lunes, 1 de julio de 2013

Yo sé quién soy, y sé [lo] que puedo ser



Para abordar el tema del contador de historias que fue y es Miguel de Cervantes Saavedra quizá resulte apropiado comenzar, precisamente, contando también algunas historias. Una de ellas podría ser, por ejemplo, aquella de los dos presos de una cárcel granja del sur de los Estados Unidos.

Se refiere a Palmeras salvajes de William Faulkner


Las características físicas de sus protagonistas seguramente han de sonar familiares: uno es bajo, gordo, rechoncho, escéptico; el otro, alto, flaco, propenso a la melancolía.

No sabemos mucho, o tardamos en saberlo, acerca del delito que ha cometido el primero de ellos, pero inmediatamente se sabe qué delito cometió el segundo: cumple una condena a veinte años por atraco, y, curiosamente, confiesa que no siente odio ni rencor hacia los policías que lo detuvieron ni hacia el juez que lo sentenció, sino hacia los libros y los autores de los libros que, por ser tan creíbles, terminaron llevándolo a la cárcel.

A este hombre, que era un campesino de una zona pobre de las colinas del Mississippi, se le había dado por leer novelas baratas, novelas de aventuras, de atracadores, pulp fiction, e, influido por ellas, pensó en imitar a los héroes de esas novelas que leía. Pero, no contento con leerlas y con imaginar imitarlos, encargó por correo una pistola de juguete que simulaba bastante bien a las pistolas verdaderas, un sombrero para usarlo caído sobre la frente y un pañuelo de esos que los forajidos se ponían en las películas y en las novelas para ocultar su rostro.

Así, armado con esos objetos que había recibido por correo a costa de un esfuerzo económico importante para él, decidió imitar en la realidad a los héroes de esas novelas que leía y tratar de asaltar un tren.

Subió al tren, se puso el pañuelo sobre la cara, sacó la pistola... y fue detenido inmediatamente, sin darle tiempo a atracar a ningún pasajero. Sentenciado a cumplir una larguísima condena en aquella cárcel granja del sur de los Estados Unidos, mientras araba en el campo detrás de una mula, no dejaba de pensar en el odio que sentía, no hacia los jueces ni hacia los policías, sino hacia los escritores que inventan esas novelas en las que se cuentan cosas absurdas, que no son ciertas pero que a él le habían trastornado la cabeza.

Otra historia transcurre algún tiempo después en otra parte de los Estados Unidos, en Saint Louis, Missouri. El protagonista es un hombre joven llamado Tom, que pasa monótonamente sus días como vendedor en una zapatería, sintiendo que su vida es un desastre, que lo que él sueña no se parece en nada a la realidad. Cuando puede evadirse de atender a los clientes de la zapatería, se escabulle en un cuarto y se pone a escribir poemas. Por las noches, ya en su casa, agobiado por la presencia de su madre y de una hermana enferma, se escapa otra vez, y cuando vuelve en la madrugada, su madre le hace siempre la misma pregunta: “¿Adónde has ido, adónde has ido?”. Y él responde siempre lo mismo: “He ido al cine” (“I went to the movies”). En un momento dado, nuestro hombre decide que ya no va a ir más al cine, y entonces –jugando con la semejanza en inglés entre movies y to move- dice que “se han acabado las películas” (“It’s time for me to move myself”).

Una tercera historia es la de una mujer que en la época de la Depresión, en Nueva York, tiene también un trabajo miserable, es pobre, no tiene prácticamente con qué vivir y su único consuelo es ir al cine. Pero a ella le ocurre algo distinto de lo que le sucedía al protagonista de la segunda historia, pues en un momento dado se produce un milagro, un prodigio, y ella, que está en la sala de cine viendo ese espectáculo que es el reverso de su vida cotidiana, de pronto es admitida en la trama de una de esas películas.

Las historias aquí referidas representan tres variaciones sobre el tema de don Quijote de la Mancha y sobre el modo en que la ficción enloquece o trastorna a las personas, o las impulsa a introducir un cambio sustancial en su vida. La primera historia forma parte de The Wild Palms, de William Faulkner; la segunda es una escena de The Glass Menagerie, de Tennessee Williams, y la tercera, por cierto, es la historia de The Purple Rose of Cairo, de Woody Allen.

En los tres personajes se repite la misma situación: la disconformidad ante los límites de la propia existencia y ante la realidad. Y las historias muestran la ficción como modelo imaginario, como proyecto vital que no se parece en nada a la vida que uno tiene, pero que es un modelo en el cual uno quisiera reflejarse. Esa ficción es también asumida no sólo como una huida imaginaria, sino como la invitación a una huida real. Hay un momento en que los personajes de ficción muestran cierto hastío, pues ya no les alcanza con leer novelas o mirar películas, y entonces deciden que van a hacer lo que hacen los héroes de las películas o de las novelas: van a poner en práctica lo que han visto en las películas o lo que han leído en los libros.

