domingo, 28 de julio de 2013

Y usted de dónde viene

La literatura es imaginarse o querer averiguar lo que está al otro lado: más allá del umbral de la habitación, detrás de la puerta entornada que nuestra mano empujará o de la puerta cerrada con una llave que tal vez nos estará prohibido buscar; al otro lado de un río, detrás de una silueta azul de montañas. La literatura es contar lo que hemos encontrado a lo largo del camino elegido e imaginar lo que habríamos podido encontrar si hubiéramos escogido el otro, "the road not taken", en la hermosa expresión del poeta Robert Frost, si nos hubiéramos quedado con la otra mujer ya quimérica del poema de Yeats. Lo que hay a este lado, lo que nos parece que somos sin incertidumbre, lo que tenemos, merece sin duda una atención cuidadosa. Pero es precisamente esa atención a lo familiar la que nos revela en él la presencia de lo desconocido, las fronteras invisibles del otro lado de las cosas.
Cuando hablo de literatura no me refiero sólo a literatura de ficción. Literatura es contar el mundo con palabras, contar lo que existe y lo que no podría nunca existir, lo que nos ha sucedido y lo que nos pudo suceder tan sólo si el azar hubiera introducido un cambio mínimo en la trama de la vida. Lo que ahora se divide tan crudamente en las listas de ventas entre ficción y no ficción -¿pero cómo puede nombrarse a algo por lo que no es?- responde a las mismas fronteras que Aristóteles estableció entre la Poesía y la Historia, sobre las que tan agudamente reflexionó Cervantes en un libro tan fronterizo como el Quijote . Nosotros llamamos ficción a lo que Cervantes, lector de Aristóteles, llamó poesía: el relato de las cosas no como realmente fueron sino como pudieron o debieron ser. La historia, la narración de lo real, a nosotros se nos ha vuelto mucho más amplia, en la medida en que el método científico ha dilatado el campo de nuestros conocimientos y nos ha permitido conocer algunas de las leyes de la naturaleza. Por los mismos años en que Cervantes empezaba a conocer el éxito de su novela (que tristemente nunca lo sacó de pobre) y planeaba con cierta pereza la segunda parte, Galileo miraba por primera vez los cráteres de la Luna y las lunas de Júpiter gracias a la lente de su telescopio, y al mismo tiempo que inventaba el método experimental registraba sus descubrimientos con una escritura tan clara y tan bella que sería injusto no calificarla de literatura, y hasta de poesía. Dice Milan Kundera que Cervantes descorrió por primera vez el velo que impedía a la literatura mirar las cosas tal como son, y que al hacerlo inventó la novela, que es tal vez el arte más mestizo, el que aprovecha por igual lo cierto y lo inventado, y así rompe para siempre el velo de la idealización, traspasa la frontera entre lo posible y lo imposible. Pero es un velo semejante el que traspasa Galileo con su telescopio, una frontera igual de rigurosa la que rompe Robert Hooke mirando inversamente por un telescopio y descubriendo en él los reinos fantásticos y los animales increíbles contenidos en una gota de agua.
