miércoles, 27 de noviembre de 2013

Everything happens to me



El reconocimiento por parte de la Corte Suprema de los matrimonios interraciales en el año 1967. La historia tiene nombre y apellidos, los de Mildred y Richard Loving, una pareja de un pueblo de Virginia que cometió el delito de casarse en Washington burlando así la ley de su Estado en el que estaba prohibido la pareja entre una persona blanca y alguien de otra raza. Richard era blanco; Mildred, una negra con sangre cheroqui. Se enamoraron siendo muy jóvenes, casi niños, y compartieron juegos y bailes ajenos de alguna manera a la segregación. Richard, consciente de que casarse en Virginia era ilegal, tomó a su prometida y se la llevó a la capital. Allí contrajeron matrimonio. Volvieron al campo esa noche y la policía entró de madrugada en la casa y los metió en la cárcel. Cuando salieron, se vieron forzados a vivir en Washington donde su convivencia estaba permitida, pero la joven Mildred echaba de menos la vida rural, a sus hermanas, a su madre. Tímida, bella, no cultivada pero con un pensamiento muy bien articulado, escribió una carta apelando a la justicia. ¿Su deseo? Poder vivir en paz en su tierra con su marido y sus hijos. El litigio duró diecisiete años. Amor, dignidad y valentía fueron de la mano. Y la tozudez de dos abogados que se tomaron el caso como algo personal. Debían conseguir que la Corte Suprema invalidara las leyes discriminatorias de un Estado. Y no lo consiguieron hasta las vísperas de los años setenta, una fecha tan cercana que provoca escalofríos al pensarlo. […]
Su caso cambió la historia de muchos futuros amores. Mildred conocía de oídas a Martin Luther King, pero jamás pensó en pertenecer, contaba, a ningún movimiento antisegregacionista. Sin embargo, cuánto puede hacer una sola voluntad, o mejor aún, dos voluntades unidas por un mismo sentimiento. Por desgracia, el racismo sigue siendo una herencia que aún supura veneno y que no sólo la justicia puede paliar. Aumentan los matrimonios interraciales y eso se celebra en la prensa, pero me atrevería a decir que son más abundantes y menos traumáticos si se dan entre asiáticos y blancos, o entre hispanos integrados y blancos. Mildred y Richard, una historia de amor defendida a diario. Tan difícil como eso.

Dos enamorados, Elvira Lindo [El País, 17 de febrero de 2012]

Como personaje ha sido uno de los más frecuentados por la ficción. Chejov llenó la suya de mentirosos, de hombres embusteros que no se atrevían a enfrentarse a la vida con la verdad por delante y terminaban engañando a la mujer, a la amante y a sí mismos. Ya no digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo simenoniano. Embusteros compulsivos que necesitan creerse su mentira para que no les coma la ansiedad. El retorcido Tom Ripley, de Patricia Highsmith, construye su existencia a partir de una mentira de juventud, y, a partir de ahí, cambia de personalidad según le conviene y elimina a quien no esté dispuesto a entrar en su juego. En ese gran libro que es El adversario, Emmanuel Carrére cuenta la vida de un hombre que, temiendo que su familia descubra la ficción que ha mantenido durante años, acaba con ellos antes de que puedan enterarse de que todo ha sido una farsa. […]
Pero esa simpatía no es extensiva a la vida real. El aspecto romántico del mentiroso se esfuma. Y aunque humanamente podamos entender que un complejo no resuelto lleve a alguien a afirmar que es médico cuando no lo es, las leyes de lo real no nos permiten aceptar que siga en su cargo alguien que cree necesario mentir sobre sus méritos.
Mentiras, Elvira Lindo [El País, 15 de febrero de 2012]

Pero no deja de sorprenderme en todo este asunto las incontenibles ganas de contar.
La becaria de turno, Elvira Lindo [El País, 12 de febrero de 2012]

a este país nuestro, que necesita con urgencia una mejora en la enseñanza de idiomas, llegaron desde hace décadas alemanes e ingleses que incluso se establecieron en la costa mediterránea o en el sur cuando les llegó la jubilación. Mi impresión, en absoluto científica sino de mera observación, es que se enamoraron de un país rural, sencillo, barato, con un paisaje encantador y mejor clima. No aprendieron, en general, ni una palabra de español y, poco a poco, el espabilado camarero gaditano o mallorquín fueron adiestrándose en el manejo de las lenguas foráneas hasta facilitar a los nuevos paisanos un micro mundo a su medida, en el que no había cartel o menú que no estuvieran en su idioma de origen.
Lejos de mí negar la importancia de saber idiomas, al menos, en lo que se refiere a dominar lo básico del inglés del otro William insigne, pero mi impresión es que si España se ve forzada a abaratar en un futuro su turismo será debido a la destrucción sistemática del paisaje, algo en lo que han colaborado con entusiasmo la clase política y la falta de educación local, por qué no decirlo. Lo del inglés o el alemán lo podremos remediar pero esto otro…
Guiris y nativos, Elvira Lindo [El País, 8 de febrero de 2012]


Gallardón, el alcalde que quería ser ministro, se ha destapado afirmando que volverá a la ley del aborto basada en los tres supuestos (malformación del feto, violación o trastorno psiquiátrico de la embarazada). Adiós a la ley de plazos. Y lo ha anunciado con una frase que me ha dejado atónita: "Es la medida más progresista que podía tomar". Vaya adjetivo del que se ha servido. Progresista. Gallardón siempre sorprende. Es un experto redomado en la cabriola verbal. Por un lado, contenta a esa derecha a la que la ley de plazos proporcionó tantas horas de airadas tertulias; por otro, quiere curarse en salud calificando esta vuelta atrás con un epíteto que pretende santificar su decisión.
El adjetivo elegido para su nueva ley, que es en realidad la antigua, roza el absurdo.
Progresista es un término reconvertido en insulto en boca de muchos hooligans de la derecha. Ya no digamos "progre", que tiene la connotación de cutre e inmoral. De manera que no creo que calificar de progre este feliz retorno al pasado sea del agrado de algunos de sus votantes. A mí, además de parecerme incorrecto, me subleva. Volver a la antigua ley es regresar a una dinámica hipócrita. Como ya nos dijo la experiencia, de los tres supuestos, habrá uno al que las mujeres recurrirán más que a los otros dos: el del trastorno mental. Deberán demostrar que no están en sus cabales. Lo cual casa con la idea de que en muchas ocasiones la mujer no sabe lo que hace. Cabe también la posibilidad de que en esta ocasión haya presiones políticas (morales) para que ese tercer supuesto no se convierta en un coladero como ocurría antes. Habrá que darle entonces la enhorabuena a las agencias de viajes que podrán desempolvar el viejo pack de fin de semana al extranjero con intervención hospitalaria incluida. Si eso es progresista, que venga Dios y lo vea.
Progresista, Elvira Lindo [El País, 1 de febrero de 2012]

La locutora de la radio pública americana comentaba la vulnerable situación económica española y el insólito retraso del nuevo presidente en hacer declaraciones. En fin, siempre gusta que a una le den la razón por la radio. Se me vino a la mente una columna que escribí hace años sobre la resistencia del Gobierno socialista a admitir la crisis; se me vino a la mente otra columna que escribí hace los mismos años sobre cómo había amigos que consideraban catastrofista y pepero afirmar que el modelo económico español era insostenible. Recordé, también, una columna que no escribí entonces, cuando Zapatero era presidente, y que no he escrito aún, en este tiempo en el que Merianou no ha salido del despacho, que no estaría de más que los presidentes españoles nos consideraran de una vez por todas mayores de edad y se dirigieran cada cierto tiempo a la nación para expresar con valentía cuánto de verdad hay en los alarmantes titulares de los periódicos. A los ciudadanos nos deben eso, y a los periodistas les deben respuesta a todas las preguntas que quieran formularles. Es urgente que cambie el estilo opaco de los políticos españoles.
¡Que hable!, Elvira Lindo [El País, 25 de enero de 2012]

