miércoles, 6 de marzo de 2013

Había que cargar con ese muerto


Un museo en Walley. Una caja que guarda un secreto

También se conserva allí una caja roja sobre la que se puede leer: D. M. WILLENS, OPTOMETRISTA; y junto a la caja una pequeña placa con la siguiente leyenda: “A pesar de que esta caja de instrumentos de optometrista no es muy antigua, guarda un considerable interés local, ya que perteneció al señor D. M. Willens, quien en 1951 pereció ahogado en el río Peregrine. Es de suponer que la caja, que se salvó del fatal accidente, la recuperó el mismo donante anónimo que más tarde la legaría a este museo”.

¿Por qué se salvó la caja del fatal accidente? ¿Alguien se lo preguntó alguna vez? ¿Quién es el donante anónimo?

El oftalmoscopio conserva las pilas porque “tal vez fuera preciso utilizar el instrumento en lugares donde no había corriente eléctrica.”

El retinoscopio. En ciertas partes, allá donde el optometrista debe de haberlo manoseado con mayor frecuencia, la pintura ha desaparecido, dejando a la luz destellos de un metal plateado.

1. Jutland
La verdad es que estaba en ruinas mucho antes de que se celebrara la tal batalla.
Los tres muchachos que llegaron allí un sábado a primera hora de la mañana a principios de la primavera de 1951 creían, al igual que la mayoría de los niños, que su nombre procedía de las viejas tablas de madera que sobresalían de la tierra de la ribera y de las otras estacas, rectas y gruesas, que formaban una irregular empalizada en las aguas cercanas. [En realidad, eran los restos de una presa construida antes de la época del cemento.] Las tablas y un montón de piedras usadas para los cimientos, una lila, unos cuantos manzanos enormes deformados por una enfermedad causada por los hongos y el somero lecho del caz del molino que se llenaba de ortigas cada verano eran los únicos signos de una existencia anterior.

Una carretera apenas transitable
En aquella mañana de primavera se veían claramente las huellas del coche junto al borde del agua, pero los muchachos no se fijaron en ellas
Así que podrían saltar al agua y sentir el frío apuñalándoles como una daga helada. Dagas de hielo alzándose tras sus ojos y aguijoneando el interior de sus cráneos.
Las huellas que no advirtieron atravesaban de lleno el caz del molino, donde nada crecía entonces, […] se dirigían al río, sin dar la vuelta.

Había en el agua una estela de color azul pálido que no era un reflejo del cielo. Se trataba de un coche volcado dentro del estanque, con las ruedas delanteras y el morro enterrados en el fango y el parachoques del maletero a punto de salir a la superficie.
Allí dentro había una cosa oscura y peluda, semejante al rabo de un animal grande,
Enseguida se dieron cuenta de que se trataba de un brazo, cubierto por la manga de una chaqueta de tela gruesa y con pelusa [Julio Cortázar. No se culpe a nadie ]
Les pareció que dentro del coche el cuerpo de un hombre –tenía que ser el cadáver del señor Willens- se encontraba en una posición extraña.
Tenían al imagen del rostro del señor Willens tal y como lo habían conocido, un rostro grande y cuadrado que a menudo fruncía el ceño con aire teatral aunque nunca amenazador.

Habían atravesado el puente sobre el río Peregrine, de doble arco y de una sola calzada, al que en el lugar llamaban la Puerta al Infierno o la Trampa Mortal, aunque lo peligroso de verdad era la curva cerrada de su extremo sur y no el puente en sí.
Pero si caías dentro te helaba la sangre y te empujaba al lago [Hurón], y eso si antes no te había partido la crisma contra las pilastras.

Los buitres revoloteaban sobre ellos, alerta desde las alturas; los petirrojos ya habían regresado, y los tordos de alas rojas
-Tenía que haber traído una veintidós.
-Tenía que haber traído una del calibre doce.
Hablaban […] como si siempre hubieran tenido armas al alcance de la mano.

