miércoles, 17 de julio de 2013

Lo que conozco de mí mismo es mi propia maldad



El cementerio de Tübingen por Ibon Zubiaur, [letraslibres, diciembre 2003]
Friedrich Hölderlin, Obra completa en poesía, edición bilingüe, Traducción Federico Gorbea
La proximidad del mal, por Ibon Zubiaur [letraslibres, marzo 2004]
Citas de Demasiada felicidad, colección de relatos de Alice Munro




En el cementerio de Tübingen, no muy lejos del centro y detrás de algunos edificios emblemáticos de la universidad, está enterrado Friedrich Hölderlin. Él es sin duda la mayor celebridad local: fue aquí donde compuso algunos de sus más ambiciosos poemas; fue aquí donde, en la juvenil e irrepetible compañía de Schelling y Hegel, puso las bases de lo que sería uno de los momentos estelares de la historia del espíritu, el idealismo alemán; fue aquí, en fin, y quizá sobre todo (pues esto es lo que le ha elevado a la leyenda), donde vivió en la extraña soledad de la locura los 43 años finales de su vida, en la coqueta torre habilitada por el carpintero Zimmermann que hoy es el más acreditado icono de la ciudad. Es comprensible que el mito de Hölderlin impregne Tübingen, aunque no se han llegado a hacer bombones con su efigie. También es comprensible que los forasteros comencemos la visita al cementerio buscando su tumba, situada en un extremo junto al muro. El monolito no es hermoso, aunque conmueva la dedicatoria de su afecto hermano —hermanastro modélico—, y los versos al flanco no le desmerezcan; bastante más poético es el fresno que se eleva por encima, cubriéndolo con sus irregulares ramas. Las ofrendas dejadas por los visitantes son muy variadas, como corresponde a un acto que conjuga lo privado y lo ritual. Suele haber flores, desde luego; a veces versos y hasta en ocasiones fotos o dibujos, de un modo que ha llegado a recordarme ese hippismo kitsch que ejemplifica, por ejemplo, la tumba de Jim Morrison en Père Lachaise. Pero esta última vez, en pleno otoño, acababan de limpiar la tumba; se destacaban sólo, acordes con los símbolos de la estación, castañas y dos caracoles sobre el mármol. El cementerio acoge otros nombres de cierta fama. A pocos metros de Hölderlin yace Eduard Spranger. Más arriba, en el extremo superior de la ladera, Ludwig Uhland, posiblemente el autor más relevante nacido en la ciudad; en su tumba y la de su esposa, coronadas también por sendos fresnos, destaca la ausencia de cruces y su ostensiva sustitución por una estrella que imagino ser masónica. Otros nombres a los que orientan flechas de madera me son desconocidos. Ernst Bloch no está enterrado aquí, sino en el viejo cementerio al sur, en Derendingen. También en el extremo superior, pero hacia la derecha, están las tumbas de los que cayeron en la Gran Guerra. El monumento que quiere homenajearles perpetúa con su estética maciza ese militarismo contumaz que les condujo aquí: "A los héroes de la Guerra Mundial 1914-1918"; preside la dedicatoria un busto de soldado, con el casco puesto. Si uno vuelve la vista al suelo, la impresión es distinta. Las hileras monótonas de placas son un canto mudo a la desolación. Cada una ostenta, con sucinta gravedad, un nombre y dos fechas apenas. La mayoría no pasaban de los veinte y pocos años cuando fueron convocados —a menudo alistándose por propia voluntad y llenos de entusiasmo— a una carnicería tras la que sólo los locos y canallas serían capaces de apelar al romanticismo del combate. El precio de ese aprendizaje, por lo demás inútil, hubo de ser la inmolación de casi una generación entera. Escondido en el último recodo de este camposanto, arriba a la derecha, está el "Campo de entierro x". Para esta denominación y casi todo lo que sigue traduzco del cartel frente a la entrada, el más reciente logro, como se verá, de una batalla singular por la memoria. El "Campo de entierro x" sirvió desde 1849 a 1963 al Instituto Anatómico de la Universidad de Tübingen, cuya Facultad de Medicina sigue siendo hoy una de las punteras. También la ciencia tiene sus vertederos. Éste lo era para los cuerpos