Igualmente, cuando alguno de los
“fieles” tenía un amigo, o una “parroquiana”, un
flirt, que podían
ser causa de “deserción”, los Verdurin, que no se
asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de su casa
y de que la amiga no lo antepusiera a
ellos, decían:
-Pues bueno,
traiga usted a ese amigo.
Y se lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de
no guardar ningún secreto a la señora de
Verdurin y si
se lo podía
agregar al clan.
En caso desfavorable, se llamaba
aparte al fiel que lo había presentado, y se le hacía el favor de mal quistarlo
con su amigo o su querida. Y en caso favorable, el “nuevo” pasaba a ser “fiel”.
Y Swann, que con una duquesa
era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante
una criada. (…) Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que
pasaba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que le
habían parecido bonitas. Y muchas veces
eran mujeres de belleza
bastante vulgar: porque
las cualidades físicas
que buscaba estaban, sin
darse cuenta él,
en oposición completa
con las que admiraba en los tipos de mujer de sus
pintores o escultores favoritos a profundidad y la melancolía de expresión eran
un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante una carne
sana, abundante y rosada.
Pertenecía a esa clase
de hombres inteligentes
que viven sin
hacer nada, en ociosidad, y buscan consuelo
y acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas
tan dignos de interés como el arte o
el estudio, y que la
“vida” contiene situaciones
más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo
aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al barón
de Charlus, al
cual divertía mucho
contándole aventuras picantes que le habían ocurrido.
De ese modo fue íntimo
durante unos meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi a
diario en su
casa. Pero de
pronto dejó de
ir sin decir una
palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la prima de mi abuela iba a mandar preguntar por él, cuando se encontró
en la despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de
cuentas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba
de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en
el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.
Antes soñábamos con poseer el
corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos
con sentir que se es dueño del corazón de una mujer. Y así, a una edad en que
parece que buscamos ante todo en el amor
un placer subjetivo, en
el cual debe
entrar en mayor proporción que nada la atracción
inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor –el amor
más físico- sin tener previamente y como base el deseo. En esa época de la
vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evoluciona él solo, con arreglo
a sus leyes
desconocidas y fatales,
por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos
nosotros, lo falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus
síntomas, nos acordamos de
los demás, los
volvemos a la
vida.
Mi abuelo conoció,
precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno de sus amigos actuales, a la
familia de esos Verdurin.
Pero había dejado de tratarse
con el que llamaba el “Verdurin joven”,
y lo juzgaba, sin gran fundamento, caído entre bohemia y gentuza, aunque
tuviera aún muchos millones. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si
podría ponerlo en relación con los Verdurin.
-¡Ojo, ojo! –exclamó mi abuelo-, no me extraña nada:
por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo acceder a lo que
me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero.
Además, detrás de eso debe
haber una historia de faldas, y yo no me quiero meter en esas cosas. ¡Ah!, va a
ser divertido si a Swann le da ahora por los Verdurin…
Ante la contestación negativa
de mi abuelo, la misma Odette llevó a Swann a casa de los Verdurin.
-¿Sabes? –dijo la señora de
Verdurin a su marido. Me parece que es un error el dar poca importancia, por
modestia, a los regalos que hacemos
al doctor. Es
un sabio que
vive aparte del mundo práctico, sin conocer el valor de
las cosas, y las juzga por lo que le decimos.
-Yo no
me había atrevido a
decírtelo, pero ya
lo había notado –contestó el
marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez
de mandarle al
doctor Cottard un
rubí de 3.000
francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron fina piedra
reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.
