lunes, 24 de noviembre de 2014

¿Para una minoría exquisita de lectores?



Para quien haya conocido la costa mediterránea española de hace medio siglo viajar hoy día por ella es presenciar una feria de horrores y un involuntario ejercicio de masoquismo. ¿Qué queda de las playas cercanas a la audaz incursión marítima de Peñíscola, de la orografía rocosa de Altea, de la suave manga de arena del mar Menor de Murcia?
Recuerdo mis visitas a ésta cuando el único edificio existente en ella era un pequeño pabellón de recreo situado junto a la gola y los pescadores sólo podían acceder a la zona de mayor riqueza piscícola una vez al año, en el día fijado por el cacique de aquel impoluto lago que imitaba a Franco con traje y gorra blancos, erguido en la cubierta de su pequeño yate.
La necesaria transformación de nuestras anticuadas estructuras económicas a fin de procurar una vida digna a sus habitantes se llevó a cabo con disparatada premura. El culto al hormigón y al dinero fácil unido a la falta de planes de desarrollo sostenible adaptados a la configuración del paisaje y a la incultura de los promotores y de la clase política asociada a ellos cuajaron en un agobiador panorama de ladrillo y una grotesca ostentación de nuevo rico. Se quemaron las etapas en una feroz arrebatiña de licencias de construcción dejando tras sí un erial de apartamentos vacíos y un horizonte de vacuidad desolada.
El efecto perverso de la machacona publicidad a toda página de una foto con la leyenda “Descubre la playa más solitaria del mundo” propició la invasión de esta por un tropel de curiosos ávidos de soledad. En vez de salvar lo que debía ser preservado en armonía con el progreso y bienestar de la población se destrozó el ámbito que la sustentaba con un fervor y denuedo dignos de mejor causa. La estrechez de miras, el señuelo del provecho inmediato, la perspectiva ilusoria de una prosperidad ininterrumpida acabaron con una España que debía cambiar pero no del modo insensato en el que se efectuó.
Hermosos pueblos de Andalucía, configurados con la delicada imbricación de las aldeas bereberes del Atlas, cedieron el paso al desastre urbanístico de Mijar o Mojácar con sus casas encaramadas unas sobre otras a fin de avistar el mar garantizado por los promotores en un amazacotado conjunto falto de gracia que alcanza las proporciones de una pertinaz pesadilla o espectacular adefesio.
Eramos pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño descubrimos que somos pobres de nuevo y, como hace medio siglo, tenemos que buscarnos no ya los garbanzos sino el menú de los fast-food fuera de nuestras fronteras. A la autosatisfacción chovinista de los años de vacas gordas ha sucedido el desengaño y amargura provocados por la falta de futuro y el naufragio de nuestras previsiones y anhelos. Ni siquiera nos queda el refugio de volver al claustro materno de unos pueblos devastados por la barbarie inmobiliaria. Los parques naturales que sobreviven en las proximidades de la costa andaluza, de La Almoraina a Cabo de Gata, perduran de forma precaria. Los planes faraónicos permanecen al acecho de nuevas presas. Alcornocales, pinares y otros bosques centenarios corren el riesgo de ser barridos por un monstruo como el del hotel de Carboneras, un golf resort de 18 hoyos o un coto de caza para jeques del Golfo. (¿Para qué ir a masacrar elefantes a África si podemos traernos unos cuantos ejemplares a la Península y disparar heroicamente a su manso testuz en un cómodo safari sin correr el riesgo de una caída y rotura de cadera?). La prepotencia de los saqueadores campa a sus anchas y son recibidos como reyes por nuestros políticos (Barcelona y Madrid emularon noblemente en rendir tributo al Gran Casino de Las Vegas, el filántropo Adelson).
Lo elaborado pacientemente por nuestros agricultores y artesanos —los bancales cuidadosamente escalonados de la costa alicantina, las bellas alquerías almerienses— ha sido víctima del atropello por una seudomodernidad sin contenido estético alguno. Nada o casi nada del nuevo panorama arquitectónico de la oxidada Marca España está hecho para durar sino como ejemplo de estropicio y absurda grandilocuencia: Ciudades de las Artes sin arte y de las Ciencias sin ciencia, convertidas en una concha vacía como el cráneo del cerebro que las concibió.
Las generaciones venideras juzgarán como corresponde la codicia de unos y prepotencia de otros en su miope concepción de un progreso que se ha desvanecido como un espejismo a costa de la destrucción de un paisaje que permanece vivo en la memoria de los viejos pero que ya no se recuperará jamás.
La destrucción del paisaje, Juan Goytisolo [El País, 10 de agosto de 2014]


Tras evocar la fertilidad intelectual y creativa del periodo que abarca el tardofranquismo y la Transición democrática, un autoexiliado como los que jalonan nuestra reiterativa historia, el filósofo Eduardo Subirats, comentaba en una carta fechada el pasado mes de diciembre que “en los años ochenta y noventa esa energía fue lentamente apartada de la vida pública y suplantada por una mezcla de oportunismo, ignorancia y corrupción cuyos resultados saltan a la vista”. Las citadas líneas acompañaban su propuesta de una entrevista conmigo en el marco de un medio digital en torno al tema de Crisis y Crítica bajo el elocuente título cernudiano de Desolación en la Quimera. Aunque mi situación de desamparo tecnológico (el amigo que transcribe en su ordenador mi letra menuda y casi ilegible se había ausentado de Marraquech) me impidió responder entonces a su solicitud, creo que la materia merece ser debatida con calma en unos tiempos en los que “la destrucción continuada e irreversible de los medios educativos”, dice Subirats, han puesto a España en el estado de postración en el que yace.
