Lo he contado más de una vez, y por ello pido disculpas. Hace tiempo, un amigo mío muy comilón y que está al tanto de las vanguardias gastronómicas, en una excursión a Guetaria, paró a comer en un caserío en medio del campo.Al encargar la comida, le explicaron que tenían tortillas y, ni corto ni perezoso, pidió una tortilla de langostinos tigre. La paisana, dueña del lugar y cocinera, le espetó: "Mire usted, aquí podemos hacerle tortilla de jamón, de queso, de chorizo, de patata, de espárragos, pero tortillas de tonterías, no tenemos".Fernando Savater
Delibes
está firmemente convencido de que cada
novela requiere una técnica y un estilo. «No puede
narrarse de la misma manera -anotaba en Un año de mi vida-
el problema de un pueblo en la agonía (Las ratas), que el
problema de un hombre acosado por la estulticia1
y la mediocridad (Cinco horas con Mario)» (Un año
97). Fiel a estos principios teóricos, que en realidad no son sino
la expresión de su propia experiencia como novelista, Delibes ha
tratado en todo momento de adecuar técnica
y contenido2,
buscando siempre la adecuación a partir de este último elemento.
«Yo,
como siempre, he utilizado la técnica y la
fórmula que me parecían adecuadas para desarrollar el tema que me
pedía paso. En este caso se trata de una historia
totalmente inverosímil, de un experimento onírico, y procedí a
ajustar la forma al sueño. Buscar una
técnica nueva sin tema, en el vacío, me parece una candidez»
Las
más de veinte novelas escritas por Delibes constituyen todo un
repertorio de estructuras formales
diferentes. Junto a la narración tradicional, sea en
primera persona como ocurre en La sombra..., o en tercera
persona, encontramos dos monólogos continuados, tres historias en
forma de diario, un relato de factura onírica, una novela
enteramente dialogada y otra con estructura epistolar. El
punto de vista del personaje se impone de forma absoluta en las
novelas cuya estructura formal hace posible la desaparición total
del narrador. Ocurre esto en los Diarios de
Lorenzo -cazador, emigrante y jubilado- o en las Cartas de
amor..., obras en las que el lector entra en contacto directo
con un personaje que escribe en primera persona; ocurre en el
monólogo que Carmen Sotillo dirige a su marido muerto y o en larga
confesión que el pintor protagonista de Señora de rojo...
hace a la hija silenciosa, y ocurre también en Las guerras de
nuestros antepasados, concebida como un diálogo entre dos
personajes.
Claves para leer a Miguel Delibes, Amparo Medina-Bocos
Entrevista a Rafael Chirbes, por Julio José Ordovás, Revista Turia
Lo contraproducente, Javier Marías [La zona fantasma, 22 de junio de 2016]
El retrato del organista, Javier Marías [La zona fantasma, 29 de junio de 2016]
El
narrador3
acorde es «ese narrador que no sólo sabe
poner las voces de sus personajes, sino además focalizar la
narración desde la conciencia y la mirada del protagonista».
Veamos un par de ejemplos de esta forma de narrar. En el capítulo
III de El camino se lee: «¡Era gozoso ver surgir las
locomotoras de las bocas de los túneles. Surgían como los grillos
cuando el Moñigo y él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del
campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir, una misma
expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo». En este breve pasaje
pueden oírse dos «voces» distintas: la
alegría de ver cómo salían los trenes del túnel, es
decir, la exclamación de felicidad con que se abre el texto expresa
una sensación experimentada realmente por el Mochuelo, la
doble comparación entre locomotoras/grillos y túneles/huras es
también de Daniel, pero la expresión de
esas ideas y sentimientos no es suya. Un narrador que sabe más que
el personaje es el que emplea palabras como «evidenciaban»
o «amedrentamiento», que el Mochuelo, con toda seguridad, no
comprendería. Es también este narrador
quien da «forma lingüística» a los recuerdos del protagonista y
quien construye párrafos llenos de ritmos y simetrías.
