lunes, 15 de octubre de 2012

Dos "lados" para ir de paseo


De mi lectura de vacaciones, Por el camino de Swann I y II, he seleccionado aquellos textos que me han parecido especialmente bellos o interesantes. No hay otro particular: 

«Matilde, ven y no dejes a tu marido que beba coñac».
Como  a  mi  abuelo  le  habían  prohibido  los  licores,  mi  tía para hacerla rabiar (porque había llevado a la familia de mi padre un carácter tan diferente, que todos le daban bromas y la atormentaban), le hacía beber unas gotas. Mi abuela entraba a pedir vivamente a su marido que no probara el coñac; enfadábase él y echaba su trago, sin hacer caso; entonces mi abuela tornaba a salir, desanimada y triste, pero sonriente sin embargo, porque era tan buena y de tan humilde corazón, que su cariño a los demás y la poca importancia que a sí propia se daba se armonizaban dentro de sus ojos en una sonrisa, sonrisa que, al revés de las que vemos en muchos rostros humanos, no encerraba ironía más que hacia su misma persona, y para nosotros era como el besar de unos ojos que no pueden mirar a una persona querida sin acariciarla apasionadamente. Cosas son ésas como el suplicio que mi tía infligía a mi abuela, como el espectáculo de las vanas súplicas de ésta, y de su debilidad de carácter, ya rendida antes de luchar, para quitar a mi abuelo su vaso de licor, a las que nos acostumbramos más tarde hasta el punto de llegar a presenciarlas con risa y a ponernos de parte del perseguidor para persuadirnos  a  nosotros  mismos de  que  no  hay  tal  persecución; pero entonces me inspiraban tal horror, que de buena gana hubiera pegado a mi tía.

No pudo consolarse de la pérdida de su mujer; pero en los dos años que la sobrevivió, decía a mi abuelo: «¡Qué cosa tan rara! Pienso muy a menudo en mi pobre mujer; pero mucho, mucho de una vez no puedo pensar en ella». Y «a menudo, pero poquito de una vez, como el pobre Swann», pasó a ser una de las frases favoritas de mi abuelo, que la decía a propósito de muy distintas cosas

Era cosa sabida con qué gente se trataba su padre; así que se sabía también con quién se trataba el hijo  y  cuáles  eran  las  personas  con  quienes  «podía  rozarse».  Y  si tenía  otros  amigos  serían  amistades  de  juventud,  de  esas  ante  las cuales los amigos viejos de su casa, como lo eran mis abuelos, cerraban benévolamente los ojos; tanto más cuanto que, a pesar de estar ya huérfano, seguía viniendo a vernos con toda fidelidad; pero podría apostarse que esos amigos suyos que nosotros no conocíamos,  Swann  no  se  hubiera  atrevido  a  saludarlos  si  se  los  hubiera encontrado yendo con nosotros.

Sin duda, el Swann que hacia la misma época trataron tantos clubmen, no tenía nada que ver con el que creaba mi tía, con aquel oscuro e incierto personaje, que a la noche, en el jardincillo de Combray, y cuando habían sonado los dos vacilantes tintineos de la campanilla, se destacaba sobre un fondo de tinieblas, identificable solamente por su voz, y al que mi tía rellenaba y vivificaba con todo lo que sabía de  la  familia  Swann.  Pero  ni  siquiera  desde  el  punto  de  vista  de  las cosas  más  insignificantes  de  la  vida somos  los  hombres  un  todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento; no, nuestra personalidad  social es una creación del pensamiento de los demás. Y hasta ese acto tan sencillo que llamamos «ver a una persona conocida» es, en parte, un acto intelectual.

yo siento la impresión de separarme de una persona para ir hacia otra enteramente distinta, cuando en mi memoria pasó del Swann que más tarde conocí con exactitud a ese primer Swann

A  mi  abuela  le  habían parecido  gentes  perfectas,  y  declaraba  que  la  muchacha  era  una perla y el chalequero el hombre mejor y más distinguido que vio en su vida. Porque para ella la distinción era cosa absolutamente independiente del rango social.

Mi  tía,  por  el  contrario,  interpretó  esta  noticia desfavorablemente para Swann; la persona que buscaba sus amigos fuera de la casta que nació, fuera de su «clase» social, sufría a sus ojos un descenso social. Le parecía a mi tía que así se renunciaba de golpe a aquellas buenas amistades con personas bien acomodadas, que las familias previsoras cultivan y guardan dignamente para sus hijos  (mi  tía  había  dejado  de  visitarse  con  el  hijo  de  un  notario amigo  nuestro  porque  se  casó  con  una  alteza,  descendiendo  así, para ella, del rango respetable de hijo de notario al de uno de esos aventureros, ayuda de cámara o mozos de cuadra un día, de los que se cuenta que gozaron caprichos de reina.)