La emergencia de nuevas generaciones que hace medio siglo aspiraban a desembarazarse de la camisa de fuerza del Régimen y acariciaban el dulce sueño del acercamiento a Europa había abierto las compuertas a un pensamiento innovador y revulsivo que barría los esquemas caducos del nacionalcatolicismo y ofrecía al público cuanto había sido vedado por el obtuso poder oficial. La rebeldía intelectual y vital era el común denominador que inspiraba a cuantos, jóvenes o menos jóvenes, pugnaban por ponerse al día y acceder al uso de la palabra.
Las revistas y publicaciones de la época dan rendida cuenta de un cambio que desbordaba las fronteras trazadas por la censura. Ésta funcionaba aún, pero el ansia de libertad era más fuerte y la agonía del Caudillo preludiaba la del Régimen. La labor aperturista de la inolvidable revista Triunfo y la del semanario Cambio 16 fueron un soplo de aire fresco en la cerrada atmósfera que prevalecía desde el final de la Guerra Civil. Las editoriales innovadoras —Seix Barral, Anagrama, Tusquets, Lumen...— seguían la misma pauta y el público descubría a una serie de autores de dentro y de fuera que devoraba con insaciable apetito. La aparición de EL PAÍS abrió la brecha definitiva en el muro vetusto que se agrietaba. Simultáneamente a la hornada de grandes escritores latinoamericanos —García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Lezama Lima, Cabrera Infante...— y al reconocimiento de la obra ingente de Octavio Paz, traído a España de la mano de Pere Gimferrer y Julián Ríos, surgieron publicaciones literarias a veces efímeras, pero llenas de vitalidad y lozanía. Nadie ponía entonces puertas al campo y todo parecía posible. Comparar los suplementos literarios de la época con los de ahora es un penoso ejercicio de melancolía.
La década de los ochenta empezó con los mejores augurios: pienso en la revista Quimera cuyo empuje se prolongaría luego bajo la dirección de Ana Nuño y en la colección Espiral conducida por el gran autor de Larva. La oferta cultural era amplísima y el curioso lector no daba abasto. El retraso de décadas de aislamiento no podía colmarse en tan breve plazo, pero los aquejados de incurable libropesía (el término es de Quevedo) respondían al reto. La indispensable distinción entre el texto literario y el producto editorial que permite al buen editor publicar el primero gracias a las ventas del segundo se mantendría a primera vista intacta, pero se vería borrada conforme nos adentramos en los años noventa.
Vista a distancia, la frustrada inserción en la Península de la editorial Ruedo Ibérico fue una primera señal de alarma de la “normalización” que se avecinaba y de la marginación gradual de la disidencia en aras del progreso vendido por nuestros políticos: el de un país autosuficiente y rico, a la altura de sus grandes socios europeos. Cierto que revistas incentivas como Syntaxis, cuya aventura creadora se conmemoró recientemente, lucharon a contracorriente por una reflexión crítica de la modernidad y del neoconservadurismo propiciado por la globalización con la subsiguiente supeditación de la cultura al igualitarismo de las nuevas tecnologías y a las leyes del dios Mercado, pero la conjunción de ambos factores acabó por imponerse. Como me escribía Eduardo Subirats, “los espacios culturales administrados por las élites políticas no han sido capaces de revisar el pasado ni el presente de la historia española y mucho menos de transformarlo en un sentido esclarecedor”. De resultas de ello, el conformismo contra el que lucharon el pasado siglo figuras tan dispares como Valle-Inclán y Manuel Azaña configura de nuevo el horizonte hostil que nos aprisca en rebaño. Los Blanco White de hoy existen en los diversos campos del saber universitario, pero pocos, muy pocos, se esfuerzan por rescatarlos.
Un periodismo literario a menudo mediocre ha expulsado a los márgenes el pensamiento crítico que vertebra la vida cultural. Ambos son a la vez necesarios y compatibles en publicaciones destinadas al gran público, pero el desalojo del segundo en aras de una actualidad efímera y redundante conduce a un irremisible empobrecimiento intelectual y al desprecio de las facultades cognitivas de los lectores. En fecha no lejana fui testigo de un episodio descorazonador: había agregado a mi reseña de la correspondencia entre dos figuras centrales de la historiografía española del siglo XVI, Américo Castro y Marcel Bataillon, unas preciosas analectas con frases espigadas de su apasionante intercambio epistolar, pero dicho florilegio de una cuartilla y media no apareció “por falta de espacio” siendo así que en la misma edición en papel del suplemento del periódico en el que colaboro desde su fundación se dedican páginas enteras a fotografías y entrevistas a supercampeones de ventas de los que probablemente nadie volverá a oír hablar después de su espectacular promoción comercial.
