Sabidurías de la edad
Por la mañana me puse a repasar un poco distraídamente The Dead, que ya tenía leído de la semana anterior, y que es de esas historias que uno cree conocer muy bien. Hacía fresco y sol en la calle y daba gusto asomarse a la ventana y ver la novedad todavía tan reciente del verde en las copas de los ginkgos, airosas como géiseres. Me senté con el libro, el lápiz, el cuaderno, y la historia se apoderó de nuevo tan completamente de mí que tuve que leerla entera de la primera a la última página. Joyce, que amaba tanto la música, no fue nunca tan sinfónico como en este cuento largo o novela corta en el que la ondulación de las palabras lo envuelve a uno y lo lleva hacia adelante y al mismo tiempo cada voz, cada personaje, cada punto de vista, se distingue con tanta claridad como los solos de los instrumentos. ¿Cuánta gente cabe en tan pocas páginas, cuántas palabras, cuántas emociones dichas y no dichas, cuántas historias que se esbozan visiblemente o que avanzan por debajo, y sólo se atisban un momento si uno presta atención? La nieve es ese motivo como casual que suena desde el principio aquí y allá y que al final, en el sonido formidable de toda la orquesta, se revela como el tema decisivo.
Por la tarde, en la clase, alguien apunta un dato demoledor: esta maravilla de escritura exacta y de sabiduría sobre el paso del tiempo, sobre la duración y el deterioro del amor, la escribió un hombre de 25 años. Dije: “Yo creo que lo mejor que hacemos es rendirnos y marcharnos del aula”. Veinticinco años. Eso sí que es joven narrativa. Y entonces me acordé de que cuando John Huston hizo su película insuperable sobre esta historia que Joyce había escrito tan joven era un hombre viejo y muy enfermo que iban en silla de ruedas y tenía la respiración asistida. Dos ingredientes fundamentales del talento, la imaginación y la memoria, se van mezclando de maneras distintas a lo largo de la vida.
Escrito en un instante, Antonio Muñoz Molina
Gabriel no
había salido a la puerta con los demás.
Se quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la
escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las sombras
también. No podía verle a ella la cara, pero
podía ver retazos del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía
parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo algo.
Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también.
Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal,
unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de
captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había
misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera
oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El
sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra
y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve.
Lejana
Melodía llamaría él al cuadro, si fuera pintor.
Cerraron la
puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán riendo
todavía.
-¡Vaya con
ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!
Gabriel no
dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su
mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz
y el piano.
Gabriel
levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo
tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz.
La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante,
subrayaba débilmente las cadencias de aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor:
Oh, la
lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y el rocío
moja la piel de mi cara,
Mi hijo yace
aterido de frío...
[La historia de Irlanda dibujada en una canción]
-Ay -exclamó
Mary Jane-. Es Bartell D'Arcy cantando y no quiso cantar en toda la noche. Ah,
voy a hacerle que cante una canción antes de irse.
-Oh, sí,
Mary Jane -dijo tía Kate.
Mary Jane
pasó rozando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar allá
la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.
-¡Ay, qué
pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel oyó
a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás venían
Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan.
-¡Oh, Mr
D'Arcy -exclamó Mary Jane-, muy
egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos le oíamos arrobados!
-He estado
detrás de él toda la noche -dijo Miss O'Callaghan- y también Mrs Conroy, y nos
decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.
-Ah, Mr
D'Arcy -dijo la tía Kate-, mire que decir tal embuste.
-¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una
rana? -dijo Mr D'Arcy grosero.
[Este comportamiento es justo una parte importante de
la crítica del Mr Conroy en su discurso]
Entró
apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante ruda respuesta, no
hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas a todos
de que olvidaran el asunto. Mr D'Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con
cuidado.
-Es el
tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.
-Sí, todo el
mundo tiene catarro -dijo tía Kate en seguida-, todo el mundo.
-Dicen -dijo
Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí esta
mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.
-A mí me
gusta ver la nieve -dijo tía Julia con tristeza.
-Y a mí
-dijo Miss O'Callaghan-. Yo creo que las Navidades no son nunca verdaderas
Navidades si el suelo no está nevado.
