martes, 11 de noviembre de 2014

¿Qué nos lleva a adorar la fuerza por encima de la justicia?


Fragmentos de Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina
Soldados, Antonio Muñoz Molina [El País, 23 de abril de 1990]
La corrupción y el mérito, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de noviembre de 2014]



A la edad que tiene Arturo ahora mismo, 24 años, yo estaba en el cuartel de Cazadores de Montaña de las afueras de San Sebastián, en Loyola.

Qué tristes esos parajes de Loyola, y sin embargo qué relación emocional más intensa sigo teniendo con ellos, y con toda la ciudad.

Tanto que se escribe y se habla sobre la Guerra Civil, y qué pocas veces se presta atención a la experiencia más universal, la vida cotidiana de los soldados a la fuerza, los que pasaron frío y hambre y sufrieron amputaciones y murieron en plena juventud, los que al final de la guerra no tuvieron ningún paraíso sino vidas durísimas de necesidad y trabajo en un país arrasado. Ahora a casi todos los ha borrado la muerte.

Leemos estas historias no tanto por la curiosidad de saber cómo han actuado otros; lo que nos intriga es imaginar cómo actuaríamos, como habríamos actuado nosotros.
Gastaban miles de millones de dólares en enviar cohetes a la luna y escatimaban céntimos para las escuelas públicas y los hospitales y los comedores de los pobres. Barrios desventrados, asolados por el delito, por la brutalidad simultánea de los policías y de las bandas, por la miseria y la ignorancia; barrios incendiados por la ira autodestructiva de los mismos que no podían salir huyendo de ellos, como huían en masa los vecinos blancos, los tenderos, los profesores de las escuelas, hasta los pastores de las iglesias, vencidos por la barbarie; barrios de ciudades por las que parecía que acabara de pasar una guerra, supervivientes alucinados errando entre los desfiladeros de escombros.
Y los jóvenes enfurecidos, intoxicados de violencia, con sus collares y sus ropas tribales, sus ademanes de gánsteres [...]
Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina 

En una entrevista pública que le hizo Juan Antonio Sacaluga, Muñoz Molina señaló que en el espacio de esta memoria no sólo está la experiencia del cuartel, sino lo que en esa memoria cabe de la amistad, la muerte, el terrorismo, la experiencia de las drogas, los ochenta, y también la evidencia de que no hay nada más atroz que las relaciones que se establecen entre la crueldad y la obediencia, que hallan en el cuartel su metáfora. "¿Qué nos lleva a adorar la fuerza por encima de la justicia?", se preguntó.

