He dado a mi discurso el título Ficción de verdad porque
pretendo, no solo insinuar un sentido diferente, con la ambigüedad de un juego
de palabras, para una antiquísima contraposición, sino exponer ante ustedes determinados mecanismos con los que,
en mi experiencia de escritor, la ficción
literaria me sirve para afrontar eso que llamamos realidad. Sabemos de
sobra que la idea de “ficción”,
al menos en nuestra cultura, recorre una tradición no demasiado condescendiente
con ella, que tiene sus orígenes en Platón y Aristóteles, pero sin duda la
ficción como invención de la imaginación humana es muy anterior al mundo
clásico, pues nuestra especie lleva habitando este planeta muchos milenios previos
a la invención de la palabra escrita.
Los estudiosos de antropología física y paleoantropología, con
los de anatomía y biología humana, y los psicolingüistas, al tratar de los
orígenes del lenguaje humano, han analizado pinturas rupestres de hace sesenta
mil años como precedentes de la forma de expresión simbólica que representó la
escritura. Pero a tales pinturas, lenguaje plástico estructurado, antecedió sin
duda un proceso de desarrollo del trazo y de la mancha. Del mismo modo, el
lenguaje verbal acabó afinando sus posibilidades para la creación de
estructuras simbólicas, que no pueden ser otras que las ordenadas en forma de
ficciones. No sería muy coherente pensar que, en la historia del lenguaje
verbal humano, hubiera habido un período demasiado dilatado anterior a su
consolidación en la forma de tales invenciones
organizadas por la imaginación.
Cuando nos preguntamos si los neandertales usaban palabras,
o qué diferencia nuestro lenguaje del de otros animales que también lo tienen,
como los delfines, creo que la respuesta está en que nosotros lo hemos utilizado para
crear ficciones, y a partir de ellas una gigantesca trama,
tanto en lo fabuloso como en lo real,
en la que se incluyen desde los seres quiméricos -de los que habitan parnasos a los que vagan
como fantasmas- hasta los rascacielos o las estaciones espaciales.
Un personaje que me van a permitir citar, el profesor Eduardo
Souto, recurrente visitador de mis narraciones, ha llegado a escribir lo que él
llama “paradoja fundacional”: No fue el ser humano quien inventó la ficción, sino la ficción lo que
inventó al ser humano. En cualquier caso, no creo descabellado pensar
que la ficción vino a ser la primera herramienta, el recurso inicial de la mente de
los seres de nuestra especie para intentar entender y dar alguna forma, cierto orden inteligible,
al mundo adverso, huraño, opaco, inescrutable, en el que se encontraban, y a su
propia existencia. Estoy hablando de un tiempo muy anterior a la filosofía, a
la metafísica, a la ciencia. Muy anterior incluso a la formulación de los mitos tal como los
conocemos, ya en una época de la memoria sistematizada por la cultura escrita o
por una oralidad ritualizada.
Esta especulación nace del interés, muy arraigado en mí, hacia
la cultura oral, desarrollado por la circunstancia de haberme criado en León,
un territorio a la vez mítico e histórico, donde la narratividad de tal
carácter, vehículo de innumerables ficciones, tuvo mucha importancia
comunitaria hasta tiempos relativamente recientes. Ese interés, que me ha llevado a buscar las más antiguas
narraciones orales que la humanidad recuerda, me hizo descubrir, entre
otros, los trabajos de recopilación que realizó a mediados del siglo XIX el
pastor de almas prusiano Wilhelm Bleek
de las narraciones orales que determinada etnia surafricana había ido
transmitiéndose desde tiempos remotos,
un libro ya clásico en el resto de Europa (Specimens of Bushman
Folklore). Ahí puede comprobarse que un grupo de seres humanos extremadamente
primitivo, anterior a la cultura agrícola e incluso al conocimiento de la
cerámica, poseía sin embargo un riquísimo patrimonio de ficciones orales, a
través de las cuales conseguía hacer comprensible el mundo en que se
encontraba.
Hace pocos años que, de la mano de José Manuel de Prada Samper,
se publicó en España una antología de esas ficciones que demuestran cómo, mediante ellas, aquellos antepasados
nuestros daban sentido al universo, a su relación con sus semejantes, con los
animales y con los fenómenos de la naturaleza. La ficción se enfrentaba a
lo real, ya en los tiempos primeros de la humanidad, para poder entenderlo: para
explicarse el imprevisible surgir y soplar del viento imaginaban que se trataba
de la voz de los muertos; para comprender las estrellas inventaron que era la ceniza
dispersa de un puñado que una muchacha arrojó a los cielos en un momento
propicio; para asumir la mortalidad conjeturaron que había sido un castigo a
los seres humanos, cuando éramos liebres, de esa Luna que siempre resucita.
