Me acordaba de
Albertina, primero, delante de la playa, pintada casi sobre el fondo que ponía
el mar, sin tener para mí una existencia más real que esas visiones de teatro
en que no se sabe si tiene uno que vérselas con la actriz que se supone
aparece, con una figuranta que hace de doble suyo en ese momento, o con una
simple proyección. Luego, la verdadera mujer se había desgajado del haz
luminoso, había venido a mí, pero simplemente para que yo pudiera percatarme de
que en modo alguno tenía, en el mundo real, la facilidad amorosa que se le
suponía infusa en el cuadro mágico. Yo había aprendido que no era posible
tocarla, besarla; que sólo se podía hablar con ella; que no era para mí una
mujer; ni más ni menos que unas uvas de jade, decoración incomestible de las
mesas de antaño, no son tales uvas.
Y he aquí que un
tercer plano se me aparecía, real como en el segundo conocimiento que de ella
había tenido yo, pero fácil como en el primero; fácil, y tanto más
deliciosamente cuanto que yo había creído por espacio de tanto tiempo que no lo
era. Mi exceso de sabiduría tocante a la vida (a la vida menos unida, menos
simple de lo que en un principio había creído yo) iba a dar provisionalmente en
el agnosticismo.
¿Qué puede uno
afirmar, toda vez que lo que se había creído probable primeramente se ha
revelado como falso a seguida y resulta en tercer lugar verdadero? […]
besar, en lugar de
las mejillas de la primera que se presente, por frescas que sean, pero
anónimas, sin secreto, sin prestigio, aquellas con que tanto tiempo había
soñado, sería conocer el gusto, el sabor de un color con alta
frecuencia contemplado. […]
Por eso las mujeres un poco difíciles, que no posee uno
enseguida, que ni siquiera sabe en seguida que podrá nunca poseerlas, son las
únicas interesantes. Porque conocerlas, acercarse a
ellas, conquistarlas, es hacer variar de forma, de magnitud, de relieve la
imagen humana; es una lección de relativismo en la apreciación, que resulta
hermoso percibir de nuevo cuando ha recobrado su parvedad de silueta en la
decoración de la vida. Las mujeres a quienes conocemos primero en casa de la
alcahueta no nos interesan, porque permanecen invariables.
En busca del tiempo
perdido III, El mundo de Guermantes, Marcel Proust
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