Para abordar el tema del contador de historias que fue y es Miguel
de Cervantes Saavedra quizá resulte apropiado comenzar, precisamente, contando
también algunas historias. Una de ellas podría ser, por ejemplo, aquella de los
dos presos de una cárcel granja del sur de los Estados Unidos.
Se refiere a Palmeras salvajes de William Faulkner
Las características físicas de sus protagonistas seguramente han de sonar familiares: uno es bajo, gordo, rechoncho, escéptico; el otro, alto, flaco, propenso a la melancolía.
No sabemos mucho, o tardamos en saberlo, acerca del delito que ha
cometido el primero de ellos, pero inmediatamente se sabe qué delito cometió el
segundo: cumple una
condena a veinte años por atraco, y, curiosamente, confiesa que no siente odio
ni rencor hacia los policías que lo detuvieron ni hacia el juez que lo
sentenció, sino hacia los
libros y los autores de los libros que, por ser tan creíbles, terminaron
llevándolo a la cárcel.
A este hombre, que era un campesino de una zona pobre de las
colinas del Mississippi, se le había dado por leer novelas baratas, novelas de
aventuras, de atracadores, pulp
fiction, e, influido por ellas, pensó en imitar a los héroes de
esas novelas que leía. Pero, no contento con leerlas y con imaginar
imitarlos, encargó por correo una pistola de juguete que simulaba bastante bien
a las pistolas verdaderas, un sombrero para usarlo caído sobre la frente y un
pañuelo de esos que los forajidos se ponían en las películas y en las novelas para
ocultar su rostro.
Así, armado con esos objetos que había recibido por correo a costa
de un esfuerzo económico importante para él, decidió imitar en la realidad a
los héroes de esas novelas que leía y tratar de asaltar un tren.
Subió al tren, se puso el pañuelo sobre la cara, sacó la
pistola... y fue detenido inmediatamente, sin darle tiempo a atracar a ningún
pasajero. Sentenciado a cumplir una larguísima condena en aquella cárcel granja
del sur de los Estados Unidos, mientras araba en el campo detrás de una mula, no dejaba de pensar en el odio
que sentía, no hacia los jueces ni hacia los policías, sino hacia los
escritores que inventan esas novelas en las que se cuentan cosas absurdas,
que no son ciertas pero que a él le habían trastornado la cabeza.
Otra historia transcurre algún tiempo después en otra parte de los
Estados Unidos, en Saint Louis, Missouri. El protagonista es un hombre joven
llamado Tom, que pasa monótonamente sus días como vendedor en una zapatería, sintiendo que su vida es un
desastre, que lo que él sueña no se parece en nada a la realidad. Cuando
puede evadirse de atender a los clientes de la zapatería, se escabulle en un
cuarto y se pone a escribir poemas. Por las noches, ya en su casa, agobiado por
la presencia de su madre y de una hermana enferma, se escapa otra vez, y cuando
vuelve en la madrugada, su madre le hace siempre la misma pregunta: “¿Adónde
has ido, adónde has ido?”. Y él responde siempre lo mismo: “He ido al cine” (“I went to the movies”). En un momento dado, nuestro hombre decide que ya no va a ir
más al cine, y entonces –jugando con la semejanza en inglés entre movies y to move- dice que “se han acabado las películas” (“It’s time for me to move myself”).
Una tercera historia es la de una mujer que en la época de la
Depresión, en Nueva York, tiene también un trabajo miserable, es pobre, no
tiene prácticamente con qué vivir y su único consuelo es ir al cine. Pero a
ella le ocurre algo distinto de lo que le sucedía al protagonista de la segunda
historia, pues en un momento dado se produce un milagro, un prodigio, y ella, que está en la sala de
cine viendo ese espectáculo que es el reverso de su vida cotidiana, de pronto es
admitida en la trama de una de esas películas.
Las historias aquí referidas representan tres variaciones sobre el
tema de don Quijote de la Mancha y sobre el modo en que la ficción enloquece o trastorna a las personas, o
las impulsa a introducir un cambio sustancial en su vida. La primera
historia forma parte de The
Wild Palms, de William Faulkner; la segunda es una
escena de The
Glass Menagerie, de Tennessee Williams, y la tercera, por cierto, es la historia
de The Purple Rose of Cairo, de Woody Allen.
En los tres personajes se
repite la misma situación: la disconformidad ante los límites de la propia
existencia y ante la realidad. Y las historias
muestran la ficción como
modelo imaginario, como proyecto vital que no se parece en nada a la vida
que uno tiene, pero que es un modelo en el cual uno quisiera reflejarse. Esa ficción
es también asumida no sólo como una huida imaginaria, sino como la invitación a una huida real.
Hay un momento en que los personajes de ficción muestran cierto hastío, pues ya
no les alcanza con leer novelas o mirar películas, y entonces deciden que van a hacer lo que
hacen los héroes de las películas o de las novelas: van a poner en práctica
lo que han visto en las películas o lo que han leído en los libros.
