Emilio
Lledó está alarmado.
Alarmado
por este país, por el mundo. Acaba de cumplir 80
años, el pasado 5 de noviembre; ha pasado por una gripe atroz. Ahora
está bien, pero alarmado. Y con esperanza.
Hablamos
en su casa, una envidiable casa con libros. "Podría hacer mi autobiografía
con libros". Y los señala. Catedrático, académico, filósofo. Le han
llamado "el flautista de Hamelín", porque detrás suyo fueron
estudiantes de Valladolid, de La Laguna, de Barcelona allí donde estuviera.
Se entusiasma tanto que parece que aún está en el
estrado, arengando para que los chicos crean que "entender da mucha
marcha".
Pregunta. Alarmado, pero con esperanza,
dice. ¿Esperar qué?
Respuesta. Esperar, vivir. Hace unos días
vi en EL PAÍS una noticia que decía que la esperanza de vida para los españoles
era de 80 años. Que los 80 años es como un límite maravilloso, que se sobrepasa
a veces, de la esperanza de vida. Lo cual quiere decir que uno está ya, para los que acabamos de cumplirlos, en la
desesperanza de vida.
P. Terrible, ¿no?
R. Terrible. Desesperar de vida. Sin
embargo, creo que la desesperanza de vida llega mucho antes. Hay gente que está
desesperanzada de la vida con 20, 30 o 50 años.
P. Y usted, ¿cómo está?
R. Estoy totalmente esperanzado con la
vida. No desesperanzado. Es verdad que si miro alrededor y veo lo que pasa en
la calle, y leo los periódicos, y escucho la radio, a veces cuesta trabajo
tener esperanza. Esperanza ¿de qué? Esperar ¿qué?, ¿para qué? Pero mientras hay
vida, dice el viejo refrán, hay esperanza, y yo
creo que es al revés. Mientras haya esperanza hay vida.
P. ¿Cuál es su esperanza?
R. Que la
neurona fluya, que no se reseque, que no
se fanatice. La esperanza es que algo de lo que yo sueñe se cumpla. Y lo
que sueño es una idea de la dignidad,
de la decencia, cumplir unos
ciertos ideales. Que la política no se dedique a privatizarlo todo. Declarar patrimonio de la humanidad la asesinada costa
española, que fue hermosísima. Eso tiene que ver con la esperanza y el
futuro. Yo no me imagino una esperanza acementada.
P. Usted denuncia. ¿Y sirve para algo
denunciar?
R. Me temo que no. Pero no hay que
perder la esperanza. Porque si ya ni siquiera denunciamos, se nos acaba el
derecho al pataleo. Hay que protestar. Y creo que hay cosas que calan a la larga
en la vida de los seres humanos.
P. Otra esperanza suya es seguir sabiendo.
¿Para qué?
R. Para entender. Idea significaba "lo que se ve con
los ojos". Las ideas no eran unas cosas flotantes que se habían
inventado unos seres extraños que se llaman filósofos. Idea es lo que se ve.
Ver con los ojos, pero con los ojos del cuerpo. Entonces, entender, aprender, es una forma de mirar,
y eso es la esencia de la vida. En el momento en que no sepamos
mirar, aprender, que no tengamos el alma navegable, como decía el poeta, para
que nos circule esa experiencia del mundo, no tiene sentido la vida humana.
P. Entender, menuda tarea.
R. Todos los seres humanos tendrían que entender; nos
eleva sobre la miseria moral. Ése es uno de los retos de la humanidad, acabar
con la miseria. ¿Cómo tener esperanza en este mundo desesperanzante?
Con la libertad. Pero la libertad hay que entenderla muy bien. La libertad es
la posibilidad, una puerta, un horizonte, un paisaje. Entender, entender todo
esto, da mucha marcha. No sé si soy optimista, pero desde luego no soy
pesimista. Creo que la característica del fascista
es el pesimismo. El desprecio al otro, la ignorancia del otro.
P. ¿El fascista es pesimista?
R. No necesariamente, pero falsifica
para justificarse. Esa gente que crea maldad, crueldad, tortura..., ellos
mismos son su propia tortura. La maldad empieza y
acaba en ti mismo. La agresividad y la violencia son espitas, uno suelta
la maldad que tú tienes ahí, pero esa maldad te está matando también a ti.
P. Cuando usted dice esas cosas, ¿tiene
un nombre propio en su mente?
R. Pues no. No. Algunas tipologías.
P. ¿Dónde están esas tipologías?
R. En ciertas zonas de poder, de poder
mediático. Iba yo en el taxi, y qué cosas escuché. ¿Cómo se ha hecho esa mente?
Para decir esas monstruosidades una tras otra, ¿qué puede haber en esa mente?
P. Respóndalo usted.
R. Hay ignorancia, discursos inasimilados.
Falsos discursos. Incapacidad para interpretar, para entender. No querer
interpretar, no saber leer. La mente se convierte en una cápsula de la nada.
P. ¿Y qué pasa para que esas mentes se
dejen agredir?
R. Puede haber un entrenamiento de la
maldad, desde la escuela. Por eso es tan importante la
educación en la libertad,
en la posibilidad. Me sorprende el escándalo que provoca Educación para la
Ciudadanía. Pero, ¿por qué escandalizarse?
P. ¿Vivimos, pues, un momento alarmante
en la sociedad española?
R. Sí. Hay cosas que realmente me
escandalizan mucho. Una es el no cultivo de la sensibilidad de los jóvenes. El abuso
de la tecnología. El otro día venía en tren y había tres o cuatro
niños con sus maquinitas. ¡Ninguno miró el paisaje, que era maravilloso! Eso es
patología pedagógica total. Naturalmente, cuando yo era niño, niño de la
guerra, me pintaba mis propios tebeos. Eran tebeos bélicos, estábamos en
guerra; pero no tenían nada que ver con el chorreo
de bestialidad al que están sometidos los jóvenes, los niños, ahora.
P. ¿Qué hacer?
R. La revolución de la lectura. Es verdad que hay
intereses poderosísimos para que ese mundo tecnológico impere. El mundo
tecnológico es importante, pero hay que atemperarlo.
P. ¿Cuándo se le empezaron a encender
las alarmas?