Cece Ferns, Jimmy Box y Bud Salter: tres razones para guardar un secreto

Cece nunca llevaría nada a casa a menos que fuera tan pequeño que pudiera pasar desapercibido a los ojos de su padre.
Trampas sueltas de ratas almizcladas
Hablaron de asaltar un cobertizo
Charlaban como si fuesen libres, o casi libres, como si no asistieran al colegio o vivieran con sus familias, ni sufriesen ninguna de las humillaciones que les infligían por su corta edad. Como si el campo que les rodeaba y los lugares que eran propiedad de otros les proporcionaran lo que necesitaban para cualquiera de sus empresas y aventuras, sin apenas riesgo ni esfuerzo por su parte. [estado de naturaleza. Rousseau]

En el colegio casi todos tenían un mote.
Si querían llamar la atención de otro chico, se limitaban a decir “Oye”. Hasta el uso de calificativos escandalosos u obscenos, que se suponía que los mayores desconocían por completo, habría estropeado el sentido que tenía en aquellos momentos ignorar hábitos, familias y datos personales de cada cual.

Pese a todo, en el fondo no se miraban los unos a los otros como amigos. [Se tambalea ese supuesto estado de naturaleza inocente. Desconfiados. Plauto y Hobbes.]
Diferencia entre chicos y chicas en los cincuenta
Lo suyo no era asignar el papel de mejor amigo, […] como hacían las chicas.
Casi todos los miembros de la banda tenían entre nueve y doce años [al menos una docena de otros chicos]
Les sería posible conseguir un trabajo de ese tipo cuando crecieran
A ninguno lo enviarían nunca a estudiar a Appleby o al Upper Canada College. Y ninguno vivía en una chabola o tenía un pariente en la cárcel. De todas formas, había bastante diferencia entre cómo vivían en sus casas y lo que de ellos se esperaba en la vida. Pero esas diferencias se esfumaban tan pronto como perdían de vista la prisión del condado y el granero y las torres de la iglesia y se dejaba de oír el repique del reloj de los juzgados. [tan pronto como abandonan el pueblo]

Cómo reaccionan los adolescentes al encontrar el cadáver

Frente a los muchachos había algo, una imagen ante sus ojos que se interponía entre ellos y el mundo, igual que parecía suceder con todos los mayores. El estanque, el coche, el brazo, la mano. [Parece una petición de socorro]. Tenían cierta idea de que cuando llegasen a un determinado lugar comenzarían a gritar. Entrarían en el pueblo chillando y haciendo circular la noticia a su alrededor, y todo el mundo se quedaría helado, tratando de digerirla.
El reloj daba su repique de cuarto de hora. Las doce y cuarto.
Era la hora en la que la gente iba a casa a almorzar.
La mayor parte de la gente iba a casa para tomar una comida caliente y abundante.
[También el señor Willens, suponemos. ¿Su familia no lo extraña?]
Aquellos que se dirigían hacia casa eran, en su mayoría, hombres. Las mujeres ya se encontraban allí, siempre estaban allí. [En los años cincuenta pocas mujeres trabajan fuera del hogar]. Pero algunas de las mujeres de edad madura que trabajaban en comercios u oficinas por razones ajenas a su voluntad [maridos fallecidos o enfermos o que nunca llegaron a tener] eran amigas de las madres de los muchachos y les saludaban
[Las mujeres que trabajan fuera de casa no lo hacen por voluntad propia sino obligadas por las circunstancias: viudedad, solteras, sin renta de la que vivir].
-¿En qué lío os habéis metido esta mañana, jovencitos? [saludo de los hombres]
En esos saludos había un cierto grado de jocosidad, pero existían diferencias.
“Señores” era una burla manifiesta y un menosprecio que no desembocaba en un reproche sólo porque la persona en cuestión no iba a perder el tiempo en ello.
Cece Ferns, siempre el más preocupado por llegar a casa, se marchó el primero.
“al centro, a la comisaría de policía”. Parecía que sin necesidad de consultarse mutuamente todos habían acatado este nuevo plan de operaciones, una forma más sobria de dar la noticia. Pero nadie dijo claramente que no había que contar nada en casa. No existía razón por la que Bud Salter o Jimmy Box no pudieran hacerlo.
Cece Ferns nunca contaba nada en casa.

