Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina

Hay
que prestar
atención al que cuenta lo que ha visto de cerca1.
En los primeros años noventa David Rieff fue reportero enmedio de la
gran explosión de salvajismo que fue la guerra de Yugoslavia, y allí
y entonces empezó a reflexionar sobre los
efectos catastróficos que puede tener algo tan reverenciado como la
memoria histórica2
o la memoria colectiva.
Una vez, saliendo de entrevistar a un general serbio, uno de aquellos
señores de la guerra que de la noche a la mañana se convirtieron en
matarifes de sus compatriotas, un ayudante del militar le puso en la
mano un papel doblado, como si le confiara un secreto. Cuando Rieff
lo abrió, en la hoja en blanco no había más que un número, una
fecha: 1453. Comprendió en seguida que se trataba de una consigna
delirante de memoria histórica. 1453
es el año en que los turcos conquistaron Constantinopla y pusieron
fin al Imperio Romano de Oriente.
Invocando esa fecha, los genocidas serbios se convertían nada menos
que en herederos de aquel imperio cristiano que más de cinco siglos
después continuaban la lucha contra los invasores infieles, ahora
los bosnios musulmanes a los que intentaban exterminar en beneficio
de su sueño de redención patriótica. La guerra civil yugoslava
sucedía en los años 90 del siglo XX y con todas las ventajas
modernas de las tecnologías de la destrucción, pero a
la gente se la mataba en nombre de cosas que habían sucedido en
1389, en 14533,
en un tiempo muy alejado y del todo ajeno, y sin embargo convertido
en presente por la obsesión vengativa y victimisma de las
conmemoraciones.
No
hay casi nadie que no piense que la
preservación de la memoria es uno de los valores supremos en una
colectividad.
En mi trabajo como escritor y en mi activismo como ciudadano yo mismo
he intentado contribuir al rescate de la
memoria de la República española4
y de la cultura que quedó amputada y dispersa tras la derrota en la
Guerra Civil y la grosera tentativa de lobotomía del franquismo.
Así que empecé a leer con cierto reparo el libro de Rieff, titulado
retadoramente In
Praise of Forgetting.
¿Puede haber algo digno de ser alabado en la desmemoria? David Rieff
tiene una doble cualificación de ensayista agudo y luminoso y de
reportero. Viene de la tradición de libertad intelectual y claridad
expresiva de Orwell y de John Gray, esa que brilla más que nunca en
el ejercicio de llevar
la contraria5
a lo consabido.
Y además la combina con un conocimiento de primera mano sobre los
lugares más conflictivos del mundo. Ha informado desde Israel, desde
Rwanda, desde Irlanda, desde Argentina, desde la ex-Yugoslavia. Y en
cada sitio ha sido testigo
de los efectos terribles que puede provocar una obsesión por el
pasado histórico,
y de las dificultades
extremas6
de restablecer un presente de convivencia viable sobre las ruinas y
las heridas abiertas que deja una dictadura o un enfrentamiento
civil.
La
paz, o cuando menos la suspensión de las agresiones, es tan
imprescindible como la justicia.
Las víctimas han de ser honradas y los verdugos castigados. ¿Pero
qué ocurre si, en el mundo real, la paz y la plena justicia resultan
dos bienes igual de nobles pero a corto plazo incompatibles entre sí?
En Yugoslavia, en 1995, lo más urgente era que cesara la carnicería.
Se consiguió en los acuerdos de Dayton, que no satisfacían a nadie
y que se han sostenido casi de milagro. Pero gracias a ellos, serbios
ortodoxos, croatas católicos y bosnios musulmanes no han vuelto a
enfrentarse
con las armas. Algunos criminales de guerra han sido juzgados y
condenados, otros no. ¿Dónde está el
equilibrio entre la reconciliación y la justicia, entre la necesidad
de reparar los crímenes y los sufrimientos del pasado y la de
establecer un presente de convivencia
entre unos y otros?