Por lo mucho que se practica, robar debe de ser una actividad íntimamente ligada a la naturaleza humana. Por lo mucho que se incurre en eso de hacer propio lo ajeno este popular vicio aparece en el ranking de los mandamientos de todas las iglesias. Por ser una tendencia poderosa en el ser humano siempre hay un momento en la educación de una criatura en la que los padres deben enseñar al hijo a devolver lo sustraído y pedir perdón. Pero hay padres, madres o adultos con edad de serlo que, por lo visto, no aprendieron la lección. En realidad, se roba mucho más de lo que se admite. Hay gente que razona con mucho salero que incluso hay objetos que están puestos ahí, como pidiéndote que te los metas en el bolso, y que el hotel, el restaurante o el centro de trabajo ya cuentan con ello, es más, que tienen una partida destinada a lo que los usuarios afanan. Hay honrados españoles que esquilmaron las excavaciones arqueológicas de su pueblo. Y qué. Hay mucho patriota que defrauda a Hacienda. Y, por supuesto, ha habido en estos años muchos que despilfarraron el dinero público y se metieron un porcentaje en el bolsillo. Por una simple razón, porque era fácil y lo hacía todo el mundo, como dicen que dijo el célebre duque en su descargo.
Hay momentos históricos que animan esa codicia. En cuanto a lo que ha sido la cultura reinante, la del pelotazo intoxicó todas las artes humanas. Pero alguna enseñanza se podrá extraer de todo esto. Me niego a que el desastre sea estéril. Sabemos ya, por ejemplo, que los políticos no pueden actuar sin un severo control de los técnicos de la Administración. Nos convencieron de que lo democrático era que la clase política ejerciera todo el poder económico, sin impertinentes funcionarios metiendo las narices en sus cuentas. Pero el autocontrol no funcionó. Y está claro que no se les puede dejar solos.
El vicio, Elvira Lindo [El País, 18 de enero de 2012]

Como la memoria es débil podemos caer en el error de que todo ocurrió a nuestras espaldas. El enriquecimiento de Matas, los trajes de Camps, Gürtel, el proyecto Palma-Arena, los negocietes gaseosos del yerno, los aeropuertos fantasma, las ciudades diseñadas por un mismo arquitecto, las televisiones autonómicas deficitarias e hinchadas de plantilla, los ERE falseados, los periodistas al dictado de las autoridades, los viajes de políticos autonómicos al extranjero con un séquito en el que iban incluidos periodistas destinados a hablar del impacto de la visita de su presidente, el alquiler de uno de los salones del Waldorf Astoria (por ejemplo) para presentar un premio de poesía granadino, el incomprensible cambio de los viejos adoquines de ciudades y pueblos por suelos hormigonescos, los sueños de El Pocero en Seseña, los museos que fueron construidos aunque no hubiera obra con los que llenarlos, las universidades que fueron construidas aunque no hubiera estudiantes con que llenarlas, el chollo en que se convirtió España para los arquitectos estrella, la insostenibilidad de muchas de esas construcciones mostrencas, la destrucción sistemática de las costas españolas, la manera en que se aceptó que la cultura tenía que cambiar de signo según quien gobernara, la resignación con que se aceptó que las televisiones autonómicas cambiaran de sesgo editorial según quien hubiera ganado las elecciones, la impotencia con que se asumió que cada partido podía cambiar todos los cargos culturales cuando llegara al poder, las urbanizaciones hoy convertidas en poblados fantasma que destrozaron parajes naturales...
Abrimos hoy el periódico y viendo entrar en los juzgados a alguno de los personajes que protagonizaron tal desvarío nos echamos las manos a la cabeza. Pero ¿no ocurrió todo eso delante de nuestros ojos?
Fuimos testigos, Elvira Lindo [El País, 11 de enero de 2012]
[Sobre Todo lo que era sólido]


Una pequeña revista no parece cosa importante ante la precaria situación que se está viviendo en muchos hogares, tampoco ante los recortes de los sueldos de los funcionarios, ni ante, por ejemplo, esa cruel medida del Gobierno de Aguirre de luchar contra el absentismo laboral penalizando a todos los trabajadores que precisen una baja por enfermedad. Una revista casi no es nada. Tampoco parece serlo una radiotelevisión pública a la que se pone contra las cuerdas y a la que se obliga, con un brutal recorte, a medio cerrar.
La cultura, en casos de crisis extrema, parece no ser necesaria. Es en tiempos como este cuando de manera interesada se potencia el resentimiento social contra los que se supone que son unos privilegiados: los trabajadores de la cultura y de la información, que viene a ser lo mismo. Cierto es que en las décadas pasadas se cultivó una cultura de escaparate, basada en lo ostentoso e insostenible económicamente. Pero de la misma forma que es inaceptable que el pobre haya de pagar por el pecado de los financieros, también lo es que en la cultura paguen justos por pecadores. No olvidemos que los responsables de esa cultura del derroche eran políticos. En todas las ciudades dejaron pruebas de sus aires de grandeza.
Justos por…Elvira Lindo [El País, 4 de enero de 2012]
[cultura del derroche, cultura del pelotazo…
¡A cualquier cosa se le llama cultura para blanquearlo!]

Ha surgido en esta época un tipo de admirador de la neurociencia que establece con esta materia la misma relación que el beato tiene con la fe o el fanático con una ideología absoluta. En realidad, siente la misma necesidad imperiosa de creer en algo, y piensa, como cualquier creyente, que está en poder de la verdad. Me resulta curioso no haber encontrado jamás entre los científicos que conozco esa concepción de la ciencia como dogma. Tengo un amigo físico, que tras pasarse el día observando las correrías de unos ratoncillos que han de ayudarle a entender la memoria espacial, recorre la ciudad de punta a cabo para tumbarse en un diván y visitar, con la ayuda de un viejo psicoanalista, algunos pasajes de su memoria que aún le hacen daño. Alguna vez le he preguntado, ¿es compatible un trabajo tan riguroso con una terapia tan especulativa? Y él me contesta de manera contundente, "a mí me sirve". Si quisiera, tendría a su disposición tratamientos químicos para reducir la ansiedad, pero ha optado por la reflexión intelectual. Y es que hay algo misterioso en el alivio del dolor. A veces, el dolor se atenúa con una visita al médico si el médico sabe mirar a los ojos del paciente.
Estos días, Sanidad ha concluido que de poco sirven las distintas disciplinas naturistas o alternativas. Sin embargo, una de las investigaciones inconclusas y sorprendentes de la ciencia consiste en entender la relación del enfermo con el placebo. La fe no mueve montañas pero, al parecer, mejora considerablemente el estado de un paciente que deposita su confianza en un tratamiento. No animo a dejarse engañar pero sí a no ser en exceso racional. A veces sirve. Como le sirve al niño la mano de su madre cuando está febril. Ay, si esa mano se tuviera en la frente cuando tenemos que enfrentarnos a la muerte, seguro que el trance no sería tan duro.
A mí me sirve, Elvira Lindo [El País, 21 de diciembre de 2011]

Cayetano de Alba le dijo a Jordi Évole que no había visto Los santos inocentes. Lo dijo de una manera que parecía que la había visto, pero no quería hablar de un argumento que le incomodaba. Hablaban de la película. No parece que Cayetano hubiera leído la historia que Delibes concibió sobre señoritos y humillados. Hay literatos que desprecian el realismo, pero qué sería de nosotros si el hombre observador y discreto que fue don Miguel no nos hubiera contado que la esclavitud en el campo castellano llegó hasta los setenta.
También el tierno Évole trató de averiguar si cabe la posibilidad de que un aristócrata con tan apabullante número de hectáreas se plantee en alguna noche de insomnio de qué manera sus antepasados se hicieron con ellas y si es lógico heredar semejante patrimonio sin hacer ni el huevo. Para el jinete, que resultó ser más cómico de lo que él mismo se proponía, aquella era una pregunta retorcida. Él se presentó como un hombre sencillo: "¿Qué somos nosotros -le dijo al periodista- sino dos gotas en la catarata del universo?". Hay frases que una presiente que no olvidará jamás.
Hablaban del PER, a raíz de las clasistas declaraciones de Duran i Lleida. Sí, aquellas en las que afirmaba que los campesinos catalanes habían de tirar el fruto mientras los del sur se pasaban el día acodados a la barra de un bar. Cuando Évole preguntaba a los jornaleros sobre el asunto se percibía en sus contestaciones y en la manera de expresarse que el campo andaluz aún no se ha librado de su esencia de pobreza y postergación. Un representante del sindicato de obreros del campo proponía (¡Dios mío!) la colectivización y el noble Cayetano concluía (¡Dios mío!) que los campesinos andaluces no tienen empuje.
Pobre Andalucía, víctima de una limosnilla que nada arregla. De sus señoritos. Y de la escasa inteligencia de sus élites.
La limosnilla, Elvira Lindo [El País, 14 de diciembre de 2011]