«Yo siempre os he dicho que tenía muy buen gusto», contestó mi abuela. «Naturalmente, tenías que ser tú, en cuanto se  trata de sustentar una opinión contraria a la nuestra», respondió mi tía; porque sabía que mi abuela no compartía su opinión nunca, y como no estaba muy  segura  de  que  era  a  ella  y  no  a  mi  abuela  a  quien  dábamos siempre la razón, quería arrancarnos una condena en bloque de las opiniones  de  mi  abuela,  tratando,  para  ir  contra  ellas,  de  solidarizarnos  por  fuerza  con  las  suyas.  Pero  nosotros  nos  quedábamos callados. Como las hermanas de mi abuela manifestaran su intención  de  decir  algo  a  Swann  respecto  a  lo  de  El  Fígaro,  mi  tía  las disuadió.
Cada  vez  que  veía  a  los  demás  ganar  una  ventaja,  por pequeña que fuera, que no le tocaba a ella, se convencía de que no era tal ventaja, sino un inconveniente, y para no tener que envidiar a los otros, los compadecía.

En cuanto a mi madre, su único pensamiento  era  lograr  de  mi  padre  que  consintiera  en  hablar  a Swann, no ya de su mujer, sino de su hija, hija que Swann adoraba y que era, según decían, la causa  de que hubiera acabado por casarse. «Podías decirle unas palabras nada más, preguntarle cómo está la niña.» Pero mi padre se enfadaba. «No, eso es disparatado. Sería ridículo.»

Mi madre estaba pensando que una sola palabra suya podía borrar todo el daño que en casa habíamos podido hacer a Swann desde que se casó. Y se las compuso para llevarle  un  poco  aparte. 

Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para  cosas insignificantes,  mientras  que  los  libros  que  contienen  cosas  esenciales  no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida. En el momento en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué, los... pensamientos de Pascal, por ejemplo

«Pues cuenta Saint-Simon que Maulevrier tuvo un día el valor de tender la mano a sus hijos. Ya sabe usted que de ese Maulevrier es de quien se dice: «Nunca vi en esa botella ordinaria más que mal humor, grosería y estupideces.» (…) «Yo no sé si fue por pasarse de tonto o por pasarse de listo, escribe Saint-Simon que quiso dar la mano a mis hijos. Lo noté lo bastante a tiempo para impedírselo»

Yo me creía que si Swann hubiera leído mi carta y adivinado su finalidad se habría reído de la angustia que yo sentía; por el contrario, como mucho más tarde supe, una angustia semejante fue su  tormento durante  muchos  años  de  su  vida,  y  quizá  nadie  me hubiera entendido mejor que él; esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a buscarlo, a él se la enseñó el amor, a quien está predestinada esa pena, que la acaparará y la especializará

¡Cuánto queremos .como en ese momento quería yo a Francisca, al  intermediario  bienintencionado  que  con  una  palabra  nos convierte en soportable, humana y casi propicia la fiesta inconcebible e infernal en cuyas profundidades nos imaginábamos que había torbellinos enemigos, deliciosos y perversos, que alejaban a la amada de nosotros, que le inspiraban risa hacia nuestra persona!

Pero, ¡ay!, Swann lo sabía ya por experiencia, las buenas intenciones de un tercero no tienen poder ninguno para con una mujer que se molesta al verse perseguida hasta en una fiesta por un hombre a quien no quiere. Y muchas veces el amigo vuelve a bajar él solo.

Pero en la educación que a mí me daban el orden de las faltas no era el mismo que en la educación de los demás niños, y me habían acostumbrado a poner en primera línea (sin duda por ser aquellas contra las  cuales  necesitaba  precaverme  más  cuidadosamente)  esas  faltas cuyo carácter común era, según yo comprendo ahora, el que se incurre en ellas al ceder a un impulso nervioso. Pero entonces no se pronunciaba  esa  palabra,  no  se  declaraba  ese  origen  que  pudiera hacerme creer que el sucumbir tenía excusa y que era incapaz de resistencia. Pero yo conocía muy bien esas faltas en la angustia que les  precedía  y  en  el  rigor  del  castigo que  llegaba  después

Lo que yo quería era mi madre, decirle adiós, y ya había ido muy lejos por aquel camino que llevaba a la realización de mi deseo para volverme  atrás.

Ya que hay dos camas en su cuarto, di a Francisca que te prepare la grande, y por esta noche duerme en su alcoba. Vamos, buenas noches. Yo, que no tengo tantos nervios como vosotros, voy  a  acostarme.»

En mí también se han deshecho muchas que yo creí que durarían siempre, y se han alzado otras nuevas, preñadas de penas y alegrías nuevas que entonces no sabía prever, lo mismo que hoy me son difíciles de comprender muchas de las antiguas. Hace mucho tiempo que mi padre ya no puede decir a mamá: «Vete con el niño».
Para mí nunca volverán a ser posibles horas semejantes. Pero desde que hace poco otra vez empiezo a percibir, si escucho atentamente, los sollozos de aquella noche

Y así, por vez primera, mi pena no fue ya considerada como una falta punible, sino como un mal involuntario que acababa de tener reconocimiento oficial, como un estado nervioso del que yo no tenía la culpa; y me cupo el consuelo de no tener que mezclar ningún escrúpulo a la amargura de mi llanto, de poder llorar sin pecar. Y no fue poco el orgullo  que  sentí  delante  de  Francisca  por  esa  vuelta  que  habían dado las cosas humanas, que una hora después de aquella negativa de mamá de subir a mi cuarto y de su desdeñoso recado de mandarme a dormir, me elevaba a la dignidad de persona mayor, y de un golpe me colocaba en una especie de pubertad de la pena, de emancipación de las lágrimas. Debía sentirme feliz y no lo era. Parecíame  que mi madre acababa de hacerme una concesión que debía costarle mucho, que era la primera abdicación, por su parte, de un ideal que para mí concibiera, y que ella, tan valerosa, se confesaba vencida por primera vez.

«Hija  mía  decía  a mamá., nunca podré decidirme a regalar a este niño un libro mal escrito.»
En realidad, no se resignaba nunca a comprar nada de que no se pudiera sacar un provecho intelectual, sobre todo ese que nos procuran las cosas bonitas al enseñarnos a ir a buscar nuestros placeres  en  otra  cosa  que  en  las  satisfacciones  del  bienestar  y  de  la vanidad.

En casa ya habíamos perdido la cuenta, cuando mi tía quería formular una requisitoria contra mi abuela, de los sillones regalados por ella, a recién casados o a matrimonios viejos que a la primera tentativa de utilización se habían venido a tierra agobiados por el peso de uno de los destinatarios. Pero mi abuela hubiera creído mezquino el ocuparse demasiado de la solidez de una madera en la que aun podía  distinguirse  una  florecilla,  una  sonrisa  y  a  veces  un  hermoso pensamiento de tiempos pasados.

Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba de Combray, nunca vi más que esa especie de sector luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor, de una bengala o de una proyección eléctrica alumbran  y  seccionan  en  un  edificio,  cuyas  restantes  partes  siguen sumidas en la oscuridad

Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del  objeto  que  les  sirve  de  cárcel.  Entonces  se  estremecen,  nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos.
Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando  un  día  de  invierno,  al  volver  a  casa,  mi  madre,  viendo  que  yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té.

Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. (…)
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo  de  magdalena que mi  tía  Leoncia  me  ofrecía,  después  de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara.

Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la madre de esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio,  no  quiso  salir  de  Combray  primero,  de  su  casa  luego,  y más  tarde  de  su  cuarto  y  de  su  cama,  que  no  bajaba  nunca  y  se estaba  siempre  echada,  en  un  estado  incierto  de  pena,  debilidad física, enfermedad, manía y devoción.

antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o hasta una  catástrofe diluviana  pasa  acrecer  el  bienestar  de  la  reclusión con la poesía de lo invernal

Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca lloraba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos bondadosamente, inquiriendo mil detalles.

mamá era la primera persona que le daba la alegría de sentir que su vida, sus dichas y sus disgustos de aldeana podían  ofrecer  interés  y  ser  motivo  de  gozo  o  tristeza  para  otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un poco de Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba mi  madre  los  servicios  de  aquella  criada  tan  inteligente  y  activa, que estaba tan flamante, desde las cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo encañonado, brillante y tieso, parecía  de porcelana, como para ir a misa; que lo hacía todo bien, trabajando como una  caballería,  estuviera  buena  o  no,  y  siempre  sin  meter  ruido, como  si  no  hiciera  nada,  y  la  única  criada  de  mi  tía  que  cuando mamá  pedía  agua  caliente  o  café  puro  los  traía  verdaderamente   a punto de hervir; era una de esas criadas que en una casa son de las que desagradan a primera vista a un extraño, quizá porque no se toman el trabajo de conquistarlo ni lo agasajan, porque saben muy bien que no lo necesitan, y que antes de despedirla a ella dejarían de  recibirlo;  pero  que,  en  cambio,  son  las  que  se  ganan  mejor  el apego de los amos que han puesto a prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía superficial y esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un forastero, pero que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.

Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en balde, porque en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como un dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas pasmosas apariciones habían ocurrido,  fuera  de  la  plaza,  fuera  de  la  calle  del  Espíritu  Santo  una diligente investigación no hubiera terminado por reducir el personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida», ya personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en tal o cual grado de alguien de Combray.

