viernes, 28 de noviembre de 2014

Aquel que desea pero no actúa, engendra la peste II



En Ventanas de Manhattan, alguien recuerda y cuenta haber llegado a Nueva York poco antes del otoño de 2001 para pasar una estancia de varios meses ejerciendo la docencia. En este libro, que tomaremos como ejemplo, el narrador que paseó y que ahora evoca y escribe es alguien que no se identifica, pero adivinamos que es una persona que tiene su vida hecha en España, un escritor afamado a quien precisamente su celebridad le impide pasar inadvertido en su propio país.
Destrezas
En cambio, por las calles de Nueva York, ese transeúnte era y es absolutamente desconocido, y por eso puede recuperar el alivio y las ensoñaciones del paseante solitario: 

si uno tenía la tentación, siquiera inconsciente, de creerse alguien, aquí comprueba, literalmente, sin rastro de literatura, que no es nadie, que es un Don Nadie, para ser exactos, con la exactitud de la lengua popular”.


Conversación con Antonio Muñoz Molina por Justo Serna, [Anatomía de la Historia, 28 de noviembre de 2014]




martes, 25 de noviembre de 2014

Aquel que desea pero no actúa, engendra la peste



"Pocas veces me he visto tan arrastrado por una historia”, dice Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) en su casa de Madrid. “Ha sido un año de intensidad”. El año es lo que ha tardado en escribir su nuevo libro, Como la sombra que se va (Seix Barral), que se publica el martes que viene. La historia es, resumiendo mucho, esta: 4 de abril de 1968. James Earl Ray, de 40 años, asesina en Memphis a Martin Luther King y huye. Entre el 8 y el 17 de mayo se esconde en Lisboa, donde trata de hacerse con un visado para Angola, para Rodesia, para donde sea.
Diciembre de 2012. Muñoz Molina espera en un café del Chiado a su hijo, que vive en la capital portuguesa. El muchacho cumple 26 años y el padre recuerda las dos noches que él mismo pasó solo en la ciudad en enero de 1987, cuando el niño tenía un mes. Sobreponiéndose a la mala conciencia de dejar atrás a la familia, iba buscando inspiración para una novela que empezó llamándose El invierno en Florencia y terminó siendo El invierno en Lisboa. Galardonado con el Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, fue el libro que cambió la vida a su autor, que por entonces era un funcionario raso del Ayuntamiento de Granada dividido entre la vocación literaria y las ataduras domésticas, y hoy es académico de la RAE y premio Príncipe de Asturias de las Letras. El catedrático de historia contemporánea Justo Serna acaba de dedicar un libro a su obra: Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (Fórcola).
Octubre de 2013. Muñoz Molina y Elvira Lindo, su segunda esposa, pasan un mes en Lisboa. Él va a trabajar en una novela de la que lleva escritas 120 páginas y que nada tiene que ver con todo lo anterior. Sin embargo, cuando se pone a ello, la memoria y la imaginación se desatan. La obsesión por Ray —pisar las calles que pisó, leer las novelas baratas que leyó, fatigar los archivos del FBI— se cruza con su propio pasado y se lanza a escribir. El resultado es una absorbente reconstrucción de los días del asesino en Lisboa y, paralelamente, el descarnado examen de conciencia de un autor que habla crudamente del hombre que era hace casi tres décadas: un “adolescente tardío”, un novelista que “tocaba de oído”. Elvira Lindo —cuya presencia atraviesa todo el relato— fotografió durante meses los escenarios de esa escritura. Algunas de sus instantáneas, comentadas por ella misma, forman ahora parte del volumen Memphis-Lisboa, publicado por Oficio Ediciones.


Muñoz Molina, libre de pudor por Javier Rodríguez Marcos [El País, 22 de noviembre de 2014]


Crítica de “Como la sombra que se va”, J. Ernesto Ayala-Dip [El País, 22 de noviembre de 2014]
Los decentes que miran hacia otro lado agravan el desastre, Antonio Muñoz Molina por Blanca Berasátegui [El Cultural, 21 de noviembre de 2014]


lunes, 24 de noviembre de 2014

¿Para una minoría exquisita de lectores?