Evidentemente,
lo que acabo de señalar es la herencia del Quijote, y así como he recurrido a esos tres ejemplos, podría referir muchos
más en los cuales se repite el modelo de la historia de nuestro hidalgo que quiere ser un caballero: el
ensimismamiento, el disgusto con la realidad, la búsqueda en la ficción de una
vida distinta y, por fin, la ruptura o, para ajustarnos más a la verdad, la
tentativa de ruptura, que es algo muy atractivo pero también muy peligroso.
Porque en el mismo momento en que se produce la tentativa de
ruptura, se empieza a poner a prueba la ficción. Mientras la literatura refleja
el reverso de la vida real, sólo puede prometer maravillas, sólo puede ofrecer
regalos. Mas en el momento
en que la ficción se convierte en una guía para la vida práctica, ello empieza
a tener consecuencias reales sobre las personas.
Tanto en el cine como en la literatura y el teatro abundan los
casos de personajes con estas características. Se podría mencionar, por
ejemplo, a Emma Bovary, la protagonista de Madame
Bovary, de Gustave Flaubert, que se ve impulsada al
adulterio, a entregarse a su amante y a desear una vida distinta. Y lo que la lleva a tomar
conciencia del aburrimiento de su matrimonio es, precisamente, la lectura, pero
no la lectura de grandes libros, sino de novelas baratas, como el propio
Flaubert se encarga de recordar.
Cervantes y el oficio de contar, Antonio Muñoz Molina
El nacimiento de la novela moderna
Vemos, entonces, que los héroes de la novela moderna suelen ser
personas influidas por la ficción, personas disconformes con su propia vida y
que están siendo afectadas por otros relatos, por otras ficciones. Pero, además,
hacen algo que las
diferencia por completo de cualquier héroe anterior, y es la decisión de
convertirse en los dueños de su propio relato, en los narradores de su propia
historia. Esto lo inaugura, sin duda, el Quijote
y llega hasta nuestros días. Nada hay semejante a ello en la
literatura conocida hasta entonces. Pensemos, si no, en que el héroe clásico es aquel que
cumple un destino inexorable, y es ésta, precisamente, la razón por la
cual se convierte en héroe.
Es decir, Aquiles tiene que ser heroico hasta el final; Ulises
tiene que ser astuto hasta el final. La aventura del héroe, lo que se relata en el poema
épico, en la tragedia, es el cumplimiento de un destino. Lo que se relata en la
novela moderna es exactamente lo contrario: es la rebelión contra un destino,
la disconformidad con la vida que ha sido signada y el intento de modificarla.
Pensando en el caso de Ulysses, de James Joyce. Si hay también un intento de rebelión por parte de Leopold Bloom y Stephen Dedalus o lo que se cuenta es la narración de un destino inexorable
Pero lo que se intenta es una nueva vida en la cual la ficción
tiene una presencia fundamental.
Don Quijote, recordémoslo,
está destinado a vivir en una época en que todo parece haber sido escrito de
antemano. Él es un hidalgo que vive en un apartado
pueblo de España, en una época en la que cada persona tiene una posición bien
definida en el sistema de clases sociales, en el cual no hay movilidad social
de ningún tipo. Y don Quijote
decide que va a ser no lo que todo el mundo piensa que debería
ser,
sino aquello que él quiere
ser.
Un episodio estremecedor de la novela se narra hacia el final de
la primera salida de don Quijote: éste ha sido brutalmente apaleado por un mozo
de mulas que acompañaba a un grupo de mercaderes toledanos, a quienes nuestro
caballero había desafiado con muy mala fortuna. Acierta a pasar entonces un
labrador vecino suyo, el cual lo reconoce y le pregunta: “Señor Quijana, ¿quién
ha puesto a vuestra merced de esta suerte?”. Ensimismado en su delirio, don
Quijote, que se imagina como un héroe del romancero, le habla de Dulcinea del
Toboso, “por quien he hecho, hago y haré los más famosos hechos de caballerías que
se han visto, vean ni verán en el mundo”. Cansado de oír disparates y
necedades, el labrador replica que “vuestra merced” no es “sino el honrado
hidalgo del señor Quijana”. Y responde don Quijote:
“Yo sé quién soy, y sé [lo] que puedo ser”.
Aristóteles. No Importa lo que las cosas son sino lo que puedan llegar a ser. Visión teleológica.
En ese momento se está
fundando la novela moderna, al mismo tiempo que se funda también la conciencia
moderna.
Una conciencia moderna que ha dado lugar a esa expresión tan
difundida en América: la “self
invention”. Don Quijote quiere autoinventarse, quiere
tener un destino diferente.
Ésta es una lección fundamental de Cervantes, y nos remite a otra
cuestión: el lugar que
ocupa la ficción en la vida de la gente. Como se ha dicho, son los
libros los que hacen que Alonso Quijano quiera escaparse de la realidad, y son
los libros aquello que él intenta vivir. Pero al intentar vivirlo se produce
esa confrontación, ya mencionada, entre los libros y la realidad.
