domingo, 6 de octubre de 2013

“Bâtir des châteaux en Espagne”



He pasado una gran parte de mi vida sumergido en la lectura como un buzo pasa gran parte de la suya sumergido en el agua. Con la misma felicidad con que a los seis o siete años leía un tebeo de Pulgarcito o del Capitán Trueno leo ahora un libro sobre el planeta Venus, o una novela de Bernard Malamud que acabo de encontrar en un puesto callejero, o un reportaje del periódico, o una antología de poemas de William Carlos William. Entonces, cuando estaba en la escuela, me imaginaba el momento de volver a casa y ponerme de nuevo a leer mis tebeos, y esa expectativa me daba una dicha tan intensa, tan secreta, que era consciente de no poder transmitírsela a nadie. Vivía en una casa y en un medio social en los que apenas nadie sabía leer con fluidez ni escribir correctamente, y en el que los libros eran una rareza; pero tuve la suerte inmensa de que mis mayores accedieran a alimentar generosamente mi vicio precoz, en parte por una reverencia antigua hacia el saber y las palabras escritas, en parte por puro cariño. Volvían a casa de sus tareas misteriosas de adultos y me traían un cucurucho de cacahuetes recién tostados y uno de aquellos Sobres Sorpresa de la editorial Bruguera que contenían varios tebeos. En la madrugada del 6 de enero, los Reyes Magos austeros de aquel tiempo dejaban regalos que también tenían que ver con las palabras escritas: una pequeña pizarra y un pizarrín, de los que se usaban en los parvularios para trazar los primeros números y letras; un plumier o una caja de lápices de colores; algún tebeo, algún libro. Con la primera claridad del alba distinguía su portada, su título, empezaba a ver las ilustraciones del interior. El día de Reyes era una larga inmersión en la lectura.
Inmersión, sumergirse: hay mucha poesía en las expresiones más comunes. Uno se sumerge en un libro, desciende lentamente hacia el fondo de un medio más denso y menos iluminado que la realidad exterior. Uno cierra su escotilla, se acomoda en el silencio. El mundo real, unas veces es gozoso y otras es hostil. En la cámara sumergida del libro, uno se encuentra a salvo de todo, transitoriamente. El mundo real, la experiencia concreta, pueden ser felices o desdichados, estimulantes o tediosos: sea como sea, uno vive en ellos sometido a severas limitaciones de tiempo y espacio, a un reparto de personajes nunca numeroso, a la posibilidad del aburrimiento. El libro multiplica las dimensiones del mundo y la variedad de los paisajes y las vidas; lo salva a uno de la inmediatez literal de las cosas, de su anclaje fatal en el aquí y en el ahora, en el yo consabido. Pero el libro no embota la curiosidad hacia el espectáculo ilimitado y gozoso de lo más cercano: bien leído, es una lente de aumento, un microscopio, un telescopio, una máquina del tiempo.
Pero uno no lee para aprender, ni para saber más, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza. El buen aficionado lleva a cabo la mayor parte de sus mejores lecturas en diversos grados de proximidad a la posición horizontal. Bien es verdad que también se somete a las mayores incomodidades: lee de pie, en un vagón del metro; lee en la dura silla de una biblioteca pública, bajo una luz escasa que le daña los ojos; incluso en medio de la calle, con la misma impaciencia con que alguien que ha comprado una barra de pan recién hecha le arranca el pico tostado y se lo va comiendo en el camino hacia casa. Aquel lector definitivo, fanático, que fue Juan Carlos Onetti me contó una vez la emoción de ir por una calle de Buenos Aires leyendo una novela recién adquirida de William Faulkner, incapaz de contenerse hasta llegar a casa, hasta encontrar un banco en un parque. Cuando se tienen pocos libros, el único remedio contra la escasez es empezar de nuevo por la primera página a continuación de la última. A mí me pasó eso, a los 12 años, cuando descubrí La isla misteriosa, de Julio Verne, en una de aquellas ediciones memorables de la colección Historias. El vicio ha de ser alimentado, pero es un vicio tan feliz que la sustancia de la que se alimenta permanece intacta una vez consumida, incluso puede ser todavía más satisfactoria: es una refutación de ese antipático dicho inglés según el cual no es posible comerse la tarta y seguir teniéndola. Yo llegaba al final de La isla misteriosa y como no tenía ningún otro libro a mano volvía al primer capítulo, y la escena magnífica de los fugitivos que viajan en un globo arrastrado por un huracán era todavía más apasionante. ¿Cuántas veces puede uno leer un poema que le gusta mucho teniendo la sensación de que lo lee por primera vez? Pero la poesía, en su sentido más alto, no es un género literario, sino el ingrediente supremo de toda literatura, la nicotina que nos la vuelve adictiva, la dosis de uranio de la que se desprende una radiación perpetua, activa a lo largo de siglos, de milenios, tan poderosa que traspasa las distancias culturales y las barreras de los idiomas: hay tantos libros muertos que se escribieron ayer mismo, en nuestra misma lengua, y, sin embargo, Edipo rey, o la Ilíada, o una oración egipcia para invocar a los muertos nos afectan con su radiactividad inmediata, brillan en la oscuridad como aquel mineral de uranio que los esposos Curie investigaban en su laboratorio.
El lector vicioso puede leerlo todo. “Yo soy aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles”, dice en una confesión conmovedora nuestro Miguel de Cervantes, que no en vano inventó al primer héroe consumado de la lectura. Uno lee hasta los papeles rotos de las calles, los letreros de las tiendas, la novela barata de intriga que encuentra un día olvidada en el asiento contiguo del tren; pero aprende también a distinguir lo que le gusta mucho de lo que no le gusta nada, y poco a poco se va formando un criterio que puede ser a la vez exigente e indiscriminado. Hay tantas variedades posibles en el placer de la lectura, tantas maestrías diversas, que cualquier prejuicio es una segura equivocación. El lector vicioso es entusiasta y apasionado, pero no es arrogante, porque lo último que haría es exhibir el número de sus lecturas o pavonearse de ellas y mirar desde arriba a quienes no las comparten. El número de las obras maestras es muy amplio, de modo que cada lector tiene un espacio de soberanía en el que escoger las que a él más le importan. Cada lector es soberano de su reino privado, y los descubrimientos que alguien en particular hace en un libro, otra persona puede hacerlos en otro. Uno quiere transmitir sus entusiasmos, no ejercitar el desprecio, y menos todavía condecorarse con el mérito de lo que ha leído, o, peor aún, convertirse en un impostor o en un comisario político, o ponerse por encima de los que no pertenecen a su cofradía.
