MADRID, 4 de junio de
1987
SEÑORES ACADÉMICOS:
NECIO y bien necio sería
yo, si insinuara que me faltan palabras para decir hoy mi gratitud a la Real Academia Española:
tengo todas las palabras de todos los diccionarios de la Real Academia
Española, todas las palabras de la lengua a cuya propiedad, elegancia y pureza la Academia atiende con
tanto amor y a cuya ilustración y defensa me honra convocándome. Sería
mentiroso y más que mentiroso, si afirmara que no sé hallar nombres para el
sentimiento que me vence al verme ‑y no creerme‑ entre vosotros. No, la emoción
tiene nombre, tiene nombres: Vicente Aleixandre, Antonio Rodríguez‑Moñino,
Ramón Pérez de Ayala, «Azorín», Antonio Machado, Ramón Menéndez Pidal, Pío
Baroja, Benito Pérez Galdós, Marcelino Menéndez y Pelayo, Juan Valera ...,
tantos nombres, hasta los días de Juan Meléndez Valdés o Tomás Antonio Sánchez
y todavía más arriba.
Yo he pasado mi vida al
arrimo de esos nombres. No porque haya soñado nunca hombrearme con ellos, ni,
claro está, con los generosos, admirables farsantes que ahora os fingís
compañeros míos. ¿Cómo iba yo (y, para no ofender otras modestias, mentaré sólo
a dos de nuestros Académicos ad
honorem) a pretenderme en pie
de igualdad con José Manuel Blecua y con Eugenio Asensio? No por eso,
ciertamente, sino porque gran parte de la vida se me ha ido entre
páginas ennoblecidas por esos nombres. Soy un historiador de la
literatura: nada más, pero ‑permitidme un punto de pasión- tampoco menos.
Y la literatura es precisamente esos nombres, es el ámbito de la tradición que la Real Academia
Española escruta con fervor y ella misma encarna con suprema dignidad.
En los años
de mi juventud, muchos queríamos confiar en la existencia de ciertas propiedades formales intrínsecas
y de suyo capaces de dar a un mensaje verbal la dimensión de obra de arte
literaria. Antes o después hemos aprendido que esas propiedades
presuntamente intrínsecas ni
siquiera son perceptibles, si cada altura de la tradición no las determina y las acoge como
pertinentes. Pocas músicas nos suenan aún más vivas que los acordes del
romancero y de la lírica popular que brota de los manantiales de la Edad Media. Pero el
Marqués de Santillana y los scientíficos varones que lo coreaban eran
sordos a la cadencia de los «romances e cantares», «sin ningún orden, regla ni
cuento», «de que las gentes de baxa e servil condición se alegran». Fácilmente
sigue prendiéndonos la serena harmonía del hendecasílabo. Pero a Boscán y a
Garcilaso bastantes les «dezían que este verso no sabían si era verso o era
prosa».
El tema
del historiador son los textos en los tiempos y, en particular, el tenaz,
cambiante diálogo de la obra singular con las múltiples fases de la tradición.
No es el gozo menor de esa tarea ‑gracias a Dios, la mía‑ comprobar que cada
cota que alcanza la literatura nueva ahonda además la vieja y enseña a
descubrirle horizontes no sospechados. Que lo presente, pues, también opera sobre lo pasado,
ejerce influencia en lo pasado. ¿O acaso sin modernismo y noventa y ocho, sin
vanguardias y veintisiete, podríamos hoy hacer justicia tanto a Santillana como
a los «romances e cantares» medievales, a Garcilaso y Boscán igual que a los
trovadores de cancionero que no distinguían el hendecasílabo de la prosa?
Entre
los quehaceres del historiador, ninguno quizá más interesante que contemplar in
statu nascendi ese diálogo
del texto y el tiempo: advertir cómo
formula la obra unas hipótesis y cómo la tradición las confirma o las matiza,
en un proceso de ajustes y reajustes que llega a sacar partido de sus propias
incertidumbres y a revelar riquezas donde el autor temía haber condescendido
con la trivialidad. Alonso Quijano se volvió loco porque en la segunda mitad
del siglo XVI sólo había dos rótulos comunes para una narración en prosa: o
'verdad' o 'mentira'; y don Quijote no quería poner en sus libros sino la
etiqueta de 'verdad'. A nosotros nunca se nos ocurriría tratar de 'mentira'
al libro que cuenta la fábula del buen hidalgo. Sencillamente, porque hemos
decidido que hay relatos que no pueden despacharse con ninguna de las dos
categorías que don Quijote tenía a mano: los llamamos «novelas», y tal vez se llevan la parte del
león en nuestra biblioteca. Pero en el último decenio del Quinientos ‑y quién
sabe si aún hoy‑ a las aldeas de La
Mancha llegaban pocos libros, y no había sino una novela y
sólo una, y ni siquiera concebida ni generalmente entendida como tal. Hablo, de
sobras se os alcanza, del Lazarillo
de Tormes; y me gustaría
convenceros de que a Alonso Quijano posiblemente jamás se le habría secado
el celebro si hubiera leído a tiempo el Lazarillo:
porque un caballero de tan natural ingenio sin duda había de averiguar allí
que una narración podía no
ser verdad y no por ello se convertía forzosamente en mentira. No otra
paradoja propone el Lazarillo al inventar, casi sin quererlo, la
novela moderna.
LÁZARO DE TORMES Y EL
LUGAR DE LA NOVELA
LOS NAIPES DEL TAHÚR
A los más tempranos
lectores del Lazarillo, allá por 1553, no podía pasárseles por
la cabeza que el pequeño volumen que empezaban a hojear fuera una obra de
ficción, como efectivamente lo era, y no, como parecía, una historia veraz y
verdadera. Un dato primordial nos lo asegura: que, lisa y llanamente, aún
no existían obras de ficción con los rasgos del Lazarillo. Nada en el libro llevaba a pensar en
los temas y en los modos distintivos de la literatura de imaginación en los
días de Carlos V; la literatura de imaginación desconocía los temas y los modos
propios del Lazarillo. ¿Con qué horizonte, pues, con qué
expectativas, había de emprenderse la lectura?
Ilustremos
la situación, al vuelo, evocando un aspecto tan elemental ‑y, por ahí, tan
ostensible, entonces y ahora- como la condición de los personajes. Al mediar el
Quinientos, la narrativa en castellano, con pocos títulos y menos variedades,
se agotaba en un censo reducidísimo de protagonistas: más allá de los cien mil
hijos de Amadís y de los condenados a perpetuidad en las cárceles de amor,
apenas si había descubierto a un aprendiz de brujo metamorfoseado en asno
(¿1525?), a los pastores de la
Arcadia según Sannazaro (1547) y a los inconcebibles
peregrinos de Núñez de Reinoso (1552). No eran, ciertamente, tipos con quienes
uno esperara tropezarse al volver la esquina. A cada paso se tropezaba, en
cambio, con sujetos como los cofrades de Lázaro de Tormes: el mozo de establo
que se colaba donde la viuda «en achaque de comprar huevos», el ciego comiendo
uvas en un valladar o el escudero tan feliz con un real «como si tuviera el
tesoro de Venecia». Los personajes no daban pie a la menor confusión: nadie
tenía por qué maliciar que también Lázaro de Tormes había nacido de la
invención de un fabulador. La irrupción de gentecillas como los padres o los
amos de Lázaro en un relato en prosa constituía una novedad absoluta y los
lectores de la época, en el pronto, no podían presumir que se las habían con
una ficción.
Así las cosas, ¿por qué
no sacar partido de esa imprevisibilidad del libro en tanto ficción?
Si los personajes ‑por no cambiar de ejemplo‑ estaban inéditos en la narrativa
de imaginación, pero tenían contrapartida en la experiencia común, ¿por qué no
potenciar un rasgo tan poderosamente original? ¿Por qué no aprovechar la
insólita verosimilitud del relato y ofrecérselo a los lectores como si fuera
verdadero? Entiendo que el autor del Lazarillo se propuso precisamente ese
objetivo: presentar la novela ‑cuando menos, presentarla‑ como si se tratara
de la obra auténtica de un auténtico Lázaro de Tormes. No simplemente un
relato verosímil, insisto, sino verdadero. No realista: real.