Para quien haya conocido la costa mediterránea española de hace medio siglo viajar hoy día por ella es presenciar una feria de horrores y un involuntario ejercicio de masoquismo. ¿Qué queda de las playas cercanas a la audaz incursión marítima de Peñíscola, de la orografía rocosa de Altea, de la suave manga de arena del mar Menor de Murcia?
Recuerdo mis visitas a ésta cuando el único edificio existente en ella era un pequeño pabellón de recreo situado junto a la gola y los pescadores sólo podían acceder a la zona de mayor riqueza piscícola una vez al año, en el día fijado por el cacique de aquel impoluto lago que imitaba a Franco con traje y gorra blancos, erguido en la cubierta de su pequeño yate.
La necesaria transformación de nuestras anticuadas estructuras económicas a fin de procurar una vida digna a sus habitantes se llevó a cabo con disparatada premura. El culto al hormigón y al dinero fácil unido a la falta de planes de desarrollo sostenible adaptados a la configuración del paisaje y a la incultura de los promotores y de la clase política asociada a ellos cuajaron en un agobiador panorama de ladrillo y una grotesca ostentación de nuevo rico. Se quemaron las etapas en una feroz arrebatiña de licencias de construcción dejando tras sí un erial de apartamentos vacíos y un horizonte de vacuidad desolada.
El efecto perverso de la machacona publicidad a toda página de una foto con la leyenda “Descubre la playa más solitaria del mundo” propició la invasión de esta por un tropel de curiosos ávidos de soledad. En vez de salvar lo que debía ser preservado en armonía con el progreso y bienestar de la población se destrozó el ámbito que la sustentaba con un fervor y denuedo dignos de mejor causa. La estrechez de miras, el señuelo del provecho inmediato, la perspectiva ilusoria de una prosperidad ininterrumpida acabaron con una España que debía cambiar pero no del modo insensato en el que se efectuó.
Hermosos pueblos de Andalucía, configurados con la delicada imbricación de las aldeas bereberes del Atlas, cedieron el paso al desastre urbanístico de Mijar o Mojácar con sus casas encaramadas unas sobre otras a fin de avistar el mar garantizado por los promotores en un amazacotado conjunto falto de gracia que alcanza las proporciones de una pertinaz pesadilla o espectacular adefesio.
Eramos pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño descubrimos que somos pobres de nuevo y, como hace medio siglo, tenemos que buscarnos no ya los garbanzos sino el menú de los fast-food fuera de nuestras fronteras. A la autosatisfacción chovinista de los años de vacas gordas ha sucedido el desengaño y amargura provocados por la falta de futuro y el naufragio de nuestras previsiones y anhelos. Ni siquiera nos queda el refugio de volver al claustro materno de unos pueblos devastados por la barbarie inmobiliaria. Los parques naturales que sobreviven en las proximidades de la costa andaluza, de La Almoraina a Cabo de Gata, perduran de forma precaria. Los planes faraónicos permanecen al acecho de nuevas presas. Alcornocales, pinares y otros bosques centenarios corren el riesgo de ser barridos por un monstruo como el del hotel de Carboneras, un golf resort de 18 hoyos o un coto de caza para jeques del Golfo. (¿Para qué ir a masacrar elefantes a África si podemos traernos unos cuantos ejemplares a la Península y disparar heroicamente a su manso testuz en un cómodo safari sin correr el riesgo de una caída y rotura de cadera?). La prepotencia de los saqueadores campa a sus anchas y son recibidos como reyes por nuestros políticos (Barcelona y Madrid emularon noblemente en rendir tributo al Gran Casino de Las Vegas, el filántropo Adelson).
Lo elaborado pacientemente por nuestros agricultores y artesanos —los bancales cuidadosamente escalonados de la costa alicantina, las bellas alquerías almerienses— ha sido víctima del atropello por una seudomodernidad sin contenido estético alguno. Nada o casi nada del nuevo panorama arquitectónico de la oxidada Marca España está hecho para durar sino como ejemplo de estropicio y absurda grandilocuencia: Ciudades de las Artes sin arte y de las Ciencias sin ciencia, convertidas en una concha vacía como el cráneo del cerebro que las concibió.
Las generaciones venideras juzgarán como corresponde la codicia de unos y prepotencia de otros en su miope concepción de un progreso que se ha desvanecido como un espejismo a costa de la destrucción de un paisaje que permanece vivo en la memoria de los viejos pero que ya no se recuperará jamás.
La destrucción del paisaje, Juan Goytisolo [El País, 10 de agosto de 2014]