En los días previos a la jornada electoral hervía en las redes sociales el siguiente comentario, “la cosa se va a poner como para irse de España”. Hace 15 años, cuando las encuestas auguraban la victoria de Aznar y las opiniones se escuchaban en los bares y no en los foros del ciberespacio, un grupo de artistas aseguraba lo mismo, ante unas cañas, en el parque del Retiro. Que se iban a ir de España, decían. El fin de esa historieta es que no solo no se marcharon, sino que alguno, de nombre bien conocido, se fue dejando arropar más de lo imaginable por el nuevo partido en el poder, hasta convertirse en lo que es hoy, uno de ellos.
El comentario no puede ser más frívolo. No. Nadie se va. Nadie quiere irse de su casa. O casi nadie puede. Por más que el matrimonio gay deje de llamarse matrimonio, que la ley del aborto se contrarreforme o que deje de tenerse en cuenta la cuota femenina en los cargos públicos. Además, dudo mucho que este nuevo presidente, que con tanto empeño lideró la oposición a ciertos asuntos que debieran depender más de la conciencia individual que del escrutinio político, tenga tiempo para dedicarlo a cualquier cosa que no sea la precariedad económica en la que nos encontramos. Los primeros titulares ya han hecho presencia: Europa le exige urgencia en los recortes. Ese será el monotema que nos espera. El que le quitará el sueño a Rajoy y el que minará su popularidad.
Y nosotros no nos iremos. O solo se irán, como ya se están yendo, aquellos que encuentren un trabajo decente fuera. A los que gozamos de una tribuna pública se nos deberá exigir una visión crítica del nuevo Gobierno y prestarle voz a los ciudadanos que no la tienen. Y, como siempre, observaremos cómo los pelotas, que tienen la coherencia de ir siempre con el que gana, se acomodan. Aunque algunos dijeran que estaban listos para el exilio. Al tiempo.
Al tiempo, Elvira Lindo [El País, 22 de noviembre de 2011]

Tanto amor por los libros, dice tener, aunque eso no implique respeto a quien los crea. No me refiero solo respeto hacia quien de manera insensata y disciplinada se empeña en inventar historias, sino a quien las corrige, diseña las portadas, al ilustrador, al editor, y sí, al empresario. Cuánta preocupación por el futuro de los libros quiere mostrar mi interlocutora al preguntarme, poniéndome la mano sobre el brazo como si me anticipara un pésame, por el libro electrónico. Yo le contesto, con cierto desapego, huyendo de consideraciones lapidarias, que estoy segura de que los dos formatos serán compatibles, que hasta que no se demuestre lo contrario la industria editorial española está haciendo frente a la crisis con dignidad, y que solo los que hablan sin saber ignoran que la cultura es uno de los potenciales económicos de un país como el nuestro, tan carente de otras fuentes de riqueza.
La veo decepcionada, como a otros periodistas le gustaría que yo hubiera optado por ese discurso apocalíptico que tanto se celebra en las redes sociales. Pero no. Prefiero decepcionarla. Hasta que no se demuestre lo contrario hay un montón de gente ahí abajo, en el metro, sumergiéndose en libros tremendos de camino al trabajo. ¿Es ese el fin de la literatura? Lo dudo. El asunto del fin de la literatura es un recurso al que de tanto en tanto echan mano los suplementos culturales para llenar espacio. He dicho.
La conversación se centra ahora, por fortuna, en libros concretos y no en conceptos abstractos. Es entonces, cuando esta madame Bovary de nuestros días me habla de las novelas (no diré títulos) que se ha descargado gratis: "tampoco [dice en un tono de cariñoso desprecio] merecían tanto la pena como para comprarlas". Personas como tú, pienso yo, son las que me vuelven catastrofista. Y no se lo digo, pero se lo pienso en su misma cara.
Conversación, Elvira Lindo [El País, 16 de noviembre de 2011]

Antológica esa primera plana en la que aparecía el titular Fin del terror, referido al abandono de las armas de ETA, y al lado, como si se tratara de una broma pesada, la foto de Gadafi destripado, desprovisto ya de su aura de dictador y convertido en un ser humano derrotado por la tortura y la humillación. El terror no da tregua. Hay terrores grandes, los que amenazan a un pueblo, inoculan el miedo en el corazón de la gente y toman como rehenes la libertad de pensamiento y palabra.
Hay otros terrores, tan particulares que minan la vida de personas concretas sin afectar a la convivencia colectiva. No es otra cosa sino terror lo que sintieron los padres de Marta del Castillo cuando una tarde de 2009 vieron que su hija no llegaba a casa. No es sino terror lo que les atenaza cada noche, cuando tratan de conciliar el sueño desconociendo dónde unos desgraciados carentes de compasión y aleccionados por profesionales sin escrúpulos abandonaron los restos de la muchacha.
Es un terror sin consuelo, que no enturbia los discursos electorales y ni tan siquiera puede desahogarse en una asociación de víctimas. Es un terror íntimo, que se rumia en solitario. Lo estarán padeciendo los familiares de Ruth y José, los niños que el padre dice haber perdido en un parque, señalando desde el primer día una arboleda carnívora, que al parecer los devoró sin dejar rastro de ellos. Son esas caritas inocentes de las que apartamos la vista cada vez que abrimos el periódico o vemos el telediario para no permitir que pensamiento tan negro nos invada el ánimo.
Los niños José y Ruth, la adolescente Marta. Sus cuerpos sin reposo son el paradigma de los miedos infantiles y, por un momento, se imponen a todos los grandes terrores. ¿Sentirán aquellos que les lloran que al menos una vez al día deseamos que vuelvan del bosque que se los tragó?
El terror, Elvira Lindo [El País, 25 de octubre de 2011]

Cabe la posibilidad de que ETA anuncie en los próximos días que abandona la lucha armada. Así lo vaticinan, casi lo anuncian conteniendo a duras penas el redoble de tambores, los que han participado activamente en la conferencia de paz. Otros que han participado, pero pasivamente, como el PSE, muestran cautela, cautela provocada por errores del pasado y también por ser conscientes de que en toda esta representación se les ha dado un papel secundario. Pero no son solo ellos quienes han podido sentir desconcierto (aunque no lo reconozcan), también lo hemos experimentado muchos de los que hemos actuado como meros espectadores.
[¿por qué en este momento? ¿por qué ha funcionado ahora lo que no había funcionado antes?]
No podemos dejar de preguntarnos si no es una terrible incongruencia que después de tantos años de soledad inaceptable de las víctimas, de escasa y mezquina comprensión por gran parte de la sociedad, de la vasca y del resto, después de los éxitos policiales, del despertar de la solidaridad con los familiares de los muertos, después de los aciertos de la lucha antiterrorista, de las masivas condenas, de las manifestaciones de repulsa a los atentados, del coraje de algunos escritores o columnistas, después de la encomiable templanza con que el pueblo, el vasco y no vasco, ha respondido siempre al asesinato, a la violencia, al miedo, después de esta larga historia de pacífica resistencia, es humillante que se considere necesario que vengan mediadores internacionales para resolver el "conflicto" o la "confrontación", palabras tan falsas como contagiosas.
Cabe la posibilidad de que ETA abandone las armas, sí, y pobre de aquel que no se alegre, pero no serán Gerry Adams, Kofi Annan, Jonathan Powell, Bertie Ahern, Pierre Joxe y Gro Harlem Brundtland quienes lo habrán conseguido. Ellos han venido a poner el pie sobre el cuerpo de un moribundo. Ojalá que el Estado no se deje arrebatar el relato de esta triste historia.
Desconcierto, Elvira Lindo [El País, 19 de octubre de 2011]

Hay que ser poco elegante para que, en estos días en los que se avecina un cambio de partido en el Gobierno, un alto cargo del PP bromee con el puesto que puede perder una periodista de Televisión Española. Hay que ser muy burdo para bromear con algo que constituye uno de los cánceres de esta democracia: nada es estable, cuando los ganadores toman el poder defenestran a todos los cargazos y carguillos que nombró el partido perdedor, una de las pésimas tradiciones españolas que no se han sabido o no se han querido remediar. Hay que ser más patoso todavía si la víctima de tu broma es alguien que sabes que no goza de la simpatía de los tuyos, los que en breve estarán al frente de todas las instituciones.
[…] es una pena que la televisión pública esté siempre en el punto de mira de los que ostentan el poder.
Por otra parte, muchos de los que no tenemos un cargo ni lo tendremos nunca ni somos presas del sectarismo, pensamos, honradamente, que RTVE está atravesando unos de los momentos más ecuánimes de su historia. Así lo rezan las encuestas, por mucho que la señora Cospedal sostenga la idea contraria. Por algo será que un tuitero humorístico ha tenido el mal gusto de resumir con una gracieta el final que muchos nos estamos temiendo.
La bromita, Elvira Lindo [El País, 12 de octubre de 2011]

