lunes, 18 de noviembre de 2013

El valor de disentir

El vigor de la ciudadanía procede de la capacidad individual de disentir, y en ella el derecho y la obligación de la crítica y de la autocrítica son inseparables.Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina

La valentía es Hannah Arendt, Maite Larrauri [FronteraD, 4 de julio de 2013]
Albert Camus, Discurso de aceptación del premio Nobel 
Dar caña, Fernando Savater [El País, 29 de octubre de 2013]



La película de Margarethe Von Trotta sobre Hannah Arendt no sólo se ajusta totalmente a los hechos sino, lo que es mucho más difícil, a las ideas. Ha sabido filmar la emoción con la que una verdad se presenta al pensamiento, y nos ha sabido hacer partícipes de la valentía que se requiere para sostenerla. Se podría decir que es una película arendtiana sobre Hannah Arendt.
En el centro mismo de la película se encuentra una de las preguntas filosóficas sobre las que Arendt se interrogó a lo largo de su vida. No es otra que la misma que preocupó a su maestro –también amante- Heidegger: “¿Qué significa pensar?”. La primera respuesta la formuló Heidegger: pensar es ir a lo más profundo, y para ello hay que separarse de los demás, aislarse. Arendt se inspiró en la respuesta del maestro y la redondeó: pensar es entrar en diálogo con uno mismo, desdoblarse en dos, es un dos-en-uno, entre uno mismo y su conciencia, y por ello la retirada del mundo es esencial; no se puede pensar en medio de los demás y si lo hacemos, producimos la sensación de estar ajenos a lo que pasa, entre el ensimismamiento y la distracción. Hannah Arendt, en la película, se tumba en el sofá, con el sempiterno cigarrillo entre los dedos, o deambula por la casa, se detiene ante una ventana, de noche, y observa las luces de Nueva York, o se refugia en una casa a las afueras de la ciudad y se pasea solitaria por el campo. Está hablando consigo misma, y podemos imaginar las preguntas que está planteándose: ¿Eichmann es un monstruo antisemita?, ¿qué está diciendo cuando argumenta que lo único que hizo fue obedecer órdenes?, ¿los consejos hebreos hicieron lo único que se podía hacer en esas circunstancias? Y como, cuando se empieza a pensar, la mente entra en una deriva temporal, la película nos muestra esos flash backs por los que vuelve a su memoria Heidegger, y sentimos cómo de unas preguntas pasa a otras: ¿Heidegger era un nazi?, ¿qué tipo de amor tuve por él?, ¿por qué se comportó de esa manera?
Von Trotta es muy sutil en el modo de presentar la relación de Arendt con Heidegger. Mary McCarthy le pregunta si Heidegger fue el gran amor de su vida, a lo que Arendt responde que el gran amor de su vida es Heinrich (o sea su marido). Entonces, si no ha sido el amor de tu vida –le replica la amiga McCarthy- completa tú esta frase: Heidegger es mi... Arendt no rellena esos puntos suspensivos, se limita a decir que hay cosas más fuertes que una misma.
Sabemos que una jovencísima Hannah Arendt se vio atraída por su maestro Heidegger, 17 años mayor que ella. Y ella decidió dejarse conmocionar por esa sacudida: era un pensador y eso no se encuentra todos los días. El pensador la sedujo no sólo con la palabra y ella se metió de lleno en esa aventura. Cuando él la abandonó, eso no significó para ella una negación de la atracción que experimentaba, sino una desgraciada historia de pareja con un hombre casado. Hannah Arendt siguió pensando que Heidegger era un gran filósofo y sus ideas siguieron iluminándola.
