Cuando tenía cinco años, mis
padres de repente tuvieron un hijo varón, que según mi madre era lo que yo
siempre había querido. De dónde sacó esa idea, no lo sé. Se empeñaba en
adornarla con detalles, todos ficticios pero difíciles de rebatir. […]
Hasta que nació el primer
bebé, yo nunca había tenido conciencia de sentir algo distinto de lo que mi
madre decía que sentía. […]
No era que mi madre me
impusiera realmente lo que tenía que sentir. Era una autoridad sin necesidad de
cuestionar nada. […]
Esa era yo, decía mi madre, y
me convencí de que sí, a pesar de que no lo habría imaginado si no me lo
hubiera dicho y de que en el fondo no quería serlo. […]
Quiso convercerme de que [mi
hermano] era una especie de regalo para mí, empecé a aceptar hasta qué punto
las ideas que mi madre se hacía de mí podían distar de las mías. […]
Al no tenerla tan encima, pude
detenerme a pensar lo que era verdad y lo que no. Aunque desde luego me cuidé
mucho de hablarlo con nadie. […]
Ya he mencionado que mi madre
era una mujer seria. […]
[Sadie] me aseguró que no
tenía ninguna prisa por casarse. […]
Ella no era como otras, decía.
Ella no iba a dejarse atrapar. […]
-No hay nada en este mundo que
deba darte miedo, solo hay que saber cuidarse. […]
Mi padre no tenía mucho que
decir. Era mi madre la que se ocupaba de mí, salvo cuando más adelante me volví
respondona de verdad y había que castigarme. Mi padre
estaba esperando a que mi hermano creciera y hacérselo suyo. […]
Mi madre quería que se hiciera
algo que quizá tuviera que ver con Sadie y el coche que la atropelló, pero mi
padre le dijo que lo olvidara. No nos incumben las cosas del pueblo, dijo. […]
Hasta el día que, ya en la
adolescencia, supe con una vaga sensación de vacío en mis entrañas que había
dejado de creerlo.
El ojo, Mi querida vida, Alice Munro
Fragmentos de El ojo, Mi querida vida, Alice Munro
Una cena, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 21 de junio de 2011]
Fragmento de La mancha humana, de Philip Roth
Fragmento de Lo que me queda por vivir, Elvira Lindo
Fragmento de Crematorio, Rafael Chirbes
Fragmentos de Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina
Me gusta la cercanía de mis hijos adultos; vienen y van, ocupados en sus trabajos, sus amores, sus vidas, y precisamente por ese albedrío en el que los padres ocupamos un lugar limitado, un segundo término que sin embargo es también incondicional, esas presencias siempre demasiado transitorias me colman. A partir de una cierta edad no está bien que un padre o una madre tengan papeles de protagonistas en las vidas de sus hijos. Hemos de ser secundarios sólidos, de mucha confianza, pero de relevancia limitada en una trama que les pertenece a ellos.
Una cena, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 21 de junio de 2011]
¿No deberían
comprender esta situación sus propios hijos? La enseñanza preescolar, las
sesiones de lectura, las enciclopedias, la preparación antes de los concursos,
los diálogos durante la cena, la instrucción interminable, tanto por parte de
Iris como suya, sobre la naturaleza multiforme de la vida, el escrutinio del
lenguaje... «Después de todo lo que hicimos, ¿me vienen ahora con esa clase de
mentalidad? Después de la escolaridad, los libros, las palabras y las
puntuaciones superiores en los tests de aptitud escolar, es insoportable.
Después de haberlos tomado tan en serio. Cuando decían alguna necedad la
abordábamos seriamente. Prestábamos atención al desarrollo de la razón, de la
mente y de los intereses imaginativos. Y también del escepticismo, de un
escepticismo bien informado, de la actitud que consiste en pensar por sí
mismos. ¿Y entonces aceptan el primer rumor? Tanta educación no ha servido de
ninguna ayuda. Nada puede aislar contra el nivel de pensamiento más bajo. Ni
siquiera les ha servido para plantearse: "¿Pero haría nuestro padre una
cosa así? No me parece posible". En vez de hacer eso, consideráis que
vuestro padre es un caso muy claro. Nunca os permití ver la tele, y manifestáis
la mentalidad de un culebrón. No os permití leer más que a los griegos o sus
equivalentes, y convertís la vida en un culebrón victoriano. Respondía a
vuestras preguntas, a cada una de ellas, nunca dejaba una de lado. Preguntabais
por los abuelos, queríais saber dónde estaban, y os lo decía. Vuestros abuelos
murieron cuando yo era joven. El abuelo cuando iba al instituto y la abuela
cuando yo estaba en la Armada. Cuando volví de la guerra, hacía tiempo que el
casero lo había sacado todo a la calle. No quedaba nada. Me dijo que no podía
permitirse bla, bla, bla, no había alquileres que cobrar, y yo podría haber
matado a aquel hijo de perra. Los álbumes de fotos, las cartas, objetos de mi
infancia, de la infancia de ellos, todo desaparecido. "¿Dónde nacieron?
