viernes, 13 de febrero de 2015

Laura



Me acordaba de Albertina, primero, delante de la playa, pintada casi sobre el fondo que ponía el mar, sin tener para mí una existencia más real que esas visiones de teatro en que no se sabe si tiene uno que vérselas con la actriz que se supone aparece, con una figuranta que hace de doble suyo en ese momento, o con una simple proyección. Luego, la verdadera mujer se había desgajado del haz luminoso, había venido a mí, pero simplemente para que yo pudiera percatarme de que en modo alguno tenía, en el mundo real, la facilidad amorosa que se le suponía infusa en el cuadro mágico. Yo había aprendido que no era posible tocarla, besarla; que sólo se podía hablar con ella; que no era para mí una mujer; ni más ni menos que unas uvas de jade, decoración incomestible de las mesas de antaño, no son tales uvas.
Y he aquí que un tercer plano se me aparecía, real como en el segundo conocimiento que de ella había tenido yo, pero fácil como en el primero; fácil, y tanto más deliciosamente cuanto que yo había creído por espacio de tanto tiempo que no lo era. Mi exceso de sabiduría tocante a la vida (a la vida menos unida, menos simple de lo que en un principio había creído yo) iba a dar provisionalmente en el agnosticismo.
¿Qué puede uno afirmar, toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha revelado como falso a seguida y resulta en tercer lugar verdadero? […]
besar, en lugar de las mejillas de la primera que se presente, por frescas que sean, pero anónimas, sin secreto, sin prestigio, aquellas con que tanto tiempo había soñado, sería conocer el gusto, el sabor de un color con alta frecuencia contemplado. […]
Por eso las mujeres un poco difíciles, que no posee uno enseguida, que ni siquiera sabe en seguida que podrá nunca poseerlas, son las únicas interesantes. Porque conocerlas, acercarse a ellas, conquistarlas, es hacer variar de forma, de magnitud, de relieve la imagen humana; es una lección de relativismo en la apreciación, que resulta hermoso percibir de nuevo cuando ha recobrado su parvedad de silueta en la decoración de la vida. Las mujeres a quienes conocemos primero en casa de la alcahueta no nos interesan, porque permanecen invariables.

En busca del tiempo perdido III, El mundo de Guermantes, Marcel Proust






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