Verdadero y real, entendámonos, no sólo
por el contenido, sino también, y aun principalmente, en cuanto tal relato, en
cuanto discurso o acto de lenguaje. En efecto, apenas comenzada la
lectura, tras los encarecimientos y las excusas de aspecto engañosamente
trivial, una explicación deslizada sin el menor énfasis, sin ninguna
insistencia que incitara a desconfiar, proporcionaba al libro una eficaz
patente de autenticidad. Lázaro declaraba haberlo escrito como respuesta a la
petición de cierto corresponsal deseoso de ser informado sobre un
«caso» por el momento sin determinar: «Vuestra Merced escribe se le escriba y
relate el caso muy por extenso ...»
«Vuestra Merced escribe se le escriba ... » El Lazarillo, pues, comparecía en público como una carta: con todas sus
peculiaridades, una más entre las innumerables cartas que entonces llegaban a
las prensas. Porque leer, redactar, imprimir «cartas mensajeras» (según se las
llamaba) era una pasión universal en los alrededores de 1550. Desde que a
Pietro Aretino se le ocurrió editar su correspondencia personal, en 1538,
docenas y docenas de epistolarios en romance difundieron pródigamente las
experiencias, los chismes, las minucias privadas de otros muchos
contemporáneos, más o menos notorios, más o menos oscuros. La moda tuvo tanta
fuerza, que incluso sintieron la tentación de cultivarla quienes carecían de la
educación adecuada ‑«los non sabios escriptores», quienes «appena [sapevano]
leggere e formare i caratteri dell' alfabeto», como subrayaban dos testigos
bien enterados, Juan de Yciar y Francesco Turchi‑ y para quienes rápidamente
hubo que compilar los inevitables manuales y repertorios de modelos. Pero las
cartas eran de suyo una variedad expresiva reservada para la narración de
hechos reales, y el embozo de carta, por tanto, garantizaba al Lazarillo una inicial presunción de
veracidad.
Así, provisionalmente,
el contexto nos dicta una primera hipótesis cuya validez debemos ir
contrastando en el texto: el autor del Lazarillo
aspiraba a hacer al lector víctima de una superchería. Una
superchería con matices, una superchería irónica y para bien, pero superchería
al cabo. Porque a la ficción no se juega sin un pacto previo, sin convenir de
antemano en unas reglas. Y, en los preliminares de la partida, nuestro
novelista era un tahúr y repartía los naipes tramposamente, sin que se le
hubiera admitido la ventaja: recurría al excipiente neutro de la prosa,
prestaba a Lázaro un género o vehículo de comunicación habitual en la vida
diaria, prescindía de las marcas específicas de la literatura ... No podía
esperar que el libro, de suyo, fuera recibido como ficticio y forzaba los
indicios de historicidad. En breve: el autor no divulgaba una ficción, sino una
falsificación.
Venzamos la tentación de
extender el aserto a otros narradores y otras narraciones del Renacimiento.
Cierto que hasta las quimeras más desmelenadas salían a menudo a la luz como si
fueran crónicas o testimonios estrictamente verídicos. Pero ‑según Juan de
Valdés observaba del Amadís‑ allí se contaban «cosas tan a la
clara mentirosas, que de ninguna manera las podéis tener por verdaderas».
Nuestro autor, por el contrario, atendió a poblar el Lazarillo de cosas tan familiares, en apariencia
tan verdaderas, que no despertaran ninguna sospecha de ser mentirosas.
Las pretensiones de autenticidad de un libro de caballerías se acogían a una
convención bien establecida, y sólo los más ingenuos o apasionados las tomaban
a la letra. En cambio, los visos de realidad del Lazarillo infringían las condiciones
habituales de la ficción.
No eran ésas, por otra
parte, condiciones generalmente admitidas. Por cuesta arriba que a nosotros se
nos haga entenderlo, copiosos documentos antiguos y varias sólidas monografías
recientes prueban con largueza que, para el común del público renacentista,
una narración podía recibir la etiqueta de verdad o de mentira, difícilmente una tercera.
Verdad, como la Crónica del
Cid, o mentira, como Clareo
y Florisea ‑por aducir dos títulos de 1552‑, y mentira
dañina, de las que ‑tronaba en el mismo año Diego Gracián‑ «derogan el crédito
a las verdaderas hazañas que se leen en las historias de verdad». Porque la
etiqueta de ficción, en virtud de la cual se acoge como si fuera histórico, sin
aspavientos, un relato que no lo es, no tenía aún curso corriente: en conjunto ‑resumen
William Nelson y B. W. Ife‑, los lectores del siglo XVI rehusaban «establecer
distinción alguna entre la mentira en tanto mero engaño y la mentira como cosa
diversa de la verdad estrictamente histórica».
Las circunstancias,
pues, jugaban a favor de nuestro novelista. Digámoslo crudamente: el autor del Lazarillo quería engañar a los lectores. O
con nuevos matices: quería engañarlos tanto como pudiera, mientras pudiera ...
En seguida mostraré los
límites y las consecuencias de ese generoso propósito de fraude, pero no
será inútil corroborarlo antes desde otra perspectiva, y para precisar, de
paso, los términos de un problema por hoy sin solución.
Es corriente y sin duda
legítimo hablar del Lazarillo como de una «obra anónima», a
falta de referencias medianamente fidedignas sobre la concreta identidad del
autor. En los Siglos de Oro, no obstante, la norma sólo rara vez transgredida
fue no
establecer ninguna distinción entre el personaje y el novelista. Como
no la establecía, por ejemplo, Lope de Vega en la epístola al contador
Barrionuevo:
Acuérdome
que escribe Lazarillo
‑que en tal carta están
bien tales autores-
que su madre, advertid,
parió un negrillo...
Ni la establecía el
grave Antonio Lulio al disertar sobre el patrón retórico de «tales autores»
como «Apuleius, Lucianus, Lazarillus». Hay razones a favor de esa
indiscriminación. Porque en rigor no es exacto que la obra sea «anónima», en
el sentido de que se publicara sin el nombre del autor. El nombre sí se
consigna en la portada, y con todas las sílabas: «Lazarillo de Tormes». Tenemos
la convicción de que el relato no fue compuesto por nadie que respondiera por
Lázaro de Tormes. Mas que la atribución sea falsa no quita que ahí esté. El Lazarillo, pues, no es una obra anónima, sino
apócrifa, falsamente atribuida.
La perogrullada
-perdóneseme- se justifica únicamente por el deseo de iluminar al sesgo los
designios del novelista, la singular naturaleza de su tentativa. Estoy
persuadido de que el autor, no tanto por conservarse incógnito cuanto por
respetar la substancia misma del experimento, nunca habría consentido que su
nombre figurara en la cubierta. No es menos de Pero Grullo, en efecto, que
no podía consentirlo, si buscaba que el libro se tomara como de veras
redactado por Lázaro. Pero no sólo eso: si en algún momento hubiera estado
dispuesto a firmarlo, habría escrito un Lazarillo profundamente diverso del que hoy
disfrutamos. O aún más: incluso sin mudarle él una tilde, el relato tendría
otro alcance, porque el nombre del autor
robaría no poca fuerza al yo narrativo y a los trampantojos que
daba a los lectores de la época. Creo seguro que la edición príncipe, estampada
en 1553 (o acaso a finales del año anterior), no reflejaba fielmente la
voluntad del novelista: sin ir más lejos, el título, La vida de Lazarillo de Tormes, y
de sus fortunas y adversidades, tiene
toda la pinta de ser un postizo
(pues, por ejemplo, con una solitaria excepción al azar de un juego de
palabras, el protagonista es llamado siempre «Lázaro», no «Lazarillo»). Pero
también creo que el impresor (¿quizá Juan de Junta?) no traicionaba la
intención del autor al no incluir en el frontispicio sino la falsa atribución
al apócrifo Lázaro de Tormes.
EN el umbral del Lazarillo, pues, las señas de identidad de la
obra, aún fresca de tinta, parecían tan nítidas como respetables: se trataba de
la carta auténtica de un Lázaro de Tormes de carne y hueso. Demos por bueno, de
momento, que el objetivo del autor incógnito era que el lector no abandonara
esas presunciones, que resultaban obligadas a la luz de los primeros párrafos
del texto y de la situación literaria de la época. El escritor se proponía
hacer pasar una ficción por realidad, vender una fábula como historia. Con
todo, según ya he adelantado, la superchería tenía un límite: porque el
novelista necesitaba también que la impostura fuera descubierta. Todavía con
una salvedad: descubierta, pero no por completo, no de modo incontrovertible,
no sin dejar un último resquicio a la duda.
