El
reconocimiento por parte de la Corte Suprema de los matrimonios interraciales
en el año 1967. La historia tiene nombre y apellidos, los de Mildred y Richard Loving, una pareja de
un pueblo de Virginia que cometió el delito de casarse en Washington burlando
así la ley de su Estado en el que estaba prohibido la pareja entre una persona
blanca y alguien de otra raza. Richard era blanco; Mildred, una negra con
sangre cheroqui. Se enamoraron siendo muy jóvenes, casi niños, y compartieron
juegos y bailes ajenos de alguna manera a la segregación. Richard, consciente
de que casarse en Virginia era ilegal, tomó a su prometida y se la llevó a la
capital. Allí contrajeron matrimonio. Volvieron al campo esa noche y la policía
entró de madrugada en la casa y los metió en la cárcel. Cuando salieron, se
vieron forzados a vivir en Washington donde su convivencia estaba permitida,
pero la joven Mildred echaba de menos la vida rural, a sus hermanas, a su
madre. Tímida, bella, no cultivada pero con un pensamiento muy bien articulado,
escribió una carta apelando a la justicia. ¿Su deseo? Poder vivir en paz en su
tierra con su marido y sus hijos. El litigio duró diecisiete años. Amor,
dignidad y valentía fueron de la mano. Y la tozudez de dos abogados que se tomaron
el caso como algo personal. Debían conseguir que la Corte Suprema invalidara
las leyes discriminatorias de un Estado. Y no lo consiguieron hasta las
vísperas de los años setenta, una fecha tan cercana que provoca escalofríos al
pensarlo. […]
Su
caso cambió la historia de muchos futuros amores. Mildred conocía de oídas a Martin Luther King, pero jamás pensó en pertenecer,
contaba, a ningún movimiento antisegregacionista. Sin embargo, cuánto
puede hacer una sola voluntad, o mejor aún, dos voluntades unidas por un mismo
sentimiento. Por desgracia, el racismo sigue siendo una herencia que aún supura
veneno y que no sólo la justicia puede paliar. Aumentan los matrimonios interraciales
y eso se celebra en la prensa, pero me atrevería a decir que son más abundantes
y menos traumáticos si se dan entre asiáticos y blancos, o entre hispanos
integrados y blancos. Mildred y Richard, una historia de amor defendida a
diario. Tan difícil como eso.
Dos
enamorados, Elvira Lindo [El País, 17 de febrero de 2012]
Como
personaje ha sido uno de los más frecuentados por la ficción. Chejov llenó la
suya de mentirosos, de hombres embusteros que no se atrevían a enfrentarse a la
vida con la verdad por delante y terminaban engañando a la mujer, a la amante y
a sí mismos. Ya no digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo
simenoniano. Embusteros compulsivos que necesitan creerse su mentira para que
no les coma la ansiedad. El retorcido Tom Ripley, de Patricia Highsmith,
construye su existencia a partir de una mentira de juventud, y, a partir de
ahí, cambia de personalidad según le conviene y elimina a quien no esté
dispuesto a entrar en su juego. En ese gran libro que es El adversario,
Emmanuel Carrére cuenta la vida de un hombre que, temiendo que su familia descubra
la ficción que ha mantenido durante años, acaba con ellos antes de que puedan
enterarse de que todo ha sido una farsa. […]
Pero
esa simpatía no es extensiva a la vida real. El aspecto romántico del mentiroso
se esfuma. Y aunque humanamente podamos entender que un complejo no resuelto
lleve a alguien a afirmar que es médico cuando no lo es, las leyes de lo real no nos permiten
aceptar que siga en su cargo alguien que cree necesario mentir sobre sus
méritos.
Mentiras,
Elvira Lindo [El País, 15 de febrero de 2012]
Pero
no deja de sorprenderme en todo este asunto las incontenibles ganas de contar.
La
becaria de turno, Elvira Lindo [El País, 12 de febrero de 2012]
a
este país nuestro, que necesita con urgencia una mejora en la enseñanza de
idiomas, llegaron desde hace décadas alemanes e ingleses que incluso se
establecieron en la costa mediterránea o en el sur cuando les llegó la
jubilación. Mi impresión, en absoluto científica sino de mera observación, es
que se enamoraron de un país rural, sencillo, barato, con un paisaje
encantador y mejor clima. No aprendieron, en general, ni una palabra de español
y, poco a poco, el espabilado camarero gaditano o mallorquín fueron
adiestrándose en el manejo de las lenguas foráneas hasta facilitar a los nuevos
paisanos un micro mundo a su medida, en el que no había cartel o menú que no
estuvieran en su idioma de origen.
Lejos
de mí negar la importancia de saber idiomas, al menos, en lo que se refiere a
dominar lo básico del inglés del otro William insigne, pero mi impresión es que
si España se
ve forzada a abaratar en un futuro su turismo será debido a la destrucción
sistemática del paisaje, algo en lo que han colaborado con entusiasmo la clase
política y la falta de educación local, por qué no decirlo. Lo del
inglés o el alemán lo podremos remediar pero esto otro…
Guiris
y nativos, Elvira Lindo [El País, 8 de febrero de 2012]
Gallardón,
el alcalde que quería ser ministro, se ha destapado afirmando que volverá a la
ley del aborto basada en los tres supuestos (malformación del feto, violación o
trastorno psiquiátrico de la embarazada). Adiós a la ley de plazos.
Y lo ha anunciado con una frase que me ha dejado atónita: "Es la medida
más progresista que podía tomar". Vaya adjetivo del que se ha servido.
Progresista. Gallardón siempre sorprende. Es un experto redomado en la cabriola
verbal. Por un lado, contenta a esa derecha a la que la ley de plazos
proporcionó tantas horas de airadas tertulias; por otro, quiere curarse en
salud calificando esta vuelta atrás con un epíteto que pretende santificar su
decisión.
El
adjetivo elegido para su nueva ley, que es en realidad la antigua, roza el
absurdo.
Progresista
es un término reconvertido en insulto en boca de muchos hooligans de la
derecha. Ya no digamos "progre", que tiene la connotación de cutre e
inmoral. De manera que no creo que calificar de progre este feliz retorno al
pasado sea del agrado de algunos de sus votantes. A mí, además de parecerme
incorrecto, me subleva. Volver a la antigua ley es regresar a una dinámica
hipócrita. Como ya nos dijo la experiencia, de los tres supuestos, habrá uno al
que las mujeres recurrirán más que a los otros dos: el del trastorno mental.
Deberán demostrar que no están en sus cabales. Lo cual casa con la idea de que
en muchas ocasiones la mujer no sabe lo que hace. Cabe también la posibilidad
de que en esta ocasión haya presiones políticas (morales) para que ese tercer
supuesto no se convierta en un coladero como ocurría antes. Habrá
que darle entonces la enhorabuena a las agencias de viajes que podrán
desempolvar el viejo pack
de fin de semana al extranjero con intervención hospitalaria incluida. Si eso
es progresista, que venga Dios y lo vea.
Progresista,
Elvira Lindo [El País, 1 de febrero de 2012]
La
locutora de la radio pública americana comentaba la vulnerable situación económica española
y el insólito retraso del nuevo presidente en hacer declaraciones.
En fin, siempre gusta que a una le den la razón por la radio. Se me vino a la
mente una columna que escribí hace años sobre la
resistencia del Gobierno socialista a admitir la crisis; se me vino a la
mente otra columna que escribí hace los mismos años sobre cómo había amigos que consideraban catastrofista y pepero afirmar que el modelo
económico español era insostenible. Recordé, también, una columna que no
escribí entonces, cuando Zapatero era presidente, y que no he escrito aún, en
este tiempo en el que Merianou
no ha salido del despacho, que no estaría de más que los presidentes españoles nos
consideraran de una vez por todas mayores de edad y se dirigieran cada cierto
tiempo a la nación para expresar con valentía cuánto de verdad hay en los
alarmantes titulares de los periódicos. A los ciudadanos nos deben
eso, y a los periodistas les deben respuesta a todas las preguntas que quieran
formularles. Es urgente que cambie el estilo opaco de los políticos españoles.
¡Que
hable!, Elvira Lindo [El País, 25 de enero de 2012]
Por
lo mucho que se practica, robar
debe de ser una actividad íntimamente ligada a la naturaleza humana. Por
lo mucho que se incurre en eso de hacer propio lo ajeno este popular vicio
aparece en el ranking
de los mandamientos de todas las iglesias. Por ser una tendencia poderosa en el
ser humano siempre hay un momento en la educación de una criatura en la que los
padres deben enseñar al hijo a devolver lo sustraído y pedir perdón. Pero hay
padres, madres o adultos con edad de serlo que, por lo visto, no aprendieron la
lección. En realidad, se roba mucho más de lo que se admite. Hay
gente que razona con mucho salero que incluso hay objetos que están puestos
ahí, como pidiéndote que te los metas en el bolso, y que el hotel, el
restaurante o el centro de trabajo ya cuentan con ello, es más, que tienen una
partida destinada a lo que los usuarios afanan. Hay honrados españoles que esquilmaron las
excavaciones arqueológicas de su pueblo. Y qué. Hay mucho patriota que defrauda
a Hacienda. Y, por supuesto, ha habido en estos años muchos que despilfarraron
el dinero público y se metieron un porcentaje en el bolsillo. Por
una simple razón, porque era
fácil y lo hacía todo el mundo, como dicen que dijo el célebre duque en
su descargo.