El lector vicioso no tiene una cofradía: por una parte, está solo en su deleite, que es completamente desinteresado; por otra, su fraternidad se extiende ecuménicamente al número inmenso de los desconocidos con los que comparte su pasión. Y además, gustándole tanto los libros, el buen lector sabe que los libros no lo son todo, y que hay que desconfiar del que, mostrándose muy sensible a ellos, es indiferente al dolor o a la misma existencia de las personas de carne y hueso. Esta advertencia es importante en un país como España, en el que la malevolencia y la mala leche tienen un prestigio intelectual que a mí me parece cada día más inexplicable. Un canalla que lee a Proust no es menos canalla. Incluso cabe la duda de si es posible ser un canalla y amar a Proust.
Otros vicios se amortiguan con el tiempo o se vuelven impracticables para quien se dejó estragar por la mala vida. Después de cuarenta y tantos años de ejercer con permanente alegría y extremada constancia este vicio mío, cada día tengo la impresión de disfrutar más de él, y mi único disgusto es el de pensar que nunca podré leer todos los libros que quisiera. “Le vice impuni”, le llamó Valéry Larbaud; el vicio sin castigo. Ahora mismo pienso en el libro que leeré esta noche en la cama exactamente con la misma ilusión con que esperaba hace muchos años el sobre de tebeos que mi padre o mi madre me iban a traer cuando volvieran a casa. Ese libro recién abierto que desde las primeras líneas ya nos gusta tanto es un don que nunca estamos seguros de habernos merecido.

El vicio sin castigo; Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de diciembre de 2005]

La política española resulta tan difícil de explicar al extranjero porque está toda entera contaminada de delirios, algunos de ellos tan difundidos, tan arraigados, que casi todo el mundo ya los confunde con la realidad. El delirio ha sustituido a la racionalidad o al sentido común en casi todos los discursos políticos, y los personajes públicos atrapados en él lo difunden entre la ciudadanía y se alimentan a su vez de los delirios verbales y escritos de unos medios informativos que en vez de informar alientan una incesante palabrería opinativa. La actualidad no trata de las cosas que ocurren, sino de las palabras que dicen los políticos, de los cuales no se conoce apenas otra cosa que sus exabruptos verbales. En ningún país que yo conozca los titulares están tan hechos casi exclusivamente de declaraciones entrecomilladas. El que llega de fuera se ve asaltado, nada más subir al taxi en el aeropuerto, por un zumbido perpetuo de opinadores que someten a escrutinio las declaraciones y contradeclaraciones previamente enunciadas por los charlistas de la política. Da la sensación de haber entrado en un bar de barra pringosa en el que el humo de la palabrería fuera más denso que el del tabaco, y en el que un número considerable de afirmaciones tajantes parece dictado por la ofuscación de una copa matinal de coñac.
El delirio contamina todos los saberes y con frecuencia termina por sustituirlos del todo. Hay una geografía delirante, que se manifiesta, por ejemplo, en los textos escolares y en los mapas de las noticias sobre el tiempo, y en virtud de la cual cada comunidad autónoma es una isla rodeada de un gran espacio en blanco y sin nombre o se dilata para abarcar territorios soñados. Casi cualquier delirio es un delirio de grandeza. El País Vasco abarca en los mapas Navarra y una parte de Francia: Cataluña se extiende hacia el norte y a lo largo del Levante y por las islas del Mediterráneo, en un ejercicio de megalomanía geográfica que se parece bastante al de los reinos que don Quijote imaginaba que conquistaría con su bravura de caballero andante. Galicia se agranda por las anchuras atlánticas de la lusofonía y por los confines de niebla de los reinos celtas. Y no quiero pensar qué ocurrirá cuando los cerebros políticos de mi tierra natal descubran por azar algún libro en el que se muestre que hubo una época en la que el territorio de Al-Andalus cubrió casi entera la península Ibérica y una parte del norte de África.
La geografía fantástica se corresponde con el delirio lingüístico: en esos mundos virtuales el español es un idioma molesto y residual que sólo hablan guardias civiles, emigrantes y criadas, y que por lo tanto no merece más de dos horas de enseñanza semanal en las escuelas, aparte de comentarios despectivos sobre su rusticidad y su patético provincianismo. Al fin y al cabo sólo se habla en tres continentes. Cuando no hay modo de prescindir de este idioma al parecer extranjero que sin embargo es el único de verdad común de toda la ciudadanía, se le desfigura en lo posible con una ortografía delirante, que debe de ser un enigma para la inmensa mayoría de los cientos de millones de hablantes que lo tienen como propio. Y cuando los jerarcas de tales patrias viajan por el mundo se convencen a sí mismos en su delirio de que hablan inglés, para no rebajarse a la indignidad de hablar español: pero con raras excepciones hablan inglés tan mal y con un acento español tan inconfundible que sólo los entienden los españoles diseminados entre el público, que constituyen, por otra parte, la mayoría de éste. Los dignatarios -da igual el partido o el territorio al que pertenezcan- cultivan un delirio grandioso de política internacional, y viajan por el mundo con séquitos más propios de sátrapas que de gobernantes democráticos, con jefes de prensa y de protocolo, con asesores, con periodistas, con fotógrafo de corte y cámaras de televisión, incluso con pensadores áulicos, en algún caso muy selecto. Se alojan en los mejores hoteles y gastan el dinero público con una magnanimidad de jeques petrolíferos. Viajan con el pasaporte de un país cuya existencia niegan y utilizan los servicios diplomáticos y consulares de un Estado al que no se consideran vinculados por ninguna obligación de lealtad, y aseguran que el motivo de tales viajes es la promoción internacional de sus respectivas patrias, provincias, principados, o reinos: obtienen, es verdad, una gran cobertura mediática, si bien no en los periódicos del país que han visitado, sino en los de la comunidad o comarca de origen, en la que todo el mundo parece aceptar sin sospecha el delirio de los resultados provechosos del viaje, así como la cuantiosa inversión necesaria para que sus excelencias celebren en Nueva York o en Melbourne una mariscada suculenta de la que habrían disfrutado lo mismo sin marcharse tan lejos, o hagan unas declaraciones a la televisión autonómica o al diario local a seis mil kilómetros de distancia.
