Our image of happiness is indissolubly bound up with the image of the past.Walter Benjamin
Juan
Mayorga Ruano
(Madrid, 1965) es licenciado en Filosofía y
Matemáticas, amén de uno de los autores teatrales más representados y
traducidos de nuestro país. También de los más premiados. En la actualidad
dirige la Cátedra de Artes Escénicas de la Universidad Carlos III de Madrid,
sigue por supuesto escribiendo, tiene su propia compañía —La Loca de la Casa— y
dirige el seminario «Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo» en el
Instituto de Filosofía del CSIC. Podría pensarse, entonces, que vamos a
encontrarnos con un hombre presuntuoso y distante, rodeado de premios y
almibarados admiradores, o acaso un hombre seco y sieso y descastado,
tanto se le ha visto al éxito hacerle a los hombres… Ocurre que no es así, que
si tal situación tuviera un contrario este sería el caso: Juan Mayorga es un
hombre con un gran sentido del humor, una persona acogedora y generosa a la que le apasiona su vida, el teatro, los niños; alguien
que vive en un permanente estado de asombro y entusiasmo.
Se ha puesto de moda la palabra “casta”. Hay pocas personas que afirmen abiertamente que les apasione su vida. Les puede apasionar su profesión, pero ¿su vida?
Leyendo estos días sobre ti, me
encontré con esta cita:
«El verdadero arte está hecho de valor, decir la verdad aunque duela. No hay oficio más cruel que el del escritor, porque se expone, se desnuda y desnuda. Esa valentía, la de mirar algo de lo que los demás apartan la mirada, es el núcleo del talento mismo».
Respondía
a la pregunta de un periodista. Creo que la cualidad fundamental de un artista debería ser el
coraje, y que esa habría de ser también la cualidad fundamental del espectador,
del lector, del receptor de la obra de arte. Y creo que deberíamos
hacer un teatro tal que de él huyesen los cobardes, un teatro tal que cuando un
cobarde viese un teatro se alejara de él porque allí podría esperarle algún
peligro. El arte ha de ser peligroso para quien lo hace y para quien lo
completa, que es el espectador.
De
algún modo, en esas palabras que citas, estoy pensando en una idea de Strindberg: por un lado el artista se expone desnudo ante
los demás, los demás conocen sus sueños y sus pesadillas; por otro, el artista
expone a los demás, los mira y ha de atreverse a
decir lo que piensa sobre ellos. Lo uno y lo otro hacen del arte un oficio
cruel.
¿Cruel?
Cruel,
placentero, hermoso… Sí, cruel. En cierto momento, Benjamin contrapone un arte duro al trabajo del tapicero,
ejemplo de artesanía pequeño-burguesa. El arte, dice Benjamin, no consiste en pulimentar, en dar
brillo, sino en cepillar la realidad a contrapelo. El verdadero arte ha de ser
duro, difícil, conflictivo. En lo que al teatro se refiere, he
comentado alguna vez que si se dice que el teatro es el arte del conflicto, el
conflicto más importante que ofrece el teatro no es aquel que se presenta en
escena, sino aquel que se da entre el escenario y el patio de butacas. Un
teatro que no divide el patio de butacas y que no divide al espectador es un
teatro irrelevante. El verdadero teatro ha de ser capaz de sembrar el
conflicto en el corazón mismo del espectador.
El otro día Benito del Pliego nos hablaba en términos parecidos con relación a la poesía.
Hace
poco, un espectáculo en el teatro Guindalera en torno a Emily Dickinson
me ha hecho recordar su confesión de que reconocía la auténtica poesía en dos notas: por un lado,
le cubría de frío la piel; por otro, sentía que le reventaba la cabeza.
Lo que me lleva a aquella imagen de Kafka según la cual un libro debería ser como un hacha que
rompiese el mar de hielo de nuestro corazón. Del verdadero arte no
deberíamos salir más seguros, no deberíamos salir confirmados; el verdadero
arte debería crearnos problemas. En este sentido, volviendo a Benjamin, él
decía que las citas, en lugar de reforzar una convicción como
suelen, deben asaltar al lector igual que asalta el ladrón en el
bosque al confiado caminante. Eso creo que debería hacer el arte,
asaltar al espectador y ponerlo en una situación de peligro, no reforzar sus
convicciones.
«¿Pero
de verdad alguien puede dormir tranquilo?», dice Benjamin en otra ocasión,
refiriéndose a su tiempo. A mí me parece una expresión extraordinaria y vigente
que tiene que ver con la misión del arte. El arte debería ser capaz de hacernos
desvelar y de agitar nuestros sueños. Eso no quiere decir que tenga que ser un
aguafiestas y concentrarse en las malas noticias; también puede celebrar la
vida y mostrar que está llena de ocasiones de felicidad. Y mostrar que quien
las tenga debería estar a la altura de esas ocasiones. Un arte a la medida de la belleza del mundo no es el que vende finales felices, consoladores, sino
el que desestabiliza existencias empequeñecidas mostrando que la vida puede
estar llena de embriaguez y de goce.
Entrevista a Juan Mayorga por Raquel Blanco y Ángel Talián, Jot Down Cultural Magazine, septiembre de 2014.
¿Por qué los niños deberían hacer teatro? De mis apuntes de la lectura de El aprendizaje de la creatividad, de José Antonio Marina
Hay una nota en tu biografía que
es absolutamente genial: antes de ser dramaturgo eras matemático y filósofo;
esa fue tu formación.
Cuando
el teatro me atrapó como espectador apasionado —estoy hablando de un chaval de
dieciséis años— no soñaba con trabajar en él. Sí era ya un escritor adolescente
que ensayaba la narrativa y la poesía; y era muy lector, estaba envenenado de lectura; y
también era lo que se conoce como un buen estudiante, no había en mí un gesto
antiescolástico porque tampoco lo esperaba todo de la escuela, y si echo una
mirada hacia atrás los profesores en los que pienso son los buenos, aquellos
que compartieron algo conmigo, que me transmitieron experiencia.
Hice
un COU orientado a estudiar luego una ingeniería, que es donde acabaron casi
todos mis compañeros, y yo también pensaba que iba a seguir por ahí, pero unos
meses antes de hacer selectividad sentí que ese no era mi camino. Por otro
lado, no
quería aceptar la división entre ciencias y letras, que me parece artificiosa y
castrante. Creo que he tenido una enorme suerte al estudiar Matemáticas y
Filosofía, que además de tener un gran valor en sí mismas abren la puerta a
otros muchos conocimientos. Conceptos filosóficos aparecen una y
otra vez en la sociología, en la psicología, en el debate político…, y los
hallazgos matemáticos están en el corazón de todas las ciencias. Por otro lado,
entre Filosofía y Matemáticas se establece un diálogo inagotable.