Porque Swann
tenía, en efecto
sobre los hombres que no habían
frecuentado la alta sociedad, por inteligentes que fueran,
esa superioridad que da
el
conocer el mundo,
y que estriba en
no transfigurarlo con el horror
o la atracción
que nos inspira, sino en no darle
importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y del temor de
aparecer demasiado amable, era desahogada,
y tenía la
soltura y la
gracia de movimientos
de esas personas ágiles cuyos
ejercitados miembros ejecutan precisamente lo
que quieren, sin
torpe ni indiscreta
participación del resto
del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende
la mano amablemente cuando le presentan a un jovenzuelo desconocido, y
que, en cambio,
se inclina con
reserva cuando le presentan a un embajador, había acabado
por infiltrarse, sin que él lo advirtiera, en toda la actitud social de Swann,
que con gentes de medio inferior al
suyo, como los
Verdurin y sus
amigos, instintivamente tuvo tales atenciones y se mostró tan solícito,
que, según los Verdurin indicaban, no era un “pelma”.
Pero cuando volvió a casa
sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer
entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen
de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor
aun más grande,
sin saber siquiera
ni cómo se
llama la desconocida ni si la
volverá a ver nunca.
Aquel amor por la frase
musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad
de rejuvenecimiento.
lo mismo en la conversación se esforzaba
por no expresar
nunca con fe
una opinión íntima respecto a las cosas, sino en
proporcionar muchos detalles materiales, que en cierto modo tuvieran un valor
intrínseco, y que le servían para no dar el pecho. Ponía una extremada
precisión en los datos de una receta de cocina, en la exactitud de la fecha del
nacimiento o muerte de un pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas
veces llegaba, a pesar de todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o
sobre un modo de tomar la vida, pero con tono irónico; como si no
estuviera muy convencido de lo que decía.
Swann descubrió
en el recuerdo de
la frase aquella, en otras
sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia de una
de esas realidades invisibles en las que ya
no creía, pero
que, como si
la música tuviera
una especie de influencia
electiva sobre su
sequedad moral, le
atraían de nuevo con deseo y casi con fuerzas de
consagrar a ella su vida.
-Puede que sea pariente suyo
–continuó Swann.; sería lamentable; pero, al fin y al cabo, un hombre genial
puede muy bien tener un primo que sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo
confieso que pasaría por cualquier tormento con tal de que el viejo estúpido me
presentara al autor
de la sonata,
y, en primer
lugar, por el tormento de tratar
al viejo, que debe de ser atroz.
El pintor dijo que Vinteuil
estaba por aquel entonces muy malo, y que el doctor Potain creía que no se
podía salvar.
Pero el
prestigio que a
sus ojos tenía
el presidente de la República acabó
por triunfar de la humildad
de Swann y
de la malevolencia de la señora
Verdurin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés: -¿Vendrá
esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo que se llama un gentleman, ¿no?. Y hasta le ofreció una
tarjeta de entrada a la
Exposición de Odontología.
-Puede entrar usted y las
personas que lo acompañen, pero no dejan pasar perros. Ya comprenderá usted que
se lo digo porque tengo amigos que no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.
Pero Swann
pensaba que, no
consintiendo en verla
hasta después de cenar,
haría ver a
Odette que existían
para él otros placeres preferibles al de estar con
ella, y así no se saciaría en mucho tiempo
la simpatía que
inspiraba a Odette. Además,
prefería con mucho a la de
Odette, la belleza de una chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por
entonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la
noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no
quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita
esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía Rémi, el
cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta que el coche
se paraba ante la casa de los Verdurin.
Al entrar,
la señora le
enseñaba unas rosas
que él mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a
regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba,
dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno nacional
de sus amores.
chocó a Swann por el parecido
que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann
siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores, no sólo
los caracteres generales de la
realidad que nos
rodea, sino aquello
que, por el contrario,
parece menos susceptible
de generalidad, es decir,
los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas nuestras
Ya no estimó la cara de
Odette por la mejor
o peor cualidad
de sus mejillas,
y por la
suavidad puramente carnosa que creía Swann que iba a encontrar en ellas
al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atrevía a besarla, sino que
la consideró como
un ovillo de
sutiles y hermosas
líneas que él devanaba con la mirada, siguiendo las
curvas en que se arrollaban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del
pelo y la flexión de los párpados,
como lo haría
en un retrato
de ella, en
que su tipo se hiciera
inteligible y claro.
