Llego
a esta novela después de haber leído El jinete polaco, El viento de la Luna,
Plenilunio, Días de diario.
Encuentro
varios nombres ya conocidos: Justo Solana, Jacinto Solana, Domingo González, el
doctor Medina, la isla de Cuba, Mágina, la plaza del general Orduña. El hecho
de ir descubriendo la historia de cada uno en diferentes novelas aumenta la
sensación de verosimilitud.
Jacinto Solana
Ese
poeta casi inédito de la generación de la República sobre el que Minaya estaba
escribiendo su tesis doctoral. [Beatus Ille, pág. 13]
Que
se ganaba la vida en los periódicos izquierdistas de Madrid y que una vez habló
en un mitin del Frente Popular en la plaza de toros de Mágina, que fue
condenado a muerte después de la guerra y luego indultado y salió de la cárcel
para morir del modo que merecía en un tiroteo con la Guardia Civil. [Beatus
Ille, pág. 14]
Alguien
vino entonces y le habló de Jacinto Solana. Muerto, inédito, prestigioso,
heroico, desaparecido, probablemente fusilado, al final de la guerra. […] Se
llamaba, se llama, José Manuel Luque, le contó a Inés, y no sé
imaginarlo sin riesgo de anacronismo, exaltado, supongo, adicto a las
conversaciones clandestinas, ignorando el desaliento y la duda, con papeles
prohibidos en la carpeta, resuelto a que el destino cumpla lo que ellos
afirman, con barba, dijo Minaya, con rudas botas proletarias.
-Jacinto
Solana. Apunta ese nombre, Minaya, porque yo haré que lo oigas en el futuro, y
lee estos versos. Se publicaron en Hora de España, en el número de julio de
1937. Aunque te advierto que se trata sólo de un aperitivo para lo que verás
después. [Beatus Ille, pág. 18]
Leyó
de nuevo el nombre de la ciudad y la fecha, Mágina, mayo de 1937, como una
contraseña que el otro, José María Luque, no podía advertir, como una
invitación más honda que la de los versos, sin calcular aún la posible
coartada, sólo asombrado de que por segunda vez en unos pocos días hubiera
vuelto a abrirse como una herida el territorio inerte de su conciencia donde
yacía la ciudad, su propia vida malgastada y lejana. Yo sé que no murió, iba a decir, recordando los monólogos tristes de su
padre en los que aparecía a veces el
nombre de Jacinto Solana, yo sé que no desapareció del mundo al terminar la
guerra, que salió de la cárcel y volvió a Mágina para seguir combatiendo como
si aún perdurase en él la furia que lo animaba cuando escribió esos romances y
que tal vez sólo concluyó cuando lo mataron. [Beatus Ille, pág. 19-20]
Sólo
hablaba de eso, en la primavera del treinta y seis, de la necesidad de
abandonar la mala vida de los periódicos y los banquetes con brindis y las
revistas literarias para volver a Mágina y encerrarse en la casa de su padre y
no salir de allí ni hablar con nadie hasta que no hubiera terminado un libro
que todavía no se llamaba Beatus Ille y que iba a ser no sólo la justificación
de su vida, sino también el arma de una incierta venganza [Beatus Ille, pág.
26]
-Sería
inexacto decir que fue mi mejor amigo, como te contaba tu padre. No fue el
mejor, sino el único amigo que yo he tenido en mi vida, y también mi maestro y
mi hermano mayor, el que me guiaba por Madrid y me descubría los libros que era
preciso leer y me llevaba a ver las películas mejores, porque era muy
aficionado al cine, y había estado en París con Buñuel cuando se estrenó La
edad de Oro. Antes de la guerra, uno de sus trabajos fue escribir guiones en
esa empresa de películas que tenía Buñuel [Beatus Ille, pág 30-31]
En
mayo del 37, cuando vino a Mágina para mi boda, estaba en la redacción de ese
periódico y pertenecía a la Alianza de Intelectuales, y acababan de nombrarlo
comisario de cultura de una brigada de choque, pero de pronto no se supo nada
de él, y ya no asistió al congreso de escritores que iba a celebrarse aquel
verano en Valencia. Ni su mujer sabía dónde estaba. Se había alistado como
soldado raso en el ejército popular, con otro nombre, y ya no volvió a publicar
ni una sola palabra. Lo hirieron en el Ebro, y al final de la guerra fue
detenido en el puerto de Alicante. Pero todo eso ya lo supe diez años después
de que desapareciera, cuando salió de la cárcel y vino a Mágina y a esta casa.
Seguía queriendo escribir un libro, un solo libro memorable, decía, para
morirse después, porque eso era lo único que le había importado en su vida,
escribir algo que siguiera viviendo cuando él ya estuviera muerto. Exactamente
eso me decía.