Sin embargo, Arendt se atrevió a criticar al maestro. En un artículo que escribió acerca de Heidegger, Arendt señala que el pensamiento es para este filósofo no sólo su morada sino también su madriguera. Y por ello acaba siendo finalmente su trampa. Dentro del pensamiento, Heidegger está atrapado, su retiro del mundo no es momentáneo, pasajero, sino definitivo y le sucede como ha pasado ya en tantos otros casos de filósofos: sabedores de su aislamiento pero queriendo demostrar lo contrario, cuando se deciden a participar de este mundo que también es el suyo, meten la pata, hacen el ridículo. Platón hizo el ridículo en Siracusa haciendo de consejero del tirano Dionisio. Heidegger hizo el ridículo durante el nazismo, aceptando el puesto de rector de la universidad de Friburgo.
Arendt ni piensa ni dice que Heidegger sea un nazi. Eso es lo que dice el moralista, el mojigato de Hans Jonas, que se congratula de que sea su amiga Hannah la enviada como cronista al juicio de Eichmann, porque da por descontado lo que ésta escribirá. Jonas es un ideólogo, un fanático.
Arendt afirma que pensar tiene sentido si es un modo de retirarse del mundo para volver a él en la acción, en la toma de la palabra sobre las cosas de este mundo. Pensar para después hablar y actuar. Y eso es lo que explica la historia que nos narra esta película. Después de haber escrito un libro sobre el totalitarismo, Arendt desea participar en un acontecimiento de su actualidad, el juicio a Eichmann, para ver a un nazi “de carne y hueso”. Ir a Israel, asistir al juicio y escribir después para el New Yorker es un reto para el pensamiento, a condición, claro está, de no saber de antemano, como lo saben los ideológicos, lo que va a decir.
El enfrentamiento que vemos en la película es el que existe entre quienes ya saben lo que piensan de Eichmann antes de oírlo (las autoridades israelíes, la opinión pública) y esta mujer que se atreve a pensar sin andaderas, sin barreras, sin límites. O sea todos (o casi) contra una. Sola ante el peligro de pensar.
Uno de los grandes aciertos de Von Trotta es que nos hace ver al auténtico Eichmann y no a un actor, para que así también los espectadores podamos juzgar. Y lo que sucede es que nos ponemos del lado de Arendt: Eichmann no es un monstruo que atemoriza, es un hombrecillo con algunos tics, con cara de funcionario, una especie de “fantasma y además resfriado”, que habla de “su departamento”, de “cumplir con su trabajo”, y que declara que no se planteó nada por propia iniciativa ya que lo único que hizo fue obedecer órdenes. La acusación y los testimonios pretenden hacerle responsable de la muerte y desaparición de millones de judíos. Él afirma que no es antisemita, en medio de algunas otras frases ridículas como que se quiere hacer de él “una chuleta para asarla después” y cosas semejantes. Arendt se ríe de él, desea que sea castigado por la justicia porque lo considera culpable, pero no está dispuesta a concederle la grandeza que supone atribuirle la maquinación y ejecución del holocausto. Es culpable porque obedeció órdenes injustas y sólo se puede decir de los niños y de los esclavos que obedecen. Los demás no obedecen sino que consienten.
En sus artículos para el New Yorker lo castiga también a su manera, aunque esto último nadie parece entenderlo. Ya que los nazis intentaron negar todo rastro de humanidad en sus víctimas, sometiéndolas a condiciones de degradación, ahora Arendt le negará su condición de humano a Eichmann ya que no hizo lo que distingue a los humanos, esto es pensar. Y como no ejerció el pensamiento, como obedeció las órdenes sin pararse a pensar, se convirtió en una marioneta, en nobody, en un don nadie. El mal encarnado en un imbécil. La banalidad del mal.