Has dicho en alguna ocasión que
las matemáticas y la filosofía te han formado como dramaturgo, ¿cómo es eso?
Estoy
seguro de que la matemática, que amo porque me parece una extraordinaria
construcción de la imaginación humana, me ha formado como dramaturgo. La razón
en general, y desde luego la razón matemática en particular, se orienta al
descubrimiento de qué es aquello afín en objetos aparentemente disímiles;
la razón matemática nos permite vincular la boca de este vaso, el iris de tu
ojo y los anillos de Saturno; el matemático es capaz de encontrar una definición de la
hipérbola que da cuenta de todas las hipérbolas posibles. Yo creo
que eso es algo que tiene mucho que ver con el lenguaje del teatro, que ha de
ser un lenguaje de síntesis. El mejor actor es el que con un solo gesto es
capaz de dar cuenta, por ejemplo, de la transición de su personaje de la
tristeza a la euforia, y el mejor dramaturgo es el que con una sola frase o una
sola acción es capaz de dar cuenta de una situación o incluso de una época. Eso
es lo que consiguen Sófocles, Shakespeare o Chéjov.
Por
otro lado, siento que a menudo, cuando estoy en una búsqueda teatral, me
encuentro en una situación no muy distinta que aquella que tenía cuando era
estudiante de matemáticas y me ponían delante unos cuantos elementos en principio
distantes que había de vincular para producir un texto matemático. Parto, por
ejemplo, de un tema, dos personajes, una imagen y tres frases, y mi desafío es
construir una composición a partir de esos elementos, lo que puede
exigirme el sacrificio de alguno de ellos.
¿Y la filosofía?
La filosofía no es
para mí un conocimiento entre otros, es un plan de vida. Cualquiera está llamado a
interrogar al mundo y a interrogarse a sí mismo en el mundo. Cualquiera está
convocado a preguntarse quién es, quién ha sido, quién quiere ser, cómo se
relaciona con los demás.
La
filosofía no es una disciplina académica, es un plan de vida; todos estamos
llamados a ser filósofos, también los que hacemos teatro. Por supuesto que el
teatro es emoción y es poesía; pero el gran teatro, el mejor teatro, también es
pensamiento: el teatro de Shakespeare, el
teatro de Calderón, el
teatro de los grandes griegos. Siento, he dicho alguna vez, que el teatro puede
poner al espectador ante preguntas para las que el filósofo todavía no tiene
palabra. El teatro, al igual que la filosofía, nace del conflicto, y puede
presentar lo complejo en tanto que complejo y lo conflictivo en tanto que
conflictivo. Algo
que me ha dado el teatro es la posibilidad de explorar voces distintas de la
mía. Por la polifonía propia del texto teatral, puedo defender a personajes en
distintas posiciones en una situación conflictiva (pienso en obras
como El jardín
quemado o La
paz perpetua). El teatro puede poner al espectador ante la
pregunta, abrir el conflicto al espectador, y quizá hacer que el espectador, si
quiere, acaso no en el ahora de la representación pero sí algún día, responda
la pregunta o la mantenga abierta como una herida.
Cuentas en Mi
padre lee en voz alta que tu casa «estaba llena de
palabras». Tal parece, después de leer ese texto, que no podías acabar de otro
modo: «Mi padre cuenta que adquirió la costumbre de leer en voz alta mientras
estudiaba Magisterio. Allí entabló amistad con un compañero ciego y empezó a
estudiar las lecciones en alto de modo que el amigo aprovechase su lectura».
El
otro día hablaba de ello con mi hermano Alfredo y me
recordó El hombre que
ríe, de Víctor Hugo.
Recordé a mi padre leyendo esa novela en la que ocurre algo tremendo. El hombre que ríe es
un título tan hermoso como paradójico, porque parece referirse a un hombre
feliz y en realidad alude a un hombre que vive una situación terrible. Una
situación que se dio probablemente no solo en Francia sino también en otros
países de Europa: secuestraban a un chaval de la aristocracia para quitarlo de
en medio en vistas a una herencia y lo mutilaban haciéndolo irreconocible —al
menos así recuerdo yo lo que escuché—. El hombre que ríe es un chaval que tiene
una sonrisa como la del Joker, es un mutilado. Recuerdo a mi padre leyendo
aquella novela tremenda.
Si
yo no llego al teatro como espectador hasta los dieciséis años sí tengo este
recuerdo preteatral que está en la base de una fe en la capacidad de la palabra para
construir mundos. Cuando se dice «más vale una imagen que mil
palabras», conviene aclarar: sobre todo si la imagen es de García Lorca. [Risas]
Pienso en imágenes bíblicas como la de Cristo caminando
sobre las aguas o la de Moisés abriendo el mar. No
hay imagen física que alcance lo que cada uno de nosotros puede inmediatamente
volcar en esas palabras, son imágenes provocadas por palabras que
generan algo distinto en cada cabeza. He trabajado recientemente sobre Teresa de Jesús, una extraordinaria imaginativa que caracteriza a las
mujeres como mariposas cargadas de cadenas. Es una imagen delirante que
podría firmar un poeta vanguardista, y la está construyendo una monja en el
siglo XVI. ¿De dónde le viene a Teresa la palabra?
Es
verdad que fue aquella casa habitada por palabras donde nació mi confianza en
lo que la palabra pronunciada puede crear. La capacidad de transmitir a otros,
por medio de la voz, imágenes que nacen en nuestro interior, es uno de los más
grandes misterios y de los más grandes dones del ser humano. Es un don tan
extraordinario que no deberíamos malbaratarlo diciendo cualquier cosa.
Dices que llegaste tarde al
teatro.
Así
es. En el instituto nos dicen que tenemos que ir a ver Doña Rosita la soltera,
que en ese momento se estaba poniendo en el María Guerrero, con dirección de Jorge Lavelli y protagonizada por Nuria Espert. Veo aquel espectáculo con otros compañeros
probablemente tan poco preparados como yo para entender algo así. Entonces
descubro el teatro como arte de la imaginación y me convierto en un aficionado.
