De mi lectura de vacaciones, Por el camino de Swann I y II, he seleccionado aquellos textos que me han parecido especialmente bellos o interesantes. No hay otro particular:
«Matilde,
ven y no dejes a tu marido que beba coñac».
Como a mi
abuelo le habían
prohibido los licores,
mi tía para hacerla rabiar
(porque había llevado a la familia de mi padre un carácter tan diferente, que
todos le daban bromas y la atormentaban), le hacía beber unas gotas. Mi abuela
entraba a pedir vivamente a su marido que no probara el coñac; enfadábase él y
echaba su trago, sin hacer caso; entonces mi abuela tornaba a salir, desanimada
y triste, pero sonriente sin embargo, porque era tan buena y de tan humilde
corazón, que su cariño a los demás y la poca importancia que a sí propia se
daba se armonizaban dentro de sus ojos en una sonrisa, sonrisa que, al revés de
las que vemos en muchos rostros humanos, no encerraba ironía más que hacia su misma
persona, y para nosotros era como el besar de unos ojos que no pueden mirar a
una persona querida sin acariciarla apasionadamente. Cosas son ésas como el
suplicio que mi tía infligía a mi abuela, como el espectáculo de las vanas
súplicas de ésta, y de su debilidad de carácter, ya rendida antes de luchar,
para quitar a mi abuelo su vaso de licor, a las que nos acostumbramos más tarde
hasta el punto de llegar a presenciarlas con risa y a ponernos de parte del
perseguidor para persuadirnos a nosotros
mismos de que no
hay tal persecución; pero entonces me inspiraban tal
horror, que de buena gana hubiera pegado a mi tía.
No pudo consolarse de la pérdida de su mujer; pero en los
dos años que la sobrevivió, decía a mi abuelo: «¡Qué cosa tan rara! Pienso muy
a menudo en mi pobre mujer; pero mucho, mucho de una vez no puedo pensar en
ella». Y «a menudo, pero poquito de una vez, como el pobre Swann», pasó a ser
una de las frases favoritas de mi abuelo, que la decía a propósito de muy
distintas cosas
Era cosa sabida con qué gente se trataba su padre; así que
se sabía también con quién se trataba el hijo
y cuáles eran
las personas con
quienes «podía rozarse».
Y si tenía otros
amigos serían amistades
de juventud, de
esas ante las cuales los amigos viejos de su casa, como
lo eran mis abuelos, cerraban benévolamente los ojos; tanto más cuanto que, a
pesar de estar ya huérfano, seguía viniendo a vernos con toda fidelidad; pero
podría apostarse que esos amigos suyos que nosotros no conocíamos, Swann
no se hubiera
atrevido a saludarlos
si se los
hubiera encontrado yendo con nosotros.
Sin duda, el Swann que hacia la misma época trataron tantos
clubmen, no tenía nada que ver con el que creaba mi tía, con aquel oscuro e
incierto personaje, que a la noche, en el jardincillo de Combray, y cuando
habían sonado los dos vacilantes tintineos de la campanilla, se destacaba sobre
un fondo de tinieblas, identificable solamente por su voz, y al que mi tía
rellenaba y vivificaba con todo lo que sabía de
la familia Swann.
Pero ni siquiera
desde el punto
de vista de las
cosas más insignificantes de
la vida somos los
hombres un todo materialmente constituido, idéntico para
todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o
de un testamento; no, nuestra personalidad
social es una creación del pensamiento de los demás. Y hasta ese acto
tan sencillo que llamamos «ver a una persona conocida» es, en parte, un acto
intelectual.
yo siento la impresión de separarme de una persona para ir
hacia otra enteramente distinta, cuando en mi memoria pasó del Swann que más
tarde conocí con exactitud a ese primer Swann
A mi abuela
le habían parecido gentes
perfectas, y declaraba
que la muchacha
era una perla y el chalequero el
hombre mejor y más distinguido que vio en su vida. Porque para ella la distinción
era cosa absolutamente independiente del rango social.
Mi tía, por
el contrario, interpretó
esta noticia desfavorablemente
para Swann; la persona que buscaba sus amigos fuera de la casta que nació,
fuera de su «clase» social, sufría a sus ojos un descenso social. Le parecía a
mi tía que así se renunciaba de golpe a aquellas buenas amistades con personas
bien acomodadas, que las familias previsoras cultivan y guardan dignamente para
sus hijos (mi tía
había dejado de
visitarse con el
hijo de un
notario amigo nuestro porque
se casó con
una alteza, descendiendo
así, para ella, del rango respetable de hijo de notario al de uno de esos
aventureros, ayuda de cámara o mozos de cuadra un día, de los que se cuenta que
gozaron caprichos de reina.)