Pensar lo puede hacer cualquiera, no hace falta ser muy inteligente, ni muy culto. Y por eso mismo, también no pensar lo puede hacer cualquiera, incluso los más cultos, los más inteligentes. No siempre se está pensando, no sólo porque estamos entre los demás, desarrollando alguna actividad, sino también porque para muchas cosas aplicamos esquemas, concepciones, sin revisarlas. No tiene importancia, a no ser que se trate de algo crucial. Arendt afirma en sus escritos que la mayoría de nuestros juicios son en realidad prejuicios. Nosotros consideramos sólo como prejuicios los juicios que se emiten sobre un colectivo (por ejemplo, “los alemanes son rígidos”, “las mujeres son subjetivas”). Arendt nos indica que existen también prejuicios en juicios sobre particulares –“Aquiles es un valiente”- porque no se cuestiona el significado de “valiente”, aceptando por descontado lo que una sociedad en un momento determinado entiende. Estos últimos prejuicios son mucho más difíciles de desenmascarar porque tienen la apariencia de un juicio. Sin embargo, cuando nos ponemos a pensar es porque no aceptamos sin más los significados compartidos por un grupo social. Disentimos. En momentos históricos como los de la Alemania nazi era importante pensar por uno mismo y rechazar los significados de “hebreo”, “patria”, “valentía”, “justicia”, “alemán”, “raza”. Por no pensar, muchos don nadie como Eichmann se volvieron peligrosos. Encarnaron el mal desde su propia pequeñez y mediocridad. En una situación normal hubieran sido honrados y correctos ciudadanos. En una situación extrema se convirtieron en cómplices del holocausto, por consentir en un modo de hablar y de ver las cosas.
Pensamos, cuando lo hacemos, para determinar lo que para nosotros es justo o injusto, bueno o malo. También pensar implica un cierto peligro, cuando quien lo hace se opone a todos o casi todos. Y Arendt, que pensaba que Heidegger había sido un cobarde, quiere afirmar su propia valentía, demostrar con sus actos su propia teoría sobre el pensamiento. Escribe lo que piensa sobre Eichmann y sobre la participación de los consejos hebreos en el holocausto, en contra de lo que oficialmente quería sostener la comunidad hebrea. La película muestra las amenazas y las tensiones que Hannah Arendt tuvo que soportar, así como la dolorosa pérdida de los amigos que se quedaron en el lado de los prejuicios, sin querer plantearse si las cosas admitían otros puntos de vista, si quizá no todo había sucedido exactamente como el relato biempensante hebreo había hecho creer.
Y nunca se retractó ni de lo que pensaba, ni del hecho de haber desatado la polémica. “Lo volvería a hacer”. En uno de sus libros, afirma que para salir de los aparentes juicios, en realidad prejuicios, lo que hay que hacer no es dar una definición de lo que para una es el amor, o la amistad o la justicia, o el bien, eso sería algo abstracto, y como todas las cosas abstractas bastante inútil para orientar el comportamiento. Pensar es encontrar un caso concreto que tenga validez ejemplar y definir algo en función de ese caso: “Amar es lo que hace esta persona”. Pues bien, para mí, la valentía es Hannah Arendt.
La actualidad de su pensamiento, como de esta película, reside en el hecho de que siempre estamos llamados a pensar cuando existen situaciones que lo requieren. Como antigua enseñante de filosofía en el bachillerato, me atrevo a sugerir a los profesores que la proyecten y la discutan. He tenido la experiencia de observar el impacto que tenía Hannah Arendt en los estudiantes actuales, y la película puede ser un refuerzo maravilloso.
Ahora mismo estamos atravesando una difícil situación. No se había conocido tanta confusión desde el punto de vista de las convicciones desde la Segunda Guerra Mundial. En muchos aspectos los ciudadanos no sabemos qué pensar. Pues bien, este desconcierto podría ser un buen comienzo. ¡Atrevámonos a pensar!, lo que significa, dejemos de repetir los lugares comunes de la opinión pública y formulemos una opinión propia, como nos ha enseñado Hannah Arendt, no vagando entre abstracciones. Busquemos los casos de validez ejemplar que nos hagan entender lo que es un buen político, una buena ley, un buen alcalde, un buen profesor, un buen médico, un buen ciudadano. Y ya tendremos mucho adelantado.