Y es que la ficción, con sus sucesos y personajes
inventados, interpreta la realidad por medio de un procedimiento que está en
nuestra propia condición, que nos pertenece de forma natural.
Acaso en los mamíferos, y en nosotros –¿puedo decir escala superior
de los mamíferos?- el
sueño ha sido la primera forma
simbólica de intentar entender la realidad. Georges Steiner, en “La
historicidad de los sueños”, al hablar de los sueños de algunos animales -los perros, los gatos-, se pregunta “qué es
lo que podemos decir de esos sueños anteriores
al lenguaje”, y señala que “en
cierto modo, el lenguaje es un intento de interpretar, de narrar sueños
anteriores a él mismo”. Así, los sueños serían una suerte de sabiduría
inconsciente. Pero la especie
humana inventó la palabra y la ordenó en ficciones,un artificio hecho de sueños
objetivados, nuestra primera sabiduría consciente, y posiblemente somos
sapiens desde ese preciso momento.
*
Mas lo que en esta solemne ocasión me interesa, sobre todo,
es mostrar, desde mi propia experiencia de imaginador de ficciones, de
qué manera estas pueden surgir, y hasta qué punto intentan descifrar, los
aspectos menos evidentes, más escurridizos o extraños de esa realidad
que, aunque no sea para nosotros tan
inasible y proteica como en aquellos tiempos iniciales de la humanidad, sigue
presentando un azaroso, confuso, poco inteligible conjunto de hechos y actos,
una retícula complicadísima plagada de repentinos movimientos y de imprevisibles
resultados.
Claro que sería pueril pensar que el narrador literario puede
desvelar todos los elementos que componen cada uno de los sucesos que, por
mínimos que sean, conforman la realidad. Pero algunos de ellos, los que a su mirada
resulten más sugerentes, tratados de forma adecuada mediante la ficción, son
capaces de ser iluminados con una claridad que no consigue ningún otro instrumento.
La realidad puede ser descrita de manera
verdadera o falsa, pero la ficción siempre es un camino distinto del de la pura
crónica y no pretende adscribirse a la mentira o a la verdad, porque la
buena ficción siempre resulta una
revelación, mediante lo simbólico, de lo que la realidad esconde.
Además la ficción se interpreta a través de la razón, por supuesto, pero sin
que la intuición pierda su esencial protagonismo, porque la ficción narrativa, como la
poesía, hay que sentirla. No deja de asombrarme cierta voluntad
analítica de entrar en la ficción como si se tratase de un objeto perceptible
desde una óptica exclusivamente científica. En mis tiempos de joven
estudiante de Derecho existía una facultad de Ciencias Exactas,
pero en los tiempos que vivimos las Matemáticas ya no se aventuran a
denominarse “exactas”, y suelo proponer que no
le exijamos a la literatura, a la ficción, esa “exactitud” que ya ni siquiera
nos atrevemos a demandarle a la ciencia.
La literatura se dirige a la razón, pero
siempre a través de los atajos de la intuición, repito, y acaso ahí esté uno de
sus
destinos primarios, rastrear en
la parte más enigmática de lo que nos
constituye, para hacernos comprender con mayor nitidez lo que somos,
también desde lo oscuro y lo poético.
La literatura, la ficción, es pues un modo específico, incomparable,
de desvelar ciertos aspectos de la realidad. Incluso es posible que la ficción sea capaz de crear una realidad
propia, exclusiva. Buscando en nuestra juventud la proximidad de un maestro,
en un entorno donde no era fácil hallarlos, Luís Mateo Diez, Juan Pedro
Aparicio y yo mismo acudimos al conjuro de la ficción para inventar a Sabino
Ordás, un supuesto patriarca de las letras españolas –el insustituible patriarca real es sin duda
don Francisco Ayala, de cuya benéfica presencia disfrutamos- aunque luego
tendríamos la fortuna de encontrar un maestro cercano y querido en Ricardo
Gullón, a quien nos presentaría aquel ilustrado periodista cultural que se
llamó Dámaso Santos.