Es comprensible. Una
broma pierde valor, si, de tan perfecta, acaba no siendo reconocida como tal y
la víctima no llega a caer en la cuenta de que le están tomando el pelo. Si no
hubiera sido posible percatarse de que el Lazarillo era un apócrifo, una
falsificación, el autor habría compuesto un buen libro, pero también un libro
menos nuevo. Pues acoger como verdadera una carta con los rasgos de la de
Lázaro permitía regalarse con unas anécdotas y una trama chispeantes; pero descubrirla
no verdadera, sino verosímil era participar en un juego fascinante y asumir
conscientemente una inédita categoría de percepción artística: la exploración de la realidad cotidiana
bajo la especie de ficción, con unas herramientas y en una medida hasta la
fecha sin precedentes. Porque en la literatura anterior no faltaban unas pocas
aproximaciones al mismo mundo vulgar de Lázaro y los suyos, pero incluso cuando
aspiraban a ser más fieles y convincentes, como en La Celestina , no podían. prescindir de la
distancia impuesta por los géneros, las convenciones y los estilos. La ilusión
de estar ante una realidad cabal, sin mediaciones de ninguna clase, nunca ‑nunca‑
se había dado en los términos rotundos del Lazarillo. En teoría, el Lazarillo
no narra una historia real: es una historia real, el acto
lingüístico real de un individuo real ‑que a veces dice la verdad y a veces
miente‑.
Ahora bien, si la
superchería hubiera sido absolutamente indistinguible, el lector se habría
quedado sin la novedad más suculenta de la obra; si hubiera sido demasiado
diáfana, no habría podido evitarse la trivialización de la empresa: reestablecidas
las distancias tradicionales, el ejercicio de verosimilitud radical que suponía
el Lazarillo habría resultado menos pertinente.
En especial, si saltaba a la vista que no era el propio Lázaro quien contaba su
vida, ¿a qué tantos primores ‑desde la omisión del nombre del autor‑, y a
tantos propósitos minúsculos, para hacer creíble que sí la contaba él mismo? El
autor, por ende, se movía en un terreno difícil: había de llevar adelante
las pretensiones de realidad del relato, pero también dejar que esa presunta
realidad se pusiera en tela de juicio y, a la postre, impedir que pudiera
ser descartada perentoriamente como mera fantasía. Tales eran las cláusulas del
reto con que se enfrentaba y enfrentaba al lector.
Tendremos que volver
sobre varios de esos puntos, pero ya es hora de ir discerniéndolos más
concretamente en el texto. Sin embargo, como ahora no sería sensato querer ir
más allá de un par de ilustraciones, las limitaré a los dos centros neurálgicos del relato, a las páginas en que el autor
envida con una osadía y un dominio sin igual: el arranque y el desenlace.
Después de exhibir con
tanta discreción corno oportunidad la patente epistolar, Lázaro toma la materia
«no ... por el medio, sino del principio». ¿«Vuestra Merced escribe se le
escriba y relate el caso»?
Pues sepa Vuestra
Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé
González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi
nascimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y
fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una
molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más
de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle
el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nascido en el
río.
Pues siendo yo niño de
ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de
los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y
padesció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues
el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada
contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado
por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue;
y con su señor, como leal criado, fenesció su vida...
Nuestro lector de hacia
1553 por fuerza hubo de dar un respingo. Las sorpresas venían en cascada.
Lázaro, en primer lugar, era un hombre
de bajísima extracción social: el hijo de unos molineros de Salamanca ¿qué «buen
puerto» podía haber alcanzado, en qué «caso» y en qué «cosas tan señaladas»
verse envuelto que justificaran la publicación de una carta autobiográfica?
Puesto a escribirla, por otro lado, ¿era congruente mencionar hechos tan viles
como el parto de la madre en una aceña o los hurtos y el destierro de Tomé
González? De mencionarlos, en fin, ¿lo hacía Lázaro en el tono más propio,
cuando ni siquiera el verbo parir se dejaba pronunciar en sociedad sin
una coletilla como «hablando con reverencia de Vuestra Merced»?
Eran ésas peculiaridades
bastantes, y de sobras, para que el lector entrara en sospechas. ¿No
habría allí gato encerrado?, se preguntaría; y no sabría decidirse por una
respuesta. Cuerdamente. En el decenio siguiente, en efecto, al Ilustrísimo y
Reverendísimo Señor don Martín de Ayala, arzobispo de Valencia, no le
ruborizaba empezar el Discurso de su vida describiendo el laborioso
parto de su madre, «porque estuve ‑puntualiza‑ una tarde y dos días en nacer
... y, así ..., fui de medio cuerpo abajo peloso», y proseguir refiriendo cómo
su padre tuvo que ver con la «muerte de un pariente ..., por lo cual, y porque
era hombre mal aplicado a la hacienda, y por deudas que tenía, hubo de dejar la
tierra» y enrolarse en la misma «armada contra moros», «la de los Gelves», en
que, a prestar fe a la viuda, murió el padre de Lázaro. ¿Iba por ello a negarse
crédito a Su Ilustrísima? Lázaro de Tormes ¿no acabaría también de obispo,
quizá in partibus infidelium?
Por otra parte, Lázaro gastaba
una delicadeza admirable. No decía en absoluto que Tomé González
hubiera robado el trigo de los sacos: admitía únicamente que algunos le «achacaron
... ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler
venían», como si se tratara de un cirujano que, por disculpable error, hubiera
practicado flebotomías contraindicadas en el costado de un paciente. Y, con
los Evangelios en la mano, agregaba que el buen Tomé «confesó» la equivocación,
con encomiable franqueza; «padesció persecución por justicia», cual los
«bienaventurados» a quienes aguarda el reino de los cielos, y, «como leal
criado, fenesció su vida» en defensa de la patria y de la religión ...
El lector, pues, debía
de entrar en sospechas, pero no podía sentirse aún en condiciones de dictar un
fallo seguro. Más espinosas eran, no obstante, las revelaciones que le
esperaban inmediatamente, y tampoco de ellas cabía extraer un veredicto
definitivo. Porque Lázaro no ocultaba que la «conversación» de su madre y el
morisco Zaide vino a darle «un negrito muy bonito». Pero el episodio estaba
dibujado con tintas que de ningún modo implicaban acusación, burla o desprecio,
y sí comprensión y ternura. Lázaro ponderaba las penalidades y los sacrificios
de Antona, asistenta de unos estudiantes, lavandera, fregona de mesón, para
criar a sus hijos. Recordaba a Zaide llevándoles «pan, pedazos de carne y en el
invierno leños», a cuya lumbre se calentaban, y no sólo se arrepentía de no haberlo querido bien al principio, sino que
no vacilaba en exculparlo y desviar las censuras hacia peces más gordos:
«No nos maravillemos de un clérigo ni fraile porque el uno hurta de los pobres
y el otro de casa ..., cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto».
Hasta desembocar en la espléndida estampa de la despedida, en el trance en que,
«ambos llorando», Antona le daba la bendición, con sencillas, entrecortadas
palabras de dolor: «Hijo, ya sé que no te veré más ... »
Unas imágenes tan
cordiales y comprensivas habían de parecer en 1553 más propias de una historia
verdadera que de una fabulación, porque esa mirada afectuosa a unos personajes
de la insignificancia social de Antona y Zaide era igualmente extraña a la
narración literaria y al cuento popular, «donde ‑realza doña María Rosa Lida‑ la
miseria del pobre ... se da por sentada sin ironía ni
piedad, y no inspira detenidas evocaciones». A pesar de todos los resabios que
arrastramos, a nosotros siguen emocionándonos las desventuras de la fregona y
el acemilero morisco; pero esos mismos resabios nos ayudan a reconocer en ellas,
también, una de las tretas del incógnito. Al cargar la mano en las «mil
importunidades» que padeció su madre, Lázaro está empezando a aplicar una
estrategia que casi se confunde con la razón de ser de todo el relato: mostrarse
zarandeado por «fortunas, peligros y adversidades», para ganarse la simpatía
del lector ‑y en particular del corresponsal a cuya carta contesta‑,
moviéndolo «ad misericordiam» ‑según aconsejaba la retórica‑, de suerte que
disculpe las flaquezas y las menguas del protagonista. Pues si Lázaro ofrece
«entera noticia» de sí en respuesta a una demanda de explicaciones sobre «el
caso», al final termina averiguándose que «el caso» es algo de lo que
ciertamente le cumple hacerse perdonar. Pero ya al comienzo, en forma análoga,
la cariñosa reseña de las desgracias de Antona sirve para hacer perdonar el
único pecado de la infeliz, no por casualidad parejo al «caso» de Lázaro: las
relaciones con Zaide. Y, así, la coloración sentimental atenúa a su vez la
crudeza de Lázaro al confesarse hijo de tal madre.
