miércoles, 31 de julio de 2013

Sobre padres e hijos



Cuando tenía cinco años, mis padres de repente tuvieron un hijo varón, que según mi madre era lo que yo siempre había querido. De dónde sacó esa idea, no lo sé. Se empeñaba en adornarla con detalles, todos ficticios pero difíciles de rebatir. […]
Hasta que nació el primer bebé, yo nunca había tenido conciencia de sentir algo distinto de lo que mi madre decía que sentía. […]
No era que mi madre me impusiera realmente lo que tenía que sentir. Era una autoridad sin necesidad de cuestionar nada. […]
Esa era yo, decía mi madre, y me convencí de que sí, a pesar de que no lo habría imaginado si no me lo hubiera dicho y de que en el fondo no quería serlo. […]
Quiso convercerme de que [mi hermano] era una especie de regalo para mí, empecé a aceptar hasta qué punto las ideas que mi madre se hacía de mí podían distar de las mías. […]
Al no tenerla tan encima, pude detenerme a pensar lo que era verdad y lo que no. Aunque desde luego me cuidé mucho de hablarlo con nadie. […]
Ya he mencionado que mi madre era una mujer seria. […]
[Sadie] me aseguró que no tenía ninguna prisa por casarse. […]
Ella no era como otras, decía. Ella no iba a dejarse atrapar. […]
-No hay nada en este mundo que deba darte miedo, solo hay que saber cuidarse. […]
Mi padre no tenía mucho que decir. Era mi madre la que se ocupaba de mí, salvo cuando más adelante me volví respondona de verdad y había que castigarme. Mi padre estaba esperando a que mi hermano creciera y hacérselo suyo. […]
Mi madre quería que se hiciera algo que quizá tuviera que ver con Sadie y el coche que la atropelló, pero mi padre le dijo que lo olvidara. No nos incumben las cosas del pueblo, dijo. […]
Hasta el día que, ya en la adolescencia, supe con una vaga sensación de vacío en mis entrañas que había dejado de creerlo.
El ojo, Mi querida vida, Alice Munro


Fragmentos de El ojo, Mi querida vida, Alice Munro
Una cena, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 21 de junio de 2011] 
Fragmento de La mancha humana, de Philip Roth
Fragmento de Lo que me queda por vivir, Elvira Lindo
Fragmento de Crematorio, Rafael Chirbes
Fragmentos de Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina



Me gusta la cercanía de mis hijos adultos; vienen y van, ocupados en sus trabajos, sus amores, sus vidas, y precisamente por ese albedrío en el que los padres ocupamos un lugar limitado, un segundo término que sin embargo es también incondicional, esas presencias siempre demasiado transitorias me colman. A partir de una cierta edad no está bien que un padre o una madre tengan papeles de protagonistas en las vidas de sus hijos. Hemos de ser secundarios sólidos, de mucha confianza, pero de relevancia limitada en una trama que les pertenece a ellos.
Una cena, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 21 de junio de 2011] 


¿No deberían comprender esta situación sus propios hijos? La enseñanza preescolar, las sesiones de lectura, las enciclopedias, la preparación antes de los concursos, los diálogos durante la cena, la instrucción interminable, tanto por parte de Iris como suya, sobre la naturaleza multiforme de la vida, el escrutinio del lenguaje... «Después de todo lo que hicimos, ¿me vienen ahora con esa clase de mentalidad? Después de la escolaridad, los libros, las palabras y las puntuaciones superiores en los tests de aptitud escolar, es insoportable. Después de haberlos tomado tan en serio. Cuando decían alguna necedad la abordábamos seriamente. Prestábamos atención al desarrollo de la razón, de la mente y de los intereses imaginativos. Y también del escepticismo, de un escepticismo bien informado, de la actitud que consiste en pensar por sí mismos. ¿Y entonces aceptan el primer rumor? Tanta educación no ha servido de ninguna ayuda. Nada puede aislar contra el nivel de pensamiento más bajo. Ni siquiera les ha servido para plantearse: "¿Pero haría nuestro padre una cosa así? No me parece posible". En vez de hacer eso, consideráis que vuestro padre es un caso muy claro. Nunca os permití ver la tele, y manifestáis la mentalidad de un culebrón. No os permití leer más que a los griegos o sus equivalentes, y convertís la vida en un culebrón victoriano. Respondía a vuestras preguntas, a cada una de ellas, nunca dejaba una de lado. Preguntabais por los abuelos, queríais saber dónde estaban, y os lo decía. Vuestros abuelos murieron cuando yo era joven. El abuelo cuando iba al instituto y la abuela cuando yo estaba en la Armada. Cuando volví de la guerra, hacía tiempo que el casero lo había sacado todo a la calle. No quedaba nada. Me dijo que no podía permitirse bla, bla, bla, no había alquileres que cobrar, y yo podría haber matado a aquel hijo de perra. Los álbumes de fotos, las cartas, objetos de mi infancia, de la infancia de ellos, todo desaparecido. "¿Dónde nacieron? ¿Dónde vivían?" Nacieron en Jersey. Los primeros de la familia nacieron aquí. Él era tabernero. Creo que en Rusia, su padre, vuestro bisabuelo, se dedicaba a ese oficio. Les vendía alcohol a los rusos. "¿Tenemos tíos y tías?" Mi padre tenía un hermano que fue a California cuando yo era pequeño, y mi madre era hija única, como yo. Después de que yo naciera no pudo tener más hijos, no sé por qué motivo. El hermano, el hermano mayor de mi padre, siguió siendo un Silberzweig, que yo sepa nunca se cambió el apellido. Jack Silberzweig. Había nacido en el viejo país, y por eso conservó el apellido. Cuando me embarqué en San Francisco, intenté localizarlo buscando en los listines telefónicos de California. Estaba enemistado con mi padre, que le consideraba un vago, no quería relacionarse con él, y nadie sabía con certeza en qué ciudad vivía tío Jack. Busqué en todos los listines telefónicos, porque quería decirle que su hermano había muerto. Deseaba conocerle, era mi único pariente vivo por ese lado de la familia. ¿Qué importaba que fuese un vago? Tal vez en California se había convertido en un Silber, no lo sabía ni lo sé. No tengo la menor idea. Y entonces dejé de buscar. Cuando no tienes una familia propia, te preocupan estas cosas. Entonces os tuve a vosotros y dejé de preocuparme por tener un tío y primos... Cada chico escuchaba lo mismo, y el único que no se mostraba satisfecho era Mark. Los mayores no preguntaban tanto, pero los gemelos eran insistentes. "¿Hubo gemelos en el pasado?" Tenía entendido –creo haberlo oído decir–que hubo unos bisabuelos o tatarabuelos gemelos.»