Si hay una frontera que conviene abolir cuanto antes, es la que al identificar literatura con ficción deja al otro lado y como en tierra de nadie ámbitos enteros de la expresión escrita. ¿Hay en el siglo XVIII prosas más resplandecientes que las de Gibbon o Buffon, siendo uno historiador y naturalista el otro? Decía el gran Cyrill Connolly que a él le convenía siempre escribir en las horas más luminosas de la mañana, para que la claridad del sol corrigiera su tendencia irlandesa o celta a los excesos de bruma. De un modo semejante, a los lectores de la literatura del siglo XIX nos conviene compensar las sombras dramáticas del melodrama gótico y de los folletines tremendos de Charles Dickens con la escritura sobria, precisa y no menos arrebatadora de Darwin. El diario del viaje del Beagle, The Origin of Species , The Descent of Man , por no hablar de la Autobiografía , contienen algunas de las historias mejor contadas de la lengua inglesa. El novelista mira con avaricia la realidad exterior o la propia memoria y mientras va contando inventa lo que vio: el naturalista, el historiador, el científico, el reportero de talento tienen la misma entrega a su relato, pero además de poner en él los cinco sentidos saben que han de mantenerse fieles al severo principio aristotélico de contar las cosas como son. Pero además el novelista es un parásito que se apodera también del lenguaje de lo real para fingirse cronista cuando está siendo un embustero, igual que se apodera de los lenguajes de la poesía o del periodismo y los parodia y los convierte en otra cosa, y al hacer borrosas y equívocas las fronteras entre la realidad y la ficción nos fuerza a agudizar la mirada para distinguir más claramente entre ellas, igual que un artista barroco al pintar un trompe l oeil , un trampantojo como se decía bellamente en español. El otro lado siempre está tentándonos. Por eso don Quijote, personaje de una novela, lee una novela titulada don Quijote, y Charles Darwin se adiestra en las artes narrativas de la ficción y hasta de los relatos de aventuras para esbozar una teoría que va a trastornar el mundo, y Arthur Conan Doyle imita en sus historias policiales el estilo de la ciencia experimental. Por eso Borges convierte en protagonista de un hallazgo tan improbable como el del Aleph a un narrador en primera persona que se llama Borges, y James Joyce cuenta exasperadamente todo lo que le sucede a un solo hombre en un solo día, un día en el que en apariencia no ocurre nada en particular.
Curiosidad y extrañeza: la literatura es deseo de conocimiento, y también recelo o sospecha hacia lo que se da por ya sabido. Pero nada puede darse de verdad por supuesto. Uno de los poemas que yo leo más veces y nunca se me agota es el que William Carlos William dedicó a un carrito de mano rojo mojado por la lluvia. Tiene sólo ocho versos, algo más de veinte sílabas inglesas, pero en esa brevedad se contiene exacta una presencia a la vez vulgar y memorable. Tu misma cara, que conoces de memoria, se vuelve la de un desconocido cuando la descubres por sorpresa en el espejo inesperado de un escaparate. No es una cara nueva, sino la cara verdadera, la que no te dejaban ver esas escamas que según Marcel Proust la costumbre nos pone delante de los ojos. Interrumpes las vacaciones de verano a causa de una emergencia y regresas por un día o por unas horas a la casa cerrada y desierta a la que no deberías volver hasta final de agosto: el sonido de la llave y el de la puerta al abrirse no son ahora los mismos porque interrumpen un silencio muy largo, y la penumbra de las habitaciones con las cortinas echadas parece sugerir el espacio de otra vida que no es la tuya. Sorprendes en las cosas más habituales una indiferencia casi dolorosa, porque han permanecido intactas e idénticas sin ti, y ahora parecen refractarias a tu llegada, como un perro que no se levanta para salir corriendo a recibirte.
El otro lado está en este lado. Ni el amor más intenso, el más fanático, el más correspondido, te permitirá saber qué hay ahora mismo en el pensamiento de la persona que te sonríe y entorna los ojos un poco antes de besarte. [En ausencia de Blanca] Por mucha ternura y cuidado que reciba el enfermo, está solo en el mundo con su dolor, y la punzada del dolor es más poderosa que la ternura y pesa más que el mundo entero. A cada paso que das pisas una frontera invisible. El mundo que hay a tu espalda y que tú no ves es un enorme país extranjero. El otro lado está dentro de uno mismo, en esos lugares y rostros que la conciencia había olvidado y que emergen con una claridad exacta en los sueños, sin que sepamos qué marea nos los ha devuelto, qué voluntad los ha salvado de perderse en el tiempo. El otro lado empieza a unos centímetros de la piel, al final de esa frontera que W. H. Auden sitúa "some thirty inches from my nose". En el mundo anglosajón, es una frontera más arriesgada de traspasar que la del río Grande, y cuando un desconocido roza por casualidad a otro se produce un espasmo retráctil, como de defensa contra una amenaza, igual que cuando unos ojos se detienen por más de unas décimas de segundo en otros. Quien más siente esa frontera tan próxima es el extranjero, el que se encuentra solo en el país y en la lengua, porque entonces todo lo que hay a su alrededor es el otro lado, y según él se mueven las personas y las cosas se apartan para que él no las roce, y las palabras se extinguen antes de que él las comprenda. El otro lado es el vagón del metro, la calle, la ciudad, el país entero: esa frontera no se abre con pasaportes ni visados, ni tiene puntos débiles por los que se pueda deslizar el emigrante clandestino. Está llena de carteles amenazadores: "No tresspassing", "Prohibido asomarse al exterior", "E pericoloso sporgersi", "Halt", "Stop". Carteles invisibles, alambradas de pinchos que no desgarran la piel, torres de vigilancia con reflectores que no ciegan los ojos y que sin embargo transmiten una aterradora sensación de peligro.