Otro problema que también plantea Cervantes, y que reviste gran importancia,
es el de dilucidar qué
lugar ocupan los libros y los relatos en nuestra existencia, y qué pueden hacer los relatos por
nosotros, de
qué modo influyen sobre
nuestra manera de ver el mundo. Una interpretación ligera es aquella
según la cual lo que Cervantes hace en el Quijote
es rendir culto al derecho a la imaginación,
que es una de las ventajas de la literatura sobre la realidad: celebrar el ideal
que rechaza lo establecido. Pero hay otro punto al que se debe prestar también mucha
atención. Cervantes
muestra ese impulso hacia lo ideal, hacia el rechazo de lo real, y además
muestra otra cosa: que hay que tener mucho cuidado con el modo en que uno
interpreta las historias y los relatos, porque eso puede afectar
profundamente nuestro lugar en el mundo.
Si se observa bien, lo que hallamos dentro del Quijote, sobre todo en la primera parte, son relatos, uno detrás de otro.
Don Quijote lee libros, libros impresos. Por lo tanto, resulta paradójico —tal como lo
han subrayado Martín de Riquer y Leo Spitzer—
que el Quijote sea el primer libro que trata de lleno acerca de un mundo en el
cual el surgimiento de la
imprenta cambió el lugar del libro como objeto, como posesión del lector en la
realidad. Hasta la invención de la imprenta, los libros eran muy raros, muy
difíciles de conseguir. Se los copiaba a mano, no podía haber muchos ejemplares
de cada uno. La imprenta hizo posible que hubiera muchos libros disponibles, permitió que el libro ocupara un
lugar distinto en el mundo, y que mucha más gente tuviera acceso a ellos.
Se contaba, pues, con los libros impresos, pero además de los
libros impresos estaban los relatos. A decir verdad, todo el Quijote está lleno de episodios en que la gente cuenta cosas, cosas que
incluso pueden ser fácilmente desmentidas o interrumpidas.
Y también hay manuscritos. En un pasaje del libro se interrumpe la
acción porque alguien lee un libro manuscrito. En otro pasaje se cuenta que los
celadores, por la noche, escuchan la narración de los libros de caballerías.
Hay personajes que continuamente están contando historias a otros. A cada
momento se hace referencia también a los diversos géneros literarios que estaban de moda en la época
de Cervantes. A cada momento, Cervantes nos fuerza a fijarnos en el modo en que esos relatos actúan sobre
la realidad, y también en el modo en que esos relatos funcionan interiormente.
Y lo hace poniendo siempre en cuestión la naturaleza del propio relato.
En la literatura clásica,
en la poesía clásica, el relato nunca es puesto en duda.
Empieza La Ilíada y le pedimos a la diosa, a la musa, que cante “La cólera de
Aquiles”, y nadie pone en duda lo que se va a contar.
En el Quijote, desde el principio se instala la conciencia de la incertidumbre.
El relato es dudoso, no es seguro. Ni siquiera estamos seguros de cómo se llama
don Quijote; no sabemos si se llama Quezada, Quijana o Quijada. Hay una escena
—otro de los grandes momentos de esta estupenda obra literaria— en que don
Quijote está peleando con el vizcaíno. Están con las espadas en alto, se
aproxima la gran batalla, y en ese preciso instante queda “destroncada tan
sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que
de ella faltaba”.
Así las cosas, empieza otro relato dentro del relato, en el cual
Cervantes —el narrador que es Cervantes— encuentra unos manuscritos en árabe
que tienen que ser traducidos al español, lo cual implica ya otra
incertidumbre, dado que, según dice el propio narrador,
“si a ésta [historia] se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos”.
El peso de la mirada individual
En otro pasaje del libro se empieza a contar la historia de
Cardenio en Sierra Morena.
A medida que se desarrolla van apareciendo indicios, como en una
novela de Arthur Conan Doyle: primero una mula muerta, luego una bolsa, un
libro con unos versos, una bolsa con dinero. A continuación, unos pastores
cuentan el principio de una historia.
Y luego aparece Cardenio y cuenta una parte de su historia, pero
le da un ataque de locura y la historia no continúa.
En el Quijote
siempre
nos vemos forzados a enfrentarnos con la precariedad o con lo dudoso del valor
de las historias que se están contando.
Surge también otra cuestión: que cada historia, cada visión, tiene que ser sometida a la confrontación con
el mundo real, y está sujeta, además, a diversas lecturas posibles. En
mi opinión, esto es
absolutamente moderno.
Visión moderna: racionalista y empirista. Visión idealista y realista
Por ejemplo, la tan conocida historia de los molinos de viento es
una historia de malentendidos. Es la historia del conflicto entre dos versiones
de los hechos: la versión de quien está envenenado de literatura y, en
contraposición, la de quien observa lo que sucede. En otro momento se plantea la
discusión sobre la bacía de barbero. Don Quijote piensa que se trata del yelmo
de Mambrino, pero los demás saben, están seguros, de que es una bacía de
barbero. Se plantea entonces un debate lleno de humor, en el que se llega a una
conclusión: no es ni bacía ni yelmo, es un espécimen mixto que se llama
“baciyelmo”. O sea, es algo
que está entre la ficción y la realidad. Es lo que determina, en mi opinión, la naturaleza de las
creaciones literarias, el no ser del todo ficción y el no ser del todo
realidad.