humanos usados en experimentos, preparados, disecciones, y otras tareas necesarias en la formación de un médico. Entre el 30 de enero de 1933 y el 8 de mayo de 1945, como informa el cartel con precisión casi pedante, se enterraron aquí los restos de 1077 personas, con la importante peculiaridad de que la mitad de ellas habían sido asesinadas directa o indirectamente, en juicios sumarísimos o "campos de trabajo". Huelga decir que nunca fueron consultadas sobre su servicio póstumo a la ciencia médica; otros ejemplos de la obsesión nazi por optimizar recursos, incluyendo el aprovechamiento de cadáveres, son sobradamente conocidos. Entre esas 517 personas había hombres y mujeres, alemanes y extranjeros. Eugen Sigist y Daniel Seizinger fueron condenados en 1942 por difundir un periódico clandestino. Willi Fröhle había expresado sus dudas sobre la victoria en la guerra; una denuncia le llevó a la guillotina. 156 de los muertos eran prisioneros de guerra o esclavos, básicamente rusos y polacos. El más joven de todos ellos, Wladislaus Mendrala, tenía quince años cuando fue ejecutado por haber entablado relación con una chica alemana, uno de los delitos más sañudamente perseguidos. No consta hasta dónde alcanzó la relación, ni si, como querría la fantasía romántica, eran bellos y audaces (sabían lo que se jugaban). Es posible que fueran vulgares e inconscientes. Su huida de la soledad no sería por ello menos valiosa, ni la muerte de él menos execrable. Tras la capitulación nazi esta historia, como tantas otras, fue entregada al olvido. En 1952 se erigieron en el "Campo x" tres cruces de piedra sin más indicaciones. En 1963 fue colocada una losa de piedra cuya inscripción es un ejemplo más del laconismo casi críptico que en gran medida ha caracterizado el tratamiento del pasado en Alemania: "Aquí descansan varios cientos de personas de distintos pueblos que encontraron una muerte violenta en campos y centros de nuestro país". De 1980 son las seis placas de bronce con los 517 nombres identificados de las víctimas, en orden alfabético. Sólo en 1990 se enterraron también todos los preparados y restos humanos cuyo origen criminal no se podía descartar tajantemente: como el cartel cree necesario subrayar, hasta esa fecha habían seguido sirviendo a los estudiantes de medicina. Se colocó también una nueva placa, que traduzco: "Deportados esclavizados vejados/ víctimas de la arbitrariedad o de un derecho cegado/ de sus cuerpos aún/ exigió uso una ciencia/ que no atendía al derecho y la dignidad del hombre/ Que esta piedra sea una exhortación para los vivos/ La Universidad Eberhard-Karl de Tübingen/ 1990". Una semana después de su instalación, esta placa fue destrozada y las que contienen los nombres de las víctimas pintadas con cruces gamadas; hubo de remplazarse la primera y limpiar las otras. De 1993 es el cartel junto a la entrada del que tomo estas notas, firmado por la Ciudad de Tübingen y la universidad. Salvo por las placas y el seto que envuelve las cruces y la inscripción más antigua, el "Campo x" es un jardín discreto y apartado. Se alzan en él un par de tilos y otros tantos abedules. Un camino de grava lo recorre por el centro; desde él pueden leerse los mensajes y los nombres. Copio el final de la lista, respetando algún evidente error de trascripción: " Zaviska Ceslaw/ Ziach Michael/ Zimba Afanast/ Zeller/ Zoller Franz/ 11 desconocidos". La muestra es, desde luego, insuficiente. Copiar todos los nombres no es posible y poco añadiría. Cada uno es lo que queda de una vida arrebatada, su escueta seña a los que estamos vivos. A partir de expedientes de encierro, Michel Foucault quiso escribir un libro titulado La vida de los hombres infames; declaraba cómo "mi sueño habría sido restituirlas en su intensidad analizándolas". El cementerio en Tübingen está abierto todos los días; en los meses de invierno, mientras hay luz.
El cementerio de Tübingen por Ibon Zubiaur, [letraslibres, diciembre 2003]

Friedrich Hölderlin, Obra completa en poesía, Edición bilingüe, Traducción Federico Gorbea





