domingo, 10 de febrero de 2013

Necesidad de la visión individual. El enemigo tricéfalo del arte


“El hecho de que el premio más importante que otorga Israel esté destinado a la literatura internacional no es, me parece a mí, una consecuencia del azar, sino de una larga tradición. En efecto, son las grandes personalidades judías las que, alejadas de su tierra de origen, educadas por encima de las pasiones nacionalistas, han mostrado siempre una sensibilidad excepcional hacia una Europa supranacional concebida no como territorio, sino como cultura. Si los judíos, incluso después de haber sido trágicamente decepcionados por Europa, han permanecido, sin embargo, fieles a ese cosmopolitismo europeo, Israel, su pequeña patria al fin reencontrada, surge ante mis ojos como el verdadero corazón de Europa, un extraño corazón situado más allá del cuerpo. Con una gran emoción recibo hoy el premio que lleva el nombre de Jerusalén y la marca de ese gran espíritu cosmopolita judío. Lo recibo como novelista. Subrayo, novelista; no digo escritor. Novelista es aquel que, según Flaubert, desea desaparecer detrás de su obra. Desaparecer detrás de su obra: esto quiere decir renunciar al papel de personalidad pública. Ello no es fácil en la actualidad, en la que todo lo importante, por poco que sea, debe pasar por la escena insoportablemente iluminada de los mass media; los cuales, contrariamente a la intención de Flaubert, hacen desaparecer la obra detrás de la imagen de su autor. En esta situación, a la que nadie puede escapar por entero, la observación de Flaubert se me presenta casi como una puesta en guardia: prestándose al papel de personalidad pública, el novelista pone en peligro su obra, que corre el riesgo de ser considerada como un simple apéndice de sus gestos, de sus declaraciones, de sus tomas de posición. Pues bien, el novelista no sólo no es el portavoz de nadie, sino que yo llegaría a decir que ni siquiera es el portavoz de sus propias ideas. Cuando Tolstoi escribió el primer esbozo de Ana Karenina, Ana era una mujer antipática y estaba justificado y se merecía su fin trágico.
 La versión definitiva de la novela es muy diferente. Pero no creo que Tolstoi, de una versión a otra, cambiara de ideas morales; yo diría más bien que, mientras la escribía, escuchaba una voz distinta de la de su propia convicción moral. Escuchaba lo que a mí me gustaría llamar la sabiduría de la novela. Todos los verdaderos novelistas están a la escucha de esa sabiduría suprapersonal, lo que explica que las grandes novelas sean siempre un poco más inteligentes que sus autores. Los novelistas que son más inteligentes que sus obras deberían cambiar de oficio.
Pero ¿qué es esta sabiduría, qué es la novela? Hay un proverbio judío admirable: "El hombre piensa, Dios ríe". Inspirado por esta sentencia, me gusta imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y que fue así como nació la idea de la primera gran novela europea. Me complazco en pensar que el arte de la novela vino al mundo como el eco de la risa de Dios.
Pero ¿por qué se ríe Dios contemplando al hombre que piensa? Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque cuanto más piensan los hombres, más se aleja el pensamiento del uno del pensamiento del otro. En fin, porque el hombre nunca es lo que imagina ser. Es en el alba de los tiempos modernos cuando se revela esta situación fundamental del hombre salido de la Edad Media: Don Quijote piensa, Sancho piensa, y no sólo se les escapa la verdad del mundo, sino también la verdad de su propio yo. Los primeros novelistas europeos vieron y entendieron esta nueva situación del hombre, y sobre ella fundaron el arte nuevo, el arte de la novela.
François Rabelais inventó muchos neologismos que luego entraron a formar parte de la lengua francesa y de otras lenguas, pero una de esas palabras ha permanecido olvidada, y ello es de lamentar. Es la palabra agélaste; está tomada del griego y quiere decir el que no ríe, el que no tiene sentido del humor. Rabelais detestaba a los agélastes. Tenía miedo de ellos. Se quejaba de que fuesen tan atroces con respecto a él que a causa de los mismos había estado a punto de dejar de escribir, y para siempre.
No existe paz posible entre el novelista y el agélaste. No habiendo escuchado nunca la risa de Dios, los agélastes están persuadidos de que la verdad es clara, de que todos los hombres deben pensar lo mismo y que ellos son exactamente lo que imaginan ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y, el consentimiento unánime de los otros cuando el hombre deviene individuo. La novela es un paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio donde nadie está en posesión de la verdad, ni Ana ni Karenina. Ha sido en el arte de la novela donde, durante cuatro siglos, se confirmaba, se creaba, se desarrollaba el individualismo europeo.
En el tercer libro de Gargantúa y Pantagruel, Panurgo, el primer gran personaje novelesco que ha conocido Europa, está atormentado por la pregunta: ¿debe casarse o no? Consulta a médicos, a videntes, a profesores, a poetas, a filósofos, quienes a su vez le citan a Hipócrates, Aristóteles, Homero, Heráclito, Platón. Pero después de todas esas enormes investigaciones eruditas, que ocupan todo el libro, Panurgo sigue ignorando si debe o no debe casarse. Nosotros, los lectores, tampoco lo sabemos, pero en cambio hemos explorado desde todos los puntos de vista posibles la situación, tan cómica como elemental, de aquel que no sabe si debe casarse o no.
La erudición de Rabelais, tan grande como era, tiene, pues, un sentido distinto que la de Descartes. La sabiduría de la novela es diferente de la de la filosofía. La novela no nace del espíritu teórico, sino del espíritu del humor. Uno de los fracasos de Europa es el de no haber comprendido nunca el arte más europeo: la novela; ni su espíritu, ni sus inmensos conocimientos y descubrimientos, ni la autonomía de su historia. El arte inspirado por la risa de Dios es, por esencia, no tributario, sino contradictor de las certezas ideológicas. A imitación de Penélope, deshace durante la noche la tapicería que los teólogos, los filósofos, los sabios han tejido la víspera.