No obstante, la circunstancia de que las historias sean parciales
y estén sometidas a duda, a discusión, incluso a desmentido, tiene una
vertiente muy importante, porque de nuevo nos enfrenta con la relevancia de la conciencia moderna y
de la mirada individual.
Las
cosas no son como lo dicta la ley o como la autoridad dice que son. Las cosas
son como las vemos, como las recordamos, como las imaginamos. Las cosas dependen
de la atención que les prestemos, que puede ser mucha o poca, y también de si
les anteponemos nuestros prejuicios o nuestra mirada.
Otro memorable pasaje de la novela es, a mi juicio, el que
transcurre en Sierra Morena, en el cual se ha ido introduciendo la historia del
pastor Grisóstomo y Marcela.
Cuando se la empieza a contar, es una historia clásica de novela
pastoril, con los dos personajes característicos de ella, según una tradición
que viene de Virgilio y, aun antes de éste, de la égloga griega: es la historia del pastor que se
enamora de una mujer que no le corresponde.
Grisóstomo, enamorado de Marcela pero decepcionado por la
indiferencia de ella, se suicida. Asistimos así, en esta parte del libro, al
relato clásico de la novela pastoril. Sin embargo, cuando se va a celebrar el
entierro de Grisóstomo, ocurre algo que rompe con ese desarrollo clásico: aparece
Marcela y habla. Esto constituye una verdadera revolución copernicana, porque esa mujer es la mujer
fantasmal e ideal (cuyo modelo fueron Beatriz y Laura, creadas mucho
antes por Dante y Petrarca, respectivamente), la figura de la amada a quien el
poeta adora, pero de la cual no sabemos nada, tan sólo lo que el poeta dice de
ella. Esa mujer, que es hermosa pero ha sido cruel, aparece en lo alto de una
roca y dice a los allí reunidos que esa historia que se cuenta sobre ella, y que todos han aceptado como
verdadera, no es cierta.
Reconoce que ese hombre estaba enamorado de ella, pero que ella no
le pidió que la amara. ¿Qué obligación tenía, pues, de que le gustara el
discurso que otros querían imponer sobre ella? Y dicho esto agrega unas palabras
que son de una intensidad poética tremenda: “la hermosura en la mujer honesta es como el fuego
apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a
ellos no se acerca”.
Con este episodio empieza a concebir algo que será un tópico de la
literatura moderna: el carácter poliédrico, la peculiaridad de que cada
historia puede ser de muchas maneras posibles, según el punto de vista de quien
la cuente y cómo se la cuente; y también de que al contar estamos haciendo dos cosas: creamos un relato
y, al mismo tiempo, creamos una visión de lo real. Y tenemos que responder de
ella.
En el transcurso de toda la novela se plantea una y otra vez la
cuestión de que la vida no está hecha de antemano, así como tampoco los libros
están hechos de antemano.
En la segunda parte de la novela asistimos al ejemplo máximo de
sofisticación y refinamiento, cuando reaparece la primera parte del Quijote. Don Quijote
es tan consciente, la novela es tan consciente de sí misma, que ella misma
aparece en forma de libro. Don Quijote es consciente de que es el personaje de
un libro.
En otro momento, don Quijote visita una imprenta, y ahí el héroe se confronta con el
libro, con el lugar en el cual sus aventuras van a ser representadas.
Inmediatamente después de ese acto máximo de autoconciencia, don Quijote es derrotado en la
playa de Barcelona, vuelve a su aldea y muere. Otro de los pasajes claves en la
historia es aquel de la segunda parte en que don Quijote cuenta su aventura en
la Cueva de Montesinos. Ahí nos enfrentamos cara a cara con la problemática
fundamental de todo relato. Y esa problemática es: ¿nuestro interlocutor está o
no está mintiendo?
En otras historias, en otros momentos del libro, surge el
testimonio de otros personajes.
Hay otros personajes que pueden atestiguar lo que está ocurriendo,
pero en la Cueva de Montesinos, cuando don Quijote sale, no hay nadie que pueda
decirnos si eso que él cuenta es verdad. Y allí nos enfrentamos a esa duda, a
esa incertidumbre, que tiene una vertiente literaria pero también una
importante dimensión práctica en la vida de cada uno de nosotros: hasta qué punto damos crédito a los relatos que
nos cuentan.
