Para
quien haya conocido la costa mediterránea española de hace medio siglo viajar
hoy día por ella es presenciar una feria de horrores y un involuntario
ejercicio de masoquismo. ¿Qué queda de las playas cercanas a la audaz
incursión marítima de Peñíscola, de la orografía rocosa de Altea, de la suave
manga de arena del mar Menor de Murcia?
Recuerdo
mis visitas a ésta cuando el único edificio existente en ella era un pequeño
pabellón de recreo situado junto a la gola y los pescadores sólo podían acceder
a la zona de mayor riqueza piscícola una vez al año, en el día fijado por el cacique
de aquel impoluto lago que imitaba a Franco con traje y gorra blancos, erguido
en la cubierta de su pequeño yate.
La
necesaria transformación de nuestras anticuadas estructuras económicas a fin de
procurar una vida digna a sus habitantes se llevó a cabo con disparatada
premura. El culto al hormigón y al dinero fácil
unido a la falta de planes de desarrollo sostenible adaptados a la
configuración del paisaje y a la incultura de los promotores y de la clase
política asociada a ellos cuajaron en un agobiador panorama de ladrillo y una
grotesca ostentación de nuevo rico. Se quemaron las etapas en una feroz
arrebatiña de licencias de construcción dejando tras sí un erial de
apartamentos vacíos y un horizonte de vacuidad desolada.
El
efecto perverso de la machacona publicidad a toda página de una foto con la
leyenda “Descubre la playa más solitaria del mundo” propició la invasión de
esta por un tropel de curiosos ávidos de soledad. En vez de salvar lo que debía ser
preservado en armonía con el progreso y bienestar de la población se destrozó
el ámbito que la sustentaba con un fervor y denuedo dignos de mejor
causa. La estrechez de miras, el señuelo del provecho inmediato, la perspectiva
ilusoria de una prosperidad ininterrumpida acabaron con una España que debía
cambiar pero no del modo insensato en el que se efectuó.
Hermosos
pueblos de Andalucía, configurados con la delicada imbricación de las aldeas
bereberes del Atlas, cedieron el paso al desastre urbanístico de Mijar o
Mojácar con sus casas encaramadas unas sobre otras a fin de avistar el mar
garantizado por los promotores en un amazacotado conjunto falto de gracia que
alcanza las proporciones de una pertinaz pesadilla o espectacular adefesio.
Eramos
pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño descubrimos que somos pobres
de nuevo
y, como hace medio siglo, tenemos que buscarnos no ya los garbanzos sino el
menú de los fast-food
fuera de nuestras fronteras. A la autosatisfacción chovinista de los años de
vacas gordas ha sucedido el desengaño y amargura provocados por la falta de
futuro y el naufragio de nuestras previsiones y anhelos. Ni siquiera nos queda
el refugio de volver al claustro materno de unos pueblos devastados por la barbarie
inmobiliaria. Los parques naturales que sobreviven en las
proximidades de la costa andaluza, de La Almoraina a Cabo de Gata, perduran de
forma precaria. Los planes faraónicos permanecen al acecho de nuevas presas. Alcornocales, pinares y otros bosques centenarios corren
el riesgo de ser barridos por un monstruo como el del hotel de
Carboneras, un golf resort
de 18 hoyos o un coto de caza para jeques del Golfo. (¿Para qué ir a masacrar
elefantes a África si podemos traernos unos cuantos ejemplares a la Península y
disparar heroicamente a su manso testuz en un cómodo safari sin correr el
riesgo de una caída y rotura de cadera?). La prepotencia de los saqueadores campa a sus anchas y
son recibidos como reyes por nuestros políticos (Barcelona y Madrid
emularon noblemente en rendir tributo al Gran Casino de Las Vegas, el
filántropo Adelson).
Lo
elaborado pacientemente por nuestros agricultores y artesanos —los bancales
cuidadosamente escalonados de la costa alicantina, las bellas alquerías
almerienses— ha sido víctima del atropello por una seudomodernidad sin
contenido estético alguno. Nada o casi nada del nuevo panorama arquitectónico de la
oxidada Marca España está hecho para durar sino como ejemplo de estropicio y
absurda grandilocuencia: Ciudades de las Artes sin arte y de las
Ciencias sin ciencia, convertidas en una concha vacía como el cráneo del
cerebro que las concibió.
Las
generaciones venideras juzgarán como corresponde la codicia de unos y
prepotencia de otros en su miope concepción de un progreso que se ha
desvanecido como un espejismo a costa de la destrucción de un paisaje que
permanece vivo en la memoria de los viejos pero que ya no se recuperará jamás.
La destrucción del
paisaje, Juan Goytisolo [El País, 10 de agosto de 2014]
Tras
evocar la fertilidad intelectual y creativa del periodo que abarca el
tardofranquismo y la Transición democrática, un autoexiliado como los que
jalonan nuestra reiterativa historia, el filósofo Eduardo
Subirats, comentaba en una carta fechada el pasado mes de diciembre que
“en los años ochenta y noventa esa energía fue lentamente apartada de la vida
pública y suplantada por una mezcla de oportunismo, ignorancia y corrupción cuyos
resultados saltan a la vista”. Las citadas líneas acompañaban su propuesta de
una entrevista conmigo en el marco de un medio digital en torno al tema de
Crisis y Crítica bajo el elocuente título cernudiano de Desolación en la Quimera. Aunque
mi situación de desamparo tecnológico (el amigo que transcribe en su ordenador
mi letra menuda y casi ilegible se había ausentado de Marraquech) me impidió responder
entonces a su solicitud, creo que la materia merece ser debatida con calma en
unos tiempos en los que “la destrucción continuada e irreversible de los medios
educativos”, dice Subirats, han puesto a España en el estado de
postración en el que yace.
