viernes, 8 de julio de 2016

Fußnote 3

Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.
El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina 

 


Hay que prestar atención al que cuenta lo que ha visto de cerca1. En los primeros años noventa David Rieff fue reportero enmedio de la gran explosión de salvajismo que fue la guerra de Yugoslavia, y allí y entonces empezó a reflexionar sobre los efectos catastróficos que puede tener algo tan reverenciado como la memoria histórica2 o la memoria colectiva. Una vez, saliendo de entrevistar a un general serbio, uno de aquellos señores de la guerra que de la noche a la mañana se convirtieron en matarifes de sus compatriotas, un ayudante del militar le puso en la mano un papel doblado, como si le confiara un secreto. Cuando Rieff lo abrió, en la hoja en blanco no había más que un número, una fecha: 1453. Comprendió en seguida que se trataba de una consigna delirante de memoria histórica. 1453 es el año en que los turcos conquistaron Constantinopla y pusieron fin al Imperio Romano de Oriente. Invocando esa fecha, los genocidas serbios se convertían nada menos que en herederos de aquel imperio cristiano que más de cinco siglos después continuaban la lucha contra los invasores infieles, ahora los bosnios musulmanes a los que intentaban exterminar en beneficio de su sueño de redención patriótica. La guerra civil yugoslava sucedía en los años 90 del siglo XX y con todas las ventajas modernas de las tecnologías de la destrucción, pero a la gente se la mataba en nombre de cosas que habían sucedido en 1389, en 14533, en un tiempo muy alejado y del todo ajeno, y sin embargo convertido en presente por la obsesión vengativa y victimisma de las conmemoraciones.
No hay casi nadie que no piense que la preservación de la memoria es uno de los valores supremos en una colectividad. En mi trabajo como escritor y en mi activismo como ciudadano yo mismo he intentado contribuir al rescate de la memoria de la República española4 y de la cultura que quedó amputada y dispersa tras la derrota en la Guerra Civil y la grosera tentativa de lobotomía del franquismo. Así que empecé a leer con cierto reparo el libro de Rieff, titulado retadoramente In Praise of Forgetting. ¿Puede haber algo digno de ser alabado en la desmemoria? David Rieff tiene una doble cualificación de ensayista agudo y luminoso y de reportero. Viene de la tradición de libertad intelectual y claridad expresiva de Orwell y de John Gray, esa que brilla más que nunca en el ejercicio de llevar la contraria5 a lo consabido. Y además la combina con un conocimiento de primera mano sobre los lugares más conflictivos del mundo. Ha informado desde Israel, desde Rwanda, desde Irlanda, desde Argentina, desde la ex-Yugoslavia. Y en cada sitio ha sido testigo de los efectos terribles que puede provocar una obsesión por el pasado histórico, y de las dificultades extremas6 de restablecer un presente de convivencia viable sobre las ruinas y las heridas abiertas que deja una dictadura o un enfrentamiento civil.
La paz, o cuando menos la suspensión de las agresiones, es tan imprescindible como la justicia. Las víctimas han de ser honradas y los verdugos castigados. ¿Pero qué ocurre si, en el mundo real, la paz y la plena justicia resultan dos bienes igual de nobles pero a corto plazo incompatibles entre sí? En Yugoslavia, en 1995, lo más urgente era que cesara la carnicería. Se consiguió en los acuerdos de Dayton, que no satisfacían a nadie y que se han sostenido casi de milagro. Pero gracias a ellos, serbios ortodoxos, croatas católicos y bosnios musulmanes no han vuelto a enfrentarse con las armas. Algunos criminales de guerra han sido juzgados y condenados, otros no. ¿Dónde está el equilibrio entre la reconciliación y la justicia, entre la necesidad de reparar los crímenes y los sufrimientos del pasado y la de establecer un presente de convivencia entre unos y otros?
En este punto es donde David Rieff propone, cautelosamente, una reflexión sobre la conveniencia de un cierto grado de olvido, que ha de ser sobre todo no el olvido de lo que sucedió en la realidad, sino una visión crítica del pasado7 que ponga el rigor de la historia por encima de una memoria volcada en el fortalecimiento de la identidad colectiva, dedicada a proveer justificaciones para los fracasos y coartadas ennoblecedoras para los abusos y los crímenes, o para la simple estupidez humana, o para el enaltecimiento de los valores del presente. La memoria personal no es muy de fiar, pero al menos se ejerce sobre los hechos que ha vivido uno mismo. La memoria colectiva, precisa Rieff, no existe como tal, y es mucho más vaga en cuanto se alejan un poco en el tiempo las cosas presuntamente recordadas, cuando empiezan a olvidar y a extinguirse los que las vivieron y han podido contarlas. En la memoria histórica hay una actitud de reverencia hacia los hechos, los sacrificios, los heroísmos, de las personas a las que se elige recordar. Que con frecuencia esté inspirada por los ideales más nobles no la exime del peligro de la manipulación, porque con la misma facilidad se la puede poner al servicio de intereses miserables y de ideales siniestros, o ni siquiera eso, en esta época de autoestima confortable y narcisismo digital: al servicio de la vanidad de sentirse perseguido y rebelde sin el menor contratiempo y sin más esfuerzo que atribuirse los sufrimientos casi siempre inventados de otros que vivieron o no hace mucho tiempo.
Para estar vivos nos contamos historias a nosotros mismos”, dice Joan Didion. David Rieff reconoce, no sin cierto fatalismo, que las sociedades humanas necesitan pasados manejables sobre los que sostener el presente. Pero su experiencia como reportero y sus conocimientos de la historia le hacen mantenerse alerta ante la casi segura inevitabilidad de la manipulación. El precio de un pasado colectivo del todo alentador o ejemplar es la mentira. El grupo refuerza su solidaridad y su ultraje si un dato inoportuno contradice su memoria histórica, que como todos los rasgos de identidad se fortalece sobre todo cuando es puesto en duda por los extraños.
El antídoto de una memoria histórica dañina o incoveniente no es otra memoria histórica más justiciera. Es la Historia. Paradójicamente, dice Rieff, en esta época en que la Historia prácticamente ha desaparecido de enseñanza es cuando más proliferan todas las variedades de memorias históricas. Cuanto menos se sabe del pasado más vehementes son las apelaciones a legitimidades fetichistas que solo el pasado parece capaz de proveer. Pasados a medida8 son los parques temáticos de la identidad a la que cada uno se afilia, tan limpios de las incomodidades y la impurezas de la realidad histórica como un centro comercial herméticamente climatizado en uno de esos desiertos de las periferias urbanas. El antídoto de las fantasías adánicas o criminales sobre el pasado es el estudio sobrio de la Historia, que no avanza en ninguna dirección favorable9 y ni siquiera inteligible, y que es demasiado complicada y en general amarga como para ofrecer las simplificaciones consoladoras que alimentan la nostalgia o la movilización. Muy cerca del final de su libro David Rieff cita a Borges: “El olvido es la única venganza/ y el único perdón”. Pero no es la justicia.