La
vigencia del Quijote
Cuando festejamos los cuatrocientos años de la publicación de la
primera parte del Quijote, lo hacemos corriendo el riesgo de convertir la obra en un
monumento del pasado, de cubrirla de retórica, como lo puso de manifiesto Rubén
Darío cuando se conmemoró el tercer centenario. Estamos celebrando algo que
ocurrió, que fue publicado en 1605 y que ha durado cuatrocientos años. Pero me
parece mucho más importante, sin duda, celebrar que eso que se publicó hace cuatrocientos años sigue siendo
pertinente, se ha mantenido vivo y activo en la cultura, en la literatura que
conocemos, y continúa, además, siendo relevante para quienes escriben y para
quienes leen.
Hace muy poco tuvo lugar en Nueva York, en la Biblioteca Pública,
un encuentro de escritores de todo el mundo en torno al Quijote, y fue emocionante ver cómo cada uno de ellos contaba,
interpretaba y hacía suyo el libro de una manera propia.
Salman Rushdie dijo algo muy emocionante.
El Quijote
es una
colección de historias dentro de otra historia.
La venta, aquella posada en la que ocurren tantas cosas, es el lugar donde se
cuentan muchas historias, donde se encuentran los peregrinos de los Cuentos de Canterbury o donde transcurren las historias del Decamerón. Según
Rushdie, esa manera de contar historias que están dentro de otras historias
tuvo origen en la India, de allí pasó al mundo árabe, del mundo árabe llegó a
España y desde España atravesó toda la cultura occidental.
Entonces,cuando Rushdie, un joven escritor indio, leía el Quijote y aprendía de él, era como si el libro hubiera dado la vuelta: tras
haber empezado en la India y recorrer toda Europa, al llegar hasta él volvía a
la India.
En aquel encuentro, Claudio Magris, otro estudioso cervantino,
dijo también algo muy importante, cuando sostuvo que en torno al Quijote se planteaba un debate que para él mismo tenía un significado muy
especial: la lucha o la
dialéctica entre la utopía y el desencanto.
La utopía —don Quijote como ser utópico— es el sueño de un mundo
radicalmente distinto, un mundo absolutamente nuevo; pero la utopía, abandonada a sí misma,
lleva consigo peligros tremendos, como lo hemos visto a lo largo del siglo XX.
La utopía necesita como contrapartida el freno del desencanto; necesita que junto
al caballero idealista esté el escudero que mira las cosas como son, o
como parecen ser, y lo lleve a cierto desengaño.
De este tenor eran las intervenciones que se fueron desarrollando
en el encuentro de Nueva York, y a lo largo de aquella tarde yo pensaba que todos esos interrogantes que me
planteo como escritor de novelas aparecían ya en el Quijote. Y no es una afirmación
retórica.
Dos de estas cuestiones fundamentales tienen que ver con el origen
de la literatura.
Una de ellas trata, como dije al principio, sobre la naturaleza de
los cuentos: ¿cómo son los cuentos, para qué sirven, qué lugar ocupan en la
vida? Y la otra se refiere a la relación entre los cuentos y el mundo.
Por una parte, se pone de manifiesto el rechazo o el disgusto
hacia la vida cotidiana y la necesidad de inventarse un destino y una vida
mejores. Por la otra, se evidencia también la necesidad y el gusto de contar las
cosas tal como son, de someterlas al escrutinio de la mirada racional.
Cuando uno lee el Quijote, lo mismo que cuando lee las novelas ejemplares, lo que siente es
la presencia de ese hombre cervantino que está dividido entre dos intereses, en cuya plasmación
seguramente nos reconocemos todos. Por un lado, la pasión, el amor, por la ficción,
por los cuentos, que está en nosotros desde que somos niños, que nos enseña a
inventarnos el mundo y a imaginar las cosas tal como son en otros lugares. Y también nos enseña a romper con
las fronteras de la vida que conocemos.
Por el otro, y junto a esto que semeja una huida, aparece la atracción que en nosotros despiertan
otras cosas: cómo habla la gente, cómo son los lugares, las voces y los relatos
de cada uno.
Sin duda, en la mayoría de las novelas encontramos estos dos
intereses; y en la mayor parte de la vida de todos nosotros, la necesidad de
inventar un mundo más luminoso, más romántico, más atractivo, así como también
la necesidad de mirar y juzgar el mundo tal como aparece delante de nuestros
ojos.
Cervantes era contemporáneo
de Galileo y también de aquellos investigadores que
estaban empezando a echar por tierra los mitos acerca del mundo y sustituirlos por
miradas reales. Cervantes era contemporáneo de Galileo cuando éste miró por vez
primera a través de un telescopio y vio que la Luna no era una esfera perfecta,
como sostenía la cosmología de Aristóteles, sino una superficie irregular,
llena de cráteres y de montañas.
La época en que Cervantes escribía era aquella en la cual el arte del barroco, el
arte de Caravaggio, por ejemplo, mostraba que los santos, los héroes, las
vírgenes, no eran seres ideales y bellísimos, sino que muchas veces se trataba
de mujeres comunes, de campesinos con las manos cuarteadas y con la cara
oscurecida por el trabajo.