El delirio afecta lo mismo al pasado que al presente, por no hablar del porvenir. Jovenzuelos malcriados que disfrutan de uno de los niveles de vida más altos del mundo se adornan de un corte de pelo carcelario y de un pañuelo palestino y se imaginan que participan en una intifada o en un motín kurdo o irlandés quemando los cajeros automáticos de sus opulentas instituciones bancarias y los autobuses de un servicio municipal de transportes lujosamente subvencionado, sin correr más peligro que el de un siempre desagradable enfriamiento después de la carrera delante de los paternales policías. En la escuela les han enseñado geografía fantástica y una historia mitológica inspirada en folletines truculentos del siglo XIX. Los tebeos de Astérix y las columnas de astrología de las revistas del corazón son más rigurosos que la mayor parte de sus libros de texto, pero tienen efectos menos tóxicos sobre las conciencias.
El delirio no sólo determina las historias que se cuentan en la escuela. Una editorial de prestigio le encarga a un escritor un libro sobre la caída de Barcelona al final de la guerra. Al escritor no le cuesta confirmar lo que sabe o sabía todo el mundo: que las tropas de Franco fueron recibidas en Barcelona por una muchedumbre entusiasta -ya observó Napoleón que en cualquier gran ciudad hay siempre cien mil personas dispuestas a vitorear a quien sea- y que en el ejército vencedor y entre la nueva clase dirigente había un número considerable de catalanes. Al escritor le dicen que el libro no puede publicarse, sin embargo: no porque cuente mentiras, sino porque las verdades que cuenta no se ajustan al delirio oficial sobre el pasado, según el cual la Guerra Civil española fue una guerra de España contra Cataluña, y ningún catalán fue cómplice de los zafios invasores, igual que ningún vasco llevó la boina roja de los requetés en el ejército de Franco.
El delirio niega la realidad pero puede tener efectos devastadores sobre ella. En España no queda nadie o casi nadie que simpatice de verdad con el fascismo o con el comunismo, y sin embargo se oye con frecuencia creciente que al adversario se le califica de facha o de rojo, con una insensatez verbal que hiela la sangre, y que revela una voluntad de ruptura de la concordia civil copiada de lo peor de los años treinta. Cuando a uno lo pueden llamar rojo por creer que el atentado del 11 de marzo lo cometieron terroristas islámicos o fascista por no eludir siempre la palabra "España" o defender la Constitución de 1978 está claro que el debate político ha caído en un extremo irreparable de delirio.
Por culpa del delirio de José María Aznar nos vimos involucrados en una guerra de Irak que ya era en sí misma otro delirio y en la que no contábamos militarmente para nada, pero que enconó el clima político del país y nos hizo más vulnerables a la amenaza del terrorismo integrista. Poseído por un delirio en el que ya vería a sí mismo coronado por los laureles de la Paz, esa bella palabra, el actual presidente no consideró oportuno prestar atención a los muchos indicios que venían avisando de que su negociación con los pistoleros y con los socios y beneficiarios de éstos no iba por buen camino. Tratar con gánsteres puede ser a veces tristemente necesario, pero conlleva el peligro de que los gánsteres tomen por blandura la benevolencia cautelosa del interlocutor y al menor contratiempo vuelquen la mesa de póquer y se líen a tiros. Que los servicios secretos no hubieran advertido lo que se aproximaba no tiene mucho de extraño, ya que tales servicios, casi en cualquier parte del mundo, se caracterizan por no enterarse de nada, contra lo que sugiere una extendida superstición literaria y cinematográfica: lo asombroso es que nadie en el entorno presidencial leyera los periódicos. La insolencia creciente de las hordas vándalas del norte, las cartas de chantaje y amenaza, los robos de pistolas y de explosivos, el descaro con que los terroristas presos amenazaban de muerte a los magistrados que los juzgaban (ante el apocado retraimiento, por cierto, de los policías encargados de reducirlos, quizás temerosos de provocarles una luxación si les ponían las esposas desconsideradamente): es increíble la cantidad de cosas que uno puede no ver cuando se empeña en cerrar los ojos.
También es llamativa la complacencia con que tantas personas de izquierda han resuelto en los últimos años abolir toda actitud que no sea de inquebrantable adhesión al Gobierno. He leído textos conmovidos sobre la felicidad de estar "al lado de mi presidente", y escuché hace poco en la radio a un entusiasta que llevaba su fervor hasta un extremo de marcialidad, asegurando que él, en estas circunstancias, se ponía "detrás de nuestro capitán, en primer tiempo de saludo", tal vez no el tipo de incondicionalidad más adecuado para el primer ministro de una democracia. Quizás uno, como va cumpliendo años -enfermedad política que denunciaba hace poco en estas mismas páginas Suso de Toro, a quien cabe suponer venturosamente libre de ella- conserva el recuerdo de otra época en la que las personas de izquierdas podíamos ser muy críticas y hasta en ocasiones hostiles hacia otro gobierno socialista, o por lo menos no incondicionales hasta la genuflexión, hasta las lágrimas. No digo que no haya motivos para oponerse a una deplorable Oposición, avinagrada y sombría, que no parece capaz de desprenderse de su propio delirio de conspiraciones, y en la que todo el talento de sus dirigentes da la impresión de estar puesto al servicio, sin duda generoso, de favorecer a sus adversarios. Lo que me sorprende es este nuevo concepto de la rebeldía y de disidencia, que consiste en rebelarse contra los que no están en el poder y en disentir de casi todo salvo de las doctrinas y las directrices oficiales. El delirio perfecto, sin duda: disfrutar de todas las ventajas de lo establecido imaginando confortablemente que uno vuelve a vivir en una rejuvenecedora rebeldía, inconformista y a la vez enchufado, obsequioso con el que manda y sin remordimientos de conciencia, gritando las viejas y queridas consignas, como si el tiempo no hubiera pasado, en la zona VIP de las manifestaciones, enaltecido a estas alturas de la edad por una cápsula de Viagra ideológica.
Estado de delirio, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de enero de 2007]

He olvidado con los años el nombre y la cara de aquel escritor ruso pero me acuerdo siempre de sus manos. Eran unas manos grandes, mucho más toscas que su cara, con los dedos chatos, con unas uñas aplastadas y como cuarteadas, rotas, crecidas con dificultad, las del índice y el corazón de la mano derecha muy amarillas de nicotina. En las palmas de las manos y en las plantas de los pies están escritas las vidas de la gente, me contó una vez un forense. En las manos de aquel escritor ruso, ex soviético, al que yo conocí en un congreso de literatura en Portugal, estaba escrita de manera indeleble una biografía de hospitales psiquiátricos y campos de castigo. Era un coloquio internacional del que tampoco recuerdo nada, salvo las manos de aquel escritor, salvo el dedo índice que por un momento se apartó del humo del cigarrillo para señalar en dirección de los colegas occidentales que compartíamos con él una mesa redonda, y que le habíamos escuchado en silencio mientras contaba su historia de persecución. "Qué poco tenemos que agradecerles a ustedes", nos dijo, el dedo amarillo de nicotina tan fijo como la mirada de los ojos muy claros. "Ustedes, los escritores europeos, que disfrutaban de la libertad, qué poca solidaridad tuvieron con nosotros, qué poca ayuda nos dieron".
Algunos bajaban la cabeza o miraban hacia otro lado para no ver aquel chato dedo acusatorio. Ésa ha sido la actitud de una parte de la intelectualidad occidental hacia los sufrimientos de las víctimas de los regímenes comunistas. Mirar para otro lado, callar por miedo a que lo acusen incómodamente a uno de cómplice de la reacción. Al fin y al cabo hay causas mucho más seguras que garantizan sin riesgo la vanidad de sentirse solidario, el certificado irrefutable de progresismo que le permite a uno la impunidad moral, aparte de un cierto número de beneficios prácticos que tampoco son desdeñables. Ya se sabe el peligro que se corre cuando se atreve uno a no marcar el paso de la ortodoxia, tan querida entre quienes al parecer tienen por oficio la libertad de la imaginación y la rebeldía del pensamiento. Hay, por lo tanto, quien calla y otorga, quien firma estratégicamente algunos manifiestos, quien tal vez llega a darse cuenta de ciertos horrores pero elige callar "para no favorecer al enemigo", no sea que alguien diga que se ha vuelto de derechas. Hay, en una gran parte de la izquierda democrática europea y americana, una resistencia sorda a aceptar que la opresión y el crimen cometidos en nombre de la justicia son tan repulsivos como los que se cometen en nombre de la superioridad racial. Basta que una dictadura se proclame de izquierdas para que sus abusos merezcan la indulgencia de quienes nunca correrán el peligro de sufrirlos, del mismo modo que un grupo terrorista que asegure luchar por la liberación de un pueblo oprimido despertará la emoción romántica de anglosajones y escandinavos llenos de buenas intenciones, capaces de llorar por el desamparo de un gato abandonado, pero fríos como pedernal ante la sangre de una víctima humana.
Intelectuales. A principios de los años sesenta, cuando el admirable documentalista y director de fotografía Néstor Almendros se exilió de Cuba y regresó a la Barcelona en la que había nacido, y en la que estaban sus amigos españoles, descubrió que para casi todos ellos se había convertido en un apestado. Se rebelaban contra la dictadura de Franco, pero sospechaban de él porque había huido de la dictadura de Fidel Castro; algunos de ellos eran homosexuales, pero cuando Néstor Almendros les contaba la persecución de los homosexuales en Cuba preferían no darle crédito. Como Castro se declaraba antiimperialista, criticar su tiranía era convertirse en cómplice del imperialismo. Señoritos burgueses de Barcelona se ungían de legitimidad revolucionaria negándose a aceptar que Néstor Almendros pudiera tener razón. Lo que contaba, lo que había sufrido, no merecía ningún crédito. Si era preciso se podría recurrir a la calumnia.
Éste es el grado siguiente de la infamia: hay quien calla, y hay quien levanta la voz, pero no en defensa de la justicia o de la libertad, sino para calumniar a los que han huido, a los disidentes, a los que cometieron el delito de desear para sí mismos y para su país lo mismo que disfrutan aquellos que les niegan la dignidad, el derecho a ser escuchados. Es una antigua técnica soviética. André Gide estuvo en la URSS en 1936, invitado con todos los honores, para leer el discurso funerario en el entierro de Máximo Gorki. Había sido hasta entonces un simpatizante sincero de la revolución. Pero en aquel viaje en el que las autoridades lo trataban con la pompa con que se recibe a un magnate extranjero empezó a observar cosas que lo inquietaban, que empezaron a sembrarle dudas, que le provocaban la alarma de contradecir sus convicciones más queridas. Otros veían y prefirieron callar, embriagados por ese licor tan irresistible para los intelectuales y los artistas, el halago a su vanidad de los gerifaltes de una tiranía. Pero André Gide volvió a Francia y se atrevió a contar lo que había visto, lo que no había podido ni querido ignorar, la pobreza horrenda, la desigualdad restablecida en beneficio de los jerarcas del partido comunista, la desoladora uniformidad de un país en el que el miedo apagaba las voces y bajaba las cabezas. Y a partir de entonces se convirtió en objeto de los peores insultos, en los que nunca faltaban las referencias groseras a su homosexualidad, que sería una prueba añadida de su decadentismo. André Gide llevaba muchos años muerto y Pablo Neruda lo seguía insultando en sus memorias, haciendo bromas sobre su "corydoncito".