Podría citar algunos otros ejemplos de esa celebración del vacío en un país donde se recortan despiadadamente los presupuestos educativos y culturales, se suprimen las becas de estudio y se empuja al exilio a millares de universitarios hipotecando así el futuro de las generaciones venideras. Según estadísticas divulgadas por la prensa ocupamos de nuevo nuestro antiguo puesto de furgón de cola europeo en términos de desarrollo humano y estamos a la cabeza en el de fracaso escolar mientras el Gobierno se jacta de los éxitos de la Marca España y ensalza las virtudes de la austeridad impuesta por Merkel y Bruselas. La ignorancia y corrupción campean como en otras épocas y en razón de ello no nos auguran, mucho me temo, un porvenir brillante.
De nuevo en el furgón de cola, Juan Goytisolo [El País, 30 de mayo 2014]


Las víctimas del bochornoso espectáculo que contemplamos a diario en el perímetro aislante (¡oh, cuán higiénico!) de Ceuta y Melilla ignoran las leyes inicuas que rigen el mundo desde la caída de los regímenes seudocomunistas y del desmantelamiento paulatino del modelo socialdemócrata del Estado providencia: la desregulación caótica de los mercados financieros del casino global y el desequilibrio comercial que favorece a los países de tecnología avanzada a expensas de los que no pueden exportar más que materias primas y mano de obra barata. Huyen de la miseria, de los tiranuelos heredados del antiguo poder colonial, de las guerras étnicas o tribales con su secuela de matanzas y éxodos. Han atravesado miles de kilómetros a través del desierto, sufrido el abuso de las mafias, soportado el rigor y las trampas del clima en una huida adelante de meses o años en busca de un refugio para afrontar al fin el último obstáculo: una doble verja de seis metros de altura con alambres de espino y cuchillas “no agresivas sino disuasorias” en palabras de nuestro ministro del Interior.
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede la escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura unas ideas cuya fuerza sea idéntica a la del hambre”.
La fuerza del hambre, Juan Goytisolo [El País, 3 de mayo de 2014]


Hace casi una veintena de años comenté en estas mismas páginas (EL PAÍS, 14-09-1996) el trabajo del historiador asturiano Guillermo García Pérez en el que se establecía un sorprendente paralelo entre el consagrado episodio fundador de la nación española, es decir, Covadonga, y el relato de la derrota de los invasores persas al pie del Monte Parnaso y el templo de Apolo en Delfos. Las coincidencias entre el primero, referido en la Crónica de Alfonso III de Asturias (866-910), y la obra del llamado “Padre de la historia” que data del siglo V antes de la era cristiana eran demasiado llamativas para ser un producto de la casualidad. La hazaña del personaje mítico de Pelayo, primer resistente a la invasión sarracena de 711, tenía un alcance mucho más vasto que el del mero ámbito historiográfico. A salto de siglos, mediante genealogías que trazan una presunta continuidad con los ancestros visigóticos, revestía el carácter de un hito simbólico en el marco del relato histórico del nacionalcatolicismo hispano. Como dijo un representante del mismo, Covadonga “es un hecho que tiene para los genuinos españoles un doble valor, uno real y otro representativo. Real, porque fue el comienzo de aquella gloriosa epopeya que duró siete siglos y representativo porque pone de manifiesto las cualidades más características de nuestra raza, a saber: su amor a la religión, su indomable energía y su patriotismo”.
Tras la invasión arabobereber y la derrota del rey Rodrigo, las huestes musulmanas alcanzaron velozmente, nos dicen, el norte de la península, en donde un puñado de patriotas halló un refugio en las montañas astures, junto a una gruta consagrada a la Virgen. Conforme a la mencionada crónica, el traidor obispo don Opas trató de convencer a Pelayo de que se rindiera, pero Pelayo rehusó. Los invasores intentaron entonces asaltar la montaña, mas, milagrosamente, las flechas dirigidas contra el enemigo se volvieron contra ellos mientras que una ingente sacudida telúrica los aplastaba con una masa de rocas. Según el recuento de la crónica, tan veraz como el de Quevedo a propósito de las batallas del apóstol Santiago, los patriotas visigodos habrían causado la muerte de 124.000 infieles y otros 63.000 habrían perecido a consecuencia del portentoso desplome. Pese a tal acumulación de prodigios, la leyenda se mantuvo en pie sin que casi ningún historiador la pusiera en tela de juicio hasta el pasado siglo. La índole epiconovelesca del relato sedujo a los románticos y, aunque discutió las cifras de las víctimas, Claudio Sánchez Albornoz le prestó su aval en Orígenes de la nación española publicado en 1974, pese al lapso de más de siglo y medio transcurrido entre Covadonga y los primeros testimonios escritos sobre el inicio de la llamada Reconquista recogidos en los manuscritos latinos de los monasterios Albelda y de Roda.
Si retrocedemos al siglo V antes de la era cristiana, el texto de Heródoto sobre la invasión de Grecia por los persas nos brinda una serie de elementos similares a los que acabamos de evocar: la victoria de los ejércitos de Jerjes en las Termópilas no obstante la resistencia tenaz de los espartanos, el avance imparable de aquellos hacia el monte Parnaso y el templo sagrado de Delfos. Aquí también abundan los episodios miríficos: oráculos divinos, caída de rocas sobre los invasores, pánico y desbandada de estos. El paralelo es manifiesto, pero como apuntan Guillermo García Pérez y otros historiadores astures (Juan Gil, Moralejo Laso), no resuelve los enigmas de la transmisión y, conforme adelantan las investigaciones en la materia, el número de aquellos se multiplica.