*
Al hilo de este discurso voy a referirme al proceso de
invención de ficciones. En mi caso,
comienza siempre desde la intuición de
lo extraño que, para mis vislumbres de escritor, puede
esconderse detrás de un hecho cotidiano. […]
Como ustedes pueden comprobar, siempre se trata de aspectos
raros, acaso porque creo que una de las funciones de la literatura es
profundizar en lo inusual, en lo misterioso y menos evidente de la realidad,
enfocándolo muchas veces desde la perspectiva fantástica, que, a pesar
de tener en la lengua española una antiquísima tradición, ha sido poco
apreciada por la mayoría de nuestros estudiosos y críticos, herederos acaso
inconscientes del firme rechazo eclesiástico y de la rigurosa proscripción inquisitorial
que, ante tal tipo de literatura, se manifestaron durante varios siglos, aunque
debo también decir que esa actitud se
está modificando de manera acelerada en los últimos años.
*
Me extenderé un poco en el desarrollo de ciertas
consideraciones a propósito de una ficción factible que he barruntado en
tiempos recientes, en el intento de mostrar los aspectos formales y verbales que,
desde mi experiencia de narrador, suscita esta tarea en la persona que imagina
y escribe ficciones, y las diversasimplicaciones que pudiéramos llamar no
formales o no verbales que surgen al desarrollarla.
Voy a empezar planteando una posible trama. […]
En el mismo momento de escucharlo intuí que en el
cuadro había la semilla de una ficción.
Por eso le pedí que me dejase la fotografía, y durante los días
siguientes fui acopiando información y tomando notas para lo que podía ser un
relato. Imaginé, para empezar, que una situación similar a la de mi
conversación con el pintor y el descubrimiento de la imagen que yo había hecho
en la realidad eran el punto de partida para la ficción: un pintor muy cercano
a un escritor le muestra los resultados de su trabajo en un lugar del trópico
americano, aunque en la ficción no a través de fotografías, sino de los propios
lienzos, que ha transportado enrollados.
Ya he cruzado el umbral de lo que comunica lo
real con lo ficticio y aunque el pintor y el escritor mantuviesen
nuestros verdaderos nombres, he entrado en un
territorio de absoluta libertad para mi invención. […]
*
¿Son todo esto que
estoy señalando, aunque invenciones mías, puras falacias desvinculadas de la
realidad? Pienso
que no, si ustedes me lo permiten,
primero porque plantean referencias admisibles
como ejemplo de un hipotético caso real. Y es que la inicial verdad
incontestable de la ficción se encuentra sin duda en la recreación, por medio de una
invención que pertenece sobre todo a lo intuitivo, de movimientos, actitudes y
sentires humanos, de su origen y evolución, de sus manifestaciones y crisis.
En la ficción, desde aquellas primitivas historias orales
hasta las sujetas a los diversos requerimientos de la literatura, está la
historia más segura de nuestros sueños, de nuestras emociones, de nuestras
maneras de actuar. Únicamente en la ficción, desde la imaginada en la inmensa
prehistoria oral hasta la expresada mediante las palabras impresas en libros
para ser leídas, o declamadas en un escenario, o incorporadas al artificio cinematográfico,
se localiza la certera reconstrucción de lo que somos, presentada de manera tal que
podamos analizarla con reflexión serena y distante. Es más, acaso nunca
seamos capaces, en la vida real, de penetrar en los recovecos del alma humana
con la finura que podemos utilizar en la ficción, y no necesito para ello
acudir a ninguno de los innumerables ejemplos de personajes cuya forma
de sentir y de pensar hemos desentrañado dentro de la literatura con
mucha mayor claridad que si fuesen vecinos, amigos o familiares nuestros de
carne y hueso. Privados de ese instrumento que nos ha ido dando
signos o reflejos certeros de nuestra condición, los seres humanos no seríamos capaces de
comprendernos a nosotros mismos.
[…]
Y es que es difícil encontrar una situación humana que no
haya sido prevista o relatada por la ficción, e incluso es difícil, en algunos
aspectos patológicos, poder esclarecer la realidad sin ayuda de la literatura.
Para acotar el campo de mi reflexión, voy a evocar una vez
más la gran novela del
siglo XIX. Porque el siglo XIX se puede estudiar desde la historia, pero
para entenderlo en sus claves humanas profundas hay que acudir a la literatura.