Cervantes refleja esa tensión permanente entre el sueño y la realidad, entre las
historias que nos cuentan y el valor que cada una de ellas tiene en la vida. Y
nos muestra, al mismo tiempo, lo que considero una clave de la literatura o del
modo en que se hace ficción en nuestro tiempo: que la ficción no es inocente.
En la actualidad, el escritor es perfectamente consciente de que
cada ficción es una convención que oculta otras ficciones posibles. El escritor
es consciente de que al escribir está jugando con los géneros, está ironizando
sobre el propio acto de contar.
Ahora mismo, el escritor tiene que enfrentarse al hecho de que los
relatos, las técnicas narrativas, han perdido en muchos casos su prestigio, han
perdido su lustre, y tienen que ser sustituidos por relatos llenos de astucia, de
ironía o de burla de sí mismos.
Es ésta una lección que me alienta permanentemente.
Me alienta como
escritor y creo que también como ciudadano y en mi relación con el mundo.
La
lección de la ironía de Cervantes reside en observar las cosas sabiendo que
pueden ser mejores, pero también sabiendo que los seres humanos son limitados y
que muchas veces no dan lo mejor de sí.
Quizás la de él sea una ironía que se parece muy poco al humor que se suele
atribuir a la cultura española. Parece que el humor “a la española” es más el
humor de Quevedo, el de la carcajada, el de la burla o el del chiste. El humor
de Cervantes es un humor delicado e irónico, que apenas deja entrever las
cosas.
Es curioso que la
gran tradición de la novela que empieza en Cervantes haya tenido una
repercusión mucho mayor fuera de España que dentro de ella. Esto se evidencia,
por ejemplo, en el modo en que Cervantes es leído y releído en Inglaterra, y
que influye en la literatura inglesa: en el siglo XVIII, en Sterne; en el siglo
XIX, en Dickens, y previamente, en Fielding. Es el modo en que Cervantes influye
incluso en Mark Twain y, posteriormente, en Faulkner, como ya [lo] he
mencionado.
En la literatura española, es curioso también que el primer
discípulo de Cervantes haya tardado casi tres siglos en aparecer: don Benito
Pérez Galdós es el primer escritor español, y casi el único, que hereda la
ironía y la ternura de Cervantes. Cada vez que leo el Quijote, cada vez que vuelvo a él, me invade una doble sensación, en la que
reconozco la persona de Cervantes: por una parte, el amor por los libros y, por la otra, el amor por
los géneros. Como sabemos, él siempre acarició la idea de escribir la
segunda parte de la Galatea. Amaba las novelas de caballerías, las novelas pastoriles, los
discursos literarios. Pero, al
mismo tiempo, sabía que esos discursos ya no servían, que había que inventar
otra manera de contar, otra manera de asomarse al mundo. Y en esta
tensión se halla siempre inmerso el escritor.
Cuando yo empezaba a escribir, el equivalente de las novelas de
caballerías eran, para mí, las novelas fantásticas o las novelas policíacas,
porque me presentaban un mundo ya organizado, cerrado, con un sistema y un
orden determinados, como una alternativa al desorden, la vaguedad y lo
inacabado del mundo real. Poco
a poco uno va aprendiendo que tiene que intentar contar ese desorden, esa
vaguedad del mundo real, lo inacabado. Y en esos momentos, cuando uno
está contando, desde el principio hasta el final, es cuando ocupa el territorio
del Quijote, el territorio de Miguel de Cervantes Saavedra.
Muchas veces se dice, con cierto sarcasmo, que cuando homenajeamos
al Quijote hacemos uso de la retórica, que se trata de un libro viejo, un
libro de hace mucho tiempo. En mi opinión, el mejor homenaje que se le puede hacer al Quijote
es
leerlo.
Hay que leerlo sin descanso, tratando de imaginar cómo lo habrán
leído las personas que lo empezaron a leer en 1605, como un libro lleno de
risa, de humanidad, de burla; como un libro lleno de vida. Y la verdad es que,
como escritor, aspiro, como creo que aspiramos todos los escritores, a poder
contar alguna vez un fragmento del mundo tan lleno de vida y tan lleno de
literatura como el mundo de Miguel de Cervantes Saavedra.
Bien, vamos a pasar ahora a las preguntas.
Pregunta: Usted ha demostrado cómo influyó Cervantes en Faulkner, en
Williams, en Woody Allen, etc. ¿De qué manera ha influido en usted? ¿En escenas,
en momentos de sus novelas?
Respuesta: Ha
influido en mí de muchas maneras, porque he tenido la suerte de leer el libro
muchas veces desde que era muy joven. Lo empecé a leer por casualidad, porque
estaba en mi casa y, como me gustaba leer todo lo que caía en mis manos, lo leí
cuando era un niño y no sabía nada acerca de esa obra maestra. Porque en mi ciudad
natal lo único que sabíamos de don Quijote era una coplilla que decía: “Don Quijote
de la Mancha come mierda y no se mancha”. Era nuestra única referencia
cervantina.
¿No era “come huevo” y no se mancha?