[Beatus
Ille, pág 31-32]
Jacinto
Solana, 1904-1947, como una inscripción funeral, como el título de un libro
todavía en blanco, destinado acaso a no escribirse nunca, a no ser sino un
volumen de ordenadas páginas sin una sola palabra ni otras señales que las de
su cuadrícula azul.
[Beatus
Ille, pág 33]
-Si
vieras –dijo Manuel- la expresión de sus ojos cuando entró por primera vez en
la biblioteca. Mi madre había ido a pasar unos días en “La isla de Cuba”, y mi
padre estaba en Madrid, en el Congreso de los Diputados, y durante una semana
la casa entera fue para nosotros. Teníamos once o doce años, y Solana, al
entrar en el patio, se quedó muy quieto y callado, como si le diera miedo
seguir avanzando. […] En su casa había un solo libro. Se llamaba, me acuerdo,
Rosa María o la flor de los amores, un folletín en tres volúmenes que Solana
leyó a los diez años y por el que guardó siempre una especie de gratitud. “Qué
más quisiera yo que escribir algo parecido a esas dos mil páginas de infortunios”,
me decía.
[Beatus
Ille, pág 49]
-Le
contaré algo si me promete que va a guardar el secreto. A mí nunca me pareció
que la pobre Mariana fuera tan atractiva como decían. Como decían ellos, Manuel
y Solana, desde luego, aunque Solana se cuidaba mucho de decirlo en voz alta.
¿Y sabe lo que tenían los dos? Un exceso de humores seminales y de literatura,
y perdóneme la crudeza. Supongo que ya le habrán contado que Solana también
estaba enamorado de ella. Desesperadamente, y desde mucho antes que Manuel, pero
con la desventaja de que ya estaba casado cuando la conoció. Píamente casado
por lo civil, como buen comunista que era, cristianamente remordido por la
tentación de engañar al mismo tiempo a su esposa y a su mejor amigo. ¿De verdad
que su padre nunca le habló de eso? [Beatus Ille, pág 53]
Era
el tiempo de recoger la aceituna, y un hombre a quien tardó en reconocer
cargaba sacos vacíos y largas varas de brezo para sacudir los olivos en un mulo
atado a la reja de la ventana.
-Cómo
no me voy a acordar de él, si nos criamos juntos –dice el hombre a Minaya, y se
ahoga y tose sin quitarse de la boca el cigarro empapado de saliva, sentado al
sol en un sillón de mimbre que cruje bajo su cuerpo grande y derribado-. Pero
él se fue a Madrid cuando la Dictadura, y se colocó en un periódico y se metió
en cosas de política, porque era de ideas y nunca le había gustado el campo,
así que dejó solo a su padre con todo el trabajo que tenían en la huerta y
estuvieron sin hablarse varios años.
“Calla,
Manuel”, murmura al lado del viejo una mujer de pelo blanco y recogido y toca
negra sobre los hombros, que estaba barriendo la acera y había visto a Minaya
detenerse ante la casa contigua como si no supiera que nadie habitaba en ella
desde hacía muchos años. […]
-A
Justo Solana, el padre, lo fusilaron al terminar la guerra, y nadie sabe por
qué. Algo haría, dice la gente, como tantos otros que entonces se señalaron,
pero yo no sé qué pudo hacer, si no era hombre que se metiera en política y se
pasó toda la guerra sin subir de su huerta. Pero volvió un poco después de que
entraran las tropas, y a los tres o cuatro días vinieron a buscarlo en un coche
y se lo llevaron a la cárcel, esposado como un criminal. Luego me enteré de que
le habían dado el paseo. Pero su hijo, Jacinto, no lo supo hasta que no volvió
de la cárcel. Me parece que lo estoy viendo como lo veo a usted, con su abrigo
negro y su sombrero y la maleta atada con una cuerda que traía en la mano. Al
principio no lo conocí. Yo estaba en mi portal cuando él llamó a su casa, y vi
la cara que puso cuando le dijeron que ahí ya no vivía su padre. Jacinto, le
dije, ¿no te acuerdas de mí?, y cuando le eché la mano vi que estaba llorando.
Me dijo, Manuel, qué le han hecho a mi padre, y yo no sabía qué contestarle,
porque se me puso una cosa aquí, en la garganta, y no podía ni hablar. Que lo
mataron, le dije, y él me miró y bajó la cabeza y se fue de la plaza sin
decirme ni una sola palabra. Y ya no volví a verlo más. Aquel verano me dijeron
que a él también lo habían matado.
[Beatus
Ille, pág 60-61, Manuel y Leonor, los abuelos maternos de AMM]
-Será
el doctor Medina –dice mi madre-. Yo creo que lo vi salir esta tarde de la
casa, con su maletín negro.
