martes, 12 de febrero de 2013

Una forma exclusiva de verdad. Un misterioso engranaje


He dado a mi discurso el título Ficción de verdad porque pretendo, no solo insinuar un sentido diferente, con la ambigüedad de un juego de palabras, para una antiquísima contraposición, sino exponer ante  ustedes determinados mecanismos con los que, en mi experiencia de escritor,  la ficción literaria me sirve para afrontar eso que llamamos realidad. Sabemos de sobra que la idea de “ficción”, al menos en nuestra cultura, recorre una tradición no demasiado condescendiente con ella, que tiene sus orígenes en Platón y Aristóteles, pero sin duda la ficción como invención de la imaginación humana es muy anterior al mundo clásico, pues nuestra especie lleva habitando este planeta muchos milenios previos a la invención de la palabra escrita.
Los estudiosos de antropología física y paleoantropología, con los de anatomía y biología humana, y los psicolingüistas, al tratar de los orígenes del lenguaje humano, han analizado pinturas rupestres de hace sesenta mil años como precedentes de la forma de expresión simbólica que representó la escritura. Pero a tales pinturas, lenguaje plástico estructurado, antecedió sin duda un proceso de desarrollo del trazo y de la mancha. Del mismo modo, el lenguaje verbal acabó afinando sus posibilidades para la creación de estructuras simbólicas, que no pueden ser otras que las ordenadas en forma de ficciones. No sería muy coherente pensar que, en la historia del lenguaje verbal humano, hubiera habido un período demasiado dilatado anterior a su consolidación en la forma de tales invenciones organizadas por la imaginación.
Cuando nos preguntamos si los neandertales usaban palabras, o qué diferencia nuestro lenguaje del de otros animales que también lo tienen, como los delfines, creo que la respuesta está en que nosotros lo hemos utilizado para crear ficciones, y a partir de ellas una gigantesca trama, tanto en lo fabuloso como en lo real,  en la que se incluyen desde los seres quiméricos  -de los que habitan parnasos a los que vagan como fantasmas- hasta los rascacielos o las estaciones espaciales.
Un personaje que me van a permitir citar, el profesor Eduardo Souto, recurrente visitador de mis narraciones, ha llegado a escribir lo que él llama “paradoja fundacional”: No fue el ser humano quien inventó la ficción, sino la ficción lo que inventó al ser humano. En cualquier caso, no creo descabellado pensar que la ficción vino a ser la primera herramienta, el recurso inicial de la mente de los seres de nuestra especie para intentar entender  y dar alguna forma, cierto orden inteligible, al mundo adverso, huraño, opaco, inescrutable, en el que se encontraban, y a su propia existencia. Estoy hablando de un tiempo muy anterior a la filosofía, a la metafísica, a la ciencia. Muy anterior incluso a  la formulación de los mitos tal como los conocemos, ya en una época de la memoria sistematizada por la cultura escrita o por una oralidad ritualizada.
Esta especulación nace del interés, muy arraigado en mí, hacia la cultura oral, desarrollado por la circunstancia de haberme criado en León, un territorio a la vez mítico e histórico, donde la narratividad de tal carácter, vehículo de innumerables ficciones, tuvo mucha importancia comunitaria hasta tiempos relativamente recientes. Ese interés, que me ha  llevado a buscar las más antiguas narraciones orales que la humanidad recuerda, me hizo descubrir, entre otros, los trabajos de recopilación que realizó a mediados del siglo XIX el pastor de almas  prusiano Wilhelm Bleek de las narraciones orales que determinada etnia surafricana había ido transmitiéndose desde tiempos remotos,  un libro ya clásico en el resto de Europa (Specimens of Bushman Folklore). Ahí puede comprobarse que un grupo de seres humanos extremadamente primitivo, anterior a la cultura agrícola e incluso al conocimiento de la cerámica, poseía sin embargo un riquísimo patrimonio de ficciones orales, a través de las cuales conseguía hacer comprensible el mundo en que se encontraba.
