Poesía y Geografía, Antonio Muñoz Molina, [El País, 15 de noviembre de 2014]
Marcel Proust, Por el camino de Swann. En busca del tiempo perdido
En aquel austero comedor no estaban aún el televisor y el frigorífico que ocuparían lugares de honor unos años más tarde. Había una ventana enrejada, una mesa camilla, una repisa de obra en un rincón donde estaba la radio, un reloj de péndulo colgado de la pared encalada. El tictac del mecanismo murmuraba en la caja de madera. Los cuartos y las horas resonaban nítidos como golpes de gong. Yo leía sentado en una silla de anea, apoyando los codos en la mesa, arrimado al brasero, abrigándome con las faldillas, en la casa donde reinaba el frío durante los meses de invierno. No había un sillón ni un sofá donde echarse a leer. De noche, los mayores se quedaban dormidos apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados. El único sitio para descansar era la cama, y la cama estaba en un dormitorio helado. Cuando yo leía en ella se me quedaban frías las manos. Sostenía el libro con una mano mientras calentaba la otra debajo del embozo.
Un brasero que llamábamos la copa, la tarima de madera, la mesa camilla, el cisco, el olor a espliego, el cordón metálico que rodeaba las patas de la mesa y que mi abuela usaba para colgar la talega del pan, para calentar o secar algún paño y en el que una vez me quemé justo por encima de la rodilla, la señal de una minúscula quemadura que me acompañó durante un tiempo, las piernas muy calientes y la cara y las manos heladas, sin querer movernos de la rígida silla. La cocina también estaba caldeada, pero el baño y los dormitorios no. Las sábanas estaban tan frías que parecían húmedas, no había lámparas de pie para leer ni tampoco lamparillas en las mesas de noche, sólo un reloj despertador, un portafotos, un transistor a pilas que mi abuelo colocaba bajo la almohada para quedarse dormido, una linterna por si se cortaba la luz, un orinal bajo la cama, el reloj de péndulo del comedor llegó cuando yo ya no era tan pequeña y ahora está en la casa de mis padres…
Cuando Muñoz Molina recuerda su infancia y juventud en Úbeda me traslado mentalmente a la casa de mis abuelos maternos. Todo lo que cuenta me resulta tan familiar y cercano que me parece que compartamos los mismos recuerdos.
Leía
en el comedor, unas veces rodeado de la familia y otras, las menos, yo solo.
Leía y estudiaba, hacía los deberes. Aprendí a aislarme en el barullo que me
envolvía casi siempre: conversaciones, juegos de cartas, seriales en la radio,
más tarde programas en la televisión, concursos, películas, espectáculos de
variedades. Sumergido en el libro lograba un aislamiento perfecto. Cuando
estaba solo tenía de fondo los sonidos de la calle y el tictac y los golpes del
reloj.
Tengo en la cabeza esta imagen del primer volumen de En busca del tiempo perdido. Un niño sumergido en las páginas de un libro que advierte que las horas han pasado por el sonido del reloj del campanario.
Yo recuerdo los seriales de televisión que emitían en la sobremesa y algunos programas nocturnos y películas que veía hasta que me vencía el sueño, porque me resistía a irme sola al dormitorio. Me acuerdo de La clave, de Aplauso, de películas para mayores en blanco y negro, de La casa de la pradera, Los ángeles de Charlie, Superagente 86, Vacaciones en el mar, Dallas, Falcon Crest, Canción triste de Hill Street, Arriba y abajo. Las películas del oeste eran las favoritas de mi abuelo y las series románticas, las de mi abuela. Por ejemplo, El pájaro espino.