Evidentemente, lo que acabo de señalar es la herencia del Quijote, y así como he recurrido a esos tres ejemplos, podría referir muchos más en los cuales se repite el modelo de la historia de nuestro hidalgo que quiere ser un caballero: el ensimismamiento, el disgusto con la realidad, la búsqueda en la ficción de una vida distinta y, por fin, la ruptura o, para ajustarnos más a la verdad, la tentativa de ruptura, que es algo muy atractivo pero también muy peligroso.

Porque en el mismo momento en que se produce la tentativa de ruptura, se empieza a poner a prueba la ficción. Mientras la literatura refleja el reverso de la vida real, sólo puede prometer maravillas, sólo puede ofrecer regalos. Mas en el momento en que la ficción se convierte en una guía para la vida práctica, ello empieza a tener consecuencias reales sobre las personas.

Tanto en el cine como en la literatura y el teatro abundan los casos de personajes con estas características. Se podría mencionar, por ejemplo, a Emma Bovary, la protagonista de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, que se ve impulsada al adulterio, a entregarse a su amante y a desear una vida distinta. Y lo que la lleva a tomar conciencia del aburrimiento de su matrimonio es, precisamente, la lectura, pero no la lectura de grandes libros, sino de novelas baratas, como el propio Flaubert se encarga de recordar.


Cervantes y el oficio de contar, Antonio Muñoz Molina







El nacimiento de la novela moderna

Vemos, entonces, que los héroes de la novela moderna suelen ser personas influidas por la ficción, personas disconformes con su propia vida y que están siendo afectadas por otros relatos, por otras ficciones. Pero, además, hacen algo que las diferencia por completo de cualquier héroe anterior, y es la decisión de convertirse en los dueños de su propio relato, en los narradores de su propia historia. Esto lo inaugura, sin duda, el Quijote y llega hasta nuestros días. Nada hay semejante a ello en la literatura conocida hasta entonces. Pensemos, si no, en que el héroe clásico es aquel que cumple un destino inexorable, y es ésta, precisamente, la razón por la cual se convierte en héroe.

Es decir, Aquiles tiene que ser heroico hasta el final; Ulises tiene que ser astuto hasta el final. La aventura del héroe, lo que se relata en el poema épico, en la tragedia, es el cumplimiento de un destino. Lo que se relata en la novela moderna es exactamente lo contrario: es la rebelión contra un destino, la disconformidad con la vida que ha sido signada y el intento de modificarla.



Pensando en el caso de Ulysses, de James Joyce. Si hay también un intento de rebelión por parte de Leopold Bloom y Stephen Dedalus o lo que se cuenta es la narración de un destino inexorable



Pero lo que se intenta es una nueva vida en la cual la ficción tiene una presencia fundamental.

Don Quijote, recordémoslo, está destinado a vivir en una época en que todo parece haber sido escrito de antemano. Él es un hidalgo que vive en un apartado pueblo de España, en una época en la que cada persona tiene una posición bien definida en el sistema de clases sociales, en el cual no hay movilidad social de ningún tipo. Y don Quijote decide que va a ser no lo que todo el mundo piensa que debería ser, sino aquello que él quiere ser.

Un episodio estremecedor de la novela se narra hacia el final de la primera salida de don Quijote: éste ha sido brutalmente apaleado por un mozo de mulas que acompañaba a un grupo de mercaderes toledanos, a quienes nuestro caballero había desafiado con muy mala fortuna. Acierta a pasar entonces un labrador vecino suyo, el cual lo reconoce y le pregunta: “Señor Quijana, ¿quién ha puesto a vuestra merced de esta suerte?”. Ensimismado en su delirio, don Quijote, que se imagina como un héroe del romancero, le habla de Dulcinea del Toboso, “por quien he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo”. Cansado de oír disparates y necedades, el labrador replica que “vuestra merced” no es “sino el honrado hidalgo del señor Quijana”. Y responde don Quijote:

“Yo sé quién soy, y sé [lo] que puedo ser”. 



Aristóteles. No Importa lo que las cosas son sino lo que puedan llegar a ser. Visión teleológica.


En ese momento se está fundando la novela moderna, al mismo tiempo que se funda también la conciencia moderna.

Una conciencia moderna que ha dado lugar a esa expresión tan difundida en América: la “self invention”. Don Quijote quiere autoinventarse, quiere tener un destino diferente.

Ésta es una lección fundamental de Cervantes, y nos remite a otra cuestión: el lugar que ocupa la ficción en la vida de la gente. Como se ha dicho, son los libros los que hacen que Alonso Quijano quiera escaparse de la realidad, y son los libros aquello que él intenta vivir. Pero al intentar vivirlo se produce esa confrontación, ya mencionada, entre los libros y la realidad.