«Yo siempre os he dicho que tenía muy buen gusto», contestó
mi abuela. «Naturalmente, tenías que ser tú, en cuanto se trata de sustentar una opinión contraria a la
nuestra», respondió mi tía; porque sabía que mi abuela no compartía su opinión
nunca, y como no estaba muy segura de
que era a
ella y no
a mi abuela
a quien dábamos siempre la razón, quería arrancarnos
una condena en bloque de las opiniones
de mi abuela,
tratando, para ir
contra ellas, de
solidarizarnos por fuerza
con las suyas.
Pero nosotros nos
quedábamos callados. Como las hermanas de mi abuela manifestaran su
intención de decir
algo a Swann
respecto a lo
de El Fígaro,
mi tía las disuadió.
Cada vez que
veía a los
demás ganar una
ventaja, por pequeña que fuera,
que no le tocaba a ella, se convencía de que no era tal ventaja, sino un
inconveniente, y para no tener que envidiar a los otros, los compadecía.
En cuanto a mi madre, su único pensamiento era
lograr de mi
padre que consintiera
en hablar a Swann, no ya de su mujer, sino de su hija,
hija que Swann adoraba y que era, según decían, la causa de que hubiera acabado por casarse. «Podías
decirle unas palabras nada más, preguntarle cómo está la niña.» Pero mi padre
se enfadaba. «No, eso es disparatado. Sería ridículo.»
Mi madre estaba pensando que una sola palabra suya podía
borrar todo el daño que en casa habíamos podido hacer a Swann desde que se
casó. Y se las compuso para llevarle
un poco aparte.
Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten
todos los días nuestra atención para
cosas insignificantes,
mientras que los
libros que contienen cosas
esenciales no los leemos más que
tres o cuatro veces en toda nuestra vida. En el momento en que rompemos
febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse
y aparecer en el periódico, yo no sé qué, los... pensamientos de Pascal, por
ejemplo
«Pues cuenta Saint-Simon que Maulevrier tuvo un día el valor
de tender la mano a sus hijos. Ya sabe usted que de ese Maulevrier es de quien
se dice: «Nunca vi en esa botella ordinaria más que mal humor, grosería y
estupideces.» (…) «Yo no sé si fue por pasarse de tonto o por pasarse de listo,
escribe Saint-Simon que quiso dar la mano a mis hijos. Lo noté lo bastante a
tiempo para impedírselo»
Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado
su finalidad se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario,
como mucho más tarde supe, una angustia semejante fue su tormento durante muchos
años de su
vida, y quizá
nadie me hubiera entendido mejor
que él; esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un
lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a
buscarlo, a él se la enseñó el amor, a quien está predestinada esa pena, que la
acaparará y la especializará
¡Cuánto queremos .como en ese momento quería yo a Francisca,
al intermediario bienintencionado que
con una palabra
nos convierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta
inconcebible e infernal en cuyas profundidades nos imaginábamos que había
torbellinos enemigos, deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de
nosotros, que le inspiraban risa hacia nuestra persona!
Pero, ¡ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones
de un tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al
verse perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas
veces el amigo vuelve a bajar él solo.
Pero en la educación que a mí me daban el orden de las
faltas no era el mismo que en la educación de los demás niños, y me habían
acostumbrado a poner en primera línea (sin duda por ser aquellas contra
las cuales necesitaba
precaverme más cuidadosamente) esas
faltas cuyo carácter común era, según yo comprendo ahora, el que se
incurre en ellas al ceder a un impulso nervioso. Pero entonces no se
pronunciaba esa palabra, no
se declaraba ese
origen que pudiera hacerme creer que el sucumbir tenía
excusa y que era incapaz de resistencia. Pero yo conocía muy bien esas faltas
en la angustia que les precedía y
en el rigor
del castigo que llegaba
después
Lo que yo quería era mi madre, decirle adiós, y ya había ido
muy lejos por aquel camino que llevaba a la realización de mi deseo para volverme atrás.
Ya que hay dos camas en su cuarto, di a Francisca que te
prepare la grande, y por esta noche duerme en su alcoba. Vamos, buenas noches.
Yo, que no tengo tantos nervios como vosotros, voy a
acostarme.»
En mí también se han deshecho muchas que yo creí que
durarían siempre, y se han alzado otras nuevas, preñadas de penas y alegrías
nuevas que entonces no sabía prever, lo mismo que hoy me son difíciles de comprender
muchas de las antiguas. Hace mucho tiempo que mi padre ya no puede decir a
mamá: «Vete con el niño».