Tras evocar la fertilidad intelectual y creativa del periodo que abarca el tardofranquismo y la Transición democrática, un autoexiliado como los que jalonan nuestra reiterativa historia, el filósofo Eduardo Subirats, comentaba en una carta fechada el pasado mes de diciembre que “en los años ochenta y noventa esa energía fue lentamente apartada de la vida pública y suplantada por una mezcla de oportunismo, ignorancia y corrupción cuyos resultados saltan a la vista”. Las citadas líneas acompañaban su propuesta de una entrevista conmigo en el marco de un medio digital en torno al tema de Crisis y Crítica bajo el elocuente título cernudiano de Desolación en la Quimera. Aunque mi situación de desamparo tecnológico (el amigo que transcribe en su ordenador mi letra menuda y casi ilegible se había ausentado de Marraquech) me impidió responder entonces a su solicitud, creo que la materia merece ser debatida con calma en unos tiempos en los que “la destrucción continuada e irreversible de los medios educativos”, dice Subirats, han puesto a España en el estado de postración en el que yace.
La emergencia de nuevas generaciones que hace medio siglo aspiraban a desembarazarse de la camisa de fuerza del Régimen y acariciaban el dulce sueño del acercamiento a Europa había abierto las compuertas a un pensamiento innovador y revulsivo que barría los esquemas caducos del nacionalcatolicismo y ofrecía al público cuanto había sido vedado por el obtuso poder oficial. La rebeldía intelectual y vital era el común denominador que inspiraba a cuantos, jóvenes o menos jóvenes, pugnaban por ponerse al día y acceder al uso de la palabra.
Las revistas y publicaciones de la época dan rendida cuenta de un cambio que desbordaba las fronteras trazadas por la censura. Ésta funcionaba aún, pero el ansia de libertad era más fuerte y la agonía del Caudillo preludiaba la del Régimen. La labor aperturista de la inolvidable revista Triunfo y la del semanario Cambio 16 fueron un soplo de aire fresco en la cerrada atmósfera que prevalecía desde el final de la Guerra Civil. Las editoriales innovadoras —Seix Barral, Anagrama, Tusquets, Lumen...— seguían la misma pauta y el público descubría a una serie de autores de dentro y de fuera que devoraba con insaciable apetito. La aparición de EL PAÍS abrió la brecha definitiva en el muro vetusto que se agrietaba. Simultáneamente a la hornada de grandes escritores latinoamericanos —García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Lezama Lima, Cabrera Infante...— y al reconocimiento de la obra ingente de Octavio Paz, traído a España de la mano de Pere Gimferrer y Julián Ríos, surgieron publicaciones literarias a veces efímeras, pero llenas de vitalidad y lozanía. Nadie ponía entonces puertas al campo y todo parecía posible. Comparar los suplementos literarios de la época con los de ahora es un penoso ejercicio de melancolía.
La década de los ochenta empezó con los mejores augurios: pienso en la revista Quimera cuyo empuje se prolongaría luego bajo la dirección de Ana Nuño y en la colección Espiral conducida por el gran autor de Larva. La oferta cultural era amplísima y el curioso lector no daba abasto. El retraso de décadas de aislamiento no podía colmarse en tan breve plazo, pero los aquejados de incurable libropesía (el término es de Quevedo) respondían al reto. La indispensable distinción entre el texto literario y el producto editorial que permite al buen editor publicar el primero gracias a las ventas del segundo se mantendría a primera vista intacta, pero se vería borrada conforme nos adentramos en los años noventa.