A un lado están los admitidos, los legítimos, los que tienen los papeles en orden, los que no deben temer nada de un registro ni ponerse nerviosos ante la mirada insistente de un policía de fronteras: del otro lado están todos los demás; el que lleva un pasaporte sospechoso; el que tiene miedo de que le abran la maleta; el que al aproximarse al puesto de control siente que va volviéndose culpable de algo, aunque no haya hecho nada, y al sentir eso ya mira como un sospechoso, y atrae la atención del que tendrá la potestad de expulsarlo.
Lo que casi nadie piensa es que este lado puede convertirse muy fácilmente en el otro lado: que el país al que uno creía pertenecer lo expulse o lo persiga o simplemente deje de existir, convirtiendo en apátridas a sus antiguos ciudadanos; que el guarda de frontera puede cualquier día encontrarse temblando delante de un puesto fronterizo en el que su uniforme y sus credenciales no sirven de nada; que a uno mismo, por diversas razones, se le quiebre la identidad en la que tanto confiaba y se encuentre perdido, extranjero, a merced de otros, expulsado en el otro lado, donde nadie lo conoce, donde nadie habla su lengua ni admite su cercanía y menos aún el roce de su piel porque es más oscura o porque es más pálida. Franz Kafka, que sabía tanto de fronteras y de extranjería, inventó la fábula del hombre que llega junto a la puerta de la ley y no puede cruzarla porque un guardián se lo impide. Pasa el tiempo, le llega el momento de morir, y sólo entonces le pregunta al guardián cómo es que a lo largo de los años nadie más se ha acercado a esa puerta. El motivo, le explica el guardián, es que esa puerta estaba reservada sólo para él.
La literatura nos ayuda a saber que este lado es también el otro lado: que el sufrimiento o la verdad del otro pueden ser los tuyos. La literatura alimenta nuestra rebeldía al sugerirnos la queja de Rimbaud, de que la vida está en otra parte, pero también nos enseña la otra verdad simétrica, que hay otros mundos pero están en éste. En el fondo, lo que hacen siempre los libros es ofrecernos el telescopio de Galileo y el microscopio de Robert Hooke, la invitación al viaje de Baudelaire y la advertencia de Pascal de que todos los infortunios le sobrevienen a un hombre por no saber quedarse solo en una habitación, la locura atolondrada de don Quijote y la lucidez triste y vencida de Alonso Quijano, el sosiego del señor de Montaigne rodeado de libros en la soledad apacible de su torre y la voluntad de huir de Huckleberry Finn o de Robert Louis Stevenson. El primer relato en prosa de nuestra cultura europea es el cuento del largo viaje del griego Herodoto más allá de las fronteras de lo conocido, y no es casual que de él proceda el uso de la palabra Historia. La actitud de Herodoto es la misma que dos mil quinientos años después nos inspiran los libros: ganas de descubrir lo que no sabemos, de averiguar historias y chismes de gente desconocida, de escuchar los cuentos más o menos fantásticos que quieran contarnos los viajeros que se crucen con nosotros. Es la actitud de los viajeros de las Mil y una noches , la de los peregrinos de Chaucer, la de los socios del inmortal club Pickwick, la de los marinos que se reúnen en algún puerto de Oriente o una barcaza del Támesis, las historias que cuenta el Marlow de Joseph Conrad.