Otro problema que también plantea Cervantes, y que reviste gran importancia, es el de dilucidar qué lugar ocupan los libros y los relatos en nuestra existencia, y qué pueden hacer los relatos por nosotros, de qué modo influyen sobre nuestra manera de ver el mundo. Una interpretación ligera es aquella según la cual lo que Cervantes hace en el Quijote es rendir culto al derecho a la imaginación, que es una de las ventajas de la literatura sobre la realidad: celebrar el ideal que rechaza lo establecido. Pero hay otro punto al que se debe prestar también mucha atención. Cervantes muestra ese impulso hacia lo ideal, hacia el rechazo de lo real, y además muestra otra cosa: que hay que tener mucho cuidado con el modo en que uno interpreta las historias y los relatos, porque eso puede afectar profundamente nuestro lugar en el mundo.

Si se observa bien, lo que hallamos dentro del Quijote, sobre todo en la primera parte, son relatos, uno detrás de otro. Don Quijote lee libros, libros impresos. Por lo tanto, resulta paradójico —tal como lo han subrayado Martín de Riquer y Leo Spitzer—

que el Quijote sea el primer libro que trata de lleno acerca de un mundo en el cual el surgimiento de la imprenta cambió el lugar del libro como objeto, como posesión del lector en la realidad. Hasta la invención de la imprenta, los libros eran muy raros, muy difíciles de conseguir. Se los copiaba a mano, no podía haber muchos ejemplares de cada uno. La imprenta hizo posible que hubiera muchos libros disponibles, permitió que el libro ocupara un lugar distinto en el mundo, y que mucha más gente tuviera acceso a ellos.

Se contaba, pues, con los libros impresos, pero además de los libros impresos estaban los relatos. A decir verdad, todo el Quijote está lleno de episodios en que la gente cuenta cosas, cosas que incluso pueden ser fácilmente desmentidas o interrumpidas.

Y también hay manuscritos. En un pasaje del libro se interrumpe la acción porque alguien lee un libro manuscrito. En otro pasaje se cuenta que los celadores, por la noche, escuchan la narración de los libros de caballerías. Hay personajes que continuamente están contando historias a otros. A cada momento se hace referencia también a los diversos géneros literarios que estaban de moda en la época de Cervantes. A cada momento, Cervantes nos fuerza a fijarnos en el modo en que esos relatos actúan sobre la realidad, y también en el modo en que esos relatos funcionan interiormente. Y lo hace poniendo siempre en cuestión la naturaleza del propio relato.

En la literatura clásica, en la poesía clásica, el relato nunca es puesto en duda.

Empieza La Ilíada y le pedimos a la diosa, a la musa, que cante “La cólera de Aquiles”, y nadie pone en duda lo que se va a contar.

En el Quijote, desde el principio se instala la conciencia de la incertidumbre. El relato es dudoso, no es seguro. Ni siquiera estamos seguros de cómo se llama don Quijote; no sabemos si se llama Quezada, Quijana o Quijada. Hay una escena —otro de los grandes momentos de esta estupenda obra literaria— en que don Quijote está peleando con el vizcaíno. Están con las espadas en alto, se aproxima la gran batalla, y en ese preciso instante queda “destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba”.

Así las cosas, empieza otro relato dentro del relato, en el cual Cervantes —el narrador que es Cervantes— encuentra unos manuscritos en árabe que tienen que ser traducidos al español, lo cual implica ya otra incertidumbre, dado que, según dice el propio narrador, 

“si a ésta [historia] se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos”.



El peso de la mirada individual

En otro pasaje del libro se empieza a contar la historia de Cardenio en Sierra Morena.

A medida que se desarrolla van apareciendo indicios, como en una novela de Arthur Conan Doyle: primero una mula muerta, luego una bolsa, un libro con unos versos, una bolsa con dinero. A continuación, unos pastores cuentan el principio de una historia.

Y luego aparece Cardenio y cuenta una parte de su historia, pero le da un ataque de locura y la historia no continúa.

En el Quijote siempre nos vemos forzados a enfrentarnos con la precariedad o con lo dudoso del valor de las historias que se están contando. Surge también otra cuestión: que cada historia, cada visión, tiene que ser sometida a la confrontación con el mundo real, y está sujeta, además, a diversas lecturas posibles. En mi opinión, esto es absolutamente moderno.

Visión moderna: racionalista y empirista. Visión idealista y realista




Por ejemplo, la tan conocida historia de los molinos de viento es una historia de malentendidos. Es la historia del conflicto entre dos versiones de los hechos: la versión de quien está envenenado de literatura y, en contraposición, la de quien observa lo que sucede. En otro momento se plantea la discusión sobre la bacía de barbero. Don Quijote piensa que se trata del yelmo de Mambrino, pero los demás saben, están seguros, de que es una bacía de barbero. Se plantea entonces un debate lleno de humor, en el que se llega a una conclusión: no es ni bacía ni yelmo, es un espécimen mixto que se llama “baciyelmo”. O sea, es algo que está entre la ficción y la realidad. Es lo que determina, en mi opinión, la naturaleza de las creaciones literarias, el no ser del todo ficción y el no ser del todo realidad.