R. Desde que mi maestro me enseñó a leer el Quijote. Leíamos ¡y
luego teníamos que hacer sugerencias de la lectura! En la
universidad nunca nos pidieron eso. ¡Y me fui a Alemania, con mi maletita, y
sin entender ni palabra de alemán! España no era en ese momento mi país, un
país lleno de banderas, y debajo de las banderas mucha podredumbre. En Heidelberg
encontré una universidad viva; cada semestre se hablaba de asuntos
interesantes, y se encendían las alarmas: ¿qué estamos haciendo
con la educación en España? En Alemania vi llegar a los obreros españoles. Con
sed de saber;
habían salido del país del NO, un NO metido en el corazón, NO a la cultura, NO
al pan..., y allí empezaban a querer saber. Para entonces, ya mis alarmas
estaban disparadas.
P. ¿Y cuáles son las alarmas que ahora
se le encienden cada día?
R. Las alarmas derivadas de los problemas de la
educación, de la cultura, de la lectura, de la creación de ideas, de los
valores. Hay que inventar una nueva forma de humanismo para que los
seres humanos tengamos esperanza. Para seguir pensando.
P. Usted vivió la mayor parte de su vida
bajo un Estado fascista. ¿Se ha desmontado la mentalidad que lo sustentó?
R. Espero que sea poco lo que quede por
desmontar. Hay todavía restos grandes, pero arqueológicos, endurecidos, de ese
país del que me escapé. Fui un inmigrante, pero tenía una carrera. Me escapé
porque no podía vivir aquí. Yo he pasado cosas que la gente joven no conoce ya.
He pasado hambre. Tengo una foto, cuando estaba en el campamento de La Granja,
en las milicias, en la que parezco el espíritu de la golosina. Había pasado
hambre. No es metáfora. La posguerra de Madrid fue feroz. Somos todavía víctimas de esa dictadura,
aunque hayamos sobrevivido a ella.
P. Aquí tiene usted unos apuntes, en los
que dibuja al fascista: intolerancia, irracionalidad, desprecio al otro...
R. Son factores... Ante lo que sucede,
entender es fundamental. Pero para entender hay que ser libre. Hay
que no tener prejuicios.
Ésta es una palabra muy utilizada, pero maravillosa: pre-juicios. Pienso en
estos neoliberales de ahora, en estos que piensan en la libre empresa, el libre
comercio... En esos conceptos no hay libertad. Están en los pedestales del
poder.
P. Está alarmado. ¿E irritado?
R. Me irrita darle vueltas a lo mismo,
siempre. Por ejemplo, se sigue dando vueltas al juicio del 11-M, como si los
juicios no acabaran nunca. Entonces, ¿son revisables o paralelizables todos los
juicios que ha habido en el mundo? Si te soy sincero, seguir dándole vueltas a
esto me repele.
P. Y le enferma.
R. Y me enferma. Casi físicamente. Como
las grandes urbanizaciones y como los incendios. Si quiero perder la alegría no
tengo más que recorrer la costa española. Entonces pienso: ¿estos señores
creerán en la bandera?, ¿en la bandera del patriotismo? ¿Exhiben la bandera y están matando el
espacio común de una de las costas más bellas de Europa? La están
asesinando. ¿Cómo es posible?
P. La política tendrá algo que hacer.
R. Y esto es lo que me encocora. La política
tendría que servir para que eso sea absolutamente imposible. Para impedir
que lo público se convirtiera en privado. Toda
política que sea incapaz de entender eso es una política falsa, falsificada y
terrible.
Porque la política es la organización de la vida en común, en el territorio
común. Ése es el verdadero patriotismo. Yo abomino de las banderas que se
levantan al tiempo que se hacen esas monstruosidades. Las banderas son un
símbolo respetable, qué duda cabe. Pero debajo de las banderas se ocultan
muchas maldades, muchas estupideces y egoísmo.
P. Don Emilio, ¿qué le parece a usted
esa larga relación de la Iglesia con el Estado, en la que la Iglesia tiene
también que ver con las cosas civiles?
R. Para mí, la
Iglesia no tiene que ver nada con las cosas civiles. Pero es obvio que se
siente con derecho a incidir en ellas. Me lo preguntas en un mal momento.
Mira lo que está pasando con la memoria histórica. Por favor. Pero claro que
tiene que haber memoria histórica. Un país que no tenga memoria, ¿qué es un país
que no tenga memoria? ¿No decimos que el alzheimer es una mala
enfermedad individual? ¡Pues el alzheimer colectivo es mortal! ¡Dicen que la
memoria histórica abre heridas! No se abren heridas.
P. Irritado está, don Emilio.
R. La irritación es importante. Si estás
apaciguado vas mal; un poquito de guerra dentro de
ti mismo es saludable. A unos les hace libres, a otros les hace
esclavos.
P. Me dijo al llegar aquí que usted
podría escribir sus memorias a través de sus libros. Imagínese el libro por el
que empezaría.
R. A lo mejor empezaba por las novelas de Salgari que leía de adolescente. Me
fui a Alemania, entre otras cosas, por las novelas de Salgari.
P. ¿Y después?
R. Fíjate, antes
leía los libros y ahora me leen ellos a mí. Antes yo tenía una furia con ellos:
los cogía, los subrayaba. Ahí está Kant, machacado; Platón, Aristóteles,
Descartes. Libros destrozados de tanto anotarlos. Ahora me veo como una parte
de un mausoleo, como una pequeña estatua que fluye por ahí, y ellos empiezan a
leerme a mí. Pero es una complicidad muy saludable, porque cuando descubro que alguno me está leyendo,
lo agarro y nos entendemos maravillosamente bien.
P. Usted acaba de cumplir 80.
R. ¡No me lo recuerdes!
P. Y veo que tiene el reloj veinte
minutos atrasado.
R. ¿Sí? ¿Estás seguro? Ah, la pobre
pila... Yo procuro ponerme las pilas, pero a veces se me olvida ponérselas al
reloj. -
Entender da mucha marcha. Entrevista a Emilio
Lledó por Juan Cruz, [El País, 11 de noviembre de 2007]
Era
la Guerra Civil, caían bombas sobre Madrid y entre esos ecos, en Vicálvaro, un
muchacho de nueve años atendía feliz las
lecciones de don Francisco, su primer maestro. Ahora ese hombre tiene 86 años y
es uno de los grandes maestros de la filosofía española. Es Emilio Lledó, sus
temas son la felicidad y la amistad, y el viernes estaba feliz de volver a
Vicálvaro.
Lo
llevó la librería Jarcha, que desde hace 40 años ejerce como centro cultural en
el pueblo en el que Lledó, nacido en Sevilla, recibió el impacto de don
Francisco. Al cuartel de Vicálvaro había sido
trasladado su padre, artillero. Tras la guerra, el padre perdió el
empleo, buscó trabajo de contable en Madrid y aquel maestro republicano se
diluyó en el drama de la posguerra. Ahora, profesores del instituto que lleva
el nombre de Lledó en Numancia La Sagra (Toledo) han rastreado datos.