Aquel 81 fue un año tremendo; fue el año del golpe pero también de otras muchas
cosas, y uno sentía que estaba tocando el mundo con las yemas los dedos. En ese
momento me convierto en un espectador entusiasta, con algún otro amigo que hoy
sigue siéndolo; si tenía algún ahorro, solía gastarlo en libros o en teatro.
Escribía, ya lo
he dicho, narrativa y poesía. En un momento dado empiezo a ensayar tímidamente
el teatro y escribo algunas obras que no he querido luego destapar. Una se llamaba Albania, otra Los caracoles. No
creo que las publique nunca. También escribo El
pájaro doliente, que quizá rescate algún día, y por fin Siete hombres buenos,
la primera que publiqué y que, revisada, ha editado ahora La Uña Rota junto a
otras diecinueve piezas.
Peleo
constantemente con mis textos; reescribir es desengrasar y desangrar.
Desengrasas en la medida en que sustituyes dos frases por una que dé cuenta de
ambas, buscando una expresión más intensa, o haces que una frase sea sustituida
por un gesto, incluso por un silencio. Pero en ocasiones has de hacer lo
contrario, desangrar: convertir un silencio en un largo monólogo porque la
propia palabra te lo reclama.
Siete hombres buenos se llevó el accésit en el Premio Marqués de Bradomín, premio que luego ha
dado nombre a toda una generación de dramaturgos, donde se te incluye. ¿Qué
opinas de esa etiqueta?
Me
parece que esa etiqueta expresa la incapacidad de encontrar una denominación
que aluda a un lenguaje compartido, a un tema común, a un acontecimiento
fundante. Engloba a personas que escribimos con una gran diversidad temática y
formal y que solo coincidimos en haber tenido algo que ver con ese premio —que
yo nunca gané—. El premio tiene un nombre muy bonito, Marqués de Bradomín, pero
la expresión «Generación Bradomín» no me parece muy útil para hacer historia de
la literatura dramática.
Me gustaría también que nos
contaras sobre tu muy celebrada tesis sobre Walter Benjamin.
Acabo
en junio del 88 y trabajo unos meses enseñando Matemáticas —en una academia y
en la Facultad de Económicas de la Autónoma— hasta que en enero del 89 logro
una beca para hacer el doctorado en Filosofía con la dirección de mi maestro Reyes Mate. Durante cuatro años fui becario. Pero no
conseguí acabar la tesis en ese periodo.
No
sé si ha sido celebrada; más bien sospecho que apenas ha sido leída. Se ocupa
de un espacio de tensión, tiene tensión en el propio título: Revolución
conservadora y conservación revolucionaria.
Intento reflexionar sobre Benjamin y caminar con él alrededor de lo que se ha
llamado «revolución conservadora». Frente a otros pensadores de la izquierda
que hacen suyo el deseo de Marx de «que los muertos entierren a sus muertos»,
Benjamin considera que el pasado fallido es una fuente emancipadora, que la
memoria del pasado fallido puede darnos fuerzas en el combate con las
injusticias presentes. En mi ensayo intento poner a Benjamin en diálogo con
conservadores cuyo pensamiento tiene una forma revolucionaria. En particular,
trabajo sobre George Sorel, Ernst Jünger, Juan Donoso Cortés y Karl Schmitt. Creo que esa investigación
filosófica está vinculada a mi teatro no solo en su contenido, sino también en
su forma. Hay una tensión, un conflicto en la propia forma de la tesis, en la
que se muestra cómo elementos nacidos en una tradición se dejan reconocer
desplazados, invertidos, en otra. Por ejemplo, la noción de estado de excepción
es acuñada por Karl Schmitt. Él, el más importante jurista nazi, define al
soberano como aquel que puede dictar el estado de excepción —para él, lo que
define al soberano no es que dicta la ley, sino que puede suspenderla—.
Benjamin considera que el verdadero estado de excepción sería la revolución, la
interrupción de la injusticia histórica.
Pienso
que la mía es una tesis modesta, no creo que camine ni un paso por delante de
los autores que comento en ella más allá de lo que la estrategia de confrontarlos
pueda ofrecer. Por otro lado, estoy seguro que todos esos pensadores, no solo
Benjamin, han nutrido mi teatro.
Año 89-90. Te llaman para asistir
a un taller de dramaturgia.
En
el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, que dirigía quien hoy es uno
de mis mejores amigos en el teatro: Guillermo Heras.
Su sede era la sala Olimpia, en la plaza de Lavapiés, donde está hoy el Teatro
Valle Inclán. Tenían mi teléfono por aquel accésit del Bradomín y me convocaron
a un taller de dramaturgia en que por primera vez conversé con gente que hace
teatro. A partir de ese momento empecé un camino que me ha ido llevando a comprometerme cada vez más con el teatro y a descubrirlo
como un arte extraordinariamente hospitalario.
Pero esto, dicho así, parece entrar
en contradicción con lo que nos contabas sobre el arte como oficio cruel, ¿no?
Digo hospitalario en el sentido de que mis preocupaciones, mis
sueños, mis zozobras, los asuntos que quiero compartir, encuentran allí un
lugar. Me parece un espacio muy abierto, muy poco autoritario, en el que puedo
encontrar el modo de presentar mi asombro hacia el mundo, mis preguntas, mis
convicciones. El
teatro me permite desde compartir la emoción que me produce estar en un bar
ante un cliente que —me parece— está enamorado de la camarera y nunca se lo va
a decir —¿no es impresionante que una persona esté enamorada de otra y notes
que no se lo ha dicho, que nunca va a hacerlo?—, hasta asuntos políticos o
morales complejos. En La paz perpetua aparece la
pregunta por el mal necesario, hasta qué punto la violencia es legítima si
puede servir para evitar un mal mayor. De forma concreta: hasta qué punto sería
legítima la presión física, la tortura a un sospechoso, si puede salvar
inocentes. Yo tengo mi propia respuesta: contestaría que jamás [categórico] se
puede torturar. Pero entiendo que la discusión no es insignificante, no es
banal, no se puede despachar de cualquier modo. El teatro me permite
construir una situación que haga que el espectador acompañe esa pregunta con su
propia reflexión.
Desde
la experiencia de un hombre enamorado en secreto hasta debates morales
complejos, todo cabe en el teatro si encontramos el modo de hacer de ello una
experiencia poética para el espectador.
Cuando diriges, ¿modificas tus
textos? Has dicho que los textos los revisas, que tus obras están abiertas, no
acabadas. Están vivas.