Si solamente analizásemos la información estadística acumulada en archivos y
registros sobre nacimientos y muertes, alimentación y epidemias, las crónicas
de sucesos, los censos y relaciones de contribuyentes, estamentos y clases
sociales, oficios y profesiones, los roles laborales en lo agrícola, en lo
pesquero, en lo minero y en lo fabril, los conflictos sociales o bélicos, la
actividad policial, los sistemas de comunicaciones, es decir, los conjuntos de datos, fechas y
cifras de la vida colectiva de ciertos países, por ejemplo Inglaterra, Rusia, Francia
y España en esa época, apenas llegaríamos a vislumbrar la multiplicidad de
factores comunitarios y los sentimientos individuales que, sin embargo, surgen
con segura naturalidad en las novelas y cuentos literarios: las hermanas
Brönte, Dickens y Thomas Hardy; Pushkin, Chéjov, y Tolstoi; Balzac, Stendhal y
Zola; Emilia Pardo Bazán, Clarín y
Galdós nos muestran, a través de sus
ficciones, unos panoramas sociales y familiares, urbanos y rurales,
inmediatamente accesibles, más allá de las estadísticas y de las reseñas
puramente históricas, con las claves certeras de la urdimbre social y del
componente moral. Porque la novela, la ficción, la verdad poética de la literatura
desentraña la realidad de una forma que, por muy imperfecta que pueda ser,
jamás podrá llevar a cabo el estudio más refinado de los puros datos y de los meros
hechos.
No es raro pues que, cuando desde el positivismo científico
se intenta crear una “ciencia del alma”, se busquen los nutrientes en las fuentes de la literatura, y voy a
referirme muy brevemente a Sigmund Freud, que para intentar crear esa ciencia
afrontó enigmas y secretos que parecían indescifrables o demasiado terribles,
desde indicios y claves que ya se habían apuntado con certeza en la ficción
arcaica y en la literatura. Freud descubrió en la ficción literaria un conjunto
decisivo de respuestas a los arcanos de la conducta humana. […]
Freud fue capaz de descubrir en la ficción un conjunto
relevante de respuestas a los arcanos de la conducta humana, aplicables incluso
a su propia biografía. Muchos de sus conceptos –como los de Eros y Tánatos, o
la especulación sobre el doble- vienen de la ficción mítica o literaria. En
cierto modo, se podría definir la teoría del psicoanálisis como un territorio
conquistado por Freud, desde su inspiración de apasionado lector, a la ficción,
a la
invención literaria, insustituible registro profundo de la realidad humana.
Pero no me he remitido a Sigmund Freud para hablar de
psicología, sino de literatura, para señalar con mayor énfasis la historia
de los comportamientos y sentimientos humanos como verdad irremplazable,
indiscutible y principal de la ficción, necesaria para comprenderlos en la
propia realidad.
Claro que tales comportamientos y sentimientos no pueden
reflejarse de la misma forma en un cuento literario que en una novela. Los requisitos de brevedad,
condensación, concisión expresiva y hasta rapidez que el cuento lleva consigo,
frente a los de mayor extensión y duración, con posibilidades de divagación,
prolijidad y dispersión, y hasta de ritmo más lento, que caracterizan a la
novela, hacen que las conductas de los personajes deban ser tratadas de
forma diferente, y que en el cuento tengan que sintetizarse en aspectos
especialmente significativos, desde un propósito de sugerencia mucho más
entregado a la colaboración del lector. Si en toda la narrativa hay una regla según la cual la
intensidad suele ser inversamente proporcional a la extensión, en el cuento
la regla tiene particular rigidez y
afecta de modo especial a ese desarrollo de las conductas de los personajes.
*
[…] mi personaje, a quien no voy a dar nombre, pues esto no
es un cuento sino la aproximación a ciertas claves narrativas, se compone, para empezar, de experiencias
mías, procedentes de la persona que yo soy.