Francisco
López Sancho se formó en la Institución Libre de Enseñanza, era un
hombre alto “y genial”, y no debía tener entonces mucho más de 30 años.
Instruyó a sus alumnos, entre ellos a aquel chiquillo flaco como un junco, en
“las sugerencias de la lectura”, y marcó a Lledó para toda la vida.
Lledó
iba feliz a clase. Fueron tres años de guerra, “pero para mí era un gozo ir al
colegio”, dijo ante los vecinos que fueron a escucharle a Jarcha. El maestro
era “el gran libro de sus palabras; tenía amor por lo que hacía y nos inculcó el amor por lo
que significa la lectura. Era un gozo”.
Luego
el propio Lledó se fue por esos mundos; el momento culminante de su preparación
filosófica fueron sus años en Heildeberg (Alemania). En cierto modo, ese arco
Vicálvaro-Heidelberg es la sustancia de su propio aprendizaje, que luego
inculcó a sus alumnos (en Valladolid, La Laguna, Barcelona, Madrid) con ese
mismo encargo: “Aprender
en libertad para ser felices aprendiendo”.
De
chico jugaba en las eras, con balas de verdad, a las guerras de mentira. En la
escuela, don Francisco contaba qué habían hecho ese día las tropas
republicanas. El maestro vivía en Madrid y, como en los momentos felices del
cuento La lengua de
las mariposas, de Manuel Rivas, los chicos iban a esperarlo a la
plaza para ir juntos “a un palacio aparatoso” en el que estaba el colegio
público. Esa geografía chiquita está ahora sumida en un pueblo grande en el que
Lledó reconoce algunas huellas. “No había, por cierto, librería; pero teníamos
la escuela”. Reconoce la carretera vieja, pregunta por el lugar del cementerio,
recuerda que las eras llegaban hasta Las Ventas, y respira la alegría de llegar
otra vez a Vicálvaro. Uno es, dijo, de donde aprende: “Y mi identidad está
aquí, aquí empecé a saber qué es aprender”.
“Descubrí
mi ser, en este pueblo yo fui feliz; en este pueblo nací a la memoria... Había
bombardeos, nos echaban a las eras para huir de sus posibles efectos,
acabábamos cubiertos de arena; pero antes o después de esa incertidumbre sabía
que iba a disfrutar de la libertad de leer”, explica. De todas esas enseñanzas,
destaca “las sugerencias de la lectura” que proponía don Francisco: “Cervantes, sugerencias de la lectura. ¡Imaginan lo que
eso era para un niño, sentirse libre explicando lo que sentía tras leer a
Cervantes!”.
El
final de la guerra destruyó ese paisaje: “Recuerdo a las tropas franquistas
entrando en Vicálvaro. Y veo en primer plano a un cura que preside ese desfile
llevando en la mano un crucifijo”. Cuando se fue a Heidelberg —“con mi maleta
de madera”—, era un esqueleto; muchos años después puede decir que a él lo hizo
ese arco Vicálvaro-Heildeberg; cuando mira la foto de aquel universitario
“esquelético” se siente orgulloso del tiempo pasado, y ya sabe que todo lo que ha aprendido, y todo lo que ha enseñado,
viene de aquellos tres años en que la guerra no interrumpió su alegría de
saber.
Este
viernes era otra vez el alumno feliz de volver a clase en Vicálvaro.
El filósofo feliz
vuelve a Vicálvaro, Juan Cruz [El País,19 de enero de 2014]
Emilio
Lledó. Filósofo. Académico. Autor de Memoria de la ética. En esta conversación
cuenta su estado de ánimo ante el momento que vivimos.
Pregunta. Este es un país
"entristecido y luminoso", decía usted el domingo en EL PAÍS Semanal.
Respuesta. Es un país mucho más decente y
luminoso por la sabiduría de la gente. Esta sabiduría tiene que ponerse en
práctica. No
podemos dejar el país en manos de una política con una parte regida por
oportunistas y por indecentes. Que el imperio de la indecencia
domine en la política es intolerable; ese imperio es fruto del dominio de ciertas oligarquías que piensan que lo único que hay que
hacer es ganar dinero y crear ideologías aptas para que esa oligarquía
siga con poder...
P. Usted cita a Machado hablando del
país luminoso...
R. Sí, hablaba del país empobrecido por
una clase
media entontecida por la ignorancia y por el pragmatismo eclesiástico.
Contra eso oponía esa luminosidad, la decencia popular... Eso no lo podemos
corromper.
P. ¿La solución?
R. La solución no la veo más que en la
cultura. Cultura
entendida como educación en la libertad, en la verdadera
sabiduría... Me he quedado sorprendido por el anuncio de una universidad que
decía que disponía de cafetería de lujo y pistas de pádel... Es vergonzoso que
esto sea posible y que se anuncie como atractivo para los jóvenes. Esa actitud
es la catástrofe para un país.
P. La campaña electoral ha coincidido
con dos cambios de gobierno en Europa, ambos a favor de personalidades del
mundo económico. ¿Cómo lo ha vivido?
R. En La República de Platón y en La política de Aristóteles
se dice que la salvación de los Estados, de los pueblos y de las naciones se da
a través de la decencia y de la cultura. Esta no es una frase
antigua, vale hoy. ¿Cómo va a defender lo público alguien que
solo está pensando en lo privado y en lo de sus "amigantes"?
Y me gusta esa palabra, "amigantes", porque consuena con mangante.
P. Este país es como un enfermo sometido
a una enorme operación descarnada. ¿Con qué ánimo lo ve usted?
R. Lo que percibo es desconcierto y
dolor. Quizá no mucho dolor, porque nos están haciendo esta operación con
anestesia.
P. ¿En qué consiste la anestesia?
R. En que lo que prima en este
mundo es la economía, que hay que solucionarla y que por lo tanto hay que poner
técnicos al frente de esa economía. Estos técnicos salvadores han
sido abogados o economistas de grandes empresas puramente económicas, empresas
que solo persiguen el poder económico. Es una equivocación. A la larga, y no a
la muy larga, más bien a la corta, se paga.
P. Una de las lesiones que presenta ese
cuerpo sometido a una operación quirúrgica ha sido el proyecto de Educación
para la Ciudadanía. ¿Cómo ha visto la burla a la que se sometió esa iniciativa?
R. Propia de auténticos ignorantes y
aprovechados. La Educación para la Ciudadanía es una forma de crear
ciudadanos libres, pero las sectas no pueden aceptar que haya
ciudadanos libres. Educación para la Ciudadanía, o como la llamen, provoca la
educación libre y laica y es uno de los elementos fundamentales del progreso
democrático.