La
lengua en pedazos,
que he escrito y dirigido, se transformó durante los ensayos e incluso después
del estreno. En general, nunca doy por cerrado un texto. Estos textos que ves
ahí en forma de libro no son más que borradores de los que yo desearía
escribir. Soy ambicioso no en el sentido de que tenga una gran fe en mí, sino
en el sentido de que tengo una gran fe en el teatro, por lo mucho que me ha
dado.
Probablemente
esto también tiene que ver con el primer teatro que vi. Cuando como adolescente
descubro el teatro no me encuentro ante un teatro de amiguetes más o menos
simpaticote. Las primeras obras que veo son, no estoy seguro de si en este
orden, Doña Rosita la soltera —donde se
representa magistralmente nuestro mayor misterio como seres humanos: somos
seres atravesados por el tiempo—, Seis
personajes en busca de autor, de Pirandello, y El
pato silvestre de Ibsen. Grandes obras
que me dan mucho, que se convierten en experiencias tramadas en mi
corazón, que se convierten en trama de mi propia vida.
Siento
que el teatro ha de ser un acto de amor a la gente y ha de entregar algo a la
gente. Y, por otro lado, me siento limitado. No es modestia. Como dice en
cierto momento el camarero de Los
Yugoslavos: «Conozco mis límites». Creo que si tengo una cualidad,
si tengo un talento, es cierta capacidad de escucha, de escucha de los
públicos, de escucha de los comentaristas, de los críticos, de los actores, de
los directores. Escuchar no quiere decir obedecer, sino preguntarse por qué ese
espectador o ese lector o ese actor consideran que tal parte no se entiende,
que tal elemento no se ha desarrollado, que ese otro expresa una obviedad, que
ese final es fallido o que en tal momento lo que se
escucha es mi voz y no la de mis personajes.
Finalmente,
quien reescribe es, a través de ti, el tiempo. Es el tiempo quien tacha, quien
te revela que tal frase, tal momento o tal personaje son superfluos o merecen
ser desarrollados. Es el tiempo el que tacha o despliega, el que desengrasa o
desangra.
Cuando es otro el que dirige un
texto tuyo lo acusarás más, habrá una mayor trasformación, necesariamente. ¿No
te sientes invadido?
Entiendo
que hay que tener una actitud hospitalaria hacia director y actores, saber que
cuando uno escribe teatro escribe para ser traducido, para ser desplazado.
Escribo buscando que en mis textos esté lo innegociable, pero eso no me
convierte en un juez vigilante que vela por la integridad de lo escrito. Es el texto
mismo el que ha de hacerse respetar. En este sentido, no tengo una
actitud celosa, ni me enfado si veo que me han cambiado algunas cosas o se han
añadido o eliminado otras.
Busco
que mis textos sean abiertos. Intentaré explicar esta apertura con algunos
ejemplos. Himmelweg arranca
con un largo monólogo sin que el texto indique quién lo pronuncia. Al ver la
edición inglesa, me enfadé porque en ella, antes del monólogo en cuestión,
pusieron «Delegado:». Si yo no escribo «Delegado:» es precisamente como signo
de apertura a la puesta en escena: el monólogo podrá aparecer en off, o ser
distribuido entre varios actores, etc. Algo semejante sucede con el monólogo
que constituye la parte tercera de la obra: no escribo «Comandante:» porque el
monólogo podría ser pronunciado, por ejemplo, por un actor distinto que aquel
que en la parte cuarta interpretará al Comandante.
Otro
ejemplo de esto: en El
chico de la última fila eliminé, después de la primera publicación,
la referencia a las edades de los personajes porque descubrí en unos ensayos
que era una marca que cerraba algunas posibilidades a la puesta en escena;
descubrí, en particular, que Germán, el profesor, podía ser más joven de lo que
yo pensaba, y que un profesor joven cansado encierra otra forma de patetismo
que un profesor mayor cansado. La acotación inicial de Cartas de amor a Stalin
dice: «En casa de los Bulgákov, allí donde él escribe». Hay puestas en escena
que han construido un despacho de una casa de Moscú y otras en que Bulgákov
escribe en el suelo, e incluso hay otras en que escribe sobre su piel. Para mí,
lo innegociable, lo importante, es que el lugar de la representación sea aquel
donde el escritor escribe, ese espacio que luego será ocupado, invadido por
Stalin.
Lo
que quiero decir con todo esto es que el teatro es dialéctico. Un actor puede descubrirte una
luz, una herida que tú no viste en un personaje, un escenógrafo puede enseñarte
las posibilidades o los límites de un espacio… Cuanta más libertad ofrezcas a
esos otros creadores, tanto mejor.
Cuando
asisto a un espectáculo sobre un texto mío siempre aprendo cosas. A veces el
espectáculo empequeñece el texto, pero otras aparecen sentidos que yo no había
previsto, y esa es para un autor una experiencia formidable.
Tu teatro se lee muy bien; como narrativa,
digo, como una novela.
Gracias.
Ojalá sea así. Quizá haya alguna excepción. Yo creo que El traductor de Blumemberg
es un texto difícil de leer.
No estoy de acuerdo. Precisamente
ese texto engancha muchísimo.
Vaya,
pues me alegra que me digas esto. Es una obra ante la que algún lector podría
sentir pereza y pensar: «para leer esto tengo que saber alemán». En realidad,
de lo que se trata precisamente es de jugar dramáticamente con la opacidad de
la palabra. Es una obra en la que la traducción es puesta en escena, el hecho
mismo de traducir, en la medida en que el espectador habría de entender o
imaginar lo que Blumemberg dice a
partir de las reacciones de Calderón, a
partir de sus réplicas verbales y gestuales.
Esta
obra se hizo en Buenos Aires y luego el mismo director y los mismos actores
presentaron una lectura dramatizada muy hermosa en Madrid, en Casa de América.
Si en Argentina se construyó un vagón de tren, aquí los actores estaban en el
espacio vacío y en el suelo había un tren de juguete, lo que dio lugar a una
construcción poética muy poderosa. Lo que me hace recordar una expresión de un
colega argentino: hay que hacer al espectador cómplice de la dificultad. Si los actores dicen al espectador «no podemos construir
aquí un tren como los del cine, pero te invitamos a imaginar que estamos en un
tren en un viaje en zigzag por Europa» y el espectador les entrega su
complicidad, si eso ocurre, el teatro es capaz de todo, porque no tiene otro
límite que la imaginación de ese espectador.