Hay
momentos históricos que animan esa codicia. En cuanto a lo que ha sido la
cultura reinante, la del pelotazo intoxicó todas las artes humanas. Pero alguna
enseñanza se podrá extraer de todo esto. Me niego a que el desastre sea
estéril. Sabemos ya, por ejemplo, que los políticos no pueden actuar sin un severo control de
los técnicos de la Administración. Nos convencieron de que lo democrático era
que la clase política ejerciera todo el poder económico, sin impertinentes
funcionarios metiendo las narices en sus cuentas. Pero el
autocontrol no funcionó. Y está claro que no se les puede dejar solos.
El
vicio, Elvira Lindo [El País, 18 de enero de 2012]
Como
la memoria es débil podemos
caer en el error de que todo ocurrió a nuestras espaldas. El
enriquecimiento de Matas, los trajes de Camps, Gürtel, el proyecto Palma-Arena,
los negocietes gaseosos del yerno, los aeropuertos fantasma, las ciudades
diseñadas por un mismo arquitecto, las televisiones autonómicas deficitarias e
hinchadas de plantilla, los ERE falseados, los periodistas al dictado de las
autoridades, los viajes de políticos autonómicos al extranjero con un séquito
en el que iban incluidos periodistas destinados a hablar del impacto de la
visita de su presidente, el alquiler de uno de los salones del Waldorf Astoria
(por ejemplo) para presentar un premio de poesía granadino, el incomprensible
cambio de los viejos adoquines de ciudades y pueblos por suelos hormigonescos,
los sueños de El Pocero en Seseña, los museos que fueron construidos aunque no
hubiera obra con los que llenarlos, las universidades que fueron construidas
aunque no hubiera estudiantes con que llenarlas, el chollo en que se convirtió
España para los arquitectos estrella, la insostenibilidad de muchas de esas
construcciones mostrencas, la destrucción sistemática de las costas españolas, la
manera en que se aceptó que la cultura tenía que cambiar de signo según quien
gobernara, la resignación con que se aceptó que las televisiones
autonómicas cambiaran de sesgo editorial según quien hubiera ganado las
elecciones, la impotencia con que se asumió que cada partido podía cambiar
todos los cargos culturales cuando llegara al poder, las urbanizaciones hoy
convertidas en poblados fantasma que destrozaron parajes naturales...
Abrimos
hoy el periódico y viendo entrar en los juzgados a alguno de los personajes que
protagonizaron tal desvarío nos echamos las manos a la cabeza. Pero ¿no ocurrió
todo eso delante de nuestros ojos?
Fuimos testigos, Elvira Lindo [El País, 11 de enero de
2012]
[Sobre Todo lo que era sólido]
Una
pequeña revista no parece cosa importante ante la precaria situación que se
está viviendo en muchos hogares, tampoco ante los recortes de los sueldos de
los funcionarios, ni ante, por ejemplo, esa cruel medida del Gobierno de Aguirre de luchar contra
el absentismo laboral penalizando a todos los trabajadores que precisen una
baja por enfermedad. Una revista casi no es nada. Tampoco parece
serlo una radiotelevisión pública a la que se pone contra las cuerdas y a la
que se obliga, con un brutal recorte, a medio cerrar.
La cultura, en casos de crisis extrema,
parece no ser necesaria.
Es en tiempos como este cuando de manera interesada se potencia el resentimiento social
contra los que se supone que son unos privilegiados: los trabajadores de la
cultura y de la información, que viene a ser lo mismo. Cierto es que
en las décadas pasadas se cultivó una cultura de escaparate, basada en lo
ostentoso e insostenible económicamente. Pero de la misma forma que es
inaceptable que el pobre haya de pagar por el pecado de los financieros,
también lo es que en la cultura paguen justos por pecadores. No olvidemos
que los responsables de esa cultura del derroche eran políticos. En
todas las ciudades dejaron pruebas de sus aires de grandeza.
Justos por…Elvira Lindo [El País, 4 de enero de 2012]
[cultura del derroche, cultura del pelotazo…
¡A cualquier cosa se le llama cultura para
blanquearlo!]
Ha
surgido en esta época un tipo de admirador de la neurociencia que establece con esta
materia la misma relación que el beato tiene con la fe o el fanático con una
ideología absoluta. En realidad, siente la misma necesidad imperiosa
de creer en algo, y piensa, como cualquier creyente, que está en poder de la
verdad. Me
resulta curioso no haber encontrado jamás entre los científicos que conozco esa
concepción de la ciencia como dogma. Tengo un amigo físico, que tras
pasarse el día observando las correrías de unos ratoncillos que han de ayudarle
a entender la memoria espacial, recorre la ciudad de punta a cabo para tumbarse
en un diván y visitar, con la ayuda de un viejo psicoanalista, algunos pasajes
de su memoria que aún le hacen daño. Alguna vez le he preguntado, ¿es
compatible un trabajo tan riguroso con una terapia tan especulativa? Y él me
contesta de manera contundente, "a mí me sirve". Si quisiera, tendría
a su disposición tratamientos químicos para reducir la ansiedad, pero ha optado por
la reflexión intelectual. Y es que hay algo misterioso en el alivio del dolor.
A veces, el dolor se atenúa con una visita al médico si el médico sabe mirar a
los ojos del paciente.
Estos
días, Sanidad ha concluido que de poco sirven las distintas disciplinas
naturistas o alternativas. Sin embargo, una de las investigaciones inconclusas
y sorprendentes de la ciencia consiste en entender la relación del enfermo con el placebo. La
fe no mueve montañas pero, al parecer, mejora considerablemente el estado de un
paciente que deposita su confianza en un tratamiento. No animo a dejarse engañar pero sí a no ser
en exceso racional. A veces sirve. Como le sirve al niño la mano de
su madre cuando está febril. Ay, si esa mano se tuviera en la frente cuando
tenemos que enfrentarnos a la muerte, seguro que el trance no sería tan duro.
A mí me sirve, Elvira Lindo [El País, 21 de diciembre
de 2011]
Cayetano
de Alba le dijo a Jordi Évole que no había visto Los santos inocentes. Lo dijo de una
manera que parecía que la había visto, pero no quería hablar de un argumento
que le incomodaba. Hablaban de la película. No parece que Cayetano hubiera
leído la historia que Delibes concibió sobre señoritos y humillados. Hay literatos
que desprecian el realismo, pero qué sería de nosotros si el hombre observador
y discreto que fue don Miguel no nos hubiera contado que la esclavitud en el
campo castellano llegó hasta los setenta.
También
el tierno Évole trató de averiguar si cabe la posibilidad de que un aristócrata
con tan apabullante número de hectáreas se plantee en alguna noche de insomnio
de qué manera sus antepasados se hicieron con ellas y si es lógico heredar
semejante patrimonio sin hacer ni el huevo. Para el jinete, que resultó ser más
cómico de lo que él mismo se proponía, aquella era una pregunta retorcida. Él
se presentó como un hombre sencillo: "¿Qué somos nosotros -le dijo al
periodista- sino dos gotas en la catarata del universo?". Hay frases que
una presiente que no olvidará jamás.
Hablaban
del PER, a raíz de las clasistas declaraciones de Duran i Lleida. Sí, aquellas
en las que afirmaba que los campesinos catalanes habían de tirar el fruto
mientras los del sur se pasaban el día acodados a la barra de un bar.
Cuando Évole preguntaba a los jornaleros sobre el asunto se percibía en sus
contestaciones y en la manera de expresarse que el campo andaluz aún no se ha librado de su esencia de
pobreza y postergación. Un representante del sindicato de obreros del campo
proponía (¡Dios mío!) la colectivización y el noble Cayetano concluía (¡Dios
mío!) que los campesinos andaluces no tienen empuje.
Pobre
Andalucía, víctima de una limosnilla que nada arregla. De sus señoritos. Y de
la escasa inteligencia de sus élites.