P. La política también está gravemente
lesionada. ¿Qué consecuencias tiene?
R. La consecuencia más grave es la de ir
alimentando poco a poco el imperio de una dictadura, una dictadura económica. Confío
en que ya no sea posible una dictadura militar, pero hay formas de dictadura
que sin disparar tiros dominan también. Creo profundamente que el desprecio a
la política es un error garrafal porque es un desprecio interesado. Lo que
quieren hacer es una política determinada donde nadie pueda hacer política.
P. El político sale aún peor parado que
la política...
R. La política es la función esencial de la vida colectiva,
y el político es algo esencial también en la dirección y en la orientación de
esa vida colectiva. Pero tiene que ser honrado y
no ponerse una máscara, sino dar la cara —eso también lo dice Machado—. Dar la
cara por unos ideales que ese partido debe defender de
verdad. El ataque a la política, la burla no digamos, se nos clava en la cabeza
como si todos los políticos fueran unos sinvergüenzas. Y eso es un error... La política es el más arquitectónico de los saberes, decía el gran
teórico clásico de la política, porque los comprende a todos... Burlarse de la
política tiene algo de dictatorial, de tiránico... Muchas veces me
digo, no sé si con injusticia, que estamos en una
oligarquía democrática
y que el franquismo ha seguido bajo distintas formas, con intereses
oligárquicos.
P. ¿Dónde lo ve?
R. Antes de decirlo, déjeme decir que este país ha
avanzado. Fíjese en Salteras, al lado de Sevilla; ahí iba yo en los
años 40. El avance ha sido espectacular... El país ha mejorado en cultura, en
decencia... Creo que el franquismo está de capa caída, pero tiene todavía
fuerza en ciertas manifestaciones de algunos políticos, con una ideología que
coincidiría con la que se mantuvo con Franco...
P. ¿En qué lo ve?
R. En la defensa de la
enseñanza privada, en el descrédito de lo público, en el desprecio de la
igualdad de oportunidades... ¿Dónde está la libertad si hay desigualdad?
P. ¿Y Europa no es parte de ese cuerpo
enfermo?
R. Ha sido una luz, un poder
intelectual... Por eso me preocupa que ahora pueda surgir una tercera guerra europea
solapada, ya sin cañones, una guerra económica. Un nuevo afán de dominio, solapado,
porque eso son las guerras, lo que destruiría las posibilidades que sin duda se
abren para una Europa unida...
P. Hablaba de un país entristecido y
luminoso. ¿Hay una luz?
R. Creo que en nuestro país hay una
sabiduría latente y emergente que me llena de optimismo, pero no
podemos permitir de ninguna manera que se corrompa el político. No podemos
votar a los corruptos
a no ser, y eso sería la muerte de un país, que nosotros estemos ya tan
corrompidos que no solo no los distingamos sino que queramos que el corrupto
mande para engancharnos a su chaqueta. Sería catastrófico.
No es tolerable que
el imperio de la indecencia domine en la política, Entrevista a Emilio Lledó
por Juan Cruz [El País, 15 de noviembre de 2011]
Una
de esas felices coincidencias un tanto asombrosas. Por la mañana, en una
terraza desde la que puede verse la casa de Lope de Vega, hablábamos de esta
incapacidad natural para recordar que el pasado tiene letra pequeña. Todo lo
que no aparece en el gran relato —detalles, ambiente, circunstancias— y suele
ser, tantas veces, más decisivo que el relato mismo. Basta observar cómo
incordia esa letra pequeña en el día a día. Convenimos en llamarlo, de forma
provisional, falta de empatía histórica mientras trataba de imaginar, sin
ningún éxito, el olor, los ruidos y la apariencia misma de la calle en 1612,
cuando Cervantes
y Lope eran vecinos y escribían. Un Cervantes cano y manco asomado a la
ventana, quizás agobiado por un mismo calor de verano, imaginé.
Por
la noche, esta maravillosa charla del filósofo Emilio Lledó en
la Fundación March me hizo saltar de la cama a buscar libreta y bolígrafo. La
conferencia es del 21 de enero de 1986, pero parece grabada ayer. Lledó habla
de crisis, de sobreinformación, de fin de época. Por si fuera poco, el acto
formó parte de un ciclo cuyo insuperable título lo instala definitivamente en
la calurosa noche madrileña: Política
y felicidad. El peculiar espejismo de que algunos asuntos en España
son crónicos, por siempre viejos y actuales.
Dice
el sabio Lledó:
Desde el momento en el que el presente se muere, la verdadera
riqueza del hombre es la memoria, pero si a esa memoria la planchamos, si a
esos textos los vemos aplastados contra su propia textualidad y no los vemos, no
luchamos, mejor dicho, por verlos emerger de unas determinadas circunstancias,
de unos determinados, concretísimos
problemas de los hombres por entender el mundo,
por dominarlo, por asimilarlo, por comunicarlo, estamos entonces partidos en
una doble, extrañísima temporalidad. Estamos empezando a ser casi la nada. Por
un lado, la fluidez feroz del tiempo que nos devora —y no es metáfora, es casi
definición— y, por otro lado, el silencio del pasado. Los textos del pasado no
se escribieron sólo para ser objeto de cuadriculación filológica o lingüística,
sino fueron voces de hombres, voz humana que quedó plasmada en las páginas.
La
bellísima observación de Lledó me deja en vela. Busco al autor más antiguo en
las estanterías. Platón
(427-347 a. C.), su Defensa de Sócrates, primeras líneas, habla Sócrates:
No sé, atenienses, qué impresión han dejado en vosotros las
palabras de mis acusadores, mas sí puedo decir de mí que, al oírlas, me ha
faltado poco para olvidarme de mi propia persona: tal era el poder de persuasión
de las mismas. Sin embargo, tocante
a verdad, nada han dicho, en resumidas cuentas. Y entre las
muchas mentiras que han salido de sus labios hay una que me ha causado especial
maravilla: me refiero a aquella parte de su discurso en que afirmaban que debéis
estar prevenidos para no ser embaucados por mí ya que, según ellos, soy un
hábil orador. En efecto, el hecho de que no sientan vergüenza ante la
proximidad de ser puestos por mí en evidencia, y no con palabras, sino con
hechos, una vez que quede patente mi completa inhabilidad oratoria, me parece
lo más descarado de su conducta, a
no ser que llamen hábil orador al que dice la verdad.
