Un museo en Walley.
Una caja que guarda un secreto
También se conserva allí una caja roja sobre la que se puede
leer: D. M. WILLENS,
OPTOMETRISTA; y junto a
la caja una pequeña placa con la siguiente leyenda: “A pesar de que esta caja
de instrumentos de optometrista no es muy antigua, guarda un considerable
interés local, ya que perteneció al señor D. M. Willens, quien en
1951 pereció ahogado en el río Peregrine. Es de suponer que la caja,
que se
salvó del fatal accidente, la recuperó el mismo donante anónimo que más
tarde la legaría a este museo”.
¿Por qué se salvó la
caja del fatal accidente? ¿Alguien se lo preguntó alguna vez? ¿Quién es el
donante anónimo?
El oftalmoscopio conserva las pilas porque “tal vez fuera
preciso utilizar el instrumento en lugares donde no había corriente eléctrica.”
El retinoscopio. En ciertas partes, allá donde el
optometrista debe de haberlo manoseado con mayor frecuencia, la pintura ha
desaparecido, dejando a la luz destellos de un metal plateado.
1. Jutland
La verdad es que estaba en ruinas mucho antes de que se
celebrara la tal batalla.
Los tres muchachos que llegaron allí un sábado a
primera hora de la mañana a principios de la primavera de 1951 creían,
al igual que la mayoría de los niños, que su nombre procedía de las viejas
tablas de madera que sobresalían de la tierra de la ribera y de las otras
estacas, rectas y gruesas, que formaban una irregular empalizada en las aguas
cercanas. [En realidad, eran los restos de una presa construida antes de la
época del cemento.] Las tablas y un montón de piedras usadas para los
cimientos, una lila, unos cuantos manzanos enormes deformados por una
enfermedad causada por los hongos y el somero lecho del caz del molino
que se llenaba de ortigas cada verano eran los únicos signos de una existencia
anterior.
Una carretera apenas transitable
En aquella mañana de primavera se veían claramente las huellas
del coche junto al borde del agua, pero los muchachos no se fijaron en
ellas
Así que podrían saltar al agua y sentir el frío apuñalándoles
como una daga helada. Dagas de hielo alzándose tras sus ojos y aguijoneando
el interior de sus cráneos.
Las huellas que no advirtieron atravesaban de lleno el caz
del molino, donde nada crecía entonces, […] se dirigían al río, sin dar la
vuelta.
Había en el agua una estela de color azul pálido que
no era un reflejo del cielo. Se trataba de un coche volcado dentro del
estanque, con las ruedas delanteras y el morro enterrados en el fango y el
parachoques del maletero a punto de salir a la superficie.
Allí dentro había una cosa oscura y peluda, semejante al rabo de
un animal grande,
Enseguida se dieron cuenta de que se trataba de un brazo,
cubierto por la manga de una chaqueta de tela gruesa y con pelusa [Julio
Cortázar. No se culpe a nadie ]
Les pareció que dentro del coche el cuerpo de un hombre
–tenía que ser el cadáver del señor Willens- se encontraba en una posición
extraña.
Tenían al imagen del rostro del señor Willens tal y como lo
habían conocido, un rostro grande y cuadrado que a menudo fruncía el ceño con aire
teatral aunque nunca amenazador.
Habían atravesado el puente sobre el río Peregrine, de doble
arco y de una sola calzada, al que en el lugar llamaban la Puerta al
Infierno o la Trampa Mortal ,
aunque lo peligroso de verdad era la curva cerrada de su extremo sur y no el
puente en sí.
Pero si caías dentro te helaba la sangre y te empujaba al
lago [Hurón], y eso si antes no te había partido la crisma contra las
pilastras.
Los buitres revoloteaban sobre ellos, alerta desde las
alturas; los petirrojos ya habían regresado, y los tordos de alas rojas
-Tenía que haber traído una veintidós.
-Tenía que haber traído una del calibre doce.
Hablaban […] como si siempre hubieran tenido armas al
alcance de la mano.
Cece Ferns, Jimmy Box
y Bud Salter: tres razones para guardar un secreto
Cece nunca llevaría nada a casa a menos que fuera tan
pequeño que pudiera pasar desapercibido a los ojos de su padre.