En el Instituto Príncipe Felipe de Valencia trabaja la bioquímica Consuelo Guerri. La señora Guerri lleva 30 años investigando sobre las consecuencias que tiene el alcohol sobre el cerebro, no solo en el de un consumidor adulto sino en un cerebro en formación, como el del feto. La señora Guerri recibió hace unos días el premio alemán Manfred Lautenschläger en reconocimiento a una labor brillante que ya ha dado reconocidos frutos.
Alguien, no ella, informó de que la investigadora había decidido donar los 25.000 euros de dotación del premio a su propio laboratorio, a fin de poder seguir contando con el equipo de becarios sin cuya asistencia sería imposible continuar con un proyecto del que no se obtienen resultados de un día para otro. La ciencia es lenta. Precisa de gente entregada y paciente, porque hay experimentos a los que se dedica mucho tiempo y no dan el resultado anhelado. Hemos sabido también que no es la primera vez que esta mujer de 60 años ha donado dinero para su laboratorio. En ocasiones, los 3.000 euros que ha ganado por impartir una conferencia los ha destinado directamente a material de trabajo. Guerri, sin echarse flores, sincera y parca, ha dicho que un año de parón en un proyecto puede provocar un retraso de 10 años a nivel científico.
Las dos Españas, Elvira Lindo [El País, 5 de octubre de 2011]

Una entrevista de tres minutos en la BBC a un especulador financiero corre como la pólvora por Internet. Lo que dice no es algo que no hayamos escuchado. Que el mundo está en manos de Goldman Sachs y no de los líderes políticos. Que los mismos que han provocado esta crisis se beneficiarán de ella. Que así ocurrió en el crash del 29. Que en un año millones de pequeños ahorradores perderán su dinero. Que lo perderán porque van a quedarse de brazos cruzados dado que ignoran cómo poner a buen recaudo lo que han ganado con esfuerzo. Que para él y otros como él, agentes, brokers, inversores (que a diferencia nuestra saben cómo actuar), se abre una gran posibilidad de enriquecimiento. Que él personalmente sueña todas las noches con una gran recesión. Que el euro se hunde. Que los mercados no creen en el fondo de rescate. Tres minutos inolvidables. Y lo dice sin que le tiemble la voz o sin que parezca experimentar aquello tan antiguo que se llamaba empatía con la desgracia ajena, o culpa. O remordimiento, palabra en desuso. Por algo será.
La ministra Salgado lo ha tachado de inmoral. Lo es a primera vista. Pero, sin entrar a opinar sobre si el vaticinio de este individuo vestido de limpio se cumplirá o no, la impresión que tenemos muchos es que, al menos, ha sido el primero en expresar sin pudor que los ciudadanos estamos vendidos. Al menos hemos de agradecerle una insensata sinceridad.
Pero antes de calificar a este tipejo de desgraciado tengo la esperanza de que en realidad se trate de un activista disfrazado de desgraciado. Podría ser un integrante de la organización Yes Men. No sería la primera vez que alguno de sus miembros trata de desenmascarar las verdaderas intenciones que esconden discursos construidos para la autodefensa y el engaño. Otra forma de hacer periodismo: poniéndose en la piel del entrevistado.
El entrevistado, Elvira Lindo [El País, 28 de septiembre del 2011]

No se me ocurriría negar la gravedad de la crisis. Cinco millones de parados soportan la evidencia sobre sus espaldas en jornadas difíciles de sobrellevar sin trabajo. También ese porcentaje de jóvenes que terminada su formación no saben en qué demonios emplearla. O esas pequeñas empresas que se rinden y cierran. O aquellos trabajadores que por no llegar no llegan ni al mileurismo (aunque esta situación se daba antes de que la crisis fuera catalogada como tal y consistía en el mero aprovechamiento de muchas empresas de los llamados becarios). No, lo que se tiene ante los ojos no se niega. Fui incluso una de esas osadas voces que en una de estas columnas y en alguna mesa con colegas queridos se atrevió a decir que España estaba en crisis, lo cual no era fácil dado que hasta tus colegas queridos podían acusarte de catastrofismo, reaccionarismo o sacrilegio en aquellos tiempos en los que Zapatero gozaba de un componente sagrado. Algunos se lo veían. Yo no. Ni a él ni a ningún político. Permítanme que, si tuve un acierto (uno), lo airee.
Pero ahora me pregunto si el juicio que se está emitiendo sobre nuestro país es injusto y, aún más grave, peligroso. No sé si malintencionado. Leyendo cada día los implacables datos sobre la deuda española me pregunto si es cierto que estamos para el rescate. ¿Y si fuera precisamente esa amenaza continua la que intimidara a los inversores? ¿Y si ese miedo que a diario promueven analistas desde fuera y desde dentro provocara un excesivo retraimiento de lo que gasta el Estado, de lo que gastamos nosotros, de lo que gastan los empresarios? ¿Y si las permanentes consideraciones negativas sobre nuestra economía lograran que la profecía se autocumpliera? ¿Y si de tanto insistir en que el desastre sobrevuela nuestras cabezas acabamos provocando que al fin un día se nos venga encima y nos aplaste?
Y si…Elvira Lindo [El País, 29 de septiembre de 2011]

Raro este país nuestro en el que nadie dice lo que gana o lo que tiene. Es sin duda una manera de protegerse de la envidia; una táctica para librarse de los pedigüeños; en el mejor de los casos, el deseo de no herir al que no lo tiene. Un decoro inculcado en nuestro catálogo moral por la tradición católica. En ese respeto a las tradiciones, nuestras derechas y nuestras izquierdas se parecen mucho más de lo que ellas estarían dispuestas a aceptar. El votante de derechas cree que si un personaje público de izquierdas tiene un patrimonio no está legitimado para defender la justicia social; el de izquierdas está dispuesto a desconfiar, por principio, de aquel que se enriquece pero también genera riqueza, es decir, del empresario. El dinero hay que llevarlo en secreto. Es un pecado.
Y van y se publican los patrimonios de los políticos. Y como nuestra mentalidad es la que es, eso alimenta discursos populistas y da lugar a comparaciones entre las casas que tiene uno y los garajes que tiene el otro. Como siempre, debates estériles. Del patrimonio de un político me interesa solo la diferencia entre lo que tenía cuando comenzó a representarnos y el presente; me interesa lo que gana en relación a su responsabilidad; la pensión que cobra en su retiro y los privilegios que supuestamente debe seguir disfrutando de por vida. El resto, la casa que heredó de sus padres o la que se compró con su sueldo, no me aporta nada, no es de mi incumbencia. Creo en la transparencia, por supuesto, pero en un país tan aficionado a culpabilizar al que se le supone un mínimo de bienestar todos los datos tienden a interpretarse torcidamente. En el fondo, esta transparencia que degenera en cotilleo nos aleja de lo esencial: saber si nuestra democracia goza de mecanismos para controlar la corrupción, un pecado hacia el que tenemos una gran tolerancia.
El pecado, Elvira Lindo [El País, 14 de septiembre de 2011]


Confundir horas lectivas con horas de trabajo no es gratuito, es una manera de contribuir al lugar común de que los profesores trabajan poco. Tampoco es nuevo: siempre que se trata de estrechar los derechos laborales en la enseñanza alguien deja caer, como de manera inocente, que los docentes de la educación pública gozan de más ventajas que el resto de los trabajadores. Por más que se informe sobre los desafíos a los que se enfrenta un profesor en nuestros días, siempre habrá un buen ciudadano que llame a la radio o escriba al periódico para informar, por ejemplo, de las largas vacaciones que disfrutan los maestros. Es un clásico. A los políticos se les llena la boca con que no hay inversión más útil en nuestro país que la destinada a educación, hasta que un día se ponen a hacer números y empiezan por ahí: prescindiendo de interinos y poniendo sobre los hombros de cada trabajador dos horas más.
Explicar que ser profesor no consiste solo en dar clase debería de ser innecesario. ¿Qué consideración se les tiene a los docentes si se extiende esa idea? El profesor enseña, pero también corrige, ha de preparar sus clases, perder un tiempo precioso en absurdos requerimientos burocráticos y, en ocasiones, hacer labores de trabajador social. La educación requiere ahora más energía que nunca y no es infrecuente que el enseñante desarrolle patologías físicas o psíquicas. Su trabajo cansa, es más duro que muchos de los trabajos que nosotros realizamos. Los niños y los adolescentes son grandes devoradores de la energía adulta. Los escritores que hemos visitado colegios e institutos lo sabemos: dos horas dando una charla ante una vampírica muchachada te dejan para el arrastre.
¿Cómo pretenden los responsables del injustificable derroche autonómico que se comprenda que el sacrificio ha de comenzar por los que ya están sacrificados?
Profesores, Elvira Lindo [El País, 7 de septiembre de 2011]