En los últimos tiempos se ha tomado la costumbre de hablar mal del siglo XVIII, habiéndose llegado hasta el siguiente tópico: la desdicha del totalitarismo ruso es obra de Europa, de su filosofía, especialmente del racionalismo ateo del Siglo de las Luces, de su creencia en la omnipotencia de la razón. No me siento capacitado para polemizar con los que hacen a Voltaire responsable del Gulag. En cambio, sí me siento capacitado para decir: el siglo XVIII no es sólo el de Rousseau, de Voltaire, de Holbach, sino también (¡sino sobre todo!) el de Fielding, de Sterne, de Goethe, de Laclos.
De todas las novelas de esa época, Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es mi preferida. Una novela curiosa. Sterne la comienza con la evocación de la noche en que fue concebido Tristram; pero apenas empieza a hablar de ello cuando en seguida le seduce otra idea, y esta idea, mediante una libre asociación, le recuerda otra reflexión distinta, luego otra anécdota diferente, de suerte que una digresión sigue a la otra y Tristram, el héroe del libro, se ve olvidado durante un buen centenar de páginas. Esta forma extravagante de narrar la novela podría aparecer como un simple juego formal. Pero en el arte la forma es siempre algo más que una forma. Cada novela, de grado o por fuerza, propone una respuesta a la pregunta ¿qué es la existencia humana y dónde reside su poesía? Los contemporáneos de Sterne -Fielding, por ejemplo- supieron sobre todo saborear el extraordinario encanto de la acción y la aventura. La respuesta que se sobreentiende en la novela de Sterne es diferente: la poesía, según él, no reside en la acción, sino en la interrupción de la acción.

Es posible que indirectamente se haya entablado aquí un gran diálogo entre la novela y la filosofía. El racionalismo del siglo XVIII se apoya en la famosa frase de Leibniz nihil est sine ratione. Nada de lo que es lo es sin razón. La ciencia, estimulada por esta convicción, examina con encarnizamiento el porqué de todas las cosas, de manera que todo lo que es parece explicable y, por consiguiente, calculable. El hombre que quiere que su vida tenga un sentido renuncia a cada gesto que no tuviera su causa y su finalidad. Todas las biografías están escritas así. La vida aparece como una trayectoria luminosa de causas, efectos, fracasos y éxitos, y el hombre, fijando su mirada impaciente en el encadenamiento causal de sus actos, acelera todavía más su loca carrera hacia la muerte.
Frente a esta reducción del mundo a la sucesión causal, de acontecimientos, la novela de Sterne, únicamente con su forma, afirma: la poesía no está en la acción, sino allí donde la acción se detiene; allí donde el puente entre una causa y un efecto se ha roto y donde el pensamiento vagabundea en una dulce libertad ociosa. La poesía de la existencia, dice la novela de Sterne, está en la digresión. Está en lo incalculable. Está al otro lado de la causalidad. Es una poesía sine ratione, sin razón. Está al otro lado de la frase de Leibniz.
No se puede, pues, juzgar el espíritu de un siglo exclusivamente por sus ideas, sus conceptos teóricos, sin tomar en consideración el arte y, en particular, la novela. El siglo XIX inventó la locomotora, y Hegel estaba seguro de haber aprehendido el espíritu mismo de la historia universal. Flaubert descubrió la necedad. Me atrevo a decir que éste es el descubrimiento más grande de un siglo tan orgulloso de su razón científica.
Por supuesto, incluso antes de Flaubert no se dudaba de la existencia de la necedad, pero se la entendía de manera un poco diferente: estaba considerada corno una simple carencia de conocimientos, un defecto corregible mediante la educación. Pues bien, en las novelas de Flaubert, la necedad es una dimensión inseparable de la existencia humana. Acompaña a la pobre Emma a través de su vida hasta su lecho de amor y hasta su lecho de muerte, por encima del cual dos agélastes famosos, Homais y Bournisien, van a seguir intercambiando largamente sus inepcias como una especie de oración fúnebre. Pero lo más chocante, lo más escandaloso en la visión flaubertiana de la necedad es esto: la necedad no se disipa ante la ciencia, la técnica, el progreso, la modernidad; por el contrario, con el progreso, ¡ella también progresa!
Con una pasión perversa, Flaubert coleccionaba las fórmulas estereotipadas que alrededor de él pronunciaban las gentes para parecer inteligentes y demostrar que estaban al día. Con ellas compuso un célebre Diccionario de las ideas recibidas. Sirvámonos de este título para decir: la necedad moderna no significa ignorancia, sino falta de reflexión sobre las ideas recibidas. El descubrimiento de Flaubert es más importante para el porvenir del mundo que las más inquietantes ideas de Marx o de Freud. Porque es posible imaginar el futuro sin la lucha de clases o sin el psicoanálisis, pero no sin la irresistible ascensión de las ideas recibidas, que, inscritas en los ordenadores, propagadas por los mass media, amenazan con llegar pronto a ser una fuerza que aplaste todo el pensamiento original e individual y ahogue así la esencia misma de la cultura europea de los tiempos modernos.

Unos 80 años después de que Flaubert imaginara su Emma Bovary, en los años treinta de nuestro siglo, un gran novelista, el vienés Hermann Broch, escribiría: "La novela moderna intenta heroicamente oponerse a la ola kitsch, pero acabará por verse abatida por lo kitsch". La palabra kitsch, nacida en Alemania a mediados del siglo pasado, designa la actitud del que quiere agradar a cualquier precio y al mayor número posible de personas. Para agradar es necesario confirmar lo que todo el mundo quiere oír, estar al servicio de las ideas recibidas. Lo kitsch es la traducción de la necedad de las ideas recibidas al lenguaje de la belleza y de la emoción. Nos arranca lágrimas de enternecimiento por nosotros mismos, por las trivialidades que pensamos y sentimos. Hoy, después de 50 años, la frase de Broch deviene todavía más cierta. Vista la imperativa necesidad de agradar y de obtener así la atención del mayor número posible de personas, la estética de los mass media es inevitablemente la de lo kitsch; y a medida que los mass media cercan e infiltran nuestra vida, lo kitsch se va convirtiendo en nuestra estética y nuestra moral cotidianas. Las personalidades políticas son juzgadas por los votos de la popularidad; los libros, por las listas de los best sellers. Hasta una época reciente, el modernismo significaba una rebelión no conformista contra las ideas recibidas y lo kitsch. Hoy, la modernidad se confunde con la inmensa vitalidad mediática, y ser moderno significa un esfuerzo desenfrenado por estar al día, por estar conforme, por estar todavía más conforme que los demás. La modernidad se ha vestido con la ropa de lo kitsch.