-Pero al pobre de Mr D'Arcy no le gusta la nieve -dijo
tía Kate sonriente.
Mr D'Arcy
salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado y en son de arrepentimiento les
hizo la historia de su catarro.
Cada uno le
dio un consejo diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y lo
urgieron a que se cuidara mucho la garganta del sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la
conversación. Estaba de pie debajo del reverbero y la llama del gas
iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella secar al fuego
unos días antes. Seguía en
su actitud y parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor.
Finalmente, se volvió y
Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una
súbita marca de alegría inundó su corazón.
[Las dos esferas: la pública y la privada. Lo que uno
dice y lo que está pensando o recordando. Mr Conroy aún no sabe qué recuerdos
ha provocado esa canción en su esposa. Sabe que hay algo que la ha emocionado y
ha cambiado su humor. A él le ha gustado contemplarla así]
-Mr D'Arcy
-dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
-Se llama La joven de Aughrim
-dijo Mr D'Arcy-, pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La conoce?
-La joven de
Aughrim -repitió ella-. No podía recordar el nombre.
-Linda
melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.
-Vamos, Mary
Jane -dijo tía Kate-. No
importunes a Mr D'Arcy. No quiero que se vaya a poner bravo.
Viendo que
estaban todos listos para irse comenzó a pastorearlos hacia la puerta donde se
despidieron:
-Bueno, tía
Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.
-Buenas
noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta! -
Buenas
noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.
-Ah, buenas noches, Gretta, no te
había visto.
[Lo esperaban a él, no a ella. Ella es sólo su esposa
y no parece que la tengan en consideración. Esta es una cuestión interesante:
los bienvenidos a la fiesta, los invitados “útiles”, los compromisos, los que
uno preferiría no tener que invitar.
Los invitados a los que se les permiten las
insolencias y los que no.]
-Buenas
noches, Mr D'Arcy. Buenas noches, Miss O'Callaghan.
-Buenas
noches, Miss Morkan. -Buenas noches, de nuevo. -Buenas noches a todos.
Vayan con
Dios. -Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era
oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo
parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban
retazos de nieve sobre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de
los alrededores. Las lámparas ardían todavía con un fulgor rojo en el aire
lóbrego y, al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía
amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr Bartell D'Arcy, sus
zapatos en un cartucho bajo el brazo, sus manos levantando la falda del fango.
No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de Gabriel brillaban de felicidad.
La sangre golpeaba en sus venas; y los pensamientos se amotinaban en su
cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él
deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto
y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de
cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta
juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de
té del desayuno, un sobre color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los
pájaros piaban en la enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje
cabrilleaba sobré el piso: era tan feliz que no podía probar bocado. Estaban en
la concurrida plataforma y él deslizaba un billete en la cálida palma recóndita
de su mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intemperie, mirando por
entre los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas ante un horno
rugiente. Hacía mucho frío. Su cara, reluciente por el viento helado, estaba
muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la atención al hombre del
horno:
-Señor, ¿ese
fuego, está caliente?
Pero el
hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con
toda seguridad le habría respondido groseramente.
Una ola de
una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido torrente
por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar
su memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría
nunca. Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle
olvidar su aburrida existencia juntos y que rememorara solamente los momentos
de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella.
Los hijos sus escritos, su labor de ama de casa no habían apagado el tierno
fuego de sus almas. En una carta que le escribió por aquel tiempo, él le decía:
¿Por qué palabras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay
una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?
Como una melodía lejana estas palabras que
había escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se
hubieran ido, cuando estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel,
entonces estarían juntos y a solas. La llamaría quedamente:
[Lo triste es que lo que ha despertado en él el deseo
de tenerla es advertir que estaba como ausente, melancólica, arrobada por el
recuerdo de otro. La quiero ahora que sé que la puedo perder o la estoy
perdiendo o ya la he perdido.
Lo triste es que el encuentro no se produce porque lo
más importante que nos pasa ocurre en nuestra conciencia y es juego de nuestra
imaginación.
Él piensa: esta noche Gretta está enamorada y se me va
a entregar. Pero lo cierto es que Gretta ha descendido al Hades y está en los
brazos de otro]
-¡Gretta!
