Alrededor de la mesa, en una terraza a la que llega el
fresco nocturno de la bahía, la conversación va animándose según avanza la
cena. Una vicerrectora de la Menéndez Pelayo, muy simpática, su marido,
profesor de Matemáticas, un director de teatro y su compañera, el pintor Eduardo
Arroyo, Elvira y yo. Elvira, el director de teatro y Arroyo están dando desde
el lunes unos talleres que terminan mañana. Arroyo dice que su taller ha sido
muy fácil de preparar, ya que trata de él mismo. El director teatral sonríe con
la complacencia que parece propia entre quienes se dedican a ese oficio. Elvira
lleva meses empapada en Chejov, leyendo y releyendo cuentos de Chejov,
biografías, memorias de gente que le conoció, cuentos de escritores influidos
por Chejov. Ayer tarde me leyó en voz alta uno
prodigioso de Machado de Assis, uno de los grandes de la literatura brasileña,
de quien para mi vergüenza no sé nada. El cuento es un milagro: un hombre
recuerda una conversación que tuvo una noche, cuando era muy joven, con una
mujer atractiva y mayor que él, la esposa del dueño de la casa donde se
alojaba. Como estoy leyendo el libro sobre la iluminación nocturna me fijo en
que Machado de Assis hace una referencia, solo una, a la luz que hay en la
habitación: un quinqué. El cuento es tan misterioso que ahora, al
recordar la lectura en voz alta de Elvira, lo recuerdo como si tratara de algo
que me hubiera pasado a mí mismo hace muchos años.
Orígenes,
Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 6 de agosto de 2010]
MISA DE
GALLO
NUNCA pude entender la conversación que sostuve con una señora,
hace muchos años, tenía yo diecisiete, ella treinta. Era la noche de Navidad.
Habiendo convenido con un vecino en ir los dos a la misa de gallo, preferí no
dormir; acordamos que yo iría a despertarlo a medianoche.
La casa en
que me hallaba hospedado era la del escribano Menezes, quien había estado casado,
en primeras nupcias, con una de mis primas.
La segunda
esposa, Concepción, y su madre, me acogieron muy bien, cuando vine de Mangaratiba
a Río de Janeiro, meses antes, a hacer el curso de ingreso a la universidad.
Vivía tranquilo, en aquella casa de dos plantas de la Calle del Senado, con mis
libros, pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el escribano,
la mujer, la suegra y dos esclavas. Costumbres a la antigua. A las diez de la
noche todos estaban en sus aposentos; a las diez y media la casa dormía. Yo
nunca había ido al teatro, y más de una vez, oyendo decir a Menezes que se iba al
teatro, le pedí que me llevase con él.
En tales
ocasiones la suegra hacía una mueca, y las esclavas se reían con disimulo; él
no respondía, salía y sólo volvía a la mañana siguiente. Más tarde supe que el
teatro era un eufemismo en acción.
Menezes tenía
amores con una señora, separada del marido, y dormía fuera de casa una vez por
semana. Concepción había sufrido, al principio, por la existencia de la
concubina. Pero al fin se había resignado, se había
acostumbrado, y terminó pensando que aquello era una cosa normal.
¡La buena de
Concepción! La llamaban "la santa" y hacía honor al título, tan
fácilmente soportaba los olvidos del marido. En verdad, era un temperamento moderado, sin extremos, sin muchas lágrimas ni
risas. En la época a que ahora me refiero, podría juzgársela mahometana;
hubiera aceptado un harén, siempre y cuando se guardaran
las apariencias. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era
atenuado y pasivo. El mismo rostro era indefinido, ni bonito ni feo. Era lo que
solemos llamar una persona simpática. No hablaba mal de nadie, todo lo disculpaba. No sabía odiar; hasta puede ser que
no supiese amar.
Aquella
noche de Navidad el escribano fue al teatro. Era allá por los años 1861 o 62. Yo debía estar ya en Mangaratiba, de
vacaciones; pero me quedé hasta la Navidad para conocer "la misa de gallo
en la corte". La familia se recogió a la hora de costumbre; yo me instalé
en la sala del frente, vestido y listo para salir. De allí pasaría al corredor
de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres
llaves de la puerta de la calle; una estaba en poder del escribano, yo
llevaría otra, la tercera quedaría en casa.
—¿Pero,
señor Nogueira, qué hará usted durante todo este rato? —preguntó la madre de Concepción.
