Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte 5
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer, 10
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Desde el atardecer esperaba el
momento. Con la absoluta certeza de que llegaría, y con el sobresalto y el
deseo de que llegase para que así pasara. Cuando leí años después la definición
que da Kierkegaard de la angustia – el temor de lo que se desea- comprendí al
niño que, en Córdoba, padecía un sobrecogimiento renovado a diario, del que se
redimía cuando su padre viajaba, o cenaba fuera, o una crisis de estómago lo
obligaba a permanecer en su dormitorio. El resto de las noches, nada más
levantar los manteles, mi padre me mandaba traer la arqueta de su despacho,
situado en el otro extremo de la casa. A mi madre no le hacía gracia seguir en
el comedor después de haber cenado. “Vamos a abrir el estanco”, decía en cuanto
mi padre me miraba por encima de sus gafas de miope, muy bajas sobre la nariz,
y repetía cariñosamente, cruelmente: “Antonio, ¿el arca?” Yo, intentando que mi
queja se entendiera como contra una obligación monopolizada y no como una
desesperada demanda de socorro, murmuraba: “Siempre yo”. Y, fingiendo desgana
con que disimular mi miedo, retiraba mi silla, me levantaba sintiendo el
temblor de mis piernas y emprendía la terrible aventura.
Pienso que el ama –quizá otros
también- había adivinado. Alguna noche intercedió: “Voy a ir encendiendo las
luces, no vaya a tropezar con un mueble y se haga daño.” Mi padre la detuvo:
“Tranquila. Él lo sabe hacer solo.” El viaje –era peor el de ida- no terminaba
nunca. Atravesaba pasillos abandonados, distancias incalculables, habitaciones
que la noche convertía en hostiles y desconocidas, el patio inmenso y frío, las
salas de la clínica y sus sigilosos olores nauseabundos, hasta llegar al
despacho, de madera negra como la del arca, sólido y acechante. Todo estaba en
silencio. Pero un silencio demasiado audible, como si bajo él se agazapasen cientos
de voces, dispuestas a lanzarse sobre mí como fieras. Yo silbaba, o tarareaba,
o cantaba no sabía qué, con el postre en la garganta. Y con la seguridad,
contradicha y cada noche confirmada, de que al alargar mi mano para accionar un
interruptor iba a encontrar, posada sobre él, otra mano sin cuerpo, helada y
blanca, que aguardaba la mía: para impedirme dar la luz o para darla antes que
yo y mostrarme el espanto en que tal mano concluía. El aire detenido estaba
lleno de alas, de susurros, de crujidos. Cuando, por fin, con las manos húmedas
de sudor, tomaba el arca, sólo se había cumplido la mitad de la condena. Al
regreso, ocupadas las manos, no podía defenderme, y además debía dejar el arca
en el suelo cada vez que apagaba una de las luces encendidas, y agacharme a
recogerla en tinieblas para continuar, agacharme, sabiendo que alguien con una
cuchilla me rebanaría el cuello desde arriba, o me golpearía con una maza en la
cabeza. Atrás se iban quedando el despacho, la clínica, la sala de espera, el patio
–más enemigo cuanto más sosegado-, los pasillos. Y se quedaban sarcásticos,
gritando tácitamente hasta mañana en un amago que no había hecho sino empezar:
un amago sin prisa, que tenía por delante, para cumplirse, todas las noches de
mi infancia. Al aproximarme al comedor, frenaba mi carrera. Sin volver la cara,
notaba una respiración en la nuca, y una palidez me hormigueaba en las
mejillas. Me demoraba unos segundos ante la puerta, para que los latidos de mi
corazón no atravesaran el jersey, y, con una sonrisa pobrecita, ponía frente a
mi padre su arqueta de tabaco.
Una mañana muy diáfana de abril
entraba el sol, invencible, por los balcones del despacho; mi padre, mirándome
a los ojos, señalando la arqueta, me dijo: “Es tuya. Te la has ganado a pulso durante
muchas noches. ¿No es así?” Yo ya tenía dieciocho años y había perdido para
siempre el miedo…Mi padre, a quien tanto quise, hoy yace muerto y olvidado. (…)
Así estaré yo, muerto y olvidado. (…) El otro día apareció la llave dentro de
otra caja también remota, entre fotografías antiguas,…Reconocí inmediatamente
aquella llave que alguna noche, en la huida hacia el comedor, se había
desprendido y, con redoblado pánico, hube de volver a buscar, tan diminuta,
entre tantas acechanzas. Abrí con ella el arca como si abriese, entera, mi
vida. Dentro, una llave mayor, de hierro dorado, historiada y absurda, con un
lazo de agremán amarillo: la inútil llave del ataúd en que mi padre fue
enterrado. Ese era todo el contenido. Ese, y un reconcentrado olor a buen tabaco.
El olor de la arqueta duró más que su dueño.
Un padre y un hijo.
El padre enseña al hijo cómo enfrentarse al miedo
La vida es ese paseo de ida y vuelta desde el comedor al despacho, del despacho al comedor. Más difícil lo andado que lo desandado. A cielo descubierto, uno siente la calle más enemiga cuanto más sosegada.
El muchacho ha conseguido librarse de sus miedos y ya puede avanzar solo, sin la sombra de su tutor.
El padre fallece pero queda su recuerdo y quedan sus cosas. Principalmente, queda lo que enseñó al muchacho, a aventurarse y perder el miedo a vivir.
El muchacho se contempla en el reflejo de su padre.
La vida entera contenida en las cosas que nos pertenecen. Muchas de esas cosas nos sobrevivirán y contendrán nuestro recuerdo pero ¿para quién?
La vida del muchacho contenida en sus libros, en su obra. ¿Servirá a alguien?
La enseñanza de que al final nos espera la muerte y el olvido. Apenas el olor de lo vivido. La huella que dejas al paso dura más que tú mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario