Ficciones Convenientes, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de septiembre de 2014]
Crítica de “De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad.” Por Carlos Matínez Shaw, [El País, 18 de septiembre de 2014]
Bioy, centenario; Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de septiembre de 2014]
Citas de Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina
Que este Dios sea tan ostensiblemente una invención literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. […]
Pero resulta, si uno
se para a pensarlo, que el gran edificio de la
civilización se asienta sobre un cierto número de ficciones,
o más bien flota precariamente por encima de ellas […]
Centenares de
millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por
ese personaje literario de la Biblia o del Corán; la economía entera del mundo
se basa en la atribución del todo arbitraria de valores fijos a rectángulos de
papel de diversos colores o, más intangiblemente aún, a cifras que se deslizan
en rápidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un número incalculable de
matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las
historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el
nombre sagrado de patrias. […]
Las patrias, el dinero, los dioses
son
igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su
influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros.
Lo explica con claridad magnífica Yuval Noah Harari
en Sapiens, que aquí
se ha titulado De
animales a dioses. […]
Harari examina las
ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil años,
imponerse sobre todas las demás especies —algunas de ellas igualmente humanas—
y llega a la conclusión de que lo decisivo no fue
el tamaño del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. […]
Lo
que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las
cosas y por lo tanto invocar lo que no está presente y contar lo sucedido, sino
que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e
inventar historias
que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes
a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; héroes que fundaron linajes y
reinos;
demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es
lícito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses
y originados por los héroes y destinados a perdurar a través de los siglos y a
reclamar la posesión de territorios que solo les pertenecen legítimamente a
ellos; historias colectivas de sufrimiento y redención, de expulsión y regreso.
Todas
ellas cumplen una
función imprescindible y, en ocasiones, terrorífica: crear lazos de
lealtad y cooperación mutua que abarcan más allá de la cercanía inmediata del
parentesco y la tribu.
[…]
solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un
destino común puede hacer que actúen en común varios miles o incluso millones
de desconocidos entre sí, que obedezcan una misma ley y en caso
necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los
forasteros o a los infieles.
A Carlos Martínez Shaw, en la reseña
del libro
que publicó en estas páginas, le molesta con razón que Harari incluya los derechos humanos
en su catálogo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias,
las mitologías y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego,
y la gran ventaja de la democracia
como organización colectiva es que reduce al mínimo
la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los
ilustrados de otras épocas creían que el avance del pensamiento científico
volverían superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e
inmunizarían a los seres humanos contra la tentación de lo irracional. Pero,
como dice el verso de T.S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la
realidad. Nuestro cerebro sapiens
requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino,
patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa
no en la creencia, sino en la suspensión transitoria de la
incredulidad,
nació como un antídoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un
recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones
usurpan.
Ficciones
Convenientes, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de septiembre de 2014]
Cuentan a su favor con la falta de hábitos de deliberación democrática en la ciudadanía, y con la tradición de intransigencia de un país sometido durante siglos a la brutalidad política y al oscurantismo religioso. Cuentan con las incondicionalidades del sectarismo y el clientelismo, del arrimo ciego a lo que se designa como propio, sea una aldea o una ciudad o un territorio enaltecido como patria.
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina
Dividida
en cuatro partes, la primera nos enfrenta con los orígenes del mundo (campo
para la física, la química y la biología), con la aparición sobre la Tierra del
género Homo,
con su evolución hasta llegar al triunfo del Homo
sapiens sobre otras especies humanas (que quedaron extinguidas) y
animales (a la aniquilación de muchas de las cuales contribuyó de forma
efectiva como mayor serial
killer de la Tierra), mientras se producía una "revolución cognitiva" con la
creación de un lenguaje ficcional como fundamento de su superioridad (el punto
"en el que la historia declaró su independencia de la biología").
La
segunda parte trata de la revolución neolítica,
aquí llamada “revolución agrícola”, es decir, ese momento que transformó la
sociedad de cazadores-recolectores nómadas en otra de agricultores y pastores
sedentarios, hace unos 10.000 años. Ahora bien, este escalón del progreso
humano se complementó con la aparición de organizaciones complejas para
ordenar la producción y la distribución de los acrecentados bienes,
lo que conllevó inevitablemente la jerarquización de los
grupos, de modo que las clases superiores (reyes, sacerdotes, administradores,
grandes propietarios) tendieron a la discriminación y la opresión de las masas
de trabajadores. Aquí el autor abre un espacio para el estudio del patriarcado, es decir, del predominio del hombre sobre la mujer,
que las sucesivas ideologías han tratado de legitimar como el “orden natural de
las cosas”, que ni es orden ni es natural, sino una forma
más del dominio histórico de los grupos más poderosos sobre los más débiles.