Hace pocos años que, de la mano de José Manuel de Prada Samper, se publicó en España una antología de esas ficciones que demuestran cómo, mediante ellas, aquellos antepasados nuestros daban sentido al universo, a su relación con sus semejantes, con los animales y con los fenómenos de la naturaleza. La ficción se enfrentaba a lo real, ya en los tiempos primeros de la humanidad, para poder entenderlo: para explicarse el imprevisible surgir y soplar del viento imaginaban que se trataba de la voz de los muertos; para comprender las estrellas inventaron que era la ceniza dispersa de un puñado que una muchacha arrojó a los cielos en un momento propicio; para asumir la mortalidad conjeturaron que había sido un castigo a los seres humanos, cuando éramos liebres, de esa Luna que siempre resucita.
Y es que la ficción, con sus sucesos y personajes inventados, interpreta la realidad por medio de un procedimiento que está en nuestra propia condición, que nos pertenece de forma natural.
Acaso en los mamíferos, y en nosotros –¿puedo decir escala superior de los mamíferos?- el sueño ha  sido la primera forma simbólica de intentar entender la realidad. Georges Steiner, en “La historicidad de los sueños”,  al  hablar de los sueños de algunos animales  -los perros, los gatos-, se pregunta “qué es lo que podemos decir de esos sueños anteriores  al lenguaje”,  y señala que “en cierto modo, el lenguaje es un intento de interpretar, de narrar sueños anteriores a él mismo”. Así, los sueños serían una suerte de sabiduría inconsciente. Pero la especie humana inventó la palabra y la ordenó en ficciones,un artificio hecho de sueños objetivados, nuestra primera sabiduría consciente, y posiblemente somos sapiens  desde ese preciso momento.
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Mas lo que en esta solemne ocasión me interesa, sobre todo, es mostrar, desde mi propia experiencia de imaginador de ficciones, de qué manera estas pueden surgir, y hasta qué punto intentan descifrar, los aspectos menos evidentes, más escurridizos o extraños de esa realidad que,  aunque no sea para nosotros tan inasible y proteica como en aquellos tiempos iniciales de la humanidad, sigue presentando un azaroso, confuso, poco inteligible conjunto de hechos y actos, una retícula complicadísima plagada de repentinos movimientos y de imprevisibles resultados.
Claro que sería pueril pensar que el narrador literario puede desvelar todos los elementos que componen cada uno de los sucesos que, por mínimos que sean, conforman la realidad. Pero algunos de ellos, los que a su mirada resulten más sugerentes, tratados de forma adecuada mediante la ficción, son capaces de ser iluminados con una claridad que no consigue ningún otro instrumento. La  realidad puede ser descrita de manera verdadera o falsa, pero la ficción siempre es un camino distinto del de la pura crónica y no pretende adscribirse a la mentira o a la verdad, porque la buena  ficción siempre resulta una revelación, mediante lo simbólico, de lo que la realidad esconde. Además la ficción se interpreta a través de la razón, por supuesto, pero sin que la intuición pierda su esencial protagonismo, porque la ficción narrativa, como la poesía, hay que sentirla. No deja de asombrarme cierta voluntad analítica de entrar en la ficción como si se tratase de un objeto perceptible desde una óptica exclusivamente científica. En mis tiempos de joven estudiante de Derecho existía una facultad de Ciencias Exactas, pero en los tiempos que vivimos las Matemáticas ya no se aventuran a denominarse “exactas”, y suelo proponer que no le exijamos a la literatura, a la ficción, esa “exactitud” que ya ni siquiera nos atrevemos a demandarle a  la ciencia. La literatura se dirige a la razón,  pero siempre a través de los atajos de la intuición, repito, y acaso ahí esté uno de sus destinos primarios, rastrear en la  parte más enigmática de lo que nos constituye, para hacernos comprender con mayor nitidez lo que somos, también desde lo oscuro y lo poético.
La literatura, la ficción, es pues un modo específico, incomparable, de desvelar ciertos aspectos de la realidad. Incluso es posible que la ficción sea capaz de crear una realidad propia, exclusiva. Buscando en nuestra juventud la proximidad de un maestro, en un entorno donde no era fácil hallarlos, Luís Mateo Diez, Juan Pedro Aparicio y yo mismo acudimos al conjuro de la ficción para inventar a Sabino Ordás, un supuesto patriarca de las letras españolas  –el insustituible patriarca real es sin duda don Francisco Ayala, de cuya benéfica presencia disfrutamos- aunque luego tendríamos la fortuna de encontrar un maestro cercano y querido en Ricardo Gullón, a quien nos presentaría aquel ilustrado periodista cultural que se llamó Dámaso  Santos.