La
emergencia de nuevas generaciones que hace medio siglo aspiraban a
desembarazarse de la camisa de fuerza del Régimen y acariciaban el dulce sueño del acercamiento
a Europa había abierto las compuertas a un pensamiento innovador y
revulsivo que barría los esquemas caducos del nacionalcatolicismo y
ofrecía al público cuanto había sido vedado por el obtuso poder oficial. La rebeldía
intelectual y vital era el común denominador que inspiraba a
cuantos, jóvenes o menos jóvenes, pugnaban por ponerse al día y acceder al uso
de la palabra.
Las
revistas y publicaciones de la época dan rendida cuenta de un cambio que
desbordaba las fronteras trazadas por la censura. Ésta funcionaba aún, pero el
ansia de libertad era más fuerte y la agonía del Caudillo preludiaba la del
Régimen. La labor aperturista de la inolvidable revista Triunfo y la del semanario Cambio
16 fueron un soplo de aire fresco en la cerrada atmósfera que
prevalecía desde el final de la Guerra Civil. Las editoriales innovadoras —Seix Barral,
Anagrama, Tusquets, Lumen...— seguían la misma pauta y el público
descubría a una serie de autores de dentro y de fuera que devoraba con
insaciable apetito. La aparición de EL PAÍS abrió la brecha definitiva en el muro
vetusto que se agrietaba. Simultáneamente a la hornada de grandes escritores
latinoamericanos —García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes,
Lezama Lima, Cabrera Infante...— y al reconocimiento de la obra ingente de
Octavio Paz, traído a España de la mano de Pere Gimferrer y Julián Ríos,
surgieron publicaciones literarias a veces efímeras, pero llenas de vitalidad y
lozanía.
Nadie ponía entonces puertas al campo y todo parecía posible.
Comparar los suplementos literarios de la época con los de ahora es un penoso
ejercicio de melancolía.
La
década de los ochenta empezó con los mejores augurios: pienso en la revista Quimera cuyo empuje se prolongaría luego bajo la
dirección de Ana Nuño y en la colección Espiral
conducida por el gran autor de Larva.
La oferta cultural era amplísima y el curioso lector no daba abasto. El retraso
de décadas de aislamiento no podía colmarse en tan breve plazo, pero los
aquejados de incurable libropesía (el término es de Quevedo) respondían al
reto. La indispensable
distinción entre el texto literario y el producto editorial que permite al buen
editor publicar el primero gracias a las ventas del segundo se
mantendría a primera vista intacta, pero se vería borrada conforme nos
adentramos en los años noventa.
Vista
a distancia, la frustrada inserción en la Península de la editorial Ruedo Ibérico
fue una primera señal de alarma de la “normalización” que se avecinaba y de la marginación
gradual de la disidencia en aras del progreso vendido por nuestros políticos:
el de un país autosuficiente y rico, a la altura de sus grandes socios
europeos. Cierto que revistas incentivas como Syntaxis, cuya aventura
creadora se conmemoró recientemente, lucharon a contracorriente por una reflexión crítica de la modernidad y del neoconservadurismo
propiciado por la globalización con la subsiguiente supeditación de la cultura al igualitarismo de las nuevas
tecnologías y a las leyes del dios Mercado, pero la conjunción de ambos
factores acabó por imponerse. Como me escribía Eduardo Subirats, “los espacios
culturales administrados por las élites políticas no han sido capaces de
revisar el pasado ni el presente de la historia española y mucho
menos de transformarlo en un sentido esclarecedor”. De resultas de ello, el
conformismo contra el que lucharon el pasado siglo figuras tan dispares como
Valle-Inclán y Manuel Azaña configura de nuevo el horizonte hostil que nos
aprisca en rebaño. Los Blanco White de hoy existen en los diversos campos del
saber universitario, pero pocos, muy pocos, se esfuerzan por rescatarlos.
Un periodismo literario a menudo mediocre ha expulsado a los
márgenes el pensamiento crítico que
vertebra la vida cultural. Ambos son a la vez necesarios y compatibles en
publicaciones destinadas al gran público, pero el desalojo del segundo en aras
de una actualidad efímera y redundante conduce a un irremisible empobrecimiento
intelectual y al desprecio de las facultades cognitivas de los lectores. En fecha
no lejana fui testigo de un episodio descorazonador: había agregado a mi reseña
de la correspondencia entre dos figuras centrales de la historiografía española
del siglo XVI, Américo Castro y Marcel Bataillon, unas preciosas analectas con
frases espigadas de su apasionante intercambio epistolar, pero dicho florilegio
de una cuartilla y media no apareció “por falta de espacio” siendo así que en
la misma edición en papel del suplemento del periódico en el que colaboro desde
su fundación se
dedican páginas enteras a fotografías y entrevistas a supercampeones de ventas
de los que probablemente nadie volverá a oír hablar después de su espectacular
promoción comercial.
Podría
citar algunos otros ejemplos de esa celebración del vacío en un país donde se recortan
despiadadamente los presupuestos educativos y culturales, se suprimen las becas
de estudio y se empuja al exilio a millares de universitarios
hipotecando así el futuro de las generaciones venideras. Según estadísticas
divulgadas por la prensa ocupamos de nuevo nuestro antiguo puesto de furgón de cola
europeo en términos de desarrollo humano y estamos a la cabeza en el de fracaso
escolar mientras el Gobierno se jacta de los éxitos de la Marca España y
ensalza las virtudes de la austeridad impuesta por Merkel y Bruselas.