Debo añadir que pretendo que el personaje de mi historia
mantenga, a pesar de los años que lleva en España, bastante relación afectiva
con el país natal. He aquí el aspecto que será determinante para
redondear el perfil de su conducta, con esa propensión al ensueño y a
cierta permanente sensación de irrealidad a las que antes aludí. A lo largo de
su infancia y juventud, tan placenteras en el país natal, estaba presente sin
embargo en la casa familiar la añoranza española del padre, que recordaba su
propio país como un paraíso perdido, el lugar más agradable y precioso del
mundo, lo que también en el niño y en el muchacho fue creando una curiosidad un
poco anhelante por conocer aquel lugar que el padre tanto echaba de menos. Pero
cuando se produce el regreso del padre a la patria, en compañía de su familia,
el hijo no encuentra en el lugar del nuevo destino aquel paraíso que el padre
añoraba, sino un habla de extraña melodía y un entorno de desconocidos en una
ciudad más incómoda que la propia y cuyas maravillas no lo deslumbran en la
medida que esperaba. Tampoco el padre reconoce del todo el país y la ciudad que
tanto había mitificado en su exilio. Sin embargo, la familia acaba acomodándose
a la nueva situación, aunque en el joven irá creciendo, por su parte, una
añoranza de la tierra natal similar a la que sentía el padre mientras duró su
propio alejamiento.
Y sigamos con el necesario perfil del personaje, sin olvidar
que ya
Hemingway dijo que “el
escritor debe conocer bien la trama,
pero no tiene por qué dejárselo ver todo al lector”
[...]
Claudio Guillén, en su ensayo El sol de los desterrados: literatura
y exilio, repasa la figura de quienes
sufrieron a través de los siglos la expulsión o la pérdida forzosa de su país,
y de qué manera fueron manifestando su forma de sentir el destierro […] Me
interesa rescatar de ese ensayo una evocación de Wladimir Nabokov, que en un
artículo incluía una cita apócrifa de Plutarco, también estudioso del exilio,
según la cual un guerrero antiguo habría escrito: “por la noche, en campos desolados
lejos de Roma, yo plantaba mi tienda y la tienda para mí era Roma.” […]
Del mismo modo, el protagonista de mi posible historia ha podido advertir que esos emigrados
laborales de su país natal viven al tiempo la duplicidad de estar en Madrid y
en el lugar originario. […]
El escritor de mi historia sospecha, como yo mismo, que en
todo emigrado hay una conciencia que se reparte en dos, la que corresponde a la
vida en el país de destino, donde se trabaja mucho y duro para sobrevivir y enviar
algún dinero a los familiares del país originario, y otra, esta difusa pero
permanente, que lo mantiene allí, en el ámbito nativo, en los lugares de las
primeras experiencias humanas, como en una ensoñación que se materializa
precisamente en las reuniones con los compañeros emigrantes […]
*
Y sigue pasando el tiempo.
El tiempo es otro de los elementos de la
ficción, no solo como tema o motivo, sino en su propia sustancia, pues la
narrativa, entre las demás virtudes, tiene la de poder realizar viajes en el tiempo
con mayor precisión que la memoria, y también la de conservarlo –no otra cosa
que tiempo “en conserva” son una novela o un cuento literario, capaces de
hacerlo reproducirse siempre que se lleve a cabo su lectura- pero es sobre todo
una forma, una materialización, si se puede decir, de tiempo, algo bastante complicado
al parecer desde la perspectiva de las leyes de la física.
Por eso, al escribir la narración que barrunto, su
credibilidad, aparte de que consiga desarrollar ciertas situaciones que
sean aceptables para el lector, incluso a pesar de que puedan salirse de las
convenciones de la lógica ordinaria, tendrá mucho que ver con mi manera de
utilizar el tiempo. Además, uno de los principios básicos de la ficción
narrativa es el del movimiento, tan vinculado al tiempo. Un texto que pretenda
contar una historia, pero que no se mueva proponiendo mudanzas, por leves que
sean, puede presentar una prosa brillante, pero nunca alcanzará la verdadera sustancia
de lo narrativo.
Así que no voy a esperar más para mover la trama.