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Al hilo de este discurso voy a referirme al proceso de invención de ficciones.  En mi caso, comienza siempre desde la intuición de lo extraño que,  para mis vislumbres de escritor,  puede esconderse detrás de un hecho cotidiano. […]
Como ustedes pueden comprobar, siempre se trata de aspectos raros, acaso porque creo que una de las funciones de la literatura es profundizar en lo inusual, en lo misterioso y menos evidente de la realidad, enfocándolo muchas veces desde la perspectiva fantástica, que, a pesar de tener en la lengua española una antiquísima tradición, ha sido poco apreciada por la mayoría de nuestros estudiosos y críticos, herederos acaso inconscientes del firme rechazo eclesiástico y de la rigurosa proscripción inquisitorial que, ante tal tipo de literatura, se manifestaron durante varios siglos, aunque debo también decir  que esa actitud se está modificando de manera acelerada en los últimos años.
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Me extenderé un poco en el desarrollo de ciertas consideraciones a propósito de una ficción factible que he barruntado en tiempos recientes, en el intento de mostrar los aspectos formales y verbales que, desde mi experiencia de narrador, suscita esta tarea en la persona que imagina y escribe ficciones, y las diversasimplicaciones que pudiéramos llamar no formales o no verbales que surgen al desarrollarla.
Voy a empezar planteando una posible trama. […]
En el mismo momento de escucharlo intuí que en el cuadro había la semilla de una ficción.  Por eso le pedí que me dejase la fotografía, y durante los días siguientes fui acopiando información y tomando notas para lo que podía ser un relato. Imaginé, para empezar, que una situación similar a la de mi conversación con el pintor y el descubrimiento de la imagen que yo había hecho en la realidad eran el punto de partida para la ficción: un pintor muy cercano a un escritor le muestra los resultados de su trabajo en un lugar del trópico americano, aunque en la ficción no a través de fotografías, sino de los propios lienzos, que ha transportado enrollados.
Ya he cruzado el umbral de lo que comunica lo real con lo ficticio y aunque el pintor y el escritor mantuviesen nuestros verdaderos nombres, he entrado en un territorio de absoluta libertad para mi invención. […]
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¿Son todo esto que estoy señalando, aunque invenciones mías, puras falacias desvinculadas de la realidad? Pienso que no, si ustedes me lo permiten, primero porque plantean referencias admisibles como ejemplo de un hipotético caso real. Y es que la inicial verdad incontestable de la ficción se encuentra sin duda en la recreación, por medio de una invención que pertenece sobre todo a lo intuitivo, de movimientos, actitudes y sentires humanos, de su origen y evolución, de sus manifestaciones y crisis.
En la ficción, desde aquellas primitivas historias orales hasta las sujetas a los diversos requerimientos de la literatura, está la historia más segura de nuestros sueños, de nuestras emociones, de nuestras maneras de actuar. Únicamente en la ficción, desde la imaginada en la inmensa prehistoria oral hasta la expresada mediante las palabras impresas en libros para ser leídas, o declamadas en un escenario, o incorporadas al artificio cinematográfico, se localiza la certera reconstrucción de lo que somos, presentada de manera tal que podamos analizarla con reflexión serena y distante. Es más, acaso nunca seamos capaces, en la vida real, de penetrar en los recovecos del alma humana con la finura que podemos utilizar en la ficción, y no necesito para ello acudir a ninguno de los innumerables ejemplos de personajes cuya forma de sentir y de pensar hemos desentrañado dentro de la literatura con mucha mayor claridad que si fuesen vecinos, amigos o familiares nuestros de carne y hueso. Privados de ese instrumento que nos ha ido dando signos o reflejos certeros de nuestra condición, los seres humanos no seríamos capaces de comprendernos a nosotros mismos.
[…]
Y es que es difícil encontrar una situación humana que no haya sido prevista o relatada por la ficción, e incluso es difícil, en algunos aspectos patológicos, poder esclarecer la realidad sin ayuda de la literatura.