La confesión era
extraordinariamente dura, en efecto. ¿Qué español del siglo XVI no
procuraría esconder que su madre se había amancebado con un esclavo negro?
Hasta las últimas líneas, ningún otro dato empujaría más al lector a concluir
que la historia de Lázaro no podía ser auténtica, sino una invención o una
chanza. Estoy convencido de que el novelista había previsto ese impulso y lo
había provocado con plena deliberación al principio del relato. Tras introducir
en el ánimo del lector la firme presunción de veracidad que conllevaba
reconocer el texto como una carta mensajera, ponía ante sus ojos la dificultad
más sería que iba a suscitársele al respecto, obligándolo a preguntarse por la
condición, verdadera o falsa, del Lazarillo. Pero el lector no podía aún tomar una
decisión. Si no se trataba de un libro fidedigno, no existía en la época
casillero donde situarlo claramente. Tan nuevo era el producto, de hecho, que
no ya la prudencia, sino la perplejidad, recomendaba postergar un juicio terminante.
Todo podía esperarse de una obra tan singular y de una narración tan poco
encauzada todavía. Eppure ...
Y sin embargo, sí, el
recelo había de ser grave, y el autor querría que se extremara allí,
precisamente en el arranque, donde con más eficacia fijaba el marco en que él
deseaba que se continuara la lectura, a una ambigua luz entre la verdad y la mentira. En
adelante, tras el golpe de efecto inicial, y hasta llegar al «caso» que ata
todos los cabos, Lázaro no vuelve a
contar nada que no se deba excusar como travesura de chiquillo, nada que permita tildar de inverosímil
que el propio héroe lo refiera. En adelante, pues, sólo un rasgo podía delatar
la superchería, y sólo a los más sagaces: la estupenda ensambladura jocosa
de los materiales, que haría pensar en una construcción literaria antes que en
el fiel trasunto de una vida. Pero desde luego que no era por ahí por donde
el autor corría el riesgo de que se le malograran los planes. A él le
interesaba mantener al lector en suspenso, incierto de si se hallaba ante una
realidad o ante una patraña, catando por primera vez en Europa el arte de una
nueva manera de ficción, expuesto a un relato donde todo podía ser auténtico y
nada lo era. Y el lector, después de haber aceptado como verídica la carta de
Lázaro, después de haber dudado que lo fuera al saludar a la parentela del
protagonista, se veía justamente en esa encrucijada. Desde tal punto, hasta el
desenlace, no podía sino resolverse a escudriñar la narración con cien ojos,
presto a inquirir si en alguna parte se traicionaba palmariamente la presunción
de veracidad con que había acometido la lectura. Pero también desde tal punto y
hasta el desenlace, el autor no volvía a darle facilidades y disponía los
hilos del modo más diestramente «realista». El duelo entre ambos estaba
trabado.
CON LAS MISMAS ARMAS
NO seguiré los lances
del combate. De hecho, una vez que el «lastimado Zaide» sale de escena, el
lector no conoce más que fracasos en el intento de pillar en falso ‑literalmente‑
al novelista. Es mejor, insisto, que apretemos ahora el paso, para asistir con
más sosiego al asalto final. No olvidemos, sin embargo, que tras los escarceos
preliminares, en que el autor jugaba con ventaja, el duelo se desarrolla con
las mismas armas por parte de los dos contendientes: las armas de la
probabilidad, la experiencia, el sentido común ...
Las ficciones en prosa
tradicionales habían impuesto la renuncia a esas armas a beneficio de otras más
vistosas, pero también más inasequibles; y el lector, poco habituado a manejarlas,
quedaba en clara inferioridad. Por el contrario, nuestro incógnito le invitaba
a emplearlas con tanta contundencia como supiera. Mientras la narrativa
usual gustaba de proclamarse veraz, pero se hurtaba a cualquier control, el Lazarillo ofrecía un relato sobre cuyos
criterios de veracidad, en primera instancia, todos podían pronunciarse,
porque eran los mismos que todos utilizaban también al margen de la lectura.
No otro es el
planteamiento arquetípico de la novela realista: contar historias que puedan
integrarse en el universo de discurso dentro del cual habitan normalmente los
lectores, brindar textos que puedan entrar sin violencia en el ámbito del
lenguaje más frecuente en la vida diaria. Al arrimo de tal planteamiento, el
éxito del realismo clásico ‑vale decir, para bien y para mal, decimonónico‑
responde en buena medida al hecho de que el lector parece estar en igualdad
de condiciones con el novelista. El Lazarillo andaba esos mismos caminos, pero
sería anacrónico conjeturar que lo hacía por iguales razones que el realismo
decimonónico. ¿A qué impulso, pues, obedecía?
No descuidemos ni por un
instante que construir una narración extensa con presupuestos como la
probabilidad, la experiencia y el sentido común era una empresa rigurosamente
inusitada. Imaginar desde dentro un personaje de la bajeza social, la catadura
y el entorno de Lázaro era asimismo una operación que no tenía cabida en los
géneros establecidos ni en los modos de concebir la literatura hacia 1550. Ni la poética del momento ni la moral aneja
a esa poética autorizaban una fidelidad tan estricta a la perspectiva de
Lázaro: ni una ni otra podían respetarle su singularidad y dejarle hablar,
pensar, obrar con la libertad que supone la autobiografía de Lázaro. A tal
meta no podía llegarse a través de la mimesis legislada por la preceptiva, a
través de la imitación, sino por la falsificación de la realidad. Esa es en
concreto la segunda hipótesis que ahora, todavía provisionalmente, me atrevo a
lanzar: el incógnito del Lazarillo no habría escrito algo entonces
tan extraordinario como un relato de imaginación sujeto sistemáticamente a los
patrones que luego se llamaron «realistas», si en una medida importante no se
hubiera propuesto publicar una falsificación, un apócrifo.
¿Y el móvil para
semejante superchería? El móvil,
opino, fue el deseo de encarnar una paradoja o, mejor, una serie de paradojas,
pues la ocurrencia de individualizar a un tipo como Lázaro y dar «entera
noticia» de él iba unida al experimento de inventar como principios y vehículos de
la ficción los mismos principios y vehículos de la realidad cotidiana.
La idea ganaba en mordiente, en capacidad de provocación y sugerencia, porque
la paradoja estaba además en la condición equívoca del relato, vencido del lado
de la apariencia de realidad, mas aun así nunca plenamente libre de sospechas.
De ahí que el autor lo afrontara como un desafío con el lector, imponiéndoselo
primero como auténtico e insinuándole en seguida que no lo era, pero sin darle
ya ocasión de resolver la duda, hasta deslumbrarlo
con la sorpresa de las últimas páginas y con la lección que a los más
perspicaces no podía escapárseles al cerrar el libro.
Pero, repito, no voy a
seguir uno a uno los lances de ese cuerpo a cuerpo. No es hacedero registrar aquí
las sucesivas derrotas del lector a medida que el incógnito iba arbitrando
procedimientos nuevos para representar personajes y situaciones, ensayando
maneras ignoradas de dar la impresión de verdad, fraguando instrumentos para
mantenerla: creando, en suma, el arte de la novela. Contentémonos con realzar
que en el Lazarillo ese arte es primero artimaña. Al
servicio de un propósito de mistificación, desde luego, pero artimaña atemperada
también por el fair play del novelista, quien, para estar
seguro de que el lector y él competían con las mismas armas, quiso acotar un
terreno donde los criterios de veracidad «realistas» pudieran ser esgrimidos
sin ningún impedimento.
Hasta el Lazarillo, la posibilidad de leer un relato como si fuera histórico, a sabiendas de
que no lo era, se había aplicado sólo a textos manifiestamente fantásticos, sin contrapartida
esperable en la experiencia usual, o bien a textos distanciados de la realidad
por datos inequívocos (el estilo, la métrica, la tipografía ...). La «willing
suspension of disbelief» que corresponde a la ficción se producía únicamente ‑cuando
se producía‑ si los signos de artificio y con ellos las razones para la
incredulidad estaban resaltados con toda ostentación.