Es
obvio que hay un silencio en el pasado producido por la incapacidad de leer a
muchos textos y autores como merecen, pero no lo es menos que a veces el
pasado, a salto de mata, sin ambages, viene a colarse en el presente y nos
habla de él mejor que nosotros mismos.
El silencio del pasado, Pablo Mediavilla Costa [Jotdown, julio 2013]
Algunos rasgos
delatan a los filósofos. Se presentan con preguntas. Hablan de los griegos de
la Antigüedad como si se tratase de su panda de barrio. Distinguen el grano (la
cultura) de la paja (la tecnología). A menudo, para tener libertad, no llevan
móvil. Emilio Lledó (Sevilla,
1927) logró ayer el Premio Nacional de las Letras por su dilatada trayectoria
literaria como referente intelectual y ético, aunque no recibió la noticia
desde la Secretaría de Estado de Cultura sino durante una entrevista con este
diario porque Lledó, filósofo donde los haya, no lleva móvil: “Tengo más
libertad”.
Entre abrumado
y feliz, el académico echó mano del humor: “Eso quiere decir que ya
estás tan viejo que están diciendo ‘vamos a despedir simpáticamente a este
señor”. El reconocimiento institucional —que él acepta agradecido— le llegaba
en la sede de la Asociación de Editores de Madrid, que le ha otorgado este año
el premio Antonio de Sancha por su compromiso con la cultura y la literatura. Y
que se suma al que recogerá en noviembre en México, tras ser galardonado con el
primer Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, y al que, hace un
mes escaso, le otorgaron en Getafe Negro (el José Luis Sampedro). “Puedo ir al
libro Guinness”, bromeaba ayer en los pasillos de la asociación, adonde llegó
para hablar de un premio y donde acabó hablando de otro.
Días de gloria
para Lledó, que ya tiene una larga ristra (premio Alexander Von Humboldt del
Gobierno alemán o Nacional de Literatura por El silencio de la escritura,
entre otros). Nada que ver con ciertos reveses que sufrió el pensador en el
pasado —fue ninguneado en 1987 cuando optó a la
cátedra de Filosofía Moderna y Contemporánea de la Universidad Complutense— ni
con los días tristes de los cincuenta que precedieron a su marcha a Heidelberg
—adonde llegó esquelético: 53 kilos—, ni mucho menos con los días intensos de
la infancia, fluctuantes entre el placer (la lectura) y el terror (los
bombardeos). “Pero yo fui feliz en la guerra porque aprendí a leer. Tenía
un profesor en Vicálvaro que nos hacía leer un par de veces por semana el Quijote
y luego nos preguntaba por sugerencias de la lectura. Hay que enseñar a leer y a amar la lectura.
La tecnología es una ayuda para la cultura, pero no creo que tenga nada que ver
con la educación”, afirmó.
Quizás porque
Lledó entiende la
filosofía como “la conciencia crítica de su tiempo”, va
contracorriente de algunos mantras que se extienden como el aceite. “El bilingüismo de los colegios me pone un poco nervioso. No. Lo que se
necesitan son colegios monolingües que enseñen bien otros idiomas”. “Obsesionar
a los jóvenes con ganarse la vida es la manera más terrible de perderla”. “La
verdadera riqueza es la cultura. Suena a frase hecha, pero es así”.
También dice que no dice todo lo que piensa “porque a lo mejor insultaba”. Pero
cuesta creerle. Lledó es un sabio bienhumorado, que solo endurece la mirada
cuando se le interroga por la salud del país. “En la dictadura teníamos la
esperanza de que esto cambiaría, y ahora estamos en el territorio de aquella
esperanza y muchas veces desesperanzados”.
El
filósofo amante de los griegos vuelve a ellos para reivindicar la decencia
como esqueleto de una sociedad sana. Le disgusta profundamente lo que ocurre en
el universo político, pero Lledó, que durante medio siglo difundió la Filosofía
en institutos y facultades (La Laguna, Barcelona y la UNED), es un combatiente
optimista, que se resiste a dar batallas por perdidas. “La política es la
administración de la justicia, de la educación y de la cultura con generosidad”.
Durante sus
primeros años de profesor de Historia de la Filosofía no escribió nada. “Ni se
me pasaba por la cabeza, no hacía más que preparar clases. Me encantaba porque
creas un espacio social”. No usaba libros en el aula, aunque con el tiempo él
acabaría generando algunos
textos esenciales del pensamiento contemporáneo español: Memoria del
logos, El surco del tiempo, Lenguaje e historia o Memoria
de la ética.
Ahora está
embarcado en un ensayo sobre los afectos: “Me gustaría poder
aportar algo nuevo aunque sea pequeñísimo. Los afectos no tienen una gramática
como la Filología, pero eso le da fuerza y libertad. Habría que pensar en una
gramática de los afectos para que el amor no se convierta en odio o la amistad
en enemistad. El principio de las relaciones afectivas que tengamos
empieza con la relación afectiva con nosotros mismos. Y esto te obliga a
mejorarte, luchar para mirarte en el espejo y no avergonzarte”. Algo
que el filósofo ha conseguido: “Por edad hay un momento en que piensas que te
quedan pocos telediarios, pero eso no me entristece para nada porque pienso que
soy el mismo que con una maletita de cartón que se rompió en la frontera me fui
a Alemania. Me miro en el espejo y no me avergüenzo”.
Premio Nacional
de las Letras, Emilio Lledó por Tereixa Constenla [El País, 18 de noviembre de
2014]
El
filósofo Emilio Lledó (Sevilla, 1927) disfruta enseñando las dos ‘joyas’ de su
biblioteca. La primera es un cuaderno escolar, decorado con dibujos infantiles
y banderas republicanas cuyo morado intentó disimular cuando aún era un chiquillo
para evitar problemas. Su entonces maestro solía invitarles a hacer “sugerencias”
y pensar por ellos mismos, remarca con intención. La segunda también
es obra de niños, vecinos del pueblo de sus padres, Salteras (Sevilla). Se
trata de una carpeta que acaban de enviarle con fichas y redacciones dedicadas
al “amigo Lledó”. Repasar esos trabajos le devuelve la esperanza. A veces la
pierde cuando piensa en la política educativa del actual Gobierno.
Parece estar pasándolo mal últimamente.