Para acotar el campo de mi reflexión, voy a evocar una vez más la gran novela del siglo XIX. Porque el siglo XIX se puede estudiar desde la historia, pero para entenderlo en sus claves humanas profundas hay que acudir a la literatura. Si solamente analizásemos la información estadística acumulada en archivos y registros sobre nacimientos y muertes, alimentación y epidemias, las crónicas de sucesos, los censos y relaciones de contribuyentes, estamentos y clases sociales, oficios y profesiones, los roles laborales en lo agrícola, en lo pesquero, en lo minero y en lo fabril, los conflictos sociales o bélicos, la actividad policial, los sistemas de comunicaciones,  es decir, los conjuntos de datos, fechas y cifras de la vida colectiva de ciertos países, por ejemplo Inglaterra, Rusia, Francia y España en esa época, apenas llegaríamos a vislumbrar la multiplicidad de factores comunitarios y los sentimientos individuales que, sin embargo, surgen con segura naturalidad en las novelas y cuentos literarios: las hermanas Brönte, Dickens y Thomas Hardy; Pushkin, Chéjov, y Tolstoi; Balzac, Stendhal y Zola; Emilia Pardo Bazán,  Clarín y Galdós nos  muestran, a través de sus ficciones, unos panoramas sociales y familiares, urbanos y rurales, inmediatamente accesibles, más allá de las estadísticas y de las reseñas puramente históricas, con las claves certeras de la urdimbre social y del componente moral. Porque la novela, la ficción, la verdad poética de la literatura desentraña la realidad de una forma que, por muy imperfecta que pueda ser, jamás podrá llevar a cabo el estudio más refinado de los puros datos y de los meros hechos.
No es raro pues que, cuando desde el positivismo científico se intenta crear una “ciencia del alma”, se busquen los nutrientes en  las fuentes de la literatura, y voy a referirme muy brevemente a Sigmund Freud, que para intentar crear esa ciencia afrontó enigmas y secretos que parecían indescifrables o demasiado terribles, desde indicios y claves que ya se habían apuntado con certeza en la ficción arcaica y en la literatura. Freud descubrió en la ficción literaria un conjunto decisivo de respuestas a los arcanos de la conducta humana. […]
Freud fue capaz de descubrir en la ficción un conjunto relevante de respuestas a los arcanos de la conducta humana, aplicables incluso a su propia biografía. Muchos de sus conceptos –como los de Eros y Tánatos, o la especulación sobre el doble- vienen de la ficción mítica o literaria. En cierto modo, se podría definir la teoría del psicoanálisis como un territorio conquistado por Freud, desde su inspiración de apasionado lector, a la ficción, a la invención literaria, insustituible registro profundo de la realidad humana.
Pero no me he remitido a Sigmund Freud para hablar de psicología, sino de literatura, para señalar con mayor énfasis la historia de los comportamientos y sentimientos humanos como verdad irremplazable, indiscutible y principal de la ficción, necesaria para comprenderlos en la propia realidad.
Claro que tales comportamientos y sentimientos no pueden reflejarse de la misma forma en un cuento literario que en una novela. Los requisitos de brevedad, condensación, concisión expresiva y hasta rapidez que el cuento lleva consigo, frente a los de mayor extensión y duración, con posibilidades de divagación, prolijidad y dispersión, y hasta de ritmo más lento, que caracterizan a la novela, hacen que las conductas de los personajes deban ser tratadas de forma diferente, y que en el cuento tengan que sintetizarse en aspectos especialmente significativos, desde un propósito de sugerencia mucho más entregado a la colaboración del lector. Si en toda la narrativa hay una regla según la cual la intensidad suele ser inversamente proporcional a la extensión, en el cuento la regla tiene particular rigidez  y afecta de modo especial a ese desarrollo de las conductas de los personajes.
*
[…] mi personaje, a quien no voy a dar nombre, pues esto no es un cuento sino la aproximación a ciertas claves narrativas,  se compone, para empezar, de experiencias mías, procedentes de la persona que yo soy.