El recurso empleado por Delibes para contar la historia de Daniel
consiste en hacer hablar a un narrador
omnisciente que narra en tercera persona, pero que presenta lo
narrado desde la perspectiva del niño.
el
discurso «culto» del narrador es constante a lo largo de la novela,
aunque su presencia pasa muchas veces desapercibida para el lector,
inmerso como cree estar en la mente evocadora del protagonista.
el castellano
«limpio, sencillo, expresivo y rico» que emplea nuestro autor, un
castellano enraizado en la lengua común que Delibes rescata porque
«gusta del decir exacto y preciso,
del designar riguroso a cada cosa por el
nombre que la distingue». «La afectividad y sencillez
desde la que habla Delibes -dice Sanz Villanueva- está puesta al
servicio de una muy precisa concepción de
la literatura como comunicación, como transmisión directa de una
experiencia personal». Y es justamente en ese «decir
próximo y entrañable» donde habría que buscar probablemente el
éxito de su literatura
«En
mis novelas y relatos sobre Castilla, lo único que pretendo es
llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas. Los
que suelen acusarme de que hay un exceso de literatura en mis novelas
se equivocan, y es que rara vez se han acercado a los pueblos. [...]
la propiedad con que definen sus problemas o la topografía que les
circunda es inusual, infrecuente. Este lenguaje
rural -porque no tiene que ver con el popular- sigue aún
llamándome la atención. Cuando yo escribo en mis libros aquel
cabezo o aquel cotarro no significan la misma cosa. Esto
lo saben los hombres de pueblo, pero no lo suelen saber los hombres
de la ciudad. El cotarro, el teso, el cueto, no son el
cabezo. El cabezo es, sencillamente el cueto; el cotarro, la colina
que tiene una cresta de monte y monte de encina. Esto puede
ser preciosismo, pero es exactitud».
¿Cuántos
son los vocablos relacionados con la
naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído en desuso y
que, dentro de muy pocos años, no significarán nada para nadie y se
transformarán en puras palabras enterradas en los diccionarios e
ininteligibles para el Homo tecnologicus?
«Si
Delibes narra y cuenta -y ése es su oficio-, lo que hace
primordialmente es otra cosa: nombrar, y nombrar se dice pronto, pero
sólo se nombra cuando se hace presente lo
nombrado, dando a cada cosa su nombre, lo que no es una
tautología, sino todo un logro literario»
Mérito
indiscutible de Delibes es asimismo su extraordinaria
capacidad para captar el lenguaje coloquial y reelaborarlo
literariamente.
Bueno,
esto es un don, no tiene ningún valor. Hay
escritores que escriben con los ojos, otros con la nariz y otros,
como me ocurre a mí, que escriben preferentemente con los oídos.
Yo, cuando salgo a la calle, salgo con la
antena puesta. Con la misma disposición subo a un tren o
a un autobús. Los dichos populares
se me pegan fácilmente, aunque su gracia antes que en las palabras
suele estar en la construcción. Las mismas tertulias
de señoras burguesas constituyen para mí hallazgos de
enorme riqueza lingüística. De este manantial salió, por ejemplo.
Cinco horas con Mario.
textos
para conocer cuáles fueron realmente los
problemas, las obsesiones, el vivir cotidiano de los españoles de
este tiempo y cuáles eran las formulaciones lingüísticas de su
experiencia.
Pero
la prosa de Delibes adquiere calidades
musicales, rítmicas, por el recurso constante a las enumeraciones
-polisindéticas muchas veces-, a las anáforas, a los paralelismos,
tanto sintácticos como de contenido, y sobre todo a las
abundantísimas estructuras bimembres o trimembres, en que se repiten
dos o tres palabras de la misma categoría gramatical, creando ritmos
binarios o ternarios. Hay un pasaje de El camino en que
puede verse perfectamente este sentido
musical de Delibes. Las tres Guindillas se dirigen a la
iglesia, caminando al ritmo del un-dos. Y el narrador, para contarlo,
como si se tratara de un juego, utiliza parejas y tríos de palabras:
«Allí caminaban, tiesas y erguidas, las tres, hiciera frío,
lloviera o tronase. Además marchaban regularmente, marcando el paso,
porque su padre, aparte de los ahorros, dejó a sus hijas en herencia
un muy despierto y preciso sentido del ritmo militar y de otras
virtudes castrenses. Un-dos, un-dos, un-dos; allá avanzaban las tres
Guindillas, con sus bustos secos, sus caderas escurridas y su
soberbia estatura, camino de la iglesia, con los velos anudados a la
barbilla y el breviario debajo del brazo».