Recuerdo
a menudo esa definición que propone Borges según la
cual el teatro es el arte en el que un hombre finge ser lo que no es y otro
hombre finge que se lo cree. Genial. Es decir, de pronto yo te digo; «Soy Julio César». Si tú no dices: «Vale, voy a fingir que creo
que eres Julio César», si no se establece ese pacto de fingimientos, no hay
teatro. Pero si se establece ese pacto, porque tú quieres, convertimos esto en
Roma. Ese es el enorme poder del teatro.
Y hay ocasiones en que uno se pregunta si un hallazgo de una
puesta en escena ha de ser incorporado al texto. Mi respuesta es que sí si la
inclusión de ese elemento no cierra posibilidades de futuras puestas. Ejemplo de esto: en la puesta
en escena de Cartas
de amor a Stalin, después del estreno, la actriz Magüi Mira descubrió algo estupendo. En el momento final
de esta obra, la mujer de Bulgákov se va, abandona a su marido, un escritor al
que ha devorado su obsesión por Stalin. Una noche vi que Magüi, al final del
espectáculo, iba a salir de escena como yo había escrito, pero luego —y esto
era de la actriz, no del autor— se daba la vuelta y se llevaba el último
manuscrito de Bulgákov. Magüi había descubierto un signo muy poderoso:
Bulgákova abandonaba el cuerpo, vaciado, de su esposo, muerto no física pero sí
moralmente, y se llevaba su espíritu, el manuscrito. Decidí incorporar ese
hallazgo en una acotación.
Contrariamente,
pondré un ejemplo de algo que no he incorporado. Recientemente he visto en
Italia una magnífica puesta en escena de Himmelweg.
En esa obra, un comandante que dirige un campo de concentración levanta una
mascarada en que los judíos son forzados a representar la normalidad e incluso
la felicidad ante la visita de un delegado de la Cruz Roja. Es decir, van a
representar que viven en una ciudad normal cuando en realidad viven en un
espacio de muerte. En la puesta en escena de Parma vi un momento extraordinario
que yo no he escrito: cuando el Comandante recibe a Gottfried, el judío al que va a convertir en su
ayudante y trágico cómplice, coge la estrella amarilla que Gottfried lleva en
el pecho y la arroja al suelo. Algo así nunca se dio históricamente; todo lo
contrario: un judío, si caminaba sin la estrella, podía ser inmediatamente
liquidado. Me pareció una imagen teatral extraordinaria. Ahora bien, no quiero
incorporarla al texto, porque creo que hacerlo reduciría ciertas posibilidades
escénicas. Ha
habido puestas en escena de Himmelweg
en que no aparece la estrella de David ni aparecen, en general, signos visuales
que remitan al Tercer Reich. Me importa mantener esa apertura.
¿Cómo debe enfrentarse el
dramaturgo a estos tiempos de crisis? ¿Tiene el drama algún poder social a
estas alturas?
El
teatro hoy, como siempre, tiene algo muy importante que ofrecer. El teatro es
reunión y es imaginación. El teatro requiere de la imaginación del espectador,
no existe en el escenario, existe en la cabeza del espectador, y si el
espectador no le entrega su complicidad, como decíamos antes, no hay teatro.
Recuerdo a Carmen Machi
haciendo La tortuga
de Darwin, una obra cuya protagonista es una tortuga que ha vivido
doscientos años y que ha evolucionado en mujer. Es un personaje que ninguna
actriz del mundo puede hacer. Pero Machi decía al espectador: «Vas a querer que
yo sea ese personaje extravagante, tú vas a querer que yo sea una tortuga de
doscientos años evolucionada en mujer». Y lograba que el espectador tuviese ese
deseo. «Soy la tortuga de Darwin», decía, y el Profesor le contestaba: «Usted
no es una tortuga, señora, usted a lo más tiene la espalda cargada, si a usted
le llaman tortuga en su barrio es un mote bien puesto, igual que hay otros que
tienen cara de perro o cara de gato, pero usted no es una tortuga». Carmen
replicaba: «Es que he evolucionado». Lo decía de tal modo que el público se
entregaba: «Vale, me trago que eres una tortuga centenaria que has evolucionado
en mujer». Y cuando un rato después Carmen contaba que en la posguerra de la
Segunda Guerra Mundial había tenido un hijo al que no supo defender y lo había
perdido, el público se emocionaba, y esa emoción es un milagro, porque ese hijo
es un personaje imposible nacido de otro personaje imposible. Sin embargo, la
actriz, durante ese rato que duraba la representación, los hacía posibles.
El
teatro es imaginación y el teatro es también reunión; es un lugar de encuentro,
asamblea de los espectadores con los actores. Esa doble oferta —reunión e
imaginación— es muy importante en un mundo en el que parece que encontramos cada vez
menos razones para juntarnos y en el que la imaginación está cada vez más
colonizada por estos cacharros [señala
el móvil], en que cada día somos invadidos por legiones de imágenes
pasteurizadas, en que se nos formatea para asimilar acríticamente las
deslumbrantes imágenes que nos envían desde la Corte. El
teatro tiene además la capacidad de darnos a escuchar otros lenguajes y otros
modos de decir y, por tanto, nos da ocasión de examinar cómo usamos las
palabras y cómo somos usados por las palabras.
Cuando
escribíamos Juan Cavestany y
yo Alejandro y Ana
en aquel trabajo que dirigió Andrés Lima y que
estrenamos al mismo tiempo que se hacía la foto de las Azores, hablábamos de
hacer un teatro histórico de urgencia, que respondiese
inmediatamente. Un buen ejemplo de ese teatro puede ser Terror y miseria en el Tercer
Reich, de Brecht. Creo que
es importante que haya ese tipo de teatro. Pero también tiene
relevancia política un teatro que no acepta la agenda que le marca la
coyuntura. Creo que antes que proclamando la libertad es ejerciéndola como se
ayuda a otros a resistir. Hablar sobre lo que uno desea hablar es ya un acto
político.
Lo
que en todo caso ha de procurar el teatro es que sus asuntos y sus lenguajes no
sean redundantes; ha de evitar los lenguajes formateados y esos temas que si
están en la corriente principal no es porque la gente los haya demandado, sino
porque son impuestos por la industria cultural dominante.
¿Es el teatro un lugar para
resistir o para atacar?