En un más reciente ensayo, From the Persians to Pelayo: Some Classical Complications in the Covadonga Complex que Guillermo García Pérez tuvo la amabilidad de enviarme, su autor, el profesor David Hook de la universidad de Bristol, tras analizar minuciosamente la leyenda délfica, añade otra posible fuente a los milagros de Covadonga: la de la crónica de Justino, en su epítome de la obra de Pompeyo Troyo, que relata el avasallamiento y saqueo de Roma por el caudillo galo Breno (el autor del célebre Vae victis!) el año 274 antes de Cristo. Como en el caso precedente, asistimos a una serie bien orquestada de prodigios: tempestad furibunda, caída de rocas, preservación del templo, etcétera. Pero, lamentablemente, esta diversidad de posibles antecedentes no se sustenta en pruebas fehacientes de transmisión escrita. En la bibliografía consagrada al reino visigodo de la península no figura referencia alguna a los anales de Heródoto ni a Justino. Como observa el hispanista inglés, la poligénesis de la epopeya de Pelayo ilustra la clásica “dificultad de resolver la eventual influencia de las fuentes literarias o de tradiciones orales en casos donde la evidencia es tan fragmentaria y el vínculo común a los textos corresponde a áreas geográficas, lingüísticas y cronológicas tan ampliamente separadas como las de los episodios de Delfos y Covadonga”.
A su bien fundada exposición de las convergencias y divergencias del relato histórico hispano con sus predecesores griego y romano, podría añadirse el hecho de que en la búsqueda de una legitimidad religiosa de origen divino los textos fundacionales de una nación se transmiten de generación en generación mediante cantos y leyendas heroicos al servicio del ardor patriótico y de una causa embebida de sentimientos y valores que determinan el supuesto destino de su pueblo.
Ningún nexo une por ejemplo los mitos originales de España y Serbia. Sin embargo, durante la guerra subsiguiente a la implosión de la Federación yugoslava pude observar un sorprendente parentesco entre ellos: entre los de la Reconquista elaborada por el nacionalcatolicismo hispano y las de los inspiradores literarios de Milosevic, Karadzic y los suyos: acá, la España sagrada y allá, la Serbia Celeste; en un caso invasores árabes y en otro turcos; derrota del Guadalete y del campo de los Mirlos; rey don Rodrigo y príncipe Lazar; traidor don Julián y yerno del desdichado príncipe; romancero y pesme... Para los portavoces de dicho relato, la moral y el pensamiento nacionales son producto en ambos casos de una tradición ancestral y determinan de forma imperativa la conducta gloriosa y unánime del pueblo entero. Los personajes y acciones de dicho relato reproducen cabalmente el esquema de la morfología del cuento estudiada por Propp y otros miembros de la escuela formalista rusa. Ello no despeja las incógnitas de la relación entre Delfos y Covadonga pero nos ayuda a entenderla mejor. Para saber lo que somos y aliviar nuestra carga heredohistórica, nada mejor que una mirada curiosa a lo que nos dicen que fuimos.
De la sibila de Delfos a la Virgen de Covadonga, Juan Goytisolo [El País, 27 de abril de 2014]


A José María Castellet, in memoriam
“La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los demás elementos que la componen”. Esta cita entrecomillada no es la de alguno de los historiadores que participaron el pasado mes de diciembre en el ciclo de conferencias que con el título España contra Cataluña se celebró en el antiguo mercado del Born sobre las ruinas de la Barcelona sitiada hace tres siglos por las tropas de la dinastía borbónica sino de alguien tan poco sospechoso de parcialidad como Octavio Paz, y la formula en un homenaje que matiza hasta cierto punto el contenido de su declaración: “Mi gran libro es Diccionario Etimológico de la Lengua Española de Corominas. Es obra de un catalán. Una buena lección para los castellanos, una lección más de la gran Cataluña a la orgullosa Castilla”. Subrayo aquí lo de “gran Cataluña” como referencia a la universalidad de su cultura, más allá de los estrechos límites políticos y administrativos que conocemos hoy: la de la ósmosis transmediterránea del impulso creador de Ramon Llull y la del genio visionario de Gaudí, como una indicación de que en lugar de centrarse en las mimadas esencias nacionales ambos supieron extender su curiosidad, como Corominas, a otras culturas y lenguas. Es lo que el mismo Paz, en otro ensayo, llama el derecho a reclamar “la propia historia, toda ella y la de todos, como propiedad común y no botín de guerra, sino como techo compartido y no una trinchera o banderín de enganche para nada ni nadie”.
La manipulación de las historias nacionales, ya sean grandes o chicas, centrípetas o centrífugas, es algo demasiado conocido como para que exija una demostración: el prólogo a la de Historia de España por Menéndez Pidal es un buen ejemplo. Hay lo nuestro y lo ajeno, un nosotros y un ellos, y la historia concebida en estos términos se identifica con el ideal patrio y se defiende con uñas y dientes. Más que de historias cabe hablar de mitologías y dichas mitologías nacionales y crónicas supuestamente verídicas, sujetas siempre a una interesada manipulación, fueron escritas, tachadas, reescritas y expurgadas al hilo del tiempo de forma que una vez asumido tal apriorismo lo opuesto a una leyenda no es una tentativa de aproximación a una verdad siempre relativa sino una nueva manipulación o refrito. En el contexto de la “historia nacional” no prevalece el afán de conocer sino el de protegerse al revés de él, en la medida que no se ajusta al enfervorecido relato patriótico.