La miraba;
en su rostro,
en su cuerpo,
se aparecía un fragmento del fresco de Botticelli, y ya
siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora pensara en ella, y
aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino más que por parecerse a
Odette, sin embargo, este parecido la revestía
a ella de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber
desconocido por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado,
y se felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación
en su propia cultura estética.
(…)
Aquellas dos
palabras, “obra florentina”, hicieron
a Swann un
gran favor. Ellas
abrieron para Odette, como
un título nobiliario,
las puertas de
un mundo de sueños, que hasta entonces le estaba
cerrado, y donde se revistió de nobleza.
Cuando se estaba mucho rato
mirando al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún
más hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba
que abrazaba a Odette.
-Tenemos que hablar; y
mientras, él contemplaría ávidamente en su
rostro y en
sus palabras algo
no visto hasta
entonces, un escondrijo
de su corazón que hasta entonces le había ocultado.
Cuando vio que no estaba en
el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un
placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta entonces había estado
seguro de tenerle cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo
que vale un placer.
-¡Bah, bah, bah! –dijo el señor Verdurin, ¡qué sabes tú si hay o no
hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
-Es que
me lo habría
dicho Odette -replicó orgullosamente la señora de Verdurin..
Me cuenta todas
sus historias. Como en
este momento no
tiene a nadie,
yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice
que no puede, que Swann le gusta, pero
que está muy corto
con ella y
eso la azora
a ella también; además, dice que
ella no
lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar
su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de
todo, que es lo que le conviene.
-Pues si no hay nada, no creo
que sea porque ese señor se imagine
que ella es
una virtud –dijo
irónicamente el señor Verdurin.. Después de todo, ¡quién
sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo
que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette
con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que
estar un poco tonto.
-Bueno, bueno; que no se
hable mal de Odette -dijo la señora, echándoselas de niña.. Es simpatiquísima.
-Pero si eso no tiene que ver
para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es
ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo -dijo al pintor-, ¿qué
le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.
Iba rozando al pasar todos
aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las
sombras, entre mortuorias
fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de
producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado,
uno de los más eficaces es ese gran
torbellino de agitación
que nos arrastra
en ciertas ocasiones. La suerte
está echada, y el ser que por entonces
goza de nuestra simpatía, se
convertirá en el
ser amado. Ni
siquiera es menester que nos
guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra
inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando .al echarlo
de menos –en nosotros sentimos, no ya
el deseo de
buscar los placeres
que su trato
nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo,
una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de
satisfacer y difícil
de curar: la
necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
cuando de repente tropezó con
una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le
explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée , en un
rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado
fue para Odette
el encuentro con
Swann, que se asustó.
Lo mismo un viajero que llega
un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los
países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la
vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de
las aguas.
Subió con Odette en el coche
de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un
ramo de catleyas, y Swann vio, debajo
del pañuelo de
encaje que le
cubría la cabeza,
que llevaba en el pelo flores de
la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de
cisne.
Y Swann fue el que lo retuvo
un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que
cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para
que acudiera, para
que reconociera el ensueño
que tanto tiempo acarició, para que asistiera a
su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo
nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de
Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de
los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a
ver.
Pero era tan tímido con ella,
que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por
arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que
pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir
algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no
ofendió a Odette aquella primera
noche), ello es que los
demás días siguió usando el mismo pretexto.
sin embargo, la metáfora
“hacer catleya”, convertida en sencilla
frase, que empleaban
inconscientemente para
significar la posesión física –en la
cual posesión, por cierto, no se posee nada, sobrevivió
en su lenguaje,
como en conmemoración
de aquella costumbre perdida.
La mayoría de las personas
que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un
ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro
corazón, se nos figura que pertenece
a otro mundo,
se envuelve en
poesía, convierte nuestra
vida en una
gran llanura, donde
nosotros no apreciamos más que
la distancia que
de él nos
separa. Swann no podía por menos de inquietarse cuando se
preguntaba lo que Odette sería para él en el porvenir.