Debo añadir que pretendo que el personaje de mi historia mantenga, a pesar de los años que lleva en España, bastante relación afectiva con el país natal. He aquí el aspecto que será determinante para redondear el perfil de su conducta, con esa propensión al ensueño y a cierta permanente sensación de irrealidad a las que antes aludí. A lo largo de su infancia y juventud, tan placenteras en el país natal, estaba presente sin embargo en la casa familiar la añoranza española del padre, que recordaba su propio país como un paraíso perdido, el lugar más agradable y precioso del mundo, lo que también en el niño y en el muchacho fue creando una curiosidad un poco anhelante por conocer aquel lugar que el padre tanto echaba de menos. Pero cuando se produce el regreso del padre a la patria, en compañía de su familia, el hijo no encuentra en el lugar del nuevo destino aquel paraíso que el padre añoraba, sino un habla de extraña melodía y un entorno de desconocidos en una ciudad más incómoda que la propia y cuyas maravillas no lo deslumbran en la medida que esperaba. Tampoco el padre reconoce del todo el país y la ciudad que tanto había mitificado en su exilio. Sin embargo, la familia acaba acomodándose a la nueva situación, aunque en el joven irá creciendo, por su parte, una añoranza de la tierra natal similar a la que sentía el padre mientras duró su propio alejamiento.
Y sigamos con el necesario perfil del personaje, sin olvidar que  ya  Hemingway dijo que “el escritor debe conocer bien la trama,  pero no tiene por qué dejárselo ver todo al lector”
[...]
Claudio Guillén, en su ensayo El sol de los desterrados: literatura y exilio,  repasa la figura de quienes sufrieron a través de los siglos la expulsión o la pérdida forzosa de su país, y de qué manera fueron manifestando su forma de sentir el destierro […] Me interesa rescatar de ese ensayo una evocación de Wladimir Nabokov, que en un artículo incluía una cita apócrifa de Plutarco, también estudioso del exilio, según la cual un guerrero antiguo habría escrito: “por la noche, en campos desolados lejos de Roma, yo plantaba mi tienda y la tienda para mí era Roma.” […]
Del mismo modo, el protagonista  de mi posible historia  ha podido advertir que esos emigrados laborales de su país natal viven al tiempo la duplicidad de estar en Madrid y en el lugar originario. […]
El escritor de mi historia sospecha, como yo mismo, que en todo emigrado hay una conciencia que se reparte en dos, la que corresponde a la vida en el país de destino, donde se trabaja mucho y duro para sobrevivir y enviar algún dinero a los familiares del país originario, y otra, esta difusa pero permanente, que lo mantiene allí, en el ámbito nativo, en los lugares de las primeras experiencias humanas, como en una ensoñación que se materializa precisamente en las reuniones con los compañeros emigrantes […]
*
Y sigue pasando el tiempo.
El tiempo es otro de los elementos de la ficción, no solo como tema o motivo, sino en su propia sustancia, pues la narrativa, entre las demás virtudes, tiene la de poder realizar viajes en el tiempo con mayor precisión que la memoria, y también la de conservarlo –no otra cosa que tiempo “en conserva” son una novela o un cuento literario, capaces de hacerlo reproducirse siempre que se lleve a cabo su lectura- pero es sobre todo una forma, una materialización, si se puede decir, de tiempo, algo bastante complicado al parecer desde la perspectiva de las leyes de la física.
Por eso, al escribir la narración que barrunto, su credibilidad, aparte de que consiga desarrollar ciertas situaciones que sean aceptables para el lector, incluso a pesar de que puedan salirse de las convenciones de la lógica ordinaria, tendrá mucho que ver con mi manera de utilizar el tiempo. Además, uno de los principios básicos de la ficción narrativa es el del movimiento, tan vinculado al tiempo. Un texto que pretenda contar una historia, pero que no se mueva proponiendo mudanzas, por leves que sean, puede presentar una prosa brillante, pero nunca alcanzará la verdadera sustancia de lo narrativo.