-Muy
mal habrá tenido que verse para llamar a un médico que estuvo con los rojos,
siendo él tan falangista. […]
-Se
le murió un gran amigo hace poco –dice mi abuelo, confidencial, entendido,
sugiriendo siempre que sabe más de lo que dice, que guarda valiosos secretos-.
¿Y sabéis con quién tuvo también mucha amistad?
-Mejor
no nos lo cuentas –lo interrumpe mi abuela-. Que te tomas un vaso más de vino y
te vas de la lengua.
-Con
el hijo de nuestro vecino, el de la casa del rincón…
-¿El
hortelano que fusilaron al final de la guerra?
Yo
ya me sé todas las historias: y también sé hasta dónde hablan y en qué momento
se quedarán callados, y en qué pasaje de un relato bajarán la voz para decir un
nombre o para recordar un crimen que casi siempre tiene el aire de una
desgracia súbita y natural, de un golpe absurdo del destino.
-¿No
mataron también al hijo, cuando salió de la cárcel?
-Lo
mataron en el cortijo de su amigo, el año cuarenta y siete – a mi abuelo le
gustan las fechas exactas y las palabras esdrújulas-. En una emboscada de la
Benemérita.
[El
viento de la Luna, pág 143-145]
-¡Que
se ha muerto el ciego! ¡Que dicen que se ha ahorcado! […]
Recordando
que el ciego no tuvo escrúpulos en quedarse con la casa de un hombre inocente al
que él mismo había mandado a la muerte. “El pobre Justo Solana”, dice mi padre,
“un hombre que no se metió nunca en nada y que tenía la huerta al lado de la
nuestra y no quiso salir de ella mientras durara la guerra”. […] “Pagó por su
hijo”, explica mi abuelo, “que había dejado al padre solo y viejo en la huerta
para irse a Madrid, porque tenía la cabeza llena de pájaros, mira qué ruinas y
qué desgracias traen las ideas”. “Yo me acuerdo de cuando vinieron a buscar a
ese hombre”, dice mi madre. “Cómo te vas a acordar tú, si eras una chiquilla.”
Pero tenía nueve años, recién cumplidos, y se acuerda de que estaba siempre
esperando que sonara el llamador de la puerta y fuera su padre que volvía de la
prisión […] “pero había una denuncia por medio, y el juez Domingo González no
iba a perdonar”. […] Hablan de lo sucedido hace treinta años como si hubiera
pasado ayer mismo y como si algo pudiera aún ser corregido: reviven pormenores
de entonces tan febrilmente como los de esta tarde, y la muerte del ciego
parece ya tan antigua en sus relatos y tan gastada por infinitas variaciones
que cobra en mis oídos una irrealidad idéntica a la de las historias de la
guerra, borrosa igual que ellas, sumergida en la confusión y en la sangre.
[El
viento de la Luna, pág 268-274]
El
sonido muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que
permanece casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde
que el ciego Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se
marchó definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a
refugiarse en una de las estaciones abandonadas junto al río.
[El
jinete polaco, pág 46]
En
la casa de al lado, la del rincón, donde vivió el ciego González, había vivido
siempre el único amigo de mi bisabuelo Pedro, que combatió en Cuba junto a él y
fue fusilado sin explicación a los pocos días de que entraran en Mágina las
tropas, cuando mi abuelo Manuel ya estaba preso.
[El
jinete polaco, pág 127]
¿José Manuel Luque tiene
algo que ver con el Praxis?
Solana
se quitó las gafas para limpiar los cristales empañados y le dijo lo que Manuel
había adivinado y temido desde que lo vio en el patio: “Cuéntame cómo mataron a
mi padre.”
A
continuación, comienza el capítulo 3. Cuenta el encuentro de padre e hijo.
“Eso
nos decían cuando nos mandaron a Cuba. Que íbamos a darles un escarmiento a los
insurrrectos. Y ya ves, un poco más y tú no naces.”
Si
se marchó de Mágina el 19 de julio de 1936 no fue porque tuviera miedo de la
guerra, sino porque la guerra le ofreció el pretexto que siempre había deseado
para abandonar la ciudad y huir el trato tedioso con los otros hombres. En la
tarde de aquel 19 de julio salió a la calle y vio a un hombre que cruzaba corriendo
la plaza de san Lorenzo y se apostaba en una de sus esquinas. El hombre, un
desconocido, tenía la camisa empapada en sudor y miró a mi padre con la boca
abierta, diciéndole algo que él no pudo entender, porque en seguida sonó un
disparo en la plaza vacía y el desconocido, empujado contra la pared como por
un golpe de viento, rebotó en ella sujetándose el vientre y cayó muerto sobre
el empedrado
Beatus
Ille, pág 128-136
¿Quién
salvó la vida a Domingo González?
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