Tal vez no
lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz llamaría
su atención. Se volvería ella a mirarlo.. , En la esquina de Winetavern Street
encontraron un coche. Se
alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conversación.
Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban apenas, señalando a un edificio o
a una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la
caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando a alcanzar el
barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el
coche atravesaba el puente de O'Connell, Miss Callaghan dijo:
-Dicen que
nadie cruza el puente de O'Connell sin ver un caballo blanco.
-Yo veo un
hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.
-¿Dónde?
-preguntó Mr Bartell D'Arcy.
Gabriel
señaló a la estatua, en la que había parches de nieve. Luego, la saludó
familiarmente y levantó la mano.
-Buenas
noches, Daniel -dijo, alegre.
Cuando el
coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas de
Mr Bartell D'Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El
hombre lo saludó y dijo:
-Próspero
Año Nuevo, señor.
-Igualmente
-dijo Gabriel, cordial.
Ella se
apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera,
dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan
levemente como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces:
feliz de estar con ella,
orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar
tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y
perfumado, produjo en él un agudo latido de lujuria. Aprovechándose de
su silencio, le apretó el brazo a su costado; y al detenerse a la puerta del
hotel, sintió que se
habían escapado a sus vidas y a sus deberes, escapado de la familia y de los
amigos, y se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y salvajes, en busca
de una aventura nueva.
[Lo privado casi siempre ocurre estando solo. Ni
siquiera en compañía de quien mejor nos conoce.]
Un viejo
dormitaba en uno de los grandes sillones de orejas en el vestíbulo. Encendió él
una vela en la oficina y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en
silencio, sus pies pisando sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella
subía detrás del portero, su cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles
hombros encorvados como por una pesada carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de
sus caderas para obligarla a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla
y solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía bajo
control el impulso de su cuerpo. El portero se paró en las escaleras a
enderezar la vela que chorreaba. Se detuvieron detrás de él. En el silencio,
Gabriel podía oír la esperma derretida caer goteando en la palmatoria, tanto
como el latido del corazón golpeando sus costillas.
El portero
los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego, puso su
inestable vela en una mesita de noche y preguntó que a qué hora querían los
señores despertarse.
-A las ocho
-dijo Gabriel.
El portero
señaló para el botón de la luz y empezó a murmurar una disculpa, pero Gabriel
lo detuvo.
-No queremos luz. Hay bastante con la de la calle.
Y yo diría
-dijo, señalando la vela- que puede usted, amigo mío, librarnos de tan orondo
instrumento.
El portero
cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, ya que se había sorprendido de idea
tan novedosa. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el
pestillo.
La fantasmal
luz del alumbrado público iluminaba el tramo de la ventana a la puerta. Gabriel
arrojó abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la
ventana. Miró abajo hacia la calle para calmar su emoción un tanto. Luego, se
volvió a apoyarse en un armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa y se
paró delante de un gran espejo movible a zafarse el vestido. Gabriel se detuvo
a mirarla un momento y después dijo:
-¡Gretta!
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el
cuadro de luz para acercarse. Su cara lucía tan seria y fatigada que las
palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel.
No, no era el momento todavía.
-Se te ve
cansada -dijo él.
-Lo estoy un
poco -respondió ella.
-¿No te
sientes enferma ni débil?
-No,
cansada: eso es todo.
Se fue a la
ventana y se quedó allá, mirando para fuera. Gabriel esperó de nuevo y luego,
temiendo que lo ganara la indecisión, dijo, abrupto:
-¡Por
cierto, Gretta!
-¿Qué es?
-¿Tú conoces
a ese pobre tipo Malins? -dijo rápido
. -Sí. ¿Qué
le pasa?
-Nada, que el pobre es de lo más decente, después de
todo -siguió Gabriel con voz falsa-. Me devolvió el soberano que le presté y no
me lo esperaba, en absoluto. Es una pena que no se aleje de ese tipo Browne,
pues no es mala persona.
Temblaba,
molesto. ¿Por qué parecía ella tan distraída? No sabía por dónde empezar.