En España aún se lleva ser malo. Ser malo es un atraso, pero es que esa idea de que el mundo siempre progresa ya sabemos que es errónea. Pareció, durante un tiempo, que nos estábamos curando, pero hay gente que defiende la mala hostia como si fuera una especie de tesoro nacional, un signo identitario que fuera una pena perder. Y así estamos. Si echamos la vista atrás, a 1932, por ejemplo, y leemos que en el semanario Gracia y Justicia alguien escribía: "Federico García Loca o cualquiera se equivoca", nos llevamos las manos a la cabeza. Pero a la indignación que ese insulto nos provoca contribuye que sabemos lo que vino después: el asesinato, la guerra, la dictadura, en fin. La prensa está plagadita ahora de esa prosa. Quienes la utilizan están convencidos de que son descendientes de Quevedo, y de vez en cuando, para jalearse, le encargan a un becario un reportaje sobre el insulto como una de las bellas artes del articulismo español. Este es un reportaje que se hace una vez al año o así, y siempre es igual, que si Quevedo, que si Góngora, que si Valle-Inclán o que si Cela... Cuando Cela insultaba, sus emocionados costaleros (como les llamó en una ocasión Muñoz Molina) le sacaban en procesión. También hay lectores que jalean este estilo tan de nuestra tierra. ¡Dale caña, dale caña!, gritan los fans. Los artistas del insulto siempre tienen lectores depredadores que quieren acabar de leer una pieza con los dientes llenos de sangre. Para ellos, sin maldad la cosa no tiene chiste. No estoy diciendo que para ser columnista haya que ser santa, en absoluto, pero les aseguro que estos ojos míos han visto cómo la maldad ha echado a perder muchas carreras. La maldad es un penoso conservante: la prosa se pudre rápido. Los que piensan que el humor reside en la capacidad de mofarse del contrario no saben que quien lleva escrita la ironía en el código genético (que es donde tiene que estar escrita) suele entregarse desarmado ante el lector y mostrarle, en una desvalida desnudez, sus cicatrices infantiles, sus manías, todo un catálogo de imperfecciones para someterlas a la risa ajena. Sí, así de duro es esto. Tener gracia no consiste en decir que una ministra tiene barriga. Para señalar la barriga de una ministra hace falta que tú hayas mostrado muchas veces la tuya, o la de tu madre, o la de tu señora; de no ser así, mejor sería que te miraras al espejo y admitieras la tremenda realidad: mi lugar en el mundo es la revistilla del chismorreo (la gratuita). La malevolencia española nos atrasa: es autoindulgente, solo disfruta del defecto ajeno, no mide la crueldad, y jamás llega a la esencia del humor moderno, esa en la que el cronista, antes de disparar al prójimo ha de pegarse un tiro en el pie, para recordarse a sí mismo que, cuando te atacan, duele. Yo soy una consumidora insaciable de columnas. Leo las de los columnistas que me gustan y las de los que no. Leo las de otros periódicos. Leo columnas infumables y otras en las que grito, Olé. Me aburren soberanamente aquellas en las que el columnista tiene una obsesión ideológica y todos los días la saca a pasear. Como si le estuvieran pagando de un partido político (quién sabe). O como si el columnista se convirtiera en un abuelo pesado que te repite veinte veces la misma cosa. A quien escribe en los periódicos no le queda otra que mantenerse joven. Joven significa tener siempre algo de aspirante a columnista serio, ser un poco tonto (es muchísimo mejor que ser un listo), tener capacidad de asombro, no acabar de casarse con nadie, ver el mundo con alegría y creer que en la próxima limpia de colaboradores tú serás el primero que salga por esa puerta. Cuando leo a un joven que cumple estos requisitos me entran ganas de fundar un periódico y contraatarlo, o de arrimarme un poco a la esquina de esta página para hacerle sitio. Siento ese entusiasmo lector cuando leo a Manuel Jabois, que ahora acaba de reunir en un libro, Irse a Madrid, alguna de sus columnas publicadas en el Diario de Pontevedra, en El Progreso o en su blog. "Si te gusta escribir", le han dicho desde siempre sus paisanos, "vete a Madrid". Pero lo humorístico de la mirada de Jabois es que es la del muchacho que no acaba de prosperar, la del joven de provincias (como antes se decía) que convierte en oro las noticias más insustanciales. A mí me daría miedo que el joven Jabois se viniera a Madrid a hacerse un columnista de provecho, me daría pena que dejara esa crónica de la ciudad pequeña, de los políticos locales y las aventuras amorosas que no acaban de aterrizar en el mundo adulto. Me daría mucha lástima que se peinara ese flequillo que le cae sobre la cara, se hiciera mayor y perdiera el punto de vista del joven que considera que, entre todos los desastres que la actualidad le pone ante los ojos, el mayor con diferencia es él mismo. Si tuviéramos un rato para charlar (lo tendremos) le diría que el mejor elixir para la eterna juventud del columnista es el candor, que se mantenga lejos del humor cañí, de los aduladores que quieren acabar de leer una columna con los dientes llenos de sangre. Al cabo de los años, al columnista se le distingue no solo por lo que escribe sino por los clientes que acuden a su puesto en el mercado. Eso le diría.
Humor y sangre, Elvira Lindo [El País, 17 de julio de 2011]

Hoy, por arte de magia o de una mala memoria (histórica), nadie tuvo abuelos franquistas. Maldita sea, ¿mi abuelo fue el único? Mi abuelo era alcalde de un pueblo de 2.000 almas. Lo recuerdo como un hombre enorme y bueno, vestido como acostumbraban los Papihonrados, hombres acomodados del campo, con traje oscuro y sin corbata. No creo que tuviera ningún tipo de convicción política, más bien se dejaba llevar, diletante y comilón, por los placeres inmediatos de la vida.
Pero veamos cómo fue que esta nieta de alcalde descubrió un día ese extraño sistema llamado democracia: era yo muy chica y estaba jugando en la calle con unos gemelos que me tenían frita por lo procaces que eran, cuando uno de ellos se para ante mí y me dice, "que lo sepas, habrá un día en que a los alcaldes los elegirá el pueblo y entonces tu abuelo...". El chaval se pasó el dedo índice por el cuello. Yo le contesté, sin querer alterarme, que todo el mundo sabía que los alcaldes en ese pueblo sólo podían ser de mi familia.
Los gemelos que, obviamente, habían oído cosas en casa, no se arredraron y se reían diciéndome, ya verás, ya verás. Me volví a casa de mi abuelo con la barbilla temblorosa, sumida en la melancolía, como si fuera la nieta del zar, llorando por un puesto que a mi abuelo casi puedo asegurar que no le importaba mucho.
En pocos años, los gemelos malvados y yo ejercimos nuestro juvenil derecho al voto sin darle un sentido especial a nuestra procedencia y votamos al mismo partido. Qué lejos y qué cerca.
Hoy hay una generación para la que ejercer el derecho al voto es tan natural que incluso defienden su derecho a no votar en "una democracia que no les satisface". Son las palabras de Jordi, que a sus 33 años y dos carreras no encuentra que los políticos hablen de sus intereses. El primero de ellos, la vivienda.
O la carta amarga de Laura, madre soltera, mileurista y de ese tipo de ciudadanas para las que las instituciones no considera ningún tipo de subvención; o Sara, que afirma que es cosa de charlatanes de feria prometer viviendas públicas "para todos y todas", prueba de que jamás tendrán la responsabilidad de cumplir sus promesas.
Son ejemplos de las muchas voces desengañadas que a diario escriben para contar su distancia con la clase política. Hijos de la democracia que no votarán. Y esto, para un sistema tan joven, es un fracaso.
Cosas de abuelos, Elvira Lindo [El País, 18 de mayo de 2007]