Muy
mal, lo digo sin ambigüedad. Estamos viviendo un retroceso gravísimo,
porque, a pesar de todo, este país había progresado. Cuando yo era niño, mis
padres me mandaban a casa de mi madrina, en Salteras. Era una labradora
modesta, pero buenecita, que tenía gallinas. Allí me consolaba del hambre de
Madrid. En los años cuarenta, el pueblo
tenía 2.000 habitantes, y los únicos que estudiábamos bachillerato
éramos los hijos de algún terrateniente y yo. Hoy tiene 5.000, un instituto,
tres colegios públicos, guardería, biblioteca… El pueblo ha progresado porque
un alcalde decente ha entendido que su misión era ésa y no proteger a
“amigantes”, una palabra que viene de mangante.
Es un gran aficionado a crear nuevas palabras y
sobre todo a denunciar las que considera vacías, como por ejemplo la
“excelencia”.
Se oye esa expresión y eso ya es… [se indigna]. No se puede entregar la educación de un
país a la diferenciación económica, a los colegios de pago. En
primer lugar, porque muchos de esos centros no se
pueden comparar con el último instituto público de Francia o Alemania.
Aparte de que es una injusticia enorme. Otro de los sofismas más lamentables e
ideologizados de los últimos años es hablar de “la libertad de los padres para
escoger dónde educar a sus hijos”. ¿Qué libertad es ésa? ¿Los padres de los barrios humildes tienen
libertad para mandar a sus niños a los colegios de las sectas, que
piden un dinero imposible de pagar? Los padres
alemanes y franceses deben de tener otro sentido de la libertad, porque nunca
han protestado por su magnífica enseñanza pública.
Habla de sectas en la enseñanza. ¿Qué papel juega
la Iglesia en este momento?
Un papel
lamentable e ideológico que no tiene nada que ver con la democracia ni con un
país laico. Un ejemplo son las declaraciones de Rouco Varela en el
acto de homenaje a las víctimas del 11-M. No sé por qué hay que celebrarlo en una
iglesia y hacer que este señor opine. El estudio tiene que ser creación de libertad, no de
dogmatismo ni de frases hechas. Los conceptos estereotipados, en
quien no los reflexiona, producen agresividad. Uno de los frutos que genera la
ignorancia cultivada es la violencia.
¿Qué le parece la supresión de la asignatura de
Educación para la Ciudadanía?
Una expresión de la ignorancia, del fanatismo y de la ideologización que
estamos viviendo. Me entristece ver la poca sensibilidad de los muchachos, que
merecen otro tipo de enseñanza. En España hay maestros de instituto excelentes, pero
están intentando coartarlos y privatizar lo que es público. La democracia es,
fundamentalmente, obra de lo público y creadora de lo público.
Ahora lo que se fomenta es la cultura del
emprendimiento.
Los
emprendedores, sí, como los que emprendieron la destrucción de nuestras costas
y la locura de la burbuja inmobiliaria, o los que están permitiendo la burbuja
mental de los estudiantes con la eliminación de las humanidades. Eso es muy
grave. Los jóvenes tienen que luchar por la defensa de estas
asignaturas. ¿Es que no son humanos los químicos orgánicos o los asesores
financieros?
¿Blindar la religión mientras se suprime la
filosofía puede tener consecuencias peligrosas?
El
adjetivo no me gusta mucho. Es peor que peligroso, es funesto. Es ideológicamente inaceptable
para un país que quiera progresar intelectual, cultural, técnica,
industrialmente. Es inadmisible que se menosprecien las humanidades
y se establezca una religión que yo no sé muy bien de qué tipo es, porque la
religión también se manipula por determinados grupos ideológicos. Es un error
garrafal.
Hace años que se habla de una generación perdida,
la que se dedicó a la construcción y no se formó. Al problema se suma ahora la
falta de recursos para estudiar. ¿Hay recuperación posible?
Menos
mal que no salió lo de Eurovegas. Se vendía ese producto diciendo que iba a
generar empleo.
Por supuesto que habría gente que hubiera trabajado en esa monstruosidad. Pero
el trabajo se crea con fábricas de cosas útiles, con innovación, con cultura.
Me sorprende que la gente vote a determinados políticos. No se entiende, a no
ser que nosotros también seamos un poco corruptos y pensemos que nos caerán las
migajas de quien se va a hacer con el poder.
¿Qué esperanza les queda a quienes no logran
encontrar un trabajo?
Yo viví la Guerra Civil y la posguerra. Entonces había una tristeza general,
pero esperábamos que todo cambiaría alguna vez para mejor. Ahora estamos en el
mundo de la esperanza que imaginábamos y sería terrible que lo que nos
determinase fuese la desesperanza, la decepción y la involución. Habría que
pedir responsabilidades reales a quienes las tienen. Me sorprende que ciertos
partidos políticos, pongamos de izquierdas [hace gesto de comillas], no exijan
las cuentas exactas de los aeropuertos que se han hecho sin aviones.
¿Y la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia? ¿Y la de la Cultura, de
Galicia? Las ciudades de las ciencias se hacen creando escuelas y
universidades públicas.
Es curioso, en el franquismo sólo había universidades públicas. Estaban
condicionadas, pero aun así es mucho peor esta cultura de la privatización, donde
me gustaría
saber la categoría de muchos de los señores que están enseñando en centros
privados, y también qué idea tienen de la libertad y el progreso.
¿Cómo ve la Universidad actual?
Estoy
un poco desconectado, pero mis exalumnos me cuentan que va a peor. Me atrevería
a hacer una entrevista cara a cara con esos ideólogos de la educación para
demostrarles el retraso y la incultura que están promoviendo con esa obsesión
por hacer cosas ‘valiosas’. Uno de los escándalos que más me chocan es que se
obsesione a los muchachos con la idea de que la Universidad sirve para ganarse
la vida. En esos años hay que crear ilusiones. Me gustaría que los
asesores del ministro [José Ignacio Wert] me explicaran sus razones. No creo
que la monstruosidad de ciertos individuos llegue al extremo de querer
entontecer al país.
La ignorancia
cultivada genera violencia, Emilio Lledó [La Marea, 3 de mayo de 2014].
Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece
sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me
emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y
para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las
expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos
sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos,
porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original,
no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer.
Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar
términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos
que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en
ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni
peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el
interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de
ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es
nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan
evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios,
los huecos de la existencia.
No
deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos
que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con
los otros, al tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones.
Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos
tiempos, dos jornadas, diferentes, y en ambas ocasiones el
autor de obras como “El silencio de la escritura”,
“La memoria del logos” o “La filosofía hoy”, compartió el estimulante,
enriquecedor, juego
de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló
ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los
libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser
olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa
reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida,
la vida
vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los
ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo
secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto
recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese
seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para
decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no”
pertenece al territorio de los niños.
“Los
libros y la libertad” (RBA), un abarcador compendio de artículos
que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y
preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy
pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva
trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho
más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la
luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos,
compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber
sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma,
prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.