En
este punto es donde David Rieff propone, cautelosamente, una
reflexión sobre la conveniencia
de un cierto grado de olvido, que ha de ser sobre todo no el olvido
de lo que sucedió en la realidad, sino una visión crítica del
pasado7
que ponga el rigor de la historia por encima de una memoria volcada
en el fortalecimiento de la identidad colectiva,
dedicada a proveer justificaciones para los fracasos y coartadas
ennoblecedoras para los abusos y los crímenes, o para la simple
estupidez humana, o para el enaltecimiento de los valores del
presente. La memoria personal no es muy de fiar, pero al menos se
ejerce sobre los hechos que ha vivido uno mismo. La memoria
colectiva, precisa Rieff, no existe como tal, y es mucho más vaga en
cuanto se alejan un poco en el tiempo las cosas presuntamente
recordadas, cuando
empiezan a olvidar y a extinguirse los que las vivieron y han podido
contarlas.
En
la memoria histórica hay una actitud de reverencia hacia los hechos,
los sacrificios, los heroísmos, de las personas a las que se elige
recordar.
Que con frecuencia esté inspirada por los
ideales más nobles
no la exime del peligro de la manipulación, porque con la misma
facilidad se la puede poner al servicio de intereses miserables y de
ideales siniestros, o ni siquiera eso, en esta época de autoestima
confortable y narcisismo digital: al servicio de la
vanidad de sentirse perseguido y rebelde sin el menor contratiempo
y sin más esfuerzo que atribuirse los sufrimientos casi siempre
inventados de otros que vivieron o no hace mucho tiempo.
“Para
estar vivos nos contamos historias a nosotros mismos”, dice Joan
Didion. David Rieff reconoce, no sin cierto fatalismo, que las
sociedades humanas necesitan pasados manejables sobre los que
sostener el presente. Pero su experiencia como reportero y sus
conocimientos de la historia le hacen mantenerse alerta
ante la casi segura inevitabilidad de la manipulación.
El precio de un pasado colectivo del todo alentador o ejemplar es la
mentira. El grupo refuerza su solidaridad y su ultraje si un dato
inoportuno contradice su memoria histórica, que como todos los
rasgos de identidad se fortalece sobre todo cuando es puesto en duda
por los extraños.
El
antídoto de una memoria histórica dañina o incoveniente no es otra
memoria histórica más justiciera. Es la Historia.
Paradójicamente, dice Rieff, en esta época en que la Historia
prácticamente ha desaparecido de enseñanza es cuando más
proliferan todas las variedades de memorias históricas. Cuanto menos
se sabe del pasado más vehementes son las apelaciones a
legitimidades fetichistas que solo el pasado parece capaz de proveer.
Pasados a medida8
son los parques temáticos de la identidad a la que cada uno se
afilia, tan limpios de las incomodidades y la impurezas de
la realidad histórica como un centro comercial herméticamente
climatizado en uno de esos desiertos de las periferias urbanas. El
antídoto de las fantasías adánicas o criminales sobre el pasado es
el estudio sobrio de la Historia, que no
avanza en ninguna dirección favorable9
y ni siquiera inteligible, y que es demasiado complicada y en general
amarga como para ofrecer las simplificaciones consoladoras que
alimentan la nostalgia o la movilización. Muy cerca del
final de su libro David Rieff cita a Borges: “El olvido es la única
venganza/ y el único perdón”. Pero no es la justicia.
Elogio
del olvido, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de junio de 2016]
1Crónica:
Narración histórica en que se sigue el orden consecutivo de los
acontecimientos. Artículo periodístico o información radiofónica
o televisiva sobre temas de actualidad . Testigo: persona que da
testimonio de algo, que atestigua. Persona que presencia o adquiere
directo y verdadero conocimiento de algo.