Pero lo que quiere decir A. es que se me nota a la legua que quiero favorecer a los míos. Sobre cuáles son los míos hay muchas opiniones, le diría yo a A., porque según sobre quién protagonice la columnilla recibo quejas en un sentido o en otro.
Las quejas casi nunca provienen de esos lectores que aceptan que el juicio y el cachondeo caiga sobre todos los candidatos, sino de aquellos que consideran inaceptable cualquier crítica que se dirija a los suyos.
En esto han tenido una mala pedagogía, los políticos son los primeros que, si pueden, acuden a la autoridad correspondiente para expresar su descontento; a ellos, aunque nunca se atrevan a decirlo, les gustaría tener sólo columnistas afines, y conste que lo entiendo, a mí personalmente también me gustaría eliminar al crítico que no me quiere, pero, maldita sea, no me atrevo, y eso que viendo los Soprano sé que hay crímenes perfectos.
Para que A. se haga una idea, las cartas más furibundas que este humilde buzón ha recibido han sido las de algún acérrimo seguidor del PSOE, cuando una servidora, inspirada por los propios lectores, insinuó que tal vez la Junta de Andalucía debía reconocer alguna responsabilidad, por pequeña que fuera, en los casos de corrupción de su comunidad.
Otra carta iracunda fue aquella en que se me decía que lo único que conseguía escribiendo sobre los capítulos de violencia contra socialistas y populares en el País Vasco era estigmatizar a los vascos, a lo cual contesté que si de estigmatizar se trata no necesitan ayuda, algunos vascos se estigmatizan solitos; alguna que otra carta cayó a raíz de un comentario que escribí sobre el amor del señorito Camps por la fórmula 1, al parecer estaba cantado que yo estaba aquí haciendo campaña por el PSOE.
Algo tienen en común estos mis lectores airados: sólo creen en las adhesiones inquebrantables y quieren saber de qué voy.
Yo, por sentirme cercana a alguien, me identifico con ese joven Rubén que me cuenta que hubo un tiempo en que tomó por costumbre ir a los mítines y no aplaudir, a ver qué pasaba. Y qué pasaba. "No veas, una vez casi me sacan a hostias".
De qué voy, Elvira Lindo [El País, 20 de mayo de 2007]


Querido amigo:
Tú en la sauna neoyorquina, yo en la sartén madrileña. Mi alma de lagarto resiste mejor el calor marrón de la meseta, por insano que sea. No me quedó muy claro si ayer me pedías algún tipo de consejo. A mí, durante años, me pasó como a ti, trabajé en aquello que me salía, no podía plantearme si el trabajo me gustaba o no. Es verdad que hace 15 años el mundo de los medios de comunicación era más inocente. Todo el país era más inocente. Haber sido guionista de las Mamachicho o escritor de Humor amarillo parece hoy haber trabajado en Barrio Sésamo. No sé si eres más desafortunado tú, trabajando con 50 años en un programa de la casquería cotilleril, que una persona recién salida de la Facultad. Al fin y al cabo tú sabes distinguir lo malo de lo bueno pero qué pasa con todo ese batallón de jóvenes que dan sus primeros pasos periodísticos en la estación del AVE esperando descubrir algún famoso al que meterle la alcachofa en la boca. ¿Qué piensan sus padres, estarán orgullosos por el mero hecho de verlos por la tele o se preguntarán para qué coño pagaron una carrera de cinco años? Esos jóvenes se curtirán como periodistas pensando que los términos "investigación", "fuentes bien informadas" o "interés público", están relacionados con el trabajo que hacen a diario, con lo cual terminarán por no encontrar diferencias entre su oficio y el de un investigador del SIDA. Mirémoslo con optimismo: ahora mismo, España, ese país atrasadísimo en materia de investigación científica, disfruta de un periodismo lleno de "investigadores". Si toda la energía que pone a diario esa juventud en rastrear los secretos ajenos la pudieran emplear en hacer algo hermoso seríamos otro país. Y que conste que una de las cosas más nobles de este mundo es entretener al público. Benditos sean los cómicos. Los cómicos, por cierto, viven atemorizados. Los cómicos, como cualquiera, tan vulnerables a esta fiebre, desprecian profundamente lo que están haciendo ciertos programas aunque no se atrevan a decirlo en voz alta. En cuanto al estereotipo de gay malévolo, estoy contigo, se ha convertido en un clásico televisivo. Sospecho que hay gente, cuyo trato con homosexuales es nulo, que pensará que todos se comportan de la misma manera. Pero lo peor es cómo a diario se alienta el rencor hacia el que ha conseguido algo en la vida, hasta el punto de extender la idea de que es justo que el famoso muerda el polvo. ¿Tiene la obligación un empleado de banco de confesarle a su director y a sus clientes que es gay? ¿Por qué ha de tenerla entonces el actor con su público? El otro día, no sé si lo leíste, se publicó un artículo del profesor Laporta sobre esa polémica asignatura de educación cívica. No podía estar más de acuerdo: ¡bienvenida sea!, pero una asignatura no cambiará nada si no hay un compromiso social de no alentar la zafiedad. Hay una película de los años treinta muy ilustrativa sobre lo que es la risa y la crueldad: El que recibe las bofetadas, se llama. Trata de un hombre que trabaja de payaso tonto en un circo, el que recibe las tortas del payaso listo. Niños y padres ríen con este primitivo espectáculo cómico. Un día el payaso está enfermo, tanto, que en una de esas bofetadas cae al suelo y ya no se levanta. El público está tan envilecido con la diversión que en ningún momento se percata de que el payaso ha muerto. Pues en esas estamos, enseñando a media España a reírse de quien está en el suelo. Pero aún me queda la duda: ¿qué haría yo si me viera en tu situación, en paro, y sin otra posibilidad de trabajo que sumarme al carro de la malevolencia? No lo sé. Ayer por cierto me escribieron antiguos compañeros de la tele que se sintieron identificados con tu carta, así que gracias por dejarme publicarla. Un beso desde este Madrid donde disfrutamos de las últimas noches solitarias.
El que recibe las bofetadas, Elvira Lindo [17 de agosto de 2006]


Querida E:
No puedo decir que no me hubieras avisado. Nueva York, como decía Saul Bellow, es Bangkok en verano. O a lo mejor es más Nueva York que nunca, esa ciudad asfixiante de Arthur Miller. De pronto te sientes en un verano de otra época, con gente en camiseta en las escalerillas de incendios y familias que toman el fresco bajándose la silla a la calle. El mes de agosto se me ha ido volando y no sé si este tiempo me ha servido para encontrar a algún tipo de salida. Fue iluso pensar que los viajes nos revelan soluciones a problemas que nos traíamos en la maleta. La mayoría de las veces sólo sirven para aparcar lo que te atormenta. Tengo cincuenta años, me digo, y al decírmelo me sube un escalofrío por la espalda. Nueva York, tú lo sabes, te hace ser muy consciente de que no eres joven. Por un lado, te da vitalidad, por otro, te la resta porque percibes que es una ciudad para aventuras juveniles. Ya no tengo edad. Mi viejo proyecto de venir aquí y buscarme la vida tendrá que ser archivado en la carpeta de las ilusiones frustradas. Pienso también en lo que me espera cuando vuelva. He trabajado toda la vida en la tele, un contrato tras otro. Ahora, una vez más, estoy en paro. No me preocupa esa situación, tengo suficientes contactos como para reengancharme a algo, el problema es que por primera vez me planteo a qué. Las cosas que me han ofrecido están relacionadas con ese mundo del cotilleo. Sabes que yo siempre he hecho lo que me echaran, que he dicho que sí a cualquier cosa, que no tengo prejuicios en trabajar en concursitos horteras o galas del sábado, pero no sé si sería soportable, a mi edad, trabajar a favor de la crueldad y de lo más reaccionario. Me pregunto si los gays hemos llegado hasta aquí para contemplar cómo el sacar a los famosos del armario se convierte en una operación punitiva que conduce a la burla pública. Acusar, como si fuera pecado, a las folklóricas de bolleras; hacer juicios paralelos a los de la justicia; apoyar la codicia de cualquier imbécil que quiere sacar tajada a costa de difundir secretos de otros; mofarse de los familiares de los que pagan sus pecados en la cárcel y actuar bajo ese indecente y demagógico pretexto: ¡lo hacemos por el pueblo! Aún no entiendo cómo nosotros, tan batalladores y siempre alerta para denunciar estereotipos ofensivos, no hemos señalado el hecho de que las maldades suelen estar en boca de gays que amenazan con una sonrisita en los labios y elevando la ceja, confundiendo el ingenio con la mala hostia. Es como rubricar a diario ese indignante tópico que siempre nos persiguió, que somos "malas" por naturaleza (¡tienen lo peor de las mujeres, se decía antes!). Reconozco que los años me han vuelto más moralista: ya no creo en el mensaje inocente. Ahora sé que todo ese lenguaje se alimenta de la vileza y contribuye a envilecer, a crear un clima insano. Ya sé que la tele tiene un botón, pero me descorazona pensar que hay tanta gente a la hora de la comida oyendo hablar del "coño" de la Pantoja, como si tal cosa. ¿Era esto la libertad de expresión?, ¿no se puede hacer nada, está todo fuera de control? Pero a quién le vas a hablar de horarios infantiles. Ya estamos hechos a que lo cruel sea moneda corriente y la intimidad esté desprotegida. En fin, en estas estoy, deshojando la margarita, porque me temo que tendré que elegir entre el dinero o la tranquilidad de conciencia. Por lo demás, paseo y vivo alguna situación memorable: vi a Julia Roberts comprando muebles en ABC y me duché en la calle con una boca de riego. ¿Se puede pedir más? Besos y perdón por el desahogo.
(Cuando leí esta carta, o una que era muy parecida a ésta, apagué el ordenador y me fui a la cama desolada).
Correo electrónico, Elvira Lindo [El País, 26 de agosto de 2006]