¿Por qué?
Era hijo único. Sus padres eran mayores o parecían mayores por la asendereada vida que llevaban. Esto significaba que no tendría que vérselas con él [con su padre] hasta bien entrado el día.
Era un nombre conocido y generalmente querido y popular en Walley
[Ensombrecido por su padre] Todo el mundo daba por supuesto que se trataba del padre, y no del hijo, de quien se hablaba.
Decía que fumaba y bebía alcohol desde que tenía diez años.
a lo mejor fue para darle una alegría [a su mujer], aunque eso era aún más difícil de imaginar. [que fuera a la iglesia con el propósito de contentar a su mujer]
-Si ésa es la sangre del Cordero [vino mosto] debía padecer una maldita anemia de mucho cuidado.
Estaba inclinada sobre el fogón con la espumadera en una mano y apretándose el estómago con la otra, sosteniendo el dolor.
Cece le quitó de la mano la espumadera
Su madre nunca limpiaba la grasa refrita
A su padre le gustaban volteados y planos como las tortillas, fritos hasta que estuvieran tan duros como el cuero y ennegrecidos con pimienta.
Ninguno de los chicos conocía su experiencia en los menesteres de cocina, al igual que ninguno conocía el escondite que se había montado fuera de la casa.
[Lo que parece natural. Lo que nadie parece cuestionarse. R., una vecina de mis abuelos, se estaba muriendo de cáncer y enseñó a su hija I., que tenía mi edad, unos ocho o nueve años, a preparar la comida para su padre y su hermano mayor. I.  tuvo que dejar el colegio y llevar la casa cuando su madre murió. Yo era una adolescente cuando supe de su intento de suicidio. Lo último que recuerdo de su padre es que iba en silla de ruedas.
Mi abuela me contó que su madre la subía a una especie de banquito para que viese qué le echaba a los guisos.
Cuando se quedó huérfana, una hermana de su padre [la madre de mi amiga Leonor] se la llevó a su casa. Pero eso duró muy poco. Todos daban por hecho que ella tendría que asistir a su padre y a su hermano. Hace mucho tiempo que no sé de ella.]
Aún cabía la posibilidad de que su padre volviera a casa para comer algo. Puede que aún no estuviese borracho. Aunque su comportamiento no siempre dependía del grado de su borrachera. Le habría dicho que sería una esposa ideal para cualquier hombre.
[Y yo, que he tenido la suerte de que a mi padre le encantase cocinar. Creo que lo hace con más gusto que mi madre. Claro que mi bisabuelo paterno, el padre de mi abuelo, fue cocinero toda su vida. Y el padre de mi abuela, panadero.]
Así es como se hubiera comportado de estar de buen humor. De no estar de buen humor, […] le habría dicho que se anduviese con cuidado.
Su padre era capaz de enseñar los dientes y gruñir como un perro.
Le aplastaría su sucia cara contra el quemador.
Pero si en ese momento alguien llamaba a la puerta –digamos, si un amigo suyo llegaba para recogerle- su rostro recuperaba la expresión de siempre.
Lo decía para que pareciese que lo que pasaba en su casa era pura broma. [incapaz de enfrentarse a la realidad, con argumentos. A toda costa, mantener la apariencia de normalidad]
Bud Salter tenía dos hermanas mayores que nunca hacían nada útil a menos que su madre las obligara.
En aquel momento su hermana mayor, la que tenía fama de atractiva, se quitaba las horquillas
Su otra hermana hacía un puré de patatas, por orden de su madre.
Su hermanito de cinco años estaba sentado en su lugar en la mesa, golpeándola con el tenedor y el cuchillo y gritando: “Quiero que me sirvan, quiero que me sirvan”.
Lo había aprendido de su padre, que lo hacía en broma.
[Bud] intentó hurgar en la parte superior del hojaldre para saborear el relleno. Su hermano vio lo que hacía, pero le tenía demasiado miedo como para abrir la boca. Era un niño consentido y siempre le defendían sus hermanas: Bud era la única persona en toda la casa que le infundía respeto.
-Deja el pastel –le ordenó la madre con una severidad estudiada y casi serena-. Dejad de maldecir. Dejad de chivaros. Y a ver si maduráis un poquito.
[No parece que sea una madre con mucha autoridad.]