—Leer, doña
Ignacia.
Había
llevado una novela, Los Tres Mosqueteros, vieja traducción, creo, del Diario
del Comercio.
Me senté
frente a la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de una lámpara de Queroseno,
mientras la casa dormía, monté una vez más en el caballo negro de D'Artagnan y
partí en pos de aventuras. Al poco tiempo estaba completamente ebrio de Dumas.
Los minutos volaban, al contrario de lo que suele pasar cuando son de espera;
oí sonar las once, pero casi sin advertirlas. Mientras tanto, un pequeño rumor que provenía de adentro vino a sacarme de
la lectura. Eran unos pasos en el pasillo que iba de la sala de visitas
al comedor; levanté la cabeza; al momento vi asomarle a la puerta de la sala la
figura de Concepción.
—¿Aún no se
ha ido? —preguntó.
—No, aún no;
parece que no es todavía medianoche.
—¡Qué
paciencia!
Concepción
entró en la sala, arrastrando sus chinelas. Vestía una levantadora blanca, mal anudada en la cintura. Siendo delgada, tenía un aire de imagen romántica que no desentonaba con mi libro de
aventuras. Cerré el libro; ella se sentó en la silla que estaba frente a
la mía, cerca del canapé. Como yo le preguntase si la había despertado, sin
querer, haciendo ruido, me respondió con rapidez:
—No, de
ningún modo; desperté porque sí.
La miré con
cierta atención y dudé de lo que me decía. Sus ojos
no eran los de una persona que acaba de despertar; más bien parecían los de
alguien que aún no ha dormido. Esa observación, sin embargo, que para
otro podría ser importante, fue desechada sin dificultad, sin pensar que tal vez fuera yo la causa de su insomnio,
y que hubiera mentido para no disgustarme. Ya he dicho que ella era buena, muy
buena.
—Pero ya
debe ser casi la hora —dije.
—¡Qué
paciencia la suya, esperar despierto, mientras el
vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro
mundo? Hasta temí que se hubiera asustado cuando me vio.
—Cuando oí
los pasos me pareció un poco extraño; pero usted apareció enseguida.
—¿Qué estaba
leyendo? No me lo diga, ya me di cuenta; es la novela de los Mosqueteros.
—Exactamente:
es muy linda.
—¿Le gustan
las novelas?
—Mucho.
—¿Ya leyó la
Moreninha?1
—¿Del doctor
Macedo? La tengo allá en Mancaratiba.
—A mí me
gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Cuáles novelas ha leído?
Comencé a
decirle algunos títulos. Concepción me escuchaba
con la cabeza reclinada en el espaldar, y los ojos entrecerrados fijos en mí.
De vez en cuando se humedecía la boca con la
lengua. Cuando terminé de hablar, no dijo nada; así permanecimos algunos
segundos. Luego, la vi enderezar la cabeza, cruzar los dedos y apoyar sobre
ellos el mentón, con los codos apoyados en los brazos de la silla, todo ello
sin desviar de mí los grandes ojos vivaces.
—Tal vez la
haya aburrido —pensé.
Y en voz
alta:
—Doña
Concepción, creo que va siendo hora de irme, y yo...
—No, no,
todavía es temprano. Vi hace un momento el reloj; son las once y media. Le queda
tiempo. ¿Cuando usted pasa la noche despierto, es
capaz de no dormir al otro día?
—Ya lo he
hecho varias veces.
—Yo, no; si
me desvelo, al otro día estoy que me caigo, y tengo que dormir algo, aunque sea
media hora. Pero puede ser porque ya me estoy
haciendo vieja.
—¿Cómo
vieja, doña Concepción?
Dije esto
con tanta efusión, que la hice sonreír. Por lo general ella era de maneras
lentas y de actitud tranquila; ahora, sin embargo, se irguió rápidamente, cruzó
la sala y dio algunos pasos, entre la ventana del frente y la puerta del gabinete
del marido. Así, con el desaliño recatado de sus ropas, me causaba una
impresión singular. Aunque delgada, tenía no sé qué
cadencia en el andar, como si el cuerpo le pesara; esa característica nunca me
pareció tan especial como aquella noche. Se detenía a veces para
examinar un trecho de cortina o para corregir la posición de algún objeto en el
aparador; finalmente se detuvo frente a mí, al otro lado de la mesa. Era estrecho el
círculo de sus ideas; me repitió su asombro de verme esperar despierto;
yo repetí lo que ya le había dicho, o sea que no conocía la misa de gallo de la
corte y que no quería perdérmela.