Estocolmo, 10 de diciembre de 1957

Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi modo de ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás,  equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.


Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis dudas y también a mi difícil fe, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días.
Albert Camus



De vez en cuando, un conocido me recomienda algún blog o que escuche a un tertuliano mediático. “¿No lees lo de Fulano? ¿No sigues a Mengano?”. Cuando le insinúo que mi opinión sobre el referido es de ignorancia en el más piadoso de los casos y deplorable en los demás, se encogen de hombros lamentando lo mucho que me pierdo: “Pues da una caña…”. Ya sabemos lo que es “dar caña” (en otras épocas “dar leña” o “dar cera”): proferir enormidades truculentas e insultantes que acogoten sin miramientos al personaje público detestado, sea del gobierno o de la oposición. Lo de menos es que tal demolición esté bien fundada, solo cuenta que utilice munición del más grueso calibre y que no condescienda a ningún miramiento con su víctima. Si además el cañero ha sido bendecido por los dioses con un humor chocarrero y grasiento de la peor baba, mejor que mejor. El que da mucha caña funciona como un resorte a favor de los suyos y contra quienes le disgustan: basta que aparezca en lontananza la silueta de alguien de la facción opuesta para que se desencadene arrollando todo a su paso como un tsunami inquisitorial y aniquilador.
No me resulta fácil comprender por qué este tipo de vociferantes despierta tan morboso deleite en personas que en otros asuntos prácticos de la vida atienden a argumentos y no a iracundos rebuznos. Siempre me he resistido a creer —aunque no faltan pruebas que la abonan— en la teoría que expuso Enrique Lynch en un artículo hace bastantes años: que los españoles sentimos una suerte de veneración por los energúmenos. Prefiero suponer que para muchos, incluso inteligentes, es una satisfacción mayor descalificar a personas que refutar argumentaciones. Christopher Hitchens protestaba contra este vicio que le aplicaban de vez en cuando algunos de sus antagonistas en debates públicos: “Me había acostumbrado al nuevo estilo de la seudoizquierda, según el cual, si tu oponente creía que había identificado el motivo más bajo de todos los posibles, estaba bastante seguro de que había aislado el único verdadero. Este método vulgar, que ahora es también la norma del periodismo actual que no es de izquierdas, está diseñado para convertir a cualquier idiota ruidoso en un analista magistral” (en Hitch-22). Lo malo es que el propio Hitchens, y yo mismo, ay, y tantos otros, hemos incurrido a veces en esa práctica cuya mala fe nos resulta tan evidente cuando somos pacientes de ella…
Hay también una explicación ética del asunto. El sutil filósofo alemán Odo Marquard ha explicado la diferencia entre tener conciencia moral o convertirse en conciencia moral. Tener conciencia moral es algo que desasosiega y obliga a una permanente autocrítica: en cierta forma, tener conciencia es siempre tener mala conciencia. Pero eso puede arreglarse convirtiéndose uno mismo en la conciencia moral que critica a los demás y les recuerda los altos deberes que han vulnerado: de ese modo, la conciencia es siempre para uno buena conciencia. Dar caña a quienes no son de los nuestros nos hace sentir morales sin padecer los agobios del examen de conciencia. Uno se convierte en exigencia para los otros, sobre todo si ocupan puestos social o políticamente relevantes, mientras se envuelve en la autocomplacencia de ser el dedo que señala pero nunca es señalado.
Hay todavía otro oscuro motivo más, aunque quizá sea demasiado intelectualmente sofisticado para la mayoría de quienes dan caña o disfrutan con los que la propinan. Se trata de lo que Flaubert llamaba la rage de vouloir conclure, el rabioso afán de llegar a conclusiones. Los problemas de nuestras sociedades son siempre arduos, inciertos, llenos de aristas y aspectos contrapuestos. Ser honrado frente a ellos, sopesar sus matices y distintas perspectivas, es condenarse a la insatisfacción de no saber nunca del todo. ¿Cómo negarse el gusto de salir de la incertidumbre por la puerta falsa de pasar por alto cuanto nos contradice y sentirnos seguros dando caña o dejándonos halagar por quienes la dan a favor de nuestros prejuicios?
Dar caña, Fernando Savater [El País, 29 de octubre de 2013]





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