Trampas sueltas de ratas almizcladas
Hablaron de asaltar un cobertizo
Charlaban como si fuesen libres, o casi libres, como si no
asistieran al colegio o vivieran con sus familias, ni sufriesen ninguna de las
humillaciones que les infligían por su corta edad. Como si el campo que les rodeaba y
los lugares que eran propiedad de otros les proporcionaran lo que necesitaban
para cualquiera de sus empresas y aventuras, sin apenas riesgo ni esfuerzo por
su parte. [estado de naturaleza. Rousseau]
En el colegio casi todos tenían un mote.
Si querían llamar la atención de otro chico, se limitaban a
decir “Oye”.
Hasta el uso de calificativos escandalosos u obscenos, que se suponía que los
mayores desconocían por completo, habría estropeado el sentido que tenía en
aquellos momentos ignorar hábitos, familias y datos personales de cada cual.
Pese a todo, en el fondo no se miraban los unos a los otros
como amigos. [Se tambalea ese supuesto estado de naturaleza inocente.
Desconfiados. Plauto y Hobbes.]
Diferencia entre
chicos y chicas en los cincuenta
Lo suyo no era asignar el papel de mejor amigo, […] como
hacían las chicas.
Casi todos los miembros de la banda tenían entre
nueve y doce años [al menos una docena de otros chicos]
Les sería posible conseguir un trabajo de ese tipo cuando
crecieran
A ninguno lo enviarían nunca a estudiar a Appleby o al Upper
Canada College. Y ninguno vivía en una chabola o tenía un pariente en la
cárcel. De todas formas, había bastante diferencia entre cómo vivían en sus casas y
lo que de ellos se esperaba en la vida. Pero esas diferencias se
esfumaban tan pronto como perdían de vista la prisión del condado y el granero
y las torres de la iglesia y se dejaba de oír el repique del reloj de los
juzgados. [tan pronto como abandonan el pueblo]
Cómo reaccionan los
adolescentes al encontrar el cadáver
Frente a los muchachos había algo, una imagen ante sus ojos que se
interponía entre ellos y el mundo, igual que parecía suceder con todos
los mayores. El estanque, el coche, el brazo, la mano. [Parece una petición de
socorro]. Tenían cierta idea de que cuando llegasen a un determinado lugar
comenzarían a gritar. Entrarían en el pueblo chillando y
haciendo circular la noticia a su alrededor, y todo el mundo se quedaría helado,
tratando de digerirla.
El reloj daba su repique de cuarto de hora. Las
doce y cuarto.
Era la hora en la que la gente iba a casa a almorzar.
La mayor parte de la gente iba a casa para tomar una comida
caliente y abundante.
[También el señor
Willens, suponemos. ¿Su familia no lo extraña?]
Aquellos que se dirigían hacia casa eran, en su mayoría,
hombres. Las mujeres ya se encontraban allí, siempre estaban allí. [En
los años cincuenta pocas mujeres trabajan fuera del hogar]. Pero algunas de las
mujeres de edad madura que trabajaban en comercios u oficinas por
razones ajenas a su voluntad [maridos fallecidos o enfermos o que nunca
llegaron a tener] eran amigas de las madres de los muchachos y les saludaban
[Las mujeres que trabajan fuera de casa no lo hacen por
voluntad propia sino obligadas por las circunstancias: viudedad, solteras, sin
renta de la que vivir].
-¿En qué lío os habéis metido esta mañana, jovencitos? [saludo de los hombres]
En esos saludos había un cierto grado de jocosidad, pero
existían diferencias.
“Señores” era una burla manifiesta y un menosprecio que no
desembocaba en un reproche sólo porque la persona en cuestión no iba a perder
el tiempo en ello.
Cece Ferns, siempre el más preocupado por llegar a casa, se
marchó el primero.
“al centro, a la comisaría de policía”. Parecía que sin
necesidad de consultarse mutuamente todos habían acatado este nuevo plan de
operaciones, una forma más sobria de dar la noticia. Pero nadie dijo claramente
que no había que contar nada en casa. No existía razón por la que Bud Salter o
Jimmy Box no pudieran hacerlo.