Jimmy Box se sentó a comer ante una mesa llena de gente. Él, su padre y su madre y sus hermanas de cuatro y seis años vivían en la casa de su abuela con ella, con su tía abuela Mary y con su tío, que era soltero. Su padre tenía un taller de reparación de bicicletas […] y su madre trabajaba en los almacenes Honeker.
El padre de Jimmy era cojo porque había sufrido un ataque de polio a los veintidós años.
En otro tiempo había sido un notable jugador de hockey y de béisbol en el pueblo
Hacía bromas tontas y empleaba un tono optimista, negando el dolor que reflejaban sus ojos y que le tenía en vela muchas noches. Al contrario del padre de Cece Ferns, no cambiaba su forma de ser al entrar en su casa.

[Tres enfermos. Tres formas de enfrentarse al dolor. El padre de Cece, la madre de Cece y el padre de Jimmy]
Sin embargo, no era su casa. [Vivir en casa ajena, vivir en casa de los suegros. Otra renuncia. Otro motivo de pesar]. Que ella [la abuela materna] cuidara de los niños que iban llegando mientras su mujer trabajaba. Por su parte, a la madre de la esposa le parecía natural también encargarse de otra familia, al igual que le parecía natural que su propia hermana, Mary, se fuera a vivir con la familia cuando sus ojos empezaron a fallar y que su propio hijo, Fred, un hombre extraordinariamente tímido [¿por no decir dependiente?] continuara viviendo en casa hasta que no encontrara un lugar que le gustara más. [¿Y eso cuándo sería?] Era una de esas familias que soporta cualquier carga con menos quejas que las que generaría un mero cambio de tiempo. A nadie en aquella casa se le ocurriría mencionar como un peso o un problema la discapacidad del padre de Jimmy o la mala vista de Mary. Lo bueno era hacer tan poco caso de los problemas y de las adversidades como de todo lo contrario.

Según la creencia tradicional de la familia, la abuela de Jimmy era una excelente cocinera y posiblemente lo había sido alguna vez, pero en los últimos años las cosas habían cambiado. [no querer ver lo que está delante, falta de comunicación para resolver los problemas y llegar a acuerdos. Cuesta mucho aceptar la desaparición o merma de las facultades, máxime si se trata de quien lleva el peso de la casa. Pero la realidad se impone aunque no queramos asumirla.]
Así se iban arreglando, a pesar de vivir amontonados en la casa […]
Tres buenas razones para callar
[Cece] Lo normal es que [su padre] le hubiera llamado mentiroso. La madre le habría pedido que se callase.
En la casa de Jimmy habría producido consternación y cierta desaprobación, pero al final habrían reconocido que la culpa no era del chico.
Las hermanas de Bud le habrían preguntado si se había vuelto loco. Su padre, sin embargo, era un hombre sensato y paciente. Cerciorarse de que decía la verdad y no exageraba, habría llamado a la comisaría.
Lo que ocurría es que sus casas parecían demasiado llenas de gente. Bastante tenían con lo que tenían. [Cómo éramos pocos, encontramos un cadáver]
Incluso cuando no estaba su padre persistía la amenaza y el recuerdo de su enloquecida presencia.