Pero nuestro novelista,
si por un lado apuntaba que la carta de Lázaro no era histórica, por otro
obligaba a leerla como si lo fuera, borrándole cualquier diferencia frente a la
realidad, sometiéndola a las rutinas del empirismo, a los monótonos mecanismos
de una epistemología de trapillo. El libro no se contentaba con trenzar una
narración insólitamente verosímil, sino que se proponía usurpar el lugar de
la realidad ‑no meramente contemplarla o reflejarla‑ para sólo luego sugerírsenos
como imaginario.
Era un modo sustancialmente nuevo de concebir la
ficción, de plantear las relaciones entre la realidad y la literatura.
Porque el punto de partida y los medios
de desarrollo estaban en la realidad, no en la literatura. No es, pues, una
trivialidad intolerable subrayar el carácter esencialmente apócrifo de nuestro texto: con una
rotundidad sin precedentes, el Lazarillo se pretendía fuera del ámbito de
la literatura y quería ocupar un espacio en la realidad, ser un pedazo de la
vida real. El Lazarillo,
aun aprovechándola, no procede de la literatura anterior: nace como una suplantación de la realidad. Una suplantación, por no
ir más lejos, de las einfache
Formen o géneros expresivos
de la realidad (la anécdota o 'sucedido', el chisme, la carta ...) y de los
modos de conocimiento de la realidad. De hecho, el Lazarillo invierte diametralmente la dirección del realismo en obras maestras
como el Decamerón o La Celestina : no camina hacia la realidad guiado
por la literatura, sino anda hacia la literatura con el impulso de la realidad.
En esa andadura se
hallan a su vez el origen y la novedad
fundamental de la novela realista: la revolución que engendra la ficción
emblemática de la modernidad ‑casi hasta ayer- surge también de una apelación
radical a la realidad y, en el mismo grado, de una postergación de la
literatura. El proceso, adopte el medio que adopte, lleva igualmente de la
primera a la segunda. Se explica que la
novela tardara tanto en ser admitida en
el canon de la literatura respetable y, a cambio, madrugara en el fervor
del público menos sensible a las exigencias de la tradición literaria: un
público que no sabía hacerle frente sino con las mismas armas de la vida.
LE MENTEUR
CERREMOS el paréntesis y
presenciemos ya el asalto final: primero, con los anteojos del lector de tropa;
después con la perspectiva que hubieron de adoptar hombres que nos constan
entre los lectores tempranos del Lazarillo: hombres, digo, como un Mateo
Alemán y un Miguel de Cervantes.
En los dos últimos
folios de la perdida edición príncipe, han quedado atrás Antona y Zaide,
la «laceria» del cura de Maqueda, las hambres con el escudero, los trotes junto
al fraile de la Merced. El
mismo «Lazarillo» ha quedado atrás: ahora a nadie se le ocurriría llamarlo así,
ni siquiera tan ocasionalmente como lo hizo el ciego antes de arrancarle la
piel a tiras; ahora todos lo llaman por su nombre y «sobrenombre», y cuando
quieren vender vino o anunciar que algo se les ha extraviado, «si Lázaro de
Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho». Al cabo, el
protagonista ha venido a hallar el pago
a todos los «trabajos y fatigas hasta entonces pasados» consiguiendo «un oficio
real», una plaza de funcionario del Ayuntamiento de Toledo: «pregonero,
hablando en buen romance».
Las novedades no se
acaban ahí. A la «prosperidad» obtenida gracias al puesto en la administración
viene pronto a sumarse la dicha de un feliz matrimonio. Lázaro se la debe a un valedor especialmente magnánimo: el
Arcipreste de Sant Salvador, «servidor y amigo», por cierto, del corresponsal
a cuya demanda de información sobre «el caso» responde la carta de Lázaro. El
Arcipreste, confiándole la venta de sus vinos, ha tenido ocasión de apreciar la
«habilidad y buen vivir» del pregonero y ha pensado en casarlo «con una criada
suya», honrada y honesta a carta cabal. La simpática pareja recibe de él «todo
favor y ayuda»: carne, trigo, ropa, convites; y es tanto el afecto, que el
Arcipreste insiste en que vivan en la casa de al lado.
Una mínima sombra empaña, no obstante, el idílico paisaje: las
«malas lenguas que nunca faltaron ni faltarán» no paran de decir «no sé qué y
sí sé qué» de si la mujer de Lázaro entra o no entra a «hacer la cama y
guisalle de comer» al Arcipreste. Pero este le ha dado palabra al pregonero de
que ella entra y sale sin faltar un punto a su honra y a la del marido. La
propia esposa ha reaccionado con tan digna vehemencia ante los rumores que la
acusan de haber abortado «tres veces» antes de la boda, que Lázaro no puede
sino tener por bien que entre y salga, «de noche y de día», de donde le
apetezca, y no vacila en jurar «sobre la hostia consagrada» que «es tan buena
mujer como vive dentro de las puertas de Toledo» (y allá las toledanas con el
piropo envenenado).
Va siendo hora de
olvidar, de quitarse de la cabeza los chismes malévolos. Lázaro está dispuesto
a no volver a mentar «nada de aquello» y despide tajante a quienes le vienen
con comadreos. «Hasta el día de hoy ‑subraya‑ nunca nadie nos oyó sobre el
caso». En efecto. Pero «hoy» es ni más ni menos «el día» de satisfacer la
petición del corresponsal que «escribe se le escriba y relate el caso muy por
extenso». Sólo por deferencia a ese corresponsal, que no en balde es señor
y amigo del Arcipreste, se ha decidido Lázaro a hablar del «caso», es decir, de
las calumnias que se han propalado sobre su mujer y su protector. A la
vista está el resultado: el libro que ahora termina es precisamente la carta
que cumple el encargo del corresponsal en cuestión Y aprovecha la oportunidad
para dar público testimonio de «la verdad» ‑dice «sobre el caso». Lázaro ha
alcanzado la meta que se le había fijado. Sólo le resta consignar la fecha de
la epístola y ponerle punto: «Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso
Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron
grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá oído. Pues en este tiempo estaba
en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna».
A la altura de tan
solemne colofón, las victorias de Carlos
V se le antojarían al lector una friolera, comparadas con la que acababa de
ganarle ‑creía él‑ al autor del Lazarillo, al gran mentiroso. ¡Por fin lo había
pillado en falso! ¡Por fin podía confirmar las sospechas que le habían
infundido las revelaciones sobre la madre de Lázaro y que hasta allí, vencido por
la ilusión realista del relato, había tenido que ir reprimiendo! Porque ahora ya estaba claro de una vez para todas
que el libro era un embeleco. Lázaro manifestaba haberlo escrito, primero,
y a instancias ajenas, para referir «el caso» sobre el que le pedían detalles,
y luego, por su cuenta y riesgo, para dar «entera noticia» de cómo había
logrado salir a «buen puerto» a pesar de mil «fortunas, peligros y
adversidades». Todo podía esperarse, mientras no se supiera en qué consistía el
tal «caso» ni dónde estaba el «buen puerto» aludido. Lázaro había evocado
también un célebre pasaje
en que Tácito aplaudía a los varones
ilustres que contaron su vida para mostrar que la virtud, la «nobilis virtus»,
logra triunfar sobre el vicio de la mezquindad y la envidia; y la
reminiscencia debía remitir a no pocos lectores hacia la tradición de la
autobiografía clásica, encabezada por una carta del mismísimo Platón. A falta
de datos sobre «el caso» y el «puerto», Lázaro, fueran cuales fueran sus padres
o sus azares de niño y mozo, podía parar en una lumbrera como Platón o, arriba
lo veíamos, en arzobispo como don Martín de Ayala. Pero, una vez averiguado que el «puerto» no pasaba de un ruin empleo de
pregonero y «el caso» era un bochornoso 'caso de honra', no quedaba sitio para
la duda. Ni el «oficio real» justificaba que el protagonista contara su
vida como demostración de «cuánta virtud sea saber los hombres subir, siendo
bajos» ‑según había proclamado‑, ni hacia 1550 era concebible que ningún marido
divulgara que le ponían el gorro con un arcipreste. La historia de Lázaro,
definitivamente, era un embuste, una patraña.
«¡Bien me la estaban
pegando!», se diría el lector. ¡Lástima no haber mudado ni un ápice en el
dictamen de falsedad que se le vino a las mientes al enterarse de los amoríos
de Antona! Pero los indicios en contra parecían después tan firmes ... Y cuando
casi había abandonado los recelos, a fuerza de verlos rebatidos por el texto,
la sorpresa de remate: el libro era mentira. ¡Pelillos a la mar! El buen rato
compensaba el bromazo. A la postre, además, él había sido más listo, había
descubierto que querían embaucarlo. Quien ríe el último, ríe mejor.
