una
de las cosas que explica La
tregua es que ese
final nítido y reparador no existe. Acabada la guerra, clausurados los barracones
y los hornos crematorios, queda un mundo devastado a una escala de destrucción
que no habían conocido nunca los ojos humanos, una Europa por la que deambulan
millones de supervivientes sin porvenir y sin país, en trenes que no parece que
vayan a llegar nunca a ninguna parte, o caminando por carreteras desventradas
por las bombas y flanqueadas por restos humanos y chatarras bélicas. Al cabo de
muchos años, cuando las huellas exteriores de la destrucción han desaparecido, el final sigue siendo imposible, y Primo Levi lo cuenta
en la última página de su libro con un sereno dramatismo que no cabe en esa
película, y acaso en ninguna otra. En su casa tranquila, en su cama
confortable, a salvo de todo, un sueño lo devuelve al infierno:
"Oigo sonar una voz muy conocida; una sola palabra que no es imperiosa,
sino breve y dicha en voz baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una
palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, WStawac". Quizá lo
que comprendió Primo Levi hace diez años justos fue que el único final posible
de aquella larga tregua era la muerte.
La
orden del amanecer, Antonio Muñoz Molina [El País, 11 de junio de 1997]
ReveillePrimo Levi
In the brutal nights we used to dream
Dense violent dreams,
Dreamed with soul and body:
To return; to eat; to tell the story.
Until the dawn command
Sounded brief, low
'Wstawac'
And the heart cracked in the breast.
Now we have found our homes again,
Our bellies are full,
We're through telling the story.
It's time. Soon we'll hear again
The strange command:
'Wstawac'
Translated by Ruth Feldman And Brian Swann
Anonymous submission.
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