- Son
muchas las ideas, las reflexiones contenidas en “Los libros y la libertad” que
me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la
parte en la que hablas de las primeras lecturas,
de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades
paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó?. ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria,
guardas en tu particular cofre de los tesoros?
-
¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria.
Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo
sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en
blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad.
A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la
memoria histórica. Me interesa
saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a
qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi
infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra
Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar
de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con
otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9,
10, 11 años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces,
porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque
tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo
.
- Da
la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha
llegado a ser.
-
Sí. Don Francisco fue fundamental para un
muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños
de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no
lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo
percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre
había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi
padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento
de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me
trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran
Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al
salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de
protegerse… Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo
su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos
maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por
semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo
el “Quijote”
porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese
maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no
la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía
inspirar “Don Quijote”, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra?
Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.
-
¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?
-
No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la
universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender
asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no
dijese que en la universidad que yo padecí
sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido
la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí
está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos,
donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de
50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que
sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la
tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la
repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy
significativa en “Don Quijote”, la frase que el ex
vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había
ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes
reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una
vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente
luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que
nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es
la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él.
Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te
introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no
vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional,
dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad.
Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la
sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas.
Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a
que conduce la falta de comprensión.
- ¿A
don Francisco le seguiste la pista?
-
Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para
nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid
y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro
era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que
tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después
para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada
entre Manuel Becerra y Ventas. Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de
los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa
palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué
bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel.
Más tarde, en un libro mío, “El surco del tiempo” puse el final de uno de sus
sonetos.
- Tu
padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas
de los años que viviste a su lado?
-
Sí. Fue capitán de la República
y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho
la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a
trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la
palabra hambre no es una metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos
muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil,
y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé
la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía
traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi
padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser
de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la
acogió en el pueblo
sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños
los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases
particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor
Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando
que estuve
diez años fuera.
-
¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente
diferente?
-
Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado,
no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo
que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y
repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que
estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos
me consiguieron una beca y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida,
que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico,
en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de
estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de
descubrir en Heidelberg la
universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de
las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de
tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes,
apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una
universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la
empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en
el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con
colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a
los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco
o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo
estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí
fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había
asignaturas, donde no había exámenes
“cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que
aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban
lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes
de una forma personalizada.
- ¿La
Alemania de Merkel no te ha decepcionado?
-
Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual,
con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa.
Ahí no puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania
de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios
privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media,
institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde
muy cerca ya de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el
Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la
“cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.
- Nada
indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo
español va cada vez más encaminado en esa dirección.
-
Sí. No hay forma de salir de la monstruosa
educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre,
desde que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los
exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que
el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está
preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas.
Podemos pensar que en Filosofía y Letras
no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te
mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control
permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto
castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se
educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura
del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia,
de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros
mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.
- La
guerra, la dictadura, impulsó a Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos
años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no
por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.
-
Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un
fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias,
ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el
otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué
ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario.
A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos
esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que
este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha
instalado la desesperanza. Yo volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid.
Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la
misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro,
hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a
nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión
de la gente ahora por subir, por
obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si
tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños
para conseguirlo.
- ¿Te
has arrepentido alguna vez de haber vuelto?
-
No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país,
contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero
decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los jóvenes que se van
han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es
descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo
todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás,
porque, pese a todo, el país
había progresado mucho desde la Transición.
Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos
para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi
madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde
en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios
públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal.
[He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de
Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que
no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además,
que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le
regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor
filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño,
como una joya.]
- El
problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.
-Sí,
estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama
la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia,
responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la
demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de
la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso monstruoso. Me cuesta
mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en
privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado.
Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente.
Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una
auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La
verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica
va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles
en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el
más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el
dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de
menos.
-
Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha
pasado a ocupar el nivel superior.
-
Exacto. Lo
que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo.
Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un
señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es
modificar la Ley de Costas.
Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar,
la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del
turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que
trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han
regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos.
Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas
veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los
que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos
a ver si obtienen algún beneficio.
- Hay
un texto que se incluye en “Los libros y la libertad” que resulta especialmente
revelador. Pertenece a “La República” de Platón y en él se dice que los
gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes
no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran
estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con
ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si
adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en
administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos
déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los
clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien
parada en los nuevos planes de estudios?
-
Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los
clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida
odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad
a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro
de 20 o 30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa.
Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y
deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió
Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los
instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.
- Las
manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el
territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer
la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en
uno de los capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando
se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el
tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las
calles por donde andamos.
-
Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes
estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a
las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la
educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos
objetos presentes que mis manos tocan. En “El
surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de
que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien
escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el
presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por
eso resulta
maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores,
no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy
dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y
que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo
que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en
un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el
otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no
podría concebir todas estas paredes vacías.
- ¿Si
tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de
Alemania?
-
Sí y sobre todo los
seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida.
Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando
volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no
respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas:
bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer
guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido.
Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época
inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en
Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de
entusiasmo. Después saqué la cátedra de
Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.
- ¿Se
puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?
-
Todos necesitamos un rincón de felicidad, de
amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los
seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia
felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a
la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no
tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta unos 1.500 euros por día.
Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se
produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero… ¿Qué
sociedad hemos creado donde eso sea posible?
- El
tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la
vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de
publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó,
autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, “El
epicureísmo”.
-
A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero
personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía
antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a
consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro
que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía
imaginar, era
posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos.
Independientemente de eso el tema de la felicidad me
ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos
derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras
pequeñas vidas. Para
ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien
hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del
cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar
ahora, aquí.
-
Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta
un punto.
-
Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro,
cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del
mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado,
fue el descubrimiento
de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del
placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento
extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los
excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro,
como era el mundo griego, es comprensible que tener
se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro
y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de
cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía
prescindir.
- El
problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen
cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que
hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los
hombres y mujeres de este siglo XXI?
-
Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bien ser”, que ni siquiera está
establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades
del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo
esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener
una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo,
contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo
de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de
las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a
explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces
yo me acordé del diálogo entre
Glauco y Diomedes en la “Ilíada”,
el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación,
igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los
hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La
Iliada” viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era
consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima
edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es
maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con
bienestar, con decencia.