Ahora un disidente cubano ha muerto después de una larga huelga de hambre y los papeles han vuelto a repetirse. A unos les ha tocado el oficio de callar, de modo que no hubo información sobre la huelga de hambre de Orlando Zapata, que reclamaba el derecho a la dignidad poniendo en juego lo único que le queda a uno en una tiranía, su vida. Y a otros, en el reparto habitual de la infamia, les ha tocado ejercer la calumnia. A Margarete Buber-Neumann también la calumniaron intelectuales europeos de conciencia limpia cuando después de sobrevivir a los campos de Stalin y a los campos de Hitler escribió un libro de memorias lleno de claridad y coraje explicando la inhumanidad idéntica de las dos tiranías. Mientras tantos estábamos callados, o no nos enterábamos, el actor Guillermo Toledo eligió para sí mismo el papel que sin duda considerará más ilustre, el de insultar a un perseguido desde la cima de su privilegio, el de llamar traidor y terrorista a un pobre hombre que jamás pudo tener ni una fracción del bienestar ni de la libertad que el señor Toledo y los que le jalean disfrutan sin peligro. Yo pensaba que ser de izquierdas era estar a favor de la igualdad justiciera de los seres humanos, del derecho de cada uno a vivir soberanamente su vida. No imaginaba que duraría tanto la costumbre estalinista de injuriar a los perseguidos y a los asesinados.
La costumbre de la infamia, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de marzo de 2010]

Yo no sé si me gusta o no me gusta la célebre cúpula de Miquel Barceló. Carezco de ese agudo sentido estético, cercano a lo adivinatorio, que permite a tantos de mis contemporáneos juzgar una obra de arte en virtud de algunas fotos y del color político del gobierno que la ha encargado. Incluso me pregunto si entre las tareas de un gobierno, en los tiempos que corren, se cuenta la de elegir a discreción a un cierto pintor y no a otro, y gastarse en el encargo al menos ocho millones de euros, sin un debate público previo. Hablar de dinero es mezquino cuando se trata de un artista de esta categoría, y de esta cotización internacional, nos dicen. Nos lo dicen personas que sí hablarían de dinero si el gobierno que ha encargado la obra fuera el del partido al que ellas no votan. En España, la indignación moral es tan previsible como la emoción estética. Sabemos quién se va a rasgar las vestiduras porque medio millón de euros salgan de los fondos de ayuda al desarrollo con la misma certeza con la que sabemos quién va a emocionarse con la cúpula de Miquel Barceló. La cúpula en sí, o la ayuda al desarrollo, no le importa a nadie: si esa misma cúpula la hubiera encargado el gobierno del otro partido, los mismos que ahora se quedan embobados ante ella sin haberla visto más que en fotos la encontrarían cuando menos discutible, y las denuncias valerosas contra el despilfarro de un dinero que debería haberse empleado en alimentar a los pobres del mundo se multiplicarían en columnas justicieras.
Yo no sé si el trabajo de Barceló vale los seis millones de euros que según dicen ha cobrado por el encargo. Todo necio, ya sabemos, confunde valor y precio, y los precios del arte están tan sometidos a la especulación como la vivienda. En las subastas de este otoño en Nueva York, cuadros que el año pasado se habrían vendido por decenas de millones de dólares no han encontrado comprador o han caído a la mitad de su precio. Aquí no reparamos en gastos. Ni de dinero ni de palabras. Por lo pronto, y en el espacio de unos días, la cúpula de Barceló ya se ha convertido en la Capilla Sixtina del siglo XXI, y está a la altura de la capilla de Mark Rothko en Houston o de las cuevas de Altamira, según las fuentes. En mayo del año pasado, en Sotheby's de Nueva York, se pagaron obscenamente 72,8 millones de dólares por un cuadro de Rothko en cuyo título había ya una delicadeza prometedora de haiku: White Center (Yellow, Pink, and Lavender on Rose). Si un Rothko, con sus rosas y lavandas desleídos, costaba esa cantidad demencial hace año y medio, ¿quién va a quejarse del precio de un Barceló de más de mil metros cuadrados en el que se han empleado treinta y cinco mil kilos de pintura?
Siendo dinero público, y dinero público de un país de tan endeble presencia internacional como España, las comparaciones resultan algo menos estratosféricas. Ocho millones de euros es más de la mitad del presupuesto que tendrá el año que viene la Seacex, que es la agencia estatal dedicada a organizar exposiciones de arte español en el extranjero; ésa es la misma cantidad que dispondrán en 2009 para sus programas culturales la totalidad de los 72 centros del Instituto Cervantes; y no quiero pensar en las asignaciones literalmente miserables que manejan las embajadas y consulados españoles en las grandes capitales del mundo, y que para lo más que dan es para alquilar una pequeña sala de conciertos o para contribuir con unos cientos de dólares al programa de una exposición. Algunas veces se oye la opinión triunfalista de que la presencia cultural francesa en el mundo está en declive, porque el francés tiene mucho menos empuje que el español, como si el azar demográfico del número de hablantes de nuestro idioma tuviera algo que ver con la visibilidad internacional de España. Pero basta comparar, en cualquier capital de Europa o de América, el porte de los centros educativos y culturales franceses con el de los españoles para despertar a la realidad y hacerse una idea inmediata de la triste posición que ocupamos, acerca de la cual se aprende también algo si se compara el número de diplomáticos españoles con el que disponen no ya Francia o Alemania o el Reino Unido, sino países como Holanda o Dinamarca.