La limosnilla, Elvira Lindo [El País, 14 de diciembre
de 2011]
En
los días previos a la jornada electoral hervía en las redes sociales el
siguiente comentario, “la cosa se va a poner como para irse de España”. Hace 15
años, cuando las encuestas auguraban la victoria de Aznar y las opiniones se
escuchaban en los bares y no en los foros del ciberespacio, un grupo de
artistas aseguraba lo mismo, ante unas cañas, en el parque del Retiro. Que se
iban a ir de España, decían. El fin de esa historieta es que no solo no se
marcharon, sino que alguno, de nombre bien conocido, se fue dejando arropar más de lo imaginable
por el nuevo partido en el poder, hasta convertirse en lo que es hoy, uno de
ellos.
El
comentario no puede ser más frívolo. No. Nadie se va. Nadie quiere irse de su casa. O casi nadie puede. Por más
que el matrimonio gay deje de llamarse matrimonio, que la ley del aborto se
contrarreforme o que deje de tenerse en cuenta la cuota femenina en los cargos
públicos. Además, dudo mucho que este nuevo presidente, que con tanto empeño
lideró la oposición a ciertos asuntos que debieran depender más de la
conciencia individual que del escrutinio político, tenga tiempo para
dedicarlo a cualquier cosa que no sea la precariedad económica en la que nos
encontramos. Los primeros titulares ya han hecho presencia: Europa le exige
urgencia en los recortes. Ese será el monotema que nos espera. El
que le quitará el sueño a Rajoy y el que minará su popularidad.
Y
nosotros no nos iremos. O solo se irán, como ya se están yendo, aquellos que
encuentren un trabajo decente fuera. A los que gozamos de una tribuna pública se nos deberá
exigir una visión crítica del nuevo Gobierno y prestarle voz a los ciudadanos
que no la tienen. Y, como siempre, observaremos cómo los pelotas,
que tienen la coherencia de ir siempre con el que gana, se acomodan. Aunque
algunos dijeran que estaban listos para el exilio. Al tiempo.
Al tiempo, Elvira Lindo [El País, 22 de noviembre de
2011]
Tanto amor por
los libros, dice tener, aunque eso no implique respeto a quien los crea. No me refiero solo respeto
hacia quien de manera insensata y disciplinada se empeña en inventar historias,
sino a quien las corrige, diseña las portadas, al ilustrador, al editor, y sí,
al empresario. Cuánta preocupación por el futuro de los libros quiere mostrar
mi interlocutora al preguntarme, poniéndome la mano sobre el brazo como si me
anticipara un pésame, por el libro electrónico. Yo le contesto, con cierto
desapego, huyendo de consideraciones lapidarias, que estoy segura de que los
dos formatos serán compatibles, que hasta que no se demuestre lo contrario la
industria editorial española está haciendo frente a la crisis con dignidad, y
que solo los que hablan sin saber ignoran que la cultura es uno de
los potenciales económicos de un país como el nuestro, tan carente de otras
fuentes de riqueza.
La
veo decepcionada, como a otros periodistas le gustaría que yo hubiera optado
por ese discurso apocalíptico que tanto se celebra en las redes sociales. Pero
no. Prefiero decepcionarla. Hasta que no se demuestre lo contrario hay un
montón de gente ahí abajo, en el metro, sumergiéndose en libros tremendos de
camino al trabajo. ¿Es ese el fin de la literatura? Lo dudo. El asunto del fin
de la literatura es un recurso al que de tanto en tanto echan mano los
suplementos culturales para llenar espacio. He dicho.
La
conversación se centra ahora, por fortuna, en libros concretos y no en
conceptos abstractos. Es entonces, cuando esta madame Bovary de nuestros días me
habla de las novelas (no diré títulos) que se ha descargado gratis:
"tampoco [dice en un tono de cariñoso desprecio] merecían tanto la pena
como para comprarlas".
Personas como tú, pienso yo, son las que me vuelven catastrofista. Y no se lo
digo, pero se lo pienso en su misma cara.
Conversación, Elvira Lindo [El País, 16 de noviembre
de 2011]
Antológica
esa primera plana en la que aparecía el titular Fin del terror, referido al abandono de
las armas de ETA, y al lado, como si se tratara de una broma pesada, la foto de
Gadafi destripado, desprovisto ya de su aura de dictador y convertido en un ser
humano derrotado por la tortura y la humillación. El terror no da tregua. Hay
terrores grandes, los que amenazan a un pueblo, inoculan el miedo en el corazón
de la gente y toman como rehenes la libertad de pensamiento y palabra.
Hay
otros terrores, tan particulares que minan la vida de personas concretas sin
afectar a la convivencia colectiva. No es otra cosa sino terror lo que
sintieron los padres de Marta del Castillo cuando una tarde de 2009 vieron que
su hija no llegaba a casa. No es sino terror lo que les atenaza cada noche,
cuando tratan de conciliar el sueño desconociendo dónde unos desgraciados
carentes de compasión y aleccionados por profesionales sin escrúpulos
abandonaron los restos de la muchacha.
Es
un terror sin consuelo, que no enturbia los discursos electorales y ni tan
siquiera puede desahogarse en una asociación de víctimas. Es un terror íntimo,
que se rumia en solitario. Lo estarán padeciendo los familiares de Ruth y José,
los niños que el padre dice haber perdido en un parque, señalando desde el
primer día una arboleda carnívora, que al parecer los devoró sin dejar rastro
de ellos. Son esas caritas inocentes de las que apartamos la vista cada vez que
abrimos el periódico o vemos el telediario para no permitir que pensamiento tan
negro nos invada el ánimo.
Los
niños José y Ruth, la adolescente Marta. Sus cuerpos
sin reposo son el paradigma de los miedos infantiles y, por un momento, se
imponen a todos los grandes terrores. ¿Sentirán aquellos que les lloran
que al menos una vez al día deseamos que vuelvan del bosque que se los tragó?
El terror, Elvira Lindo [El País, 25 de octubre de
2011]
Cabe
la posibilidad de que ETA anuncie en los próximos días que abandona la lucha
armada. Así lo vaticinan, casi lo anuncian conteniendo a duras penas el redoble
de tambores, los que han participado activamente en
la conferencia de paz. Otros que han participado, pero pasivamente, como
el PSE, muestran cautela, cautela provocada por errores del pasado y también
por ser conscientes de que en toda esta representación se les ha dado un papel
secundario. Pero no son solo ellos quienes han podido sentir desconcierto
(aunque no lo reconozcan), también lo hemos experimentado muchos de los que
hemos actuado como meros espectadores.
[¿por
qué en este momento? ¿por qué ha funcionado ahora lo que no había funcionado
antes?]
No
podemos dejar de preguntarnos si no es una terrible incongruencia que después
de tantos años de soledad inaceptable de las víctimas, de escasa y mezquina
comprensión por gran parte de la sociedad, de la vasca y del resto, después de
los éxitos policiales, del despertar de la solidaridad con los familiares de
los muertos, después de los aciertos de la lucha antiterrorista, de las masivas
condenas, de las manifestaciones de repulsa a los atentados, del coraje de
algunos escritores o columnistas, después de la encomiable templanza con que el
pueblo, el vasco y no vasco, ha respondido siempre al asesinato, a la
violencia, al miedo, después de esta larga historia de pacífica resistencia, es
humillante que se considere necesario que vengan mediadores internacionales
para resolver el "conflicto" o la "confrontación", palabras
tan falsas como contagiosas.
Cabe
la posibilidad de que ETA abandone las armas, sí, y pobre de aquel que no se
alegre, pero no serán Gerry Adams, Kofi Annan, Jonathan Powell, Bertie Ahern,
Pierre Joxe y Gro Harlem Brundtland quienes lo habrán conseguido. Ellos han
venido a poner el pie sobre el cuerpo de un moribundo. Ojalá
que el Estado no se deje arrebatar el relato de esta triste historia.
Desconcierto, Elvira Lindo [El País, 19 de octubre de
2011]
Hay
que ser poco elegante para que, en estos días en los que se avecina un cambio
de partido en el Gobierno, un alto cargo del PP bromee con el puesto que puede
perder una periodista de Televisión Española. Hay que ser muy
burdo para bromear con algo que constituye uno de los cánceres de esta
democracia: nada es estable,
cuando los ganadores toman el poder defenestran a todos los cargazos y
carguillos que nombró el partido perdedor, una de las pésimas tradiciones
españolas que no se han sabido o no se han querido remediar. Hay que ser más
patoso todavía si la víctima de tu broma es alguien que sabes que no goza de la
simpatía de los tuyos, los que en breve estarán al frente de todas las
instituciones.
[…]
es una pena que la televisión pública esté siempre en el punto de mira de los
que ostentan el poder.
Por
otra parte, muchos de los que no tenemos un cargo ni lo tendremos nunca ni
somos presas del sectarismo, pensamos, honradamente, que RTVE está atravesando
unos de los momentos más ecuánimes de su historia. Así lo rezan las encuestas,
por mucho que la señora Cospedal sostenga la idea contraria. Por algo será que
un tuitero humorístico ha tenido el mal gusto de resumir con una gracieta el
final que muchos nos estamos temiendo.