Cece Ferns nunca contaba nada en casa.
¿Por qué?
Era hijo único. Sus padres eran mayores o parecían mayores
por la asendereada vida que llevaban. Esto significaba que no tendría
que vérselas con él [con su padre] hasta bien entrado el día.
Era un nombre conocido y generalmente querido y popular en
Walley
[Ensombrecido por su padre] Todo el mundo daba por supuesto
que se trataba del padre, y no del hijo, de quien se hablaba.
Decía que fumaba y bebía alcohol desde que tenía diez
años.
a lo mejor fue para darle una alegría [a su mujer], aunque eso
era aún más difícil de imaginar. [que fuera a la iglesia con el
propósito de contentar a su mujer]
-Si ésa es la sangre del Cordero [vino mosto] debía padecer
una maldita anemia de mucho cuidado.
Estaba inclinada sobre el fogón con la espumadera en una
mano y apretándose el estómago con la otra, sosteniendo el dolor.
Cece le quitó de la mano la espumadera
Su madre nunca limpiaba la grasa refrita
A su padre le gustaban volteados y planos como las
tortillas, fritos hasta que estuvieran tan duros como el cuero y ennegrecidos con
pimienta.
Ninguno de los chicos conocía su experiencia en los
menesteres de cocina, al igual que ninguno conocía el escondite que se había
montado fuera de la casa.
[Lo que parece
natural. Lo que nadie parece cuestionarse. R., una vecina de mis abuelos, se
estaba muriendo de cáncer y enseñó a su hija I., que tenía mi edad, unos ocho o
nueve años, a preparar la comida para su padre y su hermano mayor. I. tuvo que dejar el colegio y llevar la casa
cuando su madre murió. Yo era una adolescente cuando supe de su intento de
suicidio. Lo último que recuerdo de su padre es que iba en silla de ruedas.
Mi abuela me contó que
su madre la subía a una especie de banquito para que viese qué le echaba a los
guisos.
Cuando se quedó
huérfana, una hermana de su padre [la madre de mi amiga Leonor] se la llevó a
su casa. Pero eso duró muy poco. Todos daban por hecho que ella tendría que
asistir a su padre y a su hermano. Hace mucho tiempo que no sé de ella.]
Aún cabía la posibilidad de que su padre volviera a casa
para comer algo. Puede que aún no estuviese borracho. Aunque su comportamiento
no siempre dependía del grado de su borrachera. Le habría dicho que sería una
esposa ideal para cualquier hombre.
[Y yo, que he tenido
la suerte de que a mi padre le encantase cocinar. Creo que lo hace con más
gusto que mi madre. Claro que mi bisabuelo paterno, el padre de mi abuelo, fue
cocinero toda su vida. Y el padre de mi abuela, panadero.]
Así es como se hubiera comportado de estar de buen humor. De
no estar de buen humor, […] le habría dicho que se anduviese con cuidado.
Su padre era capaz de enseñar los dientes y gruñir como un
perro.
Le aplastaría su sucia cara contra el quemador.
Pero si en ese momento alguien llamaba a la puerta –digamos,
si un amigo suyo llegaba para recogerle- su rostro recuperaba la expresión de
siempre.
Lo decía para que pareciese que lo que pasaba en su casa
era pura broma. [incapaz de enfrentarse a la realidad, con argumentos.
A toda costa, mantener la apariencia de normalidad]
Bud Salter tenía dos hermanas mayores que nunca hacían nada útil a
menos que su madre las obligara.
En aquel momento su hermana mayor, la que tenía fama de
atractiva, se quitaba las horquillas
Su otra hermana hacía un puré de patatas, por orden de su
madre.
Su hermanito de cinco años estaba sentado en su lugar en la
mesa, golpeándola con el tenedor y el cuchillo y gritando: “Quiero que me sirvan, quiero que
me sirvan”.
Lo había aprendido de su padre, que lo hacía en broma.