-
Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver
caer las hojas de los árboles…
-
Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en
cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que
aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan
Sebastian Bach. No, eso es ridículo y absurdo. Pero ese es un
horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las
generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en
primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el
sufrimiento, todo eso que también
una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero
también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar
enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy
fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.
-
Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer
frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo
público?
-
Pues se
trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bien ser”, se pueda
practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más
allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la
aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es
meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo
sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a
la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho
mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el
poder.
-
¿Esa idea vale para retratar a la España actual?
-
Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente
hacia una
oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las
dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está
rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una
catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención
oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un
texto en la
política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que
el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera
clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al
sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en
Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la Democracia, y allí
reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda
últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas
personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la
codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como
sociedad. Hay
valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se
trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va.
La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es
algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por
sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos
de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que
engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas
determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las
consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y
agresividad. El bruto, el
monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la
agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales,
sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan,
te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y
en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden alimentar un golpe de
Estado. Hay
momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo
de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo
por todos los medios.
- Los
principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como
“Memoria de ética” o “El origen del diálogo y de la ética”. Los ideales del
hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son
resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando.
¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?
-
Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a
pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber
cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y
se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad.
Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso
de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio
es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir
teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar
a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo
es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan,
nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos
no me permitirían (risas).
-
Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de
tantas acciones inmorales.
-
No
votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el
grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso
sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha
gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí
está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a
reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El
problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué
somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes
cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha
preocupado siempre y me sigue preocupando.
-
Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos
los males.
-
Sí, la
ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir,
pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender
esto?
- Leo en uno de los textos incluidos en “Los libros y la libertad”: “Si se
analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el
rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la
formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de
oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay
que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz
de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un
momento reaccionario de la historia de España?.
-
Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas.
Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que
habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo
así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se
reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa
oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y
por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes
actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa
“practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó],
ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza.
El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y
un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo:
“Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy
aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo
logramos cambiar todo esto.
-
“Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que
estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?
-
Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud.
Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel
europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de
manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país
organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay
que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita
a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y
las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la
única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que
la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento
de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por
ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante
los escraches, hasta el
punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches
políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de
los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa
gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a
repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura
es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que
empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser
igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.
-
Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los
tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el
espectáculo, la televisión basura…
-
Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de
la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión,
leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no
entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No
basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me
preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida
gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era
mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado
quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad
los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por
el dinero.
-
¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le
corresponde?
-
Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la
salvación, la cultura a través de
la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no
puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos
naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios
fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra.
Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza.
Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es
miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el
sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso
tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que
tiene que echarlos. Hay que fomentar la
conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la metafísica de Aristóteles dice que
todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego
algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y
es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos
dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas,
preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es
prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en
colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece
mentalmente. La educación es fundamentalísima.
-
Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos
la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la
perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes,
pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente
es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros
momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en
ir a mejor, pero ahora…. ¿Cómo lo ves?
-
Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del
presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos
unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso
resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe
al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en
el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no
vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos
estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de
universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de
ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una
dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a
una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso
alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma esperanza que yo tenía hace
50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en
adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde
nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un
señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en
la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas
que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que
tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los
que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros.
No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la
lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de
oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en
el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos
como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos
otras cosas para la época que vivimos.
- Se
han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que
deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las
sociedades avanzadas al Tercer Mundo?
-
No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no
les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos
lados: las
oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica
y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando
es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la
gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo
piensa que tiene que liberarse de eso.
- Y
la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la
parálisis, a la no acción.
-
Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que
tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba
antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad
que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos
guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron,
nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy
triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de
cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que
los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en
la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es
que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A
muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que
llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran
del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender.
Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un
hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya
resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de
esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia,
igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes.
Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque
habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y
cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen
de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.
-
¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al
germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del
mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?
-
No tiene
sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa
extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi
país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía
Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere
presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados,
nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no
fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la
sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido
tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear
bienes.
-
Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo
contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.
-
Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen
social. Haber alcanzado lo
que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado
seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo
sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que
pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que
estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era
previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día
veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la
memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún
líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué
precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa
discontinua. Cuando
iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos
alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han
querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del
resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la
ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.
-
Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto
tanta información nos confunde?
-
Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la
información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también
para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden
convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten
fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho
daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la
responsabilidad colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas,
porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se
limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y
cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura,
cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse,
caer en la agresividad.
- ¿En
qué está trabajando ahora Emilio Lledó?
-
En un ensayo que podría titularse “Filia. Una historia del amor y
la amistad”. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da
vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme,
aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro
de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.
- La
amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro
Epicuro.
-
La historia de la amistad es una historia larguísima.
Los hombres se amaron antes de que supieran qué era
la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático,
porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes,
los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las
relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una
historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que
hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a buscar mis
ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado,
machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y
literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar
de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.
- Sin
duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo,
se suelen poner otras muchas cosas por delante.
-
Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y
cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos,
gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías, mientras que el amor vive su vida,
sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha
quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una
normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan
“fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos
seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué
es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del
lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos
radical y esencialmente humanos.
Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los
mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero
sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha
enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.
-
¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados
intereses de por medio?
-
Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades,
de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro.
Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de
sublimación de la amistad. Hay un texto en la “Magna Moralia” de Aristóteles que dice que
igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo,
cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que
mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo
estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan
literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más
necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a
lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver con el aprovechamiento de
la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que
tiene que ver con mangantes.
-
¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se
mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.
-
Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé
lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos,
de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y
el leer.
- ¿A
qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a
Kant.
-
Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de
Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en
alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me
gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo
inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro día estaba
repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca.
Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les
recité de memoria unos versos: “El
otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una
de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui
a comprobarlo y, efectivamente, en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”.
Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir
recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo
mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.
[La poesía va poniendo fin a la conversación.
Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que
el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le
devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos
vuelven a captar su atención. “El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala
mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de
Aristóteles. “Un hombre
piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma,
todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la convierte en una
especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros.
Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos,
deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo
que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un
dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir,
en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus
asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante
los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]
Esta entrevista -solo texto- fue publicada previamente en el número
109-110 de la revista cultural “Turia”. “Los libros y la libertad” (RBA)
es la última publicación de Emilio Lledó.
“La raíz del mal está en la ignorancia, el egoísmo, la codicia”.
Entrevista a Emilio Lledó por Lecturas sumergidas, 27 de junio de 2014.