Ser portador de malas noticias. Cara de guardar un secreto. ¿Qué querían averiguar?
Se encontraron pasando por delante del bungaló de estuco del señor y la señora Willens.
El jardín delantero era famoso por sus flores. La señora Willens era una renombrada jardinera
En aquel momento lo único que florecía era el arbusto de forsitia en una esquina de la casa.
La forsitia se agitó aunque no soplaba viento y apareció una figura encorvada y parda. Era la señora Willens con su desgastada ropa de jardinera, una vieja obesa con pantalones muy anchos, chaqueta andrajosa y un gorro puntiagudo que podría ser de su marido, caído sobre la frente hasta casi esconder sus ojos. Llevaba un par de podaderas en la mano.
Nada que indicase que el señor Willens no estaba allí y que su coche no estaba en el garaje detrás de su consulta, sino en el estanque de Jutland. Y allí estaba la señora Willens trabajando en su jardín, donde todos la imaginaban –el pueblo entero lo decía- tan pronto como desapareciese la nieve.

Se dirigieron al centro con los brazos cargados. No tenían intención de volver para llevarse las flores a casa
¿Cómo podía estar ella trabajando en el jardín y él ahogado en su coche? ¿Sabía ella dónde estaba su marido o no? Daba la impresión de que no lo sabía. ¿Sabría al menos que no estaba en casa? Actuaba como si nada hubiese ocurrido

Encuentro con Doris, la hermana de Bud.
Se limitaron a tirar las ramas bajo un coche aparcado.

Encuentro con la madre de Jimmy
En el trabajo perdía su silenciosa discreción, su estudiada dulzura hogareña. Su servilismo se transformaba y pasaba de lo humilde a lo coqueto. A él le encantaba ese otro aspecto de ella, esa vivacidad tan suya, igual que le encantaban los almacenes Honeker.

Pasaron de largo [en la comisaría] y con las cabezas gachas
Si alguien iba allí a presentar una denuncia o a dar una información tenía que hacerlo a la vista de aquella gente, que muy probablemente se enteraría de todo.
Había que cargar con ese muerto
Estuvieron a punto de pararse ante la puerta abierta. Nadie se fijó en ellos. El coronel Box dijo “aún no estoy muerto”, repitiendo la última frase de una anécdota. [Como el abuelo de Carmen López cuando uno de sus hijos quiso quitarle la alianza en el hospital. “Aún no estoy muerto.”]

El dinero que su madre le había dado [a Cece] después de fregar los platos
Ella a veces tenía dinero, aunque Cece nunca había visto a su padre dárselo.
Cece comprendía que se avergonzaba de su modo de vivir, sentía vergüenza por él y delante de él y era entonces cuando la odiaba [aunque le alegrara lo del dinero].
Sobre todo si le decía que era un buen chico y que no se creyera que no le agradecía lo que hacía.



Tomaron la calle que bajaba al puerto. […]
El capitán Tervitt estaba sentado en el otro asiento.
El capitán Tervitt había sido durante muchos años un capitán de verdad en los barcos del lago. Ahora trabajaba de vigilante. Paraba los coches delante de la escuela para que los niños cruzaran la calle
Su sordera le impedía seguir una conversación sin ponerse su audífono, que como muchos otros sordos no aguantaba. Debía de estar acostumbrado a la soledad. Su mirada se perdía más allá de la proa de los barcos del lago.

Luego se lo contó todo. [Bud] Creía que su madre no tenía ninguna experiencia ni autoridad fuera de casa y que no sería capaz de tomar una decisión hasta que hubiera llamado al padre. [mujeres ninguneadas]

Un policía y un sacerdote anglicano fueron a ver a la señora Willens.
-No quería importunarles –dijo, al parecer, la señora Willens-. Iba a esperar hasta el atardecer antes de acudir a ustedes.
Les contó que el señor Willens se había marchado al campo el día anterior por la tarde. A veces se retrasaba, dijo. Visitaba pacientes o el coche se quedaba atascado.
El policía le preguntó si estaba deprimido [sospecha de suicidio]
-Esa palabra no figuraba en su vocabulario –dijo la señora Willens.
A los tres se les puso un nuevo apodo: Hombre Muerto. Jimmy y Bud lo conservaron hasta que hubieron abandonado el pueblo y Cece –que se casó joven y se puso a trabajar en el granero- lo vio pasar a sus dos hijos.
[Más vale que no te señales en el pueblo, entonces.]
Y el insulto al capitán Tervitt [la terrible ofensa de reírse de su sordera] permaneció en secreto.
Creyeron que se encontrarían con algún reproche, con una mirada desdeñosa de agravio o de condena la próxima vez que tuvieran que pasar bajo su brazo levantado al cruzar la calle para ir a la escuela. [No era un hombre rencoroso, no se lo tuvo en cuenta a los muchachos. Interesado en mantener el secreto, quizá. Así gano vuestra confianza. No tengo nada contra vosotros, a pesar del agravio]