Me acuerdo del estreno de E.T., de La guerra de las galaxias, de Grease,…
Una
mañana, mi abuelo materno me trajo un libro de regalo, Veinte mil leguas de viaje
submarino. Conservo de él una memoria perfecta: visual, olfativa,
táctil. Era uno de aquellos libros providenciales de la editorial Ramón Sopena
que se encontraban hasta en las papelerías más modestas. El papel era malo, la
impresión defectuosa. Las portadas se descolgaban o se despegaban muy
fácilmente. Pero la editorial Ramón Sopena parecía que publicaba toda la
literatura universal, a precios tan bajos que ni siquiera para nosotros eran
prohibitivos. En la portada del libro de Verne se veía la silueta negra del Nautilus
en las profundidades de un mar verde oscuro. La luz de su faro era un círculo
amarillo. Era como estar viendo el cartel de una película, una promesa absoluta
de algo, la inminencia de la lectura. Abrí el libro, me acodé sobre la mesa,
sentado en la silla rígida, la espalda fría y las rodillas calentadas por las
ascuas del brasero. Debía de ser una mañana laboral porque nadie entró en el
comedor. Cuando levanté los ojos del libro y miré el reloj en la pared me di
cuenta de que habían pasado varias horas, las once, las doce, y yo no había
oído los golpes del péndulo.
Proust-Muñoz Molina. El tiempo suspendido. Qué bonito. ¿Y a quién, que no le guste leer, no le ha pasado eso?
En la casa de mis abuelos había una colección completa de Julio Verne. Era una edición en tapas duras, de color rojo, dentro de una caja. Si no recuerdo mal a la derecha era un cómic y a la izquierda el texto completo. Estaban allí desde que tengo memoria [¿desde finales de los años sesenta?] y había sido un regalo para Miguelín, el hijo de mi padrino. Ahora no sé si los había comprado mi madre o mi tía. Seguramente los compraron Charo y Emilio. Ocupaban buena parte del aparador, junto con las dos Enciclopedias, la colección completa de Muy Interesante, la del Club Internacional del Libro de Grandes Maestros de la Literatura Clásica Universal, otra colección de Obras Maestras de Literatura Contemporánea, de Seix Barral…
En
ese silencio primordial de las grandes lecturas resplandecieron para mí las
novelas de Jules Verne. Lo sentimos
tan cercano que se nos hace raro no traducir su nombre de pila. Veinte mil
leguas de viaje submarino es su novela perfecta porque resume
las dos metáforas centrales no solo de su literatura, sino de cualquier
literatura: la inmersión, el viaje. No hay lectura que no requiera una completa inmersión ni
historia que de algún modo no trate de un viaje.
De
Jules Verne se dice, distraídamente, que fue un precursor de la ciencia-ficción
y un visionario de las tecnologías del futuro. Pero las fantasías arbitrarias o
alegóricas, a la manera de H. G. Wells, no le
interesaban, y sus máquinas voladoras o submarinas unas veces carecían de
fundamento y otras, más que futuristas, resultaban anticuadas para las
tecnologías de su tiempo. Jules Verne, que de muy joven imitó los dramones
románticos de Victor Hugo, cultivó
siempre un
romanticismo menos de la ciencia en sí que del descubrimiento, un entusiasmo
por lo nuevo, por las maravillas tangibles que él mismo estaba viendo irrumpir
en la realidad. Nacido en 1828, perteneció a la primera generación
que experimentaba el ruido, el humo, la velocidad de los trenes, y luego el
prodigio del telégrafo, la navegación a vapor, la fotografía, el teléfono, el
fonógrafo, la
impresión masiva y barata, gracias a la cual una revista ilustrada
podía contener al mismo tiempo el relato de una expedición en busca de las
fuentes del Nilo y los grabados que la hacían visible, o la crónica de una
exposición universal en la que se mostraban maquinarias prodigiosas y danzas y tocados
de los pueblos primitivos descubiertos por los exploradores y sometidos
colonialmente por ellos, traídos a la metrópolis en veloces buques de vapor.
Quizá
Jules Verne amaba sobre todo los mapas: la geografía era la aventura suprema
del conocimiento. Lo cuenta el geógrafo
Eduardo Martínez de Pisón en su último libro, La tierra de
Jules
Verne, que es una
meditación sobre los mundos y los viajes que se contienen en todas esas novelas
que él también empezó a leer de niño. La geografía es un saber que linda lo mismo con la
literatura que con la ciencia, y que muchas veces se ha mezclado con
la ficción, porque ha habido grandes viajeros que han sido también grandes
mentirosos, y porque el impulso de la aventura y por tanto de la fábula puede
ser más poderoso que el del conocimiento. Por eso atraen tanto a
niños fantasiosos que quieren evadirse y quieren comprender, que sienten la
misma curiosidad por lo que existe y por lo que no existe.