Los agélastes, la no-reflexión de las ideas recibidas, lo kitsch, son el único y el mismo enemigo tricéfalo del arte nacido como el eco de la risa de Dios, y que ha sabido crear ese fascinante espacio imaginario en el que nadie está en posesión de la verdad y en el que cada uno tiene el derecho de ser comprendido. Este espacio imaginario de la tolerancia nació con la Europa moderna, es la imagen de Europa, o al menos nuestro sueño de Europa, sueño traicionado muchas veces, pero, no obstante, lo suficientemente fuerte como para unirnos a todos en la fraternidad que rebasa con mucho el pequeño continente europeo. Pero sabemos que el mundo de la tolerancia (la tolerancia, imaginaria, de la novela y la tolerancia, real, de Europa) es frágil y perecedero. Se ven en el horizonte los ejércitos de agélastes que nos acechan. Y precisamente en estos tiempos de guerra no declarada y perpetua, y en esta ciudad de destino tan dramático y cruel, yo me he decidido a no hablar más que de la novela. Posiblemente hayan comprendido ustedes que no se trata de una forma de evasión por mi parte ante las cuestiones llamadas graves. Porque si la cultura europea me parece hoy amenazada, si lo está desde el exterior y desde el interior en lo que tiene de más valor -su respeto por el individuo, por su pensamiento original y su vida privada-, me parece que esta valiosa esencia del individualismo europeo está depositada, como en una caja de plata, en la sabiduría de la novela. Es a esa sabiduría a la que quería rendir homenaje en este discurso de agradecimiento. Pero ha llegado el momento de detenerme. Estaba olvidando que Dios se ríe cuando me ve pensar.

La risa de Dios, Milan Kundera [El País, 27 de julio de 1985]



“Nos inquietan las palabras a nosotros, los escritores. Las palabras significan. Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en el cuero tosco de la realidad. Y mientras más portentosas, mientras más generales sean las palabras, más se parecen también a cuartos o túneles. Pueden expandirse, o cavar. Pueden venir para ser llenadas con un mal olor. Puede haber sitios de los que perdimos el arte o la sabiduría de habitar. Y eventualmente aquellos volúmenes de intención mental que ya no sabemos cómo habitar, serán abandonados, bardeados, cerrados.

¿Qué queremos decir, por ejemplo, con la palabra "paz"? ¿Queremos decir una ausencia de pleito? ¿Queremos decir olvido? ¿Queremos decir perdón? ¿O queremos decir una gran lasitud, un agotamiento, un vaciarse de rencor?

Me parece que por "paz" lo que la mayoría de la gente quiere decir es victoria. La victoria de su lado. Eso es lo que la paz quiere decir para ellos, mientras que para los otros paz quiere decir derrota.

Si se establece la idea de que la paz, que en principio es algo a desear, ocasiona una renuncia inaceptable a demandas legítimas, entonces el curso más plausible será la práctica de la guerra de modo poco menos que total. Se sentirá que los llamados a la paz son, si no fraudulentos, sí ciertamente prematuros. La paz se vuelve un espacio al que la gente ya no sabe cómo habitar. La paz tiene que re-fincarse, Re-colonizarse ...

¿Y qué queremos decir con "honor"?
Parece que el honor como un estándar exacto de conducta privada pertenece a un tiempo muy lejano. Pero el hábito de conferimos honores los unos a los otros —de halagarnos nosotros mismos y a los otros— sigue en pie.

Conferir un honor es afirmar un estándar al cual se cree que ambas partes responden. Aceptar un honor es creer, por un momento, que uno se lo merece. (Lo más que uno debía decir, en honor de la decencia, es que uno no es indigno de él). Rechazar un honor ofrecido parece algo grosero, nada jovial, pretencioso.

Un premio acumula honor —y la capacidad de conferir honor— por quienes ha elegido, en ocasiones anteriores, para honrar.

Mediante tal estándar, tomemos en cuenta al polémicamente llamado Premio Jerusalem que, en su historia relativamente corta, ha sido otorgado a algunos de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX. Aunque para todo obvio criterio se trata de un premio literario, no se llama El Premio Jerusalem de Literatura, sino El Premio Jerusalem por la Libertad del Individuo en la Sociedad.

Todos los escritores que han ganado el premio, ¿han sido realmente campeones de la Libertad del Individuo en la Sociedad? ¿Es eso lo que ellos —ahora debo decir "nosotros"— tienen en común?

Yo creo que no.
No sólo representan todos ellos un amplio espectro de opinión política. Algunos de ellos apenas han tocado las Grandes Palabras: libertad, individuo, sociedad... 

Pero no importa lo que un escritor dice, sino lo que un escritor es. Los escritores  —por ellos me refiero a miembros de la comunidad de la literatura—  son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de la visión individual.

Prefiero usar "individual" como un adjetivo, no como un sustantivo.

En nuestro tiempo, la incesante propaganda por "el individuo" se me hace profundamente sospechosa, igual que la palabra "individualidad" se vuelve cada vez más un sinónimo de egoísmo. Una sociedad capitalista responde a intereses creados al elogiar la "individualidad" y la "libertad", que pueden significar poco más que el derecho a la perpetua exaltación del yo, y la libertad de ir de compras, adquirir, gastar, consumir y volverse obsoleto. 

No creo que haya ningún valor inherente en el cultivo del yo. Y no creo que haya cultura (usando el término de manera normativa) sin un estándar de altruismo, de cuidado por los otros. Sí creo que hay un valor inherente en ampliar nuestro sentido de lo que puede ser una vida humana. Si la literatura se apoderó de mí como proyecto, primero como lectora y después como escritora, fue en la forma de una extensión de mis simpatías a otros yoes, otros dominios, otros sueños, otros territorios de concernimiento.
Como escritora, como alguien que hace literatura, soy tanto una narradora como una rumiadora. Las ideas me mueven. Pero las novelas no están hechas de ideas, sino de formas. Formas del lenguaje. Formas de la expresividad. No tengo una historia en mi cabeza mientras no tenga la forma. (Como Vladimir Nabokov dijo: "El patrón de la cosa precede a la cosa"). Y  —de modo implícito o tácito— las novelas están hechas del sentido del escritor sobre lo que es la literatura o sobre lo que puede ser.

Toda obra de escritor, toda ejecución literaria es, o aspira a ser, un registro de la literatura misma. La defensa de la literatura se ha vuelto uno de los temas principales del escritor. Pero, como observó Oscar Wilde, "una verdad en el arte es aquella cuya contradicción es verdad también".

Parafraseando a Wilde, yo diría: una verdad sobre la literatura es aquella cuyo opuesto es verdad también.

Así, la literatura —y hablo de modo prescriptivo, no sólo descriptivo— es timidez, duda, escrúpulo, fastidio. Es también —y de nuevo, tanto de modo prescriptivo como descriptivo— canción, espontaneidad, celebración, bendición.