A Iris le contó la misma historia. Inventó todo eso para ella. Era lo que le contó en la calle Sullivan cuando se conocieron, la historia a la que él se atuvo, el estereotipo original. Y el único que nunca estuvo satisfecho fue Mark. « ¿De dónde eran tus bisabuelos?» De Rusia. « ¿Pero de qué ciudad?» Coleman se lo preguntó a sus padres, pero ellos no parecían saberlo con seguridad.

La mancha humana, Philip Roth 

ella reaccionó haciéndome completamente responsable de mi comportamiento, como solía ocurrir entonces. Me castigó sin salir de casa una semana, que era la sanción que yo más podía (y puedo) temer, más que una bofetada. [...] Sí, creo que ahora puedo estar segura, se sintió culpable por no haber considerado que a veces son los adultos los que se desentienden de los niños.Lugares que no quiero compartir con nadie, Elvira Lindo


Los hijos creen que conocen a sus padres; pero, cuando crecen, sus padres ya llevan media vida vivida.Crematorio, Rafael Chirbes 

Ahora he comprendido que mi padre tenía poca confianza en sí mismo: su deseo de no molestar a los demás, de arreglárselas solo, de no querer contrariar a nadie, ni elevar la voz..., yo tomaba su reserva por sabiduría, por madurez, pero ya no estoy tan segura. Me pregunto si esa actitud era elegida o padecida.Fragmento del relato de Diana, Anatomía del miedo, José Antonio Marina 

Educar a alguien es uno de los mejores medios de educarse a sí mismo. No se puede ayudar a crecer sin aumentar la propia estatura. El aprendizaje de la creatividad, José Antonio Marina 


Mi hijo me cuenta cosas sobre su trabajo. Traduce subtítulos para documentales y películas de ficción. Hay temporadas en las que le llegan de golpe muchos encargos y tiene que pasarse jornadas de doce o catorce horas delante del ordenador; otras veces se queda sin nada que hacer. Hay agencias que tardan mucho en pagarle o que le regatean. De vez en cuando tiene que subtitular películas para festivales de cine sanguinario y fantástico, y acaba estragado de tantas vísceras, espantado de la clase de público que alimenta monótonamente su imaginación de esas cosas. Pero le gusta descubrir películas minoritarias, de países improbables, que si no fuera por su trabajo no sabría que existen, y sobre todo documentales.

Le pregunto qué desearía en su trabajo, si hay algo que siente que le falta, si necesita dinero. Pienso en el descontento incurable que yo tenía a su edad, la sensación de estar atrapado en una vida y en una ciudad y en un trabajo que no me gustaban, el desasosiego de escribir, la sospecha de estar escribiendo para nadie, el encono de los deseos ocultos. Con una naturalidad que me sorprende, mi hijo me dice que está contento. Quisiera tener algo más de estabilidad pero no se queja. Hace cosas que le gustan y que más o menos le dan para vivir. Toca la guitarra en un grupo de música pop y está empezando a componer algunas canciones. A él y a su novia les gustaría quedarse en Lisboa, pero si ella no encuentra un trabajo tendrán que volver a Granada. Quizás está mucho más dotado para el disfrute tranquilo de la vida de lo que yo estaba cuando tenía sus años. Lo que más le gusta traducir son los documentales: de viajes, de vidas de músicos, de historia del siglo XX, de enfermedades, de descubrimientos científicos, de animales, de selvas, de expediciones polares, de investigaciones submarinas. Vive enclaustrado en cada uno de ellos durante los días que tarda en completar la traducción, y es como si viajara solo, sedentariamente, por mundos sucesivos, en su cuarto de la Alfama, horas y horas delante de la pantalla del portátil. Le aviso de lo que él sin duda ya sabe, el peligro de estos oficios en los que uno pasa demasiado tiempo a solas y aislado de la realidad exterior, en los que no hay horarios ni más disciplina que la que uno pueda imponerse, a no ser la disciplina angustiosa de los plazos que se acercan y el remordimiento de haberlo ido dejando todo para el final.

Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina

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