Por encima de sus triviales diferencias, tan entretenidas al parecer para los periodistas, la casta política española tiene un gusto común por el mangoneo clientelar y las exhibiciones suntuarias. Durante los años prósperos han despilfarrado la riqueza que hubiera debido invertirse en dar un fundamento sólido de instrucción pública, justicia social y dinamismo económico al país, pero ahora que vienen tiempos de quebranto, ellos siguen tirando el dinero en sus caprichos megalómanos y en sus redes corruptas de control e influencia como si la crisis no existiera y como si la ciudadanía no fuera a pedirles cuentas nunca. Pero la ciudadanía parece haberse contagiado de la intransigencia de unos y otros, o de los Hunos y los Otros, como decía el pobre Unamuno al final de su vida, y el espacio para la libertad de conciencia y para el soberano criterio personal se va volviendo cada vez más estrecho: si yo pongo en duda la conveniencia de gastar ocho millones de euros en una cúpula para que se hagan fotos debajo de ella un cierto número de autoridades, me habré vuelto instantáneamente de derechas; y si en lugar de eso me declaro en éxtasis ante las estalactitas de colores chillones de Miquel Barceló, eso significará, ante los Hunos y los Otros, que estoy a favor de la alianza de civilizaciones, de la igualdad de género, de las energías renovables, del cine español, que me indignan los chanchullos inmobiliarios de los ayuntamientos del PP, pero no llego a enterarme de los que cometen los ayuntamientos socialistas...
No me da la gana. No quiero que mi pensamiento me lo estén dictando a cada paso los vigilantes voluntarios de un sectarismo político del que ya no están a salvo ni las opciones más personales de la vida. No acepto el dictamen casi amenazante del titular de este mismo periódico: "El arte de Barceló acalla las críticas". El arte no está para acallar las críticas sino para alentarlas. Llevo muchos años observando con mucha atención el trabajo de Miquel Barceló, y muchas veces me ha entusiasmado, y otras, sobre todo en los últimos tiempos, me ha parecido mucho más inventivo en las acuarelas y en los dibujos que en las obras de gran formato, en las que he intuido un cierto agotamiento de la inspiración, atemperado por el oficio. El mismo derecho tengo a que me guste esa cúpula como a que no me guste, y también a poner por encima del juicio estético una convicción política. Seguro que había cosas más urgentes en las que gastar todo ese dinero. En cuanto a las comparaciones con la Capilla Sixtina, quizás sería prudente esperar uno o dos siglos.
Bajo la cúpula, Antonio Muñoz Molina [El País, 29 de noviembre de 2008]

Después del derrumbe de los sueños lo que parece haber llegado a la España de ahora es el descrédito de la realidad. En 1982, cuando los socialistas llegaron al poder, se habían borrado ya la mayor parte de los sueños más generosos y más ineptos, que alimentaron a la izquierda durante la dictadura, así que muchas personas que en 1977 aún aspiraban a la república y a la revolución proletaria consideraron, cinco años más tarde, que el único futuro verosímil era el de una socialdemocracia sólida, eficaz, burguesa, incluso aburrida, una socialdemocracia que mantuviera razonablemente limpias las calles y las dependencias del Estado, que volviera puntuales a los funcionarios públicos y los transportes públicos, que nos convirtiera, en resumen, en un país europeo, con esa mezcla algo ingenua de romanticismo y de modernidad que tenía entonces la palabra europeo para los oídos españoles. En 1981 habíamos sobrevivido casi de milagro a una tentativa de golpe de Estado militar. En octubre del 82 al votar a los socialistas, muchos demócratas españoles renunciaban a algunos de sus sueños más audaces con la esperanza de que se disiparan a cambio las peores pesadillas del militarismo. Ya casi nadie esperaba la revolución, a no ser una concienzuda tardía revolución burguesa: legalidad, laicismo, educación y sanidad universales, algunas cosas obvias que cualquier ciudadano europeo occidental disfrutaba sin darles demasiada Importancia y que nosotros mismos, los que nos educamos en el radicalismo de los setenta, habíamos tendido a despreciar.
Muchos amigos me dicen ahora que ellos nunca votaron al partido socialista, que en ningún momento fueron engañados por él. A mí no me da vergüenza confesar que en las elecciones de octubre de 1982 voté por ellos y me alegré de la amplitud abrumadora de su victoria. Abolidos los sueños, o los delirios leninistas, parecía que por fin íbamos a consagrarnos a la edificación de la realidad. Ahora se nos olvida, pero la victoria del partido socialista era un hecho del todo excepcional en la historia de España.
Por primera vez una fuerza de izquierda ganaba por mayoría absoluta unas elecciones libres, en un periodo de relativa estabilidad internacional y sin graves convulsiones interiores. Hay que recordar que en 1931, cuando la alianza de republicanos de izquierda y socialistas emprendió las grandes reformas legales y sociales de la II República, el mundo entero atravesaba una crisis económica feroz, los totalitarismos ascendían en Europa y la propia España yacía en un estado de ignorancia y desigualdad intolerable. Los Gobiernos de los dos primeros años de la República padecieron además una permanente debilidad parlamentaria, que acabó provocando en 1933 el triunfo electoral de una derecha más adicta a Mussolini y a Hitler que a las frágiles formalidades de la democracia.
En 1982, ninguno de los peligros que habían acechado a la República de 1931 existía: España ya no era un país analfabeto y rural, propenso al oscurantismo religioso o al milenarismo anarquista; los avances en la construcción europea volvían inverosímil un rebrote de fascismo; y un Gobierno fortalecido por una vasta mayoría absoluta tenía delante de sí la legitimidad jurídica y popular y el tiempo necesario para llevar a cabo las reformas más imprescindibles, para convertir en práctica política las ganas de cambio de la gente. Felipe González y los suyos se parecían en las primeras fotos de Gobierno al país posible que entonces no costaba demasiado trabajo imaginar: gente joven, sensata, honesta, con capacidad técnica y arrojo político, gente nueva que no tenía nada que ver con los carcamales del franquismo, ni siquiera con los políticos profesionales europeos.