La bromita, Elvira Lindo [El País, 12 de octubre de
2011]
En
el Instituto Príncipe Felipe de Valencia trabaja la bioquímica Consuelo Guerri.
La señora Guerri lleva 30 años investigando sobre las
consecuencias que tiene el alcohol sobre el cerebro, no solo en el de un
consumidor adulto sino en un cerebro en formación, como el del feto. La señora
Guerri recibió hace unos días el premio alemán Manfred Lautenschläger en
reconocimiento a una labor brillante que ya ha dado reconocidos frutos.
Alguien,
no ella, informó de que la investigadora había decidido donar los 25.000 euros
de dotación del premio a su propio laboratorio, a fin de poder
seguir contando con el equipo de becarios sin cuya asistencia sería imposible
continuar con un proyecto del que no se obtienen resultados de un día para
otro. La ciencia
es lenta. Precisa de gente entregada y paciente, porque hay experimentos a los
que se dedica mucho tiempo y no dan el resultado anhelado. Hemos sabido también
que no es la primera vez que esta mujer de 60 años ha donado dinero para su
laboratorio. En ocasiones, los 3.000 euros que ha ganado por impartir una
conferencia los ha destinado directamente a material de trabajo. Guerri, sin
echarse flores, sincera y parca, ha dicho que un año de parón
en un proyecto puede provocar un retraso de 10 años a nivel científico.
Las dos Españas, Elvira Lindo [El País, 5 de octubre
de 2011]
Una entrevista de tres minutos en la BBC a un especulador
financiero corre como la pólvora por Internet. Lo que dice no es algo que no hayamos escuchado.
Que el
mundo está en manos de Goldman Sachs y no de los líderes políticos. Que los mismos que han
provocado esta crisis se beneficiarán de ella. Que así ocurrió en el crash del 29. Que
en un año millones de pequeños ahorradores perderán su dinero. Que lo perderán
porque van a quedarse de brazos cruzados dado que ignoran
cómo poner a buen recaudo lo que han ganado con esfuerzo. Que para él y otros como él,
agentes, brokers,
inversores (que a diferencia nuestra saben cómo actuar), se abre una gran
posibilidad de enriquecimiento. Que él personalmente sueña todas las noches con
una gran recesión. Que el euro se hunde. Que los mercados no creen en el fondo
de rescate. Tres minutos inolvidables. Y lo dice sin que le tiemble la voz o
sin que parezca experimentar aquello tan antiguo que se llamaba empatía con la
desgracia ajena, o culpa. O remordimiento, palabra en desuso. Por algo será.
La
ministra Salgado lo ha tachado de inmoral. Lo es a primera vista. Pero, sin
entrar a opinar sobre si el vaticinio de este individuo vestido de limpio se
cumplirá o no, la impresión que tenemos muchos es que, al menos,
ha sido el primero en expresar sin pudor que los ciudadanos estamos vendidos. Al menos hemos de agradecerle
una insensata sinceridad.
Pero
antes de calificar a este tipejo de desgraciado tengo la esperanza de que en
realidad se trate de un activista disfrazado de desgraciado. Podría ser un
integrante de la organización Yes Men. No sería la primera vez que alguno de
sus miembros trata
de desenmascarar las verdaderas intenciones que esconden discursos construidos
para la autodefensa y el engaño. Otra forma de hacer periodismo:
poniéndose en la piel del entrevistado.
El entrevistado, Elvira Lindo [El País, 28 de
septiembre del 2011]
No
se me ocurriría negar la gravedad de la crisis. Cinco millones de parados
soportan la evidencia sobre sus espaldas en jornadas difíciles de sobrellevar
sin trabajo.
También ese porcentaje de jóvenes que terminada su formación no saben en qué
demonios emplearla. O esas pequeñas empresas que se rinden y cierran. O
aquellos trabajadores que por no llegar no llegan ni al mileurismo (aunque esta
situación se daba antes de que la crisis fuera catalogada como tal y consistía
en el mero aprovechamiento
de muchas empresas de los llamados becarios). No, lo que se tiene ante los ojos no se niega. Fui incluso una
de esas osadas voces que en una de estas columnas y en alguna mesa con colegas
queridos se atrevió a decir que España estaba en crisis, lo cual no era fácil
dado que hasta tus colegas queridos podían acusarte de catastrofismo,
reaccionarismo o sacrilegio en aquellos tiempos en los que Zapatero gozaba de
un componente sagrado. Algunos se lo veían. Yo no. Ni a él ni a ningún
político. Permítanme que, si tuve un acierto (uno), lo airee.
Pero
ahora me pregunto si el juicio que se está emitiendo sobre nuestro país es
injusto y, aún más grave, peligroso. No sé si malintencionado. Leyendo cada
día los implacables datos sobre la deuda española me pregunto si es cierto que
estamos para el rescate.
¿Y si fuera precisamente esa amenaza continua la que intimidara a los
inversores? ¿Y si ese miedo que a diario promueven analistas desde fuera y
desde dentro provocara un excesivo retraimiento de lo que gasta el Estado, de
lo que gastamos nosotros, de lo que gastan los empresarios? ¿Y si las
permanentes consideraciones negativas sobre nuestra economía lograran que la
profecía se autocumpliera? ¿Y si de tanto insistir en que el desastre
sobrevuela nuestras cabezas acabamos provocando que al fin un día se nos venga
encima y nos aplaste?
Y si…Elvira Lindo [El País, 29 de septiembre de 2011]
Raro
este país nuestro en el que nadie dice lo que gana o lo que tiene. Es sin duda una manera de
protegerse de la envidia; una táctica para librarse de los pedigüeños; en el
mejor de los casos, el deseo de no herir al que no lo tiene. Un decoro inculcado en nuestro catálogo moral por la
tradición católica. En ese respeto a las tradiciones, nuestras derechas
y nuestras izquierdas se parecen mucho más de lo que ellas estarían dispuestas
a aceptar. El votante de derechas cree que si un personaje público de
izquierdas tiene un patrimonio no está legitimado para defender la justicia
social; el de izquierdas está dispuesto a desconfiar, por principio, de aquel
que se enriquece pero también genera riqueza, es decir, del empresario. El
dinero hay que llevarlo en secreto. Es un pecado.
Y
van y se publican los patrimonios de los políticos. Y como nuestra mentalidad es
la que es, eso alimenta discursos populistas y da lugar a comparaciones entre
las casas que tiene uno y los garajes que tiene el otro. Como siempre, debates
estériles. Del patrimonio de un político me interesa solo la
diferencia entre lo que tenía cuando comenzó a representarnos y el presente; me
interesa lo que gana en relación a su responsabilidad; la pensión que cobra en
su retiro y los privilegios que supuestamente debe seguir disfrutando de por
vida. El resto, la
casa que heredó de sus padres o la que se compró con su sueldo, no me aporta nada,
no es de mi incumbencia. Creo en la transparencia, por supuesto, pero en un
país tan aficionado a culpabilizar al que se le supone un mínimo de bienestar
todos los datos tienden a interpretarse torcidamente. En el fondo, esta
transparencia que degenera en cotilleo nos aleja de lo
esencial: saber si nuestra democracia goza de mecanismos para controlar la
corrupción, un pecado hacia el que tenemos una gran tolerancia.
El pecado, Elvira Lindo [El País, 14 de septiembre de
2011]
Confundir
horas lectivas con horas de trabajo no es gratuito, es una manera de contribuir
al lugar común de que los profesores trabajan poco. Tampoco es nuevo: siempre
que se trata de estrechar los derechos laborales en la enseñanza alguien deja
caer, como de manera inocente, que los docentes de la educación pública gozan
de más ventajas que el resto de los trabajadores. Por más que se informe sobre
los desafíos a los que se enfrenta un profesor en nuestros días, siempre habrá
un buen ciudadano que llame a la radio o escriba al periódico para informar,
por ejemplo, de las largas vacaciones que disfrutan los maestros. Es un clásico.
A los políticos se les llena la boca con que no hay inversión más útil en
nuestro país que la destinada a educación, hasta que un día se ponen a hacer
números y empiezan por ahí: prescindiendo de interinos y poniendo sobre los
hombros de cada trabajador dos horas más.
Explicar
que ser profesor no consiste solo en dar clase debería de ser innecesario. ¿Qué
consideración se les tiene a los docentes si se extiende esa idea? El profesor
enseña, pero también corrige, ha de preparar sus clases, perder un tiempo
precioso en absurdos requerimientos burocráticos y, en ocasiones, hacer labores
de trabajador social. La educación requiere ahora más energía que nunca y no es
infrecuente que el enseñante desarrolle patologías físicas o psíquicas. Su
trabajo cansa, es más duro que muchos de los trabajos que nosotros realizamos.