Ambas
cosas coinciden. Políticamente, yo no creo en las victorias totales, tampoco
creo en las derrotas totales. Hay una expresión de Benjamin que me gusta mucho:
«organizar el pesimismo». La organización del pesimismo es un paradójico
optimismo. Sería obsceno presentarse como optimista en una
España que está limitada por una valla al otro lado de la cual hay unos seres
humanos desesperados a los que se impide entrar. Esa valla no es compatible con
el discurso de los derechos humanos, no hay derechos humanos, hay derechos de
Estado y derechos de ciudadanos asociados a determinados Estados. Esto por
hablar de uno de esos fenómenos que no deberían dejarnos dormir tranquilos.
Por otro lado, un pesimismo que aboca al fatalismo y a la inacción es perverso.
En ese sentido me interesa mucho la apuesta benjaminiana
por una organización del pesimismo: la situación está mal pero organicémosla.
Eso ya es un gesto activo. También lo es construir un
pequeño espacio en el que se hable de cosas de las que no se habla en otros
lugares, donde aparezcan preguntas y puntos de vista que no aparecen en otros
sitios, donde se deje escuchar cierta polifonía frente a los monólogos
redundantes, eso es una forma de resistencia que ya es un modo de ataque, ya es
un modo de entrar en conflicto con lo que rodea a ese pequeño lugar.
He
leído recientemente Supervivencia
de las luciérnagas, de Didi Huberman,
que hace una lectura crítica de mi amado Pasolini y
también discute muy respetuosamente con Giorgio Agamben.
Me he sentido bastante identificado con el rechazo de un discurso fatalista,
rechazo a ver nuestro tiempo como un apocalipsis absoluto en que solo cabe
desesperación. Creo que es muy importante, por utilizar la imagen que rescata
Didi Huberman del propio Pasolini, estar atentos a
esas pequeñas luciérnagas que las deslumbrantes luces de los grandes
reflectores apenas nos dejan ver.
Los conflictos de tus personajes
suelen caracterizarse por intentos de dominación del uno al otro. ¿Es posible
establecer relaciones sin que aparezca el poder? ¿Son posibles modelos sociales
a nivel privado y colectivo en el que nos encontremos de igual a igual?
De
eso se trataría. En este contexto, me resulta útil reflexionar sobre la noción
de traducción. Benjamin tiene un pequeño texto llamado La tarea del traductor
en el que viene a decir que en la traducción, en el hecho de traducir, lo
importante es lo intraducible, aquello que no tiene una correspondencia
inmediata en la lengua de llegada. Es obvio traducir casa por house, pero ¿cómo
se traduce al inglés la expresión teresiana
«Mi vida son trabajos del alma»? ¿Cómo se traduce ahí «trabajos»? Es aquello
intraducible lo que obliga a la lengua de llegada a abrirse, a extenderse
desafiada por las exigencias de la lengua de partida. El
traductor que conoce su oficio no busca correspondencias inmediatas, sino que
ensancha su propia lengua a partir de la exigencia del texto original y de la
lengua original. Esto de lo que habla Benjamin tiene mucho que ver, me parece,
con la vida. Al menos esa es mi traducción de su texto, mi
desplazamiento. Cada ser humano tiene un mundo privado, una trama personal de
experiencias, un lenguaje propio, y constantemente está traduciendo a otros y
está siendo traducido por otros.
Hay, creo, dos actitudes en ese cotidiano traducirnos los unos a los otros. Una
es la actitud hospitalaria de quien se pregunta «¿Qué quiere decir éste?», una
actitud de escucha, proclive a ensanchar el mundo propio a partir de otros
mundos. Y hay la actitud contraria, un tipo de traducción invasora en que tomo
lo que el otro me dice y lo llevo a mi propia lengua, centrifugando aquello en lo que no me
reconozco. Esto es lo que sucede en muchas traducciones que reducen
el texto original, lo empequeñecen. Una traducción, una relación de amistad,
una sociedad, debería ser tan hospitalaria como fuese posible para que cada uno
pudiese expresar lo que es y entregárselo a otros.
En
mi teatro es cierto que una y otra vez aparece esa pulsión dominadora del
hombre por el hombre. Espero que mostrarla sea una forma de organización del
pesimismo y no una descripción fatalista, un afirmar «somos así y no tenemos
solución». Quiero creer que mostrar esa pulsión
sirve para dar a pensar qué hay en cada
uno de nosotros del Hombre Bajo de Animales
nocturnos, del Stalin de Cartas,
del Comandante de Himmelweg,
personajes que utilizan a otros, que invaden a otros, que manejan a
otros como muñecos.
Pienso
que mi teatro habla una y otra vez de esa condición paradójica del ser humano:
somos frágiles, estremecedoramente frágiles, y, sin embargo, no nos resignamos
a nuestra fragilidad, sino que peleamos, peleamos por la belleza, por la
dignidad, por la libertad, por la justicia, muchas veces contra enemigos
interiores, enemigos que están dentro de nosotros.
En
Cartas de amor a
Stalin hay un escritor, Mijaíl Bulgákov, que en un determinado
momento hace algo
muy grave: en lugar de para su sociedad empieza a escribir para un solo hombre,
se convierte en escritor para un solo lector ideal, que es Stalin. Todas sus
obras están censuradas, están prohibidas, y él se consagra a escribir cartas al tirano
reclamando su libertad. Está realizando un acto fatal, porque en
lugar de escribir para la gente —eso es lo que ha de hacer un escritor,
escribir para la gente, incluso si sus obras van a ser probablemente
condenadas—, él decide escribir para el poderoso. Lo hace con dignidad, reclamando
su libertad, pero probablemente ya está jugando en el espacio del poderoso, ya
está entregándose de algún modo al poderoso. En un momento posterior será el
propio Stalin, el fantasma de Stalin, el que dicte esas cartas y finalmente el
que las escriba. Quien le dará combate será, paradójicamente, la mujer que ha
metido al fantasma en casa. En un momento dado Bulgákova dijo a su esposo: «Te puedo
ayudar a escribir esas cartas intentando imaginar cómo reaccionaría Stalin a lo
que escribes», y empezó a representar a Stalin, metiéndolo así en la casa.
También
en Himmelweg
los personajes rebeldes son dos mujeres: una mujer que se va de la
representación y una niña que dice otras palabras que las que el Comandante
había escrito para ella. Con su desobediencia, esa niña nos salva, y salva al
Comandante.
Tu teatro nace con la vocación de
ser representado, pero se lee muy bien, lo hablábamos antes.