Sería instructivo contrastar los manuales vigentes en las aulas de la Península, tanto a nivel estatal como de las distintas autonomías, para comprobar los estragos causados por lo que Sánchez Ferlosio denomina onfaloscopia o contemplación arrobada del propio ombligo. Se estudia lo propio con exclusión de todo lo demás y ese propio es un bloque granítico sin elementos extraños que empañen su pureza pristina. Obviando el hecho de que toda cultura, excepto la de los pueblos aborígenes, es resultado de la superposición de las influencias y aportes exteriores recibidos a lo largo de su historia y de que cuanto mayores sean estos más rica será, se procede a la poda de cuantos elementos son juzgados foráneos respecto a la entelequia del alma nacional y se acalla la voz de cuantos disienten de ello. En vez de sumar se resta y se niega la riqueza de la diversidad. Escuchar las presuntas verdades macizas de los voceros de la FAES y de su simétrico contrapunto de algunas de las conferencia auspiciadas por la Generalitat resulta penoso en la medida en que se sacrifica en una caso la verdad de una larga opresión cultural y en el otro una no menos significativa convivencia. Tener dos lenguas como Cataluña es mejor que tener una y tener tres sería mejor que tener dos. La lección de Corominas como la de Llull y Gaudí rebasa los límites del amor propio herido y ejemplariza el valor de la diversidad.
La voluntad demostrativa de una tesis histórica toma solo en consideración aquellos hechos y datos que la confortan. No cabe la menor duda de que la lengua y cultura catalanas fueron oprimidas (en el siglo XVIII las únicas obras publicadas en catalán aparecieron en Menorca, entonces bajo el dominio inglés), y una historia que abarque los distintos componentes de la Península no puede soslayarlo sin faltar a la verdad. Basándome en mi propia experiencia, la cultura catalana que me correspondía por herencia de la rama materna de mi familia me fue escamoteada en los años de vertical saludo e imperial lenguaje y no la recobré sino mucho más tarde durante mi voluntario exilio de una Sefarad en las antípodas de la invocada por Espriu.
Sí, la unidad española fue fruto de la voluntad política del Estado y escasamente receptiva por tanto a la variedad de elementos que la integran —incluida los de la Castilla de los comuneros cuyas libertades y derechos muy próximos a los de un Estado moderno fueron violentamente confiscados también— y corresponde a todos, catalanes, vascos, gallegos y españoles sin más plantearse una historia compartida y abierta sin incurrir en el didactismo autoritario de unos ni en el victimismo y memorial de agravios de los otros. La lectura del lamentablemente preterido Pi y Margall con su crítica del paticojo centralismo jacobino imitado de Francia por nuestros liberales decimonónicos y la del memorable discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de Cataluña en las Cortes del 27 de mayo de 1932 puede ser muy útil frente al monólogo a dos voces que escuchamos. Para ello habrá que desprenderse del ombliguismo identitario y del relato histórico de los apóstoles del nacionalismo.
Contra el monólogo a dos voces, Juan Goytisolo [El País, 19 de enero de 2014]


He profesado siempre una profunda admiración a George Orwell. Mi lectura de Homenaje a Cataluña en los años sesenta del siglo que dejamos atrás me descubrió a un autor cuyo firme compromiso con la justa causa republicana durante nuestra Guerra Civil no excluía el estricto respeto a la verdad: la denuncia del acoso y eliminación del POUM por los estalinistas y de la anarquía reinante en el campo de los defensores de la legalidad. Años después cayó en mis manos 1984 con su visión premonitoria del Gran Hermano. En nombre de una programada felicidad futura, el Poder se arrogaba el control absoluto de la vida de los ciudadanos mediante la sujeción de la sociedad entera a un programa global de espionaje: una quimera ideológica que el desarrollo ilimitado de las nuevas tecnologías ha convertido en una silenciosa e inadvertida realidad.
Si evoco aquí la siniestra utopía orwelliana lo hago a propósito del escándalo a escala mundial provocado por las revelaciones del exanalista de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense Edward Snowden desde su huida el pasado mes de mayo con lo que fue calificado por entonces por algunos como “botín de guerra”. El epíteto de traidor del que fue objeto podía tener algún fundamento en la medida en que dicho “botín” era susceptible de ser entregado a los enemigos estratégicos de su país aun prescindiendo del hecho que su refugio moscovita era producto de las circunstancias y no de una elección personal. Según informes filtrados a la prensa, el objetivo del exanalista era acogerse al asilo de algún país de Hispanoamérica a falta de una opción europea mejor y el episodio rocambolesco del avión en el que viajaba el presidente boliviano Evo Morales obligado a aterrizar en Viena por el cierre del espacio aéreo de la Unión Europea por presiones norteamericanas (lance muy poco glorioso para los países que se prestaron a ello, incluida la Marca España) sustenta la verdad de dicha información.