Hay personas muy desagradables muy aficionadas a la literatura, y gente de corazón de pedernal para sus semejantes de carne y hueso que se conmueve hasta las lágrimas leyendo los padecimientos de personajes inventados, igual que hay canallas con una extrema sensibilidad para la música. No obstante, yo no creo que amara tanto los libros si no estuviera convencido de que hay en los mejores de ellos un poderoso elemento civilizador. La literatura, la de ficción y la otra, nos enseña la verdad doble y paradójica de que no hay experiencia que no sea única, y que al mismo tiempo no sea profundamente inteligible para casi cualquiera. Si yo me reconozco en el dolor de Héctor al separarse de su esposa y su hijo o en el placer absorto con que Mrs. Dalloway se deja llevar por la corriente callejera de Londres, si se me contagia la curiosidad de Darwin por un escarabajo y la del narrador de Marcel Proust por los invitados a una fiesta de la duquesa de Germantes, ¿cómo me voy a creer que otro hombre es mi enemigo porque habla otro idioma o vive al otro lado de una frontera? La literatura, al crear una fraternidad íntima y anchurosa entre escritores y lectores, prefigura la necesaria fraternidad civil sin la cual no es habitable el mundo. .

De este lado, del otro lado, Antonio Muñoz Molina [Diario La nación -Suplemento Cultura, 22-abril-2007]
 
"Barcelona. Penélope Cruz", dice el taxista sonriendo en el retrovisor, con su fuerte acento chino, cuando le digo que soy de España. En seguida le viene otro recuerdo que me comunica con satisfacción: "Copa del Mundo. Campeones". Él había conjeturado primero que yo sería italiano o israelí. Cuando le hago la pregunta que hace aquí todo el mundo, y usted de dónde viene, se le pone en la cara una gran sonrisa de orgullo: "I am ABC: American Born Chinese". Que alguien sea a la vez completamente chino y completamente americano es algo difícil de comprender en Europa, y quizás más aún en países como España, tan obsesionados desde los tiempos de la Inquisición con la pureza del origen, con la limpieza de sangre, sea ésta patriótica, religiosa, ideológica, hasta futbolística. Este taxista animoso y excepcionalmente pulcro que resume su idea de España en Penélope Cruz, en Barcelona y en la Copa del Mundo se declara chino y americano con la misma naturalidad con la que aquel otro que tomé hace unos días se definió como "a Pakistani New Yorker". Íbamos en silencio escuchando la radio del taxi y en un boletín de noticias contaron que una bomba acababa de estallar en una mezquita de Pakistán, con la consiguiente mortandad. El hombre se volvió un momento hacia mí con un gesto de pesadumbre: "Es mucho más seguro ser musulmán en América que en mi país", me dijo, y me contó luego que había emigrado hacía veinte años, y que su ciudad y la de sus hijos ya era Nueva York, aunque añoraba siempre Pakistán. De hecho, con su gorrito y su barba, con su acento tan cerrado, podía haber llegado no veinte años, sino veinte días atrás.
Y también él tenía una idea de España, mucho más sofisticada que la de su colega chino, como cabía deducir del hecho de que fuera escuchando la radio pública: había leído sobre la transición de la dictadura a la democracia, y por supuesto sobre la edad de oro del islam medieval en Al Andalus.
Cuando en España se habla de "los americanos" -nadie en el mundo real dice "los estadounidenses", por más que se empeñen los redactores de los libros de estilo-, la imagen mental que se invoca es la de un hombre vagamente anglosajón o germánico con sobrepeso y tal vez con musculatura excesiva, con un aspecto aséptico de salud y tal vez de forzado optimismo, probablemente religioso, y por lo tanto reaccionario, aficionado a agitar la bandera y a llevarse la mano al corazón en cuanto suena su himno nacional. Si el que imagina al americano se considera a sí mismo muy de izquierdas lo llamará yanqui, incluso gringo, en algunos casos extremos de vehemencia antiimperialista; y si el imaginador es de derechas lo verá como un modelo de todas aquellas virtudes que luctuosamente faltan en España: el amor a la familia, la iniciativa individual, el patriotismo, la fe cristiana sin complejos, el rechazo orgulloso a la intromisión del Estado en las libertades personales. En lo que no es improbable que se pongan de acuerdo los dos, por encima del sectarismo que los dividirá en cualquier otro aspecto de la vida, es en la afición indiscriminada a los productos y a los hábitos de consumo alimentario o mental que vienen de Estados Unidos y en una queja entre despectiva y melancólica: los americanos son tan ignorantes de la geografía que no saben situar a España en un mapa. ¡Algunos incluso piensan que somos un país de Sudamérica!
