miércoles, 31 de octubre de 2012

Buscando a Eurídice

Textos seleccionados de la novela Por el camino de Swann II, de Marcel Proust:

Igualmente, cuando alguno de los “fieles” tenía un amigo, o una  “parroquiana”,  un   flirt,  que  podían  ser  causa  de “deserción”, los Verdurin, que no se asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de su casa y de que la amiga no lo antepusiera a  ellos,  decían: 
-Pues  bueno,  traiga  usted  a  ese  amigo.  Y  se  lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de no guardar ningún secreto a  la  señora de  Verdurin  y  si  se  lo  podía  agregar  al   clan.  En  caso desfavorable, se llamaba aparte al fiel que lo había presentado, y se le hacía el favor de mal quistarlo con su amigo o su querida. Y en caso favorable, el “nuevo” pasaba a ser “fiel”.

Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante una criada. (…) Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasaba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que  le  habían  parecido  bonitas. Y muchas  veces  eran  mujeres  de belleza  bastante  vulgar:  porque  las  cualidades  físicas  que  buscaba estaban,  sin  darse  cuenta  él,  en  oposición  completa  con  las  que admiraba en los tipos de mujer de sus pintores o escultores favoritos a profundidad y la melancolía de expresión eran un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante una carne sana, abundante y rosada.

Pertenecía a esa  clase  de  hombres  inteligentes  que  viven  sin  hacer  nada,  en ociosidad, y buscan consuelo y acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas tan dignos de interés como el  arte  o  el  estudio,  y  que  la  “vida”  contiene  situaciones  más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al barón de  Charlus,  al  cual  divertía  mucho  contándole  aventuras  picantes que le habían ocurrido.

De ese modo fue íntimo durante unos meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi  a  diario  en  su  casa.  Pero  de  pronto  dejó  de  ir  sin  decir  una palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la prima de mi abuela iba  a mandar preguntar por él, cuando se encontró en la despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de cuentas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.

Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una mujer. Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor  un  placer  subjetivo, en  el  cual  debe  entrar  en  mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor –el amor más físico- sin tener previamente y como base el deseo. En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evoluciona él solo, con  arreglo  a  sus  leyes  desconocidas  y  fatales,  por  delante  de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos nosotros, lo falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas,  nos acordamos  de  los  demás,  los 
volvemos a  la  vida.

Mi abuelo conoció, precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno de sus amigos actuales, a la familia de esos Verdurin.
Pero había dejado de tratarse con el que llamaba el  “Verdurin joven”, y lo juzgaba, sin gran fundamento, caído entre bohemia y gentuza, aunque tuviera aún muchos millones. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si podría ponerlo en relación con los Verdurin.
-¡Ojo,  ojo! –exclamó mi abuelo-, no me extraña nada: por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo acceder a lo que me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero.
Además, detrás de eso debe haber una historia de faldas, y yo no me quiero meter en esas cosas. ¡Ah!, va a ser divertido si a Swann le da ahora por los Verdurin…
Ante la contestación negativa de mi abuelo, la misma Odette llevó a Swann a casa de los Verdurin.

-¿Sabes? –dijo la señora de Verdurin a su marido. Me parece que es un error el dar poca importancia, por modestia, a los regalos  que  hacemos  al  doctor.  Es  un  sabio  que  vive  aparte  del mundo práctico, sin conocer el valor de las cosas, y las juzga por lo que le decimos.
-Yo  no  me  había  atrevido a  decírtelo,  pero  ya  lo  había notado –contestó el marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez  de  mandarle  al  doctor  Cottard  un  rubí  de  3.000  francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron fina piedra reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.

Porque  Swann  tenía,  en  efecto  sobre  los hombres que no habían frecuentado la alta sociedad, por inteligentes que  fueran,  esa  superioridad  que  da  el  conocer  el  mundo,  y  que estriba  en  no  transfigurarlo  con  el  horror  o  la  atracción  que  nos inspira, sino en no darle importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y del temor de aparecer demasiado amable, era desahogada,  y  tenía  la  soltura  y  la  gracia  de  movimientos  de  esas personas ágiles cuyos ejercitados miembros ejecutan precisamente lo  que  quieren,  sin  torpe  ni  indiscreta  participación  del  resto  del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende la mano amablemente cuando le presentan a un jovenzuelo desconocido,  y  que,  en  cambio,  se  inclina  con  reserva  cuando  le presentan a un embajador, había acabado por infiltrarse, sin que él lo advirtiera, en toda la actitud social de Swann, que con gentes de medio  inferior  al  suyo,  como  los  Verdurin  y  sus  amigos, instintivamente tuvo tales atenciones y se mostró tan solícito, que, según los Verdurin indicaban, no era un “pelma”.