—Es igual a
la del campo; todas las misas se parecen.
—Sin duda es
así; pero aquí habrá de seguro más lujo, y más gente también. Fíjese usted, la
Semana Santa en la Corte es más bonita que la de los pueblos. Y ni qué decir de
San Juan, ni de San Antonio...
Poco a poco
había vuelto a sentarse; colocó los codos sobre el mármol de la mesa y apoyó el
rostro entre las manos entreabiertas. Al no estar abotonadas, las mangas
cayeron naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy blancos, y menos
delgados de lo que podría suponerse. Verlos no era algo nuevo para mí, pero tampoco
algo habitual; en aquel momento, no obstante, la impresión que recibí fue
grande. Las venas eran tan azules, que a pesar de
la penumbra podía contarlas desde donde me hallaba. La presencia de Concepción
me hacía sentir más despierto que la lectura del libro. Seguí hablándole
de lo que pensaba acerca de las fiestas del campo y la ciudad, y de cualquier
cosa que se me iba ocurriendo. Cambiaba de un tema a otro, sin saber por qué,
haciendo variaciones o volviendo a los primeros, y riendo
para hacerla sonreír y poderle ver los dientes, que relucían de blancos,
muy parejos. Sus ojos no eran del todo negros, pero sí obscuros; la nariz fina
y larga, un poquito curva, daba a su rostro un aire de interrogación. Cuando yo
alzaba la voz más de la cuenta, ella me reprendía:
—¡Más bajo!
mamá puede despertarse.
Y no abandonaba aquella posición, que me llenaba de agrado, tan cerca
estaban nuestras caras. Realmente,
no era preciso hablar alto para ser escuchado; susurrábamos los dos, yo más que
ella, porque era yo el que más hablaba; ella, a
veces, se quedaba seria, muy seria, con la frente un poco fruncida.
Finalmente se cansó; cambió de posición y de lugar. Rodeando la mesa, vino a
sentarse a mi lado, en el canapé. Me di la vuelta y pude ver, de soslayo, la
punta de sus chinelas; pero fue sólo durante el instante que ella gastó en
sentarse; la bata era larga y las cubrió enseguida. Recuerdo que eran negras.
Concepción dijo en voz muy baja:
—Mamá duerme lejos, pero tiene el sueño muy liviano; si
se despertara ahora, la pobre, le costaría mucho volver a dormirse.
—A mí me
pasa lo mismo.
—¿Qué dice?
—preguntó ella inclinando su cuerpo para oír mejor.
Fui a
sentarme en la silla que estaba al lado del canapé y repetí la frase. Se rió de
la coincidencia; también ella tenía el sueño liviano; éramos tres sueños
livianos.
—Hay veces
que me pasa lo mismo que a mamá: despierto y me cuesta dormir otra vez, doy
vueltas en la cama, me levanto, enciendo una vela, camino, vuelvo a acostarme,
y nada.
—Fue lo que
le pasó hoy.
—No, no —me
atajó ella.
No entendí
la negativa; quizá tampoco ella la entendiese. Tomó los extremos del cinto de
su bata y se golpeó con ellos las rodillas, es decir, la rodilla derecha,
porque acababa de cruzar las piernas. Después me contó una historia de sueños,
y me aseguró que sólo había tenido una pesadilla en toda su vida, cuando era niña.
Quiso saber si yo las tenía. La conversación siguió
así, lentamente, largamente, sin que yo me acordase de la hora ni de la misa. Cuando
yo terminaba una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro
tema, y yo volvía a tomar la palabra. De vez en cuando me reprendía:
—Más bajo,
más bajo...
Hubo también
algunas pausas. Dos o tres veces me pareció que la
veía dormir; pero los ojos, cerrados por un instante, se abrían en
seguida, sin sueño ni fatiga, como si apenas los hubiese
cerrado para ver mejor. En una de esas veces creo que me sorprendió
absorto en su persona, y recuerdo que volvió a cerrarlos, no sé si de prisa o
lentamente. Hay impresiones de esa noche que se me
aparecen truncadas o confusas.
Me
contradigo, me enredo. Una de las que aún tengo frescas es que, en cierto momento, ella, que era apenas simpática, se
volvió linda, se volvió lindísima. Estaba de pie con los brazos cruzados;
yo, por respeto, quise levantarme; ella no me lo permitió, puso una de sus
manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado.