¿Estaría
molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él
por sí misma! Tomarla así como estaba sería bestial. No, tenía que notar un
poco de pasión en sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.
-¿Cuándo le prestaste la libra? -preguntó ella después de una pausa.
[Una conversación de enamorados, ya lo creo. Dos
personas que se desean y se buscan para hacer el amor. Somos muy torpes a la
hora de expresar nuestros sentimientos y deseos]
Gabriel
luchó por contenerse y no arrancar a maldecir brutalmente al estúpido de Malins
y su libra. Anhelaba
gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo contra el suyo,
dominarla. Pero dijo:
-Oh, por
Navidad, cuando abrió su tiendecita de tarjetas de felicitaciones en Henry
Street.
Sufría tal
fiebre de rabia y de deseo que no la oyó acercarse desde la ventana. Ella se
detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndose de pronto en
puntillas y posando sus manos, leve, en sus hombros, lo besó. -Eres tan
generoso, Gabriel -dijo.
[¿Está ella pensando en él al decir eso?]
Gabriel,
temblando de deleite ante su beso súbito y la rareza de su frase, le puso una
mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los
dedos. El la-vado se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando
lo deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos
corrían acordes con los suyos. Quizás ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba
dentro y su estado de ánimo imperioso la había subyugado. Ahora que ella
se le había entregado tan fácilmente se preguntó él por qué había sido tan
pusilánime.
Se puso en
pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Luego, deslizando un brazo
rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
-Gretta querida, ¿en qué piensas?
No respondió
ella ni cedió a su abrazo por entero.
De nuevo
habló él, quedo:
-Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te
pasa.
¿Lo sé? No
respondió ella enseguida. Luego, dijo en un ataque de llanto:
-Oh, pienso
en esa canción, La joven de Aughrim.
Se soltó de
su abrazo y corrió hasta la cama y, tirando los brazos por sobre la baranda,
escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la
siguió.
Cuando cruzó
frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la camisa,
relleno, la cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un
espejo y sus relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de
ella y le dijo:
-¿Qué ocurre
con esa canción? ¿Por qué te hace llorar? Ella levantó la cabeza de entre los
brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más
bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:
-¿Por qué,
Gretta? -preguntó.
-Pienso en
una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
-¿Y quién es
esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.
-Una persona
que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela -dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de
nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle
con furia en las venas.
-¿Alguien de
quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente.
-Un muchacho
que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey.
Cantaba esa
canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera
que estaba interesado en su muchacho delicado.
-Tal como si
lo estuviera viendo -dijo un momento después-. ¡Qué ojos tenía: grandes,
negros! ¡Y qué expresión en ellos..., qué expresión!
-Ah,
¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel. Salía con él a pasear -dijo
ella-, cuando vivía en Galway.
Un
pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
-¿Tal vez
fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? -dijo fríamente.
Ella le miró
y le preguntó, sorprendida:
-¿Para qué?
Sus ojos
hicieron que Gabriel sintiera desazón. Encogiendo los hombros dijo:
-¿Cómo voy a
saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la
mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.
-El está
muerto -dijo ella al rato-. Murió cuando apenas tenía diecisiete años. ¿No es
terrible morir así tan joven?
-¿Qué era
él? -preguntó Gabriel, irónico todavía.
-Trabajaba
en el gas -dijo ella.
Gabriel se
sintió humillado por el fracaso de su ironía y ante la evocación de esta figura
de entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él había estado lleno
de recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo, ella lo
comparaba mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de sí
mismo. Se vio como una figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un
nervioso y bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes,
idealizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había
visto momentáneamente en el espejo. Instintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera ver la
vergüenza que le quemaba el rostro.
[No podemos ver dentro de otro, saber lo que está
pensando.
Tampoco podemos saber de sus sentimientos: vergüenza,
dolor, envidia, rencor, deseo, culpa, indiferencia, celos.
Sólo podemos fijarnos, interesarnos y estudiar su
comportamiento con el objeto de saber más, de conocer más, de provocar un
encuentro.
Un encuentro en una esfera que no es sólo física. ]
Trató de
mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era
indiferente y humilde.
-Supongo que
estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta -dijo.