Así que no voy a esperar más para mover la trama. Unos días después de su renuncia a seguir intentando imaginar esa posible historia, y de haber quitado de la pared el óleo, y de haber empezado a  deambular con frecuencia y sin rumbo por las calles, el escritor de mi posible cuento recibe una llamada telefónica: a la mujer que acompaña a su madre en los habituales paseos le han surgido algunas dificultades para poder seguir cumpliendo ese trabajo durante una temporada, y le anuncia que, en las próximas jornadas, va a hacerse cargo de la tarea una muchacha de toda confianza, pariente suya, que acaba de llegar de la lejana isla. […]
Pueden imaginarse ustedes que esta muchachita que irrumpe en el relato le parece a mi personaje en todo idéntica a la muchacha del cuadro, incluso en los colores y matices de su piel y de sus ropas, lo que va a aumentar mucho su desconcierto. Por eso tengo que ser convincente a la hora de describir la peculiar corporeidad que aparenta y la irradiación inmaterial que mi escritor parece sentir que emana de su figura, con  su asombro temeroso al creer descubrir en ella aquella misma figura del óleo que durante tantos días estuvo clavado en la pared, delante de su mesa de trabajo.  […] También tengo que procurar que la muchachita pierda poco a poco su evanescencia, que ante la mirada azorada de mi personaje vaya haciéndose cada vez más consistente, que mantenga con él un diálogo que al fin le haga creer que todo ha sido una ofuscación, pues la muchacha parece real, de carne y hueso, y según dice acaba de llegar de la isla, y este Madrid  en el que tanto soñó le asusta un poco, aunque ya lleva aquí unos cuantos días y ha ido conociendo aquella parte de la ciudad en la que vive, no lejana, como dije, a la casa del escritor. […]
Puede  de este modo constatar que su presencia ha traído a su vida una intranquilidad aún mayor que la que le produjo la visión de aquella figura en el cuadro, y que tal desazón está íntimamente relacionada con una percepción de la realidad en la que,  cada vez más,  parece mezclarse, en la certeza de la ciudad cotidiana,  el recuerdo de la isla que dejó […]
          *
Mas la historia que estoy pergeñando quiere decantarse hacia la brevedad, y ya señalé que en la narrativa corta alargar significa debilitar. A mi juicio, otro principio de la narrativa, con el de movimiento al que aludí antes, tendría que ser el de economía: intentar expresar lo que el escritor quiere decir soslayando palabras e imágenes inútiles o superfluas, principio que debería regir en todos los géneros literarios pero que es inexcusable cuando se trata del cuento. Por lo tanto, una vez llegado a este punto, he de buscar la transición más plausible en el desarrollo de la trama. […] Esa comprobación podría llevar consigo que mi personaje descubriese, por  ejemplo, que la muchacha había desaparecido del cuadro. Sin embargo,  tal incidente, que introduciría en el relato la “ruptura del orden reconocido”, la “irrupción de lo inadmisible en el seno inalterable de la legalidad cotidiana”, de las que habló Roger Caillois para definir lo fantástico, me haría repetir un tema clásico, o mejor tópico, de ese género de literatura, tan abundante, desde la tradición romántica, en relatos sobre esculturas que cobran vida, o imágenes que cambian a lo largo del tiempo, o que se escapan del cuadro o del tapiz en el que se encontraban. De manera que me conformaré con imaginármelo solamente, para desecharlo de mi argumento sin ninguna duda.
Pues lo que a mí me interesa no es tanto suscitar ese recurso, tan usado ya en la literatura fantástica, sino exacerbar en los pensamientos y sentimientos de mi escritor la extrañeza un poco nebulosa para cuya sugestión tan adecuada y propicia resulta la ficción. […]
Es decir, mi personaje comienza a sufrir cada vez con mayor intensidad esa inquietud que
lo hizo primero abandonar sus cómodas rutinas y callejear sin rumbo, para ir descubriendo una sensación turbadora de desdoblamiento, como si se encontrase, cincuentón, en el país del que su padre un día tuvo que exiliarse y al que deseó siempre regresar, y a la vez, muchos años antes, en el país donde él mismo nació  y pasó su vida de niño, muchacho y joven.
Con esto he llegado a un elemento decisivo para que el relato adquiera su debido volumen, que es el elemento espacial.
Los románticos descubrieron el papel del paraje, del escenario, como verdadero personaje para que la ficción adquiera toda su capacidad de sugerencia.  En el relato que estoy apuntando, el país originario y el lugar donde el personaje vive desde hace tantos años, tienen que ir entremezclándose sutilmente el uno con el otro.
Claudio Guillén, al hablar de “literatura y paisaje”, recuerda, entre muy variadas versiones del paisaje, el que él llama “de significación moral”,  así como el “paisaje sentimental” considerado como “estado del alma”.  En otro plano, pudiéramos también delimitar, entre los parajes imaginados  por la literatura, el que replica al paraje real,  que sirve de referencia a Baroja, Vargas Llosa o Naguib Maffouz; el onírico, tan importante en Poe y Kafka; el fantástico, que acaso nazca para la modernidad con Hoffmann, y el simbólico, donde encontraríamos topónimos singulares,  de Yocknapatawpha a Mágina y Celama, pasando por Región, Comala, Macondo, Redonda o  Castroforte del Baralla,  entre otros. 
En el caso de la narración de mi proyecto, y en consideración al desarrollo argumental que pretendo llevar a cabo, tendría que intentar mezclar progresivamente en el espacio lo sentimental, lo onírico y lo fantástico, para moldear las percepciones extrañas que en Madrid traen a mi personaje, cada vez con mayor fuerza, el recuerdo del país donde nació y en el que transcurrió su juventud.
Instrumento determinante de la credibilidad de esa modificación será, como es obvio, el lenguaje. Guy de Maupassant, nada aficionado a determinada retórica, dijo: “Las palabras tienen un alma. La mayoría de los lectores y de los escritores solo les piden un sentido. Es preciso encontrar esa alma, que aparece en contacto con otras palabras.” Tengo que ir sugiriendo la progresiva confusión de mi personaje mediante palabras animadas por el propósito de la extrañeza, sin dejar de considerar que, en su recuerdo, con las imágenes antiguas, han empezado también a acumularse los viejos términos  del país originario […]
Como narrador, debo pretender que todo ello haga brotar en él la certeza de que su confusión es una suerte de iluminación, de regreso a un lugar perdido y olvidado.
[…]
Para ello debería haber hallado, desde el principio,  el punto de vista narrativo más conveniente, la voz más adecuada, dentro de las diferentes posibilidades. Como escritor, resolver la cuestión de la voz narrativa me parece decisivo para conseguir en el relato todos los efectos necesarios para su eco eficaz en el lector. 
En la cultura literaria en lengua española tenemos la gloria de que Miguel de Cervantes inventase en  el Quijote, al recrear de manera clarividente la primera persona, una muy moderna y hasta ahora no superada voz narrativa. Claro que el narrador inmerso en el relato es ya muy antiguo en materia de ficción literaria, pero el Quijote va mucho más allá, pues inventa un narrador que no solo es testigo o protagonista sino que, estructuralmente, resulta la pieza sobre la que se asienta todo el tinglado novelesco que se despliega ante nosotros, y comienza a existir como personaje antes de que parezca ponerse en marcha la ficción, en el propio prólogo, o, mejor dicho, hace que ya el prólogo forme parte claramente de la novela, que no comienza diciendo En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme… sino  Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro…, etc.
Pienso que todos los narradores interesantes en primera persona que podamos encontrar en las ficciones modernas y contemporáneas, descienden directamente del narrador quijotesco, pero en mi proyecto no creo necesitar un narrador irónico. Además, la simple primera persona –“Cuando mi amigo pintor me mostró aquel cuadro, sentí que la imagen me concernía de forma profunda y directa…”- en este caso tiene la desventaja de la excesiva cercanía y familiaridad, y en el momento de llegar al citado proceso  de confusa desidentificación espacial puede ser una rémora, por lo inmediato que tiene el “yo” con la conciencia.
Otra alternativa, la voz en tercera persona  – “Cuando su amigo pintor le mostró aquel cuadro, sintió que la imagen le concernía…” - puede resultar demasiado lejana y fría, sobre todo al llegar a esa descripción del proceso de confusión espacial del personaje, fundamental en el relato. Por fin, creo que me debería inclinar por la segunda persona  – “Cuando tu amigo pintor te mostró aquel cuadro…”- porque permite mantener la justa distancia, la de la sombra, la del doble, ya que quien habla o narra, cuando se utiliza el “tú” narrativo,  no deja de ser un yo desdoblado, muy adecuado para llegar, cuando me convenga, a esa creciente sospecha de confusión espacial que he apuntado, y cargarla de desvarío.
Y en este momento de la trama convendría otra inflexión dramática: una  mañana no aparecerá Débora a buscar a la anciana madre, sino la mujer que solía acompañarla de modo habitual, solucionados ya al parecer sus problemas. Mi personaje querrá saber qué ha sido de Débora, y por lo que la mujer le cuenta, y aunque él nunca comprenderá muy bien si ambos están hablando de la misma persona, pues acepta ya su desconcierto como una situación inevitable y hasta teme que la muchachita haya sido solo una especie de ilusión,  sabrá que ella ha debido regresar al país natal.