Pensé que
iba a decir algo; pero se estremeció, como si sintiese una corriente de frío,
se volvió de espaldas y fue a sentarse en la silla donde me había encontrado
leyendo. Desde allí dejó vagar la mirada por el espejo, que estaba encima del canapé, y me
habló de dos grabados que colgaban de la pared.
—Estos
cuadros se están poniendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compre otros.
Chiquinho
era el marido. Los cuadros reflejaban el interés primordial de su dueño. Uno representaba
a Cleopatra; no recuerdo el tema del otro, pero era también un cromo con mujeres.
Vulgares ambos; pero en aquella época no me parecían feos.
—Son bonitos
—dije.
—Bonitos
son; pero están en mal estado. Y además, francamente yo preferiría dos imágenes,
dos santos. Estos están más apropiados para un
cuarto de muchacho o una barbería.
—¿Barbería?
No creo que usted haya estado en ninguna...
—Pero me
imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de muchachas y de noviazgos,
y naturalmente el dueño del local les alegra la vista con figuras bonitas. En cambio para una casa de familia no me parecen
apropiadas.
Por lo menos
es mi opinión; pero yo pienso muchas cosas, así, un poquito raras. Sea como
sea, no me gustan esos cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción,
mi madrina, muy bonita; pero es una estatua, no se puede colgar en la pared, ni
yo lo desearía. Está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo la de la misa, me hizo acordar que podía ser
tarde, y quise decirlo. Creo que
llegué a abrir la boca pero volví a cerrarla
para oír lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal suavidad que
llenaba mi alma de pereza y me hacía olvidar la misa y la iglesia. Hablaba de
sus devociones de niñez y juventud. Luego refirió unas anécdotas de bailes,
unas historias de paseos, reminiscencias de Paquetá,2 todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó
del pasado, habló del presente, de los
asuntos de la casa, de las fatigas del trabajo
hogareño, que le habían asegurado antes de casarse que eran muchas, pero que no
eran nada. No me contó, pero yo sabía que se
había casado a los veintisiete años.
Ahora ya no
cambiaba de sitio, como al principio, y casi no cambiaba de posición. No se le
cerraban ya los ojos, y se puso a mirar distraídamente las paredes.
—Necesitamos
cambiar el empapelado de la sala —dijo al cabo, como si hablase consigo misma.
Asentí, por
decir algo, para salir de esa especie de sueño
magnético, o lo que quiera que sea que me paralizaba la lengua y los sentidos.
Quería y no quería terminar la conversación; hacía esfuerzos para apartar los
ojos de ella, y los apartaba por un sentimiento de
respeto; pero la idea de que pudiera parecer cansancio o aburrimiento, cuando
no era así, me llevaba a fijar otra vez mis ojos en Concepción. El
diálogo iba muriendo. En la calle el silencio era total.
Nos quedamos
algún tiempo —no puedo decir cuánto— absolutamente callados. El único rumor que se oía era un roer de ratón en
el gabinete que me hizo despertar de aquella especie de letargo; quise
mencionarlo, pero no hallé modo. Concepción parecía sumida en meditaciones.
Súbitamente, oí un golpe en la ventana, desde el lado de afuera, y una voz que gritaba:
"¡Misa de gallo!", "¡Misa de gallo!"
—Ahí está su
compañero —dijo ella, levantándose—. Qué gracioso: usted había quedado en ir a despertarlo, y es él quien llega a despertarlo
a usted. Salga, que ya debe ser la hora; adiós.
—¿Ya será
hora? —pregunté.
—Naturalmente.
—¡Misa de
gallo! —repitieron afuera, golpeando.
—Vaya, vaya,
no lo haga esperar. La culpa fue mía. Adiós; hasta mañana.
Y con el
mismo vaivén al caminar, Concepción enfiló por el pasillo, pisando con suavidad.
Salí a la calle y encontré al vecino que esperaba. Nos dirigimos a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más
de una vez entre el cura y yo; cárguese esto a la cuenta de mis diecisiete
años. Al día siguiente, en el
almuerzo, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia sin
despertar la curiosidad de Concepción. Durante el día, la encontré como
siempre, natural, benigna, sin nada que hiciese recordar la conversación de la víspera.
Por Año Nuevo viajé a Mangaratiba. Cuando regresé a
Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de apoplejía. Concepción vivía en
Engenho Novo, pero nunca la visité ni me encontré con ella. Más tarde oí
que se había casado con el escribiente juramentado del marido.
1
2
Isla
distante unas pocas millas de la bahía de Guanabara. Por esos años muy
frecuentada como lugar de paseo o verano de la sociedad carioca. (Nota del
traductor)
Misa de
gallo y otros cuentos
“Detesto
o escritor que me diz tudo”
La
desaprobación de Machado de Assis debe dirigirse contra los escritores
denominados omniscientes [narradores omniscientes], o sea lo que penetran en
los pensamientos y sentimientos del protagonista.
Para
escribir sus novelas y cuentos Machado se limita a lo que un relator oye y ve y
se dice y se lo dice a quienes lo lean; lo que yace bajo la superficie del
relato, el fondo, deben adivinarlo, conjeturarlo, deducirlo, los lectores.
Seis
escritores brasileños, hace algunos años, respondieron al desafío de redactar a
su manera La misa del gallo, según lo
que suponían ellos que realmente había sucedido.
[Creo
que todos hemos tenido alguna vez esa experiencia, me refiero a la de Nogueira.
Yo lo he interpretado como un intento de seducción por parte de la señora
Meneses, tan sutil y velado que no permite que el seducido lo interprete sin
riesgo de equivocarse.
El
seductor, en este caso seductora, no cree en el acierto de su propósito, ni
siquiera está segura de querer lo que quiere [seducir al joven]. No sabe hasta
dónde se atreverá a hacerlo explícito. No sabe cómo va a reaccionar el muchacho
pero sí cuenta con que va a provocar su sorpresa, con que va a pillarle
desprevenido. Ésa ya es una gran ventaja. Ella está completamente confiada en
que va a dirigir la situación y va a tener un papel activo. Pero, ¿lo hace cómo
un juego, por diversión? ¿Lo hace para probarse a sí misma hasta dónde es capaz
de llegar, si es capaz de cometer adulterio? ¿Lo hace para ganar seguridad,
para probarse a sí misma que todavía es atractiva y capaz de despertar el deseo
de un muchacho?
No
hay que olvidar que su marido la ha despreciado y que prefiere acostarse con
otra.
La
pregunta clave es ¿qué le provoca el
insomnio? ¿en qué piensa la señora Meneses cuando se dirige al cuarto del
muchacho?
No
la mueven malos sentimientos. No lo hace por despecho, por vengar a su marido.
Es
posible que tenga mala conciencia de su propósito y se avergüence de sí misma
por sentir deseo. Parece calcular el riesgo de que los descubran [de que su
madre los sorprenda conversando], el riesgo de que él la tome por una mujer
vulgar, fácil.
La
cosa se complica cuando uno tiene que admitir cierto grado de identificación
con la señora Meneses. ¿Quién no se ha sentido tentado de seducir a una persona
más joven, más inocente?
En
principio, Nogueira es un alma de cántaro. Parece del todo inocente a lo que
está sucediendo. ¿No quiere darse cuenta o finge
que no se da cuenta o lo advierte mucho más tarde, cuando regresa el recuerdo
en la celebración de la misa?
Nunca
pude entender la conversación que sostuve… Así comienza el relato.
Me
recordó una experiencia que me contó una vez mi padre. Estaba de ruta y entró
en un bar a tomar algo. Un señor que había en la barra le dio conversación e
intercambiaron unas frases. Mi padre estaba recién casado o a punto de casarse.
Veinticinco años. Actuó de un modo muy confiado y, cuando se dio cuenta, la
mano del extraño estaba rozando la suya.
Sintió
bochorno y vergüenza porque le hubiesen tomado por homosexual. Sintió repulsión
y deseos de salir corriendo de allí para no volver nunca más.
Pensó
que el propietario del bar y otros parroquianos habían sido testigos de algo
que él había provocado y de lo que tenía que avergonzarse. Se preguntaba: ¿qué
confianza le he dado a este hombre para que abuse de la mía? ¿Cómo no lo he
advertido antes? Todos los demás que estaban allí sabían que este señor me
preguntaba y me daba conversación para intentar ligarme y parecía que yo le estaba siguiendo el juego.
Como
conozco a mi padre, sé que él nunca habría tenido una reacción violenta. Se
sintió humillado, herido en su amor propio y con ganas de que se lo tragara la
tierra.
Si
no recuerdo mal, pagó la consumición, arrancó el coche y nunca más volvió por
allí.