[Bud] intentó hurgar en la parte superior del hojaldre para
saborear el relleno. Su hermano vio lo que hacía, pero le tenía demasiado
miedo como para abrir la boca. Era un niño consentido y siempre le
defendían sus hermanas: Bud era la única persona en toda la casa que le
infundía respeto.
-Deja el pastel –le ordenó la madre con una severidad estudiada
y casi serena-. Dejad de maldecir. Dejad de chivaros. Y a ver si maduráis un
poquito.
[No parece que sea una madre con mucha autoridad.]
Jimmy Box se sentó a comer ante una mesa llena de gente. Él, su padre
y su madre y sus hermanas de cuatro y seis años vivían en la casa de su abuela
con ella, con su tía abuela Mary y con su tío, que era soltero. Su padre tenía
un taller de reparación de bicicletas […] y su madre trabajaba en los almacenes
Honeker.
El padre de Jimmy era cojo porque había sufrido un ataque de
polio a los veintidós años.
En otro tiempo había sido un notable jugador de hockey y de
béisbol en el pueblo
Hacía bromas tontas y empleaba un tono optimista, negando el
dolor que reflejaban sus ojos y que le tenía en vela muchas noches. Al contrario
del padre de Cece Ferns, no cambiaba su forma de ser al entrar en su
casa.
[Tres enfermos. Tres formas de enfrentarse al dolor. El
padre de Cece, la madre de Cece y el padre de Jimmy]
Sin embargo, no era su casa. [Vivir en casa ajena, vivir en
casa de los suegros. Otra renuncia. Otro motivo de pesar]. Que ella [la abuela
materna] cuidara de los niños que iban llegando mientras su mujer trabajaba.
Por su parte, a la madre de la esposa le parecía natural también encargarse de
otra familia, al igual que le parecía natural que su propia hermana, Mary, se
fuera a vivir con la familia cuando sus ojos empezaron a fallar y que su propio
hijo, Fred, un hombre extraordinariamente tímido [¿por no decir dependiente?] continuara
viviendo en casa hasta que no encontrara un lugar que le gustara más. [¿Y eso
cuándo sería?] Era una de esas familias que soporta cualquier carga con menos
quejas que las que generaría un mero cambio de tiempo. A nadie en aquella casa
se le ocurriría mencionar como un peso o un problema la discapacidad del padre
de Jimmy o la mala vista de Mary. Lo bueno era hacer tan poco caso de los
problemas y de las adversidades como de todo lo contrario.
Según la creencia tradicional de la familia, la abuela de
Jimmy era una excelente cocinera y posiblemente lo había sido alguna vez, pero en
los últimos años las cosas habían cambiado. [no querer ver lo que está delante, falta de comunicación para resolver
los problemas y llegar a acuerdos. Cuesta mucho aceptar la desaparición o merma
de las facultades, máxime si se trata de quien lleva el peso de la casa. Pero
la realidad se impone aunque no queramos asumirla.]
Así se iban arreglando, a pesar de vivir amontonados en la
casa […]
Tres buenas razones
para callar
[Cece] Lo normal es que [su padre] le hubiera llamado
mentiroso. La madre le habría pedido que se callase.
En la casa de Jimmy habría producido consternación y cierta
desaprobación, pero al final habrían reconocido que la culpa no era del chico.
Las hermanas de Bud le habrían preguntado si se había vuelto
loco. Su padre, sin embargo, era un hombre sensato y paciente. Cerciorarse de
que decía la verdad y no exageraba, habría llamado a la comisaría.
Lo que ocurría es que sus casas parecían demasiado llenas de
gente. Bastante tenían con lo que tenían. [Cómo éramos pocos, encontramos un cadáver]
Incluso cuando no estaba su padre persistía la amenaza y el
recuerdo de su enloquecida presencia.
Ser portador de malas
noticias. Cara de guardar un secreto. ¿Qué querían averiguar?
Se encontraron pasando por delante del bungaló de estuco del
señor y la señora Willens.
El jardín delantero era famoso por sus flores. La señora
Willens era una renombrada jardinera
En aquel momento lo único que florecía era el arbusto de
forsitia en una esquina de la casa.