Creíamos que estábamos ingresando en la realidad, y ahora, 13 años más tarde, comprendemos que habíamos sido hechizados por un sueño que se parecía a ella, por una nueva utopía que ya no se nos antojaba inverosímil por el simple hecho de que era razonable. Nuestras ilusiones socialdemócratas han resultado tan insensatas como las antiguas ilusiones leninistas: pensábamos que no estaba mal renunciar al colectivismo si a cambio se lograba que las ciudades estuvieran limpias y que los administradores públicos fueran honrados, por ejemplo, pero ahora sucede que las, calles están más sucias que nunca y que los administradores públicos tienden a saltarse las leyes, pero ya parece que no le quedan a nadie principios lo bastante sólidos como para afirmar sobre ellos una rebeldía política, no sólo un rapto de furia, o de desánimo.
Durante los ochenta, los socialistas en el poder dedicaron toda su maquinaria publicitaria y su astucia dialéctica a proponerle al país una transacción: los mitos antiguos de la igualdad, la solidaridad y la justicia debían ser abandonados, o al menos pospuestos, en nombre de la modernización y de la eficacia. Si no éramos modernos, competitivos y eficaces, no podíamos sustentar la justicia; si se favorecía no la solidaridad, sino la codicia y el tiburonismo económico, la prosperidad que traería consigo una tal liberación de las fuerzas del mercado acabaría beneficiándonos a todos. Ninguna de las convicciones de izquierda que el propio partido socialista había defendido hasta no mucho antes podía mantenerse ya en pie: el pacifismo neutralista y la inclinación hacia América Latina y el Tercer Mundo quedaban desacreditados por la urgencia de ingresar en la OTAN y en la Comunidad Europa. En marzo de 1986, la campaña del referéndum sobre la OTAN significó una novedad radical en el modo en que los socialistas trataban la disidencia de izquierdas: por primera vez se volvieron abiertamente agresivos, intolerantes en la ebriedad de su soberbia.
Vistos a distancia, aquellos años, la segunda mitad de los ochenta, adquieren una luz de alucinación. En vez de utilizar sus colosales fuerzas parlamentarias en cambiar de verdad el país, los dirigentes socialistas se dedicaron, con la complicidad parcial de los demás partidos, a inmiscuirse en todos los poderes de la sociedad, a extender a todas partes el dominio arbitrario e impune de una casta política que se creyó por encima de la ley, invulnerable a los límites de la decencia y al mismo tiempo a la corrupción del dinero. En 1982, una de las promesas más insistentes de la campaña electoral había sido la reforma de la Administración pública. Para cualquier demócrata era evidente que hacía falta limpiar y racionalizar el Estado, liberarse de la siniestra incompetencia y de los hábitos represivos de una Administración forjada durante casi medio siglo por los vencedores de la guerra civil. La policía, el Ejército, las jerarquías ministeriales continuaban intactas. Pero no se trataba principalmente de la necesidad de una depuración política, sino de una modernización en el sentido más profundo.
Nada de eso ocurrió, al menos en el ámbito de la realidad, si bien las cosas eran de otro modo en ese espacio publicitario de los sueños que ha resultado ser el preferido no sólo por los socialistas, sino por todas las organizaciones políticas en el poder. En vez de cambiar, la Administración empezó a multiplicarse hasta extremos de burocracia asiática, crecieron Gobiernos y Parlamentos autónomos, patronatos, organismos públicos cuya utilidad nadie conocía, pero que incorporaban a militantes y clientes de los partidos y creaban una malla de intereses enquistados como parásitos de la vida productiva del país, una red populosa de servilismo político muy útil a la hora de una campaña electoral.
No se cambiaba la Administración, sino los logotipos de los ministerios y el mobiliario de las oficinas; no se desarrollaba en realidad una economía productiva, pero se favorecía la especulación financiera y se difundía el delirio de una incorporación a los países de cabeza de Europa, incluso a los grandes del mundo. Mientras se desmantelaba la agricultura y la ganadería para obedecer a las exigencias de Bruselas, mientras se vendían sin cálculo las empresas más sólidas del país a multinacionales extranjeras, el sueño de la modernidad se iba convirtiendo a medida que se acercaba el final de los ochenta en una desmesurada representación barroca, en una locura de despilfarro y exhibicionismo que infectaba por igual los hábitos públicos y las costumbres privadas.
Se vivía en una excitación febril de comprar y vender, en un aturdimiento que ocultaba o volvía irrelevantes los datos obstinados de la realidad: el crecimiento del paro, y de las desigualdades interiores; la caída constante de la productividad y la competitividad; la multiplicación monstruosa del déficit del Estado; la pérdida de cualquier rastro de solidaridad democrática, de un proyecto común de identidad política española.
La Olimpiada de Barcelona, el tren AVE y, la Exposición Universal de Sevilla iban a constituir las pruebas irrefutables de la modernización de España. El AVE, aparte una maravilla técnica, resultó ser un lujo exorbitante en un país del que se están suprimiendo los tendidos ferroviarios de sus regiones más pobres, con la explicación cínica de que esos trenes no son rentables. El AVE fue, entre otras cosas, el trofeo de una sumisión política de Felipe González, a François Mitterrand y a Helmut Kohl, sus dos patronos europeos. Tarda dos horas y media entre Madrid y Sevilla: el expreso nocturno que circula entre Granada y Madrid tarda lo mismo que hace medio siglo.
En los ochenta, los gobernantes socialistas solían decir que Andalucía, que es la región más atrasada de España, llevaba camino de convertirse en la California de Europa, un cruce entre Sylicon Valley y el Jardín del Edén. Pero, como la realidad es difícil y trabajosa de cambiar se prefirió construir en una isla próxima a Sevilla un simulacro moderno y fugaz de realidad, una Exposición Universal de la que se dijo que iba ser el asombro del mundo y el impulso definitivo para la prosperidad de Andalucía: los cientos de miles de millones que se quedaron allí nadie los ha calculado todavía, igual que no sabe nadie las fortunas que se labraron en esos pocos años de fiebre. Ahora la isla de la Cartuja es un paraje abandonado y desierto, y Andalucía sigue siendo la región más pobre de Europa, con un índice de paro que en, algunos lugares alcanza el 60%, pero también con una televisión pública que cuesta cada año 10 veces más que el Museo del Prado y con un Gobierno regional que no conoce límites en el exhibicionismo de su despilfarro.
En España, al final de los ochenta, casi nadie tenía mucho interés por conocer la verdadera realidad ni por restablecer una cierta moral que fuese a la vez cívica y privada. Se vivía en la borrachera creciente de los simulacros, en el cinismo de la acomodación mediocre o de la abierta rapiña, en la acomodación estratégica de los ojos cerrados. A forjarse y creerse proyectos sin fundamentos le llamamos en español "hacer castillos en el aire", Siempre me ha llamado la atención que a esas mismas alucinaciones se les llame en francés y en inglés "castillos en España". Eso hemos sido tal vez, o somos todavía, un país de castillos fastuosos e imaginarios, de espejismos carísimos, de verdades que nadie ha querido ver durante más de una década y, mentiras que ya están empezando a desmoronarse como esos edificios que se hunden en silencio en las imágenes de derribos que a veces se ven en la televisión.
En dos años, entre 1931 y 1933, el primer Gobierno minoritario y asediado de la II República Española llevó a cabo una tarea política educativa formidable, creó una Constitución y un nuevo modelo de Ejército, fundó escuelas, estableció el voto para las mujeres, la igualdad jurídica y el derecho al divorcio. En 13 años de Gobierno socialista uno tiene la sensación dolorosa de que el tiempo ha sido demasiado rápido y demasiado estéril y de que todas las cosas que parecían más sólidas se disuelven en el aire, como castillos en España o fuegos artificiales (en español hablamos de "castillos de fuegos").
Los sueños del 77 o del 82 han desaparecido, pero lo peor no es que hayamos dejado de creer en los sueños, sino que ya no nos creemos la realidad. Hace no mucho tiempo se decía que no importaba demasiado que hubiera cierta corrupción, si a cambio se obtenía eficacia. También eso resultó mentira: somos más corruptos, pero no más eficaces, y entre nosotros el escándalo se degrada velozmente en parodia, y ya ni nos apetece leer por las mañanas los titulares del periódico. Los socialistas han reinado, contagiándole al país un sentimiento de irresponsabilidad personal, de que cualquier cosa, si se hace con cierto cuidado, puede hacerse, de que no tienen ya sentido ni las viejas creencias ni el sentido incorruptible de la dignidad que fue en otro tiempo la médula moral de la izquierda. Algunos de los personajes más altos del Estado se encuentran en la cárcel: cada día se descubren nuevas inmundicias, nuevos despojos de la impunidad de tantos años; justo ahora el sueño de la integración europea es desmentido por el trato vejatorio que ha sufrido España a manos de sus socios en el conflicto pesquero con Canadá, o por el vandalismo consentido con que los agricultores franceses asaltan cada día los camiones españoles de fruta.
Detrás del decorado de los castillos en el aire personas libres de toda sospecha se han dedicado a robar e incluso a asesinar, pero al menos ahora que se les ha hundido el teatro ya es más difícil que se escondan. Mezclada al desaliento, algunos empezamos a encontrar una cierta ilusión, animada por el trabajo diario de los jueces, de los forenses, de los Policías honrados, de las simples personas decentes que no se han rendido en todos estos años a la gran marea pública, pero también íntima, de la corrupción. Al menos ya sabemos que hay mentiras que no pueden volver a contarnos y castillos que nunca más se sostendrán en el aire. Y en medio de todo yo no puedo olvidarme de que vivo en un periodo privilegiado de la historia de mi país, porque nunca hasta ahora hubo una generación española que disfrutara 17 años seguidos de libertad. Si no hemos perdido la libertad, no es imposible que seamos capaces de recobrar la decencia.
Castillos en España, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de junio de 1995]



«En todo lo que toca a nuestro bienestar y a nuestra desgracia deberíamos mantener a raya a la fantasía: me refiero, ante todo, a no hacer castillos en el aire; porque éstos son demasiado onerosos, ya que al poco tiempo, sollozantes, nos vemos obligados a demolerlos. Pero menos aún deberíamos agobiar nuestro corazón pintándonos desgracias meramente posibles. Es cierto que si éstas no tuvieran ningún asidero, o si fueran totalmente traídas por los pelos, sabríamos inmediatamente que todo no había sido más que un engaño, y nos alegraríamos mucho más de la realidad, que saldría ganando de la comparación, y a lo sumo habríamos extraído de dicha alucinación una advertencia sobre desgracias que, aunque posibles, son muy lejanas. Sucede, sin embargo, que a nuestra fantasía no le resulta fácil manejar estas cosas: lo único que construye de manera despreocupada son sus castillos en el aire. En cambio, el material de sus pesadillas son desgracias que, aunque lejanas, suponen para nosotros cierta amenaza real: son ellas las que la fantasía agranda, colocando la posibilidad de su ocurrencia mucho más cerca de nosotros de lo que en realidad está, y dibujándonosla con colores más terribles. De un sueño así no es tan fácil desprenderse al despertar como de los alegres: pues a éstos los contradice pronto la realidad, dejando a lo sumo una débil esperanza en el pecho de posibilidad. Pero no bien damos cabida a fantasías sombrías (blue devils), cuando éstas nos traen imágenes que no se van fácilmente: pues la posibilidad del asunto ha quedado, en términos generales, demostrada, y no siempre estamos en condiciones de evaluar el índice de su gravedad; es fácil, pues, que se convierta en probabilidad, y de ahí al miedo no hay sino un paso
Aforismos sobre el arte de vivir, A. Schopenhauer



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