Los niños y los adolescentes son grandes devoradores de la energía adulta. Los
escritores que hemos visitado colegios e institutos lo sabemos: dos horas dando
una charla ante una vampírica muchachada te dejan para el arrastre.
¿Cómo
pretenden los responsables del injustificable derroche autonómico que se
comprenda que el sacrificio ha de comenzar por los que ya están sacrificados?
Profesores, Elvira Lindo [El País, 7 de septiembre de
2011]
En España aún
se lleva ser malo. Ser malo es un atraso, pero es que esa idea de que el mundo
siempre progresa ya sabemos que es errónea. Pareció, durante un tiempo, que nos
estábamos curando, pero hay gente que defiende la mala hostia como si fuera una
especie de tesoro nacional, un signo identitario que fuera una pena perder. Y
así estamos. Si echamos la vista atrás, a 1932, por ejemplo, y leemos que en el
semanario Gracia y Justicia alguien escribía: "Federico García
Loca o cualquiera se equivoca", nos llevamos las manos a la cabeza.
Pero a la indignación que ese insulto nos provoca contribuye que sabemos lo que
vino después: el asesinato, la guerra, la dictadura, en fin. La prensa está
plagadita ahora de esa prosa. Quienes la utilizan están convencidos de que son
descendientes de Quevedo, y de vez en cuando, para jalearse, le encargan
a un becario un reportaje sobre el insulto como
una de las bellas artes del articulismo español. Este es un
reportaje que se hace una vez al año o así, y siempre es igual, que si Quevedo,
que si Góngora, que si Valle-Inclán o que si Cela...
Cuando Cela insultaba, sus emocionados costaleros (como les llamó en una
ocasión Muñoz Molina) le sacaban en procesión. También hay lectores que
jalean este estilo tan de nuestra tierra. ¡Dale caña, dale caña!, gritan los
fans. Los artistas del insulto siempre tienen lectores depredadores que quieren
acabar de leer una pieza con los dientes llenos de sangre. Para ellos, sin
maldad la cosa no tiene chiste. No estoy diciendo que para ser columnista haya
que ser santa, en absoluto, pero les aseguro que estos
ojos míos han visto cómo la maldad ha echado a perder muchas carreras. La
maldad es un penoso conservante: la prosa se pudre rápido. Los que piensan que el humor reside en la capacidad de mofarse del
contrario no saben que quien lleva escrita la ironía en el código genético (que
es donde tiene que estar escrita) suele entregarse desarmado ante el lector y
mostrarle, en una desvalida desnudez, sus cicatrices infantiles, sus manías,
todo un catálogo de imperfecciones para someterlas a la risa ajena. Sí, así de
duro es esto. Tener gracia no consiste en decir que una ministra tiene barriga.
Para señalar la barriga de una ministra hace falta que tú hayas mostrado muchas
veces la tuya, o la de tu madre, o la de tu señora; de no ser así, mejor sería
que te miraras al espejo y admitieras la tremenda realidad: mi lugar en el
mundo es la revistilla del chismorreo (la gratuita). La malevolencia española nos atrasa: es
autoindulgente, solo disfruta del defecto ajeno, no mide la crueldad, y jamás
llega a la esencia del humor moderno, esa en la que el cronista, antes de
disparar al prójimo ha de pegarse un tiro en el pie, para recordarse a sí mismo
que, cuando te atacan, duele. Yo soy una
consumidora insaciable de columnas. Leo las de los columnistas que me gustan y
las de los que no. Leo las de otros periódicos. Leo columnas infumables y otras
en las que grito, Olé. Me aburren soberanamente aquellas en las que el
columnista tiene una obsesión ideológica y todos los días la saca a pasear.
Como si le estuvieran pagando de un partido político (quién sabe). O como si el
columnista se convirtiera en un abuelo pesado que te repite veinte veces la
misma cosa. A quien escribe en los periódicos no le queda otra que mantenerse
joven. Joven significa tener siempre algo de aspirante a columnista serio, ser
un poco tonto (es muchísimo mejor que ser un listo), tener capacidad de
asombro, no acabar de casarse con nadie, ver el mundo con alegría y creer que
en la próxima limpia de colaboradores tú serás el primero que salga por esa
puerta. Cuando leo a un joven que cumple estos requisitos me entran ganas de
fundar un periódico y contraatarlo, o de arrimarme un poco a la esquina de esta
página para hacerle sitio. Siento ese entusiasmo lector cuando leo a Manuel
Jabois, que ahora acaba de reunir en un libro, Irse a Madrid, alguna
de sus columnas publicadas en el Diario de Pontevedra, en El Progreso
o en su blog. "Si te gusta escribir", le han dicho desde siempre sus
paisanos, "vete a Madrid". Pero lo humorístico de la mirada de Jabois
es que es la del muchacho que no acaba de prosperar, la del joven de provincias
(como antes se decía) que convierte en oro las noticias más insustanciales. A
mí me daría miedo que el joven Jabois se viniera a Madrid a hacerse un
columnista de provecho, me daría pena que dejara esa crónica de la ciudad
pequeña, de los políticos locales y las aventuras amorosas que no acaban de
aterrizar en el mundo adulto. Me daría mucha lástima que se peinara ese
flequillo que le cae sobre la cara, se hiciera mayor y perdiera el punto de
vista del joven que considera que, entre
todos los desastres que la actualidad le pone ante los ojos, el mayor con
diferencia es él mismo. Si tuviéramos un rato para charlar (lo tendremos) le
diría que el mejor elixir para la eterna juventud del columnista es el candor, que se mantenga lejos del humor cañí, de los aduladores que quieren
acabar de leer una columna con los dientes llenos de sangre. Al cabo de los
años, al
columnista se le distingue no solo por lo que escribe sino por los clientes que
acuden a su puesto en el mercado. Eso le diría.
Humor y sangre,
Elvira Lindo [El País, 17 de julio de 2011]
Hoy,
por arte de magia o de una mala memoria (histórica), nadie tuvo abuelos franquistas.
Maldita sea, ¿mi abuelo fue el único? Mi abuelo era alcalde de un pueblo de
2.000 almas. Lo recuerdo como un hombre enorme y bueno, vestido como
acostumbraban los Papihonrados, hombres acomodados del campo, con traje oscuro
y sin corbata. No
creo que tuviera ningún tipo de convicción política, más bien se
dejaba llevar, diletante y comilón, por los placeres inmediatos de la vida.
Pero
veamos cómo fue que esta nieta de alcalde descubrió un día ese extraño sistema
llamado democracia: era yo muy chica y estaba jugando en la calle con unos
gemelos que me tenían frita por lo procaces que eran, cuando uno de ellos se
para ante mí y me dice, "que lo sepas, habrá un día en que a los alcaldes
los elegirá el pueblo y entonces tu abuelo...". El chaval se pasó el dedo
índice por el cuello. Yo le contesté, sin querer alterarme, que todo el mundo
sabía que los alcaldes en ese pueblo sólo podían ser de mi familia.
Los
gemelos que, obviamente, habían oído cosas en casa, no se arredraron y se reían
diciéndome, ya verás, ya verás. Me volví a casa de mi abuelo con la barbilla
temblorosa, sumida en la melancolía, como si fuera la nieta del zar, llorando
por un
puesto que a mi abuelo casi puedo asegurar que no le importaba mucho.
En pocos años,
los gemelos malvados y yo ejercimos nuestro juvenil derecho al voto sin darle
un sentido especial a nuestra procedencia y votamos al mismo partido. Qué lejos
y qué cerca.
Hoy
hay una generación para la que ejercer el derecho al voto es tan natural que
incluso defienden su derecho a no votar en "una democracia que no les
satisface". Son las palabras de Jordi, que a sus 33 años y dos carreras no
encuentra que los políticos hablen de sus intereses. El primero de ellos, la
vivienda.
O
la carta amarga de Laura, madre soltera, mileurista
y de ese tipo de ciudadanas para las que las instituciones no considera ningún
tipo de subvención; o Sara, que afirma que es cosa de charlatanes de feria
prometer viviendas públicas "para todos y todas", prueba de que jamás
tendrán la responsabilidad de cumplir sus promesas.
Son
ejemplos de las muchas voces desengañadas que a diario escriben para contar su distancia con la
clase política. Hijos de la democracia que no votarán. Y esto, para un sistema
tan joven, es un fracaso.
Cosas de
abuelos, Elvira Lindo [El País, 18 de mayo de 2007]
Pero
lo que quiere decir A. es que se me nota a la legua que quiero favorecer a los
míos. Sobre cuáles son los míos hay muchas opiniones, le diría yo a A., porque
según sobre quién protagonice la columnilla recibo quejas en un sentido o en
otro.