Cruzábamos aquella verja custodiada por la policía militar y nos llegaba al mismo tiempo el olor hediondo de las cocinas y la sospecha amarga de que cuando diéramos un paso más quedaríamos despojados no sólo de nuestras ropas civiles, sino también de esa parte adulta de nuestra identidad que nos había permitido hasta entonces mantener una actitud no humillada hacia el mundo. Habíamos viajado durante una noche entera y un día sin fin en trenes aquejados por una sórdida lentitud de posguerra, y el sentimiento de deportación ya se hizo ineludible cuando en el mismo andén nos ordenaron a gritos que nos pusiéramos en fila y nos recordaron un hábito disciplinario de la infancia: extender el brazo derecho hasta tocar el hombro del que había delante para mantener la distancia. Luego, en una explanada entre los barracones, había que formar de nuevo, percibiendo siempre ese olor extraño e infame que muy pronto ya no notaríamos, y era entonces cuando nos quitaban el nombre, sustituido por una especie de matrícula que en ciertos casos podía parecerse al nombre en clave de un espía de tebeo. Como era de Jaén, yo pasé a llamarme J-47. Hacía dos años que estaba promulgada la Constitución, pero en todas las dependencias se exhibía privilegiadamente el testamento del general Franco. Habían pasado tres años desde la última amnistía, pero en la ficha de cada uno de nosotros constaban sus peripecias más nimias y lejanas con la brigada político-social, y algunos mandos inferiores mostraban un desusado interés en supervisar las taquillas de los posibles disidentes, no fueran, supongo, a guardar en ellas material subversivo o a recibir en los paquetes de la familia alijos de Goma 2, pues eran los tiempos en que los héroes de la carta bomba y el disparo en la nuca no habían descubierto aún las ventajas patrióticas del amonal. Día a día aprendíamos a recobrar las formas más antiguas del miedo y de la incertidumbre: miedo a los gritos, a las bofetadas, a llegar tarde a una formación, a no saber atarse los cordones de las botas, incertidumbre ante las normas de una legitimidad indescifrable que conducía casi siempre a la humillación y al castigo. Desde el amanecer viajábamos hacia atrás en el tiempo, y a medida que la realidad exterior se nos borraba con tan singular facilidad como un sueño sentíamos revivir terrores abolidos: de nuevo estábamos a merced de la absoluta sinrazón y de la violencia física, como si al cruzar las vallas de alambre espinoso hubiéramos ingresado en uno de esos valles o islas inaccesibles donde perduran especies animales y formas de vida que desaparecieron hace milenios en el resto del mundo.
Al quitarnos las ropas y el nombre y raparnos la cabeza nos quitaban todo lo que habíamos sido hasta entonces, y sólo nos quedaba un atónito desamparo infantil enturbiado por el sentimiento continuo de la vejación. Durante los ejercicios de tiro se vislumbraba en una discreta lejanía una ambulancia y el perfil de un sacerdote con sotana, indicios de que si alguna desgracia llegaba a sucedernos nuestra alma sería tan velozmente atendida como nuestro cuerpo. Pero había algo más doloroso que el desconsuelo y el terror: era descubrir la infinita capacidad de obediencia y vileza que anidaba en cada uno de nosotros, era saber que la crueldad no precisaba ser ejercida por los distantes superiores, porque basta que haya alguien un poco más débil para que quien se encuentra un centímetro por encima de él se ocupe de aplastarlo. No siempre se tiene en esta vida la oportunidad de ser cruel impunemente, y hay horas de diversión que durante muchos años se recordarán con agrado: bajarle los pantalones a un recluta y estamparle en el lomo el sello de la compañía, ponerle una zancadilla a ese gordo al que no hay manera de enseñarle a marcar el paso, robarle toda la ropa mientras está en la ducha y obligarlo a salir desnudo al frío de enero, bromas inocentes que sazonaban de camaradería la recia vida militar.
A un recluta destinado a cocinas, los veteranos lo encerraron en la cámara frigorífica, y cuando volvieron a abrir tenía cara de muerto y sus dientes sonaban al chocar entre sí como una máquina de coser; hasta hubo reclutas que celebraron la gracia, porque ya desde el principio se les veía a muchos la vocación de alcanzar cuanto antes el privilegio de la veteranía y la canallada simpática, y eran los primeros en aprenderse la jerga del cuartel y el modo de llevar la gorra echada hacia la nuca. Otros, en cambio, parecían volver a una infancia de soledad y desdicha, y eran, a los 20 años, como esos niños mocosos y torpes a quienes cualquiera puede pegarles y que reciben todos los castigos. Los gordos eran los que daban más risa, los gordos miopes, sobre todo, que oscilaban al desfilar como embarazadas y eran tan congénitamente incapaces de toda apostura marcial que llevaban el fusil al hombro como si fuera una fregona. No había manera de que los gordos saltaran el potro, corrían desmañadamente hacia él y las carnes les temblaban bajo la camiseta de gimnasia, y al llegar daban un pequeño salto gallináceo y se quedaban allí, quietos y ridículos, o se caían de espaldas, ante las carcajadas viriles de los compañeros, y el cabo o el ayudante del cabo les llamaba gallinas o maricones y los condenaba a la última infamia (el ingresar en el pelotón de los torpes, la fila tristísima de los más inútiles de todos, los medio locos, los pirados, los tipos de pecho hundido y gafas redondas que andaban siempre leyendo libros, pero que nunca se sabían de memoria los componentes del fusil, parecía mentira, tan listos, los gordos fanegones y cobardes que se asfixiaban al correr y se tiraban al suelo como ranas después de lanzar una granada. Eran los últimos de los últimos, los incurables, los parias, los que al disparar jamás daban en el blanco, y seguían marcando el paso cuando ya había oscurecido, sin acertar nunca, sin remisión, sin dignidad, escuchando insultos coreados de risas, qué gracia tiene este cabo, es muy bruto, pero qué buena gente.
Uno sobrevivía, incluso se acostumbraba, contando días y semanas y meses con perseverancia neurótica, porque el tiempo, aunque no lo pareciera, avanzaba, y uno tachaba números en los calendarios y cada noche, al oír en la oscuridad el toque de silencio, se atribuía un oculto desquite. Uno procura olvidar luego, y supone distraídamente que lo que olvidó ya no existe, que en tantos años todo cambia, hasta lo inamovible. Así que más le vale, para que el recuerdo y la rabia no vuelvan a herirlo, no saber que la pesadilla de la que despertó hace 10 años todavía dura para otros, no llevar la cuenta de los soldados que mueren por accidente o se suicidan sin explicación, no imaginar el sufrimiento y el escarnio y el miedo de ese recluta gordo y torpe que agonizó como un animal abandonado en los lavabos de un cuartel el 1 de septiembre de 1988.
Soldados, Antonio Muñoz Molina [El País, 23 de abril de 1990]





Supongo que después de haber leído este artículo ya sabía lo que me iba a encontrar en Ardor guerrero y tenía cierta prevención, cierto temor a respirar dentro de esa atmósfera y contagiarme de ella, de hacerme más proclive a la depresión.
Ha sido una de mis lecturas en mis vacaciones de octubre en Jerez, en la playa.
A propósito he buscado un ambiente cálido que compensara la dureza del texto y amortiguara la llegada de los recuerdos.
Muchas veces me he acordado de mi padre y de la experiencia de mi hermano, de cómo yo no quise saber y de lo poco que pregunté. ¿Cuántos días estuvo en el servicio militar hasta que, por fin, pudo volver a casa? ¿Qué memoria guarda de esos días “en el pabellón de los torpes”, con muchachos enfermos o declarados inútiles por tener, por ejemplo, problemas con el alcohol y las drogas?
Pasar desapercibido, mirar para otro lado, estar empanado o pasarse de listo, celebrar las bromas pesadas de los demás por no llamar la atención, celebrar el no ser objeto de ellas por esta vez, el mundo dividido en torpes y canallas y preferir estar entre los segundos, llorar como un niño cuando se ha sido objeto de burla y vejación, …
Hay una total supresión de las diferencias. Al diferente no se le admite. Lo único que se admiten son las etiquetas.
Lo más interesante para mí ha sido la autocrítica. La admisión de que uno también estaba contagiado de peligrosa ideología. Que uno apartaba la vista y los oídos de todo lo incómodo, que no quería admitir la crueldad y estupidez de los que consideraba afines, del mismo grupo, de los amigos.
La fragilidad del sistema democrático y la necesidad de educarnos para salir en su defensa.
¿En qué consiste perder la inocencia de la primera juventud? ¿Tengo las mismas ideas ahora que cuando tenía 24 años? ¿Por qué no me siento tan igual a mis amigos de entonces? ¿Qué me unía a ese grupo? ¿A qué distancia estoy de la que era yo entonces?

 ¿Qué nos lleva a preferir la violencia por encima de la justicia?
El miedo. El miedo a ser excluído. A la soledad y a la disidencia. El miedo a que la violencia se descargue sobre uno mismo. A convertirnos en enemigo de todos, de los unos y de los otros. A ser acusado de deslealtad por los amigos o aquellos que consideramos afines. 

Me acuerdo ahora de una frase de Martin Luther King que retwitteé hace unos días:



De nuestro siglo XX no nos parecerán lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de los justos
El miedo a decir la verdad, a reconocerla y divulgarla. La opción de callar por no llamar la atención y que nos afeen la conducta. El miedo a ser impopular, a ir contra corriente, a hacer el ridículo, a destacarnos del resto, a molestar, a que nos agredan, a que tomen represalias

La miseria y la ignorancia facilitan el arraigo de la violencia como válvula de escape de la angustia.


Empezó a escribir una carta de queja a los clérigos blancos que se declaraban virtuosamente disgustados por la segregación pero que decían lamentar también el extremismo, el radicalismo, la falta de moderación y paciencia del movimiento. [...]
La formalidad eclesiástica había dado paso a una vehemencia vindicadora y ultrajada. Escribía sobre el silencio de los justos, sobre la complicidad de los moderados con el abuso que ellos no sufrían, sobre el escarnio de que los privilegiados pidieran paciencia a quienes llevaban más de trescientos años soportando primero la esclavitud y luego la segregación y el desprecio.
Como la sombra que se va, Antonio Muñoz Molina 

 ¡Qué difícil es cuando todo baja no bajar también!

 que decía el maestro.




Rescatados del horno de fuego: reconocimiento del mérito y decencia pública para limpiar la Administración