No obstante, la circunstancia de que las historias sean parciales y estén sometidas a duda, a discusión, incluso a desmentido, tiene una vertiente muy importante, porque de nuevo nos enfrenta con la relevancia de la conciencia moderna y de la mirada individual.

Las cosas no son como lo dicta la ley o como la autoridad dice que son. Las cosas son como las vemos, como las recordamos, como las imaginamos. Las cosas dependen de la atención que les prestemos, que puede ser mucha o poca, y también de si les anteponemos nuestros prejuicios o nuestra mirada.

Otro memorable pasaje de la novela es, a mi juicio, el que transcurre en Sierra Morena, en el cual se ha ido introduciendo la historia del pastor Grisóstomo y Marcela.

Cuando se la empieza a contar, es una historia clásica de novela pastoril, con los dos personajes característicos de ella, según una tradición que viene de Virgilio y, aun antes de éste, de la égloga griega: es la historia del pastor que se enamora de una mujer que no le corresponde.

Grisóstomo, enamorado de Marcela pero decepcionado por la indiferencia de ella, se suicida. Asistimos así, en esta parte del libro, al relato clásico de la novela pastoril. Sin embargo, cuando se va a celebrar el entierro de Grisóstomo, ocurre algo que rompe con ese desarrollo clásico: aparece Marcela y habla. Esto constituye una verdadera revolución copernicana, porque esa mujer es la mujer fantasmal e ideal (cuyo modelo fueron Beatriz y Laura, creadas mucho antes por Dante y Petrarca, respectivamente), la figura de la amada a quien el poeta adora, pero de la cual no sabemos nada, tan sólo lo que el poeta dice de ella. Esa mujer, que es hermosa pero ha sido cruel, aparece en lo alto de una roca y dice a los allí reunidos que esa historia que se cuenta sobre ella, y que todos han aceptado como verdadera, no es cierta.

Reconoce que ese hombre estaba enamorado de ella, pero que ella no le pidió que la amara. ¿Qué obligación tenía, pues, de que le gustara el discurso que otros querían imponer sobre ella? Y dicho esto agrega unas palabras que son de una intensidad poética tremenda: “la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca”.

Con este episodio empieza a concebir algo que será un tópico de la literatura moderna: el carácter poliédrico, la peculiaridad de que cada historia puede ser de muchas maneras posibles, según el punto de vista de quien la cuente y cómo se la cuente; y también de que al contar estamos haciendo dos cosas: creamos un relato y, al mismo tiempo, creamos una visión de lo real. Y tenemos que responder de ella.

En el transcurso de toda la novela se plantea una y otra vez la cuestión de que la vida no está hecha de antemano, así como tampoco los libros están hechos de antemano.

En la segunda parte de la novela asistimos al ejemplo máximo de sofisticación y refinamiento, cuando reaparece la primera parte del Quijote. Don Quijote es tan consciente, la novela es tan consciente de sí misma, que ella misma aparece en forma de libro. Don Quijote es consciente de que es el personaje de un libro.

En otro momento, don Quijote visita una imprenta, y ahí el héroe se confronta con el libro, con el lugar en el cual sus aventuras van a ser representadas. Inmediatamente después de ese acto máximo de autoconciencia, don Quijote es derrotado en la playa de Barcelona, vuelve a su aldea y muere. Otro de los pasajes claves en la historia es aquel de la segunda parte en que don Quijote cuenta su aventura en la Cueva de Montesinos. Ahí nos enfrentamos cara a cara con la problemática fundamental de todo relato. Y esa problemática es: ¿nuestro interlocutor está o no está mintiendo?

En otras historias, en otros momentos del libro, surge el testimonio de otros personajes.

Hay otros personajes que pueden atestiguar lo que está ocurriendo, pero en la Cueva de Montesinos, cuando don Quijote sale, no hay nadie que pueda decirnos si eso que él cuenta es verdad. Y allí nos enfrentamos a esa duda, a esa incertidumbre, que tiene una vertiente literaria pero también una importante dimensión práctica en la vida de cada uno de nosotros: hasta qué punto damos crédito a los relatos que nos cuentan.



La vigencia del Quijote

Cuando festejamos los cuatrocientos años de la publicación de la primera parte del Quijote, lo hacemos corriendo el riesgo de convertir la obra en un monumento del pasado, de cubrirla de retórica, como lo puso de manifiesto Rubén Darío cuando se conmemoró el tercer centenario. Estamos celebrando algo que ocurrió, que fue publicado en 1605 y que ha durado cuatrocientos años. Pero me parece mucho más importante, sin duda, celebrar que eso que se publicó hace cuatrocientos años sigue siendo pertinente, se ha mantenido vivo y activo en la cultura, en la literatura que conocemos, y continúa, además, siendo relevante para quienes escriben y para quienes leen.