Unos días después de su renuncia a seguir intentando imaginar esa posible historia,
y de haber quitado de la pared el óleo, y de haber empezado a deambular con frecuencia y sin rumbo por las
calles, el escritor de mi posible cuento recibe una llamada telefónica: a la mujer
que acompaña a su madre en los habituales paseos le han surgido algunas
dificultades para poder seguir cumpliendo ese trabajo durante una temporada, y le
anuncia que, en las próximas jornadas, va a hacerse cargo de la tarea una
muchacha de toda confianza, pariente suya, que acaba de llegar de la lejana
isla. […]
Pueden imaginarse ustedes que esta muchachita que irrumpe en
el relato le parece a mi personaje en todo idéntica a la muchacha del cuadro,
incluso en los colores y matices de su piel y de sus ropas, lo que va a
aumentar mucho su desconcierto. Por eso tengo que ser convincente a la hora de
describir la peculiar corporeidad que aparenta y la irradiación
inmaterial que mi escritor parece sentir que emana de su figura, con su asombro temeroso al creer descubrir en ella
aquella misma figura del óleo que durante tantos días estuvo clavado en la
pared, delante de su mesa de trabajo. […]
También tengo que procurar que la muchachita pierda poco a poco su
evanescencia, que ante la mirada azorada de mi personaje vaya haciéndose cada
vez más consistente, que mantenga con él un diálogo que al fin le haga creer
que todo ha sido una ofuscación, pues la muchacha parece real, de carne y hueso,
y según dice acaba de llegar de la isla, y este Madrid en el que tanto soñó le asusta un poco,
aunque ya lleva aquí unos cuantos días y ha ido conociendo aquella parte de la
ciudad en la que vive, no lejana, como dije, a la casa del escritor. […]
Puede de este modo
constatar que su presencia ha traído a su vida una intranquilidad aún mayor que
la que le produjo la visión de aquella figura en el cuadro, y que tal desazón
está íntimamente relacionada con una percepción de la realidad en la que, cada vez más,
parece mezclarse, en la certeza de la ciudad cotidiana, el recuerdo de la isla que dejó […]
*
Mas la historia que estoy pergeñando quiere decantarse hacia
la brevedad, y ya señalé que en la narrativa corta alargar significa debilitar.
A mi juicio, otro
principio de la narrativa, con el de movimiento al que aludí antes,
tendría que ser el de
economía: intentar
expresar lo que el escritor quiere decir soslayando palabras e imágenes
inútiles o superfluas, principio que debería regir en todos los géneros
literarios pero que es inexcusable cuando se trata del cuento. Por lo tanto,
una vez llegado a este punto, he de buscar la
transición más plausible en el desarrollo de la trama. […] Esa
comprobación podría llevar consigo que mi personaje descubriese, por ejemplo, que la muchacha había desaparecido
del cuadro. Sin embargo, tal incidente,
que introduciría en el relato la “ruptura del orden reconocido”, la “irrupción
de lo inadmisible en el seno inalterable de la legalidad cotidiana”, de las que
habló Roger Caillois para definir lo fantástico, me haría repetir un tema clásico, o mejor tópico,
de ese género de literatura, tan abundante, desde la tradición romántica, en
relatos sobre esculturas que cobran vida, o imágenes que cambian a lo largo del
tiempo, o que se escapan del cuadro o del tapiz en el que se encontraban. De
manera que me conformaré con imaginármelo solamente, para desecharlo de mi argumento
sin ninguna duda.
Pues lo que a mí me interesa no es tanto suscitar ese recurso,
tan usado ya en la literatura fantástica, sino exacerbar en los pensamientos y
sentimientos de mi escritor la extrañeza un poco nebulosa para cuya sugestión
tan adecuada y propicia resulta la ficción. […]
Es decir, mi personaje comienza a sufrir cada vez con mayor
intensidad esa inquietud que
lo hizo primero abandonar sus cómodas rutinas y callejear
sin rumbo, para ir descubriendo una sensación turbadora de desdoblamiento,
como si se encontrase, cincuentón, en el país del que su padre un día tuvo que
exiliarse y al que deseó siempre regresar, y a la vez, muchos años antes, en el
país donde él mismo nació y pasó su vida
de niño, muchacho y joven.
Con esto he llegado a un elemento decisivo para que el relato adquiera
su debido volumen, que es el elemento espacial.
Los románticos descubrieron el papel del paraje, del
escenario, como verdadero personaje para que la ficción adquiera toda su capacidad
de sugerencia. En el relato que estoy apuntando, el país
originario y el lugar donde el personaje vive desde hace tantos años, tienen
que ir entremezclándose sutilmente el uno con el otro.
Claudio Guillén, al hablar de “literatura y paisaje”,
recuerda, entre muy variadas versiones del paisaje, el que él llama “de significación moral”, así como el “paisaje sentimental” considerado
como “estado del alma”. En otro plano,
pudiéramos también delimitar, entre los parajes imaginados por la literatura, el que replica al paraje real, que sirve de referencia a Baroja, Vargas Llosa
o Naguib Maffouz; el
onírico, tan importante en Poe y Kafka; el fantástico, que acaso nazca para la modernidad
con Hoffmann, y el
simbólico, donde encontraríamos topónimos singulares, de Yocknapatawpha a Mágina y Celama, pasando
por Región, Comala, Macondo, Redonda o
Castroforte del Baralla, entre
otros.