La ignorancia y corrupción campean como en otras épocas y en
razón de ello no nos auguran, mucho me temo, un porvenir brillante.
De nuevo en el furgón
de cola, Juan Goytisolo [El País, 30 de mayo 2014]
Las
víctimas del bochornoso espectáculo que contemplamos a diario en el perímetro
aislante (¡oh, cuán higiénico!) de Ceuta y Melilla ignoran las leyes inicuas
que rigen el mundo desde la caída de los regímenes
seudocomunistas y del desmantelamiento paulatino del modelo socialdemócrata del
Estado providencia: la desregulación caótica de los mercados
financieros del casino global y el desequilibrio comercial que favorece a los
países de tecnología avanzada a expensas de los que no pueden exportar más que
materias primas y mano de obra barata. Huyen de la miseria, de los tiranuelos
heredados del antiguo poder colonial, de las guerras étnicas o tribales con su
secuela de matanzas y éxodos. Han atravesado miles de kilómetros a través del
desierto, sufrido el abuso de las mafias, soportado el rigor y las trampas del
clima en una huida adelante de meses o años en busca de un refugio para
afrontar al fin el último obstáculo: una doble verja de seis metros de
altura con alambres de espino y cuchillas “no agresivas sino disuasorias” en
palabras de nuestro ministro del Interior.
Agrupados
a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para
trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los
vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o
izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les
aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en
caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre
ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso
camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se
arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del
destino.
La
indiferencia
a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades
adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse
hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la
futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del
desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en
directo y nadie
puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La
indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas
que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace
20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en
Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y
contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí
mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos
revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una
persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan
clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay
empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la
legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La
naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de
Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a
sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o
aupados en ella encarnan
el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué
puede la escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay
también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan
con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros
momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece
tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su
aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura unas ideas
cuya fuerza sea idéntica a la del hambre”.
La fuerza del hambre,
Juan Goytisolo [El País, 3 de mayo de 2014]
Hace
casi una veintena de años comenté en estas mismas páginas (EL PAÍS, 14-09-1996)
el trabajo del historiador asturiano Guillermo García Pérez en el que se
establecía un sorprendente paralelo entre el
consagrado episodio fundador de la nación española, es decir, Covadonga, y el
relato de la derrota de los invasores persas al pie del Monte Parnaso y el
templo de Apolo en Delfos. Las coincidencias entre el primero, referido
en la Crónica de Alfonso III de Asturias (866-910), y la obra del llamado
“Padre de la historia” que data del siglo V antes de la era cristiana eran
demasiado llamativas para ser un producto de la casualidad. La hazaña del
personaje mítico de Pelayo, primer resistente a la invasión sarracena de 711,
tenía un alcance mucho más vasto que el del mero ámbito historiográfico. A
salto de siglos, mediante genealogías que trazan una presunta continuidad con
los ancestros visigóticos, revestía el carácter de un hito simbólico en el marco del relato
histórico del nacionalcatolicismo hispano. Como dijo un
representante del mismo, Covadonga “es un hecho que tiene para los genuinos
españoles un doble valor, uno real y otro representativo. Real, porque fue el comienzo de aquella gloriosa epopeya que duró siete
siglos y representativo porque pone de manifiesto las cualidades más
características de nuestra raza, a saber: su amor a la religión, su indomable
energía y su patriotismo”.
Tras
la invasión arabobereber y la derrota del rey Rodrigo, las huestes musulmanas
alcanzaron velozmente, nos dicen, el norte de la península, en donde un puñado
de patriotas halló un refugio en las montañas astures, junto a una gruta
consagrada a la Virgen. Conforme a la mencionada crónica, el traidor obispo don
Opas trató de convencer a Pelayo de que se rindiera, pero Pelayo rehusó. Los
invasores intentaron entonces asaltar la montaña, mas, milagrosamente, las
flechas dirigidas contra el enemigo se volvieron contra ellos mientras que una
ingente sacudida telúrica los aplastaba con una masa de rocas. Según el
recuento de la
crónica, tan veraz como el de Quevedo a propósito de las batallas del apóstol
Santiago, los patriotas visigodos habrían causado la muerte de
124.000 infieles y otros 63.000 habrían perecido a consecuencia del portentoso
desplome. Pese a tal acumulación de prodigios, la
leyenda se mantuvo en pie sin que casi ningún historiador la pusiera en tela de
juicio hasta el pasado siglo. La índole epiconovelesca del relato sedujo
a los románticos y, aunque discutió las cifras de las víctimas, Claudio Sánchez
Albornoz le prestó su aval en Orígenes
de la nación española publicado en 1974, pese al lapso de más de
siglo y medio transcurrido entre Covadonga y los primeros testimonios escritos
sobre el inicio de la llamada Reconquista recogidos en los manuscritos latinos
de los monasterios Albelda y de Roda.
Si
retrocedemos al siglo
V antes de la era cristiana, el texto de Heródoto sobre la invasión de Grecia
por los persas nos brinda una serie de elementos similares a los que
acabamos de evocar: la victoria de los ejércitos de Jerjes en las Termópilas no
obstante la resistencia tenaz de los espartanos, el avance imparable de
aquellos hacia el monte Parnaso y el templo sagrado de Delfos. Aquí también
abundan los episodios miríficos: oráculos divinos, caída de rocas sobre los
invasores, pánico y desbandada de estos. El paralelo es manifiesto, pero como
apuntan Guillermo García Pérez y otros historiadores astures (Juan Gil,
Moralejo Laso), no resuelve los enigmas de la transmisión y, conforme adelantan
las investigaciones en la materia, el número de aquellos se multiplica.