Sí,
y me alegra mucho que me lo digas. Mis textos nacen buscando un escenario, pero
también quieren ofrecerse al lector en su soledad. Cuando hace años me preguntaban cuál era mi
obra de teatro favorita, contestaba Rey
Lear antes de haberla visto —luego la he visto mucho
porque me cupo el honor de versionarla en un montaje que dirigió Gerardo Vera—. Me siento feliz cada vez que un lector me
dice que le ha impactado la lectura de una obra mía. De algún modo, el lector
que se encuentra en soledad con la obra puede construir con su imaginación una
puesta en escena que le es propia, puede soñar a esos personajes en un tiempo y
en un espacio.
Utilizas frases muy potentes.
El
riesgo es, perdona el símil futbolístico, que se me vayan las frases por encima
del larguero. Hay
que utilizar estrategias para que la palabra no tenga un carácter enfático ni
pedante. Una de las que yo he utilizado es ponerla en boca de
animales. En Últimas
palabras de Copito de Nieve, el
protagonista es lector de Montaigne, y dice
frases que yo no me atrevería a poner en boca de un personaje que fuera un
catedrático; sin embargo, en boca de un mono moribundo, esas reflexiones
sobre la vida y la muerte no resultan, me parece, pedantes, sino que tienen un
carácter cómico y paradójico.
Defiendes la presencia del teatro
en las escuelas. Cuéntame cómo es esto; puede no resultar tan obvio. ¿Por qué
estudiar y hacer teatro de niños?
Dos
de los premios más emocionantes que he recibido me los han concedido escolares
franceses. En Francia, en ciertos distritos, grupos de profesores eligen
diez textos teatrales contemporáneos y se los hacen leer a los chavales, que
trabajan sobre ellos y finalmente votan qué pieza es la que más les ha
interesado. Me parece algo extraordinario que chavales lean no solo teatro,
sino incluso dramaturgia extranjera contemporánea. Me parece envidiable e
imitable.
Creo
que el
teatro no debería estar en un margen de la escuela sino en su centro, como
todas aquellas artes que puedan ayudar a la gente a encontrar su voz.
Además, el
teatro enseña responsabilidad; cuando uno está haciendo una obra con
otros sabe que en cierto momento ha de saberse su papel; si no, todo se vendrá
abajo; no es como no haber estudiado el examen de química, donde tu posible
fracaso es solitario; en el teatro cada participante es responsable de todos
los demás. Finalmente, al hacer teatro te tienes que poner, y esto me parece
extraordinario, en el lugar de otro, en los zapatos del otro. Un
niño ha de interpretar a un inmigrante sin papeles, a un policía
antidisturbios, al rey, al mendigo, y ese es un modo de aprender que solo todos
los hombres somos lo humano. Al hacer teatro
comprendes otras posibilidades de ti, comprendes que tú podrías ser otro, y que
tu vida no es un destino. Por otro lado, en la medida en que el actor es un
especialista en la palabra (para pronunciar una frase ha de entender no
solo el significado de las palabras tal como el diccionario las define, sino
también qué intereses hay debajo de esas palabras en una determinada situación,
qué deseos o qué miedos), el hacer teatro lleva de forma natural a una reflexión
sobre el lenguaje, sobre ese medio con el que nos comunicamos.
Lo
ideal sería que el teatro que se hace en la escuela fuese escrito y dirigido
por los propios chavales. En este contexto, me parece un buen ejemplo el
proyecto Lóva, con el que he tenido la suerte de colaborar. Chavales muy pequeños
eligen un tema —por ejemplo, la verdadera amistad, o la muerte (porque resulta
que están muy afectados porque ha muerto la abuela de un chico)— y se
distribuyen en oficios —escritores, escenógrafos, actores…— para armar una
ópera. Me parece formidable que los chavales busquen los medios, empezando por
las palabras, para dar cuenta de su experiencia.
¿Cómo es la experiencia de tener
tu propia compañía de teatro? Estrenaste La
lengua en pedazos. Ahora estás trabajando en
Reikiavik, pero dices que no sabes cuándo la vas a estrenar, no te pones
fechas.
En
realidad, hay dos obras que desearía llevar a escena en los próximos meses: Reikiavik y Los yugoslavos. Los yugoslavos, una
obra muy abierta—el propio título lo es; no es una obra sobre la antigua Yugoslavia,
sino que alude a un lugar donde se reúnen los yugoslavos, esto es, un lugar donde
se reúnen personas que tienen en común haber nacido en un país que ya no existe—,
es formalmente más sencilla que Reikiavik,
de la que siento que requeriría un proceso de indagación semejante a aquel que
seguimos en La lengua
en pedazos. Arranqué los ensayos de La lengua sin fecha de estreno,
encerrándome con unos actores muy cómplices que sabían que el texto era
inestable y que todo estaba por decidir, empezando por el modo en que íbamos a
dar a ver esa cocina del Convento de San José que acabó siendo una mesa de Ikea
y dos sillas. Creo que Reikiavik
requiere una exploración semejante. Es una obra en la que un muchacho se
encuentra a dos tipos que se hacen llamar Waterloo y Bailén, esto es, se
nombran con derrotas napoleónicas. Trata sobre la victoria y la derrota —o
sobre las paradojas de la victoria y la derrota—. Aparentemente, Waterloo y
Bailén juegan al ajedrez, pero a lo que de verdad juegan es a reconstruir Reikiavik,
a reconstruir el campeonato del mundo que jugaron Fischer y Spasski en el 72. Juegan no solo a ser
esos personajes, un día uno y otro día otro, igual que tú y yo podemos jugar
hoy blancas y negras y al revés mañana, sino a reconstruir todo aquel mundo y
los fascinantes personajes que coincidieron en Reikiavik.
¿Qué tal te llevas con los
críticos? ¿Qué papel crees que juegan actualmente y cuál deberían jugar?
No es insignificante que Benjamin hiciese su tesis doctoral
sobre el concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. Ahí se
configura su propia visión de la crítica, que mucho tiene que ver, a mi juicio,
con su visión de la traducción. Benjamin subraya que el crítico romántico no es
un juez que evalúa la obra y le pone nota —la culminación de ese juez evaluador
está en la práctica hoy corriente de poner estrellitas a los espectáculos en
lugar de ofrecer un comentario complejo–. El crítico romántico es, en cierta
manera, un autor ampliado, o un autor de segundo grado, que lleva la obra a otro
plano de reflexión.