Para mí nunca volverán a ser posibles horas semejantes. Pero
desde que hace poco otra vez empiezo a percibir, si escucho atentamente, los
sollozos de aquella noche
Y así, por vez primera, mi pena no fue ya considerada como
una falta punible, sino como un mal involuntario que acababa de tener reconocimiento
oficial, como un estado nervioso del que yo no tenía la culpa; y me cupo el
consuelo de no tener que mezclar ningún escrúpulo a la amargura de mi llanto,
de poder llorar sin pecar. Y no fue poco el orgullo que
sentí delante de
Francisca por esa
vuelta que habían dado las cosas humanas, que una hora
después de aquella negativa de mamá de subir a mi cuarto y de su desdeñoso
recado de mandarme a dormir, me elevaba a la dignidad de persona mayor, y de un
golpe me colocaba en una especie de pubertad de la pena, de emancipación de las
lágrimas. Debía sentirme feliz y no lo era. Parecíame que mi madre acababa de hacerme una concesión
que debía costarle mucho, que era la primera abdicación, por su parte, de un
ideal que para mí concibiera, y que ella, tan valerosa, se confesaba vencida
por primera vez.
«Hija mía decía
a mamá., nunca podré decidirme a regalar a este niño un libro mal
escrito.»
En realidad, no se resignaba nunca a comprar nada de que no
se pudiera sacar un provecho intelectual, sobre todo ese que nos procuran las
cosas bonitas al enseñarnos a ir a buscar nuestros placeres en
otra cosa que en las
satisfacciones del bienestar
y de la vanidad.
En casa ya habíamos perdido la cuenta, cuando mi tía quería
formular una requisitoria contra mi abuela, de los sillones regalados por ella,
a recién casados o a matrimonios viejos que a la primera tentativa de
utilización se habían venido a tierra agobiados por el peso de uno de los destinatarios.
Pero mi abuela hubiera creído mezquino el ocuparse demasiado de la solidez de
una madera en la que aun podía
distinguirse una florecilla,
una sonrisa y
a veces un
hermoso pensamiento de tiempos pasados.
Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me
acordaba de Combray, nunca vi más que esa especie de sector luminoso, destacándose
sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor, de una
bengala o de una proyección eléctrica alumbran
y seccionan en
un edificio, cuyas
restantes partes siguen sumidas en la oscuridad
Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas
de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior,
un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el
día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol,
o que entramos en posesión del
objeto que les
sirve de cárcel.
Entonces se estremecen,
nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y
liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra
compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo,
e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su
dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto
material nos daría) que no sospechamos.
Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante
de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más
que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un
día de invierno,
al volver a
casa, mi madre,
viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en
contra de mi costumbre, una taza de té.
Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario
que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin
noción de lo que lo causaba. (…)
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el
pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía,
después de mojado en su infusión
de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo
no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su
cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara.
Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la
madre de esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no
quiso salir de
Combray primero, de
su casa luego,
y más tarde de
su cuarto y
de su cama,
que no bajaba
nunca y se estaba
siempre echada, en
un estado incierto
de pena, debilidad física, enfermedad, manía y
devoción.
antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que
esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía,
estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que
estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de
esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos,
cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o
hasta una catástrofe diluviana pasa
acrecer el bienestar
de la reclusión con la poesía de lo invernal
Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca
lloraba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos
bondadosamente, inquiriendo mil detalles.
mamá era la primera persona que le daba la alegría de sentir
que su vida, sus dichas y sus disgustos de aldeana podían ofrecer
interés y ser
motivo de gozo
o tristeza para
otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un poco de
Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba mi madre
los servicios de
aquella criada tan
inteligente y activa, que estaba tan flamante, desde las
cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo encañonado, brillante y
tieso, parecía de porcelana, como para
ir a misa; que lo hacía todo bien, trabajando como una caballería,
estuviera buena o
no, y siempre
sin meter ruido, como
si no hiciera
nada, y la
única criada de
mi tía que
cuando mamá pedía agua
caliente o café
puro los traía
verdaderamente a punto de hervir;
era una de esas criadas que en una casa son de las que desagradan a primera
vista a un extraño, quizá porque no se toman el trabajo de conquistarlo ni lo
agasajan, porque saben muy bien que no lo necesitan, y que antes de despedirla
a ella dejarían de recibirlo; pero que, en
cambio, son las
que se ganan
mejor el apego de los amos que
han puesto a prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía
superficial y esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un
forastero, pero que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.
Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en
balde, porque en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como
un dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas
pasmosas apariciones habían ocurrido,
fuera de la plaza, fuera
de la calle
del Espíritu Santo
una diligente investigación no hubiera terminado por reducir el
personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida», ya
personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en tal o
cual grado de alguien de Combray.
Indudablemente,
la iglesia, vista
por cualquier lado,
se distinguía de
los demás edificios en que tenía
infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía
tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable.