Vista a distancia, la frustrada inserción en la Península de la editorial Ruedo Ibérico fue una primera señal de alarma de la “normalización” que se avecinaba y de la marginación gradual de la disidencia en aras del progreso vendido por nuestros políticos: el de un país autosuficiente y rico, a la altura de sus grandes socios europeos. Cierto que revistas incentivas como Syntaxis, cuya aventura creadora se conmemoró recientemente, lucharon a contracorriente por una reflexión crítica de la modernidad y del neoconservadurismo propiciado por la globalización con la subsiguiente supeditación de la cultura al igualitarismo de las nuevas tecnologías y a las leyes del dios Mercado, pero la conjunción de ambos factores acabó por imponerse. Como me escribía Eduardo Subirats, “los espacios culturales administrados por las élites políticas no han sido capaces de revisar el pasado ni el presente de la historia española y mucho menos de transformarlo en un sentido esclarecedor”. De resultas de ello, el conformismo contra el que lucharon el pasado siglo figuras tan dispares como Valle-Inclán y Manuel Azaña configura de nuevo el horizonte hostil que nos aprisca en rebaño. Los Blanco White de hoy existen en los diversos campos del saber universitario, pero pocos, muy pocos, se esfuerzan por rescatarlos.
Un periodismo literario a menudo mediocre ha expulsado a los márgenes el pensamiento crítico que vertebra la vida cultural. Ambos son a la vez necesarios y compatibles en publicaciones destinadas al gran público, pero el desalojo del segundo en aras de una actualidad efímera y redundante conduce a un irremisible empobrecimiento intelectual y al desprecio de las facultades cognitivas de los lectores. En fecha no lejana fui testigo de un episodio descorazonador: había agregado a mi reseña de la correspondencia entre dos figuras centrales de la historiografía española del siglo XVI, Américo Castro y Marcel Bataillon, unas preciosas analectas con frases espigadas de su apasionante intercambio epistolar, pero dicho florilegio de una cuartilla y media no apareció “por falta de espacio” siendo así que en la misma edición en papel del suplemento del periódico en el que colaboro desde su fundación se dedican páginas enteras a fotografías y entrevistas a supercampeones de ventas de los que probablemente nadie volverá a oír hablar después de su espectacular promoción comercial.
Podría citar algunos otros ejemplos de esa celebración del vacío en un país donde se recortan despiadadamente los presupuestos educativos y culturales, se suprimen las becas de estudio y se empuja al exilio a millares de universitarios hipotecando así el futuro de las generaciones venideras. Según estadísticas divulgadas por la prensa ocupamos de nuevo nuestro antiguo puesto de furgón de cola europeo en términos de desarrollo humano y estamos a la cabeza en el de fracaso escolar mientras el Gobierno se jacta de los éxitos de la Marca España y ensalza las virtudes de la austeridad impuesta por Merkel y Bruselas. La ignorancia y corrupción campean como en otras épocas y en razón de ello no nos auguran, mucho me temo, un porvenir brillante.
De nuevo en el furgón de cola, Juan Goytisolo [El País, 30 de mayo 2014]