¿Dónde vivían?" Nacieron en Jersey. Los primeros de la familia nacieron
aquí. Él era tabernero. Creo que en Rusia, su padre, vuestro bisabuelo, se
dedicaba a ese oficio. Les vendía alcohol a los rusos. "¿Tenemos tíos y
tías?" Mi padre tenía un hermano que fue a California cuando yo era
pequeño, y mi madre era hija única, como yo. Después de que yo naciera no pudo
tener más hijos, no sé por qué motivo. El hermano, el hermano mayor de
mi padre, siguió siendo un Silberzweig, que yo sepa nunca se cambió el
apellido. Jack Silberzweig. Había nacido en el viejo país, y por eso conservó
el apellido. Cuando me embarqué en San Francisco, intenté localizarlo buscando
en los listines telefónicos de California. Estaba enemistado con mi padre, que
le consideraba un vago, no quería relacionarse con él, y nadie sabía con
certeza en qué ciudad vivía tío Jack. Busqué en todos los listines telefónicos,
porque quería decirle que su hermano había muerto. Deseaba conocerle, era mi
único pariente vivo por ese lado de la familia. ¿Qué importaba que fuese un
vago? Tal vez en California se había convertido en un Silber, no lo sabía ni lo
sé. No tengo la menor idea. Y entonces dejé de buscar. Cuando no tienes una
familia propia, te preocupan estas cosas. Entonces os tuve a vosotros y dejé de
preocuparme por tener un tío y primos... Cada chico escuchaba lo mismo, y el
único que no se mostraba satisfecho era Mark. Los mayores no preguntaban tanto,
pero los gemelos eran insistentes. "¿Hubo gemelos en el pasado?"
Tenía entendido –creo haberlo oído decir–que hubo unos bisabuelos o
tatarabuelos gemelos.»
A
Iris le contó la misma historia. Inventó todo eso para ella. Era lo que le
contó en la calle Sullivan cuando se conocieron, la historia a la que él se
atuvo, el estereotipo original. Y el único que nunca estuvo satisfecho fue
Mark. « ¿De dónde eran tus bisabuelos?» De Rusia. « ¿Pero de qué ciudad?»
Coleman se lo preguntó a sus padres, pero ellos no parecían saberlo con
seguridad.
La mancha humana, Philip Roth
ella reaccionó haciéndome completamente responsable de mi comportamiento, como solía ocurrir entonces. Me castigó sin salir de casa una semana, que era la sanción que yo más podía (y puedo) temer, más que una bofetada. [...] Sí, creo que ahora puedo estar segura, se sintió culpable por no haber considerado que a veces son los adultos los que se desentienden de los niños.Lugares que no quiero compartir con nadie, Elvira Lindo
Los hijos creen que conocen a sus padres; pero, cuando crecen, sus padres ya llevan media vida vivida.Crematorio, Rafael Chirbes
Ahora he comprendido que mi padre tenía poca confianza en sí mismo: su deseo de no molestar a los demás, de arreglárselas solo, de no querer contrariar a nadie, ni elevar la voz..., yo tomaba su reserva por sabiduría, por madurez, pero ya no estoy tan segura. Me pregunto si esa actitud era elegida o padecida.Fragmento del relato de Diana, Anatomía del miedo, José Antonio Marina
Educar a alguien es uno de los mejores medios de educarse a sí mismo. No se puede ayudar a crecer sin aumentar la propia estatura. El aprendizaje de la creatividad, José Antonio Marina
Mi hijo me cuenta cosas sobre su
trabajo. Traduce subtítulos para documentales y películas de ficción.
Hay temporadas en las que le llegan de golpe muchos encargos y tiene que
pasarse jornadas de doce o catorce horas delante del ordenador; otras
veces se queda sin nada que hacer. Hay agencias que tardan mucho en
pagarle o que le regatean. De vez en cuando tiene que subtitular
películas para festivales de cine sanguinario y fantástico, y acaba
estragado de tantas vísceras, espantado de la clase de público que
alimenta monótonamente su imaginación de esas cosas. Pero le gusta
descubrir películas minoritarias, de países improbables, que si no fuera
por su trabajo no sabría que existen, y sobre todo documentales.
Le pregunto qué desearía en su trabajo,
si hay algo que siente que le falta, si necesita dinero. Pienso en el
descontento incurable que yo tenía a su edad, la sensación de estar
atrapado en una vida y en una ciudad y en un trabajo que no me gustaban,
el desasosiego de escribir, la sospecha de estar escribiendo para
nadie, el encono de los deseos ocultos. Con una naturalidad que me
sorprende, mi hijo me dice que está contento. Quisiera tener algo más de
estabilidad pero no se queja. Hace cosas que le gustan y que más o
menos le dan para vivir. Toca la guitarra en un grupo de música pop y
está empezando a componer algunas canciones. A él y a su novia les
gustaría quedarse en Lisboa, pero si ella no encuentra un trabajo
tendrán que volver a Granada. Quizás está mucho más dotado para el
disfrute tranquilo de la vida de lo que yo estaba cuando tenía sus años.
Lo que más le gusta traducir son los documentales: de viajes, de vidas
de músicos, de historia del siglo XX, de enfermedades, de
descubrimientos científicos, de animales, de selvas, de expediciones
polares, de investigaciones submarinas. Vive enclaustrado en cada uno de
ellos durante los días que tarda en completar la traducción, y es como
si viajara solo, sedentariamente, por mundos sucesivos, en su cuarto de
la Alfama, horas y horas delante de la pantalla del portátil. Le aviso
de lo que él sin duda ya sabe, el peligro de estos oficios en los que
uno pasa demasiado tiempo a solas y aislado de la realidad exterior, en
los que no hay horarios ni más disciplina que la que uno pueda
imponerse, a no ser la disciplina angustiosa de los plazos que se
acercan y el remordimiento de haberlo ido dejando todo para el final.
Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina
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