Las revelaciones a cuentagotas de las últimas semanas indican con todo que los datos interceptados por las redes mundiales de fibra óptica sacados a la luz por Snowden no concernían tan solo a los enemigos estratégicos de Washington como Rusia, China o Irán (lo cual era perfectamente previsible y entra en el orden normal de las cosas puesto que lo recíproco también existe y los ataques informáticos sufridos por Estados Unidos dan buena cuenta de ello), sino también a países amigos (Brasil, México) e incluso fieles aliados en el nuevo orden mundial configurado por el derrumbe de la Unión Soviética y la guerra asimétrica contra el terror tras el monstruoso atentado a las Torres Gemelas. Si el intercambio de informaciones entre los diversos servicios e inteligencia occidentales sobre la amenaza que representa la nebulosa de Al Qaeda responde a un desafío de índole existencial, ¿cómo justificar el rastreo de centenares de millones de comunicaciones telefónicas, mensajes de texto y correos electrónicos de Alemania, Francia y España y el pinchazo al móvil de Angela Merkel?
Las explicaciones confusas de la Administración de Obama no escapan al dilema entre lo malo y lo peor. Si el presidente estaba al corriente de ello resulta cuando menos chocante; si no lo estaba, la gravedad de la falta de control de la NSA pone en evidencia que esta se sitúa por encima de todos los poderes y vulnera los principios fundamentales de su Constitución.
Las manifestaciones de enojo y agravio de los líderes europeos (tajantes en el caso de la espiada canciller y más bien para la galería en el de François Hollande y Rajoy), así como la indignación de la Eurocámara (que llegó a proponer la suspensión del intercambio de datos bancarios con EE UU) muestran que el mensaje, esto es la violación masiva de los derechos individuales en los países concernidos por el espionaje, llegó a sus destinatarios, pero ni Gobiernos parlamentarios ni políticos europeos han expresado la condigna gratitud al mensajero. Denunciar los abusos de la NSA, y nos hallamos ante un caso flagrante de ello, no constituye ningún delito desde un punto de vista ético y Snowden no es un delincuente por mucho que Berlín, París, Madrid y Bruselas miren a otro lado y se desentiendan de su suerte. El amor a la verdad debe prevalecer sobre los sentimientos y deberes patrióticos. En términos morales la actuación del exanalista me parece irreprochable y aun admirable dado el carácter quijotesco de su empresa.
Resulta en verdad bochornoso que quien ha dado la voz de alarma ante un atropello de tales dimensiones en el seno de unas sociedades que se precian de ser democráticas, se vea forzado a acogerse al asilo de un régimen autoritario como el de Putin (el sangriento represor de la rebeldía chechena y encubridor de su virrey Ramzan Kadírov tras el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya), dándole así la oportunidad de presentarse como el paladín de los derechos y las libertades.
¿Qué dicen los defensores de las causas justas ante semejante despropósito? Si exceptuamos el diputado alemán de Los Verdes que se entrevistó con Snowden en Moscú e hizo pública su solicitud de testimoniar ante el Parlamento germano y de acogerse al derecho de asilo de su país, ni parlamentarios ni políticos europeos han elevado la voz. Ello no puede sorprendernos de la parte del partido de Rajoy, pero ¿qué opinan Izquierda Unida y el principal grupo de oposición, un PSOE que tiene mucho de español, pero muy poco de socialista y menos aún de obrero? Su discreción en el tema confirma su creciente distanciamiento de una sociedad duramente golpeada por la crisis y, lo que es peor, de los principios en los que inicialmente se basaba y eran su razón de ser.
El titular de Der Spiegel: “¡Asilo para Snowden!”, indica por fortuna el creciente apoyo de la opinión pública a una exigencia tan justa. Quienes contemplan las cosas sin prejuicios y se sublevan contra el espionaje del Gran Hermano previsto por Orwell tanto en el caso de las dictaduras y regímenes autoritarios como en el de las tecnocracias de Occidente, deben hacerse oír y hacer suya la consigna del semanario alemán.
¡Asilo para Snowden!, Juan Goytisolo [El País, 17 de noviembre de 2013]


La obra maestra de Sterne, Tristram Shandy, comienza con la evocación por su protagonista de la noche en la que fue concebido. El relato intrauterino no dura mucho pues, con su habilidoso recurso a las digresiones humorísticas que interrumpen la acción, el autor se olvida de él y juega con las expectativas frustradas del común y corriente lector. Si se me permite el anacronismo, Sterne aplica al pie de la letra el consejo de Gide a los novelistas: no aprovecharse nunca del impulso adquirido en la redacción de sus libros. En Tristram Shandy hay que volver siempre atrás.
El “¿Has olvidado dar cuerda al reloj?”, la frase con que la madre recuerda en clave al marido el débito conyugal, va seguido de la solemne declaración: “Fui engendrado la noche del domingo, el primer lunes de marzo en el año del Señor de mil setecientos dieciocho” y en “el 5 de noviembre de dicho año, a los nueve meses naturales, aparecí yo, el caballero Tristram Shandy, en nuestro ruin y atribulado mundo”. Mientras el doctor y la comadrona se ocupan del parto, el progenitor y el inseparable tío Toby discuten en la escalera de lo divino y humano olvidándose del asunto. “¿No es bochornoso”, comenta Sterne, “escribir dos capítulos sobre lo que se habló en un par de escalones?”. Y con un humor que debe mucho a su “dilecto” e “idolatrado Cervantes” interrumpe el relato 200 páginas más tarde con un “oye, mozo, por favor. Toma estos seis peniques, asómate a donde está el librero y avisa a un crítico de alquiler. Estoy deseando darle a alguien una corona, a ver si me echa una mano para lograr que mi padre y mi tío salgan de las escaleras y se vayan a dormir”. Como observa el propio autor, en la novela conviven dos fuerzas contrarias —las progresivas y las digresivas— que finalmente se aúnan y le permiten avanzar a trancas y barrancas durante el periodo de 40 años que abarca la vida del héroe.