Pero cuando volvió a casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un  valor  aun  más  grande,  sin  saber  siquiera  ni  cómo  se  llama  la desconocida ni si la volverá a ver nunca.
Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento.

lo mismo en la conversación se  esforzaba  por  no  expresar  nunca  con  fe  una  opinión  íntima respecto a las cosas, sino en proporcionar muchos detalles materiales, que en cierto modo tuvieran un valor intrínseco, y que le servían para no dar el pecho. Ponía una extremada precisión en los datos de una receta de cocina, en la exactitud de la fecha del nacimiento o muerte de un pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas veces llegaba, a pesar de todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o sobre un modo de tomar la vida, pero con tono irónico; como si no estuviera muy convencido de lo que decía.

Swann  descubrió  en  el recuerdo  de  la  frase aquella, en otras sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia de una de esas realidades invisibles en las que ya  no  creía,  pero  que,  como  si  la  música  tuviera  una  especie  de influencia  electiva  sobre  su  sequedad  moral,  le  atraían  de  nuevo con deseo y casi con fuerzas de consagrar a ella su vida.

-Puede que sea pariente suyo –continuó Swann.; sería lamentable; pero, al fin y al cabo, un hombre genial puede muy bien tener un primo que sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo confieso que pasaría por cualquier tormento con tal de que el viejo estúpido me presentara  al  autor  de  la  sonata,  y,  en  primer  lugar,  por el tormento de tratar al viejo, que debe de ser atroz.
El pintor dijo que Vinteuil estaba por aquel entonces muy malo, y que el doctor Potain creía que no se podía salvar.

Pero  el  prestigio  que  a  sus  ojos  tenía  el  presidente  de  la República  acabó  por  triunfar  de  la  humildad  de  Swann  y  de  la malevolencia de la señora Verdurin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés: -¿Vendrá esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo que se llama un gentleman, ¿no?. Y hasta le ofreció una tarjeta de entrada a la Exposición de Odontología.
-Puede entrar usted y las personas que lo acompañen, pero no dejan pasar perros. Ya comprenderá usted que se lo digo porque tengo amigos que no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.

Pero  Swann  pensaba  que,  no  consintiendo  en  verla  hasta después  de  cenar,  haría  ver  a  Odette  que  existían  para  él  otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo  la  simpatía  que  inspiraba  a  Odette.  Además,  prefería  con mucho a la de Odette, la belleza de una chiquita de oficio, fresca  y rolliza como una rosa, de la que estaba por entonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía Rémi, el cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta que el coche se paraba ante la casa de los Verdurin.
Al  entrar,  la  señora  le  enseñaba  unas  rosas  que  él  mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba, dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno nacional de sus amores.

chocó a Swann por el parecido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores, no sólo los caracteres generales  de  la  realidad  que  nos  rodea,  sino  aquello  que,  por  el contrario,  parece  menos  susceptible  de  generalidad,  es decir,  los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas nuestras

Ya no estimó la cara de Odette por  la  mejor  o  peor  cualidad  de  sus  mejillas,  y  por  la  suavidad puramente carnosa que creía Swann que iba a encontrar en ellas al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atrevía a besarla, sino que la  consideró  como  un  ovillo  de  sutiles  y  hermosas  líneas  que  él devanaba con la mirada, siguiendo las curvas en que se arrollaban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del pelo y la flexión de  los  párpados,  como  lo  haría  en  un  retrato  de  ella,  en  que  su tipo se hiciera inteligible y claro.
La  miraba;  en  su  rostro,  en  su  cuerpo,  se  aparecía  un fragmento del fresco de Botticelli, y ya siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora pensara en ella, y aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino más que por parecerse a Odette, sin embargo, este parecido la revestía  a ella de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber desconocido por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado, y se felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación en su propia  cultura  estética.  (…)
Aquellas  dos  palabras,  “obra florentina”,  hicieron  a  Swann  un  gran  favor.  Ellas  abrieron  para Odette,  como  un  título  nobiliario,  las  puertas  de  un  mundo  de sueños, que hasta entonces le estaba cerrado, y donde se revistió de nobleza.

Cuando se estaba mucho rato mirando al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún más hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba que abrazaba a Odette.

-Tenemos que hablar; y mientras, él contemplaría ávidamente en su  rostro  y  en  sus  palabras  algo  no  visto  hasta  entonces,  un escondrijo de su corazón que hasta entonces le había ocultado.

Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta entonces había estado seguro de tenerle cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer.

-¡Bah, bah, bah! –dijo  el señor Verdurin, ¡qué sabes tú si hay o no hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
-Es  que  me  lo  habría  dicho  Odette  -replicó orgullosamente  la  señora  de Verdurin..  Me  cuenta  todas  sus historias.  Como  en  este  momento  no  tiene  a  nadie,  yo  le  he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no puede, que Swann le  gusta,  pero  que  está muy  corto  con  ella  y  eso  la  azora  a  ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le  conviene.

-Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine  que  ella  es  una   virtud –dijo  irónicamente  el  señor Verdurin.. Después de todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que estar un poco tonto.
-Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette -dijo la señora, echándoselas de niña.. Es simpatiquísima.
-Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo -dijo al pintor-, ¿qué le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.

Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las
sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es  ese  gran  torbellino  de  agitación  que  nos  arrastra  en  ciertas ocasiones. La suerte está  echada, y el ser que por entonces goza de nuestra  simpatía,  se  convertirá  en  el  ser  amado.  Ni  siquiera  es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva.  Y esa condición se realiza cuando .al echarlo de menos –en nosotros sentimos,  no  ya  el  deseo  de  buscar  los  placeres  que  su  trato  nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible  de  satisfacer  y  difícil  de  curar:  la  necesidad  insensata  y dolorosa de poseer a esa persona.

cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan  inesperado  fue  para  Odette  el  encuentro  con  Swann, que se asustó.

Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las  aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo  del  pañuelo  de  encaje  que  le  cubría  la  cabeza,  que  llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas  de  cisne. 

Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que  acudiera,  para   que reconociera  el  ensueño  que  tanto  tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.

Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió  a Odette aquella  primera  noche),  ello  es  que  los  demás  días  siguió usando el mismo pretexto.

sin embargo, la metáfora “hacer catleya”, convertida en sencilla  frase,  que  empleaban  inconscientemente  para significar  la posesión física –en la cual posesión, por cierto, no se posee nada,  sobrevivió  en  su  lenguaje,  como  en  conmemoración  de aquella costumbre perdida.

La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos  figura que  pertenece  a  otro  mundo,  se  envuelve  en  poesía, convierte nuestra  vida  en  una  gran  llanura,  donde  nosotros  no apreciamos más  que  la  distancia  que  de  él  nos  separa.  Swann  no podía por menos de inquietarse cuando se preguntaba lo que Odette sería para él en el porvenir.

Bien sabía él que ese amor no correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y  se  daba  cuenta  de  que  las  cualidades  de  Odette  no justificaban el valor que concedía a los ratos que pasaba a su lado.
Y  más  de  una  vez,  cuando  dominaba  en  Swann  la inteligencia positiva,  quería  dejar  de  sacrificar  tantos  intereses intelectuales  y sociales a ese placer imaginario.

Y  al  mirar  el  rostro  que  ponía  Swann,  cuando  la  oía, hubiérase  dicho  que  estaba  absorbiendo  un  anestésico  que  le ensanchaba  la  respiración.  Y,  en  efecto,  el  placer  que  le proporcionaba  la  música,  y  que  pronto  sería  en  él  verdadera necesidad,  se  parecía  en  aquellos  momentos  al  placer  que  habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo ven nuestros ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia  y sólo  lo  percibimos  por  un  sentido  único.

bendiciendo a Odette porque  consentía en aquellas visitas diarias, que, sin duda, no debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a él del tormento de los celos .y quitándole la  ocasión de  padecer  otra  vez  aquel  mal  que  en  él  se  declaró  la noche que no estaba Odette en casa de los Verdurin., le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel primero tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París  a la  luz  de  la  Luna.

Porque Swann, desde que estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en la época de su adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma ilusión; porque ésta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remozarse las inspiraciones de su juventud, disipadas por su frívolo vivir

No iba a casa de Odette más que por la noche, y nada sabía de lo  que  hacía  en  todo  el  día,  como  nada  sabía  de  su  pasado,  y hasta  le  faltaba  ese  insignificante  dato  inicial  que  nos  permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra en ganas de saberlo.
Así, que no se preguntaba lo que hacía ni lo que fuera su vida pasada.
Tan  sólo  algunas  veces  se  sonreía  al  pensar  que  unos  años  antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque  entonces  aun  tenía  poco  mundo,  el  carácter  completa  y fundamentalmente perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel carácter que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua, enamorada del ideal, y casi tan incapaz de mentir

Excepto cuando le pedía la frase de Vinteuil en vez del Vals de las Rosas, Swann nunca le hacía tocar las cosas que le gustaban a él, y ni en música ni en literatura intentaba corregir su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente.

Si Swann entonces intentaba enseñarle lo que era la belleza artística, y cómo había  que  admirar  los  versos  o  los  cuadros,  ella, al  cabo  de  un momento, dejaba de atender y decía: “Sí... pues yo no me lo figuraba así”. (…)
pero él se guardaba de decirlo porque ya sabía que lo que dijera le había de parecer insignificante y distinto de lo que se esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía Swann que, al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión del amor.
En efecto; Swann le parecía intelectualmente inferior a lo que ella se había imaginado.