No me gustaban los refranes. Me parecía que reducían el mundo a lo más miserable del ser humano. Te los repetían machaconamente de niña. Me desagradaba esa sabiduría mezquina. No me gustaban, como no me gustaba cuando un mayor te decía: "Que te vas a caer", y si efectivamente te caías, entre caricias saboreaba un cruel "te lo dije". Los refranes son eso, un "te lo dije". En los últimos tiempos me he reconciliado con ellos al oírlos en boca de extranjeros que están aprendiendo español. Los sueltan como haciendo gala de su conocimiento del idioma. Es chistoso escuchar con acento americano eso de "quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija". Hay otra manera de reconciliarse con el refranero: pensar en las equivalencias que existen en otros idiomas. Mantienen el significado pero cambian los símbolos. Esto te ayuda a descubrir esa parte secreta de la vida cotidiana que es tan difícil de captar. Por ejemplo: "No good deed goes unpunished" ("Ninguna buena acción quedará sin castigo"). Me encanta. Es horriblemente cruel. Este refrán miserable viene a advertirte sobre lo que puede ocurrirte si te pasas de generoso. Algunos refranes proceden de las obras de Shakespeare, por eso uno les atribuye inconscientemente una belleza añadida, pero la realidad es que siempre tienen una equivalencia en nuestro idioma. Con el tiempo, y habiendo perdido parte del crédito juvenil que le daba a la bondad humana, admito que lo que no me gustaba de los refranes era su infalibilidad. Esta noche pienso en un refrán que "casi" nunca falla: "Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces". A veces hemos de admitir que personas insoportablemente presuntuosas alardean de un don que efectivamente tienen. El caso más cómico sería el del arquitecto Lloyd Wright. Estando Lloyd Wright en un juicio, el juez le entró así: "Usted es considerado el mejor arquitecto del mundo", a lo que él añade: "Por supuesto". Al salir de la sala, su mujer le dice: "Tenías que haber sido un poco más modesto", a lo que Wright contesta: "No podía, estaba bajo juramento". Pero salvo casos como éste (también discutibles), el "dime de qué presumes y te diré de qué careces" da en la diana. Ese actor, cantante o escritor que ha cultivado un prestigio de gran semental suele ser (según cuentan al oído las damas) un amante mediocre propenso al gatillazo. Como decía Vittorio Gassman, prefiero la sensualidad escondida, la que se exhibe de puertas para dentro. También están esos abanderados de la coherencia que la aplicarán sólo cuando les encarte. Los que presumen de decir las cosas a la cara pero nunca se las sueltan al que manda. Los que exigen libertad para sí mismos pero defienden las dictaduras simpáticas. Los que hablan de solidaridad y pagan mal a la doméstica. Los que imponen una rectitud vaticana perdonándose a sí mismos pecadillos de alcoba. Los que exigen al prójimo un pasado intachable y callan lo que ellos fueron. Tal vez esto último sea lo más sangrante: la actitud arrogante de aquellos que nos dan la charla, esos sacerdotes que surgen en el mundo de la cultura, que pasándose el día entre presidentes y gente influyente tienen aún la desfachatez de adelantarnos por la izquierda. Pasa que de pronto descubrimos que aquel que tanto predicaba tiene algo por lo que callar o algo que debería confesar. No creo en los pasados intachables, es más, la vida es suficientemente larga como para poder arrepentirse de los pecados de juventud y ser perdonado. Pero lo que resulta irritante es que aquel que tanta doctrina desplegó, hablo ahora de Günter Grass, callara lo que él mismo debía haber puesto como ejemplo de la enfermedad moral que sufrió Alemania. Entre los curas y los sacerdotes laicos pasa uno la vida soportando sermones. Lo bueno es que, igual que cuando entonces hablaba el cura, tengo la habilidad de abstraerme. "In one ear, out the other", o sea, que por un oído me entra y por otro me sale.
Sermones, Elvira Lindo [El País, 20 de agosto de 2006]


El futuro está escrito. No en las palmas de las manos, en algunos libros. Una noche sin sueño, a las tantas, paseando como un fantasma entre las respiraciones felices de esta familia mía que duerme envidiablemente, tomo de la estantería un libro de Chéjov y paso un rato intentando decantarme entre el Orfidal que llevo en una mano o Chéjov que va en la otra. ¡La química o el espíritu! Finalmente negocio: leeré un cuento o dos y luego me premiaré, como se premia a las focas con la sardina, con un pastillazo que me desconecte esta mente sin sosiego. Cada cuento que leo o releo (como suele decirse) siento una punzada en el corazón que me sitúa en un estado de ánimo chejoviano. Pienso y pienso a las tres de la madrugada, con la locura que produce el insomnio unido a la ficción, en cosas que me irritan profundamente y que en la noche me asaltan. En uno de los cuentos, La crisis, un estudiante al que sus amigos han llevado de putas, vuelve a casa con el ánimo por los suelos, pasea de un lado a otro de su habitación y piensa, enfebrecido, en si la prostitución es un mal o no lo es. Convencido de que se trata de una forma de esclavitud, estudia las posibilidades de erradicarla. Finalmente se siente derrotado: siempre habrá hombres repugnantes que convertirán a las muchachas en "mujeres caídas". Lo prodigioso de los cuentos de Chéjov es que todo lo que cuenta está ante los ojos. Chéjov contó el futuro o tal vez cuenta un presente continuo. Las mezquindades del alma, la bondad, el mismo paso del tiempo que nos muestra aquellas ilusiones de juventud que no fueron cumplidas, o el tiempo muerto, que es parecido al que vivo yo ahora, ese tiempo en el que parece que no pasa nada y sin embargo la mente sigue sometida al bullir de la vida. Todo está en sus cuentos. Como el estudiante chejoviano, yo también quiero arreglar el mundo a las tres de la madrugada. Las cosas que he leído en el periódico me vienen a la cabeza y opino sola, discuto, imagino artículos tan sinceros que sé que nunca publicaré. Me ronda, por ejemplo, la tristeza que me ha provocado esta mañana el ataque frontal que Ian Gibson ha propinado en un artículo de este periódico a la familia Lorca. Me pregunto si en este país es imposible manifestar una opinión sin que te tachen de algo. Gibson, al que tanto admiramos, se suma a las voces furibundas que etiquetan a las personas. Etiquetar a la familia Lorca porque no esté de acuerdo con la exhumación de los huesos de nuestro Federico (del lector, no sólo de los expertos), etiquetarla de derechista, compararla con la ideología que destila el señor Fraga, es injusto e incierto. La familia Lorca está en su derecho, me digo paseando chejovianamente este pensamiento, de expresar su opinión como cualquiera y no debemos sembrar la duda de la honorabilidad de quien tan duramente sufrió el exilio. Me pregunto, ¿es uno un reaccionario porque no esté de acuerdo con levantar la fosa común del Barranco de Víznar?, ¿en qué lugar está eso escrito? Me pregunto, ¿cualquier cosa que digamos ha de ser tildada de izquierdista o derechista?, ¿no nos hace eso esclavos de los partidos políticos?, o peor aún, ¿no nos resta eso libertad de opinión? Hay hoy gente muy valiosa que calla, que no opina por no meterse en líos y eso ocurre, precisamente, porque hemos abandonado nuestra capacidad de discrepar en aras de un burdo encasillamiento. Ocurre cuando debiéramos gozar de más libertad de pensamiento que nunca. En otra noche de insomnio leí a otro ruso, Vasili Grossman. Decía Grossman que su pensamiento era el de Chéjov, que consiste en entender que los seres humanos siempre tenemos razones íntimas para ser como somos. A veces nos mueve la pura bondad, otras la inquina, la envidia o el resentimiento aunque tratemos de ocultarnos tras un telón de verborrea ideológica.
Insomnio, Elvira Lindo [El País, 19 de agosto de 2006]