Las
quejas casi nunca provienen de esos lectores que aceptan que el juicio y el
cachondeo caiga sobre todos los candidatos, sino de aquellos que consideran inaceptable
cualquier crítica que se dirija a los suyos.
En
esto han tenido una mala pedagogía, los políticos son los primeros que, si
pueden, acuden a la autoridad correspondiente para expresar su descontento; a
ellos, aunque nunca se atrevan a decirlo, les gustaría tener sólo columnistas
afines, y conste que lo entiendo, a mí personalmente también me gustaría
eliminar al crítico que no me quiere, pero, maldita sea, no me atrevo, y eso
que viendo los Soprano sé que hay crímenes perfectos.
Para que A. se haga una idea, las cartas más furibundas que este
humilde buzón ha recibido han sido las de algún acérrimo seguidor del PSOE,
cuando una servidora, inspirada por los propios lectores, insinuó que tal vez
la Junta de Andalucía debía reconocer alguna responsabilidad, por pequeña que
fuera, en los casos de corrupción de su comunidad.
Otra
carta iracunda fue aquella en que se me decía que lo único que conseguía
escribiendo sobre los capítulos de violencia contra socialistas y populares en
el País Vasco era estigmatizar a los vascos, a lo cual contesté que si de
estigmatizar se trata no necesitan ayuda, algunos vascos se estigmatizan
solitos; alguna que otra carta cayó a raíz de un comentario que escribí sobre
el amor del señorito Camps por la fórmula 1, al parecer estaba cantado que yo
estaba aquí haciendo campaña por el PSOE.
Algo
tienen en común estos mis lectores airados: sólo creen en las
adhesiones inquebrantables
y quieren saber de qué voy.
Yo,
por sentirme cercana a alguien, me identifico con ese joven Rubén que me cuenta
que hubo un tiempo en que tomó por costumbre ir a los mítines y no aplaudir, a
ver qué pasaba. Y qué pasaba. "No veas, una vez casi me sacan a
hostias".
De qué voy,
Elvira Lindo [El País, 20 de mayo de 2007]
Querido
amigo:
Tú
en la sauna neoyorquina, yo en la sartén madrileña. Mi alma de lagarto resiste
mejor el calor marrón de la meseta, por insano que sea. No me quedó muy claro
si ayer me pedías algún tipo de consejo. A mí, durante años, me pasó como a ti,
trabajé en aquello que me salía, no podía plantearme si el trabajo me gustaba o
no. Es verdad que hace 15 años el mundo de los medios de comunicación era más
inocente. Todo el país era más inocente. Haber sido guionista de las Mamachicho o
escritor de Humor
amarillo parece hoy haber trabajado en Barrio Sésamo. No sé si eres más
desafortunado tú, trabajando con 50 años en un programa de la casquería
cotilleril, que una persona recién salida de la Facultad. Al fin y al cabo tú
sabes distinguir lo malo de lo bueno pero qué pasa con todo ese batallón de
jóvenes que dan sus primeros pasos periodísticos en la estación del AVE esperando
descubrir algún famoso al que meterle la alcachofa en la boca. ¿Qué piensan sus
padres, estarán orgullosos por el mero hecho de verlos por la tele o se
preguntarán para qué coño pagaron una carrera de cinco años? Esos
jóvenes se curtirán como periodistas pensando que los términos
"investigación", "fuentes bien informadas" o "interés
público", están relacionados con el trabajo que hacen a diario, con lo cual terminarán por no
encontrar diferencias entre su oficio y el de un investigador del SIDA. Mirémoslo
con optimismo: ahora mismo, España, ese país atrasadísimo en materia de
investigación científica, disfruta de un periodismo lleno de
"investigadores". Si toda la energía que pone a diario esa juventud
en rastrear los secretos ajenos la pudieran emplear en hacer algo hermoso
seríamos otro país. Y que conste que una de las cosas más nobles de este mundo
es entretener al público. Benditos sean los cómicos. Los cómicos, por cierto,
viven atemorizados. Los cómicos, como cualquiera, tan vulnerables a esta fiebre,
desprecian profundamente lo que están haciendo ciertos programas aunque no se
atrevan a decirlo en voz alta. En cuanto al estereotipo de gay malévolo, estoy
contigo, se ha convertido en un clásico televisivo. Sospecho que hay gente,
cuyo trato con homosexuales es nulo, que pensará que todos se comportan de la
misma manera. Pero lo peor es cómo a diario se alienta el rencor hacia el que ha
conseguido algo en la vida, hasta el punto de extender la idea de que es justo
que el famoso muerda el polvo. ¿Tiene la obligación un empleado de
banco de confesarle a su director y a sus clientes que es gay? ¿Por qué ha de
tenerla entonces el actor con su público? El otro día, no sé si lo leíste, se
publicó un artículo del profesor Laporta sobre esa polémica asignatura de
educación cívica.
No podía estar más de acuerdo: ¡bienvenida sea!, pero una asignatura no
cambiará nada si no hay un
compromiso social de no alentar la zafiedad. Hay una película de los años treinta muy
ilustrativa sobre lo que es la risa y la crueldad: El que recibe las bofetadas, se llama.
Trata de un hombre que trabaja de payaso tonto en un circo, el que recibe las
tortas del payaso listo. Niños y padres ríen con este primitivo espectáculo
cómico. Un día el payaso está enfermo, tanto, que en una de esas bofetadas cae
al suelo y ya no se levanta. El público está tan envilecido con la diversión
que en ningún momento se percata de que el payaso ha muerto. Pues en esas
estamos, enseñando a media España a reírse de quien está en el suelo. Pero aún
me queda la duda: ¿qué
haría yo si me viera en tu situación, en paro, y sin otra posibilidad de
trabajo que sumarme al carro de la malevolencia? No lo sé. Ayer por cierto me escribieron antiguos
compañeros de la tele que se sintieron identificados con tu carta, así que
gracias por dejarme publicarla. Un beso desde este Madrid donde disfrutamos de
las últimas noches solitarias.
El que recibe
las bofetadas, Elvira Lindo [17 de agosto de 2006]
Querida
E:
No
puedo decir que no me hubieras avisado. Nueva York, como decía Saul Bellow, es
Bangkok en verano. O a lo mejor es más Nueva York que nunca, esa ciudad
asfixiante de Arthur Miller. De pronto te sientes en un verano de otra época,
con gente en camiseta en las escalerillas de incendios y familias que toman el
fresco bajándose la silla a la calle. El mes de agosto se me ha ido volando y
no sé si este tiempo me ha servido para encontrar a algún tipo de salida. Fue iluso
pensar que los viajes nos revelan soluciones a problemas que nos traíamos en la
maleta. La mayoría de las veces sólo sirven para aparcar lo que te atormenta. Tengo cincuenta años, me digo,
y al decírmelo me sube un escalofrío por la espalda. Nueva York, tú lo sabes,
te hace ser muy consciente de que no eres joven. Por un lado, te da vitalidad,
por otro, te la resta porque percibes que es una ciudad para aventuras juveniles.
Ya no tengo edad. Mi viejo proyecto de venir aquí y buscarme la vida tendrá que
ser archivado en la carpeta de las ilusiones frustradas. Pienso también en lo
que me espera cuando vuelva. He trabajado toda la vida en la tele, un contrato
tras otro. Ahora, una vez más, estoy en paro. No me preocupa esa situación,
tengo suficientes contactos como para reengancharme a algo, el problema es que
por primera vez me planteo a qué. Las cosas que me han ofrecido están
relacionadas con ese mundo del cotilleo. Sabes que yo siempre he hecho lo que
me echaran, que he dicho que sí a cualquier cosa, que no tengo prejuicios en
trabajar en concursitos horteras o galas del sábado, pero no sé si sería
soportable, a mi edad, trabajar a favor de la crueldad y de lo más reaccionario.
Me pregunto si los gays
hemos llegado hasta aquí para contemplar cómo el sacar a los famosos del
armario se convierte en una operación punitiva que conduce a la burla pública. Acusar, como si fuera pecado,
a las folklóricas de bolleras; hacer juicios paralelos a los de la justicia;
apoyar la codicia de cualquier imbécil que quiere sacar tajada a costa de
difundir secretos de otros; mofarse de los familiares de los que pagan sus
pecados en la cárcel y actuar bajo ese indecente y demagógico pretexto: ¡lo
hacemos por el pueblo! Aún no entiendo cómo nosotros, tan batalladores y
siempre alerta para denunciar estereotipos ofensivos, no hemos señalado el
hecho de que las maldades suelen estar en boca de gays que amenazan con una sonrisita en
los labios y elevando la ceja, confundiendo el ingenio con la mala hostia. Es
como rubricar a diario ese indignante tópico que siempre nos persiguió, que
somos "malas" por naturaleza (¡tienen lo peor de las mujeres, se
decía antes!). Reconozco que los años me han vuelto más moralista: ya no creo
en el mensaje inocente. Ahora sé que todo ese lenguaje se alimenta de la
vileza y contribuye a envilecer, a crear un clima insano. Ya sé que la tele tiene un
botón, pero me descorazona pensar que hay tanta gente a la hora de la comida
oyendo hablar del "coño" de la Pantoja, como si tal cosa. ¿Era esto
la libertad de expresión?, ¿no se puede hacer nada, está todo fuera de control?