En
un más reciente ensayo, From
the Persians to Pelayo: Some Classical Complications in the Covadonga Complex
que Guillermo García Pérez tuvo la amabilidad de enviarme, su autor, el
profesor David Hook de la universidad de Bristol, tras analizar minuciosamente
la leyenda délfica, añade otra posible fuente a los milagros de Covadonga: la
de la crónica de Justino, en su epítome de la obra de Pompeyo Troyo, que relata
el avasallamiento y saqueo de Roma por el caudillo galo Breno (el autor del
célebre Vae victis!)
el año 274 antes de Cristo. Como en el caso precedente, asistimos a una serie
bien orquestada de prodigios: tempestad furibunda, caída de rocas, preservación
del templo, etcétera. Pero, lamentablemente, esta diversidad de posibles
antecedentes no se sustenta en pruebas fehacientes de transmisión escrita. En
la bibliografía consagrada al reino visigodo de la península no figura
referencia alguna a los anales de Heródoto ni a Justino. Como observa el
hispanista inglés, la poligénesis de la epopeya de Pelayo ilustra la clásica
“dificultad de resolver la eventual influencia de las fuentes literarias o de
tradiciones orales en casos donde la evidencia es tan fragmentaria y el vínculo
común a los textos corresponde a áreas geográficas, lingüísticas y cronológicas
tan ampliamente separadas como las de los episodios de Delfos y Covadonga”.
A su bien fundada exposición de las convergencias y divergencias
del relato histórico hispano con sus predecesores griego y romano, podría
añadirse el hecho de que en la búsqueda de una
legitimidad religiosa de origen divino los textos fundacionales de una
nación se transmiten de generación en generación mediante cantos y leyendas
heroicos al servicio del ardor
patriótico y de una causa embebida de sentimientos y valores que determinan el
supuesto destino de su pueblo.
Ningún
nexo une por ejemplo los mitos originales de España y Serbia. Sin embargo,
durante la guerra subsiguiente a la implosión de la Federación yugoslava pude
observar un sorprendente parentesco entre ellos: entre los de la Reconquista
elaborada por el nacionalcatolicismo hispano y las de los inspiradores
literarios de Milosevic, Karadzic y los suyos: acá, la España sagrada y allá,
la Serbia Celeste; en un caso invasores árabes y en otro turcos; derrota del
Guadalete y del campo de los Mirlos; rey don Rodrigo y príncipe Lazar; traidor
don Julián y yerno del desdichado príncipe; romancero y pesme... Para los
portavoces de dicho relato, la moral y el pensamiento nacionales son producto
en ambos casos de una tradición ancestral y determinan de forma imperativa la
conducta gloriosa y unánime del pueblo entero. Los personajes y
acciones de dicho relato reproducen cabalmente el esquema de la morfología del
cuento estudiada por Propp y otros miembros de la escuela formalista rusa. Ello
no despeja las incógnitas de la relación entre Delfos y Covadonga pero nos
ayuda a entenderla mejor. Para saber lo que somos y aliviar nuestra carga
heredohistórica, nada mejor que una mirada curiosa a lo que nos dicen que
fuimos.
De la sibila de
Delfos a la Virgen de Covadonga, Juan Goytisolo [El País, 27 de abril de 2014]
A José María Castellet, in memoriam
“La monarquía española nace de una violencia: la que los
Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones
sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la
voluntad política del Estado, ajena a la de los demás elementos que la
componen”.
Esta cita entrecomillada no es la de alguno de los historiadores que
participaron el pasado mes de diciembre en el ciclo de conferencias que con el
título España contra Cataluña
se celebró en el antiguo mercado del Born sobre las ruinas de la Barcelona
sitiada hace tres siglos por las tropas de la dinastía borbónica sino de
alguien tan poco sospechoso de parcialidad como Octavio Paz,
y la formula en un homenaje que matiza hasta cierto punto el contenido de su
declaración: “Mi gran libro es Diccionario
Etimológico de la Lengua Española de Corominas. Es obra de un
catalán. Una buena lección para los castellanos, una lección más de la gran
Cataluña a la orgullosa Castilla”. Subrayo aquí lo de “gran Cataluña” como
referencia a la universalidad de su cultura, más allá de los estrechos límites
políticos y administrativos que conocemos hoy: la de la ósmosis
transmediterránea del impulso creador de Ramon Llull y la del genio visionario
de Gaudí, como una indicación de que en lugar de centrarse en las mimadas esencias nacionales
ambos supieron extender su curiosidad, como Corominas, a otras culturas y
lenguas. Es lo que el mismo Paz, en otro ensayo, llama el derecho a
reclamar “la propia historia, toda ella y la de todos, como propiedad común y
no botín de guerra, sino como techo compartido y no una trinchera o banderín de
enganche para nada ni nadie”.
La
manipulación
de las historias nacionales, ya sean grandes o chicas, centrípetas o
centrífugas, es algo demasiado conocido como para que exija una demostración:
el prólogo a la de Historia
de España por Menéndez Pidal es un buen ejemplo. Hay lo nuestro y
lo ajeno, un nosotros y un ellos, y la historia concebida en estos términos se
identifica con el ideal patrio y se defiende con uñas y dientes. Más que de
historias cabe hablar de mitologías y dichas mitologías nacionales y crónicas
supuestamente verídicas, sujetas siempre a una interesada manipulación, fueron
escritas, tachadas, reescritas y expurgadas al hilo del tiempo de
forma que una vez asumido tal apriorismo lo opuesto a una leyenda no es una
tentativa de aproximación a una verdad siempre relativa sino una nueva
manipulación o refrito. En el contexto de la “historia nacional” no prevalece el
afán de conocer sino el de protegerse al revés de él, en la medida
que no se ajusta al enfervorecido relato patriótico.