Bien sabía él que ese amor no
correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y se
daba cuenta de
que las cualidades
de Odette no justificaban el valor que concedía a los
ratos que pasaba a su lado.
Y más
de una vez,
cuando dominaba en
Swann la inteligencia
positiva, quería dejar
de sacrificar tantos
intereses intelectuales y
sociales a ese placer imaginario.
Y al
mirar el rostro
que ponía Swann,
cuando la oía, hubiérase dicho
que estaba absorbiendo
un anestésico que le
ensanchaba la respiración.
Y, en efecto,
el placer que le
proporcionaba la música,
y que pronto
sería en él
verdadera necesidad, se parecía
en aquellos momentos
al placer que
habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo
que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo ven nuestros
ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia y sólo
lo percibimos por
un sentido único.
bendiciendo a Odette porque consentía en aquellas visitas diarias, que,
sin duda, no debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a
él del tormento de los celos .y quitándole la
ocasión de padecer otra
vez aquel mal
que en él
se declaró la noche que no estaba Odette en casa de los
Verdurin., le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel
primero tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su
vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París a la
luz de la Luna.
Porque Swann, desde que
estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en la época de su
adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma ilusión; porque
ésta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remozarse las inspiraciones
de su juventud, disipadas por su frívolo vivir
No iba a casa de Odette más
que por la noche, y nada sabía de lo
que hacía en
todo el día,
como nada sabía
de su pasado,
y hasta le faltaba
ese insignificante dato
inicial que nos
permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra en ganas de saberlo.
Así, que no se preguntaba lo
que hacía ni lo que fuera su vida pasada.
Tan sólo
algunas veces se
sonreía al pensar
que unos años
antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no
recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una entretenida, una
de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque entonces
aun tenía poco
mundo, el carácter
completa y fundamentalmente
perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas.
Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que
forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel carácter
que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua, enamorada
del ideal, y casi tan incapaz de mentir
Excepto cuando le pedía la
frase de Vinteuil en vez del Vals de las Rosas, Swann nunca le hacía tocar las
cosas que le gustaban a él, y ni en música ni en literatura intentaba corregir
su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente.
Si Swann entonces intentaba enseñarle
lo que era la belleza artística, y cómo había
que admirar los versos o
los cuadros, ella, al
cabo de un momento, dejaba de atender y decía: “Sí...
pues yo no me lo figuraba así”. (…)
pero él se guardaba de
decirlo porque ya sabía que lo que dijera le había de parecer insignificante y
distinto de lo que se esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía
Swann que, al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo,
la ilusión del amor.
En efecto; Swann le parecía
intelectualmente inferior a lo que ella se había imaginado.
Ocurre muchas veces, en
efecto; y con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando
su familia y sus amigos saben estimar
lo que vale,
que el sentimiento
que demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos,
no es un sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden, sino
de respeto a su
bondad. A Odette
le inspiraba también respeto
la posición que ocupaba
Swann en la
sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su amante probara a
introducirla en aquel ambiente.
Sin embargo, a pesar de
que en algunas
cosas conservaba hábitos
de verdadera sencillez –seguía su
amistad con una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera
pina, oscura y fétida de la casa donde vivía su amiga-, se moría por lo chic, aunque su concepto de lo chic era
muy distinto del de
las gentes verdaderamente aristocráticas.
como Swann criticara que a la
amiga de Odette le diera, no por el estilo
Luis XVI, porque
ese estilo, aunque se ve poco, puede
ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo:
-Pero no querrás que viva
como tú, entre muebles rotos y alfombras viejas, porque en Odette aun no podía
más la aburguesada respetabilidad que el diletantismo de la cocotte.
lo que seducía a la imaginación de
Odette no era la práctica
del desinterés, sino
su vocabulario.