Pero a
quién le vas a hablar de horarios infantiles. Ya estamos hechos a que lo cruel
sea moneda corriente y la intimidad esté desprotegida. En fin, en estas estoy,
deshojando la margarita, porque me temo que tendré que elegir entre el dinero o
la tranquilidad de conciencia.
Por lo demás, paseo y vivo alguna situación memorable: vi a Julia Roberts
comprando muebles en ABC y me duché en la calle con una boca de riego. ¿Se
puede pedir más? Besos y perdón por el desahogo.
(Cuando
leí esta carta, o una que era muy parecida a ésta, apagué el ordenador y me fui
a la cama desolada).
Correo
electrónico, Elvira Lindo [El País, 26 de agosto de 2006]
No me gustaban los refranes. Me
parecía que reducían el mundo a lo más miserable del ser humano. Te los
repetían machaconamente de niña. Me desagradaba esa sabiduría mezquina. No me
gustaban, como no me gustaba cuando un mayor te decía: "Que te vas a
caer", y si efectivamente te caías, entre caricias saboreaba un cruel
"te lo dije". Los refranes son eso, un "te lo dije". En los
últimos tiempos me he reconciliado con ellos al oírlos en boca de extranjeros
que están aprendiendo español. Los sueltan como haciendo gala de su
conocimiento del idioma. Es chistoso escuchar con acento americano eso de
"quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija". Hay otra
manera de reconciliarse con el refranero: pensar en las equivalencias que
existen en otros idiomas.
Mantienen el significado pero cambian los símbolos. Esto te ayuda a descubrir
esa parte secreta de la vida cotidiana que es tan difícil de captar. Por
ejemplo: "No good
deed goes unpunished" ("Ninguna buena acción quedará sin
castigo"). Me encanta. Es horriblemente cruel. Este refrán miserable
viene a advertirte sobre lo que puede ocurrirte si te pasas de generoso.
Algunos refranes proceden de las obras de Shakespeare, por eso uno les atribuye
inconscientemente una belleza añadida, pero la realidad es que siempre tienen
una equivalencia en nuestro idioma. Con el tiempo, y habiendo perdido parte del
crédito juvenil que le daba a la bondad humana, admito que lo que no me gustaba
de los refranes era su infalibilidad. Esta noche pienso en un
refrán que "casi" nunca falla: "Dime de lo que presumes y te
diré de lo que careces". A veces hemos de admitir que personas
insoportablemente presuntuosas alardean de un don que efectivamente tienen. El
caso más cómico sería el del arquitecto Lloyd Wright. Estando Lloyd Wright en
un juicio, el juez le entró así: "Usted es considerado el mejor arquitecto
del mundo", a lo que él añade: "Por supuesto". Al salir de la
sala, su mujer le dice: "Tenías que haber sido un poco más modesto",
a lo que Wright contesta: "No podía, estaba bajo juramento". Pero
salvo casos como éste (también discutibles), el "dime de qué presumes y te
diré de qué careces" da en la diana. Ese actor, cantante o escritor que ha
cultivado un prestigio de gran semental suele ser (según cuentan al oído las
damas) un amante mediocre propenso al gatillazo. Como decía Vittorio Gassman,
prefiero la sensualidad escondida, la que se exhibe de puertas para dentro.
También están esos abanderados
de la coherencia que la aplicarán sólo cuando les encarte. Los que
presumen de decir las cosas a la cara pero nunca se las sueltan al que manda.
Los que exigen libertad
para sí mismos pero defienden las dictaduras simpáticas. Los que
hablan de solidaridad y pagan mal a la doméstica. Los que imponen una rectitud
vaticana perdonándose a sí mismos pecadillos de alcoba. Los que exigen al
prójimo un pasado intachable y callan lo que ellos fueron. Tal vez esto último
sea lo más sangrante: la actitud arrogante de aquellos que nos dan la charla,
esos sacerdotes que surgen en el mundo de la cultura, que pasándose el día
entre presidentes y gente influyente tienen aún la desfachatez de adelantarnos
por la izquierda. Pasa que de pronto descubrimos que aquel que tanto predicaba
tiene algo por lo que callar o algo que debería confesar. No creo en
los pasados intachables, es más, la vida es suficientemente larga como para
poder arrepentirse de los pecados de juventud y ser perdonado. Pero lo que
resulta irritante es que aquel que tanta doctrina desplegó, hablo ahora de Günter Grass,
callara lo que él mismo debía haber puesto como ejemplo de la enfermedad moral
que sufrió Alemania.
Entre los curas y los sacerdotes laicos pasa uno la vida soportando sermones.
Lo bueno es que, igual que cuando entonces hablaba el cura, tengo la habilidad
de abstraerme. "In one ear, out the other", o sea, que por un oído me
entra y por otro me sale.
Sermones, Elvira Lindo [El País, 20 de
agosto de 2006]
El futuro está escrito. No en las
palmas de las manos, en algunos libros. Una noche sin sueño, a las tantas,
paseando como un fantasma entre las respiraciones felices de esta familia mía
que duerme envidiablemente, tomo de la estantería un libro de Chéjov y paso un
rato intentando decantarme entre el Orfidal que llevo en una mano o Chéjov que
va en la otra. ¡La química o el espíritu! Finalmente negocio: leeré un cuento o
dos y luego me premiaré, como se premia a las focas con la sardina, con un
pastillazo que me desconecte esta mente sin sosiego. Cada cuento que leo o
releo (como suele decirse) siento una punzada en el corazón que me sitúa en un
estado de ánimo chejoviano.
Pienso y pienso a las tres de la madrugada, con la locura que produce el
insomnio unido a la ficción, en cosas que me irritan profundamente y que en la
noche me asaltan. En uno de los cuentos, La crisis, un estudiante al que sus
amigos han llevado de putas, vuelve a casa con el ánimo por los suelos, pasea
de un lado a otro de su habitación y piensa, enfebrecido, en si la prostitución
es un mal o no lo es. Convencido de que se trata de una forma de esclavitud,
estudia las posibilidades de erradicarla. Finalmente se siente derrotado:
siempre habrá hombres repugnantes que convertirán a las muchachas en
"mujeres caídas". Lo prodigioso de los cuentos de Chéjov es que
todo lo que cuenta está ante los ojos. Chéjov contó el futuro o tal vez cuenta
un presente continuo. Las mezquindades del alma, la bondad, el mismo paso del
tiempo que nos muestra aquellas ilusiones de juventud que no fueron cumplidas,
o el tiempo muerto, que es parecido al que vivo yo ahora, ese tiempo en el que
parece que no pasa nada y sin embargo la mente sigue sometida al bullir de la
vida. Todo está en sus cuentos. Como el estudiante chejoviano, yo también quiero arreglar el mundo a las
tres de la madrugada. Las cosas que he leído en el periódico me vienen a la
cabeza y opino sola, discuto, imagino artículos tan sinceros que sé que nunca
publicaré. Me ronda, por ejemplo, la tristeza que me ha provocado esta
mañana el ataque frontal que Ian Gibson ha propinado en un artículo de este
periódico a la familia Lorca. Me pregunto si en este país es imposible
manifestar una opinión sin que te tachen de algo. Gibson, al que tanto
admiramos, se suma a las voces furibundas que etiquetan a las personas.
Etiquetar a la familia Lorca porque no esté de acuerdo con la exhumación de los
huesos de nuestro Federico (del lector, no sólo de los expertos), etiquetarla
de derechista, compararla con la ideología que destila el señor Fraga, es
injusto e incierto. La familia Lorca está en su derecho, me digo paseando chejovianamente este pensamiento,
de expresar su opinión como cualquiera y no debemos sembrar la duda de la
honorabilidad de quien tan duramente sufrió el exilio. Me pregunto, ¿es uno un
reaccionario porque no esté de acuerdo con levantar la fosa común del Barranco
de Víznar?, ¿en qué lugar está eso escrito? Me pregunto, ¿cualquier
cosa que digamos ha de ser tildada de izquierdista o derechista?, ¿no nos hace
eso esclavos de los partidos políticos?, o peor aún, ¿no nos resta eso libertad
de opinión?