Yo le tengo tanto vicio a la noche que el hecho de que a las ocho sea aún de día me parece un abuso del astro rey. Me meto en el teatro Español y así me ahorro las últimas puñaladas del sol de la tarde. Me gusta la noche urbana. Los guapos parecen más guapos y los feos personajes de drama valleinclanesco. Sentada en la butaca del precioso teatro diminuto me veo de nuevo y con alegría rodeada de los viejos actores. Cada uno me ha dado una cosa. Esperanza Roy. El cuerpo intelectual la recordaría por La vida perra, pero en mi corazón quedó cantando con voz masculina aquello de: "Yo soy la vedette de un teatro de revista, ¡jajaja!, empecé siendo corista, y como soy chica lista, aquí me ven de vedette de revista". A mi lado tengo al hombre que me enseñó todas aquellas canciones, Paquito Valladares, la voz de Dios en las viejas películas. Cuando rezo, (porque yo rezo aunque sólo sea para que la Iglesia católica aprenda a comportarse) a veces confundo a Jesucristo con Paco. Y que Dios me perdone, pero no me va mal. He pasado dos años sin ver a los cómicos de mi vida. Compruebo que los actores no se hacen viejos como usted o como yo, ellos más que envejecer adecúan su físico para adaptarse a futuros personajes. Como no soy actriz no siento competencia. Como no soy crítico no tengo que rehuirles. Yo a los actores los disfruto en sus historias de niños chicos. La razón por la que había tantos cómicos en el teatro Español es porque se estrenaban dos zarzuelas, Adiós a la bohemia y Black el payaso. A mí siempre me ha gustado la zarzuela, pero sólo me atrevía a decirlo en casa. En cuanto estaba a punto de salir del armario leía el artículo de un escritor modernillo que tachaba el género de casposo y franquistón y yo me achicaba, aún sabiendo que nada hay más fácil que poner adjetivos a lo que se desprecia. Pero la presencia de actores entre el público es la prueba de que un espectáculo tiene interés. La razón principal en este caso era Mario Gas. Lo que toca la mano de este señor talentoso siempre merece la pena. Vi con emoción Adiós a la bohemia y al salir al hall a respirar otras opiniones me encontré con Máximo, el dibujante. Máximo es dulce, caballero, pero siempre te da un toque. Lo hace de forma tan sutil que en vez de mosquearte (que vendría a ser lo habitual) te quedas rumiando. "Sólo te falta, me dice con su media sonrisa, un artículo sobre la guerra". Se refería a las guerras del momento, la de Irak, la de Israel. Ay, qué difícil entre zarzuela y zarzuela explicar por qué no he escrito ese artículo que al parecer me falta. Que conste que a mí me encantan esas amistades que se cultivan entre zarzuela y zarzuela. Siempre tengo la sospecha de que las amistades que se cargan de confidencias terminan hundiéndose. Pero vaya, si hubiera tenido tiempo hubiera intentado explicar que hay quien escribe artículos sobre cualquier asunto y hay quien piensa que no puede. Lo confieso: estoy entre los segundos. No puedo. Por respeto, por desinformación, porque no quiero repetir lo que todos dicen o porque creo que mi opinión no importa. Además la guerra me hiela la sonrisa. Como Black el Payaso, en la estupenda zarzuela de Sorozábal, paso de la risa escandalosa a la pena absoluta sin saber manejar los términos medios. Como Black prefiero que de los asuntos de estado se encarguen otras plumas. Me tienta tanto lo puramente cómico, que al ver ese circo zarzuelero, decorado como el circo de un sueño, pensaba en lo feliz que yo sería cantando en ese escenario con ellos. Más que escribiendo, que Dios me perdone, mi sueño sería hacer de Black. Qué sensiblemente lo hace Javier Galán, por cierto. Pero oye, que si de lo que se trata es de significarse, desde aquí lo hago: "No a esas guerras". Yo creía que ya se me había notado.
Que Dios me perdone, Elvira Lindo [El País, 13 de agosto de 2006]


Muevo la chancla por la ciudad cerrada. Queda algún comercio abierto y entro. Sólo por hablar. Cuentan que Fellini levantaba la mano a cualquier coche, como fingiendo haberlo confundido con un taxi, y la gente lo llevaba a su destino. Fellini entendía que en la ciudad todo lo que ocurre te concierne, por eso sus películas están llenas de relaciones nocturnas inesperadas. Muevo la chancla y voy discutiendo con la ciudad. Me dice un conocido, a ver si te nos has vuelto americana y miras esto desde arriba. ¿Desde arriba? Yo observo desde la acera. No habrá quien patee más que yo. Y lo aseguro: las ciudades que quiero se me confunden, tienen ciertos parecidos: soy del país más antiamericano y antijudío de Europa (según The Economist) y vivo en el barrio neoyorquino más antibush y crítico con Israel de América, con la particularidad de que ellos son americanos y mayoritariamente judíos, lo cual es de traca. Para mí la vida es un paseo sin fronteras. Voy por la calle Broadway y sigo por Montera. Opino de lo que veo, aquí y allá. Lo de aquí me duele más, claro, como duelen más los defectos de los hijos. Vivir en el extranjero debiera servir para que la costumbre no te ciegue. Voy pensando, por ejemplo, que si me encuentro a Gallardón, le diré que no se puede andar por Madrid, que está llena de obstáculos. Veo esos maceteros con árboles secos que hay en la Puerta del Sol o ese quiosco mostrenco de información turística en Callao y me irrito. En Sol vallaron la estatua para que los inmigrantes no se sentaran en el poyete, lo extraordinario es que han conseguido que se suban a los maceteros. Como las piernas se les quedan colgando parecen árboles exóticos de los que brotaran seres humanos. A Gallardón que voy, pienso. Soy una de esas locarias que hablan solas y andan deprisa, como memorizando un pliego de protestas. Al llegar a la plaza Mayor, la furia se me apaga. Miles de personas han aplazado la caña y el jamón para escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven. Aquí está el pueblo de Madrid y sus veraneantes con un deseo que va más allá del mero interés musical. Aplaudir a Baremboin, el músico valiente, es afirmar la idea de que el entendimiento aún es posible. Las caras de los músicos jóvenes tienen una belleza mediterránea. Uno no sabría decir si son israelíes o palestinos, libaneses o españoles. El público aplaude que sepan trabajar juntos y aplaude entre los movimientos, lo cual irrita a algunos cursis que lo consideran paleto y chistan para acallar la emoción popular (hay expertos a la que no puedes sacar del Teatro Real, no saben estar en la calle). Esta noche el público quiere también transmitir una emoción y estos músicos enérgicos, jovencísimos, se contagian del entusiasmo y jalean al maestro pateando un ritmo flamenco que aprendieron en Sevilla. Esta noche de luna llena la Novena Sinfonía es más que nunca la Marsellesa de la Humanidad y uno piensa que la energía no debiera destruirse, alguien debería saber transformarla. De vuelta a casa, el pueblo sigue con la actividad cultural. De Beethoven al Museo del Jamón donde se arracima en la barra y dilata la emoción con cerveza. Luego marcharán del bracete, camino de la cama, lamiendo un cucurucho. Lamer siempre tuvo efectos lexatinescos. El espectáculo impagable de la calle, una noche de agosto, a las tantas. Pero la loca insidiosa que hay en mí no puede disfrutar del todo estando por medio el macetero horrible o esas músicas amplificadas que ensordecen el centro madrileño y de las que no es posible zafarse. Músicas contra la paz (de espíritu). Es como si la calle no debiera someterse a un control de calidad. No es cosa de quitarle méritos a Gallardón por amansar a las fieras con una noche tan emocionante, pero una cosa no quita la otra. Se siente. La próxima se lo digo: Gallardón, aclaremos esto de una vez, maldita sea: ¿no habíamos acabado ya con la corte chirimbolesca?
Paseo sin fronteras, Elvira Lindo [El País, 12 de agosto de 2006]






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