Lo he leído tanto, que creo que me ha influido en cuanto a hacerme
consciente de algo que dije antes: hacerme consciente del modo en que la ficción, el sueño o la ilusión de
un mundo mejor influyen en la vida real de cada uno de nosotros. Me ha
influido, supongo, en la creación de personajes que viven enajenados por
relatos de ficción. He
escrito una novela en la cual los personajes han enloquecido totalmente, creo
yo, porque han visto demasiadas películas, igual que don Quijote había leído demasiadas
novelas. Han visto demasiadas películas, y entonces se imaginan que viven en Casablanca, o que protagonizan El
halcón maltés
o
algún filme del cine negro norteamericano en el que dos amantes, en vez de verse
el uno al otro, ven proyecciones, proyecciones fantásticas o románticas del amor
que muestran las películas.
El invierno en Lisboa
Seguramente me ha influido, además, en el modo de apreciar, en
cada novela, que es muy importante advertir los malentendidos de la mirada, los
malentendidos de la percepción. Y también, como lo he señalado antes, que cada
relato está hecho de varios relatos posibles, de varias voces posibles; que
cada relato tiene cierto grado de imperfección o de incertidumbre y que se va
construyendo en un conjunto de voces.
La última novela que
escribí llega a ese extremo porque es una novela en diecisiete capítulos que tiene muchísimas voces, cada una de las cuales va contando
fragmentos de historias. Al final, esos fragmentos de historias tienen más
sentido o menos sentido, pero lo que se pone de manifiesto es justamente eso:
que no hay relato seguro, que
todo relato está hecho de dudas, de sombras, de malentendidos, y también,
posiblemente, de mentiras.
Sefarad
Pregunta: ¿Qué refleja el libro del Quijote
sobre la vida de Cervantes?
Respuesta: Bueno,
esta pregunta es muy comprometedora, porque sobre la vida de Cervantes no
sabemos demasiado. Por ejemplo, sí sabemos que se trató de una vida en la cual
tenía una fuerte presencia la
ambición de alcanzar mundos nuevos y de concretar sueños literarios, políticos
y heroicos, así como la realidad tremenda del desengaño y la pobreza.
Cervantes vivió según los cánones de una educación renacentista, una educación
en la que influyó mucho su viaje a Italia y su posterior enamoramiento de ese
país. Él amaba muchísimo Italia, y también amaba la lengua italiana.
La época en que vivió allí fue para él, seguramente, la mejor
época de su vida.
Después, como sabemos, participó en la batalla de Lepanto, estuvo
cinco años prisionero en Argel y luego sobrellevó una vida bastante gris y
dolorosa. Conoció muy intensamente
el fracaso, la mediocridad, incluso la vergüenza. Intentó muchas cosas y
ninguna le salió bien, fracasó en casi todas.
Intentó viajar a las Indias, y aquí cabe inevitablemente
preguntarse qué libro habría escrito si el rey lo hubiera autorizado a venir a
América.
Afortunadamente, no lo autorizó. Cervantes no lo consiguió.
Intentó ser autor teatral y no llegó a nada: quedó postergado por la popularidad
de Lope de Vega. En su vida personal intentó también algunas cosas, y por ello
tuvo aquel trabajo de recaudador.
Entonces, creo que lo que el Quijote refleja de la vida de
Cervantes es el contraste tan grande entre los sueños, el amor
a la
literatura y la realidad. Y ese amor por la literatura, por los géneros
literarios, era
verdaderamente
ilimitado. A Cervantes, como
ya [lo] dije, le gustaban mucho todos
esos géneros, de los cuales también se
burlaba: las
novelas de caballerías, las novelas
pastoriles, las novelas de aventuras. Todo eso
le gustaba mucho; pero también le gustaba
mucho la realidad.
Lo que va aflorando del Quijote
a medida que se lo lee es, en muchos casos,
la experiencia de un
hombre que recorría los caminos, que estaba en las ventas, que oía hablar a la
gente, que se fijaba en cómo lo hacía. Y se fijaba con esa actitud que es la
que tiene siempre el gran escritor: una mezcla de burla —porque los seres
humanos somos, en general, bastante ridículos en muchas de nuestras
aspiraciones y nuestras apetencias— y de ternura, de curiosidad.
No se puede escribir
literatura sin curiosidad y sin amor hacia la gente y hacia las cosas. Todo eso formaba parte de la vida de Cervantes.
Pregunta: ¿Qué cree usted que hay de Cervantes en su obra?
Respuesta: ¿En
la mía o en la de Cervantes?
Vaya con el problema del “su” en español, que da lugar a tantas
confusiones...
Me gustaría que en mi obra hubiera eso que he señalado antes, esa
mezcla de curiosidad y ternura. Y, si fuera posible, una ironía parecida a esa
de la que hacía gala Cervantes. La ternura y la ironía son para mí los tesoros más valiosos que puede tener
un escritor. Esa ternura y esa ironía que uno encuentra en Dickens, por
ejemplo.