Ocurre muchas veces, en efecto; y con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando su familia y sus  amigos saben  estimar  lo  que  vale,  que  el  sentimiento  que demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos, no es un sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden,  sino  de  respeto a  su  bondad.  A  Odette  le  inspiraba también  respeto  la  posición que  ocupaba  Swann  en  la  sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su amante probara a introducirla en aquel ambiente.

Sin embargo, a pesar  de  que  en  algunas  cosas  conservaba  hábitos  de  verdadera sencillez –seguía su amistad con una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera pina, oscura y fétida de la casa donde vivía su amiga-, se moría por lo chic, aunque su concepto de lo chic era muy distinto  del  de  las  gentes  verdaderamente  aristocráticas.

como Swann criticara que a la amiga de Odette le diera, no por el estilo  Luis  XVI,  porque  ese estilo,  aunque  se  ve poco,  puede  ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo:
-Pero no querrás que viva como tú, entre muebles rotos y alfombras viejas, porque en Odette aun no podía más la aburguesada respetabilidad que el diletantismo de la cocotte.

lo que seducía a la imaginación  de  Odette  no  era  la  práctica  del  desinterés,  sino  su vocabulario.
Se daba cuenta de que muchas veces no podía él realizar los sueños de Odette, y por lo menos hacía porque no se aburriera con él, y no contrariaba sus ideas vulgares y aquel mal gusto que tenía en todo, y que a Swann también le gustaba como cualquier cosa que de  ella viniera,  que  hasta  le  encantaba,  como  rasgos  particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y aparente la esencia de aquella mujer.

Le gustaba, como todo lo que rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin,  que  no  era  en  cierta  manera  más  que  un  modo  de verla y  hablarla. 

Y  como  las  cualidades  que  Swann  consideraba  intrínsecas de los Verdurin no eran más que el reflejo que proyectaban sobre sus personas  los  placeres  que  disfrutó Swann  en  aquella  casa  durante sus amores con Odette, resultaba que, cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos placeres, más serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que adornaba Swann a los Verdurin.

Forcheville,  desde  luego,  era groseramente  snob,  mientras  que  Swann,  no;  y  distaba  mucho  de estimar la casa de los Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía de esa delicadeza de temperamento que a  Swann  le  impedía  asociarse  a  las  críticas,  positivamente  falsas, que la señora de Verdurin lanzaba contra conocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares que el pintor soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard arriesgaba, y que Swann,  que quería  a  los  dos,  excusaba  fácilmente,  pero  no  tenía valor  e hipocresía  suficiente  para  aplaudir,  Forcheville,  por  el contrario, era de un nivel intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras, aunque sin entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas



"Dice la literatura que cuando el amor queda amputado por la muerte suele convertirse en delicada o acaso en violenta necrofilia, porque el amante a quien corresponde la injusticia de sobrevivir no se resigna a la desesperación y al olvido y quiere traspasar el límite de sombra donde los griegos situaron el río que no tiene regreso. [...] El viaje abisal de Orfeo en busca de Eurídice encierra, como todos los mitos, una metáfora medular del conocimiento y de la rabia que impulsa a los hombres a renegar de la desdicha, pero es también una advertencia de que ni siquiera con las armas luminosas del Arte es posible vencer las leyes que nos condenan a la sinrazón del tiempo y de la muerte. Tal vez fue la derrota de Orfeo lo que decidió a otros amantes, en siglos posteriores, no a descender a los infiernos para rescatar al amado y devolverlo a la vida, sino a compartir su misma suerte eligiendo el suicidio como última lealtad."


Diario del Nautilus, La memoria en donde ardía, Antonio Muñoz Molina



En la mitología griegaEurídice era una ninfa auloníade de Tracia. Un día Orfeo la conoce y ambos se enamoran. El día de su boda Eurídice sufre un intento de rapto por parte de Aristeo, un pastor rival de Orfeo. Ella huye pero en la carrera pisa inadvertidamente una víbora que le muerde un pie y le provoca la muerte.
Orfeo, desesperado, decide bajar al Hades a buscarla. Al llegar pide a Caronte que le lleve en su barca al otro lado de la laguna Estigia, a lo que Caronte se niega. Orfeo comienza a tocar su lira provocando el embelesamiento del barquero, quien accede a llevarle a la otra orilla. De la misma manera convence al can Cerbero, el guardián del infierno, para que le abra las puertas. Ya frente al dios Hades le suplica por su amada, y éste accede embelesado por la lira de Orfeo, pero poniendo como condición que Orfeo no debe contemplar el rostro de Eurídice hasta que hayan salido del infierno.
Orfeo atraviesa todo el Hades en su camino de salida, pero antes de llegar a la última puerta no puede contener su impaciencia y se gira para ver el rostro de Eurídice. En ese momento ella le es arrebatada y convertida de nuevo en sombra, y él es expulsado del infierno quedando separado definitivamente de su amada.


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