He
pensado mucho en la otra parte. Yo intentaba hacerle razonar: papá, ¿acaso ese
hombre tenía mala intención? Él no quería humillarte. Tú te sentiste agraviado.
Puede
que Nogueira lo advierta, pero también lo paraliza el respeto. La considera una
señora y las señoras sólo buscan conversación y compañía. Las señoras casadas
se guardan de mostrar su insatisfacción o deseo. ¿Cómo puedo siquiera atreverme
a sospechar otra cosa? Además, se trata de una mujer buena y piadosa y esta
noche es Navidad. ¿Cómo pasamos eso por alto?
En
el título hay una referencia o alusión al mito de Alectrión jugando con la idea
de la misa del gallo. ¿Quién despierta a los amantes cuando el que vigila se
duerme?
Parece
que hay un momento de acercamiento y atrevimiento, apasionado y poco razonable,
otro en el que la señora Meneses duda y empieza a desandar y, desde luego, hay
un momento en el que se da por vencida. En la balanza pesa más lo negativo que
lo positivo. Esto es una locura, parece concluir. Tenía apenas una hora para
seducirle y se ha cumplido el plazo.
A
pesar de que Nogueira dice de ella “No sabía odiar. Hasta puede ser que no
supiese amar”, lo que él ve esa noche parece dibujar a una persona apasionada y
más activa que pasiva. Él descubre algo en ella que nunca antes había visto. La
posibilidad de que la mujer que él conocía no fuese absolutamente como él se
figuraba.]
Podemos
agregar la proposición de suponer lo que sucederá posteriormente al desenlace
del relato.
Conversan
y se miran. Nogueira piensa y se pregunta. Eso es todo.
Esta
situación será recordada por Nogueira muchos años después.
Esa
evocación no basta para saber lo que realmente sucedió aquella noche de
mediados del siglo XIX, en Nochebuena, en la Calle del Senado, en Río de
Janeiro. De lo que realmente sucedió no se percató del todo Nogueira, que por
entonces tenía sólo diecisiete años –y diecisiete años de un provinciano en el
Brasil del siglo XIX.
Pero
tampoco lo sabemos por el Nogueira ya convertido en un hombre maduro que
recuerda esa hora de su juventud.
Lo
que pasó por la mente de la señora Meneses esa noche.
¿Pero
qué cosa hubiera sucedido de no haber llegado a tiempo el amigo de Nogueira?
[Me
parece que el amigo no interrumpió nada que no estuviese ya interrumpido. La
señora Meneses sólo hubiera seguido adelante en caso de provocar una reacción
que no provocó. El muchacho no salió de su pasividad o no dio muestras de
salir.
Ella
ya había resuelto que no iba a dar un paso más para delatarse [quizá se sienta
avergonzada por su atrevimiento] y Nogueira, aparte de despistado, no va a
saber vencer ese respeto y reparo para adoptar una actitud más activa.
Definitivamente, con amigo o sin amigo, ella se hubiese marchado. Ésa es mi
interpretación]
Nogueira
no comprendió del todo la situación pero algo sintió.
[Claro.
Uno puede no saber interpretar correctamente los signos de la comunicación no
verbal: gestos, movimientos, posturas, miradas, silencios, brillos…pero, desde
luego, los percibe.]
Al
día siguiente, ella vuelve a ser la de siempre.
[No
comparto esta idea. Hay un antes y un después de esa noche. La señora Meneses
nunca volverá a ser la que fue para Nogueira. Aparentemente sí, pero sólo en la
medida en que pueden guardarse las apariencias. Nogueira ha descubierto que la
señora Meneses puede ser lindísima. Sucedió algo con lo que él no contaba. Ha
descubierto algo en ella que antes estaba oculto. La ha visto en bata y con
chinelas. Ya se acabaron las sorpresas. Y está prevenido de lo que podría
pasar.
Por
eso no le sorprende recibir la noticia de que ha vuelto a contraer matrimonio
con el secretario de su difunto marido, alguien a quien presumiblemente ella ya
había tratado con anterioridad.
Quizá
esa también sea la razón de que nunca la vuelva a visitar. ¿Cómo exponerse de
nuevo a un segundo intento de seducción? Mejor no tentar la suerte.
Machado
de Assis, el escritor que no lo decía todo, por Fernando Emmerich, Universidad
Autónoma de Chile [Taller de letras nº 44, 2009]
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