Dickens era fanático de Cervantes. Si uno lee los Pickwick Papers se da cuenta de que son una aventura cervantina, con una diferencia
importante: en los Pickwick Papers se come y se bebe estupendamente, mientras que en el Quijote se come muy mal. Y creo que ésta es una diferencia sustancial.
Pregunta: ¿Podría decirnos algo del papel del relato, de la novela o de la
literatura, en general, en el mundo moderno, en el cine y la televisión?
Respuesta: El
cine y la televisión son continuaciones del relato narrativo plasmado por otros
medios. Como ya lo señalé, Martín de Riquer ha documentado muchos casos reales
de personas que enloquecieron por la lectura en los siglos XVI y XVII.
Creo que ese enloquecimiento era producto de la literatura, de la
imprenta, porque se trataba de un medio nuevo. La gente no sabía situar exactamente
la ficción en el lugar que le correspondía, o no se acostumbraba a hacerlo.
Por ejemplo, un niño empieza queriendo que le cuenten historias, y
llega un momento, hacia
los cuatro o cinco años, en que ya no le basta con la historia que le contamos,
sino que pregunta: “¿Pero eso es verdad?”. Hay un momento en que al niño
no le basta con que Superman vuele: quiere saber si Superman existe de verdad.
Tenía yo trece o catorce años cuando la televisión llegó a mi
casa, al pueblo donde yo vivía —sin embargo, curiosamente, la mía fue una generación que
creció sin televisión. Y se daba el caso de que, cuando el locutor de
las noticias decía: “Buenas tardes”, algunas personas, sobre todo las señoras
mayores, le contestaban. “Buenas tardes”, decía el locutor, y ellas respondían:
“Buenas tardes”. Muchas personas mayores no sabían distinguir una
cosa de la otra: pensaban que las noticias no eran verdad, pero creían que las
películas o las series sí lo eran. Evidentemente, las personas no acostumbradas
al trato con la ficción se ven en dificultades para comprender esto.
Ocurrió con Tinto de verano, Elvira Lindo
Cuando García Lorca recorría España con el teatro “La Barraca”, a
principios de los años treinta, llegaba a pueblos en los que jamás se había
dado una representación teatral, y entonces ocurría que la gente, en plena
función, se lanzaba a agredir al malvado de la ficción. Nosotros estamos acostumbrados
a la ficción, estamos habituados a manejarla, pero esto es un aprendizaje, un
aprendizaje muy importante. Mi abuela materna, por ejemplo, siempre se indignaba
cuando en la primera escena de una película salía un niño y quince minutos después
era un hombre mayor. Y decía mi abuela: “Pero, ¿quién se va a creer que ese niño
ha crecido tan rápido, si hace un momento era un niño? ¿Cómo es un hombre ya?”.
Esto, que puede mover a risa, es una cuestión de aprendizaje. Nosotros, que nos
creemos tan modernos y actualizados, estamos enfrentándonos continuamente a
esos mismos dilemas. Es decir, nosotros sabemos que Superman no vuela y que el
actor que recibe un disparo no muere de verdad, cosa que a mi abuela le costaba
tanto entender.
Sin embargo, hemos
tardado bastante en saber, por ejemplo, si en Irak había o no armas de
destrucción masiva. ¿Hasta qué punto nos creemos los relatos? Y quien
habla de armas de destrucción masiva puede hablar también de muchas otras
cosas...
Recuerdo que en el año 1969, cuando se produjo la llegada del
hombre a la Luna, en mi pueblo había mucha gente que no lo creía, que pensaba
que todo eso era falso, que era teatro. Luego se filmó una película sobre el
tema, una película en la que fracasa un viaje a Marte y entonces, para que la
gente no se desilusione y la NASA no pierda los fondos federales (los fondos del
gobierno), se simula que ha habido un descenso en Marte. En 1969 yo tenía trece
años y recuerdo que un señor, amigo de mi padre, me dijo: “Muy bien, han
llegado a la Luna, lo reconozco, me lo creo; pero, ¿cómo han entrado?”.
En síntesis: si continuamente estamos siendo confrontados con los
relatos y a cada momento tenemos que estar juzgando si lo que se dice es verdad
o no es verdad; si los elementos de representación de la realidad están siendo,
como lo vemos, cada día más perfeccionados, cada vez resulta más difícil y más
indispensable aprender, entrenarse.
Al fin y al cabo, el libro es una forma primitiva de realidad
virtual, y creo que todos tenemos que aprender a interpretarla.
De modo que la literatura, y en particular obras como el Quijote, son cada día más pertinentes. ¿No lo creen ustedes?
Cervantes y el oficio de contar; Antonio Muñoz Molina
Al final de su vida, don Quijote dice una frase conmovedora: "Yo sé quién soy". No es fácil de decir. Con gran frecuencia el "yo social", la imagen que los otros devuelven de mí, usurpa gran parte de terreno del "yo íntimo". Esto ocurre en las personas que están pendientes continuamente de la evaluación de los demás.
Anatomía del miedo, José Antonio Marina
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