Hace muy poco tuvo lugar en Nueva York, en la Biblioteca Pública, un encuentro de escritores de todo el mundo en torno al Quijote, y fue emocionante ver cómo cada uno de ellos contaba, interpretaba y hacía suyo el libro de una manera propia.

Salman Rushdie dijo algo muy emocionante.

El Quijote es una colección de historias dentro de otra historia. La venta, aquella posada en la que ocurren tantas cosas, es el lugar donde se cuentan muchas historias, donde se encuentran los peregrinos de los Cuentos de Canterbury o donde transcurren las historias del Decamerón. Según Rushdie, esa manera de contar historias que están dentro de otras historias tuvo origen en la India, de allí pasó al mundo árabe, del mundo árabe llegó a España y desde España atravesó toda la cultura occidental. Entonces,cuando Rushdie, un joven escritor indio, leía el Quijote y aprendía de él, era como si el libro hubiera dado la vuelta: tras haber empezado en la India y recorrer toda Europa, al llegar hasta él volvía a la India.

En aquel encuentro, Claudio Magris, otro estudioso cervantino, dijo también algo muy importante, cuando sostuvo que en torno al Quijote se planteaba un debate que para él mismo tenía un significado muy especial: la lucha o la dialéctica entre la utopía y el desencanto.

La utopía —don Quijote como ser utópico— es el sueño de un mundo radicalmente distinto, un mundo absolutamente nuevo; pero la utopía, abandonada a sí misma, lleva consigo peligros tremendos, como lo hemos visto a lo largo del siglo XX. La utopía necesita como contrapartida el freno del desencanto; necesita que junto al caballero idealista esté el escudero que mira las cosas como son, o como parecen ser, y lo lleve a cierto desengaño.

De este tenor eran las intervenciones que se fueron desarrollando en el encuentro de Nueva York, y a lo largo de aquella tarde yo pensaba que todos esos interrogantes que me planteo como escritor de novelas aparecían ya en el Quijote. Y no es una afirmación retórica.

Dos de estas cuestiones fundamentales tienen que ver con el origen de la literatura.

Una de ellas trata, como dije al principio, sobre la naturaleza de los cuentos: ¿cómo son los cuentos, para qué sirven, qué lugar ocupan en la vida? Y la otra se refiere a la relación entre los cuentos y el mundo.

Por una parte, se pone de manifiesto el rechazo o el disgusto hacia la vida cotidiana y la necesidad de inventarse un destino y una vida mejores. Por la otra, se evidencia también la necesidad y el gusto de contar las cosas tal como son, de someterlas al escrutinio de la mirada racional.

Cuando uno lee el Quijote, lo mismo que cuando lee las novelas ejemplares, lo que siente es la presencia de ese hombre cervantino que está dividido entre dos intereses, en cuya plasmación seguramente nos reconocemos todos. Por un lado, la pasión, el amor, por la ficción, por los cuentos, que está en nosotros desde que somos niños, que nos enseña a inventarnos el mundo y a imaginar las cosas tal como son en otros lugares. Y también nos enseña a romper con las fronteras de la vida que conocemos.

Por el otro, y junto a esto que semeja una huida, aparece la atracción que en nosotros despiertan otras cosas: cómo habla la gente, cómo son los lugares, las voces y los relatos de cada uno.

Sin duda, en la mayoría de las novelas encontramos estos dos intereses; y en la mayor parte de la vida de todos nosotros, la necesidad de inventar un mundo más luminoso, más romántico, más atractivo, así como también la necesidad de mirar y juzgar el mundo tal como aparece delante de nuestros ojos.

Cervantes era contemporáneo de Galileo y también de aquellos investigadores que estaban empezando a echar por tierra los mitos acerca del mundo y sustituirlos por miradas reales. Cervantes era contemporáneo de Galileo cuando éste miró por vez primera a través de un telescopio y vio que la Luna no era una esfera perfecta, como sostenía la cosmología de Aristóteles, sino una superficie irregular, llena de cráteres y de montañas.

La época en que Cervantes escribía era aquella en la cual el arte del barroco, el arte de Caravaggio, por ejemplo, mostraba que los santos, los héroes, las vírgenes, no eran seres ideales y bellísimos, sino que muchas veces se trataba de mujeres comunes, de campesinos con las manos cuarteadas y con la cara oscurecida por el trabajo.