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Y ahora  tengo que confesarles mi propósito de matar a la anciana madre del personaje, quiero decir de hacer que fallezca, como hice que en su momento falleciese el padre, para poder justificar la trama y llevarla hasta su final. En la vida real, sorprende la facilidad y falta de previsión con que se produce la muerte, ya sea por causas naturales, accidentes, cataclismos, matanzas propias de la guerra o de los atentados terroristas, o por otros motivos. Pero es que la realidad no precisa responder a los designios de la lógica formal, no necesita producirse de acuerdo con ese otro principio de la narrativa que es el de verosimilitud. La realidad sucede, y ha sucedido siempre, de forma demasiado casual y fortuita, que difícilmente toleraría el orden que, a pesar de todo,  requiere lo ficticio. […]
La madre muere pues, de modo súbito, coherente con sus dolencias, y tras incinerar sus restos el hijo regresa al país natal.
No me detendré mucho en los pormenores de ese regreso, aunque profundizaré en el sentimiento de confusión del personaje, en este caso dando mayor fuerza al espacio caribe. Por lo demás,  en la narrativa de ficción hay  factores, tanto  básicos como  accesorios de los que  el narrador tiene que ser consciente, aunque no los haga explícitos, porque ni la perspicacia ni la sensibilidad del buen lector lo necesitan.  A mí lo que debe interesarme de este regreso, en cuanto a los sucesos, son dos momentos: primero, aquel en que las cenizas de la madre son esparcidas por diversos puntos de un paraje que ha cambiado bastante y que el hijo apenas reconoce, pues la antigua casa se ha degradado, ampliada para acoger a nuevos  inquilinos, las avenidas del río han hecho desmoronarse las orillas llevándose por delante bastantes construcciones, hay sembrados de caña de azúcar donde antes había praderíos… El otro momento que debo  hacer resaltar es el final, cuando al recorrer al azar los alrededores de lo que fue ese paraíso de la infancia, mi personaje  descubra, en lo alto de un ribazo, muy cercana al río, una casa cuyo aspecto le resulta familiar.
Es la media mañana y ante la casa hay una muchachita de pie, descalza, muy quieta, los brazos caídos y las manos enlazadas, vestida con una camiseta blanca y una falda rojiza, que le trae con fuerza a la memoria una imagen reconocible. Ante la muchacha, de espaldas a él, con la tela dispuesta sobre un caballete, acomodado en un pequeño asiento, un hombre con una visera verdosa da suaves pinceladas en el lienzo, en el trance de reproducir la escena de la muchacha plantada delante de la casa.
La confusión de mi personaje debe llegar aquí a su punto culminante, porque,  a través de un recuerdo que no puede delimitar, sabe que la muchacha se llama Débora, como sabe que él debería preguntarle “¿Qué estás haciendo, Débora?”, y que ella le contestaría, con seria convicción: “¡ Me llevan para España ¡”, y que de ese modo quedaría ajustado un misterioso engranaje de su vida, hecho a la vez de un olvido imperfecto y de un desmembramiento no rematado del todo, que lo haría comprenderse, con rara lucidez, escindido casi en dos mitades que ni el espacio ni el tiempo serían capaces de abarcar certeramente.
Pero se queda quieto a la altura del pintor, inmóvil como la muchacha, incapaz tanto de hablar como de alejarse.
Si por fin desarrollo el argumento que ante ustedes he expuesto, resultará que en él se encontrarán mis viejos temas familiares, lo borroso de la identidad, la amenaza del doble, lo relativo del espacio y del tiempo en los que creemos encontrarnos instalados con tanta certeza, las trampas de la memoria,  la peculiar relación que en sus bordes se establece entre la vigilia y el sueño.
Si logro llevar a cabo mi relato, conseguiré acaso no sólo representar de alguna forma una parcela de la realidad en su nódulo profundo de extrañeza y delirio, sino establecer otro espacio posible, paralelo, alternativo, que es precisamente ese espacio de la ficción.
Servidora de eso tan escurridizo que llamamos realidad, la ficción construye una forma exclusiva de verdad

Ficción de Verdad, José María Merino [Discurso pronunciado con motivo de su ingreso en la RAE, 19 de abril de 2009]




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