Las ideas sobre la literatura —a diferencia de las ideas, digamos, sobre el amor— casi nunca surge a no ser como respuesta a las ideas de otra gente. Son ideas reactivas.

Yo sigo esto porque tengo la impresión de que tú —o la mayoría de la gente— estás diciendo aquello.
 
Por tanto, quiero hacerle lugar a una pasión más vasta o una práctica diferente. Las ideas dan permiso, y yo quiero darles permiso a un sentimiento o a una práctica diferentes.

Yo digo esto cuando tú estás diciendo aquello, no solo porque los escritores son, a veces, adversarios profesionales. No sólo para compensar el desbalance inevitable o el cargarse hacia un solo lado de cualquier práctica que tenga el carácter de una institución —y la literatura es una institución—, sino porque la literatura es una práctica que de modo inherente está arraigada en aspiraciones contradictorias.

Mi óptica es que cualquier registro de la literatura no es verdadero, es decir, resulta reductivo, meramente polémico. Mientras que, para hablar de modo verdadero sobre la literatura, es necesario hablar en paradojas.

Así: toda obra literaria que importe, que merezca el nombre de literatura, encarna un ideal de singularidad, de la voz singular. Pero la literatura, que es una acumulación, encarna un ideal de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad.

Toda noción de literatura en que podamos pensar —literatura como compromiso moral, literatura como la búsqueda de intensidades espirituales; literatura nacional, literatura mundial— es, o puede volverse, una forma de complacencia espiritual, o vanidad, o autocongratulación.

La literatura es un sistema —un sistema plural— de estándares, ambiciones, lealtades. Parte de la función ética de la literatura es la lección del valor de la diversidad.

Por supuesto, la literatura debe operar dentro de limitantes. (Como todas las actividades humanas. La única actividad sin límites es estar muerto). El problema es que los límites que la mayoría de la gente quisiera marcar sofocarían la libertad de la literatura para ser lo que puede ser, en toda su inventiva y capacidad de agitación.

Vivimos en una cultura global, y una de las vastas y gloriosas multiplicidades de lenguajes en el mundo, aquella en la que hablo y escribo, es un lenguaje global. El inglés ha venido a desempeñar, en una escala global y para poblaciones cada vez más vastas en los países del mundo, un papel similar al que desempeñó el latín en la Europa del medievo.

Pero mientras vivimos en una cultura cada vez más globalizada, transnacional, al parecer estamos más enfangados en demandas cada vez más fraccionadas y hechas por tribus reales o apenas autoconstituidas. Las antiguas ideas humanísticas —de la república de las letras, de la literatura mundial— sufren ataques en todas partes. Les parecen, a algunos, ingenuas, al tiempo que teñidas por su origen en el gran ideal europeo —algunos dirían en el ideal eurocéntrico— de los valores universales.

Las nociones de "libertad" y "derechos" han pasado por una degradación impactante en los años recientes. En muchas comunidades, a los derechos de grupo se les da mayor peso que a los derechos individuales.

A este respecto, aquello que logran los hacedores de literatura puede, implícitamente, apuntalar la credibilidad de la libre expresión y de los derechos individuales. Y aun cuando los hacedores de literatura hayan consagrado sus obras al servicio de las tribus o las comunidades a las que pertenecen, sus logros como escritores dependen del modo en que trascienden este objetivo.

Las cualidades que hacen de un escritor dado algo valioso o admirable pueden localizarse todas dentro de la singularidad de la voz del escritor. 
Pero esta singularidad, que se cultiva íntimamente y es el resultado de un largo aprendizaje en la reflexión y la soledad, se encuentra bajo una prueba constante por el papel social que los escritores se sienten llamados a desempeñar.

No cuestiono el derecho de un escritor para engancharse en el debate de asuntos públicos, de hacer causa común y práctica solidaria con otras mentalidades afines.

Tampoco planteo que tal actividad aparte al escritor del recluido, excéntrico sitio interior donde se hace la literatura. Así ocurre con casi todas las otras actividades que conforman el tener una vida.

Pero una cosa es engancharse voluntariamente, animado por los imperativos de conciencia o por el interés, en el debate público y en la acción pública. Otra cosa es producir opiniones —cháchara moralista— bajo pedido.
No: estar ahí, hacer aquello. Sino: por esto, contra aquello.

Pero un escritor no debería ser una máquina opinadora. Como lo puso un poeta negro en mi país, cuando algunos compañeros afroamericanos le reprocharon el que no escribiera poemas sobre las indignidades del racismo: "Un escritor no es una rocola".

El primer trabajo de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad... y rehusarse a ser un cómplice de las mentiras y la desinformación. La literatura es la casa del matiz y del ir en contra de las voces de la simplificación. El trabajo de un escritor es hacer que sea más difícil creerles a los saqueadores mentales. El trabajo del escritor es hacernos ver el mundo como es, lleno de muchas y diferentes demandas y partes y experiencias.

Es trabajo del escritor describir las realidades: las realidades sucias, las realidades arrebatadoras. Es la esencia de la sabiduría que surte la literatura (la pluralidad del logro literario) ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, hay algo más siempre en marcha.
Me ronda ese "algo más".

Me ronda el conflicto de los derechos y de los valores que atesoro. Por ejemplo el que —a veces— decir la verdad no haga que la justicia avance. El que —a veces— el avance de la justicia pueda llevar consigo la supresión de una buena parte de la verdad.

Muchos de los más notables escritores del siglo XX, en su actividad como voces públicas, fueron cómplices en la supresión de la verdad para hacer que avanzara lo que ellos entendieron (y lo que en efecto fueron, en muchos casos) causas justas.

Mi propia óptica es que, si tengo que escoger entre la verdad y la justicia —por supuesto, no quiero escoger entre ambas—, escojo la verdad.
Por supuesto, creo en la acción justa. ¿Pero es el escritor el que actúa?

Éstas son tres cosas diferentes: hablar, que es lo que ahora hago; escribir, que es lo que me da cualquier derecho que yo pudiera aducir para la obtención de este premio incomparable; y ser, ser una persona que cree en la acción justa y en la solidaridad con otros.
Como Roland Barthes observó alguna vez: "... el que habla no es el que escribe, y el que escribe no es el que es".

Y por supuesto que tengo opiniones, opiniones políticas, algunas de ellas formadas sobre la base de leer y discutir, y reflexionar, pero no de una experiencia de primera mano. Déjenme compartir con ustedes dos opiniones mías, opiniones muy predecibles, a la luz de las posturas públicas que he tomado sobre asuntos de los que tengo un conocimiento directo.