Me he encontrado con muchos americanos en mi vida, una parte de la cual la paso rodeada de ellos. No he conocido a ninguno que padezca esa célebre lacra geográfica, si bien me pregunto cuántos de los españoles que se quejan de ella y que parecen haberla constatado personalmente sabrían decir, por ejemplo, dónde está Indonesia. Hay muchas más formas de ser plenamente americano de las que imaginamos en Europa, y si es cierto que algunas de ellas se parecen a ese conveniente estereotipo al que no nos cuesta nada sentirnos superiores, también lo es que en la fisonomía del país cada vez se acentúan más los rasgos de una diversidad alucinante, dentro de la cual los blancos anglosajones son ya en muchos lugares una minoría. Americana es, con plena conciencia y a todos los efectos, la mujer bengalí con sari y anillo de oro en la nariz que me atiende en la caja de una droguería; y también lo es mi antiguo portero, David Jiménez, que llegó ilegal de Guatemala huyendo de la guerra civil hace casi treinta años y hoy tiene un hijo que ha servido en Irak y una hija que está doctorándose en leyes, y el portero de ahora, Damir, que escapó de Montenegro para que no lo enrolaran en el ejército serbio, y que me ha pedido que cuando vuelva le lleve un chándal del Barcelona, aunque él tiene más simpatías por el Real Madrid. Damir solo conoce una expresión en español, y la pronuncia muy cuidadosamente: "El clásico".
Casi tantas variedades como hay de americanos las hay de visiones de España. Si el taxista paquistaní se acordaba de Al Andalus con cierta nostalgia de paraíso perdido, muchos judíos piensan en la España de la expulsión con una mezcla muy viva de reproche y de simpatía. Está la España de la leyenda romántica de la Guerra Civil, tan hecha de buena voluntad progresista como de prejuicios inamovibles sobre la calidad de nuestras libertades, enérgicamente alimentados por la exportación de nuestros sectarismos internos. Entre el cerrilismo de unos y la frivolidad oportunista de otros hemos logrado, en los últimos años, transmitir la imagen de un país sombrío que no logra desprenderse del maleficio negro del pasado. Explicar que ese país es una democracia más avanzada en muchos aspectos que la americana, sin pena de muerte ni cadena perpetua, con matrimonio homosexual, puede convertirse en una tarea fatigosa. En las universidades, en las que ya quedan pocos rastros de la generación de profesores españoles que llegó con el exilio republicano, la corriente ideológica anticolonial acentúa el indigenismo y la Leyenda Negra. A lo español peninsular le falta glamour político en los departamentos de español, y prestigio de universalidad en los de literatura comparada, de modo que lo mejor de nuestra cultura queda en una especie de limbo intelectual del que emergen si acaso Pedro Almodóvar, la fiesta de los toros, las fosas de la Guerra Civil y la ya mencionada Penélope Cruz.
Por encima de los malentendidos y los estereotipos, una realidad se impone: cuando americanos y españoles se encuentran de verdad, de uno en uno, suelen llevarse muy bien. Ayuda quizás la falta de formalidad, la disposición efusiva. Y por el lado español todo lo hace más fácil el grado de americanización más o menos inconsciente de muchas costumbres que hasta los más furiosos antiimperialistas han adoptado como propias, empezando por el mimetismo exacto en los lenguajes de la corrección política, traducidos literalmente del inglés. Lo paradójico del antiamericanismo español es su perfecta compatibilidad con la adhesión apasionada a algunos de los rasgos más insalubres de la cultura de consumo americana: los grandes centros comerciales, la comida basura, las bebidas carbónicas muy azucaradas, el cine más aparatoso y más vulgar, el juvenilismo bobo de las series menos interesantes de la televisión. La calamidad del doblaje lo agrava todo, al infectar el idioma, de modo que la sólida ignorancia nacional del inglés no estorba la degradación del castellano. Un país en el que las verduras se llaman vegetales y las detenciones arrestos, en el que la gente entra al cine abrazada a un macetón de palomitas y los cronistas de los periódicos escriben imitando las malas traducciones de novelas policiales o los doblajes de las películas -el tipo era un jodido perdedor, por ejemplo está claro que en el fondo no se toma muy en serio su antiamericanismo.