Hay hoy gente muy valiosa que calla, que no opina por no meterse en líos y eso
ocurre, precisamente, porque hemos abandonado nuestra capacidad de discrepar en
aras de un burdo encasillamiento. Ocurre cuando debiéramos gozar de más
libertad de pensamiento que nunca. En otra noche de insomnio leí a otro ruso, Vasili
Grossman. Decía Grossman que su pensamiento era el de Chéjov, que consiste en
entender que los seres humanos siempre tenemos razones íntimas para ser como
somos.
A veces nos mueve la pura bondad, otras la inquina, la envidia o el
resentimiento aunque tratemos de ocultarnos tras un telón de verborrea
ideológica.
Insomnio, Elvira Lindo [El País, 19 de
agosto de 2006]
Yo le tengo tanto vicio a la noche que
el hecho de que a las ocho sea aún de día me parece un abuso del astro rey. Me
meto en el teatro Español y así me ahorro las últimas puñaladas del sol de la
tarde. Me gusta la noche urbana. Los guapos parecen más guapos y los feos
personajes de drama valleinclanesco. Sentada en la butaca del precioso teatro
diminuto me veo de nuevo y con alegría rodeada de los viejos actores. Cada uno
me ha dado una cosa. Esperanza Roy. El cuerpo intelectual la recordaría por La vida perra, pero en mi corazón
quedó cantando con voz masculina aquello de: "Yo soy la vedette de un teatro de revista,
¡jajaja!, empecé siendo corista, y como soy chica lista, aquí me ven de vedette de revista". A mi lado
tengo al hombre que me enseñó todas aquellas canciones, Paquito Valladares, la
voz de Dios en las viejas películas. Cuando rezo, (porque yo rezo aunque sólo
sea para que la Iglesia católica aprenda a comportarse) a veces confundo a
Jesucristo con Paco. Y que Dios me perdone, pero no me va mal. He pasado dos
años sin ver a los cómicos de mi vida. Compruebo que los actores no se hacen
viejos como usted o como yo, ellos más que envejecer adecúan su físico para
adaptarse a futuros personajes. Como no soy actriz no siento competencia. Como
no soy crítico no tengo que rehuirles. Yo a los actores los disfruto en sus
historias de niños chicos. La razón por la que había tantos cómicos en el
teatro Español es porque se estrenaban dos zarzuelas, Adiós a la bohemia y Black el payaso. A mí siempre me ha
gustado la zarzuela, pero sólo me atrevía a decirlo en casa. En cuanto
estaba a punto de salir del armario leía el artículo de un escritor modernillo
que tachaba el género de casposo y franquistón y yo me achicaba, aún sabiendo
que nada hay más fácil que poner adjetivos a lo que se desprecia. Pero la
presencia de actores entre el público es la prueba de que un espectáculo tiene
interés. La razón principal en este caso era Mario Gas. Lo que toca la mano de
este señor talentoso siempre merece la pena. Vi con emoción Adiós a la bohemia y al salir al hall a respirar otras opiniones me
encontré con Máximo, el dibujante. Máximo es dulce, caballero, pero siempre te
da un toque. Lo hace de forma tan sutil que en vez de mosquearte (que vendría a
ser lo habitual) te quedas rumiando. "Sólo te falta, me dice con su media
sonrisa, un artículo sobre la guerra". Se refería a las guerras del
momento, la de Irak, la de Israel. Ay, qué difícil entre zarzuela y zarzuela explicar por
qué no he escrito ese artículo que al parecer me falta. Que conste
que a mí me encantan esas amistades que se cultivan entre zarzuela y zarzuela.
Siempre tengo la sospecha
de que las amistades que se cargan de confidencias terminan hundiéndose. Pero vaya, si
hubiera tenido tiempo hubiera intentado explicar que hay quien
escribe artículos sobre cualquier asunto y hay quien piensa que no puede. Lo
confieso: estoy entre los segundos. No puedo. Por respeto, por desinformación,
porque no quiero repetir lo que todos dicen o porque creo que mi opinión no
importa.
Además la guerra me hiela la sonrisa. Como Black el
Payaso, en la estupenda zarzuela de Sorozábal, paso de la risa
escandalosa a la pena absoluta sin saber manejar los términos medios. Como
Black prefiero que de los asuntos de estado se encarguen otras plumas. Me
tienta tanto lo puramente cómico, que al ver ese circo zarzuelero, decorado
como el circo de un sueño, pensaba en lo feliz que yo sería cantando en ese
escenario con ellos. Más que escribiendo, que Dios me perdone, mi sueño sería hacer
de Black. Qué sensiblemente lo hace Javier Galán, por cierto. Pero oye, que si de lo que
se trata es de significarse, desde aquí lo hago: "No a esas
guerras". Yo creía que ya se me había notado.
Que Dios me perdone, Elvira Lindo [El
País, 13 de agosto de 2006]
Muevo la chancla por la ciudad
cerrada. Queda algún comercio abierto y entro. Sólo por hablar. Cuentan que
Fellini levantaba la mano a cualquier coche, como fingiendo haberlo confundido
con un taxi, y la gente lo llevaba a su destino. Fellini entendía que en la
ciudad todo lo que ocurre te concierne, por eso sus películas están llenas de
relaciones nocturnas inesperadas. Muevo la chancla y voy discutiendo con la
ciudad. Me dice un conocido, a ver si te nos has vuelto americana y miras esto
desde arriba. ¿Desde arriba? Yo observo desde la acera. No habrá quien patee
más que yo. Y lo aseguro: las ciudades que quiero se me confunden, tienen
ciertos parecidos: soy del país más antiamericano y antijudío de Europa (según The Economist) y vivo en el barrio
neoyorquino más antibush y crítico con Israel de América, con la particularidad
de que ellos son americanos y mayoritariamente judíos, lo cual es de traca. Para mí la
vida es un paseo sin fronteras. Voy por la calle Broadway y sigo por Montera.
Opino de lo que veo, aquí y allá. Lo de aquí me duele más, claro, como duelen
más los defectos de los hijos. Vivir en el extranjero debiera
servir para que la costumbre no te ciegue. Voy pensando, por ejemplo, que si me
encuentro a Gallardón, le diré que no se puede andar por Madrid, que está llena
de obstáculos. Veo esos maceteros con árboles secos que hay en la Puerta del
Sol o ese quiosco mostrenco de información turística en Callao y me irrito. En
Sol vallaron la estatua para que los inmigrantes no se sentaran en el poyete,
lo extraordinario es que han conseguido que se suban a los maceteros. Como las
piernas se les quedan colgando parecen árboles exóticos de los que brotaran
seres humanos. A Gallardón que voy, pienso. Soy una de esas locarias que hablan
solas y andan deprisa, como memorizando un pliego de protestas. Al llegar a la
plaza Mayor, la furia se me apaga. Miles de personas han aplazado la caña y el
jamón para escuchar la Novena
Sinfonía de Beethoven. Aquí está el pueblo de Madrid y sus
veraneantes con un deseo que va más allá del mero interés musical. Aplaudir a
Baremboin, el músico valiente, es afirmar la idea de que el entendimiento aún
es posible. Las caras de los músicos jóvenes tienen una belleza mediterránea.
Uno no sabría decir si son israelíes o palestinos, libaneses o españoles. El público
aplaude que sepan trabajar juntos y aplaude entre los movimientos, lo cual
irrita a algunos cursis que lo consideran paleto y chistan para acallar la
emoción popular (hay expertos a la que no puedes sacar del Teatro Real, no
saben estar en la calle). Esta noche el público quiere también transmitir una
emoción y estos músicos enérgicos, jovencísimos, se contagian del entusiasmo y
jalean al maestro pateando un ritmo flamenco que aprendieron en Sevilla. Esta
noche de luna llena la Novena
Sinfonía es más que nunca la Marsellesa
de la Humanidad y uno piensa que la energía no debiera destruirse, alguien
debería saber transformarla. De vuelta a casa, el pueblo sigue con la actividad
cultural. De Beethoven al Museo del Jamón donde se arracima en la barra y
dilata la emoción con cerveza. Luego marcharán del bracete, camino de la cama,
lamiendo un cucurucho. Lamer siempre tuvo efectos lexatinescos. El espectáculo
impagable de la calle, una noche de agosto, a las tantas. Pero la loca
insidiosa que hay en mí no puede disfrutar del todo estando por medio el
macetero horrible o esas músicas amplificadas que ensordecen el centro
madrileño y de las que no es posible zafarse. Músicas contra la paz (de
espíritu). Es como si la calle no debiera someterse a un control de calidad. No
es cosa de quitarle méritos a Gallardón por amansar a las fieras con una noche
tan emocionante, pero una cosa no quita la otra. Se siente. La próxima se lo
digo: Gallardón, aclaremos esto de una vez, maldita sea: ¿no habíamos acabado
ya con la corte chirimbolesca?
Paseo sin fronteras, Elvira
Lindo [El País, 12 de agosto de 2006]