Se daba cuenta de que muchas
veces no podía él realizar los sueños de Odette, y por lo menos hacía porque no
se aburriera con él, y no contrariaba sus ideas vulgares y aquel mal gusto que
tenía en todo, y que a Swann también le gustaba como cualquier cosa que de ella viniera,
que hasta le
encantaba, como rasgos
particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y aparente la
esencia de aquella mujer.
Le gustaba, como todo lo que
rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin,
que no era en cierta
manera más que un modo
de verla y hablarla.
Y como
las cualidades que Swann consideraba
intrínsecas de los Verdurin no eran más que el reflejo que proyectaban
sobre sus personas los placeres
que disfrutó Swann en
aquella casa durante sus amores con Odette, resultaba que,
cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos placeres, más
serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que adornaba Swann a los
Verdurin.
Forcheville, desde
luego, era groseramente snob,
mientras que Swann,
no; y distaba
mucho de estimar la casa de los
Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía
de esa delicadeza de temperamento que a
Swann le impedía
asociarse a las
críticas, positivamente falsas, que la señora de Verdurin lanzaba
contra conocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares
que el pintor soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard
arriesgaba, y que Swann, que quería a
los dos, excusaba
fácilmente, pero no
tenía valor e hipocresía suficiente
para aplaudir, Forcheville,
por el contrario, era de un nivel
intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras, aunque sin
entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas
"Dice la literatura que cuando el amor queda amputado por la muerte suele convertirse en delicada o acaso en violenta necrofilia, porque el amante a quien corresponde la injusticia de sobrevivir no se resigna a la desesperación y al olvido y quiere traspasar el límite de sombra donde los griegos situaron el río que no tiene regreso. [...] El viaje abisal de Orfeo en busca de Eurídice encierra, como todos los mitos, una metáfora medular del conocimiento y de la rabia que impulsa a los hombres a renegar de la desdicha, pero es también una advertencia de que ni siquiera con las armas luminosas del Arte es posible vencer las leyes que nos condenan a la sinrazón del tiempo y de la muerte. Tal vez fue la derrota de Orfeo lo que decidió a otros amantes, en siglos posteriores, no a descender a los infiernos para rescatar al amado y devolverlo a la vida, sino a compartir su misma suerte eligiendo el suicidio como última lealtad."
En la mitología griega, Eurídice era una ninfa auloníade de Tracia. Un día Orfeo la conoce y ambos se enamoran. El día de su boda Eurídice sufre un intento de rapto por parte de Aristeo, un pastor rival de Orfeo. Ella huye pero en la carrera pisa inadvertidamente una víbora que le muerde un pie y le provoca la muerte.
Diario del Nautilus, La memoria en donde ardía, Antonio Muñoz Molina
En la mitología griega, Eurídice era una ninfa auloníade de Tracia. Un día Orfeo la conoce y ambos se enamoran. El día de su boda Eurídice sufre un intento de rapto por parte de Aristeo, un pastor rival de Orfeo. Ella huye pero en la carrera pisa inadvertidamente una víbora que le muerde un pie y le provoca la muerte.
Orfeo, desesperado, decide bajar al Hades a buscarla. Al llegar pide a Caronte que le lleve en su barca al otro lado de la laguna Estigia, a lo que Caronte se niega. Orfeo comienza a tocar su lira provocando el embelesamiento del barquero, quien accede a llevarle a la otra orilla. De la misma manera convence al can Cerbero, el guardián del infierno, para que le abra las puertas. Ya frente al dios Hades le suplica por su amada, y éste accede embelesado por la lira de Orfeo, pero poniendo como condición que Orfeo no debe contemplar el rostro de Eurídice hasta que hayan salido del infierno.
Orfeo atraviesa todo el Hades en su camino de salida, pero antes de llegar a la última puerta no puede contener su impaciencia y se gira para ver el rostro de Eurídice. En ese momento ella le es arrebatada y convertida de nuevo en sombra, y él es expulsado del infierno quedando separado definitivamente de su amada.
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