El problema del mal ha fascinado desde siempre. Quizá porque su génesis y su discernimiento siguen siéndonos fundamentalmente un misterio, aunque el esquema maniqueo vuelva a hacer furor en la política (la nacional y la internacional) y se haga acompañar por épicas bien definidas como en El señor de los anillos. Entiendo que resulta siempre saludable recelar de simplificaciones dualistas. Los ejemplos extremos tienen la virtud de iluminar, o a su vez el inconveniente de abrumar; introducen, en suma, una distorsión de perspectiva que puede no ser siempre del todo inocente. Confío en ilustrar un tanto este problema desplegando una pequeña anécdota, que tomo de un autor desconocido. Como se entenderá a la luz de lo anterior, la elección de escenario es consciente y deliberada. Mi propósito es reajustar las dimensiones. En su libro Umschlagplatz, Jaroslaw Marek Rymkiewicz trata de representarse física y moralmente la plaza así llamada, frente al gueto de Varsovia, desde las que partían los vagones a los campos de exterminio. Del libro tomaré sólo esta historia, que relata una conocida del autor. Esta mujer vivía durante la ocupación justo al lado del gueto, en una calle en que la zona "aria" y la "judía" estaban separadas sólo por alambradas. A pesar de la vigilancia, las alambradas presentaban siempre estrechos huecos por los que a diario se aventuraban niños en busca de comida: uno de tantos recursos desesperados para paliar el hambre en sus familias hacinadas. Los niños eran regular y literalmente cazados por las patrullas de policías letones. La mujer cuyo testimonio reproduzco afirma que su vida entera iba a quedar marcada por lo que vio en aquel tiempo; sin embargo, y reveladoramente, no detalla el horror masivo al que asistió. Cuenta sólo esta anécdota, a cuyo mínimo carácter quiero atribuirle yo potencia metonímica. Me atrevo a sostener que en ella se contiene, en sus reales dimensiones, el problema del mal. Es un día corriente en la calle referida. Como en tantas otras ocasiones, un niño asoma su cabeza y cruza trabajosamente la alambrada. Varios polacos "arios" son testigos de la escena, pero no hay policías cerca. De pronto, una mujer avista al niño y comienza a gritar desaforadamente: "¡Un judío! ¡¡Un judío!!" Rymkiewicz se detiene casi con morosidad en esta escena. Intenta comprender la lógica de esta mujer. Puede que se tratase, dice, de una antisemita, que deseaba realmente el exterminio de los judíos (también el de los niños): sin duda no faltaba gente así en Polonia. O puede ser que obrase con acuerdo a algún tipo de cálculo: el colaboracionismo acoge múltiples razones. Pero prefiere descartar estas explicaciones programáticas. Lo que a Rymkiewicz le fascina de este acto (como a mí) es su carácter casi con seguridad irreflexivo y gratuito. Podemos entender, dice, la lógica de aquéllos que chantajeaban a judíos escondidos: sencillamente, querían su dinero. O incluso la de aquellos que decían denunciar por miedo, o por salvar a su familia, o en la esperanza de ganarse algún favor de los verdugos: ni la vileza ni la cobardía son irracionales. Pero lo que caracteriza a esta pequeña escena, para Rymkiewicz (como para mí), es que no había nada amenazando a esta mujer, ni podía esperar ganancia alguna. Simplemente (me atrevo a aventurar) reclamó un castigo para el pequeño trasgresor (judío, no lo olvidemos): quería que alguien disparase sobre él. En su comparativa pequeñez, quizá la anécdota pueda ayudar a iluminar este fenómeno moral inveteradamente esquivo. La adecuación de la escala no sólo lo muestra con mayor pureza, sino que lo despoja de su alteridad aurática: de ahí su potencia y su carácter inquietante. Sugerir, como estoy haciéndolo, que el mal puede brotar así, espontáneamente, un poco como por descuido o inconsciencia, es algo que suele escandalizar a muchos. Hannah Arendt suscitó un revuelo incluso ofensivo al titular su extraordinario libro sobre Eichmann La banalidad del mal: la fórmula se ha malinterpretado y denigrado tanto que su operatividad es ya dudosa, y sin embargo sigue pareciéndome adecuada. Nadie pretende sostener (al menos Arendt, ni yo mismo) que el mal carezca de importancia, ni mucho menos volverlo exculpable: de hecho, la