La forsitia se agitó aunque no soplaba viento y apareció una
figura encorvada y parda. Era la señora Willens con su desgastada ropa
de jardinera, una vieja obesa con pantalones muy anchos, chaqueta andrajosa y
un gorro puntiagudo que podría ser de su marido, caído sobre la frente hasta
casi esconder sus ojos. Llevaba un par de podaderas en la mano.
Nada que indicase que el señor Willens no estaba allí y que
su coche no estaba en el garaje detrás de su consulta, sino en el estanque de
Jutland. Y allí estaba la señora Willens trabajando en su jardín, donde todos
la imaginaban –el pueblo entero lo decía- tan pronto como desapareciese la
nieve.
Se dirigieron al centro con los brazos cargados. No tenían
intención de volver para llevarse las flores a casa
¿Cómo podía estar ella trabajando en el jardín y él ahogado
en su coche? ¿Sabía ella dónde estaba su marido o no? Daba la impresión de que
no lo sabía. ¿Sabría al menos que no estaba en casa? Actuaba como si nada
hubiese ocurrido
Encuentro con Doris,
la hermana de Bud.
Se limitaron a tirar las ramas bajo un coche aparcado.
Encuentro con la madre
de Jimmy
En el trabajo perdía su silenciosa discreción, su estudiada
dulzura hogareña. Su servilismo se transformaba y pasaba
de lo humilde a lo coqueto. A él le encantaba ese otro aspecto de
ella, esa vivacidad tan suya, igual que le encantaban los almacenes Honeker.
Pasaron de largo [en
la comisaría] y con las cabezas gachas
Si alguien iba allí a presentar una denuncia o a dar una
información tenía que hacerlo a la vista de aquella gente, que muy
probablemente se enteraría de todo.
Había que cargar con ese muerto
Estuvieron a punto de pararse ante la puerta abierta. Nadie
se fijó en ellos. El coronel Box dijo “aún no estoy muerto”, repitiendo la
última frase de una anécdota. [Como el abuelo de Carmen López cuando uno de sus
hijos quiso quitarle la alianza en el hospital. “Aún no estoy muerto.”]
El dinero que su madre le había dado [a Cece] después de
fregar los platos
Ella a veces tenía dinero, aunque Cece nunca había visto a
su padre dárselo.
Cece comprendía que se avergonzaba de su modo de vivir, sentía
vergüenza por él y delante de él y era entonces cuando la odiaba
[aunque le alegrara lo del dinero].
Sobre todo si le decía que era un buen chico y que no se
creyera que no le agradecía lo que hacía.
Tomaron la calle que bajaba al puerto. […]
El capitán Tervitt estaba sentado en el otro asiento.
El capitán Tervitt había sido durante muchos años un capitán
de verdad en los barcos del lago. Ahora trabajaba de vigilante. Paraba los
coches delante de la escuela para que los niños cruzaran la calle
Su sordera le impedía seguir una conversación sin ponerse su
audífono, que como muchos otros sordos no aguantaba. Debía de estar
acostumbrado a la soledad. Su mirada se perdía más allá de la proa de los
barcos del lago.
Luego se lo contó todo. [Bud] Creía que su madre no tenía ninguna
experiencia ni autoridad fuera de casa y que no sería capaz de tomar una
decisión hasta que hubiera llamado al padre. [mujeres ninguneadas]
Un policía y un sacerdote anglicano fueron a ver a la señora
Willens.
-No quería importunarles –dijo, al parecer, la señora
Willens-. Iba a esperar hasta el atardecer antes de acudir a ustedes.
Les contó que el señor Willens se había marchado al campo el
día anterior por la tarde. A veces se retrasaba, dijo. Visitaba pacientes o el
coche se quedaba atascado.
El policía le preguntó si estaba deprimido [sospecha de
suicidio]
-Esa palabra no figuraba en su vocabulario –dijo la señora
Willens.
A los tres se les puso un nuevo apodo: Hombre Muerto. Jimmy
y Bud lo conservaron hasta que hubieron abandonado el pueblo y Cece –que se
casó joven y se puso a trabajar en el granero- lo vio pasar a sus dos hijos.