En el caso de la narración de mi proyecto, y en consideración
al desarrollo argumental que pretendo llevar a cabo, tendría que intentar mezclar progresivamente en el espacio lo sentimental,
lo onírico y lo fantástico, para moldear las percepciones extrañas que en
Madrid traen a mi personaje, cada vez con mayor fuerza, el recuerdo del país
donde nació y en el que transcurrió su juventud.
Instrumento determinante de la credibilidad de esa modificación
será, como es
obvio, el lenguaje.
Guy de Maupassant, nada aficionado a determinada retórica, dijo: “Las palabras
tienen un alma. La mayoría de los lectores y de los escritores solo les piden
un sentido. Es preciso encontrar esa alma, que aparece en contacto con otras
palabras.” Tengo que ir sugiriendo la
progresiva confusión de mi personaje mediante palabras animadas por el propósito
de la extrañeza, sin dejar de considerar que, en su recuerdo, con las imágenes antiguas, han empezado también a acumularse
los viejos términos del país originario
[…]
Como narrador, debo pretender que todo ello haga
brotar en él la certeza de que su confusión es una suerte de iluminación,
de regreso a un lugar perdido y olvidado.
[…]
Para ello debería haber hallado, desde el principio, el punto de vista narrativo más conveniente, la voz más
adecuada, dentro de las diferentes posibilidades. Como escritor, resolver la
cuestión de la voz narrativa me parece decisivo para conseguir en el relato todos
los efectos necesarios para su eco eficaz en el lector.
En la cultura literaria en lengua española tenemos la gloria
de que Miguel de Cervantes inventase en
el Quijote, al recrear de manera clarividente la primera persona, una
muy moderna y hasta ahora no superada voz narrativa. Claro que el narrador inmerso en el relato es ya
muy antiguo en materia de ficción literaria, pero el Quijote va mucho más allá, pues inventa un narrador que no solo es
testigo o protagonista sino que, estructuralmente, resulta la pieza sobre la que se asienta todo el
tinglado novelesco que se despliega ante nosotros, y comienza a existir como personaje antes de
que parezca ponerse en marcha la ficción, en el propio prólogo, o,
mejor dicho, hace que ya el prólogo forme parte claramente de la novela, que no
comienza diciendo En un lugar de la
Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme… sino Desocupado lector, sin juramento me podrás
creer que quisiera que este libro…, etc.
Pienso que todos
los narradores interesantes en primera persona que podamos encontrar en las
ficciones modernas y contemporáneas, descienden directamente del narrador quijotesco, pero en mi proyecto no creo
necesitar un narrador irónico. Además, la simple primera persona –“Cuando mi
amigo pintor me mostró aquel cuadro, sentí que la imagen me concernía de forma
profunda y directa…”- en este caso tiene la desventaja de la excesiva cercanía
y familiaridad, y en el momento de llegar al citado proceso de confusa desidentificación espacial puede
ser una rémora, por lo inmediato que tiene el “yo” con la conciencia.
Otra alternativa, la voz en tercera persona – “Cuando su amigo pintor le mostró aquel
cuadro, sintió que la imagen le concernía…” - puede resultar demasiado lejana y
fría, sobre todo al llegar a esa descripción del proceso de confusión espacial
del personaje, fundamental en el relato. Por fin, creo que me debería inclinar por la segunda persona – “Cuando tu amigo pintor te mostró aquel cuadro…”-
porque permite mantener la justa distancia, la de la sombra, la del doble, ya
que quien habla o narra, cuando se utiliza el “tú” narrativo, no deja de ser un yo desdoblado, muy adecuado
para llegar, cuando me convenga, a esa creciente sospecha de confusión espacial
que he apuntado, y cargarla de desvarío.
Y en este momento de la trama convendría otra inflexión dramática:
una mañana no aparecerá Débora a buscar
a la anciana madre, sino la mujer que solía acompañarla de modo habitual,
solucionados ya al parecer sus problemas. Mi personaje querrá saber qué ha sido
de Débora, y por lo que la mujer le cuenta, y aunque él nunca comprenderá muy bien si ambos están hablando de la misma
persona, pues acepta ya su desconcierto como una situación inevitable y
hasta teme que la muchachita haya sido solo una especie de ilusión, sabrá que ella ha debido regresar al país
natal.
*
Y ahora tengo que
confesarles mi propósito de matar a la anciana madre del personaje, quiero
decir de hacer que fallezca, como hice que en su momento falleciese el padre, para
poder justificar la trama y llevarla hasta su final. En la vida real,
sorprende la facilidad y falta de previsión con que se produce la muerte, ya
sea por causas naturales, accidentes, cataclismos, matanzas propias de la
guerra o de los atentados terroristas, o por otros motivos. Pero es que la
realidad no precisa responder a los designios de la lógica formal, no
necesita producirse de acuerdo con ese otro principio de la narrativa que es el
de verosimilitud. La realidad sucede, y ha sucedido siempre,
de forma demasiado casual y fortuita, que difícilmente toleraría el orden que,
a pesar de todo, requiere lo ficticio.
[…]
La madre muere pues, de modo súbito, coherente con sus dolencias,
y tras incinerar sus restos el hijo regresa al país natal.
No me detendré mucho en los pormenores de ese regreso,
aunque profundizaré en el sentimiento de confusión del personaje, en este caso
dando mayor fuerza al espacio caribe. Por lo demás, en la narrativa de ficción hay factores, tanto básicos como
accesorios de los que el narrador
tiene que ser consciente, aunque no los haga explícitos, porque ni la
perspicacia ni la sensibilidad del buen lector lo necesitan. A mí lo que debe interesarme de este regreso,
en cuanto a los sucesos, son dos
momentos: primero, aquel en que las cenizas de la madre son esparcidas por
diversos puntos de un paraje que ha cambiado bastante y que el hijo apenas
reconoce, pues la antigua casa se ha degradado, ampliada para acoger a
nuevos inquilinos, las avenidas del río
han hecho desmoronarse las orillas llevándose por delante bastantes construcciones,
hay sembrados de caña de azúcar donde antes había praderíos… El otro momento
que debo hacer resaltar es el final,
cuando al recorrer al azar los alrededores de lo que fue ese paraíso de la
infancia, mi personaje descubra, en lo
alto de un ribazo, muy cercana al río, una casa cuyo aspecto le resulta familiar.
Es la media mañana y ante la casa hay una muchachita de pie,
descalza, muy quieta, los brazos caídos y las manos enlazadas, vestida con una
camiseta blanca y una falda rojiza, que le trae con fuerza a la memoria una
imagen reconocible. Ante la muchacha, de espaldas a él, con la tela dispuesta
sobre un caballete, acomodado en un pequeño asiento, un hombre con una visera verdosa
da suaves pinceladas en el lienzo, en el trance de reproducir la escena de la
muchacha plantada delante de la casa.
La confusión de mi personaje debe llegar aquí a su punto culminante,
porque, a través de un recuerdo que no puede delimitar, sabe que la muchacha se llama
Débora, como sabe que él debería preguntarle “¿Qué estás haciendo, Débora?”, y
que ella le contestaría, con seria convicción: “¡ Me llevan para España ¡”, y que
de ese modo quedaría ajustado un misterioso engranaje de su vida, hecho a la vez de un olvido
imperfecto y de un desmembramiento no rematado del todo, que lo haría comprenderse,
con rara lucidez, escindido casi en dos mitades que ni el espacio ni el tiempo
serían capaces de abarcar certeramente.
Pero se queda quieto a la altura del pintor, inmóvil como la
muchacha, incapaz tanto de hablar como de alejarse.
Si por fin desarrollo el argumento que ante ustedes he expuesto,
resultará que en él se encontrarán mis viejos temas familiares, lo borroso de la identidad, la amenaza del doble, lo relativo del
espacio y del tiempo en los que creemos encontrarnos instalados con tanta
certeza, las trampas de la memoria, la
peculiar relación que en sus bordes se
establece entre la vigilia y el sueño.
Si logro llevar a cabo mi relato, conseguiré acaso no sólo representar
de alguna forma una parcela de la realidad en su nódulo profundo de extrañeza y
delirio, sino establecer otro espacio posible, paralelo, alternativo, que es
precisamente ese espacio de la ficción.
Servidora de eso tan
escurridizo que llamamos realidad, la ficción construye una forma exclusiva de
verdad.
Ficción de Verdad, José María Merino [Discurso pronunciado con motivo de su ingreso en la RAE, 19 de abril de 2009]
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