Nuestro talento para imitar exclusivamente lo menos interesante o saludable de una cultura no impide, sin embargo, que seamos capaces de admirar lo mejor de ella cuando lo encontramos de cerca, sin la interferencia de los prejuicios y los lugares comunes. Acostumbrados a las escalas reducidas de nuestro país, a una naturaleza casi siempre muy domesticada, la amplitud de los paisajes de Estados Unidos, la pura sensación del espacio, la desmesura de las obras humanas y de los dones naturales, provocan siempre en nosotros un asombro entusiasta. Un español se aclimata bien a la disciplina americana del trabajo, y responde en seguida a la cordialidad y a la exigencia que allí suelen ser simultáneas. Afligidos por la indigencia cívica, por la falta de estímulos y el poco respeto a lo bien hecho que son comunes en nuestro país, los españoles reaccionan con agradecimiento y eficacia en un entorno más favorable al esfuerzo y al mérito. No es que en Estados Unidos no haya cinismo, envidia o desgana: es que no tienen prestigio.
Casi en la misma medida, hay virtudes españolas que les sientan muy bien a los americanos, y que alimentan ese amor incondicional de muchos de ellos hacia nuestro país: una cierta sensualidad en el disfrute de la vida, una mayor fluidez entre los placeres y las obligaciones, una riqueza de afectividades que les sirven para mitigar una entrega excesiva al trabajo, a la competitividad, al individualismo. En Estados Unidos un español aprende a tomar conciencia de la responsabilidad personal en el cumplimiento del trabajo y de los derechos y los deberes cívicos, no en las abstracciones verbosas de la política o de la ideología, sino en la inmediatez de la vida práctica. También aprende algo que varios siglos de ortodoxia católica obligatoria, aislamiento y absolutismos políticos nos hace muy difícil aceptar en la práctica: que las ideas, las creencias y las costumbres de otros son tan legítimas como las nuestras, sin más límites que los del imperio de la ley, que está hecha de unos cuantos acuerdos básicos, tan sagrados como las innumerables diferencias que amparan.
Y en España un americano aprende una cierta dulzura y flexibilidad de la vida, un grado mayor de confianza en lo imprevisto, y en un modelo de organización social en el que algunas instituciones públicas pueden garantizar los bienes básicos de la educación y la salud con más justicia y hasta con más eficacia que la iniciativa privada. Y también aprende a armarse de una paciencia inmensa hacia los lugares comunes que escuchará cada día sobre su país.

De este lado, desde el otro lado; Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de julio 2011]

Una compañía fabricante de cerveza española difundió hace algún tiempo un anuncio con un eslogan que me llamó la atención: No pierdas el Sur. En el anuncio se veía gente joven disfrutando tranquilamente de una cerveza de la marca indicada, en una ciudad litoral con terrazas al aire libre y palmeras. Y el eslogan jugaba con una expresión española, dándole la vuelta: en español, perder el norte es un término de origen marino que significa perder el rumbo, encontrarse confuso. No perder el sur, según el anuncio de cerveza, sería no renunciar a los placeres sensuales de la vida, a un cierto sentido exterior y luminoso de la existencia que al menos desde el siglo XVIII se ha identificado con los países del sur de Europa, con las orillas del Mediterráneo.
Ahora que la fractura entre el norte y el sur ha vuelto a abrirse y parece irreparable, es más necesario que nunca recordar el valor decisivo que cada una de esas dos caras de Europa ha tenido para la otra. Ahora los europeos del norte parecen dispuestos a perder el sur y los del sur resignados a perder el norte; pero si eso ocurriera, además de una catástrofe económica de la que no se salvaría nadie, sería una negación de algunos de los valores más sólidos que cada uno, los del norte y los del sur, considera como propios. La Europa que por primera vez en la historia ha pasado ya casi setenta años en paz nació no de grandes declaraciones idealistas sino del acuerdo práctico al que llegaron franceses y alemanes de compartir el carbón y el acero. La prosperidad de la industria textil en Flandes al final de la Edad Media dependía de la lana de los rebaños de ovejas españolas. La contabilidad por partida doble que permitía los intercambios financieros a lo largo del eje vertical que iba de Italia a Holanda y de ahí se extendía por el norte hasta Escandinavia y Rusia y por el Sur, a través de Venecia, hasta Oriente, la inventó un monje italiano que curiosamente escribió también uno de los primeros tratados sobre la perspectiva.