Cervantes refleja esa tensión permanente entre el sueño y la realidad, entre las historias que nos cuentan y el valor que cada una de ellas tiene en la vida. Y nos muestra, al mismo tiempo, lo que considero una clave de la literatura o del modo en que se hace ficción en nuestro tiempo: que la ficción no es inocente.

En la actualidad, el escritor es perfectamente consciente de que cada ficción es una convención que oculta otras ficciones posibles. El escritor es consciente de que al escribir está jugando con los géneros, está ironizando sobre el propio acto de contar.

Ahora mismo, el escritor tiene que enfrentarse al hecho de que los relatos, las técnicas narrativas, han perdido en muchos casos su prestigio, han perdido su lustre, y tienen que ser sustituidos por relatos llenos de astucia, de ironía o de burla de sí mismos.

Es ésta una lección que me alienta permanentemente.

Me alienta como escritor y creo que también como ciudadano y en mi relación con el mundo.



La lección de la ironía de Cervantes reside en observar las cosas sabiendo que pueden ser mejores, pero también sabiendo que los seres humanos son limitados y que muchas veces no dan lo mejor de sí. Quizás la de él sea una ironía que se parece muy poco al humor que se suele atribuir a la cultura española. Parece que el humor “a la española” es más el humor de Quevedo, el de la carcajada, el de la burla o el del chiste. El humor de Cervantes es un humor delicado e irónico, que apenas deja entrever las cosas.

Es curioso que la gran tradición de la novela que empieza en Cervantes haya tenido una repercusión mucho mayor fuera de España que dentro de ella. Esto se evidencia, por ejemplo, en el modo en que Cervantes es leído y releído en Inglaterra, y que influye en la literatura inglesa: en el siglo XVIII, en Sterne; en el siglo XIX, en Dickens, y previamente, en Fielding. Es el modo en que Cervantes influye incluso en Mark Twain y, posteriormente, en Faulkner, como ya [lo] he mencionado.

En la literatura española, es curioso también que el primer discípulo de Cervantes haya tardado casi tres siglos en aparecer: don Benito Pérez Galdós es el primer escritor español, y casi el único, que hereda la ironía y la ternura de Cervantes. Cada vez que leo el Quijote, cada vez que vuelvo a él, me invade una doble sensación, en la que reconozco la persona de Cervantes: por una parte, el amor por los libros y, por la otra, el amor por los géneros. Como sabemos, él siempre acarició la idea de escribir la segunda parte de la Galatea. Amaba las novelas de caballerías, las novelas pastoriles, los discursos literarios. Pero, al mismo tiempo, sabía que esos discursos ya no servían, que había que inventar otra manera de contar, otra manera de asomarse al mundo. Y en esta tensión se halla siempre inmerso el escritor.

Cuando yo empezaba a escribir, el equivalente de las novelas de caballerías eran, para mí, las novelas fantásticas o las novelas policíacas, porque me presentaban un mundo ya organizado, cerrado, con un sistema y un orden determinados, como una alternativa al desorden, la vaguedad y lo inacabado del mundo real. Poco a poco uno va aprendiendo que tiene que intentar contar ese desorden, esa vaguedad del mundo real, lo inacabado. Y en esos momentos, cuando uno está contando, desde el principio hasta el final, es cuando ocupa el territorio del Quijote, el territorio de Miguel de Cervantes Saavedra.

Muchas veces se dice, con cierto sarcasmo, que cuando homenajeamos al Quijote hacemos uso de la retórica, que se trata de un libro viejo, un libro de hace mucho tiempo. En mi opinión, el mejor homenaje que se le puede hacer al Quijote es leerlo.

Hay que leerlo sin descanso, tratando de imaginar cómo lo habrán leído las personas que lo empezaron a leer en 1605, como un libro lleno de risa, de humanidad, de burla; como un libro lleno de vida. Y la verdad es que, como escritor, aspiro, como creo que aspiramos todos los escritores, a poder contar alguna vez un fragmento del mundo tan lleno de vida y tan lleno de literatura como el mundo de Miguel de Cervantes Saavedra.

Bien, vamos a pasar ahora a las preguntas.

Pregunta: Usted ha demostrado cómo influyó Cervantes en Faulkner, en Williams, en Woody Allen, etc. ¿De qué manera ha influido en usted? ¿En escenas, en momentos de sus novelas?

Respuesta: Ha influido en mí de muchas maneras, porque he tenido la suerte de leer el libro muchas veces desde que era muy joven. Lo empecé a leer por casualidad, porque estaba en mi casa y, como me gustaba leer todo lo que caía en mis manos, lo leí cuando era un niño y no sabía nada acerca de esa obra maestra. Porque en mi ciudad natal lo único que sabíamos de don Quijote era una coplilla que decía: “Don Quijote de la Mancha come mierda y no se mancha”. Era nuestra única referencia cervantina.

¿No era “come huevo” y no se mancha?