II. Fallo del corazón.
“Glomerulonefritis”, escribió Enid en su cuaderno.
Lo cierto es que los riñones de la señora Quinn empezaban a fallar y no se podía hacer nada.
Había otro olor, más débil, como a fruta podrida, que a Enid le parecía relacionado con unas manchas de un pálido azul lavanda y marrón que brotaban en su cuerpo. [el color del coche y del suelo]
-¿Y cómo se coge esa enfermedad? –preguntó la cuñada de la señora Quinn. Se llamaba señora Green. Olive Green.
Sin querer ofender pero consciente de hacia dónde se encaminaba esa pregunta, respondió:
-Es difícil saberlo.
-He oído que a veces hay mujeres que toman las píldoras. Las compran cuando les llega el periodo con retraso […] pero si toman demasiadas y con un mal fin, se destrozan los riñones ¿Es eso verdad?
[¿Tiene razones fundadas la señora Green para juzgar de ese modo a su cuñada?]

Pero tras la amistosa expresión de Rupert había recelo y retraimiento, y tras la de la señora Green, avidez. Lo que Enid no sabía era avidez de qué.
[¿de noticias?]
La señora Quinn se iba a morir a los veintisiete años
Cuando sus riñones dejaran de funcionar por completo, fallaría su corazón y moriría.

Una fecha

“Trabajará usted hasta entrado el verano, pero muy probablemente tendrá vacaciones antes de que termine el calor”, le había dicho el médico a Enid.



-Rupert la conoció cuando estaba en el norte –dijo la señora Green. Se marchó solo para trabajar en el monte. […] dice que la criaron en un orfanato en Montreal. De eso no tiene la culpa. [¿De qué es culpable? ¿de su desgracia? ¿insinúa que ella misma ha provocado su enfermedad haciendo un mal uso de las píldoras anticonceptivas o hay algo más?]

Rupert, el “pringao”
Así era como Rupert solía sonreír en la escuela secundaria para prevenir una posible burla.
-Él nunca había tenido novia antes –dijo la señora Green.

Enid había estado en la misma clase que Rupert, aunque no se lo dijo, un tanto avergonzada porque era uno de los muchachos –en realidad el principal- al que ella y sus amigas habían atormentado y del que se habían mofado.

Mirando cómo se ruborizaba hasta el cuello. Luego fingían que una de ellas estaba loca por él.
En realidad no esperaban que respondiera a sus insinuaciones.
¿Por qué le trataban de ese modo? ¿Para humillarle?
Pues simple y llanamente porque se dejaba.
Era imposible que lo hubiese olvidado, pero trataba a Enid como si fuera alguien a quien acababa de conocer, la enfermera de su mujer

Rupert dormía en casa de la señora Green, donde también comía. Las dos niñas podrían haberse quedado allí también, pero eso hubiera significado trasladarlas a otra escuela y quedaba menos de un mes para las vacaciones de verano.
Enid no fue capaz de conseguir que las niñas dieran las gracias
Lois y Sylvie tenían siete y seis años respectivamente, y eran tan salvajes como gatas de granja.
[¿educación de las niñas descuidada?]

Mi madre y yo nos hemos arreglado sin un hombre en casa desde hace mucho tiempo [dijo Enid]

Por último, Rupert preguntaba por su mujer
Y Rupert decía que si dormía, mejor sería no entrar.
[¿relación rota? ¿a causa de la enfermedad?]