Sería
instructivo contrastar los manuales vigentes en las aulas de la Península,
tanto a nivel estatal como de las distintas autonomías, para comprobar los estragos causados por lo que Sánchez Ferlosio denomina onfaloscopia o
contemplación arrobada del propio ombligo. Se estudia lo propio con
exclusión de todo lo demás y ese propio es un bloque granítico sin elementos
extraños que empañen su pureza pristina. Obviando el hecho de que toda cultura, excepto la de los pueblos aborígenes, es resultado de la
superposición de las influencias y aportes exteriores recibidos a lo largo de
su historia y de que cuanto mayores sean estos más rica será, se procede a la
poda de cuantos elementos son juzgados foráneos respecto a la
entelequia del alma nacional y se acalla la voz de cuantos disienten de ello.
En vez de sumar se resta y se niega la riqueza de la diversidad. Escuchar las
presuntas verdades macizas de los voceros de la FAES y de su simétrico
contrapunto de algunas de las conferencia auspiciadas por la Generalitat
resulta penoso en la medida en que se sacrifica en una caso la verdad de una
larga opresión cultural y en el otro una no menos significativa convivencia.
Tener dos lenguas como Cataluña es mejor que tener una y tener tres sería mejor
que tener dos. La lección de Corominas como la de Llull y Gaudí rebasa los
límites del amor propio herido y ejemplariza el valor de la
diversidad.
La
voluntad demostrativa de una tesis histórica toma solo en consideración
aquellos hechos y datos que la confortan. No cabe la menor duda de que la
lengua y cultura catalanas fueron oprimidas (en el siglo XVIII las únicas obras
publicadas en catalán aparecieron en Menorca, entonces bajo el dominio inglés),
y una historia que abarque los distintos componentes de la Península no puede
soslayarlo sin faltar a la verdad. Basándome en mi propia experiencia, la
cultura catalana que me correspondía por herencia de la rama materna de mi
familia me fue escamoteada en los años de vertical saludo e imperial lenguaje y
no la recobré sino mucho más tarde durante mi voluntario exilio de una Sefarad
en las antípodas de la invocada por Espriu.
Sí,
la unidad española fue fruto de la voluntad política del Estado y escasamente
receptiva por tanto a la variedad de elementos que la integran —incluida los de
la Castilla de los comuneros cuyas libertades y derechos muy próximos a los de
un Estado moderno fueron violentamente confiscados también— y corresponde a
todos, catalanes, vascos, gallegos y españoles sin más plantearse una historia
compartida y abierta sin incurrir en el didactismo
autoritario de unos ni en el victimismo y memorial de agravios de los otros.
La lectura del lamentablemente preterido Pi y Margall con su crítica del
paticojo centralismo jacobino imitado de Francia por nuestros liberales
decimonónicos y la del memorable discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de
Cataluña en las Cortes del 27 de mayo de 1932 puede ser muy útil frente al
monólogo a dos voces que escuchamos. Para ello habrá que
desprenderse del ombliguismo identitario y del relato histórico de los
apóstoles del nacionalismo.
Contra el monólogo a
dos voces, Juan Goytisolo [El País, 19 de enero de 2014]
He
profesado siempre una profunda admiración a George
Orwell. Mi lectura de Homenaje
a Cataluña en los años sesenta del siglo que dejamos atrás me
descubrió a un
autor cuyo firme compromiso con la justa causa republicana durante nuestra
Guerra Civil no excluía el estricto respeto a la verdad: la denuncia del acoso
y eliminación del POUM por los estalinistas y de la anarquía reinante en el
campo de los defensores de la legalidad. Años después cayó en mis
manos 1984
con su visión premonitoria del Gran Hermano. En nombre de una programada
felicidad futura, el Poder se arrogaba el control absoluto de la vida de los
ciudadanos mediante la sujeción de la sociedad entera a un programa global de
espionaje: una quimera ideológica que el desarrollo ilimitado de las nuevas
tecnologías ha convertido en una silenciosa e inadvertida realidad.
Si
evoco aquí la siniestra utopía orwelliana lo hago a propósito del escándalo a
escala mundial provocado por las revelaciones del exanalista de la Agencia de
Seguridad Nacional estadounidense Edward Snowden desde su huida el pasado mes de
mayo con lo que fue calificado por entonces por algunos como “botín de guerra”.
El epíteto de traidor del que fue objeto podía tener algún fundamento en la
medida en que dicho “botín” era susceptible de ser entregado a los enemigos
estratégicos de su país aun prescindiendo del hecho que su refugio moscovita
era producto de las circunstancias y no de una elección personal. Según
informes filtrados a la prensa, el objetivo del exanalista era acogerse al
asilo de algún país de Hispanoamérica a falta de una opción europea mejor
y el episodio rocambolesco del avión en el que viajaba el presidente boliviano
Evo Morales obligado a aterrizar en Viena por el cierre del espacio aéreo de la Unión
Europea por presiones norteamericanas (lance muy poco glorioso para
los países que se prestaron a ello, incluida la Marca España) sustenta la
verdad de dicha información.
Las
revelaciones a cuentagotas de las últimas semanas indican con todo que los datos interceptados por las redes mundiales de fibra
óptica sacados a la luz por Snowden no concernían tan solo a los enemigos
estratégicos de Washington como Rusia, China o Irán (lo cual era perfectamente
previsible y entra en el orden normal de las cosas puesto que lo recíproco
también existe y los ataques informáticos sufridos por Estados Unidos dan buena
cuenta de ello), sino también a países amigos (Brasil, México) e incluso fieles aliados en el nuevo
orden mundial configurado por el derrumbe de la Unión Soviética y la
guerra asimétrica contra el terror tras el monstruoso atentado a las Torres
Gemelas. Si el intercambio de informaciones entre los diversos servicios e
inteligencia occidentales sobre la amenaza que representa la nebulosa de Al
Qaeda responde a un desafío de índole existencial, ¿cómo justificar el rastreo
de centenares de millones de comunicaciones telefónicas, mensajes de texto y correos
electrónicos de Alemania, Francia y España y el pinchazo al móvil de Angela
Merkel?
Las
explicaciones confusas de la Administración de Obama no escapan al dilema entre
lo malo y lo peor. Si el presidente estaba al corriente de ello resulta cuando
menos chocante; si no lo estaba, la gravedad de la falta de control de la NSA
pone en evidencia que esta se sitúa por encima de todos los poderes y vulnera
los principios fundamentales de su Constitución.
Las
manifestaciones de enojo y agravio de los líderes europeos (tajantes en el caso
de la espiada canciller y más bien para la galería en el de François Hollande y
Rajoy), así como la indignación de la Eurocámara (que llegó a proponer la
suspensión del intercambio de datos bancarios con EE UU) muestran que el
mensaje, esto es la violación masiva de los derechos individuales en los países
concernidos por el espionaje, llegó a sus destinatarios, pero ni Gobiernos
parlamentarios ni políticos europeos han expresado la condigna gratitud al
mensajero. Denunciar los abusos de la NSA, y nos hallamos ante un
caso flagrante de ello, no constituye ningún delito desde un
punto de vista ético y Snowden no es un delincuente por mucho que Berlín,
París, Madrid y Bruselas miren a otro lado y se desentiendan de su suerte. El amor a la verdad debe prevalecer sobre los sentimientos y deberes
patrióticos. En términos morales la actuación del exanalista me
parece irreprochable y aun admirable dado el carácter quijotesco de su empresa.
Resulta
en verdad bochornoso que quien ha dado la voz de alarma ante un atropello de
tales dimensiones en el seno de unas sociedades que se
precian de ser democráticas, se vea forzado a acogerse al
asilo de un régimen autoritario como el de Putin (el sangriento
represor de la rebeldía chechena y encubridor de su virrey Ramzan Kadírov tras
el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya), dándole así la oportunidad
de presentarse como el paladín de los derechos y las libertades.
¿Qué
dicen los defensores de las causas justas ante semejante despropósito? Si
exceptuamos el diputado alemán de Los Verdes que se entrevistó con Snowden en
Moscú e hizo pública su solicitud de testimoniar ante el Parlamento germano y
de acogerse al derecho de asilo de su país, ni parlamentarios ni políticos
europeos han elevado la voz. Ello no puede sorprendernos de la parte del
partido de Rajoy, pero ¿qué opinan Izquierda Unida y el principal grupo de
oposición, un PSOE que tiene mucho de español, pero muy poco de socialista y
menos aún de obrero? Su discreción en el tema confirma su creciente
distanciamiento de una sociedad duramente golpeada por la crisis y, lo que es
peor, de los principios en los que inicialmente se basaba y eran
su razón de ser.
El
titular de Der
Spiegel: “¡Asilo para Snowden!”, indica por fortuna el creciente
apoyo de la opinión pública a una exigencia tan justa. Quienes contemplan las
cosas sin prejuicios y se sublevan contra el espionaje del Gran Hermano
previsto por Orwell tanto en el caso de las dictaduras y regímenes autoritarios
como en el de las tecnocracias de Occidente, deben hacerse oír y hacer suya la
consigna del semanario alemán.
¡Asilo para Snowden!,
Juan Goytisolo [El País, 17 de noviembre de 2013]
La
obra maestra de Sterne, Tristram
Shandy, comienza con la evocación por su protagonista de la noche
en la que fue concebido. El relato intrauterino no dura mucho pues, con su
habilidoso recurso a las digresiones humorísticas que interrumpen la acción, el
autor se olvida de él y juega con las expectativas frustradas del común y
corriente lector. Si se me permite el anacronismo, Sterne aplica al pie de la
letra el consejo de Gide a los novelistas: no aprovecharse nunca del impulso
adquirido en la redacción de sus libros. En Tristram
Shandy hay que volver siempre atrás.
El
“¿Has olvidado dar cuerda al reloj?”, la frase con que la madre recuerda en
clave al marido el débito conyugal, va seguido de la solemne declaración: “Fui
engendrado la noche del domingo, el primer lunes de marzo en el año del Señor
de mil setecientos dieciocho” y en “el 5 de noviembre de dicho año, a los nueve
meses naturales, aparecí yo, el caballero Tristram Shandy, en nuestro ruin y
atribulado mundo”. Mientras el doctor y la comadrona se ocupan del parto, el
progenitor y el inseparable tío Toby discuten en la escalera de lo divino y
humano olvidándose del asunto. “¿No es bochornoso”, comenta Sterne, “escribir
dos capítulos sobre lo que se habló en un par de escalones?”. Y con un humor
que debe mucho a su “dilecto” e “idolatrado Cervantes” interrumpe el relato 200
páginas más tarde con un “oye, mozo, por favor. Toma estos seis peniques,
asómate a donde está el librero y avisa a un crítico de alquiler. Estoy
deseando darle a alguien una corona, a ver si me echa una mano para lograr que
mi padre y mi tío salgan de las escaleras y se vayan a dormir”. Como observa el
propio autor, en la novela conviven dos fuerzas contrarias —las progresivas y
las digresivas— que finalmente se aúnan y le permiten avanzar a trancas y
barrancas durante el periodo de 40 años que abarca la vida del héroe.