-Me sentía
muy bien con él entonces -dijo ella.
Su voz
sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de llevarla más lejos de lo
que se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también triste:
-¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
-Creo que murió por
mí -respondió ella.
Un terror
vago se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en que
confiaba triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él,
reuniendo las fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sacudió
libre con un esfuerzo de su raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano.
No la interrogó más porque sentía
que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba húmeda y
cálida: no respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola tal como
había acariciado su primera carta aquella mañana de primavera.
-Era en
invierno -dijo ella-, como al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi
abuela para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje
de Galway y no lo dejaban salir y ya le habían escrito a su gente en
Oughterard. Estaba decaído, decían, o cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una
pausa para suspirar.
-El pobre
-dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan gentil. Salíamos a caminar, tú sabes,
Gabriel,
como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por su salud.
Tenía muy
buena voz, el pobre Michael Furey.
-Bien, ¿y
entonces? -preguntó Gabriel.
-Y entonces,
cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento, él estaba mucho peor y no me dejaban ni ir a verlo, por lo
que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el
verano y que esperaba que estuviera mejor para entonces.
Hizo una
pausa para controlar su voz y luego siguió: -Entonces,
la noche antes de irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las
Monjas, haciendo las maletas, cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El
cristal estaba tan anegado que no podía ver, por lo que corrí abajo así como
estaba y salí al patio y allí estaba el pobre al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le
dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué
que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero él me dijo que no quería seguir viviendo.
¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo! Estaba parado al final del jardín
donde había un árbol.
-¿Y se fue?
-preguntó Gabriel.
-Sí, se fue.
Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo
enterraron en Oughterard, de donde era su familia.
¡Ay, el día
que supe que, que se había muerto!
Se detuvo,
ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emoción, se tiró en la cama bocabajo,
a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber
qué hacer, y luego, temeroso
de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y se fue, quedo, a
la ventana.
Ella dormía
profundamente.
Gabriel,
apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su
boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en
la vida:
un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey
desafió la muerte.
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño
colgaba hasta el piso. Una bota se
mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada a su lado. Se extrañó ante sus emociones
en
tropel de una hora atrás. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia!
Ella, también, sería muy pronto una sombra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba
Ataviada para el casorio. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el
negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose
la nariz mientras le
contaba de
qué
manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las
usuales, inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
[¿De
qué podemos estar seguros? ¿Qué nos despierta el deseo y qué nos lo apaga?
¿Cómo
estar seguros de que somos nosotros los que provocamos el deseo de nuestra
pareja? ¿Quién nos asegura que la persona con la que compartimos nuestra vida
no está con nosotros por interés o por cualquier otro motivo bien lejos del
amor?
El
fingimiento y la hipocresía en la esfera pública y privada.
¿Qué
es lo que importa de verdad?
Haber
experimentado el amor y la satisfacción de haber contribuido en el crecimiento
personal de otro.
Importa
lo que hemos sentido y lo que hemos hecho sentir]
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se
echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la
vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante
años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
[Queremos
provocar ese sentimiento pero no queremos pasar audaces al otro mundo.
Nadie
desea morir como Michael Furey.
Desde
luego, nadie desea darse cuenta de que el amor de su compañera es un amor
fantasma, que se sustenta en un ideal inalcanzable.
Uno
quiere ser el centro de la vida de otro. Quiere llenar su vida de momentos
agradables y estar, sobre todo, en los momentos difíciles. Uno quiere sentir
que es útil y contribuye a la felicidad de su compañero.
Uno
quiere pensar que no está solo, a pesar de todo.]
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por
ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor.
A sus ojos las lágrimas
crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre,
joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se
había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía
aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo
impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía
consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba.
Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas,
caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael
Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso,
sobre todos los vivos y sobre los muertos.
[Morimos solos. Nadie nos acompañará en ese viaje.
¿Qué quedará de nosotros
más allá de la memoria de los que nos hayan sobrevivido?
Los buenos momentos que
hayamos compartido y lo que hayamos contribuido a hacer crecer a los demás –si acaso lo logramos]
Los muertos, James Joyce
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