En
Los santos inocentes, cuando el narrador dice, por ejemplo:
«Al concluir la jornada, a Paco, el bajo, le dolían los hombros, y
le dolían las manos, y le dolían los muslos, y le dolía todo el
cuerpo...» las reiteraciones no tienen
función comunicativa alguna; lo que se busca con ellas es algo así
como la intensificación expresiva que consigue la
repetición en la lírica.
Otro
rasgo estilístico habitual también en las obras de Delibes es la
presencia constante que lo sensorial tiene en ellas. Todo
un mundo de sensaciones -sonidos, olores, colores- llena los textos
delibeanos. No es de extrañar por eso que sean frecuentes en su
prosa las sinestesias y las onomatopeyas.
su
extraordinaria capacidad para la
adjetivación, insólita en ocasiones, pero siempre
precisa y sugerente.
La
atención prestada a las descripciones,
especialmente de paisajes, es otro aspecto que debe ser
subrayado. Las calidades pictóricas de la prosa de Delibes y el rico
cromatismo
La
plasticidad con que Delibes describe a sus personajes y sobre todo
los escenarios en que éstos se mueven, la
naturalidad con que fluyen los diálogos y la importancia
que para el novelista tiene la historia narrada son quizá las
razones de que muchas de sus novelas hayan sido llevadas al cine
«La
novela -escribía en Un año de mi vida- no puede permanecer
anclada en su antigua misión de entretener a la burguesía [...] La
novela hoy, antes que divertir -para eso ya están el cine comercial
y la televisión- debe inquietar4.
Es, tal vez, el instrumento más directo de que disponemos para
barrenar la oronda seguridad de una burguesía satisfecha»
(134). Este papel de denuncia del sistema
que según Delibes corresponde al novelista actual exige de éste una
absoluta independencia como única forma de
llevar a cabo su tarea crítica. «Nuestra misión -decía
también en su diario del año 70- consiste en criticar,
molestar, denunciar, aguijonear al sistema de hoy y al de mañana,
porque todos los sistemas son susceptibles de perfeccionamiento, y
esto, a mi ver, sólo puede hacerse desde una conciencia libre, sin
vinculaciones políticas concretas» (99).
auténticas
denuncias de las condiciones, a veces
infrahumanas, en que se desarrolla la vida campesina. Y
bien conocido es cuánto hay de crítica a la ambigua
moral de la clase media en sus novelas urbanas,
especialmente en Cinco horas con Mario. Buen conocedor de
los problemas de su entorno y de su tiempo, Delibes ha expresado en
numerosas ocasiones cuáles son sus preocupaciones más profundas. Y
aunque ha repetido con frecuencia que él no es un intelectual, su
actitud y sus escritos son buenos testimonios de una
postura crítica mantenida a lo largo del tiempo.
Su
preferencia por los seres sencillos, a veces
incluso marginales. Pero esta elección no es casual, sino
que supone una decisión ética.
Las
novelas de Delibes no proponen soluciones -no es ésa la labor del
novelista- pero sí apuntan problemas o
denuncian injusticias o ponen en la picota determinadas formas de
comportamiento. Y, sobre todo, iluminan aspectos de la
realidad que, de otra forma, quizá pasarían inadvertidos.
La
literatura no va a cambiar el mundo; lo que sucede es, sin embargo,
que no sería literatura si, después de
leída, se siguiera viendo el mundo como antes. Y esto no
sólo porque en la escritura hay una transfiguración estética de
ese mundo -por ejemplo, la Castilla debiliana, tan distinta a otras-
sino también y sobre todo porque hay una
puesta en cuestión ética de nuestra mirada y nuestro oído: vemos
lo que no veíamos y oímos lo que no habíamos oído.
Claves
para leer a Miguel Delibes, Amparo Medina-Bocos
Hace
poco volví a leerme El Criticón, después de haberlo leído
hace treinta o treinta y cinco años, y descubrí con gozo, con
satisfacción, que el punto de vista
está muy cerca de En la orilla, cómo
trabaja el lenguaje cotidiano desviándolo a un punto para
convertirlo en algo que no es una caricatura ni es una reproducción.