Presumo que no otra
sería la conclusión del lector de a pie, en el júbilo de la victoria tantas
páginas aplazada. Sin embargo, un Mateo
Alemán, un Cervantes, ¿iban a
limitarse a desechar el Lazarillo con un simple «Es mentira» y una
sonrisa de complacencia? Los primeros folios, espejeando de la verdad a la
mentira, les habían propuesto las coordenadas para situar los siguientes a
pareja distancia de la una y de la otra: y era una distancia ‑la distancia de la ficción realista‑ hasta
entonces nunca medida, una distancia que no podían haber apreciado antes en
ningún otro relato de imaginación. Luego, como en lección de clausura, el
desenlace del Lazarillo, justamente allí donde la obra
provocaba con más viveza el mentís del lector ordinario, revolvía la
verdad y la mentira con tan particular finura y con un énfasis tan sutil, que
era preciso interpretarlo como una llamada de atención hacia un nuevo modo de
escritura. Veamos sumariamente en qué planos se hacía oír con más energía.
UNA TERCERA COSA
HABÍAMOS quedado en que
hasta poco antes del colofón el lector pasaba las páginas del Lazarillo convencido de que habría una buena
explicación para que el hijo de un molinero y una fregona diera tan cumplidas
informaciones sobre sí mismo, y, al descubrir las circunstancias del famoso
«puerto», se confirmaba sus peores sospechas sobre la autenticidad del relato:
ni el «puerto» era «bueno», ni el libro verdadero. A la postre, en cambio, no
resultaba falso el otro motivo aducido por Lázaro para tomar la pluma: «relatar el caso», no como el lector
había pensado, por divulgar un suceso importante o curioso, sino para impugnar las parlerías de las «malas
lenguas» y salir por el decoro de quienes las soportaban.
Porque, desde luego, no podía aceptarse como real que un
pregonero toledano publicara una larga carta autobiográfica para acabar
contando que se había casado con la barragana de un cura. Pero, en rigor,
¿dónde contaba el protagonista esa inadmisible especie? En ningún lado. Son las
«malas lenguas», no la suya, las que propagan que la pregonera ha «parido tres
veces» antes de la boda y, después, entra y sale demasiado de casa del
Arcipreste. Bien al revés, Lázaro
desprecia los infundios, presta fe
a la palabra del clérigo, y para la
esposa calumniada, «buena hija y diligente servicial» (es decir,
'sirvienta'), no tiene sino elogios:
«es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo». No es ya, pues,
que Lázaro no cuente «nada de aquello»: es que lo niega expresamente.
Entonces, ¿por qué
extrañarse de que publique la tal carta? Varios correveidiles habían querido
hablarle del «caso» y se vieron despachados con brusquedad. No era ese el
comportamiento adecuado con el corresponsal ‑«señor ... y amigo» del
Arcipreste‑ que solicitaba noticias al respecto; y además valía la pena
dárselas y difundirlas más ampliamente, para rechazar las torpes imputaciones
tanto ante él como ante la generalidad de los toledanos. ¿O acaso una epístola
expurgativa ‑como la definía la retórica‑ no era el expediente apropiado para
atajar las murmuraciones? ¿Cómo explicar mejor que el pregonero hubiera llegado
a convertirse en cronista de sí mismo?
Empeño inútil: el lector, lerdo o agudo, no cede en la convicción de que Lázaro es
un consentido y de que no es real, por tanto, la historia de su vida. Pero empeño también perfectamente argüido
y, por lo mismo, desasosegante para un espíritu despierto. Pues ocurre que el núcleo de toda la narración ‑«el
caso»‑ garantiza a un tiempo la verdad y la falsedad de la carta del pregonero.
Que Lázaro la escriba se justifica debidamente por la existencia de un rumor
que es perentorio refutar; pero la veracidad del rumor, por más que se
contradiga formalmente, hace increíble que la haya escrito de veras. Las dos
conclusiones tienen enjundia suficiente y no cabe sacrificar ninguna de las
dos, a riesgo de perder aspectos fundamentales del Lazarillo.
En el relato de Lázaro,
la verdad y la mentira se modifican siempre en la misma medida y al mismo
tiempo que el individuo a quien conciernen, pero el zigzagueo de la una a la
otra es especialmente intenso en el desenlace y a propósito de la entidad misma
del libro. «¿Por dónde irán los tiros?», tuvo que preguntarse el lector
inteligente. La pregunta al fondo del Lazarillo, a mi juicio, recuerda mucho el
acertijo que un día formuló don Antonio Machado:
Entre el vivir y el soñar
hay una tercera cosa.
Adivínala.
hay una tercera cosa.
Adivínala.
Entre la verdad y la mentira, según las categorías
comunes ‑decía también el incógnito de todos los diablos‑, hay un tertium quid en que no habías caído, una
condición paradógica que no se te había ocurrido. Adivínala.
Ensayemos otra vuelta de
tuerca. Lázaro niega expresamente las acusaciones de las «malas lenguas»: «mejor
les ayude Dios que ellos dicen la verdad». Pero las niega después de haberles dado la razón con todo el relato que precede.
«La verdad» del «caso», en efecto, está menos en el par de páginas que se le
dedica al final que en la convergencia hacia ese desenlace de los principales
factores de la narración. «La verdad»
está en el aprendizaje de Lázaro, en las experiencias que lo han modelado,
en el talante que ha ido forjándose y que nos hace entender por qué ahora niega
a la par que confiesa. «La verdad» está, por ejemplo, en las concordancias del
«caso» con la tragicomedia de Antona y Zaide, no sólo por los múltiples
elementos externos cuya reaparición incita a descifrar un episodio según la
pauta del otro, sino en especial por las matizadas analogías y diferencias que
se advierten en el fuero interno del protagonista. Si Lázaro, así, iba
«queriendo bien» al morisco «porque siempre traía pan, pedazos de carne» o «mantas
y sábanas» que «hurtaba», se entiende que tampoco quiera mal al Arcipreste que
le regala «trigo», «carne» o unas «calzas viejas», y que no se escandalice
antaño ni hogaño: «No nos maravillemos de un clérigo ... porque ... hurta de
los pobres ... para sus devotas ..., cuando a un pobre esclavo el amor le
animaba a esto». Pero si Lázaro, «como
niño», delató los trapicheos de Antona y Zaide, y madre e hijo hubieron de
irse «a servir» en un mesón, «padesciendo mil importunidades», aún se entiende
mejor que, cuando de mayor le preguntan
por su mujer, la «diligente servicial», y por el Arcipreste, cierre la boca y a
cambio obtenga «mil mercedes» y «paz en casa». [Dame pan y dime tonto]
No nos engañaba, no, al
prometer que relataría «el caso» no tomándolo «por el medio, sino del
principio». «Del principio», para elucidarlo desde las raíces, sin tener que
presentarlo «por el medio», directamente; «del principio», para que se le perdone en gracia a haber sufrido «tantas fortunas,
peligros y adversidades»; «del principio», para atender el encargo de su corresponsal,
pero distrayéndole con precisiones y matices que le hagan perder un poco de
vista el meollo del asunto. No nos engañaba, pues, con la promesa inicial y
con el relato que la cumple antes de los dos últimos folios: nos engaña en los dos últimos folios al no
destapar «el caso», al negar que la pregonera es la manceba del Arcipreste,
al presuponer ahora que el objeto de su carta está en desmentir a las «malas
lenguas». Sin embargo, incluso ese engaño final comprueba la veracidad de la
promesa y del relato en cuestión: pues si «el caso» es cierto, si Lázaro es un
marido de quita y pon, ¡naturalmente que lo niega y claro que miente!
Quizá nunca es Lázaro tan fiable como cuando nos engaña a
ojos vistas, cuando con la mentira de la despedida apuntala la apariencia de
verdad de toda la narración. Pero, desde luego, cuanto mayor la apariencia de verdad, mayor la seguridad
de que el libro es falso: pues cuanto más comprensible resulte que el
pregonero miente in extremis porque «el caso» es cierto, tanto
más inadmisible será que escriba su vida para descubrirse cornudo y apaleado.