Creo que la doctrina de la responsabilidad colectiva, como una explicación para el castigo colectivo, nunca se justifica, militar o éticamente. Me refiero al uso desproporcionado de armas de fuego contra los civiles, la demolición de sus hogares y la destrucción de sus huertas y arboledas, la privación de sus modos de subsistencia y de su acceso al empleo, a la escolaridad, a los servicios médicos, el libre acceso a vivir cerca de pueblos y comunidades... y todo para castigar la actividad militar hostil que puede o ni siquiera puede estar en los contornos de estos civiles.

Creo también que aquí no puede haber paz hasta que no se ponga un alto a la plantación de comunidades israelíes en los Territorios, y mientras esto no vaya seguido por el hecho de desmantelar finalmente estos asentamientos y por el retiro de las unidades militares que se requieren para protegerlos.

Puedo apostar a que estas dos opiniones mías son compartidas por mucha gente en este salón. Sospecho que —para usar una vieja expresión estadounidense— estoy predicando para el coro.

¿Pero sostengo estas opiniones como escritora? ¿O lo que hago es sostenerlas como persona de conciencia y luego usar mi posición como escritora para sumar mi voz a la de otros que dicen la misma cosa? La influencia que un escritor puede ejercer es puramente accidental. Es, ahora, un aspecto de la cultura de la celebridad.

Hay algo de vulgar en la diseminación pública de opiniones sobre asuntos de los que uno no tiene un amplio conocimiento de primera mano. Si yo hablo de lo que no sé, o de lo que sé con premura, esto no es más que tráfago de opiniones.

Digo esto, para volver al principio, como un asunto de honor. El honor de la literatura. El proyecto de tener una voz individual. Los escritores serios, los creadores de literatura, no deberían tan sólo expresarse a sí mismos de modo diferente a como lo hace el discurso hegemónico de los medios masivos. Deberían estar en oposición al zumbido comunal del noticiero y el talk-show.

El problema de las opiniones es que uno se queda pegado a ellas. Y dondequiera que los escritores estén funcionando como escritores siempre ven... más.

Cualquier cosa que esté, siempre está algo más. Cualquier cosa que ocurra, siempre hay algo más también.

Si la literatura misma, esta gran empresa que nos ha acompañado (hasta donde alcanza nuestra esfera) durante unos dos milenios y medio; si la literatura misma y como tal encarna una sabiduría —y yo creo que es así, y ahí está en efecto la raíz de la importancia que le damos a la literatura—, es porque demuestra la naturaleza múltiple de nuestros destinos íntimos y comunitarios. La literatura nos recordará que puede haber contradicciones, conflictos a veces irreductibles, entre los valores que más atesoramos. (De esto se habla cuando se habla de "tragedia"). Nos hará recordar el "también" y el "algo más". Porque algo más está siempre en marcha.

La sabiduría de la literatura es muy antitética frente al hecho de tener opiniones. "Ninguna es mi última palabra sobre nada", dijo Henry James. El surtimiento de opiniones, incluso de opiniones correctas —cada vez que son pedidas—, abarata lo que los novelistas y los poetas hacen mejor, que es abonar a la reflexividad, percibir lo complejo.

La información nunca reemplazará a la iluminación.

Pero algo que suena parecido a, de no ser porque es mucho mejor que, la información —me refiero a la condición de estar informado; me refiero al concreto, específico, detallado, históricamente denso, conocimiento de primera mano— es para un escritor el prerrequisito indispensable para expresar sus opiniones en público.

Dejemos que los otros, las celebridades y los políticos, nos hablen desde arriba; que mientan. Si ser al tiempo un escritor y una voz pública redundara en algo mejor, consistiría en que los escritores tomaran la formulación de opiniones y juicios como una grave responsabilidad.

Hay otro problema con las opiniones.

Son agencias de la autoinmovilización. Lo que hacen los escritores debería liberarnos, sacudirnos. Amplias avenidas de compasión y nuevos intereses. Recordarnos que podríamos, tan sólo podríamos, aspirar a volvernos diferentes, y mejores, de lo que somos. Recordarnos que podemos cambiar.

Como dijo el cardenal Newman, "en un mundo superior la cosa es de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo".

¿Y qué quiero yo decir con la palabra "perfección"? Que no trataré de explicar, sino tan sólo decir: la Perfección me da risa. No risa cínica, añado de inmediato. Sino risa alegre.

Estoy muy agradecida por haber recibido el Premio Jerusalem. Lo acepto como un honor para todos aquellos comprometidos con la empresa de la literatura. Lo acepto en homenaje a todos los escritores y lectores que en Israel y Palestina luchan por crear literatura hecha de voces singulares y de la multiplicidad de verdades.

Acepto el premio en nombre de la paz y la reconciliación de comunidades heridas y temerosas. La paz necesaria. Las concesiones necesarias y los nuevos acuerdos. El necesario abatimiento de los estereotipos. La necesaria persistencia del diálogo.

Acepto este premio —este premio internacional, patrocinado por una feria del libro internacional— como un evento que honra, sobre todo, a la república internacional de las letras."

Este es el discurso de la escritora norteamericana Susan Sontag  tras recibir el Premio Jerusalén. [elmalpensante.com]




“Entre un alto y fuerte muro y un huevo que se rompe contra él, yo siempre permaneceré del lado del huevo”. Sí, sin importar cuánta razón tenga el muro o equivocado esté el huevo, permaneceré de su lado. Alguien más tendrá que decidir quién tiene razón y quién está equivocado; quizá el tiempo o la historia lo hagan. Pero si allí estuviera un novelista que por cualquier razón escribió del lado del muro, ¿qué valor tendría su obra? […]
Sólo tengo una cosa que decirles hoy. Todos somos seres humanos, individuos que trascienden nacionalidad, raza y religión, y todos somos huevos, frágiles huevos enfrentados a un sólido muro llamado “El Sistema”. A todas luces, no tenemos posibilidad de ganar. El muro es muy alto, fuerte y frío. Si tenemos alguna esperanza de victoria, tiene que venir de nuestra creencia en la individualidad e irreemplazabilidad de nuestra alma y la de otros, y en nuestra creencia en el calor que ganamos al unirnos a otras almas.
Reflexionen un momento acerca de esto. Cada uno de nosotros posee un alma viviente y tangible. El Sistema carece de eso. No debemos permitir al Sistema que nos explote. No debemos permitirle al sistema que tome vida por sí mismo. El Sistema no nos define, nosotros definimos al Sistema.”