[Más vale que no te señales en el pueblo, entonces.]
Y el insulto al capitán Tervitt [la terrible ofensa de
reírse de su sordera] permaneció en secreto.
Creyeron que se encontrarían con algún reproche, con una
mirada desdeñosa de agravio o de condena la próxima vez que tuvieran que pasar
bajo su brazo levantado al cruzar la calle para ir a la escuela. [No era un
hombre rencoroso, no se lo tuvo en cuenta a los muchachos. Interesado en
mantener el secreto, quizá. Así gano vuestra confianza. No tengo nada contra
vosotros, a pesar del agravio]
II. Fallo del corazón.
“Glomerulonefritis”, escribió Enid en su cuaderno.
Lo cierto es que los riñones de la señora Quinn empezaban a
fallar y no se podía hacer nada.
Había otro olor, más débil, como a fruta podrida, que a Enid
le parecía relacionado con unas manchas de un pálido azul lavanda y marrón que
brotaban en su cuerpo. [el color del coche y del suelo]
-¿Y cómo se coge esa enfermedad? –preguntó la cuñada de la señora
Quinn. Se llamaba señora Green. Olive Green.
Sin querer ofender pero consciente de hacia dónde se
encaminaba esa pregunta, respondió:
-Es difícil saberlo.
-He oído que a veces hay mujeres que toman las píldoras. Las
compran cuando les llega el periodo con retraso […] pero si toman demasiadas y
con un mal fin, se destrozan los riñones ¿Es eso verdad?
[¿Tiene razones fundadas la señora Green para juzgar de ese
modo a su cuñada?]
Pero tras la amistosa expresión de Rupert había recelo
y retraimiento, y tras la de la señora Green, avidez. Lo que Enid no
sabía era avidez de qué.
[¿de noticias?]
La señora Quinn se iba a morir a los veintisiete años
Cuando sus riñones dejaran de funcionar por completo,
fallaría su corazón y moriría.
Una fecha
“Trabajará usted hasta entrado el verano, pero muy
probablemente tendrá vacaciones antes de que termine el calor”, le había dicho
el médico a Enid.
-Rupert la conoció cuando estaba en el norte –dijo la señora
Green. Se marchó solo para trabajar en el monte. […] dice que la
criaron en un orfanato en Montreal. De eso no tiene la culpa.
[¿De qué es culpable? ¿de su desgracia? ¿insinúa que ella misma ha provocado su
enfermedad haciendo un mal uso de las píldoras anticonceptivas o hay algo más?]
Rupert, el “pringao”
Así era como Rupert solía sonreír en la escuela secundaria
para prevenir
una posible burla.
-Él nunca había tenido novia antes –dijo
la señora Green.
Enid había estado en la misma clase que Rupert, aunque
no se lo dijo, un tanto avergonzada porque era uno de los muchachos –en
realidad el principal- al que ella y sus amigas habían atormentado y del que se
habían mofado.
Mirando cómo se ruborizaba hasta el cuello. Luego fingían
que una de ellas estaba loca por él.
En realidad no esperaban que respondiera a sus
insinuaciones.
¿Por qué le trataban de ese modo? ¿Para humillarle?
Pues simple y llanamente porque se dejaba.
Era imposible que lo hubiese olvidado,
pero trataba a Enid como si fuera alguien a quien acababa de conocer, la
enfermera de su mujer
Rupert dormía en casa de la señora Green, donde
también comía. Las dos niñas podrían haberse quedado allí también, pero
eso hubiera significado trasladarlas a otra escuela y quedaba menos de un mes
para las vacaciones de verano.
Enid no fue capaz de conseguir que las niñas dieran las
gracias
Lois y Sylvie tenían siete y seis años respectivamente, y
eran tan salvajes como gatas de granja.
[¿educación de las niñas descuidada?]
Mi madre y yo nos hemos arreglado sin un hombre en casa
desde hace mucho tiempo [dijo Enid]
Por último, Rupert preguntaba por su mujer
Y Rupert decía que si dormía, mejor sería no entrar.
[¿relación rota? ¿a causa de la enfermedad?]