No soy yo, sino el autor
incógnito, en la piel de Lázaro, quien practica el arte de birlibirloque con la
verdad y la mentira. Cuesta poco apreciar qué hay detrás de esa admirable prestidigitación.
Pues las verdades se resuelven en mentiras y las mentiras en verdades con tanta
facilidad, se confirman mutuamente de modo tan ágil, que nos convencen de que
mostrar el sutil equilibrio y el ligero trasiego entre unas y otras es uno de los
objetivos esenciales del Lazarillo.
En un estudio cuyo
esbozo preliminar se publicó en el Boletín de nuestra Real Academia, hace ya
veinte largos años, creo haber argumentado suficientemente que la estructura,
la técnica narrativa y el estilo de la carta de Lázaro ‑por no recordar otros
datos‑ se nos ofrecen con risueñas pretensiones de epistemología y axiología: salvo en los precarios y
cambiantes términos de cada individuo ‑viene a decírsenos‑, son dudosas las
posibilidades humanas de conocer la realidad y reconocerle unos valores.
Hoy, al añadir a mi viejo ensayo dos o tres párrafos y unas cuantas notas al
pie, me importa sobre todo subrayar que el Lazarillo, sin ademanes paródicos ni apenas
polémicos, pone también en duda los
modos entonces habituales de percibir la literatura y atribuirle un sentido por
referencia a la realidad.
Toleradme todavía unas
observaciones particularmente a ese propósito. Las consejas españolas han
empezado de antiguo con una fórmula que aún perdura en los arrabales de la tradición:
«Érase que se era, el bien para todos sea, y el mal, para la manceba del abad
...» El Lazarillo acaba sacando a escena precisamente a
tal figura: la mujer de Lázaro es «la manceba del abad», del Arcipreste de Sant
Salvador; y junto a ellos Lázaro es el tercero en concordia de un triángulo
infinidad de veces traído y llevado en la Edad Media y en el
Renacimiento. En efecto, los arquetipos del marido, la casada infiel y el cura
o fraile que la disfruta nutren una proporción cuantiosa de cinco siglos de literatura cómica y
chascarrillos populares. En el Lazarillo, por otro lado, la irrupción de los
tres personajes se produce en el mismo momento en que el autor enseña todos los
naipes y obliga al lector a concluir que el libro no es la relación auténtica
de una historia real. De hecho, la identificación del «caso» como una versión
más del asendereado triángulo jocoso constituye una de las premisas de tal
conclusión.
Nadie ignoraba los
elementos fijos en las variaciones sobre el trío de marras. En el exemplum, en el fabliau, en la novella, todo se iba en carreras en paños
menores, en noches al sereno, desquites elaboradísimos, necios por encima de
cualquier ponderación y el más ameno repertorio de obscenidades químicamente
puras; en los cuentecillos vulgares y en el teatro primitivo, la intriga
disparatada se atenuaba a cambio de acentuar la desvergüenza de la mujer y la
estupidez hiperbólica del marido: «‑Cornudo sois, marido. ‑Mujer, ¿quién os lo
dijo?» Así, cuando Lázaro, por meterse en «el caso» hasta los pelos, quedaba
definitivamente convicto de personaje inventado, que no persona real, al
incógnito se le abría la puerta para introducir todas las chanzas y peripecias
grotescas que se le antojaran: con un protagonista diáfanamente nacido de la
fantasía, no había inconveniente en darle a ésta riendas sueltas por el camino
trillado y celebrado desde siempre. Era además el camino que esperaba el lector: al notar que «el caso» reflejaba el
triángulo erótico consabido, necesariamente contaba con que volvieran a
trazárselo según los rasgos también consabidos.
Ni que decirse tiene que
el autor se apresura a defraudar esas
esperanzas y conduce la acción por bien otros derroteros. Justamente por
ello, el contraste entre las inevitables expectativas del lector y el texto
que de hecho se le brindaba tuvo que ser tan intenso, que por fuerza hemos de
interpretarlo como una provocación
deliberada por parte del novelista: una provocación a cotejar, con plena
conciencia, las maneras comunes de abordar el asunto y el tratamiento que se le
da en el Lazarillo, a comparar las narraciones al uso y un nuevo género de narración.
Porque el incógnito toma
el esquema y los tipos presuntamente convencionales y los reemplaza por sus
más notorias contrapartidas en la vida diaria. En ella difícilmente se hallaría
un ménage à trois resuelto en astucias, encamisadas
y persecuciones a la luz de la luna, pero «casos» como el de Lázaro ¡vaya si
los había! Nada más trivial, y hasta el extremo de que no ya «las mancebas de
los clérigos», sino también «los maridos dellas que lo consientan» fueron objeto frecuente de las provisiones
legislativas de los Reyes Católicos, el Emperador y Felipe II. Pues, como
deploraba una pragmática de 1503, «muchas
veces acaesce que, habiendo
tenido algunos clérigos algunas mujeres por mancebas públicas, después, por
encubrir el delito, las casan con sus criados y con otras personas tales ...»
El Lazarillo desecha, así, las tretas y las
incidencias pintorescas que el lector aguardaba, y recrea con enorme talento
la perspectiva de uno de esos «criados» harto familiares en la época. En «el caso», Lázaro se comporta como
aconsejaría la más elemental sensatez: nada de truculencias ni escándalos,
nada de dar tres cuartos al pregonero (sobre todo, cuando el pregonero es uno
mismo), sino discreción, paciencia y
barajar, para no hacer aún más conspicua una situación que muchos habían de
conocer y que podía acarrear la intervención de la justicia, con penas que
llegaron hasta «galeras perpetuas». Si un chismoso le preguntaba por «el caso»,
¿cuál de tales maridos postizos no respondería con las negativas y el
desabrimiento de Lázaro? Pero quien se
prestaba a un papel tan humillante tenía que ser un rufián; y entre amigos,
quizá ante el mismo abad y la misma manceba del abad, es de suponer que no
opondría excesivos reparos a aclararse cuando se terciara, negando sólo de
labios para fuera, mientras burlona, cínicamente dejaba entender que era al
revés de como decía y por los motivos que a ninguno se le ocultaban.
Exactamente, en suma, como actúa Lázaro al contestar a la carta de su
corresponsal, el «señor ... y amigo» del Arcipreste de Sant Salvador.
Al lector no le cabía
sino convenir en que ese era el tono y
esa la forma de proceder que habría adoptado un marido del pelaje de Lázaro
para contar un «caso» como el suyo a alguien de confianza. La consideración
probablemente no bastaba para hacerle aceptar además que el pregonero hubiera
deseado que «cosas tan señaladas» llegaran «a noticia de muchos» ‑según había
anunciado al comienzo‑, y no exclusivamente de quien, como el «señor ... y
amigo» del Arcipreste, estaba al cabo de la calle sobre el particular y sólo
quería divertirse un rato tirando a Lázaro de la lengua. Pero, como fuera, sí
debía advertir que el relato recibía una vigorosa inyección de verosimilitud,
de realismo, precisamente en el punto más suspecto, allá donde se imponía
fallar en contra de la realidad del libro; y la inyección era tanto más
significativa cuanto que en una medida nada despreciable dependía del contraste entre la versión de Lázaro y las
versiones del triángulo adúltero y sacrílego que seguían divulgando la
literatura y el folclore.
Quizá sea ese el único
tramo en que el Lazarillo cobra un cierto aire polémico y
amaga con la suficiente claridad un elemento de teoría literaria, al plantear
una confrontación entre sus propias
mañas y las de la narrativa acostumbrada en la época. Intentemos precisar
esa sugerencia, al tiempo que atamos los cabos sueltos.
EL LUGAR DE LA NOVELA
A tuerto o a derecho, a
gusto o a disgusto, la novela realista
es hoy uno de los arquetipos esenciales de nuestra cultura literaria: el
trecho principal para determinar toda la trayectoria de la prosa de
imaginación, antes, después o al margen de la edad clásica del realismo, y
también una frecuente piedra de toque para aquilatar otras modalidades de
narración y aun otras especies de mimesis. Pero llegar a tal entronización costó tres siglos de batalla e implicó
no sólo una ruptura definitiva con las ideas sobre la literatura vigentes desde
la Grecia
antigua, sino también una revolución en los hábitos de lectura de los europeos.
Nos consta que en el siglo XVI el grueso del público
tendía a reducir cualquier relato a uno de los extremos en la polaridad de la verdad y la mentira. Los doctos se las entendían bastante
bien con las ficciones transparentemente fantásticas, pero no estaban seguros
de cómo estimarlas si contenían factores que pudieran pasar por verdaderos: el
peligro de confusión atentaba contra su concepción de la «poesía» (la
'literatura', diríamos hoy), la «historia» y hasta la moral cristiana. Pero el Lazarillo, falto de cualquier contramarca
literaria y sin fronteras perceptibles con la vida real, era todo él, no ya un
peligro, sino la confusión misma. Nadie
se había visto antes en el brete de interpretar como ficción una fábula con
tales vislumbres de realidad, tan sometida a los cánones del discurso cotidiano
y apegada al dominio de la experiencia más humilde: leer el Lazarillo era una aventura enteramente
nueva, y el propio texto, orientando en uno o en otro sentido las presunciones
del lector, había de proponer los términos de acuerdo con los cuales ser
descifrado.
Cuando Mateo Alemán, en 1599, tras desmenuzar
y asimilar tan profundamente el Lazarillo como la estética de Aristóteles,
quiso definir el Guzmán de Alfarache, no
se le ocurrió mejor rótulo que el de «poética
historia». «Poética», porque, como resumía el bachiller del Quijote, «el poeta puede contar
o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser»; e «historia»,
porque, siempre de acuerdo con Sansón Carrasco y el Estagirita, «el
historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron». La
baciyélmica etiqueta de «poética historia», en Mateo Alemán, o la de historia «imaginada» que Cide Hamete
Benengeli aplica al Quijote, responde a la imposibilidad de incluir dentro de las viejas clasificaciones un
producto tan substancialmente inédito como una narración que conjuga la prosa
de la historia ‑el universo de lenguaje de la vida‑ y el vuelo ficticio de la
poesía. Al hablar del Guzmán
o del Quijote como «poética historia» o historia
«imaginada», Alemán y Cervantes bautizan en la ortodoxia aristotélica, sub conditione, la suprema herejía de la novela
realista.
Del principio al final,
implícitamente, el incógnito del Lazarillo no hace sino definir y redefinir
su libro como «historia», al tiempo que va adjetivándola con el mismo matiz
contradictorio de Alemán y Cervantes: «poética», «imaginada». En 1550 y poco, el
punto de partida había de ser una presunción de verdad. Presentar la obra como
declaradamente ficticia habría empujado a resolverla en las categorías
tradicionales y hubiera hecho casi invisible el horizonte de verosimilitud que
constituía su máxima razón de ser. Partiendo de la presunción de verdad, en
cambio, poniéndola en cuestión por un minuto y sustentándola luego a
machamartillo, el autor dictaba un curso completo sobre los objetivos, los
medios y la manera de descifrar un nuevo estilo de ficción: una ficción que no podía
descartarse como simple 'mentira', sino que debía ser abordada como si fuera
'verdad', porque el autor había dirigido la atención de los lectores a
confrontar las apariencias de verdad del relato con las sospechas de mentira
que también en ellos había infundido, y lograba que cada vez que se les
suscitara la duda no tuvieran otro remedio que contestarse que, verdad o mentira,
todo fluía como si fuera verdad.
Al sembrar esa duda y
conseguir esa contestación, el incógnito proponía un placer que iba más allá
del mero disfrute de los episodios y de la trama central: el placer de
descubrir la experiencia cotidiana en tanto invención, el goce de reconstruir la realidad más habitual como diseño de la
imaginación y a conciencia de que lo era.
En las últimas páginas,
en particular, impugnando la presunción de verdad que tan fácil le habría sido
mantener, reivindicaba la original condición de su empresa. Con el grueso del
relato, en efecto, Lázaro confirmaba la verdad del «caso» que en el desenlace
negaba; y, a posteriori, esa falsa negativa reforzaba
poderosamente, como por sorpresa, la credibilidad humana del protagonista.
Pero, a la vez y no menos por sorpresa, la coherencia del grueso del relato al
corroborar «el caso» y la consecuencia de Lázaro al desmentirlo en la conclusión
hacían inaceptable que el libro fuera auténtico. Con tan diestro ejercicio de ilusionismo, el autor invitaba a los
lectores avispados a discernir la 'verdad' como historicidad, por un lado, y,
por otro, la 'verdad' como consistencia interna, como verosimilitud, como
observancia de un patrón realista. Los invitaba, en suma, a situar el Lazarillo en un ámbito que en vano buscarían
en la literatura del Quinientos: un ámbito irreal que no se distinguía del
curso ni el discurso de la realidad.
Por coda, para que el
despliegue de maestría fuera más deslumbrante, el escritor empujaba a cotejar
expresamente «el caso» de Lázaro y los graciosos disparates que solían contarse
sobre «la manceba del abad» y su marido. El parangón no podía sino poner de
relieve que el Lazarillo rechazaba de plano los contenidos
y las maneras de la narrativa convencional, fuera literaria o fuera popular,
mientras hallaba su fuerza en iluminar el mundo corriente y moliente, la
calderilla de los días, rescatándole dimensiones tan previsibles como
inesperadas. Porque, a pensarlo un instante, ¿qué rufián en las circunstancias
de Lázaro no hubiera presentado «el caso» como él lo hacía? Tan reveladores, y
no sólo tan convincentes, eran el lenguaje y el comportamiento del pregonero al
final de la obra, que a punto estaban de salvar por los pelos la posibilidad de
darla por auténtica, por histórica, inmediatamente después de haberla decretado
falsa sin apelación ...
En breve: situando la fábula en el espacio propio de la historia,
gobernando la imaginación con las riendas de la experiencia por todos
compartida, convirtiendo ese como
si en clave primaria del Lazarillo, mostrando el deleite de reencontrar
la vida diaria como artificio, contraponiendo verosimilitud e historicidad,
desentendiéndose de los dechados tradicionales, echando luz no usada sobre la
trama de la cotidianeidad, el incógnito acotaba para la ficción un lugar que
hasta la fecha se le había negado: el lugar de la novela.
En la intención del
autor, opino yo, el Lazarillo era demasiado singular y sui
generis, demasiado suyo, para ofrecerse como modelo y cabeza de
linaje. El escritor ponía sobre el tapete un logro redondo e insinuaba cuáles
eran los planteamientos y las tretas que lo permitían; deslindaba un terreno y
sugería con qué materiales y técnicas se podía construir allí, pero
probablemente no pretendía que los arquitectos se multiplicaran. Lo que acabaría por ser el género cardinal
de la literatura moderna, él lo había concebido como una ocurrencia, un
golpe de ingenio irónico e inquietante, casi una aporía. Una tantum. La propuesta entonces
contradictoria de una 'ficción realista' debía despertar la admiratio del lector y dejarlo perplejo en
el ir y venir entre la verdad y la mentira: no se trataba de buscar, entiendo, que el hallazgo perdiera esa
peculiar y reveladora capacidad de provocación y se trivializara hasta
volverse el modo normal de leer la prosa marcada con la correspondiente
contraseña. Claro está que es así exactamente como ocurrió, que quien puso en
marcha el proceso no fue sino el Lazarillo.
No es imposible
rastrearle otros precursores a la
novela realista, pero es un hecho que los dos primeros siglos del género, hasta
los albores del Romanticismo, no reconocen precedente más antiguo y eficaz que
el Lazarillo. El Guzmán de Alfarache reproduce substancialmente el
esquema del Lazarillo, pero Mateo Alemán ya no necesita
recurrir a ninguna superchería: confía sin más en que los lectores sepan
atribuir a la fábula trágica del Pícaro el status de ficción conquistado por el Lazarillo e institucionalizado en los
cincuenta años siguientes. Cervantes,
más penetrante, emplea las fórmulas del incógnito sólo de modo ocasional, pero repiensa el Lazarillo desde las raíces y pone en el
corazón del Quijote el ambiguo latido de la verdad
frente a la mentira, la ficción frente a la realidad. Del Guzmán, del Quijote y, a través de ambos, del Lazarillo, toda la etapa fundacional de la
novela europea.
Hoy, en nuestro fin de siglo, en el fin de todos los fines de
siglo, descreemos del ideal de la novela
realista. Sentimos o dudamos la novela en otros términos; y, sobre todo,
recelamos de las certezas y de las recetas del realismo. Quizá por eso nos
guste recordar que la novela realista nació, en el Lazarillo de Tormes, corno una falsificación, como una
paradoja y como un juego. HE DICHO.
Lázaro de Tormes y el
lugar de la novela; Francisco Rico Manrique
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