No es que el norte y el sur se beneficien mutuamente. Es que ninguno de los dos es lo que es sin el otro. La Ilustración del siglo XVIII no habría existido sin los viajes reales o imaginarios al Sur: el Grand Tour de los jóvenes británicos de buena familia, el viaje de Shelley y de Keats y Lord Byron, el de Winckelmann y Goethe. Todo el Neoclasicismo que llenó de estatuas blancas y de imitaciones de templos griegos los países del norte procede de la pasión de Winckelmann por Italia y por Grecia, que es una pasión estética y al mismo tiempo política. En el origen de la idea ilustrada del ciudadano que se emancipa de la tiranía del absolutismo y de la superstición está la Grecia imaginada por Winckelmann. Los nuevos regímenes que en Estados Unidos o en Francia querían reflejarse en el espejo de la Antigüedad eran el norte mirándose en el sur. Cuando Haendel viaja a Inglaterra lleva consigo un equipaje musical que se ha formado en el encuentro de la tradición alemana con las novedades melódicas que ha aprendido en Italia. En el capítulo más misterioso de La Montaña Mágica, Hans Castorp, el héroe joven nacido en el norte y destinado a una carrera tan propia del norte como la ingeniería, está a punto de morir en una tormenta de nieve y tiene una larga alucinación en la que cree encontrarse vívidamente en el sur: el sur absoluto del mediterráneo y de la antigüedad clásica, el de la belleza y los sacrificios, el sur mitológico de Nietzsche y El origen de la tragedia. Y precisamente Nietzsche, cuando desconfía del espeso misticismo germánico de Wagner, del exceso de nieblas nórdicas en el que ve perderse a su antiguo amigo y héroe, intuye que para restablecer el equilibrio perdido hace falta apelar al sur, a la liviandad luminosa de Carmen.
La laboriosidad y la competencia técnica del norte necesita los mercados del sur. Sin el clima benévolo del sur la vida de las gentes del norte carecería de una de las dimensiones necesarias para la felicidad. Pero ni los del sur podemos resignarnos a una subordinación de compradores dóciles y camareros y proveedores de entretenimiento ni es lícito que los del norte nos miren de arriba abajo con una condescendencia imperial. Este sur en el que yo vivo, España, es desde hace tiempo mucho más que el país de sol y playa y bebida barata que prefieren ver muchos turistas del norte. Y lo es, en gran medida, porque desde hace más de dos siglos algunas de nuestras mejores inteligencias miraron al norte para aprender de él lo que nos faltaba a nosotros: el sentido de la responsabilidad personal y de la tolerancia que nos había negado la Iglesia católica, el valor de la educación para revelar las cualidades mejores de cada uno en beneficio propio y de la comunidad, la importancia de las leyes, los beneficios de la ciencia y la técnica. Pero ningún viaje entre el norte y el sur ha sido nunca en una sola dirección. Liberales españoles que habían viajado por Alemania, Inglaterra y Francia trajeron al sur las ideas de la democracia, la justicia social y la modernidad técnica y científica: pero en la Edad Media la ciencia y la filosofía griegas llegaron a Europa gracias a las traducciones al árabe que se hacían en la España musulmana. Santo Tomás de Aquino no leyó en griego a Aristóteles: leyó una traducción al latín de una traducción al árabe que probablemente se había hecho en Toledo o en Córdoba.
Perder el norte, perder el sur, pareciendo cosas tan distintas, significan lo mismo: arrancarnos lo que nos hace mejores, el equilibrio entre libertad personal y solidaridad, entre eficiencia tecnológica y buena vida, entre capitalismo y justicia, que solo existe en Europa.
Perder el norte, perder el sur; Antonio Muñoz Molina [Die Zeit, 29 de julio de 2012]

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