La señora Quinn, la desahuciada. Resentida malicia, podredumbre en su interior
¿Por qué no la echamos fuera y la mandamos a la mierda? ¿Por qué no la tiramos como si fuera un gato muerto? Eso es lo que él piensa. ¿No es cierto?
¿No te doy asco? ¿No te alegrarás cuando me muera?
-Si fuera eso lo que sintiese por usted, no estaría aquí –respondió Enid.
[¿Qué siente por la señora Quinn? ¿lástima?]
[Su nivel de autoestima está por los suelos, ¿por qué?]
Adiós y que te pudras. Ya no le valgo para nada, ¿no es así? [no dice: ya no valgo sino ya no le valgo [a él] para nada. ¿Por qué se siente o ha sentido utilizada?]

No le sirvo a ningún hombre. Sale de aquí todas las noches y va en busca de una mujer, ¿a que sí?
[¿celos?]

Enid creía saber lo que eso significaba, ese resentimiento y ese veneno, aquella energía acumulada para despotricar.
[Lo que cuesta encarar la muerte. Cuando uno es consciente de la gravedad de su enfermedad, la rabia e impotencia puede volverlo enemigo de todo aquello a lo que tiene que renunciar: pareja, hijos,…]
La señora Quinn buscaba nerviosamente un enemigo. Las personas enfermas sienten rencor hacia quien está sano, y a veces ocurre entre los maridos y sus esposas e incluso entre madres e hijos.
[No se me ha olvidado el llanto de aquella joven madre a la que, una vez le comunicaron la gravedad de su caso en el Hospital, tuvieron que separar del marido porque empezó a gritarle: No debieras haberte casado conmigo. ¡Mis niñas! Yo estoy ensombreciendo tu vida, convirtiéndote en desgraciado. ¿Por qué te casaste conmigo? ¿Mis niñas me tendrán que ver así?
No hubo manera de calmarla hasta que el marido no abandonó la sala.]

Se diría que sus dos hijas eran un par de huérfanas revoltosas que le hubieran endosado para una visita indefinida. Pero así es como eran algunas personas antes de acomodarse a morir y a veces incluso hasta el momento final. [comportamiento egoísta e injusto. La sensación de aislamiento e incomprensión les lleva a perder las formas con los demás.]

Llegaban a aborrecer a la propia Enid. […] Enid estaba acostumbrada y era capaz de entender su problema, el problema de morir y también el problema de haber vivido, que a veces llegaba a eclipsar el primero.
Pero con la señora Quinn estaba desconcertada.
No sólo se trataba de que no quería consolarla. Es que no quería hacerlo. No era capaz de dominar su aversión a esa mujer joven, condenada y desgraciada. Había cogido antipatía a ese cuerpo que tenía que lavar. […] Tenía aversión a ese cuerpo en particular y a todos los signos particulares de su enfermedad.
[¿Hay una razón para ello?]
Lo veía todo como signo de una corrupción voluntaria. Ella era tan mala como la señora Green, que husmeaba en busca de una impureza endémica, a pesar de ser una enfermera y saber que no debía pensar de esa forma
La señora Quinn le recordaba un poco a las muchachas que había conocido en la escuela secundaria […] Dejaban los estudios al cabo de un año o dos, se quedaban embarazadas, la mayoría se casaba.
La seguridad que antes tenían en sí mismas se había agotado y que su veta de insolencia se había transformado en mansedumbre e incluso en piedad.
[¿No son estas muchachas las mismas que se reían de Rupert? ¿No se ha convertido ella misma en una de ellas?]
Peor incluso que Enid sintiera esa repugnancia era el que la señora Quinn lo supiera.
Y la señora Quinn hacía de ese conocimiento su triunfo.
[Conmigo no hace falta que finjas. Soy tan lista que me he dado cuenta de que me detestas. La mayoría de los enfermos no lo dicen en serio. Demandan afecto y aunque expresen que son una “carga” no se autodesprecian]


Comentarios a la lectura y fragmentos de El amor de una mujer generosa; Alice Munro

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