En tiempos recientes, la mejor muestra de novela intrauterina es sin duda Cristóbal Nonato, de Carlos Fuentes. Su trama argumental transcurre durante nueve meses, desde la concepción de Cristóbal en la playa de Acapulco hasta su salida al mundo el 12 de octubre de 1992: “El niño tiene bien abiertos los ojos, como si sus párpados jamás se hubiesen formado. Mira fijamente a la tierra que lo espera”. Estamos en la página 563 del libro y en el Quinto Centenario del descubrimiento de América por los españoles (los indígenas estaban ya allí desde hace millares de años).
Este género singular, del que cabría citar unos pocos ejemplos más, cuenta en España con un notable precedente: el de la novela de Antonio Enríquez Gómez, un conquense de origen judío que, tras haber buscado refugio en Francia y escrito allí panfletos y discursos contra la monarquía hispana (en apoyo de las rebeliones independentistas de Portugal y Cataluña) y contra el Santo Oficio (“ese tribunal es peor que la muerte”, dice, “pues vemos que ella tiene jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos”, a los que quemaban en efigie), regresó por razones que desconocemos a la península, en donde vivió 10 años con una identidad falsa hasta que fue descubierto y se extinguió en las cárceles inquisitoriales (apremiado amablemente a preguntas por sus verdugos, se arrepintió y murió cristiano).
En su obra mayor, El siglo pitagórico, Enríquez Gómez recurre, como luego lo hará Virginia Woolf en Orlando, a la metempsicosis para mezclar relatos con materiales literarios diversos (materiales que parecen buscar su forma adecuada sin encontrarla y se acomodan como pueden en el habitáculo ruinoso del verso utilizado por sus contemporáneos) y, a la manera clásica de Pitágoras, el yo narrado transmigra sucesivamente al cuerpo de un ambicioso, de un malsín (encarnación de los males que afligen a España), de una dama (“supe que concebía / una señora grave cierto día / y zámpeme de golpe en su posada”), de un valido, de don Gregorio Guadaña, de un hipócrita (“mi alma nunca ingrata / en el vientre se metió de una beata”), de un miserable, un soberbio, un ladrón, un arbitrista, un hidalgo, etcétera. Sus dones poéticos al hilo de las transmigraciones son los de los versificadores de reata y, con excepción del capítulo quinto, conectan difícilmente con el lector de hoy. Dicho capítulo, La vida de don Gregorio Guadaña, es una novela publicada de ordinario sin su encuadre metempsíquico y se la adscribe a menudo entre las obras de la picaresca aunque en realidad no pertenezca a la descendencia de Lázaro y el Guzmán. El designio del autor, bien que influido por Quevedo, es otro. Su sátira de la España más papista que el Papa y de sus espulgadores de linajes va mucho más lejos: es la del que hoy llamaríamos un disidente, si no un opositor.
Después de mencionar la genealogía del personaje —padre médico, madre comadrona, oficios ambos de judeoconversos—, el nonato Gregorio Guadaña nos da cuenta de su posconcepción con un humor que acompañó el resto de sus andanzas: “Estando mi madre bien descuidada, yo llamé a la puerta de su estómago con un vómito. Bien temía ella mi venida, habiéndola faltado el correo ordinario: tres meses sin carta mía”. Tras este lance feliz, el feto de la recién preñada reproduce las conjeturas de sus progenitores acerca de su sexo, como lo harán los de Cristóbal en la novela de Fuentes y, desde su albergue intrauterino, nos refiere las vicisitudes de su gestación: “Di en ser entremetido desde el vientre de mi madre, que no la dejaba dormir de noche a puras coces. Era un diablo encarnado. Solía meterme entre las dos caderas, y ella daba unas voces tan fuertes que las ponía en la vecindad, por no enfadar al cielo. Cuando estaba descuidada, solía yo darle una vuelta al aposento de su vientre y revolverla hasta las entrañas”.
Sin rozar el nivel de Sterne, La vida de don Gregorio Guadaña contiene con todo el germen de un procedimiento narrativo que se desenvolverá con diversa fortuna en los siguientes siglos y nos confirma con ello esa continuidad soterrada que enhebra no solo la historia de la novela sino también la de todos los géneros literarios y artísticos. El relato intrauterino implica entre otras cosas una ruptura audaz con las leyes de la verosimilitud y merece figurar en el catálogo de las innovadoras anomalías que encajan difícilmente en los cuadros sinópticos de los funcionarios de regla y compás.