2Dice
Cervantes en El Quijote: Debiendo
ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y
que ni el interés ni el miedo, el rancor ni la afición, no les
hagan torcer del camino de la verdad,
cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las
acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir.
3Para
justificar su comportamiento con los judíos, los alemanes
recordaban a mi abuelo en 1940 la expulsión de los judíos
de España que fue ordenada en 1492 por los Reyes
Católicos.
4El
general Vicente Rojo y su hija. El jinete polaco, Antonio Muñoz
Molina. Al poco de abandonar la Academia su antiguo jefe en la época
de Marruecos, Sanjurjo se subleva contra la República en la ciudad
Sevilla en lo que se denominó La Sanjurjada. Durante una breve
temporada se convirtió en jefe de Estado Mayor de la 16ª Brigada
de Infantería de León, este nuevo cargo le permitió comprobar la
realidad del ejército antes de la Guerra Civil. De la misma forma
pudo comprobar como en los ambientes militares se estaba fraguando
el futuro conflicto, y de vez en cuando le convocaban a reuniones en
las que se pretendía que se afiliase a una posible revuelta.
Estallido de la Guerra Civil. Ascendido a comandante el 25 de
febrero de 1936, al estallar la guerra civil, en julio de 1936, se
mantuvo leal al gobierno de la República, y fue uno de los
militares profesionales que participó en la reorganización de las
fuerzas republicanas durante los instantes posteriores al golpe de
Estado. La intención recelosa del gobierno de Giral fue la de
desmantelar el ejército, finalmente en agosto de este mismo año se
reactivan los escalafones militares. No es de suponer que se
cuestionase la lealtad de Vicente Rojo ya que desde los primeros
instantes fue trasladado a las oficinas del Estado Mayor del
Ministerio al mando de Hernández Saravia.
5El
valor de la disidencia: Separarse de la común doctrina, creencia o
conducta.
6Convivencia
viable sobre pasado de enfrentamiento civil. Lo leo en clave
personal, no social.
7¿Justicia
o paz? ¿Damos prioridad a reparar el daño o a la convivencia y
reconciliación? Visión crítica del pasado: rigor de la historia,
no falsear los hechos por fortalecer la identidad colectiva.
Ofrecer una justificación a lo que no la tiene. Reconocimiento de
los hechos tal como fueron.
8Los
pasados a medida. En un plano personal, esto me recuerda a
Crematorio, de Rafael Chirbes. Cuando Rubén Bertomeu muere, cada
uno de los personajes de la novela, de su entorno familiar, trata de
crear un pasado a su medida para justificarse, para sentirse
inocentes. Dice Rafael Chirbes en una entrevista: “Rubén Bertomeu
es el personaje que demuestra que hemos sido peores que ellos.
Vuelve a ser Torquemada: qué malo es Rubén pero todos hemos vivido
a su costa, todos hemos comido de él, hemos hecho arte de él,
hemos escrito novelas de él, y sin embargo él nos avergüenza a
todos. En España, desde el año 79, los que han hecho la textura
física, ética y estética del país han sido los de mi generación
de la izquierda. La manera de pensar, de hablar, la ha tejido mi
generación. El gusto lo han moldeado periódicos como El País,
no ha sido el ABC. El estilo arquitectónico lo han creado
Calatrava cuando era del PSOE, Vázquez Consuegra y Moneo. Y este es
el país que ha quedado.” […] “Torquemada, el personaje de
Galdós, es un ejemplo. Torquemada, qué malo es, dicen, pero todo
el mundo vive a su costa y todos los buenos se nutren de su
avaricia. Lo mismo ocurre con Vautrin, el personaje de Balzac. A mí
me gusta más el que caza que el se come la caza y dice estar limpio
de sangre y de pelo y pluma.”
9Hace
suyas las palabras de Rilke, en sus Cartas a un joven poeta:
“Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón y
trata de amar las preguntas en sí mismas”. La dama de las abejas,
Elvira Lindo
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