Elogio del olvido, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de junio de 2016]

1Crónica: Narración histórica en que se sigue el orden consecutivo de los acontecimientos. Artículo periodístico o información radiofónica o televisiva sobre temas de actualidad . Testigo: persona que da testimonio de algo, que atestigua. Persona que presencia o adquiere directo y verdadero conocimiento de algo.
2Dice Cervantes en El Quijote: Debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
3Para justificar su comportamiento con los judíos, los alemanes recordaban a mi abuelo en 1940 la expulsión de los judíos de España que fue ordenada en 1492 por los Reyes Católicos.
4El general Vicente Rojo y su hija. El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina. Al poco de abandonar la Academia su antiguo jefe en la época de Marruecos, Sanjurjo se subleva contra la República en la ciudad Sevilla en lo que se denominó La Sanjurjada. Durante una breve temporada se convirtió en jefe de Estado Mayor de la 16ª Brigada de Infantería de León, este nuevo cargo le permitió comprobar la realidad del ejército antes de la Guerra Civil. De la misma forma pudo comprobar como en los ambientes militares se estaba fraguando el futuro conflicto, y de vez en cuando le convocaban a reuniones en las que se pretendía que se afiliase a una posible revuelta. Estallido de la Guerra Civil. Ascendido a comandante el 25 de febrero de 1936, al estallar la guerra civil, en julio de 1936, se mantuvo leal al gobierno de la República, y fue uno de los militares profesionales que participó en la reorganización de las fuerzas republicanas durante los instantes posteriores al golpe de Estado. La intención recelosa del gobierno de Giral fue la de desmantelar el ejército, finalmente en agosto de este mismo año se reactivan los escalafones militares. No es de suponer que se cuestionase la lealtad de Vicente Rojo ya que desde los primeros instantes fue trasladado a las oficinas del Estado Mayor del Ministerio al mando de Hernández Saravia.
5El valor de la disidencia: Separarse de la común doctrina, creencia o conducta.
6Convivencia viable sobre pasado de enfrentamiento civil. Lo leo en clave personal, no social.
7¿Justicia o paz? ¿Damos prioridad a reparar el daño o a la convivencia y reconciliación? Visión crítica del pasado: rigor de la historia, no falsear los hechos por fortalecer la identidad colectiva. Ofrecer una justificación a lo que no la tiene. Reconocimiento de los hechos tal como fueron.
8Los pasados a medida. En un plano personal, esto me recuerda a Crematorio, de Rafael Chirbes. Cuando Rubén Bertomeu muere, cada uno de los personajes de la novela, de su entorno familiar, trata de crear un pasado a su medida para justificarse, para sentirse inocentes. Dice Rafael Chirbes en una entrevista: “Rubén Bertomeu es el personaje que demuestra que hemos sido peores que ellos. Vuelve a ser Torquemada: qué malo es Rubén pero todos hemos vivido a su costa, todos hemos comido de él, hemos hecho arte de él, hemos escrito novelas de él, y sin embargo él nos avergüenza a todos. En España, desde el año 79, los que han hecho la textura física, ética y estética del país han sido los de mi generación de la izquierda. La manera de pensar, de hablar, la ha tejido mi generación. El gusto lo han moldeado periódicos como El País, no ha sido el ABC. El estilo arquitectónico lo han creado Calatrava cuando era del PSOE, Vázquez Consuegra y Moneo. Y este es el país que ha quedado.” […] “Torquemada, el personaje de Galdós, es un ejemplo. Torquemada, qué malo es, dicen, pero todo el mundo vive a su costa y todos los buenos se nutren de su avaricia. Lo mismo ocurre con Vautrin, el personaje de Balzac. A mí me gusta más el que caza que el se come la caza y dice estar limpio de sangre y de pelo y pluma.”
9Hace suyas las palabras de Rilke, en sus Cartas a un joven poeta: “Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón y trata de amar las preguntas en sí mismas”. La dama de las abejas, Elvira Lindo

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