Leíamos
a Verne siguiendo sobre un mapamundi los itinerarios exactos de sus viajeros y
calculando sobre el ancho azul del Pacífico la longitud y la latitud de sus
islas inventadas. Nuestro sedentarismo forzoso alimentaba la pasión por
aquellos viajes que conducían a los límites del mundo, a lo más hondo de las
fosas oceánicas, a la órbita de la Luna, al centro de la Tierra, a las distancias
del sistema solar. Leyendo a Verne nos seducían por igual, y sin que nos
diéramos cuenta, la ciencia y la literatura, el romanticismo de la precisión y
la poesía de los nombres: en nuestro mundo de topónimos sabidos y
presencias siempre familiares las novelas de Jules Verne nos suministraron
catálogos de nombres resplandecientes, nombres de islas reales o ficticias, de
ríos, de desiertos, de continentes, de plantas, especies animales, de buques,
de personajes que eran más memorables en virtud de los nombres que Verne había
elegido para ellos.
Dónde
hay en la literatura un personaje que tenga un nombre tan misterioso y
definitivo como el Capitán Nemo. Y qué novelista ha inventado títulos que
ofrezcan tan tentadoramente lo que nos atrae de la literatura, la promesa de
una revelación. Hay títulos y nombres que han estado siempre conmigo, tan
fértiles en el recuerdo lejano como en la primera lectura. Muchos otros he
vuelto a encontrarlos en el libro de Eduardo Martínez de Pisón. Él no lo dice,
pero yo
intuyo que gracias a Jules Verne descubrió su vocación de geógrafo. Yo le debo
la mía de novelista, y quizá más todavía la vocación de lector. El
gusto por el viaje inmóvil, la afición y la destreza para sumergirme muy hondo
en las palabras de un libro, en mi silencio de lector submarino al que no
llegan los golpes sonoros del reloj.
Dejaba que los demás
terminaran de merendar en la parte baja del parque, junto a los cisnes, y subía
corriendo por un laberinto hasta cualquier enramada donde me sentaba,
escondido, pegado a los avellanos podados, y desde donde podía ver el plantel
de espárragos, los fresales, la alberca de donde los caballos, algunos días,
sacaban agua dando vueltas a su alrededor, el portón blanco que marcaba el
"final del parque" por la parte de arriba, y más allá, los campos de
acianos y de amapolas. En aquella enramada el silencio era profundo, el peligro
de ser descubierto casi nulo, la seguridad la hacían todavía más dulce los
gritos lejanos que, desde abajo, me llamaban en vano, a veces incluso se
acercaban, subían los primeros ribazos, buscándome por todas partes, y luego se
volvían, sin haberme encontrado; entonces cesaban los ruidos; sólo de cuando en
cuando el sonido áureo de las campanas a lo lejos, atravesando los valles,
parecían tañer tras el cielo azul, y me hubieran podido advertir de la hora que
acababa de pasar; pero, sorprendido por su dulzura y turbado por el silencio
más profundo todavía que le sucedía, una vez apagado el sonido de las últimas
campanadas, nunca llegaba a estar seguro de su número. Aquello no era las
campanadas estruendosas que oíamos al volver al pueblo –cuando nos acercábamos
a la iglesia que, de cerca, volvía a recobrar su tamaño destacado y solemne,
con su alta cúpula de pizarra donde se posaban los cuervos recortándose sobre
el azul del atardecer– una especie de tañidos secos que sobre-volaban la plaza
"por los bienaventurados de la tierra". Cuando se las oía en el otro
extremo del parque su sonido era débil y agradable y ya no se dirigían a mí,
sino a toda la campiña, a todos los pueblos, a los campesinos solos en su campo,
ni siquiera me hacían levantar la cabeza, pasaban a mi lado llevando la hora a
regiones lejanas, sin verme, sin conocerme y sin interrumpirme.
Marcel Proust, Por el
camino de Swann. En busca del tiempo perdido
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