El relato intrauterino, Juan Goytisolo [El País, 20 de octubre de 2013]


Aunque coincido con Juan José Tamayo en su conclusión de que el nuevo Pontífice no ha aportado cambios sustanciales al cuerpo doctrinal de la Iglesia a fin de adaptarla a los tiempos que corren y de eliminar sus más flagrantes anacronismos como el de la exclusión de la mujer del sacerdocio, el obligatorio celibato eclesiástico y otras asignaturas pendientes viejas de siglos, el talante sencillo y llanote de Francisco permite a cada hijo de vecino de la congregación de fieles abrigar la esperanza de dialogar con él por correo electrónico e incluso de viva voz por teléfono, como esa desdichada mujer violada y encinta por su agresor a quien Francisco, dan ganas de llamarle Paco, ofreció consuelo y exhortó a que guardara el fruto de su vientre y su correspondiente almita, o ese atribulado gay francés al que supuestamente dijo que no era él quién para juzgarlo aunque el secretariado vaticano desmintió esta llamada (parece ser que muchos vanidosos, farsantes y desaprensivos simulan ser Francisco y envían tuits apócrifos usurpando su nombre y funciones en la Silla de Pedro).
Si un día tuviera la dicha inesperada de recibir un llamado suyo voseándome y pronunciando sus palabras con mi muy querido y genuino acento porteño, después de preguntarle por el equipo de fútbol del que es forofo y por la buena marcha del orbe católico, me permitiría aconsejarle la lectura de algunas obras ilustrativas de la vida común y corriente en la Ciudad Santa, obras que le facilitarían un mejor conocimiento de la grey que apacienta. De este modo en el intervalo de una audiencia a Il Cavaliere de peluquín alquitranado (a quien la justicia, como una mosca cojonera, no deja en paz) y de la visita de una delegación de obispos in partibus (¡qué bonito eufemismo para designar tierra de infieles!), le diría, mirá, Francisco, si sos aficionado a libros profanos, tenés que darte una vuelta por la biblioteca tan linda de la que sos el amo y buscá El retrato de la lozana andaluza de tu tocayo Delicado y vas a conocer una Roma bastante parecida a la de tu predecesor emérito y aprender un sinfín de cosas sobre sus tejemanejes y trapicheos, a mil leguas de las intrigas de la curia (esa “red de cuervos y víboras”, Bertone dixit) y del boato y coreografía cardenalicia a los que se aferraba el bueno de Benedicto. No voy a recomendarte las ya anticuadas obras de Gide y Peyrefitte, ni El Concilio del amor, ni los muy recientes éxitos de ventas de ambientación vaticana con criptas, cadáveres desaparecidos, lavado de dinero y poco santas mafias sino, si tenés un oído presto a la escucha de las voces del mundo y no os asusta la logomaquia, una de las mejores novelas del siglo que dejamos atrás: me refiero a Quer pasticciaccio brutto de Via Merulana de Carlo Emilio Gadda, heroica y bellamente vertida al castellano por Juan Ramón Masoliver, adaptación a la que vos podés recurrir si te arredran como a mí las efervescentes, sabrosas y casi intraducibles lenguas, jergas y dialectos de la que el autor llama la “fatal península” (la nuestra no lo es menos).
Entregarse en cuerpo y alma (¡esa va por vos!) a la lectura de Gadda es calar con una sonda en los distintos estratos sociales de la ciudad en la que residís, cerca, pero humanamente a mil leguas, de las fronteras invisibles del Estado vaticano, de sus templos grandiosos y frescos micheloangelianos: capas y capas superpuestas de burgueses y alguna condesa, funcionarios, abogados, doctores, inspectores de policía, carabinieris, viudas, amas de casa y otros ejemplares de las siempre inquietas y cuitadas clases medias, cuyos diálogos y soliloquios parece reproducir Gadda con una grabadora inexistente en la época en la que se sitúa la acción de la novela, en esos años veinte del pasado siglo en los que colgaba por doquiera en Roma el retrato del Cabestro, “con su jeta, por memo de nacimiento, de querer vengarse del mundo” (¿lo adivinás? ¡Mussolini!).
Gadda nos introduce, y te conducirá a vos, estos distritos centrífugos, periféricos, que no figuran en las guías para turistas ni recorren los peregrinos ansiosos de acumular bulas e indulgencias con devocionarios y cánticos: barrios plebeyos, gozosamente promiscuos, con aprendices, artesanos, obreros, menestrales, mozos de cuerda, alcahuetas, prostitutas, chulos, ganapanes y azotacalles que con diversa fortuna vivotean o medran en los márgenes del poder de turno y de los pontífices que se suceden allá en las alturas. Si escuchás sus voces, caro Francisco, vas a acceder a los fondos que son el sustento y vida del universo que contemplás desde los balcones de tu palazzo. Ellos no saben de dogmas ni encíclicas pero tienen los pies bien plantados en el suelo que pisan, se expresan en lombardo, abrucés, véneto o siciliano, pregonan su mercancía a grito herido, ¡el buen lechón!, o la preciosa gallina evocada asímismo en los monólogos de nuestro agudo Arcipreste de Talavera, un regalo al oído del que también vos disfrutarás si te bajás del papamóvil y seguís a Gadda por los barrios que frecuentó después el santo mártir Pasolini.
El aliento del pueblo, la lengua viva y bien viva te rescatarán del corsé de un lenguaje bello pero muerto, de la liturgia preservada en congelador, del ceremonial vetusto y apolillado, del zancadilleo y puñalá trapera. Si vos animás a leer a Gadda y tenés un rato libre, hablaremos del zafarrancho aquel de Via Merulana y de las posibles analogías de su autor con otro genio. Ya veo que se te viene a los labios: ¡Fellini!
Mis consejos de lectura a Francisco, Juan Goytisolo [El País, 28 de septiembre de 2013]



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