He contado alguna vez, y lo escribí cuando se hizo El crítico en Argentina, que al
empezar yo buscaba de la crítica el elogio o la absolución y que poco a poco he
ido teniendo con ella una relación más compleja. Ahora lo que deseo es que el
crítico me acompañe, y que sea sincero, porque creo que la sinceridad es el
valor fundamental de la crítica. Lo que yo le pido al
crítico es que descubra sentidos de la obra que me son ocultos, que me señale
límites de la obra, que establezca relaciones entre esta obra mía y otras mías
u obras ajenas, que me haga pensar sobre la relación de mi obra con mi tiempo,
que me anime a corregir la obra, que la desestabilice. En cierto sentido, eso es lo
que toma forma en mi obra El
crítico: la relación de dos personajes que sin duda están en
conflicto, pero que al mismo tiempo, de algún modo, son cada uno el álter ego
del otro, su complementario.
La
complejidad de la crítica que un arte genera da cuenta de la fuerza de ese
arte. Que un hecho artístico sea capaz de provocar una conversación
crítica, informada y compleja, es un rasgo de la fortaleza de ese hecho
artístico y de la sociedad en que esa conversación se da. Cuando se hicieron La tortuga de Darwin
y Hamelin en
Brasil, me impresionó recibir de las compañías brasileñas sendas páginas de un
diario en que aparecían cuatro críticas de cada espectáculo. Me pareció un
síntoma de extraordinaria vitalidad: si había esas críticas es porque una
sociedad las reclamaba.
Fuiste profesor de dramaturgia en
la RESAD. Te lo habrán preguntado cientos de veces: ¿se puede enseñar a
escribir?
He
sido profesor de dramaturgia durante ocho años en la RESAD, he conducido además
algunos talleres de Dramaturgia y recientemente la Universidad Carlos III me ha
hecho el honor de nombrarme director de la Cátedra de Artes Escénicas. Me
parece muy importante que una Universidad mire con ese respeto al teatro, no
solo la literatura dramática, sino también el hecho escénico.
Creo
que quien tiene la responsabilidad de orientar una formación artística ha de
ser capaz de transmitir su experiencia y, al tiempo, de retirarse para no
invadir el camino del otro. En lugar de producir clones de sí mismo ha de, en
la medida de lo posible, tener una actitud
hospitalaria para que el educando
encuentre su propia voz. Los que participan en este tipo de experiencias
—no me atrevo a llamarlos alumnos— son gente que o ya ha encontrado su voz y
quiere nutrirla o la está buscando. Tú has de ser capaz de compartir
experiencias —también fallidas— por las que has pasado sin asfixiar la voz del
otro.
«Hay que utilizar estrategias
para que la gran frase no tenga un carácter profesoral». La paz perpetua, La
tortuga de Darwin, Últimas
palabras de Copito de Nieve… Los animales parecen invadir
tus piezas, es parte de esta estrategia, dices. ¿Qué diferencia hay entre un
animal que habla y un humano que habla?
Mi
primer intento con animales fue una versión libre de El coloquio de los perros
de Cervantes que acabó
titulándose Palabra
de perro. Si en el original cervantino Berganza cuenta, incitado
por Cipión, su vida al modo del esquema de la novela picaresca, describiendo a
los sucesivos amos por los que ha pasado para pintar así la sociedad de su
tiempo, yo invierto la flecha temporal: Cipión y Berganza no entienden por qué hablan siendo
perros y aquel propone a este que le cuente su vida hacia atrás, a ver si así
descubren el origen de su hablar. Lo que Berganza descubre es algo terrible: no
es un perro que habla, sino un ser humano que ha sido tratado como perro y
había olvidado su humanidad —que recupera al contar su vida, a otro
y a sí mismo—. De algún modo, Palabra
de perro es una reescritura kafkiana de la novela cervantina.
Trabajando
sobre Cipión y Berganza descubrí el doble valor, poético y político, del animal
en escena. Por un lado, el animal en escena rompe inmediatamente el marco
realista, ofreciendo enormes posibilidades a la imaginación del actor, del
director y del espectador. Y también a la imaginación del escritor, empezando
por la palabra: ¿Cómo habla un animal?; ¿de qué habla un animal? Por otro, el
animal humanizado viene a ser una representación paradójica del hombre
animalizado, signo de un tiempo en que tantos hombres son tratados como bestias
y tantos otros son educados para comportarse como bestias.
¿Qué papel juega en una obra lo
que callan los personajes? El silencio, ¿qué papel desempeña?
Me pregunto si mis obras no están escritas para hacer escuchar
el silencio. El silencio de
los niños —rodeados de adultos que hablan por ellos— en Hamelin, el silencio
de Rebeca antes y después de cantar en la última escena de Himmelweg, el acto
sin palabras con que Enmanuel responde el monólogo del Ser Humano en la escena
final de La paz
perpetua, el silencio del Inquisidor cuando se recoge en oración en
La lengua en pedazos,
el silencio de Bulgákov en una casa invadida por la voz del tirano
al final de Cartas de
amor a Stalin, el silencio final del Hombre Alto en Animales nocturnos,
el silencio del Hombre Estatua en la última escena de El jardín quemado…
El
teatro, arte de la palabra, es también el arte del silencio. En teatro, el
silencio se escucha. Se pronuncia.
¿Cómo ha cambiado tu escritura
dramática en todos estos años?
Ha
cambiado tanto y tan poco como yo. Creo que hay en ella más esperanza y más humor. Más luz.
Entrevista a Juan Mayorga por Raquel Blanco y
Ángel Talián, Jot Down Cultural Magazine, septiembre de 2014.
¿Por qué los niños deberían hacer teatro?
Para aprender a
expresarse correctamente, para educar la personalidad, para fortalecer recursos
cognitivos, emocionales y sociales, para enriquecer sus experiencias mediante
la actividad creadora.
Ya que se trata de educar a
ciudadanos, el teatro permite entrenar un conjunto muy amplio de
habilidades: generación de ideas, esfuerzo para llegar al objetivo, el
compromiso con la actividad, la responsabilidad, promover habilidades de
comunicación, participar en la elaboración de un proyecto común, desarrollar el
conocimiento de uno mismo, democracia:
el uso total de la palabra para todos, saber enfrentarse a lo que les depare el
futuro sin miedos, sintiéndose capaces de transformar las cosas.
De mis apuntes de la
lectura de El aprendizaje de la creatividad, de José Antonio Marina
No hay comentarios:
Publicar un comentario