Lo he leído tanto, que creo que me ha influido en cuanto a hacerme consciente de algo que dije antes: hacerme consciente del modo en que la ficción, el sueño o la ilusión de un mundo mejor influyen en la vida real de cada uno de nosotros. Me ha influido, supongo, en la creación de personajes que viven enajenados por relatos de ficción. He escrito una novela en la cual los personajes han enloquecido totalmente, creo yo, porque han visto demasiadas películas, igual que don Quijote había leído demasiadas novelas. Han visto demasiadas películas, y entonces se imaginan que viven en Casablanca, o que protagonizan El halcón maltés o algún filme del cine negro norteamericano en el que dos amantes, en vez de verse el uno al otro, ven proyecciones, proyecciones fantásticas o románticas del amor que muestran las películas.

El invierno en Lisboa


Seguramente me ha influido, además, en el modo de apreciar, en cada novela, que es muy importante advertir los malentendidos de la mirada, los malentendidos de la percepción. Y también, como lo he señalado antes, que cada relato está hecho de varios relatos posibles, de varias voces posibles; que cada relato tiene cierto grado de imperfección o de incertidumbre y que se va construyendo en un conjunto de voces.

La última novela que escribí llega a ese extremo porque es una novela en diecisiete capítulos que tiene muchísimas voces, cada una de las cuales va contando fragmentos de historias. Al final, esos fragmentos de historias tienen más sentido o menos sentido, pero lo que se pone de manifiesto es justamente eso: que no hay relato seguro, que todo relato está hecho de dudas, de sombras, de malentendidos, y también, posiblemente, de mentiras. 

Sefarad


Pregunta: ¿Qué refleja el libro del Quijote sobre la vida de Cervantes?

Respuesta: Bueno, esta pregunta es muy comprometedora, porque sobre la vida de Cervantes no sabemos demasiado. Por ejemplo, sí sabemos que se trató de una vida en la cual tenía una fuerte presencia la ambición de alcanzar mundos nuevos y de concretar sueños literarios, políticos y heroicos, así como la realidad tremenda del desengaño y la pobreza. Cervantes vivió según los cánones de una educación renacentista, una educación en la que influyó mucho su viaje a Italia y su posterior enamoramiento de ese país. Él amaba muchísimo Italia, y también amaba la lengua italiana.

La época en que vivió allí fue para él, seguramente, la mejor época de su vida.

Después, como sabemos, participó en la batalla de Lepanto, estuvo cinco años prisionero en Argel y luego sobrellevó una vida bastante gris y dolorosa. Conoció muy intensamente el fracaso, la mediocridad, incluso la vergüenza. Intentó muchas cosas y ninguna le salió bien, fracasó en casi todas.

Intentó viajar a las Indias, y aquí cabe inevitablemente preguntarse qué libro habría escrito si el rey lo hubiera autorizado a venir a América.

Afortunadamente, no lo autorizó. Cervantes no lo consiguió. Intentó ser autor teatral y no llegó a nada: quedó postergado por la popularidad de Lope de Vega. En su vida personal intentó también algunas cosas, y por ello tuvo aquel trabajo de recaudador.

Entonces, creo que lo que el Quijote refleja de la vida de Cervantes es el contraste tan grande entre los sueños, el amor a la literatura y la realidad. Y ese amor por la literatura, por los géneros literarios, era verdaderamente ilimitado. A Cervantes, como ya [lo] dije, le gustaban mucho todos esos géneros, de los cuales también se burlaba: las novelas de caballerías, las novelas pastoriles, las novelas de aventuras. Todo eso le gustaba mucho; pero también le gustaba mucho la realidad.

Lo que va aflorando del Quijote a medida que se lo lee es, en muchos casos, la experiencia de un hombre que recorría los caminos, que estaba en las ventas, que oía hablar a la gente, que se fijaba en cómo lo hacía. Y se fijaba con esa actitud que es la que tiene siempre el gran escritor: una mezcla de burla —porque los seres humanos somos, en general, bastante ridículos en muchas de nuestras aspiraciones y nuestras apetencias— y de ternura, de curiosidad.

No se puede escribir literatura sin curiosidad y sin amor hacia la gente y hacia las cosas. Todo eso formaba parte de la vida de Cervantes.

Pregunta: ¿Qué cree usted que hay de Cervantes en su obra?



Respuesta: ¿En la mía o en la de Cervantes?

Vaya con el problema del “su” en español, que da lugar a tantas confusiones...

Me gustaría que en mi obra hubiera eso que he señalado antes, esa mezcla de curiosidad y ternura. Y, si fuera posible, una ironía parecida a esa de la que hacía gala Cervantes. La ternura y la ironía son para mí los tesoros más valiosos que puede tener un escritor. Esa ternura y esa ironía que uno encuentra en Dickens, por ejemplo.

Dickens era fanático de Cervantes. Si uno lee los Pickwick Papers se da cuenta de que son una aventura cervantina, con una diferencia importante: en los Pickwick Papers se come y se bebe estupendamente, mientras que en el Quijote se come muy mal. Y creo que ésta es una diferencia sustancial.

Pregunta: ¿Podría decirnos algo del papel del relato, de la novela o de la literatura, en general, en el mundo moderno, en el cine y la televisión?

Respuesta: El cine y la televisión son continuaciones del relato narrativo plasmado por otros medios. Como ya lo señalé, Martín de Riquer ha documentado muchos casos reales de personas que enloquecieron por la lectura en los siglos XVI y XVII.

Creo que ese enloquecimiento era producto de la literatura, de la imprenta, porque se trataba de un medio nuevo. La gente no sabía situar exactamente la ficción en el lugar que le correspondía, o no se acostumbraba a hacerlo.

Por ejemplo, un niño empieza queriendo que le cuenten historias, y llega un momento, hacia los cuatro o cinco años, en que ya no le basta con la historia que le contamos, sino que pregunta: “¿Pero eso es verdad?”. Hay un momento en que al niño no le basta con que Superman vuele: quiere saber si Superman existe de verdad.

Tenía yo trece o catorce años cuando la televisión llegó a mi casa, al pueblo donde yo vivía —sin embargo, curiosamente, la mía fue una generación que creció sin televisión. Y se daba el caso de que, cuando el locutor de las noticias decía: “Buenas tardes”, algunas personas, sobre todo las señoras mayores, le contestaban. “Buenas tardes”, decía el locutor, y ellas respondían:

“Buenas tardes”. Muchas personas mayores no sabían distinguir una cosa de la otra: pensaban que las noticias no eran verdad, pero creían que las películas o las series sí lo eran. Evidentemente, las personas no acostumbradas al trato con la ficción se ven en dificultades para comprender esto.

Ocurrió con Tinto de verano, Elvira Lindo




Cuando García Lorca recorría España con el teatro “La Barraca”, a principios de los años treinta, llegaba a pueblos en los que jamás se había dado una representación teatral, y entonces ocurría que la gente, en plena función, se lanzaba a agredir al malvado de la ficción. Nosotros estamos acostumbrados a la ficción, estamos habituados a manejarla, pero esto es un aprendizaje, un aprendizaje muy importante. Mi abuela materna, por ejemplo, siempre se indignaba cuando en la primera escena de una película salía un niño y quince minutos después era un hombre mayor. Y decía mi abuela: “Pero, ¿quién se va a creer que ese niño ha crecido tan rápido, si hace un momento era un niño? ¿Cómo es un hombre ya?”. Esto, que puede mover a risa, es una cuestión de aprendizaje. Nosotros, que nos creemos tan modernos y actualizados, estamos enfrentándonos continuamente a esos mismos dilemas. Es decir, nosotros sabemos que Superman no vuela y que el actor que recibe un disparo no muere de verdad, cosa que a mi abuela le costaba tanto entender.

Sin embargo, hemos tardado bastante en saber, por ejemplo, si en Irak había o no armas de destrucción masiva. ¿Hasta qué punto nos creemos los relatos? Y quien habla de armas de destrucción masiva puede hablar también de muchas otras cosas...

Recuerdo que en el año 1969, cuando se produjo la llegada del hombre a la Luna, en mi pueblo había mucha gente que no lo creía, que pensaba que todo eso era falso, que era teatro. Luego se filmó una película sobre el tema, una película en la que fracasa un viaje a Marte y entonces, para que la gente no se desilusione y la NASA no pierda los fondos federales (los fondos del gobierno), se simula que ha habido un descenso en Marte. En 1969 yo tenía trece años y recuerdo que un señor, amigo de mi padre, me dijo: “Muy bien, han llegado a la Luna, lo reconozco, me lo creo; pero, ¿cómo han entrado?”.

En síntesis: si continuamente estamos siendo confrontados con los relatos y a cada momento tenemos que estar juzgando si lo que se dice es verdad o no es verdad; si los elementos de representación de la realidad están siendo, como lo vemos, cada día más perfeccionados, cada vez resulta más difícil y más indispensable aprender, entrenarse.

Al fin y al cabo, el libro es una forma primitiva de realidad virtual, y creo que todos tenemos que aprender a interpretarla.

De modo que la literatura, y en particular obras como el Quijote, son cada día más pertinentes. ¿No lo creen ustedes?



Cervantes y el oficio de contar; Antonio Muñoz Molina


Al final de su vida, don Quijote dice una frase conmovedora: "Yo sé quién soy". No es fácil de decir. Con gran frecuencia el "yo social", la imagen que los otros devuelven de mí, usurpa gran parte de terreno del "yo íntimo". Esto ocurre en las personas que están pendientes continuamente de la evaluación de los demás.
Anatomía del miedo, José Antonio Marina

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