Más que con cualquier escritor valenciano, me
siento identificado con Dos Passos o con Gracián. ¿Y eso
es que tengo yo algo de neoyorquino o de aragonés? No, te gustan
porque se identifican con tu visión del
mundo y tu visión de la literatura y te la sopla lo que ha escrito
el de la esquina.
A
mí me gusta mucho la historia y la
geografía y me ha gustado mucho recorrer ciudades y
Mediterráneos es un poco la
biografía de mi relación con el medio y con lo que ha
sido parte de mi formación.
No
me gusta nada Theroux, que cuenta
simplemente lo que ha visto sin pasarlo por ningún filtro,
eso que ahora está tan de moda en el periodismo. Me gustan mucho los
clásicos. Montaigne y los escritores franceses que viajan y van
reflexionando y los viajes de Goethe a Italia. Pla también me gusta
mucho, pero a veces me carga esa pose suya de catalán paleto. De Pla
me quedo con El cuaderno gris y con El que hem menjat.
– Aldecoa
decía que él no concebía que sus personajes no ejercieran una
profesión, que esa profesión los definía. A muchos de tus
personajes también los definen sus profesiones.
– Hay
una narrativa, en gran medida anglosajona, en la que los personajes
no se sabe muy bien lo que son. En general son escritores o gente que
quiere escribir, y bueno, esas novelas están muy bien pero son
reductivas, el
mundo no se compone únicamente de gente que quiere escribir. Las
profesiones marcan mucho. Un mecánico no ve el mundo igual que un
carpintero o un albañil o un escritor.
No es lo mismo estar con el mono todo el día debajo de un coche
lleno de grasa que estar sirviendo cañas en un bar. Aldecoa lo dice
en Gran
Sol,
les hace ese regalo a las profesiones de darles un lenguaje, una
sintaxis, de lo que ellos usan pero no saben que es lenguaje. Esa es
una de las cosas más grandes y más generosas de Aldecoa.
– Hablemos
de Marsé.– Marsé es mi padre y mi madre. Sin Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí la novela española sería otra cosa.
– ¿Eres
un afrancesado?
– Completamente.
Estuve en un orfelinato en León donde recitábamos sin saberlo a
Verlaine. Y luego, cuando hacía primero o segundo de bachillerato,
venían unos familiares que estaban en París y eran medio franceses
y chapurreábamos en francés. Desde pequeño he sentido mucha
atracción por París. La poesía de Baudelaire…El cine de Renoir,
de Ophuls, de Godard… La canción francesa…La música de Debussy,
de Ravel, de Satie… La pintura de los impresionistas y de Cezanne…
A
Balzac, Flaubert, Stendhal y Maupassant los llevo conmigo, están en
mis novelas, están en mí, son yo.
También me han gustado mucho Hombres,
de Mauvignier, y Limónov,
de Carrère. Sartre y Camus me parecen tan admirables en algunos de
sus libros como aburridos en otros. Reconozco el magisterio de
Braudel. Y cuando era estudiante de Historia leí a los hispanistas
franceses: Bartolomé Benassar, Jean Sarrailh, Jean Canavaggio,
Claude Couffon, Marcel Bataillon… Y tendría que hablar de la
escuela
de Annales, de Lucien Febvre, de Pierre Vilar, de Duby, esenciales en
la formación de mi carácter.
¿La
actitud vital se refleja en lo
que escribes?
– Sin
duda. Yo estoy convencido de que escribes como eres. Pero
las intenciones no bastan para escribir una novela. Tú hablas muy
bien, pero si la novela es mala ya puedes hablar de piedad, de
cultura o de intervención, que la novela es un pestiño y
no funciona.
Hay
una frase que me gusta mucho del epílogo de la Yourcenar a las
Memorias de Adriano: “Si tuviera que escribir de mí misma
escribiría como de Adriano”. Me gusta no
ser yo sino estar en los otros personajes. Me parece impúdico ser
yo. Cuando me preguntan quién eres tú en esa novela, pues soy
todos. Mi pasión es estar en los diferentes lugares. Me
gusta lo de Bajtín, eso de que el novelista
es esa especie de exponerse entre todos los personajes y que eso es
su punto de vista y lo que le distingue del lírico.
– Tu
escritura es pura música verbal
– En
muchas cosas me ha influido Proust, que es uno de esos autores que,
cuando lo lees, te cambian la vida y la manera de ver el mundo.
También en el manejo del tiempo.
En todas mis novelas pasado y presente siempre están en el presente.
Sin Historia no hay novela. Cada vez que estás contando el presente,
hay un ir y venir del pasado. Y eso es Proust. También me
ha influido en el gusto por la música de las palabras:
de adolescente me gustaba mucho la poesía clásica española y,
cuando estudié latín, me gustaba Virgilio, los hipérbatos, los
hexámetros, los espondeos, los dáctilos. Es un vicio y lucho contra
él denodadamente. Las
frases me suenan bien o mal pero tienen que ser precisas. Hay algo en
la textura de la frase que cuando suena mal es que no es preciso, el
pensamiento no está claro. Entre música y claridad conceptual hay
una relación muy directa
y es verdad que en mis novelas estoy en una guerra continua contra
eso. En las últimas esa lucha se ve más. Mimoun
está
directamente escrita como un poema. Cada frase es un verso y cada
capítulo es una estrofa. Te peleas contra lo literario y de das
cuenta de que la literatura siempre te gana la partida. Crematorio
y En
la orilla
las terminé con una sensación muy fea: donde yo no quería que
hubiera hueco, había hueco, y donde yo no quería que hubiera
sonajero, me parecía que sonaba a sonajero. Me sentía muy incómodo
con ellas, pensando que era
retórica lo que yo quería que hubiera sido llaneza.
– Mimoun
tienen mucho de novela expresionista en la
que el paisaje y el clima son decisivos. También porque
es una novela de extrañamiento, de
extranjería, y cuando estás fuera de tu medio notas más el clima y
la geografía. Mimoun es una novela gótica, de
paranoia, a la manera de Otra vuelta de tuerca de Henry
James, donde no sabes qué es real y qué es fruto de tu propia
obsesión. Y en esa novela juegan un factor fundamental paisaje y
clima como parte de ese elemento obsesivo y de esa especie de
conspiración en la que toman parte dios, el cielo, las nubes y esos
árboles que no sabes si se comunican entre sí por debajo, como no
sabes si la gente que hay habla de ti y te sigue a escondidas.
– ¿Por qué
la hiciste bilingüe?
– Era
jugar más con el extrañamiento,
ponerle un punto más de desazón al libro, y de todas mis novelas es
en la que más se nota lo literario.
El
narrador ha ido desapareciendo de mis novelas por pura desazón mía.
Me molesta esa especie de autoritarismo y ese barrer para casa que
suele tener el narrador. Es verdad que los diálogos también los
llevas tú por donde te da la gana, pero parece que es menos
deshonesto que establecer un narrador imperativo y yo al menos me
siento menos tramposo.
La
pintura está muy presente en toda tu obra.
– Me
gusta mucho y envidio a los pintores porque yo soy incapaz incluso de
escribir con los dedos rectos. Pero no acaba
de satisfacerme la pintura que ha renunciado a un soporte real,
por mínimo que sea. La música es abstracta y no sabemos por qué
caminos nos toca, pero yo a la pintura le
pido un poco de carne o de tierra.
Tus
novelas están llenas de distintos olores.
– Eso
es muy proustiano, la corporeidad, la
densidad de las palabras.
– ¿Cómo
empiezas a escribir una novela?
– Por
tanteos. La maquinaria de una novela es muy delicada. La
novela se traga todos los elementos o no se traga ninguno. Una
novela, cuando es buena, responde ante ti mismo y ante sí misma.
– ¿Y
los títulos de tus novelas?
–Mimoun
es una palabra árabe que significa el creyente, el que tiene fe. En
algunos títulos de mis novelas he querido jugar, irónicamente, con
lo que ha formado parte de nuestra educación.
Entrevista
a Rafael Chirbes, por Julio José Ordovás, Revista Turia
Aparte
de resultarme estomagantes, siempre he desconfiado de los cursis5,
lo mismo que de los melodramáticos6,
los histéricos7,
los quejumbrosos. Por frívolo que suene en esta época plagada de
injusticias, el estilo cuenta e influye.
Desde que hace mucho volvieron a proliferar los mendigos, uno se ve
abordado por tantos en cualquier trayecto que no le queda sino
“elegir” a cuáles ayuda, ya que a todos sería imposible. Me doy
cuenta de que no me acabo de creer a los más chillones y exagerados,
a los que están de rodillas o tirados, entonando una
letanía de desdichas de forma machacona. Lejos de mí
suponer que mienten, pero sus aparatosas escenificaciones me son
contraproducentes, y me siento más inclinado a rascarme el bolsillo
ante aquellos más pudorosos y sobrios, los
que conservan un ápice de entereza o de picardía en medio de su
infortunio. De hecho me conmueven más los que no se
esfuerzan por lograrlo que los aspaventeros que proclaman su
desesperación. Otro tanto sucede con las imágenes de los refugiados
por toda Europa: los hay muy dignos y
pacientes, que piden con tono y gesto serenos, y sus miradas
ensimismadas y tristes apelan a nuestra compasión con mayor eficacia
(sigo hablando por mí) que los desgarrados aullidos de otros, que
los arrebatados y exhibicionistas. No digo que éstos no padezcan,
claro, pero, al no tener reparo en explotar
su padecimiento, consiguen que, aun siendo verdadero,
parezca falso, una suerte de representación. En suma, cuanto más
grita alguien “Ay ay ay qué dolor”, más tiende uno a pensar,
quizá injustamente: “Ya será para menos”.
Tengo
observado que los cursis no sólo resultan empalagosos8,
sino que con frecuencia esconden a individuos aviesos9,
sin apenas escrúpulos. En el
articulismo es muy detectable. Los prosistas capaces de las más
lacrimosas ñoñerías suelen ser también los que se muestran más
soeces10,
mezquinos11
y zafios12,
según les pille el día. A veces alcanzan una inverosímil mezcla de
las dos cosas, grosería y edulcoramiento.
Son los que escriben necrológicas dirigiéndose al muerto, más
ocupados en que se vea lo destrozados que están ellos que en hacer
el elogio del fallecido. O bien en relatar cuánto los apreciaba el
difunto de turno (“Me dio un premio”, “Me felicitó por mi
obra”, cosas así).
[…]
No
quiero sacar conclusiones, y siempre hay excepción a la regla, pero
la experiencia me ha enseñado que las
personas capaces de expresarse tan impúdicamente13
(“Mírenme qué sensible y poético soy, mírenme cómo lloro y me
estremezco y vibro”) a menudo también lo
son de la más absoluta falta de piedad14.
Lo
contraproducente, Javier Marías [La zona fantasma, 22 de junio de
2016]
“A
D. Félix Máximo López, primer Organista de la Real Capilla de Su
Majestad Católica y en loor de su elevado
mérito y noble profesión, el amor filial”. Me
imagino que el cuadro podrá verse en Internet.
Ese
viejo organista parece en verdad muy viejo, aunque váyase a saber
qué edad tenía cuando fue pintado. Y sin embargo su atuendo y su
actitud son aún presumido y desafiante,
respectivamente.
entre
la mejilla y la nariz se adivina una verruga
nada aparatosa, como si se le hubiera posado
una mosca ahí.
“¿Así
que quiere usted ser organista, joven, como yo? Pocos están dotados,
y si no lo está ya se puede esforzar, que de nada le va a servir15”.
Otro día los oigo murmurar: “Sí,
ya soy viejo, hijo, y quieres retratarme antes de que me muera. Podía
habérsete ocurrido antes, cuando no tenía este aspecto.
Pero si se me ha de ver así en el futuro, te aseguro que no me
mostraré decrépito, sino aún lleno de vigor. Empieza y acaba ya,
cuando todavía estamos a tiempo”. Un tercer día los oigo
asustados, pero disimulando su temor y esa
incomprensión de las cosas que muchos ancianos llevan
puesta permanentemente en la mirada, como si ya todo les resultara
ajeno y baladí: “No
sé quiénes sois ni qué buscáis, no entiendo vuestros afanes y
empeños, todavía dais importancia a insignificancias, aún lucháis
y ambicionáis y envidiáis16,
todavía sufrís; cuánto
os falta para cesar, como ya he cesado yo”.
Siempre, en todo caso, oigo hablar a esos ojos, en tono brioso, y de
escepticismo, y de reto. Alguna vez me he figurado que se
dirigían al Rey, Fernando VII, y que en ese caso estarían
pensando: “¿Qué
sabrás tú de música ni de nada, especie de mentecato17
pomposo18
y cruel19?”
