domingo, 22 de julio de 2012

En el tiempo perdido




Fragmento de Tu rostro mañana, Javier Marías
Fragmentos de artículos de La zona fantasma, Javier Marías


En un sentido –pero sólo en uno- Tupra me recordaba a mi padre, el cual no nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos, “Y qué más”, nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. Y si le contestábamos “Nada más. Ya está. ¿Te parece poco?”, él respondía, para nuestro momentáneo desquiciamiento: “Si nos has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue”.
También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus “Qué más”, “Explíqueme eso”, “Dígame lo que piensa”, “Por qué lo cree”, “Continúe”, “Hábleme de esos detalles”, “¿Algo más?”, “¿Es eso cuanto ha observado?”. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia –guiado por ella, adiestrado por ella-, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.






Qué lección la de Juan Deza [Personaje de Tu rostro mañana inspirado en Julián Marías]. Quizá en eso radique la seguridad de su hijo [Javier Marías].
En lo que escribe cada semana hay siempre una idea principal y vueltas y vueltas.
Un apunte a las posibles causas y consecuencias. Una manera de contar que es como si se lo explicase a sí mismo. Una manera de aclararse.
Ahora, cada vez que concluyo una de sus entradas me pregunto: “Y qué más” “Por qué lo cree” “Qué ha callado esta vez” “Por qué lo cuenta” “¿Es eso cuanto ha observado?”.


La manera en que se vive hoy el tiempo, o su transcurso.
Todo se tor­na viejo nada más nacer
El presente ha sido abolido y el pasado no importa ni nadie es capaz de recordar­lo, no digamos de apreciarlo, menos aún de agradecerlo.
Quien adquiere conciencia de esta forma perversa y frenética de relacionarnos con el tiempo, no puede evitar dar el siguiente paso, y ver también lo futuro como inminente pasado y por tanto como inminente olvido. Como algo que está ya a punto de resultar irrelevante, de ser desecho.
En realidad les importan tan sólo a quienes se colgaron la dicho­sa medalla, olvidada por los demás a los tres días.

Envueltos en asuntos de corrupción. Es el tejido social entero el que parece dispuesto a trapichear con lo que sea y a vender al vecino. 

Escribió por placer y por dinero pero con la misma entrega caudalosa de palabras al servicio de historias insólitas que iluminan sombras de la naturaleza humana. Se llama William Faulkner y es uno de los escritores a quien más deben los autores de la segunda mitad del siglo XX.
Un territorio ficticio inspirado en el condado de Lafayette (Mississipi) y el sur de Estados Unidos, en su época de derrota y abandono.
En las zonas de penumbra y oscuras de las emociones y los sentimientos y la razón y los instintos del ser humano en una maraña perfecta donde el tiempo, el espacio y la acción están concebidas solo para ese mundo y no para otro.
Más rupturista que el propio Joyce, “que es más deliberadamente rupturista, en Faulkner todo parece más natural”.

El meticuloso desmantelamien­to de la sanidad y la educación públicas. 
Hasta hace cuatro días, lo único que gran parte de la ciudadanía lamentaba al respecto era no estar en posición de corromper ni de ser corrompida, de robar directamente o al menos sacar tajada de los latroci­nios ajenos. 
Un país en el que se pidieran cuentas de las obras y construcciones arbitrarias y superfluas.
Un país en el que las personas desearan apren­der porque eso redundaría en su beneficio económico o las ayudaría a hallar empleo, o simplemente las haría sentirse menos indefenso ante las adversidades.

Las nuevas tecno­logías son utilísimas para algunas cosas, pero también de que suponen un tremendo engorro y una constante pérdida de tiempo, de que son un ídolo con pies de barro que a menudo nos deja impotentes y sin recursos y, por supuesto, un peligrosísimo ins­trumento de control y dominación de la gente. Maniatados a la más desesperante improductividad.

Los impuestos son una redistribución de la riqueza y permiten la ayuda a los más necesitados, además, claro está, del funcionamiento del Estado.
Lo mal, lo arbitraria y frívolamente que nuestros diferentes Go­biernos manejan lo que les entregamos. El pago de impuestos es necesario (amén de obligatorio), justo y beneficioso.
El dinero no va a destinarse a las cosas que a mí, como a la mayoría de los españoles, nos merecen la pena: ni a la sanidad ni a la educación (víctimas de indecentes recortes); ni a amparar a las personas “dependientes” que no se pueden valer por sí solas en su vejez o en su enfermedad; ni a los pensionistas, que ven mermado su poder adquisitivo o disminuidos sus pe­queños ahorros por estafas varias de bancos y cajas; ni a los para­dos sin remedio, que cada vez son más y reciben prestaciones menores; ni a la mejora de hospitales y escuelas, ni a la reactiva­ción del comercio ni a la ciencia ni a los jóvenes en precario.

A lo largo de años se ha com­probado que la corrupción no pasaba factura en las elecciones. Quizá eso esté tocando a su fin, sería hora. 

¿por qué no va a hablar uno de una impresión, una sensación o una percepción? Cabe que sean injustas y erradas, claro está, pero muy tonto o soberbio sería el gremio que hiciera caso omiso de ellas, sobre todo cuando son generalizadas, y no se parara a preguntarse por las causas de la visión negativa que de él tiene el conjunto de la sociedad, y no tratara de corregirla.
El grado de confianza de los ciudadanos en sus diferentes instituciones y colectivos.
Uno diría que los más indignos de confianza son quienes llevan la batuta, y se vengan de los más dignos a conciencia.

El fútbol no le cambia la vida ni resuelve sus problemas ni los empeora; no procura un empleo al que carece de él ni pone fin a la precariedad y la zozobra del que aún lo conserva y teme perderlo todos los días. La gente no está por tanto “narcotizada”, sino que ha comprendido lo cruciales que son los respiros, las sublimaciones, las ensoñaciones y los hechizos transitorios; no sólo los asume con plena conciencia de que son sólo eso, sino que los exige. 


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