viernes, 26 de julio de 2013

Lecciones valiosas para la supervivencia

Escribir un cuento es seguir una pista, más con la intuición que con la conciencia o la voluntad, como sigue un perro un rastro con el hocico pegado a la tierra, cada vez más excitado por algo que solo él percibe. El perro no mira a lo lejos: huele muy cerca, avanza a impulsos rápidos, cambiando de dirección, respirando muy fuerte, ajeno a todo lo que no sea su búsqueda.
Rejuvenece escribir cuentos, después de no haberlo hecho en tanto tiempo. El cuento es un sueño solo parcialmente controlado. Yo tenía una idea antigua y me puse a trabajar en ella, para que ese libro que vuelve a salir ahora, Nada del otro mundo, fuese algo más que una reedición. Se lo había prometido a mi editora. Un cuento de diez o quince páginas, veinte como máximo, imaginaba. Me puse a escribir y los pormenores inesperados afluían sin que yo supiera cómo controlarlos. Esa idea antigua, el científico que trabaja en un laboratorio del sueño. A las cuarenta páginas la historia había avanzado mucho pero el final no estaba cerca. Me detuve una noche en el principio de una conversación, un hombre que le cuenta a otro algo en el bar de un hotel de Bruselas. En ese hotel tuve yo una larga conversación hace casi cinco años con mi hijo Antonio, que había pasado en Bruselas unos meses con una beca de la Comisión Europea. La historia no tenía que ver con aquel viaje ni con aquella conversación, pero las imágenes de entonces proveían el escenario, un cierto tono de confidencia. Antonio y yo caminando y conversando por Bruselas a lo largo de varios días, visitando un museo en el que nos hechizaron sobre todo los cuadros de René Magritte.
Pero la historia ya no cabía en los límites aceptables para completar un libro. Me acosté con jetlag y no podía dormir. Y entonces surgió otra historia, no sé de dónde, en parte del recuerdo y en parte de la imaginación, dos niños que se cuentan al oído historias de miedo en una escuela a mediados de los años sesenta, dos primos. Yo no soy ninguno de los dos: la historia viene del mundo en el que yo crecí pero no de mi propia vida. Era como ver algo objetivamente, en lo que ni mi voluntad ni mi experiencia directa intervenían. Vi una trama posible. Lo vi todo, con todos los detalles, en mi sueño despierto, en mi largo insomnio sin angustia.
Empecé a escribir al día siguiente, sin urgencia, dejándome llevar, quizás de nuevo alarmado por la abundancia de pormenores nuevos que surgían del acto de la escritura misma. Pero este cuento, de trama tan suscinta, resultó que tampoco iba a ser exactamente breve. Una cosa lleva a la otra. Un personaje habla y hay que dejarlo que se explique. Una imagen lleva a otra, y a otra.
En el cuento no hace falta la fortaleza para la larga distancia que exige la novela; no hay tiempo para desalentarse; el final está alentadoramente cerca; el primer impulso no llega a extinguirse. El cuento es una casa prestada en la que se vive una noche, unos pocos días; una ciudad de la que uno se marcha demasiado pronto como para convertirse en residente.
En la novela se gana por puntos, dice Julio Cortázar: en el cuento hay que ganar por K.O.
Escribir cuentos, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 24 de agosto de 2011]
Mañana estará en las librerías la nueva edición de Nada del otro mundo, con dos cuentos añadidos, uno que se publicó en el periódico hace bastantes años, Apuntes para un informe sobre la Brigada de la Realidad, otro inédito que escribí este verano, en un largo rapto de inspiración y laboriosidad, El miedo de los niños. El libro abarca casi mi vida entera de escritor. El primer cuento, El hombre sombra, lo escribí en Granada, en 1983, cuando era funcionario municipal y me presentaba a toda clase de concursos literarios, sin ningún resultado. El último creo que es el que más me gusta de todos. Surgió en mi imaginación casi como un sueño, sin que mi voluntad interviniera demasiado. Me desvelaba inventando detalles que tenían una claridad de recuerdos parcialmente ficticios; recuerdos de alguien cercano a mí pero que no era yo. En algunos momentos se me contagiaba el escalofrío de las cosas que estaba contando.
Al cuento le viene bien la punzada de lo fantástico, la penumbra del miedo. En los cuentos me ha salido con naturalidad algo que me cuesta más en las novelas, que es escribir sobre el tiempo mismo de ahora. Ahora tengo otro entre manos, pero va creciendo demasiado y yo no sé interrumpirlo, y quizás se convertirá en una novela corta. La novela corta me ha parecido siempre la forma perfecta, el tamaño exacto de duración e intensidad. Pero el formato de una historia no depende de uno. Se aparece, como se aparece un poema.
Miguel ha hecho una portada muy buena para esta edición: como una portada de novelilla barata de miedo, de las que veíamos antes en los kioscos; el miedo tan poético de las películas de serie B, el de las historias que nos contábamos en cuanto caía la noche los niños antiguos.
Cuentos de miedo, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 17 de octubre de 2011]

Contamos y escuchamos historias de ficción no para escapar del tedio de la vida real sino por la necesidad instintiva de comprenderla y ordenarla. La placentera evasión que nos procura una buena historia tiene siempre un camino de vuelta, aunque no siempre seamos conscientes de haberlo recorrido. La ficción es muy anterior a la literatura y mucho más universal y más importante que ella. Narradores extraordinarios no han escrito nunca. A lo largo de la mayor parte de la historia humana, ni siquiera han sabido que existía la escritura, ni la han necesitado. La escritura tiene unos cinco mil años, y su fin primordial no fue la transmisión de historias, sino el registro de bienes almacenados y de transacciones comerciales. Los mismos comerciantes que desde hace muchos millares de años llevaban de un lado a otro conchas perforadas, puntas de flechas de pedernal, bloques de lapislázuli o de ámbar, llevarían también consigo historias escuchadas o vividas en territorios lejanos que tendrían siempre una parte de maravilla y otra de familiaridad. Hace unos años, en una exposición sobre la Ruta de la Seda en el Museo de Historia Natural de Nueva York, había una sala en la que podían olerse las especias y los perfumes que transportaban las caravanas, y junto a ella otra en la que se escuchaban historias que llegaron a Occidente de la India y de China siguiendo los mismos caminos: fábulas de animales, leyendas de criaturas y viajes fantásticos. En las novelas del ciclo de los Snopes, Faulkner inventa un personaje que es al mismo tiempo narrador ambulante y vendedor y mecánico de máquinas de coser, V. C. Ratliff. Las vidas de las familias campesinas están muy poco comunicadas entre sí: es Ratliff, en su viejo Ford T, quien va de un lado a otro diseminando los relatos que fortalecen la comunidad gracias a una malla de hilos narrativos. Hace muchos años que no leo Cien años de soledad, pero los dos personajes de los que tengo un recuerdo más claro son narradores ambulantes, buhoneros de mercancías y de historias: el gitano Melquíades y Francisco el Hombre, que tiene uno de los nombres más formidables de la literatura del siglo XX en español, junto al Pepe el Romano de García Lorca.

Las grandes historias no son muchas, y tienen siempre algo de la sólida simplicidad de las mejores herramientas, a las que el tiempo y el uso desgastan mejorándolas, como mejoran los años los rasgos firmes de una cara. Las grandes historias permanecen idénticas a sí mismas por muchas veces que se cuenten y son distintas y originales en cada narración, igual que las grandes canciones. Muchas son inmemoriales: muy pocas han nacido de la imaginación exclusiva de un escritor y han cobrado vida más allá de los libros en las que fueron contadas por primera vez. La historia de don Quijote y Sancho, la del Humbert Humbert y la nínfula vulnerada Lolita, la de la Ballena Blanca y el capitán Ahab. No sé si hay alguna más. No hay muchas más El armazón de lo primitivo sostiene la mayor parte de las mejores narraciones modernas, sean de la novela, del cine, del teatro, de la ópera. El Narrador de Proust, el Hans Castorp de Thomas Mann, el Parsifal y el Sigfried de Wagner, el Nick Carraway de Scott Fitzgerald, el Fabrice del Dongo de Stendhal, son variaciones del joven Telémaco que abandona la protección de su madre y de su isla para aprender las lecciones fundamentales de la vida. La intrépida Jane Eyre es tan la Cenicienta como la Pretty Woman de Julia Roberts o aquellas "reinas por un día" que hacían llorar a nuestras madres y a nuestras vecinas en los remotos concursos de la televisión en blanco y negro.
Pero no creo que haya una historia más primitiva, más angustiosa, más idéntica siempre a sí misma que la de los niños perdidos que sucumben al engaño de un adulto tenebroso, o de un adulto digno de toda confianza que de repente se transforma en un monstruo. Escribo esto y me acuerdo de los cuentos que escuchábamos los niños y los que nos contábamos entre nosotros y también de ese motivo simple e hipnótico de Peer Gynt que silba Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf. La niña sola, que juega en la calle, a la que se le acerca el desconocido, tímido y amable, casi necesitado, en un tenebrismo de ángulos de cámara expresionistas, en una de esas ciudades abstractas que en otros tiempos se reconstruían en los estudios de cine. Una teoría científica es el destilado de una serie suficiente de observaciones y experimentos; en una ficción duradera cristalizan en un solo relato muchas experiencias diversas que tienen una médula común. No hay cultura en la que no existan ficciones porque en la ficción se concentran lecciones valiosas para la supervivencia, igual que en un friso de animales prehistóricos pintados en una cueva se concentran siglos, milenios de observación imprescindible de los animales de los que depende la existencia colectiva. El cuento del niño o de los niños perdidos, del adulto familiar y repentinamente monstruoso, del desconocido que va de paso y ofrece un regalo, es la alarma universal ante un peligro que nunca ha cesado; es el saber heredado de la experiencia que los niños se transmiten entre sí con más eficacia que cuando las historias de miedo se las cuentan los padres.

En España, en Torrelaguna, dos niños aceptan la invitación de un desconocido a subir a su coche. Como en tantos cuentos, son dos hermanos, un niño y una niña. El desconocido arranca y se aleja por caminos perdidos, y acaba aprisionando a los dos hermanos en un pozo seco. La oscuridad, el desamparo, el hambre, el frío, el terror, el frágil consuelo de abrazarse, son inmemoriales: también pertenecen a una crónica de periódico que se publicó no hace ni un mes. En Nueva York, en un vecindario de Brooklyn habitado sobre todo por judíos ultraortodoxos, un niño de nueve años consigue que sus padres le permitan emprender una modesta aventura, en la que ya está el germen del viaje de Telémaco: porque está impaciente por sentir que ya ha crecido los padres no lo esperarán junto a la parada del autobús que lo trae de sus tareas escolares veraniegas, sino en la puerta de casa, muy cerca, a una distancia de siete manzanas, en un barrio donde todo el mundo se conoce. El bosque de los cuentos es la metáfora de la facilidad con que pueden perderse los niños apenas se separan de la mano de sus padres: los árboles amenazadores son las altas piernas de los extraños. En la distancia de siete manzanas el niño que nunca había vuelto solo a casa le pidió ayuda a un adulto que debería de ofrecerle un aspecto afable. Solo hay un paso entre la casualidad y el terror. El adulto amistoso le sonríe al niño y le ofrece llevarlo a casa en su coche y lo que ocurre después valdría más no poder imaginarlo. Que hay monstruos y pozos y castillos de irás y no volverás es una lección que los cuentos llevan milenios enseñándonos.

El miedo de los niños, Antonio Muñoz Molina [El País, 30 de julio de 2011]

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