Indudablemente,  la  iglesia,  vista  por  cualquier  lado,  se  distinguía  de  los  demás edificios en que tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable. La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela la  cualidad  que  más  apreciaba  en  este  mundo:  la  naturalidad  y  la distinción.

Pero como en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente que los ejecutara mi memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto tiempo, es decir, el sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un espectáculo,  sino  a  creer  en  ella  como  en  un  ser  sin  equivalente, ninguna de ellas señorea una parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos del campanario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.

Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor de lo debido, de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de la naturalidad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta, casi de estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces lanzaba contra la aristocracia,  la vida mundana, y el snobismo, «que seguramente era el pecado en que pensaba San Pablo al hablar de un pecado que no tiene  remisión».
La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir  y  casi  de  comprender  para  mi  abuela,  que  le  parecía  gastar tanta pasión en difamarla.

Mi tía había  ido deshaciéndose poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el defecto de pertenecer a una de las dos categorías de personas que detestaba.
Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo, eran las que le aconsejaban que no «se hiciera caso» (…) Formaban la otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar.
Así que aquellas personas a quienes se permitió subir, después de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de Francisca, y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran del favor que se les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le parece a usted que si anduviera un poco, cuando el tiempo sea bueno...?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud. Pero  aun  puede  usted  tirar  así  mucho  tiempo»,  estaban  seguros, tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más.

De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran su régimen, que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran respecto a su porvenir.

Así aquélla, que en el cuarto donde estaba mi tío, vestido con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de su suave cuerpo, de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana de la amistad de un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi padre, la trabajó delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación engastando en ella una de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de humildad y gratitud, ¡la devolvía ahora convertida en una alhaja de mano de artista en algo «perfectamente exquisito».

¿Cómo  iba  yo  a  suponer  que  mis  padres  vieran  nada malo allí donde yo no lo veía?
(…)Yo me creía, como todo el mundo, que el cerebro de los demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de reacción específica sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al verter en el de mis padres la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio de mi tío, los transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo juicio que a mí me había merecido aquella presentación.
Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios enteramente distintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el acto de mi tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo me enteré indirectamente.

Pero más tarde comprendí que la seductora rareza y la hermosura especial de esos frescos consistía en el mucho espacio que en ellos ocupaba el símbolo, y que el hecho de que estuviera representado, no como símbolo, puesto que no estaba expresada la idea simbolizada, sino como real, como efectivamente  sufrido,  o  manejado  materialmente,  daba   a  la  significación de la obra un carácter más material y preciso, y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto.
(…)
Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Papua encerrasen una gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida  como  la  doméstica  embarazada,  y  la  criada  a  su  vez  no  me parecía menos alegórica que las pinturas.

, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia  en  la  riqueza  filosófica  y  la  belleza  del  libro  que  estaba leyendo,  y  mi  deseo  de apropiármelas,  de  cualquier  libro  que  se tratara.

porque me acordaba de haberlo oído citar como obra  notable  al  profesor  o  camarada  que  por  aquel  entonces  me parecía estar en el secreto de la verdad y de la belleza, medio presentidas y medio incomprensibles para mí meta borrosa, pero permanente, de mi pensamiento.

aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar. Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma, merecedora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la correcta fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.

aun no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear.

Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los demás y lo  llevaba  a  casa,  se  trataba  siempre  de  un  judío,  cosa  que  en  un principio no le hubiera desagradado .su amigo Swann también era de familia judía., a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores.

el instinto o la experiencia les había enseñado  que  los  impulsos  de  nuestra  sensibilidad  ejercen  poco dominio  sobre  la  continuidad  de  nuestras  acciones  y  nuestra conducta en la vida, y que el respeto a las obligaciones morales, la lealtad  a  los  amigos,  la  ejecución  de  una  obra  y  la  sujeción  a  un régimen  tienen  más  firme  asiento  en  la  ciega  costumbre,  que  en aquellos momentáneos transportes fogosos y estériles. Mejor que  a Bloch, hubieran querido para amigos míos compañeros que no me dieran más que aquello que con arreglo al código de la moral burguesa debe darse a los amigos

Ni siquiera nuestros errores hacen  desviarse  fácilmente  del  deber  a  naturalezas  de  esas  de  las que era mi abuela dechado, ella que, reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no se trataba, no cambió el testamento en que le legaba toda su fortuna, porque era su parienta más lejana y porque las cosas debían ser así.

luego  de  hacerme saber .noticia  llamada  a  ejercer  gran  influencia  en  mi  vida, haciéndome feliz primero y desdichado más tarde. que todas las mujeres no pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia invencible

me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como en los brazos del padre vuelto a encontrar.


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