La señora Quinn, la
desahuciada. Resentida malicia, podredumbre en su interior
¿Por qué no la echamos fuera y la mandamos a la mierda? ¿Por
qué no la tiramos como si fuera un gato muerto? Eso es lo que él piensa. ¿No es
cierto?
¿No te doy asco? ¿No te alegrarás cuando me muera?
-Si fuera eso lo que sintiese por usted, no estaría aquí
–respondió Enid.
[¿Qué siente por la señora Quinn? ¿lástima?]
[Su nivel de autoestima está por los suelos, ¿por qué?]
Adiós y que te pudras. Ya no le valgo para nada, ¿no es así?
[no dice: ya no valgo sino ya no le valgo [a él] para nada. ¿Por qué se siente
o ha sentido utilizada?]
No le sirvo a ningún
hombre. Sale de
aquí todas las noches y va en busca de una mujer, ¿a que sí?
[¿celos?]
Enid creía saber lo que eso significaba, ese
resentimiento y ese veneno, aquella energía acumulada para despotricar.
[Lo que cuesta encarar la muerte. Cuando uno es consciente
de la gravedad de su enfermedad, la rabia e impotencia puede volverlo enemigo
de todo aquello a lo que tiene que renunciar: pareja, hijos,…]
La señora Quinn buscaba nerviosamente un enemigo.
Las personas enfermas sienten rencor hacia quien está sano, y a veces ocurre
entre los maridos y sus esposas e incluso entre madres e hijos.
[No se me ha olvidado el llanto de aquella joven madre a la
que, una vez le comunicaron la gravedad de su caso en el Hospital, tuvieron que
separar del marido porque empezó a gritarle: No debieras haberte casado
conmigo. ¡Mis niñas! Yo estoy ensombreciendo tu vida, convirtiéndote en
desgraciado. ¿Por qué te casaste conmigo? ¿Mis niñas me tendrán que ver así?
No hubo manera de calmarla hasta que el marido no abandonó
la sala.]
Se diría que sus dos hijas eran un par de huérfanas
revoltosas que le hubieran endosado para una visita indefinida. Pero así es
como eran algunas personas antes de acomodarse a morir y a veces incluso hasta
el momento final. [comportamiento egoísta e injusto. La sensación de
aislamiento e incomprensión les lleva a perder las formas con los demás.]
Llegaban a aborrecer a la propia Enid. […] Enid estaba
acostumbrada y era capaz de entender su problema, el problema de morir y también
el problema de haber vivido, que a veces llegaba a eclipsar el primero.
Pero con la señora Quinn estaba desconcertada.
No sólo se trataba de que no quería consolarla. Es que no
quería hacerlo. No era capaz de dominar su aversión a esa mujer joven,
condenada y desgraciada. Había cogido antipatía a ese cuerpo que tenía
que lavar. […] Tenía aversión a ese cuerpo en particular y a todos los signos
particulares de su enfermedad.
[¿Hay una razón para ello?]
Lo veía todo como signo de una corrupción voluntaria. Ella era tan mala como la señora
Green, que husmeaba en busca de una impureza endémica, a pesar de ser una
enfermera y saber que no debía pensar de esa forma
La señora Quinn le recordaba un poco a las muchachas que había
conocido en la escuela secundaria […] Dejaban los estudios al cabo de un año o
dos, se quedaban embarazadas, la mayoría se casaba.
La seguridad que antes tenían en sí mismas se había agotado
y que su veta de insolencia se había transformado en mansedumbre e incluso en
piedad.
[¿No son estas muchachas las mismas que se reían de Rupert? ¿No
se ha convertido ella misma en una de ellas?]
Peor incluso que Enid sintiera esa repugnancia era el que la
señora Quinn lo supiera.
Y la señora Quinn hacía de ese conocimiento su triunfo.
[Conmigo
no hace falta que finjas. Soy tan lista que me he dado cuenta de que me
detestas. La mayoría de los enfermos no lo dicen en serio. Demandan afecto y
aunque expresen que son una “carga” no se autodesprecian]
Comentarios a la lectura y fragmentos de El amor de una mujer generosa; Alice Munro
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