Haruki Murakami


Bajo el cielo luminoso de Jerusalén
Mario Vargas Llosa

Este es el discurso que pronunció el novelista peruano Mario Vargas Llosa al ser galardonado con el Premio Jerusalén de Literatura en marzo de 1995. Este importante premio literario israelí se otorga a escritores que se han destacado en su lucha por "la libertad del individuo en la sociedad"; se concede durante la Feria Internacional del Libro que tiene lugar cada dos años en Jerusalén.
Mi obligación es comenzar por lo más obvio y decir lo honrado que me siento de recibir un Premio que, además de una obra literaria, recompensa los esfuerzos de un intelectual en favor de la libertad. Me alegra de manera especial que este galardón se llame "Jerusalén" y se me conceda en esta ciudad y en este momento.
Dudo que haya en el mundo de hoy una tarea más necesaria, pero también más erizada de dificultades, que combatir por la libertad. Hace apenas unos años, en 1989, en el feliz estrépito de fierros y pedrones de la caída del Muro de Berlín, un viento optimista recorrió el planeta que a todos nos exaltó pues nos parecía que aquella batalla había entrado en su fase decisiva y que pronto reinaría un nuevo orden internacional basado en leyes justas, el respeto a los derechos humanos y la coexistencia de sociedades y de individuos en la tolerancia recíproca. Que, por fin, sería realidad el sueño de una humanidad reconciliada, viviendo en paz, en la diversidad de ideas, creencias y costumbres, y rivalizando amistosamente por el progreso y la prosperidad.
Apenas seis años después, a aquella esperanza ha sucedido un pesimismo que hace crujir los huesos. El resucitar de viejos demonios que creíamos enterrados, o al menos domesticados, como los nacionalismos, los integrismos religiosos, las querellas fronterizas, los conflictos étnicos y raciales y el perfeccionamiento y propagación del terrorismo que incendian múltiples regiones, desintegran países y siembran las calles y los campos de cadáveres de inocentes, lleva ahora a muchos a desesperar y a preguntarse si vale la pena seguir luchando por cambiar un mundo que da los tumbos del borracho y, como en los versos de Shakespeare, parece creado por un siniestro diosecillo, en el ruido, el furor y el sinsentido.
Cuando escucho semejantes manifestaciones de masoquismo antropológico o siento en mí mismo la tentación de sucumbir a los placeres deletéreos del nihilismo histórico, suelo cerrar los ojos y evocar mis recuerdos de mi primer viaje a Israel, en 1976. Es una operación que me entona, como a otros una piadosa oración o un trago de buen whisky. Estuve aquí por primera vez hace diecinueve años, con el pretexto de dar conferencias en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En realidad, vine a ver, a aprender, a averiguar cuál era la realidad y cuál el mito de este controvertido país, a oírlo, verlo, leerlo y tocarlo todo. Fue una experiencia de apenas unas semanas, pero de largas enseñanzas. Al pie de las murallas de la antigua Jerusalén, había una muchacha de cabellos dorados y una capa gris ondeando al viento, que quería hacer todas las revoluciones y que estaba contra todas las leyes, empezando, como el poeta, por la ley de la gravedad. "Mis compatriotas te han comprado, me decía. ¡Te has vuelto sionista!".
Yo llevaba entonces algunos años de reconstrucción intelectual y política, luego de haber renunciado a la utopía colectivista y estadista que abracé en mi juventud, y ya defendía, frente a ésta, como una alternativa más realista y más humana, el pragmatismo democrático, y me asomaba (todavía con mucha desconfianza) al liberalismo, en las continuas polémicas a que suelo verme arrastrado por lo que parece ser mi ineptitud congénita para toda forma de corrección política. Pero vivía aún con la desasosegadora nostalgia de aquello que a la revolución parece siempre sobrarle y a la democracia siempre faltarle: el tumulto de la acción, el desprendimiento, la ascesis, la entrega, la generosidad, el riesgo, en una palabra todo lo que entusiasma a los jóvenes y aburre a los viejos. En la historia de la creación de Israel y la cotidiana realidad de su lucha por la supervivencia encontré todo aquello, en dosis más que suficientes para aplacar los apetitos de romántico sentimentalismo político que traía -y de los que nunca he podido librarme del todo- pues aquí comprobé que para vivir la vida como aventura, reformar la sociedad y cambiar el curso de la historia no hacía falta suprimir la libertad, atropellar las leyes, instalar un poder abusivo, silenciar las críticas y encarcelar o matar al opositor y al disidente. Desde entonces suelo decir que la más grande sorpresa de aquel viaje a Israel fue haberme permitido descubrir que, en contra de lo que pensábamos mis adversarios, un buen número de mis amigos y hasta yo mismo, mi ruptura con el mesianismo autoritario no me había vuelto ese homínido fosilizado que llaman "un reaccionario", sino que seguía recónditamente identificado con esa voluntad de rebeldía y de reforma que, por lo común (y con toda injusticia) se acostumbra reconocer como patrimonio exclusivo de la izquierda.
No piensen ustedes que he venido a echar incienso a Israel en un acto de reciprocidad y acción de gracias por el Premio Jerusalén. Nada de eso. Antes y después de aquel viaje de 1976, me ha ocurrido discrepar con la política de los gobiernos israelíes y de criticarla -por ejemplo, en relación con su obstinación en negarse a reconocer el derecho del pueblo palestino a la independencia o los abusos a los derechos humanos cometidos en la represión del terrorismo en los territorios ocupados- pero dejando siempre en claro que esas críticas las formulaban también, aquí, muchos ciudadanos de Israel, y a veces con incandescente virulencia, dentro de la más irrestricta libertad.
En este rasgo de su historia, haberse mantenido siempre como una sociedad abierta a la discusión y a la crítica, a la renovación electoral de sus gobernantes, aun en los momentos más graves, incluso en el cataclismo de las guerras, cuando su existencia pendía de un hilo, reside la más perdurable lección brindada por Israel a los demás pueblos del mundo, sobre todo a los del llamado Tercer Mundo, en los que, a menudo, las dificultades y problemas internos o externos son esgrimidos como pretexto para conculcar las libertades y justificar las tiranías que todavía mantienen a tantos de ellos en la barbarie y el atraso. ¿Qué país ha enfrentado más dificultades y problemas que el diminuto Israel? Y haber mantenido siempre crepitando en su seno la llama de la libertad, no lo ha hecho más débil ni más pobre y sí, en cambio, más digno, y ha dado más audiencia a su causa ante las naciones del mundo. Esta fue una de las enseñanzas de aquel viaje que me ayudaría a aclarar muchas ideas y me llevaría a citar siempre esta prueba viviente de que no hay mejor garantía de progreso y de supervivencia para un pueblo, no importa cuál sea su nivel de desarrollo y las circunstancias a que se enfrenta, que la cultura de la libertad.
Y, la otra, aún más íntimamente regocijante para mí, puesto que soy un novelista y dedico mis días y mis noches a la gratísima tarea de fabricar mentiras que parezcan verdades, fue comprobar que la ficción y la historia no son alérgicas la una a la otra sino que, en ciertos casos, pueden fundirse en la realidad como una pareja de amantes en su lecho de amor. Pues, no lo olvidemos: antes de ser historia, Israel fue una fantasía que, como aquella creatura del cuento de Borges, Las ruinas circulares, fue trasvasada al mundo concreto desde las nieblas impalpables de la imaginación humana. La literatura está poblada de estas magias, por supuesto, pero hasta donde mis conocimientos de la historia del mundo me permiten saber, creo que Israel es el único país que puede vanagloriarse, como un personaje de Edgar Allan Poe, de Stevenson o de Las mil y una noches, de tener una estirpe tan explícitamente fantasmal, de haber sido primero anhelado, inventado, erigido con la sutil materia subjetiva con que se fabrican los espejismos literarios y artísticos, y, luego, a fuerza de coraje y voluntad, contrabandeado en la vida real.