El espectáculo ahora por fin visible de la corrupción no habría llegado tan lejos si no se correspondiera con otro proceso que ha permanecido y permanece invisible, del que casi nadie se queja y al que nadie parece interesado en poner remedio: el descrédito y el deterioro de la función pública; el desguace de una administración colonizada por los partidos políticos y privada de una de sus facultades fundamentales, que es el control de oficio de la solvencia técnica y la legalidad de las actuaciones. Cuando se habla de función pública se piensa de inmediato en la figura de un funcionario anticuado y ocioso, sentado detrás de una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo que se llama, reveladoramente, “trabas burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado la clase política porque servía muy bien a sus intereses: frente al funcionario de carrera, atornillado en su plaza vitalicia, estaría el gestor dinámico, el político emprendedor e idealista, la pura y sagrada voluntad popular. Si se producen abusos los tribunales actuarán para corregirlos.
Está bien que por fin los jueces cumplan con su tarea, y que los culpables reciban el castigo previsto por la ley. Pero un juez es como un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia pública no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la salud pública no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy cargados, y la gente exige, con razón, una justicia rápida y visible, pero no se puede confundir el castigo del delito con la solución, aunque forme parte de ella. El puesto de un corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El daño que causa la corrupción puede no ser más grave que el desatado por la masiva incompetencia, por el capricho de los iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que nos hace falta es un vuelco al mismo tiempo administrativo y moral, un fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes culturales muy arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi todos los ámbitos de nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo implica poner fin al progresivo deterioro en la calidad de los servicios públicos, en los procesos de selección y en las condiciones del trabajo y en las garantías de integridad profesional de quienes los ejercen. Contra los manejos de un político corrupto o los desastres de uno incompetente la mejor defensa no son los jueces: son los empleados públicos que están capacitados para hacer bien su trabajo y disponen de los medios para llevarlo a cabo, que tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han de someterse por conveniencia o por obligación a los designios del que manda. Desde el principio mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron todo lo posible por eliminar los controles administrativos que ya existían y dejar el máximo espacio al arbitrio de las decisiones políticas. Ni siquiera hace falta el robo para que suceda el desastre. Que se construya un teatro de ópera para tres mil personas en una pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un desierto no implica solo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado: requiere también que no hayan funcionado los controles técnicos que aseguran la solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y que sobre los criterios profesionales hayan prevalecido las consignas políticas.
En cada ámbito de la administración se han instalado vagos gestores mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de carrera. Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores más o menos explícitas de comisariado político. Pedagogos con mucha más autoridad que los profesores; gerentes que no saben nada de música o de medicina pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital; directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a veces con nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías legales las funciones propias de la administración. En un sistema así la corrupción y la incompetencia, casi siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del orden natural de las cosas. Lo asombroso es que en semejantes condiciones haya tantos servidores públicos en España que siguen cumpliendo con dedicación y eficacia admirables las tareas vitales que les corresponden: enfermeros, médicos, profesores, policías, inspectores de Hacienda, jueces, científicos, interventores, administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra viento y marea, haga bien su trabajo, es una prueba de que las cosas pueden ir a mejor. Construir una administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil, pero no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la política y también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas inercias de nuestra vida pública, con esas corruptelas o corrupciones veniales que casi todos, en grado variable, hemos aceptado o tolerado.
El cambio, el vuelco principal, es la exigencia y el reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad es la que atrae a las personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser sobre todo económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y de un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades individuales y a su rendimiento social. En España cualquier mérito, salvo el deportivo, despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio público o de bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más mérito que el del privilegio. La izquierda no sabe o no quiere distinguir el mérito del privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito y de la falta de una administración basada en él que esa morralla innumerable que compone la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el esperpento infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los arrimados, los colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en nada, los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos serán cómplices de la corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera que la hace posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una administración cada vez más pobre en recursos materiales y legales y por lo tanto más incapaz de cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los abusos. Una cultura civil muy degradada ha fomentado durante demasiado tiempo en España el ejercicio del poder político sin responsabilidad y la reverencia ante el brillo sin mérito. Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando con mayorías absolutas; gente zafia y gritona que cobra por exhibir sus miserias privadas disfruta del estrellato de la televisión; ladrones notorios se convierten en héroes o mártires con solo agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia a la búsqueda de chivos expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y tajantes —es decir, milagrosas—, pero lo muy arraigado y lo muy extendido solo puede arreglarse con una ardua determinación, con racionalidad y constancia, con las herramientas que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida pública: un gran acuerdo político para despolitizar la administración y hacerla de verdad profesional y eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios objetivos de mérito; y otro acuerdo más general y más difuso, pero igual de necesario, para alentar el mérito en vez de entorpecerlo, para apreciarlo y celebrarlo allá donde se produzca, en cualquiera de sus formas variadas, el mérito que sostiene la plenitud vital de quien lo posee y lo ejerce y al mismo tiempo mejora modestamente el mundo, el espacio público y común de la ciudadanía democrática.
La corrupción y el mérito, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de noviembre de 2014]
Exposición resumida de ideas que ya están recogidas en Todo lo que era sólido.



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