En
tiempos recientes, la mejor muestra de novela intrauterina es sin duda Cristóbal Nonato, de Carlos
Fuentes. Su trama argumental transcurre durante nueve meses, desde la
concepción de Cristóbal en la playa de Acapulco hasta su salida al mundo el 12
de octubre de 1992: “El niño tiene bien abiertos los ojos, como si sus párpados
jamás se hubiesen formado. Mira fijamente a la tierra que lo espera”. Estamos
en la página 563 del libro y en el Quinto Centenario del descubrimiento de América
por los españoles (los indígenas estaban ya allí desde hace millares de años).
Este
género singular, del que cabría citar unos pocos ejemplos más, cuenta en España
con un notable precedente: el de la novela de Antonio Enríquez Gómez,
un conquense de origen judío que, tras haber buscado refugio en Francia y
escrito allí panfletos y discursos contra la monarquía hispana (en apoyo de las
rebeliones independentistas de Portugal y Cataluña) y contra el Santo Oficio
(“ese tribunal es peor que la muerte”, dice, “pues vemos que ella tiene
jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos”, a los que quemaban en
efigie), regresó por razones que desconocemos a la península, en donde vivió 10
años con una identidad falsa hasta que fue descubierto y se extinguió en las
cárceles inquisitoriales (apremiado amablemente a preguntas por sus verdugos,
se arrepintió y murió cristiano).
En
su obra mayor, El
siglo pitagórico, Enríquez Gómez recurre, como luego lo hará
Virginia Woolf en Orlando, a la metempsicosis para mezclar relatos con
materiales literarios diversos (materiales que parecen buscar su forma adecuada
sin encontrarla y se acomodan como pueden en el habitáculo ruinoso del verso
utilizado por sus contemporáneos) y, a la manera clásica de Pitágoras, el yo narrado transmigra
sucesivamente al cuerpo de un ambicioso, de un malsín (encarnación de los males
que afligen a España), de una dama (“supe que concebía / una señora grave
cierto día / y zámpeme de golpe en su posada”), de un valido, de don Gregorio
Guadaña, de un hipócrita (“mi alma nunca ingrata / en el vientre se metió de
una beata”), de un miserable, un soberbio, un ladrón, un arbitrista, un
hidalgo, etcétera. Sus dones poéticos al hilo de las transmigraciones
son los de los versificadores de reata y, con excepción del capítulo quinto,
conectan difícilmente con el lector de hoy. Dicho capítulo, La vida de don Gregorio
Guadaña, es una novela publicada de ordinario sin su encuadre
metempsíquico y se la adscribe a menudo entre las obras de la picaresca aunque
en realidad no pertenezca a la descendencia de Lázaro y el Guzmán. El designio del autor, bien que
influido por Quevedo, es otro. Su sátira de la España más papista que el Papa y
de sus espulgadores de linajes va mucho más lejos: es la del que hoy
llamaríamos un disidente, si no un opositor.
Después
de mencionar la genealogía del personaje —padre médico, madre comadrona,
oficios ambos de judeoconversos—, el nonato Gregorio Guadaña nos da
cuenta de su posconcepción con un humor que acompañó el resto de sus andanzas:
“Estando mi madre bien descuidada, yo llamé a la puerta de su estómago con un
vómito. Bien temía ella mi venida, habiéndola faltado el correo ordinario: tres
meses sin carta mía”. Tras este lance feliz, el feto de la recién preñada
reproduce las conjeturas de sus progenitores acerca de su sexo, como lo harán
los de Cristóbal en la novela de Fuentes y, desde su albergue intrauterino, nos
refiere las vicisitudes de su gestación: “Di en ser entremetido desde el
vientre de mi madre, que no la dejaba dormir de noche a puras coces. Era un
diablo encarnado. Solía meterme entre las dos caderas, y ella daba unas voces
tan fuertes que las ponía en la vecindad, por no enfadar al cielo. Cuando
estaba descuidada, solía yo darle una vuelta al aposento de su vientre y
revolverla hasta las entrañas”.
Sin
rozar el nivel de Sterne, La
vida de don Gregorio Guadaña contiene con todo el germen de un procedimiento
narrativo que se desenvolverá con diversa fortuna en los siguientes siglos y
nos confirma con ello esa continuidad soterrada que enhebra no solo la historia
de la novela sino también la de todos los géneros literarios y artísticos. El
relato intrauterino implica entre otras cosas una ruptura audaz con las leyes
de la verosimilitud y merece figurar en el catálogo de las innovadoras
anomalías que encajan difícilmente en los cuadros sinópticos de los
funcionarios de regla y compás.