Hubo
un tiempo –largo tiempo– en el que los
ancianos no abdicaban de su masculinidad20
y jamás eran peleles21
infantilizados. En el que seguían siendo fuertes22,
incluso temibles23,
en el que se revestían de autoridad.
El
retrato del organista, Javier Marías [La zona fantasma, 29 de junio
de 2016]
1Necedad,
tontería
2Cada
relato pide una forma de ser contado, ajuste entre forma y contenido
3Narrar
desde la perspectiva de los personajes
4Plantear dilemas morales. Actitud
ética de un novelista
5Dicho
de una persona: que pretende ser elegante y refinada sin
conseguirlo;
6Obra
teatral, literaria, cinematográfica o radiofónica en la que se
acentúan los aspectos patéticos y sentimentales.
7Enfermedad
nerviosa, crónica, más frecuente en la mujer que en el hombre,
caracterizada por gran variedad de síntomas, principalmente
funcionales, y a veces por ataques convulsivos. Estado pasajero de
excitación nerviosa producido a consecuencia de una situación
anómala
8Falta
de sobriedad: templado, moderado, que carece de adornos superfluos,
sensiblería: Dicho de una cosa: Que implica o muestra un
sentimentalismo exagerado, superficial o
fingido.
9Torcido,
fuera de regla; malo o mal inclinado.
10Bajo,
grosero, indigno
11Falto
de generosidad y nobleza de espíritu
12Dicho
de una persona: Grosera o tosca en sus modales, o carente de tacto
en su comportamiento
13Carente
de pudor o recato
14Falto
de amor y compasión.
Monólogo
del futuro Ricardo III en Enrique
VI de
Shakespeare, sobre todo de los siguientes fragmentos: “Vaya si sé
sonreír, y asesinar mientras sonrío;
y lanzar ¡bravos! a lo que aflige mi corazón; y humedecer mis
mejillas con lágrimas artificiales. Ahogaré a más marinos que la
Sirena; mataré a más mirones que el basilisco; engañaré con más
astucia que Ulises. A mi lado le faltan colores al camaleón, y el
criminal Maquiavelo es un aprendiz. Y si sé hacer todo esto,
¡quia!, ¿cómo no voy a arrancar una corona?”
15¿El
esfuerzo no sirve de nada? ¿El esfuerzo no sirve de nada en este
caso? ¿Y cuál es la razón?
16¿El
joven que ambiciona envidia? ¿Quiere decir que envidia al que
admira?
17Tonto,
fatuo, falto de juicio, privado de razón
18Dicho
del lenguaje, del estilo, etc.: Demasiado solemne y adornado.
19Que
se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos
ajenos.
20Masculinidad:
Cualidad de masculino. Que posee características
atribuidas al varón. ¿La autoridad es una cuestión de
testosterona? Creía que la autoridad tenía que ver con el
prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución
por su legitimidad o por su calidad y
competencia en alguna materia.
21coloq.
Persona simple o inútil. Figura humana de paja o trapos que se
suele poner en los balcones o que mantea el pueblo en las
carnestolendas.
22Vigor,
robustez y capacidad para mover
algo o a alguien que tenga peso
o haga resistencia; Aplicación del poder físico
o moral
23Digno
o capaz de ser temido. Digno es merecedor de algo, Correspondiente,
proporcionado al mérito y condición
de alguien o algo. El anciano es digno de respeto pero ¿de temor?
¿por qué ha de ser temible y autoritario?
![]() |
Julián Marías, Aguilera, doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid |
Esta es la imagen que tenía en mente durante la lectura de la columna El retrato del organista y no el cuadro de D. Félix Máximo López. ¿Les parece un anciano de gesto huraño y de mirada enérgica y penetrante? ¿Quizá autoritario y temible como el primer organista de la Real Capilla?
Miguel Delibes Te está interpelando. El dilema ha de resolverlo usted. |
![]() |
Los ojos muy abiertos de Rafael Chirbes. Está muy concentrado en lo que está mirando pero, al mismo tiempo, parece que esté reelaborando mentalmente lo que ve. Es una mirada de fuera adentro y lo que escribe es una expresión de eso. En resumen, lo que ve ya ha pasado por el filtro de su mirada. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario