lunes, 29 de septiembre de 2014

La materia valiosa de la literatura



Ficciones Convenientes, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de septiembre de 2014]
Crítica de “De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad.” Por Carlos Matínez Shaw, [El País, 18 de septiembre de 2014]
Bioy, centenario; Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de septiembre de 2014]
Citas de Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina


Que este Dios sea tan ostensiblemente una invención literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. […]
Pero resulta, si uno se para a pensarlo, que el gran edificio de la civilización se asienta sobre un cierto número de ficciones, o más bien flota precariamente por encima de ellas […]
Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia o del Corán; la economía entera del mundo se basa en la atribución del todo arbitraria de valores fijos a rectángulos de papel de diversos colores o, más intangiblemente aún, a cifras que se deslizan en rápidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un número incalculable de matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el nombre sagrado de patrias. […]
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros. Lo explica con claridad magnífica Yuval Noah Harari en Sapiens, que aquí se ha titulado De animales a dioses. […]
Harari examina las ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil años, imponerse sobre todas las demás especies —algunas de ellas igualmente humanas— y llega a la conclusión de que lo decisivo no fue el tamaño del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. […]
Lo que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las cosas y por lo tanto invocar lo que no está presente y contar lo sucedido, sino que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e inventar historias que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; héroes que fundaron linajes y reinos; demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es lícito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses y originados por los héroes y destinados a perdurar a través de los siglos y a reclamar la posesión de territorios que solo les pertenecen legítimamente a ellos; historias colectivas de sufrimiento y redención, de expulsión y regreso.
Todas ellas cumplen una función imprescindible y, en ocasiones, terrorífica: crear lazos de lealtad y cooperación mutua que abarcan más allá de la cercanía inmediata del parentesco y la tribu. […]
solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un destino común puede hacer que actúen en común varios miles o incluso millones de desconocidos entre sí, que obedezcan una misma ley y en caso necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los forasteros o a los infieles.
A Carlos Martínez Shaw, en la reseña del libro que publicó en estas páginas, le molesta con razón que Harari incluya los derechos humanos en su catálogo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias, las mitologías y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego, y la gran ventaja de la democracia como organización colectiva es que reduce al mínimo la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los ilustrados de otras épocas creían que el avance del pensamiento científico volverían superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e inmunizarían a los seres humanos contra la tentación de lo irracional. Pero, como dice el verso de T.S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la realidad. Nuestro cerebro sapiens requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa no en la creencia, sino en la suspensión transitoria de la incredulidad, nació como un antídoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones usurpan.
Ficciones Convenientes, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de septiembre de 2014]



Cuentan a su favor con la falta de hábitos de deliberación democrática en la ciudadanía, y con la tradición de intransigencia de un país sometido durante siglos a la brutalidad política y al oscurantismo religioso. Cuentan con las incondicionalidades del sectarismo y el clientelismo, del arrimo ciego a lo que se designa como propio, sea una aldea o una ciudad o un territorio enaltecido como patria.
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina

Dividida en cuatro partes, la primera nos enfrenta con los orígenes del mundo (campo para la física, la química y la biología), con la aparición sobre la Tierra del género Homo, con su evolución hasta llegar al triunfo del Homo sapiens sobre otras especies humanas (que quedaron extinguidas) y animales (a la aniquilación de muchas de las cuales contribuyó de forma efectiva como mayor serial killer de la Tierra), mientras se producía una "revolución cognitiva" con la creación de un lenguaje ficcional como fundamento de su superioridad (el punto "en el que la historia declaró su independencia de la biología").
La segunda parte trata de la revolución neolítica, aquí llamada “revolución agrícola”, es decir, ese momento que transformó la sociedad de cazadores-recolectores nómadas en otra de agricultores y pastores sedentarios, hace unos 10.000 años. Ahora bien, este escalón del progreso humano se complementó con la aparición de organizaciones complejas para ordenar la producción y la distribución de los acrecentados bienes, lo que conllevó inevitablemente la jerarquización de los grupos, de modo que las clases superiores (reyes, sacerdotes, administradores, grandes propietarios) tendieron a la discriminación y la opresión de las masas de trabajadores. Aquí el autor abre un espacio para el estudio del patriarcado, es decir, del predominio del hombre sobre la mujer, que las sucesivas ideologías han tratado de legitimar como el “orden natural de las cosas”, que ni es orden ni es natural, sino una forma más del dominio histórico de los grupos más poderosos sobre los más débiles.
La tercera parte ya nos lleva a la edad moderna, al periodo de la primera globalización y de la aparición de los grandes imperios mundiales, como el español o el británico. Imperios que tienen su base en la ambición, es decir, en el dinero, por mucho que se disimule bajo la capa de la "pesada carga del hombre blanco" (Kipling dixit) de evangelizar, de civilizar o de democratizar a otros pueblos. Aquí entre un largo y lúcido discurso sobre el papel de las religiones, en el que se hace una discreta apología de los politeísmos (que conllevan una abundante dosis de tolerancia) y se clama contra el fanatismo de los monoteísmos (insistiendo más, es cierto, en el cristianismo y el islam que en el judaísmo por razones obvias) y sus productos: la intolerancia para los que no acepten su verdad única, los antagonismos internos, las guerras santas (cruzadas y yihads). Con algún ejemplo verificable: los emperadores romanos mandaron menos cristianos a los leones en tres siglos que los cristianos a otros cristianos a la muerte en sólo 24 horas, las del día de San Bartolomé, tan celebrado por los (supuestamente caritativos) magnates católicos, incluyendo el Papa de Roma.
El último apartado se dedica a la "revolución científica", aunque no se limita a este episodio situado tradicionalmente en el siglo XVII europeo, sino a todos los hallazgos de los últimos 500 años en el terreno de la ciencia. Esta laxitud conceptual le permite hacerse cargo igualmente de los grandes avances tecnológicos desde los generados por la revolución industrial hasta los más recientes de la ingeniería genética, como la recreación de un cerebro humano dentro de un ordenador o la búsqueda, si no de la inmortalidad, sí al menos de la “amortalidad” implícita en el Proyecto Gilgamesh y otras posibilidades abiertas a los modernos Frankensteins. Y también de las limitaciones de este nuevo poder del hombre, que acelera el deterioro climático, que agrede a su propio hábitat, que se obsesiona por las cifras de la macroeconomía, pero al mismo tiempo se despreocupa de la felicidad cotidiana de millones de individuos.
Es imposible que nadie esté completamente de acuerdo con todas las afirmaciones de este libro aparte del propio autor. Faltan ingredientes, como la aportación del espíritu griego a la cultura universal, la influencia del Renacimiento en la génesis de la revolución científica en sentido estricto, el valor de las utopías como motores del progreso humano… Hay acentos y énfasis que no todos pueden compartir: la equiparación como constructos semejantes de los mitos religiosos y la Declaración de los Derechos del Hombre, la minimización de los conflictos bélicos actuales (máxime estando Gaza tan cerca)… Sin embargo, no se puede tener todo en la vida, especialmente si se trata de un libro de 500 páginas sobre la historia universal.
Por el contrario, su ensayo resulta original y provocativo en numerosos aspectos y propone muchas cuestiones dignas de meditación. Lo más sugestivo es quizá su relativismo (la inexistencia de verdades absolutas suplidas por meras convenciones) y su ateísmo implícito: todas las religiones son meras ficciones, la naturaleza es el reino de la crueldad y no de la ética, "la belleza de la teoría de Darwin es que no necesita suponer la existencia de un diseñador inteligente", como lo es la belleza de la teoría de Laplace en relación con el universo.
Crítica de “De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad.” Por Carlos Matínez Shaw, [El País, 18 de septiembre de 2014]

Qué es un debate: el contraste argumentado y civilizado de ideas en el que cada uno se expresa con libertad y está dispuesto a aceptar que el otro tenga una parte de razón y hasta a cambiar de postura si se le ofrecen motivos o datos que desconocía y que puedan persuadirle; la convicción de que, por debajo de las divergencias, incluso las más tajantes, hay una base sólida de acuerdo, y por lo tanto la posibilidad de encontrar un terreno intermedio, de ceder en algo para ganar en algo.
Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina

Hay que saber diferenciar entre enemigos y adversarios. Con el adversario, con el que no comparte mis ideas, puedo sentarme a discutir; con el enemigo no, el enemigo no acepta más razón que la que se impone. 

Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son la materia valiosa de la literatura.
Pero de ese Bioy póstumo, confesional, pudoroso, el libro que yo prefiero es Descanso de caminantes, que publicó Sudamericana en Buenos Aires en 2001, en una edición de Daniel Martino. Qué pocos libros así hay en español. Es el diario de Bioy entre 1975 y 1989: los años de la llegada de la vejez y de la enfermedad, para un hombre que había sido vigoroso y muy atractivo para las mujeres, muy enamoradizo de ellas; los años sórdidos de la descomposición política en Argentina, la dictadura militar, el regreso inseguro de la democracia. El español, lo mismo el de aquí que el de América, no parece un idioma propicio a la confesión en voz baja, a los matices de lo íntimo en primera persona. O nos ponemos solemnes, o nos ponemos hipócritas o pudibundos, por miedo al ridículo y al viejo qué dirán provinciano, por pánicos a parecer sentimentales, por una falta congénita de naturalidad. En Bioy hay una desenvoltura de escritor de diarios inglés, con toda su ironía y su melancolía. Anota encuentros amorosos furtivos, percances de salud, conversaciones oídas sobre la marcha, monólogos de taxistas, sueños, ideas para cuentos. En 1976 asiste en la calle a un asesinato cometido a plena luz del día por policías de paisano. Una mañana de marzo de 1985, a pesar de la decadencia física y los desengaños de la edad, se despierta feliz: "Suena el despertador y siento el júbilo de estar vivo, de empezar un día nuevo. Es un júbilo minúsculo y nítido, como la moneda de cinco centavos de los buenos tiempos".
Júbilo es la palabra exacta que define la literatura de Bioy Casares.
Bioy, centenario; Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de septiembre de 2014]




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