El relato intrauterino,
Juan Goytisolo [El País, 20 de octubre de 2013]
Aunque
coincido con Juan José Tamayo en su conclusión de que el nuevo Pontífice no ha aportado cambios sustanciales al
cuerpo doctrinal de la Iglesia a fin de adaptarla a los tiempos que corren y de
eliminar sus más flagrantes anacronismos como el de la exclusión de la mujer
del sacerdocio, el obligatorio celibato eclesiástico y otras asignaturas
pendientes viejas de siglos, el talante sencillo y llanote de Francisco permite
a cada hijo de vecino de la congregación de fieles abrigar la esperanza de dialogar con él por correo
electrónico e incluso de viva voz por teléfono, como esa desdichada mujer
violada y encinta por su agresor a quien Francisco, dan ganas de llamarle Paco,
ofreció consuelo y exhortó a que guardara el fruto de su vientre y su
correspondiente almita, o ese atribulado gay francés al que supuestamente dijo
que no era él quién para juzgarlo aunque el secretariado vaticano desmintió
esta llamada (parece ser que muchos vanidosos, farsantes y desaprensivos
simulan ser Francisco y envían tuits apócrifos usurpando su nombre y funciones
en la Silla de Pedro).
Si
un día tuviera la dicha inesperada de recibir un llamado suyo voseándome y
pronunciando sus palabras con mi muy querido y genuino acento porteño,
después de preguntarle por el equipo de fútbol del que es forofo y por la buena
marcha del orbe católico, me permitiría aconsejarle la lectura
de algunas obras ilustrativas de la vida común y corriente en la Ciudad Santa,
obras que le facilitarían un mejor conocimiento de la grey que apacienta.
De este modo en el intervalo de una audiencia a Il Cavaliere de peluquín
alquitranado (a quien la justicia, como una mosca cojonera, no deja en paz) y
de la visita de una delegación de obispos in
partibus (¡qué bonito eufemismo para designar tierra de infieles!),
le diría, mirá, Francisco, si sos aficionado a libros profanos, tenés que darte
una vuelta por la biblioteca tan linda de la que sos el amo y buscá El retrato de la lozana andaluza
de tu tocayo Delicado y vas a conocer una Roma bastante parecida a la de
tu predecesor emérito y aprender un sinfín de cosas sobre sus tejemanejes y
trapicheos, a mil leguas de las intrigas de la curia (esa “red de
cuervos y víboras”, Bertone dixit)
y del boato y coreografía cardenalicia a los que se aferraba el bueno de
Benedicto. No voy a recomendarte las ya anticuadas obras de Gide y Peyrefitte,
ni El Concilio del
amor, ni los muy recientes éxitos de ventas de ambientación
vaticana con criptas, cadáveres desaparecidos, lavado de dinero y poco santas
mafias sino, si tenés un oído presto a la escucha de las voces del mundo y no
os asusta la logomaquia, una de las mejores novelas del siglo que dejamos
atrás: me refiero a Quer
pasticciaccio brutto de Via Merulana de Carlo Emilio Gadda, heroica
y bellamente vertida al castellano por Juan Ramón Masoliver, adaptación a la
que vos podés recurrir si te arredran como a mí las efervescentes, sabrosas y
casi intraducibles lenguas, jergas y dialectos de la que el autor llama la
“fatal península” (la nuestra no lo es menos).
Entregarse
en cuerpo y alma (¡esa va por vos!) a la lectura de Gadda es calar con una
sonda en los distintos estratos sociales de la ciudad en la que residís,
cerca, pero humanamente a mil leguas, de las fronteras invisibles del Estado
vaticano, de sus templos grandiosos y frescos micheloangelianos: capas y capas
superpuestas de burgueses y alguna condesa, funcionarios, abogados, doctores,
inspectores de policía, carabinieris,
viudas, amas de casa y otros ejemplares de las siempre inquietas y cuitadas
clases medias, cuyos diálogos y soliloquios parece reproducir Gadda con una
grabadora inexistente en la época en la que se sitúa la acción de la novela, en esos años veinte del pasado siglo en los que colgaba por doquiera en
Roma el retrato del Cabestro, “con su jeta, por memo de nacimiento,
de querer vengarse del mundo” (¿lo adivinás? ¡Mussolini!).
Gadda
nos introduce, y te conducirá a vos, estos distritos centrífugos, periféricos,
que no figuran en las guías para turistas ni recorren los peregrinos ansiosos
de acumular bulas e indulgencias con devocionarios y cánticos: barrios plebeyos, gozosamente promiscuos, con aprendices, artesanos,
obreros, menestrales, mozos de cuerda, alcahuetas, prostitutas, chulos,
ganapanes y azotacalles que con diversa fortuna vivotean o medran en los
márgenes del poder de turno y de los pontífices que se suceden allá en las
alturas. Si escuchás sus voces, caro Francisco, vas a acceder a los
fondos que son el sustento y vida del universo que contemplás desde los
balcones de tu palazzo.
Ellos no saben de dogmas ni encíclicas pero tienen los pies bien
plantados en el suelo que pisan, se expresan en lombardo, abrucés,
véneto o siciliano, pregonan su mercancía a grito herido, ¡el buen lechón!, o
la preciosa gallina evocada asímismo en los monólogos de nuestro agudo
Arcipreste de Talavera, un regalo al oído del que también vos disfrutarás si te
bajás del papamóvil
y seguís a Gadda por los barrios que frecuentó después el santo mártir Pasolini.
El
aliento del pueblo, la lengua viva y bien viva te rescatarán del corsé de un
lenguaje bello pero muerto, de la liturgia preservada en congelador, del
ceremonial vetusto y apolillado, del zancadilleo y puñalá trapera. Si vos
animás a leer a Gadda y tenés un rato libre, hablaremos del zafarrancho aquel de Via Merulana y de las
posibles analogías de su autor con otro genio. Ya veo que se te viene a los
labios: ¡Fellini!
Mis
consejos de lectura a Francisco, Juan Goytisolo [El País, 28 de septiembre de
2013]
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