La tercera parte ya nos lleva a
la edad moderna, al periodo de la primera
globalización y de la aparición de los grandes imperios
mundiales, como el español o el británico. Imperios que tienen su base en la ambición, es decir, en el dinero, por mucho que se disimule
bajo la capa de la "pesada carga del hombre blanco" (Kipling dixit) de
evangelizar, de civilizar o de democratizar a otros pueblos. Aquí entre un
largo y lúcido discurso sobre el papel de las religiones, en el
que se hace una discreta apología de los politeísmos (que conllevan una
abundante dosis de tolerancia) y se clama contra el fanatismo de los
monoteísmos (insistiendo más, es cierto, en el cristianismo y el islam que en
el judaísmo por razones obvias) y sus productos: la intolerancia
para los que no acepten su verdad única, los antagonismos internos, las guerras
santas (cruzadas y yihads). Con algún ejemplo verificable: los emperadores
romanos mandaron menos cristianos a los leones en tres siglos que los
cristianos a otros cristianos a la muerte en sólo 24 horas, las del día de San Bartolomé, tan celebrado por los
(supuestamente caritativos) magnates católicos, incluyendo el Papa de Roma.
El
último apartado se dedica a la "revolución
científica", aunque no se limita a este episodio situado
tradicionalmente en el siglo XVII europeo, sino a todos los hallazgos de los
últimos 500 años en el terreno de la ciencia. Esta laxitud conceptual le
permite hacerse cargo igualmente de los grandes avances tecnológicos
desde los generados por la revolución industrial hasta los más recientes de la
ingeniería genética, como la recreación de un cerebro humano dentro
de un ordenador o la búsqueda, si no de la inmortalidad, sí al menos de la
“amortalidad” implícita en el Proyecto Gilgamesh y otras posibilidades abiertas
a los modernos Frankensteins. Y también de las limitaciones de este nuevo poder
del hombre, que acelera el deterioro climático, que agrede a su propio hábitat,
que se obsesiona por las cifras de la macroeconomía, pero al mismo tiempo se
despreocupa de la felicidad cotidiana de millones de individuos.
Es
imposible que nadie esté completamente de acuerdo con todas las afirmaciones de
este libro aparte del propio autor. Faltan ingredientes, como la aportación del
espíritu griego a la cultura universal, la influencia del Renacimiento en la
génesis de la revolución científica en sentido estricto, el valor de las
utopías como motores del progreso humano… Hay acentos y énfasis que no todos
pueden compartir: la equiparación como constructos semejantes de los
mitos religiosos y la Declaración de los Derechos del Hombre, la minimización
de los conflictos bélicos actuales (máxime estando Gaza tan cerca)…
Sin embargo, no se puede tener todo en la vida, especialmente si se trata de un
libro de 500 páginas sobre la historia universal.
Por
el contrario, su ensayo resulta original y provocativo en numerosos aspectos y
propone muchas cuestiones dignas de meditación. Lo más sugestivo es
quizá su relativismo (la inexistencia de verdades absolutas suplidas por meras
convenciones) y su ateísmo implícito: todas las religiones son meras ficciones,
la naturaleza es el reino de la crueldad y no de la ética, "la
belleza de la teoría de Darwin es que no
necesita suponer la existencia de un diseñador inteligente", como lo es la
belleza de la teoría de Laplace en relación con el universo.
Crítica
de “De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad.” Por Carlos
Matínez Shaw, [El País, 18 de septiembre de 2014]
Qué es un debate: el contraste argumentado y civilizado de ideas en el que cada uno se expresa con libertad y está dispuesto a aceptar que el otro tenga una parte de razón y hasta a cambiar de postura si se le ofrecen motivos o datos que desconocía y que puedan persuadirle; la convicción de que, por debajo de las divergencias, incluso las más tajantes, hay una base sólida de acuerdo, y por lo tanto la posibilidad de encontrar un terreno intermedio, de ceder en algo para ganar en algo.
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina
Hay que saber diferenciar entre enemigos y adversarios. Con el adversario, con el que no comparte mis ideas, puedo sentarme a discutir; con el enemigo no, el enemigo no acepta más razón que la que se impone.
Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son
la materia valiosa de la literatura.
Pero
de ese Bioy póstumo, confesional, pudoroso, el libro que yo prefiero es Descanso de caminantes, que
publicó Sudamericana en Buenos Aires en 2001, en una edición de Daniel Martino.
Qué pocos
libros así hay en español. Es el diario de Bioy entre 1975 y 1989:
los años de la llegada de la vejez y de la enfermedad, para un hombre que había
sido vigoroso y muy atractivo para las mujeres, muy enamoradizo de ellas; los
años sórdidos de la descomposición política en Argentina, la dictadura militar,
el regreso inseguro de la democracia. El español, lo mismo el de aquí que el de
América, no
parece un idioma propicio a la confesión en voz baja, a los matices de lo
íntimo en primera persona. O
nos ponemos solemnes, o nos ponemos hipócritas o pudibundos, por miedo al
ridículo y al viejo qué dirán provinciano, por pánicos a parecer sentimentales,
por una falta congénita de naturalidad. En Bioy hay una desenvoltura de
escritor de diarios inglés, con toda su ironía y su melancolía. Anota
encuentros amorosos furtivos, percances de salud, conversaciones oídas sobre la
marcha, monólogos de taxistas, sueños, ideas para cuentos. En 1976 asiste en la
calle a un asesinato cometido a plena luz del día por policías de paisano. Una
mañana de marzo de 1985, a pesar de la decadencia física y los desengaños de la
edad, se despierta feliz: "Suena el despertador y siento el júbilo de estar
vivo, de empezar un día nuevo. Es un júbilo minúsculo y nítido, como la moneda
de cinco centavos de los buenos tiempos".
Júbilo
es la palabra exacta que define la literatura de Bioy Casares.
Bioy,
centenario; Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de septiembre de 2014]
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