Que esto haya sido posible es, desde luego, muy alentador para un novelista, y, en general, para todos quienes han hecho del fantasear el centro de sus vidas: prueba que su vocación no es tan gratuita como se cree, sino de necesidad pública, una vacuna contra el adormecimiento y el reuma sociales. Pero, además de levantar la moral de los nefelíbatas -ciudadanos de las nubes- de este hecho derivan conclusiones enormemente beneficiosas para los pueblos que aspiran a salir de la miseria, la ignorancia, el despotismo o la explotación, y que, por desgracia, son todavía la mayor parte de los pueblos del mundo. Es posible conseguirlo. Los deseos y los sueños pueden volverse realidades. No es fácil, desde luego. Hacen falta una terquedad de acero y la capacidad de sacrificio y de idealismo de esos desharrapados que, en este suelo hostil, hicieron brotar agua y sembríos donde había piedras y levantaron en el desierto cabañas que se volvieron pueblos y después ciudades modernas. La historia no está escrita y no hay leyes recónditas que la gobiernen, dictadas por una implacable divinidad o una Naturaleza despótica. La historia la escriben y reescriben las mujeres y los hombres de este mundo a la medida de sus sueños, esfuerzo y voluntad. Esta certidumbre pone sobre nuestros hombros una tremenda responsabilidad, desde luego, y no nos permite buscar coartadas para nuestros fracasos. Pero, también, constituye el más formidable aliciente para los pueblos que se sienten agraviados o desposeídos. Pues ello indica que nada debe obligatoriamente ser como es, que la historia puede ser como debería ser, como quisiéramos que fuera, y que depende sólo de nosotros que lo sea.
Por esa impagable lección, que me ha ayudado en mi vida de escritor y que ha sido el mejor abono de mis convicciones políticas hasta ahora, tengo contraída una deuda con Israel, de modo que, mirándolo bien, ha resultado en cierta forma verdad, como sospechaba mi amiga jerosolimitana enemistada con la ley de la gravedad -y que, si la memoria no me traiciona, desafiaba la luz del día con unas medias de siete colores que centelleaban más que los rayos de sol en los crepúsculos de Jerusalén, que aquí contraje una incurable debilidad por el sionismo, o, cuando menos, por lo que hay en su aventura de utopía realizable, de ficción que encarnó en la historia y cambió la vida de millones de personas para mejor.
Hay otra vertiente de la utopía sionista, sin embargo, todo hay que decirlo, con la que yo no puedo sintonizar, y es la que legitima el nacionalismo, las fronteras patrias, esa cataclísmica concepción decimonónica del Estado-nación que ha hecho correr tanta sangre por el mundo como las guerras de religión. Aunque quiero a la tierra peruana que me vio nacer y me pobló la memoria de recuerdos y nostalgias para escribir, y a la de España, que ha enriquecido la nacionalidad que ya tenía concediéndome una segunda, diré rápidamente, robándole un título a un ensayo de Fernando Savater, que estoy "contra las patrias" y que mis ideas al respecto las formuló bastante bien Pablo Neruda, en esos versos juveniles que cita siempre Jorge Edwards: "Patria, / palabra triste, / como termómetro o ascensor". Mi propio sueño político es el de un mundo en el que las fronteras entren en un irreversible proceso de declinación, a todos los pasaportes se los coman las polillas y los aduaneros vayan a acompañar a los faraones y a los arqueólogos e historiadores. Sé que un ideal semejante parece un tanto remoto en estos momentos de desenfrenada proliferación de nuevos himnos y banderas y de exacerbaciones nacionalistas, pero, cuando oigo descalificar mi anhelo de un mundo unificado bajo el signo de la libertad como insensata fabulación de novelista, tengo siempre una contundente réplica a la mano: "¿Y qué, del delirio del periodista vienés Teodoro Herzl? ¿Qué, de la fantasía sionista? ¿No se volvieron realidades?"
Por lo demás, en este fin de milenio parecería que la historia humana, envidiosa de la novela latinoamericana, variedad realismo mágico, se hubiera puesto de pronto a producir tales prodigios, que aún los novelistas de más desalada imaginación se han quedado aturdidos con la competencia. Si esas fronteras que parecían las más irreductibles, las de la ficción y la realidad, se han disuelto con acontecimientos tan inesperados como la desintegración del imperio soviético, la reunificación de Alemania, la desaparición de casi todas las dictaduras en América Latina, la pacífica transición de África del Sur de un régimen racista y opresor a una democracia pluralista y tantos otros sucesos que desde hace algún tiempo nos dejan cada mañana sin habla ¿por qué no admitir que la gradual integración del planeta ya realizada en buena parte gracias a la internacionalización de los mercados y de las comunicaciones y a la globalización de las empresas pueda irse extendiendo a lo administrativo y lo político hasta dejar sólo en pie, como barreras entre los hombres, las que nacen y se despliegan libremente, es decir las fecundas de las lenguas y culturas? Es difícil, desde luego, aunque no quimérico, un laborioso pero fértil empeño, el único que podría poner punto final a esa costumbre de la degollina que acompaña, como sombra fatídica, al acontecer humano, desde los tiempos del taparrabos y el garrote hasta los del viaje a las estrellas y la revolución informática.
El Acuerdo de Paz entre Israel y la OLP es una de esas ocurrencias extraordinarias de los últimos tiempos que nos maravillan y conmueven, uno de esos sucesos que hasta hace poco pertenecían al dominio hechicero de la ficción. Con tanta hostilidad y tanta sangre vertida, con tanto odio acumulado, parecía imposible. Y, sin embargo, se ha firmado y sobrevive a los demenciales intentos del fanatismo por destruirlo. Hay que saludar la audacia y la valentía de quienes se atrevieron a apostar por la negociación y por la paz, y abrir las puertas a una futura colaboración de dos pueblos enfrentados en un conflicto que ha causado ya tanto sufrimiento y extravío. Y hacer, cada cual, desde nuestra situación particular, lo posible y lo imposible para contribuir a apuntarlo, de modo que el engranaje civilizador que el acuerdo ha puesto en marcha vaya venciendo las suspicacias de los desconfiados, ganando a los pesimistas y entusiasmando a los tibios hasta que sea indestructible y se hagan pedazos contra la voluntad de entendimiento y concordia que respalda todos los intentos de los enamorados del Apocalipsis por convertir la historia en un infierno.
Entonces, podrá comenzar a ser realidad la segunda parte de aquella ilusión que trajo, de los cuatro rincones del mundo, a la tierra estéril y desamparada que era entonces esta provincia perdida del imperio otomano, a los pioneros sionistas. Estos, recordemos, no sólo querían construir un país, crear una sociedad segura, libre y decente para un pueblo perseguido. Soñaban también con trabajar hombro a hombro con sus vecinos árabes para derrotar a la pobreza y emprender, juntos, en la amistad, con todos los pueblos de esta región, la más rica en dioses, religiones y vida espiritual que haya conocido la civilización humana, la lucha por la justicia y la modernidad. En la convulsionada etapa que ha vivido Israel desde su independencia, este aspecto del sueño quedó disuelto entre los nubarrones de la confrontación y la violencia. Pero, ahora, en la difícil aurora de la paz, aquella noble ambición vuelve a asomar, por detrás de los montes de Edom, en ese cielo límpido que desconcierta tanto al forastero que llega por primera vez a Jerusalén y siente, ante la luminosidad que lo recibe, en la delicadeza translúcida que baja desde lo alto, una sensación extraña, como el roce de alas invisibles que sentimos al contacto de la gran poesía. Tal vez la mención de este atisbo promisor destellando en el cielo de Jerusalén sea una buena manera de poner punto final a estas divagaciones de un novelista que les renueva su alborozo y gratitud.