implicación es casi exactamente la contraria. Lo que parece exasperar es la constatación fundada de que Adolf Eichmann, responsable de la deportación hacia su muerte de millones de personas, no era un monstruo en ninguno de los sentidos discernibles y relevantes de la palabra, sino un gestor estúpido y vulgar (el escándalo parece también estar relacionado con otras constataciones de Arendt, como la de que la mayoría de las víctimas fueran llevadas a la muerte sin que interviniera un solo soldado nazi, o la de que allí donde hubo una resistencia civil decidida se interrumpieron las deportaciones). Igualmente albergo la convicción (sin duda indemostrable, como su negativa, pero altamente verosímil a tenor de la psicología social) de que nuestra señora de la anécdota no era un monstruo, sino alguien vulgar, quizás a lo sumo buena cocinera o cariñosa con los gatos. Su acto seguramente fue monstruoso, pero lo ilustrativo de la anécdota, lo verdaderamente turbador, es que no cuesta tanto atribuírselo a millones. El libro de Rymkiewicz no deja de formular en este punto la pregunta que instintivamente asaltará a muchos lectores: ¿qué pasó con el niño? Oh, se nos responde casi con despego, nada. Un transeúnte se lanzó sobre aquella mujer para abofetearla y llevársela de allí; no apareció ningún gendarme. En cierto modo, es lógico que no se preste demasiada relevancia a esta continuación, que está lejos de ser un final feliz: antes o después, el niño iba a morir de hambre o de epidemia, ametrallado o gaseado, como medio millón de semejantes encerrados en el gueto. Y sin embargo, este segundo acto brinda aproximadamente el polo opuesto del primero. ¿Qué ocurrió en la cabeza de ese hombre? Su conducta no estaba en absoluto exenta de riesgos: proteger a un judío conllevaba, en la Polonia ocupada, la pena de muerte. Es posible que fuera un miembro activo de la resistencia, incluso uno de los que (no eran tantos) ayudaba expresamente a los del otro lado. Pero no es muy difícil descartarlo: hubiese sido una razón de peso para no exponerse en tal momento. Aquí también es más probable que se tratase de un acto reflejo y de un hombre normal (igual que la mujer era seguramente una mujer normal). Ahora bien: si aceptamos que ambos eran normales y espontáneamente obraron de manera tan opuesta, es que la libertad moral existe, incluso al lado mismo del infierno. Esta tesis, que para algunos es la enunciación de una esperanza, adquiere para otros el cariz molesto de un mandato. Hago clara mi pertenencia a los primeros. Pero hay quienes prefieren aferrarse a la sentencia de que aquella mujer, que gritaba a la vista de un niño esclavizado y hambriento, era un monstruo (como Eichmann). Su corolario, personalizado hasta mostrar la base del alivio, rezaría entonces: ni yo ni mis conocidos hubiésemos reaccionado así. Probemos ahora, a fin de ser exhaustivos, la afirmación simétrica: tanto yo como mis conocidos hubiésemos reaccionado como el hombre. Si todos pueden sostener esto en voz alta, confieso la inutilidad de cuanto estoy diciendo. Pero si al enunciarlo siente uno rondar cierto desasosiego, quizá estemos captando algo mejor lo hiriente del problema. La inquietante proximidad del mal. Su turbadora cercanía.
La proximidad del mal, por Ibon Zubiaur [letraslibres, marzo 2004]


Never underestimate the meanness in people’s souls…Even when they’re being kind…especially when they’re being kind (“Nunca subestimes la maldad en el corazón de las personas. Incluso cuando son amables…especialmente cuando son amables”) 
In your life there are a few places, or maybe only the one place, where something happened, and then there are all the other places (“En tu vida hay algunos lugares, o tal vez EL único lugar, en el que algo pasó, y luego están todos los demás”). 
Always remember that when a man goes out of a room, he leaves everything in it behind…When a woman goes out she carries everything that happened in that room with her (“Recuerda siempre que, cuando un hombre sale de una habitación, deja atrás todo lo que hay en ella…Cuando una mujer sale, se lleva consigo todo lo que pasó en esa habitación”). 
Alice Munro; Demasiada felicidad


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