La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela
la cualidad que
más apreciaba en
este mundo: la
naturalidad y la distinción.
Pero como en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente
que los ejecutara mi memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto
tiempo, es decir, el sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un
espectáculo, sino a
creer en ella como en un ser
sin equivalente, ninguna de ellas
señorea una parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos
del campanario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.
Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor
de lo debido, de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de
la naturalidad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta,
casi de estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces
lanzaba contra la aristocracia, la vida
mundana, y el snobismo, «que seguramente era el pecado en que pensaba San Pablo
al hablar de un pecado que no tiene
remisión».
La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir y
casi de comprender
para mi abuela,
que le parecía
gastar tanta pasión en difamarla.
Mi tía había ido deshaciéndose
poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el
defecto de pertenecer a una de las dos categorías de personas que detestaba.
Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo,
eran las que le aconsejaban que no «se hiciera caso» (…) Formaban la otra
categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que estaba, o
tan enferma como ella, aseguraba estar.
Así que aquellas personas a quienes se permitió subir,
después de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de Francisca,
y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran del favor que se
les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le parece a usted que si
anduviera un poco, cuando el tiempo sea bueno...?», o que, por el contrario, al
decirles ella: «Estoy muy mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí,
cuando no se tiene salud. Pero aun puede
usted tirar así
mucho tiempo», estaban
seguros, tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más.
De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran
su régimen, que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran
respecto a su porvenir.
Así aquélla, que en el cuarto donde estaba mi tío, vestido
con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de su suave cuerpo,
de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana de la amistad de
un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi padre, la trabajó
delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación engastando en ella una
de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de humildad y gratitud, ¡la devolvía
ahora convertida en una alhaja de mano de artista en algo «perfectamente
exquisito».
¿Cómo iba yo
a suponer que
mis padres vieran
nada malo allí donde yo no lo veía?
(…)Yo me creía, como todo el mundo, que el cerebro de los
demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de reacción específica
sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al verter en el de mis padres
la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio de mi tío, los
transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo juicio que a mí me
había merecido aquella presentación.
Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios
enteramente distintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el
acto de mi tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo
me enteré indirectamente.
Pero más tarde comprendí que la seductora rareza y la hermosura
especial de esos frescos consistía en el mucho espacio que en ellos ocupaba el
símbolo, y que el hecho de que estuviera representado, no como símbolo, puesto
que no estaba expresada la idea simbolizada, sino como real, como
efectivamente sufrido, o
manejado materialmente, daba
a la significación de la obra un carácter más material
y preciso, y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto.
(…)
Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Papua encerrasen
una gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida como
la doméstica embarazada,
y la criada
a su vez no me parecía menos alegórica que las pinturas.
, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño,
siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en
la riqueza filosófica
y la belleza
del libro que
estaba leyendo, y mi
deseo de apropiármelas, de
cualquier libro que se
tratara.
porque me acordaba de haberlo oído citar como obra notable
al profesor o
camarada que por
aquel entonces me parecía estar en el secreto de la verdad y
de la belleza, medio presentidas y medio incomprensibles para mí meta borrosa,
pero permanente, de mi pensamiento.
aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban
con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los
análogos que me hubiera podido presentar. Por la manera que había tenido el autor
de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus
palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma,
merecedora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los
lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la correcta
fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.
aun no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos
que dar nombre es crear.
Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero
más íntima amistad que con los demás y lo
llevaba a casa, se trataba
siempre de un
judío, cosa que
en un principio no le hubiera
desagradado .su amigo Swann también era de familia judía., a no ser porque le
parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores.
el instinto o la experiencia les había enseñado que
los impulsos de
nuestra sensibilidad ejercen
poco dominio sobre la
continuidad de nuestras
acciones y nuestra conducta en la vida, y que el respeto
a las obligaciones morales, la lealtad
a los amigos,
la ejecución de
una obra y
la sujeción a un régimen tienen
más firme asiento
en la ciega
costumbre, que en aquellos momentáneos transportes fogosos y
estériles. Mejor que a Bloch, hubieran
querido para amigos míos compañeros que no me dieran más que aquello que con
arreglo al código de la moral burguesa debe darse a los amigos
Ni siquiera nuestros errores hacen desviarse
fácilmente del deber
a naturalezas de
esas de las que era mi abuela dechado, ella que,
reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no se trataba, no cambió el
testamento en que le legaba toda su fortuna, porque era su parienta más lejana
y porque las cosas debían ser así.
luego de hacerme saber .noticia llamada
a ejercer gran
influencia en mi
vida, haciéndome feliz primero y desdichado más tarde. que todas las mujeres
no pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia
invencible
me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la
verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir
en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del
escritor, como en los brazos del padre vuelto a encontrar.
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