Extractos del discurso de Antonio Muñoz Molina en el acto de entrega del premio Jerusalén 2013. [Peio H. Riaño, El Confidencial, 16 de febrero de 2013]


Ideologías y religiones fijan identidades y dividen a las personas mediante líneas infranqueables: cristiano, musulmán, judío, hispano, blanco, negro, salvado, condenado, ortodoxo, hereje, nuestro, suyo, amigo, enemigo. Tanto a los fanáticos creyentes como a los políticos oportunistas les gusta alimentar –y alimentarse- de lo que David Grossman ha llamado “los prejuicios, las ansiedades mitológicas en las que nos capturamos a nosotros mismos y atrapamos a nuestros enemigos”. Lo que la buena escritura refuerza es exactamente lo contrario. Leyendo literatura he aprendido a sospechar de todas las certidumbres y a apreciar los matices y las ambigüedades, las diferencias menores, las afinidades ocultas, lo similar que permanece bajo la superficie de lo extraño, lo misterioso detrás de lo familiar”.

“Tanto Montaigne como Dickinson fueron niños privilegiados y el número de sus lectores fue severamente limitado por el simple hecho de que la inmensa mayoría de sus contemporáneos nunca tuvieron la oportunidad de poner un pie en un colegio. La literatura es gente que escribe y gente que lee, pero también es padres y profesores que transmitan a los niños las herramientas para aprender y escribir y el amor por la palabra hablada y escrita, escuelas públicas para aquellos que no pueden costear la educación privada, librerías públicas [bibliotecas] abiertas a todo el mundo. La literatura no puede desarrollar todos los potenciales de su premisa sin una atmósfera pública de discurso libre y respeto por las diferencias de religión y opinión, sin una medida de justicia y paz social”.

“No deberíamos ceder al confort de la celebridad póstuma para reafirmar que a largo plazo hay algún tipo de inevitable justicia literaria. Los visitantes ominosos pueden llamar a la puerta de la habitación donde tiene lugar la escritura y la lectura. El sistema soviético cayó casi de la noche a la mañana y Vasily Grossman ha ocupado el lugar que merece entre los mejores escritores del pasado siglo. Pero murió enfermo y amargado, convencido de que su gran novela, el manuscrito e incluso la cinta de la máquina de escribir arrebatada por la KGB se habían perdido sin rastro. Anne Frank murió en Auschwitz y la posteridad de su diario no alivió o acortó un segundo su tormento”.

“Millones de personas, un pequeño número de escritores entre ellos, son asesinados cada día, y sufren injusticia, pobreza, represión política, ocupación militar, fanatismo religioso. La escritura es al mismo tiempo un oficio y un don, pero hace falta más que inspiración y trabajo duro para terminar un libro y esa adorada habitación propia en la que las soledades paralelas del escritor y el lector se juntan, donde los extraños se encuentran y las voces de los muertos se escuchan claramente, la mera existencia de esa habitación implica un privilegio que lamentablemente está fuera del alcance, es incluso impensable, para la mayoría de los que disfrutarían del santuario”.

“Lo que un escritor hace es escribir, palabra a palabra, una frase cada vez. En soledad y en silencio como un artesano, sentado durante horas en su escritorio y esperando terminar su trabajo, que será publicado y encontrará lectores que lo lleven consigo durante un tiempo y dejen que se funda con sus memorias y su imaginación. Algo perfectamente común. Puedes ver cómo sucede cada día en el autobús, en el metro, en la playa. Alguien completamente perdido durante minutos en un libro, en un artículo, algunas veces sonríe distraído del mundo exterior. Eso es la literatura. Me alegra que este sea mi trabajo […] Gracias por este premio con el que me habéis honrado, gracias a los lectores que han encontrado algo sobre ellos en mis libros, incluso aunque fueran escritos por un total extraño de un país lejano y en una lengua que no es la suya”. 


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