Las víctimas del bochornoso espectáculo que contemplamos a diario en el perímetro aislante (¡oh, cuán higiénico!) de Ceuta y Melilla ignoran las leyes inicuas que rigen el mundo desde la caída de los regímenes seudocomunistas y del desmantelamiento paulatino del modelo socialdemócrata del Estado providencia: la desregulación caótica de los mercados financieros del casino global y el desequilibrio comercial que favorece a los países de tecnología avanzada a expensas de los que no pueden exportar más que materias primas y mano de obra barata. Huyen de la miseria, de los tiranuelos heredados del antiguo poder colonial, de las guerras étnicas o tribales con su secuela de matanzas y éxodos. Han atravesado miles de kilómetros a través del desierto, sufrido el abuso de las mafias, soportado el rigor y las trampas del clima en una huida adelante de meses o años en busca de un refugio para afrontar al fin el último obstáculo: una doble verja de seis metros de altura con alambres de espino y cuchillas “no agresivas sino disuasorias” en palabras de nuestro ministro del Interior.
Agrupados a las puertas del soñado El Dorado europeo aguardan la ocasión favorable para trepar por las alambradas sin otra arma que su tenaz instinto de vida. Los vemos escalando las vallas de acero y concertina, encaramados en su cima o izados como una bandera en lo alto de un poste. Las fuerzas del orden les aguardan al pie con sus porras, escudos y cascos para la llamada “devolución en caliente” y no obstante eso se dejan caer en racimos para abrirse paso entre ellas y correr si lo logran en un iluso maratón victorioso camino de los inhóspitos y abarrotados centros de acogida en donde se arracimarán semanas o meses a la espera de una siempre aleatoria resolución del destino.
La indiferencia a cuanto ocurre en las avanzadillas de la Casa Común Europea por parte de unas sociedades adormecidas o anestesiadas por el credo neoliberal del sacrificarse hoy mediante severos ajustes y recortes sociales que conducirán, proclama, a la futura recuperación y abundancia (¡siempre la misma canción!) no es fruto del desconocimiento como lo era aún hace un par de décadas: ahora todo se ve en directo y nadie puede alegar ignorancia. El silencio es complicidad.
La indignación me sobrecoge: es la de la impotencia ante estas imágenes reiteradas que abruman la conciencia de un ciudadano recluido entre papeles y libros. Hace 20 o 30 años podía acudir a testimoniar de los dramas que me acuciaban en Sarajevo, Palestina, Chechenia o Argelia. Ahora la vejez me lo impide y contemplo lo que discurre en la pantalla con un amargo reproche al mundo y a mí mismo. Los candidatos a inmigrantes subsaharianos desfilan ante mis ojos revestidos de una agreste belleza moral. ¿Puede una persona ser ilegal, me pregunto, por nacer donde ha nacido? Los que trabajan clandestinamente en España lo hacen en condiciones de precariedad porque hay empresas que se valen de su desamparo para enriquecerse al margen de la legalidad. La próspera economía sumergida vive de esa vulnerabilidad. La naturaleza tiene horror al vacío y el trabajo que rehúsan los ciudadanos de Schengen será ocupado por quienes arriesgan su vida para subsistir y ayudar a sus familias. Al acecho del gran salto en los bosques vecinos de la verja o aupados en ella encarnan el derecho elemental a la vida, el pan y la libertad.
¿Qué puede la escritura frente al hambre? Los rostros de los subsaharianos (hay también en los promiscuos centros de acogida mujeres con niños) me interpelan con fuerza muda. Y una vez más, en mi desaliento, recurro como en otros momentos de mi vida a las palabras de Antonin Artaud: “Lo más urgente no me parece tanto defender una cultura cuya existencia no ha salvado nunca al hombre de su aspiración a una vida mejor y del apremio del hambre, como extraer de la llamada cultura unas ideas cuya fuerza sea idéntica a la del hambre”.
La fuerza del hambre, Juan Goytisolo [El País, 3 de mayo de 2014]


Hace casi una veintena de años comenté en estas mismas páginas (EL PAÍS, 14-09-1996) el trabajo del historiador asturiano Guillermo García Pérez en el que se establecía un sorprendente paralelo entre el consagrado episodio fundador de la nación española, es decir, Covadonga, y el relato de la derrota de los invasores persas al pie del Monte Parnaso y el templo de Apolo en Delfos. Las coincidencias entre el primero, referido en la Crónica de Alfonso III de Asturias (866-910), y la obra del llamado “Padre de la historia” que data del siglo V antes de la era cristiana eran demasiado llamativas para ser un producto de la casualidad. La hazaña del personaje mítico de Pelayo, primer resistente a la invasión sarracena de 711, tenía un alcance mucho más vasto que el del mero ámbito historiográfico. A salto de siglos, mediante genealogías que trazan una presunta continuidad con los ancestros visigóticos, revestía el carácter de un hito simbólico en el marco del relato histórico del nacionalcatolicismo hispano. Como dijo un representante del mismo, Covadonga “es un hecho que tiene para los genuinos españoles un doble valor, uno real y otro representativo. Real, porque fue el comienzo de aquella gloriosa epopeya que duró siete siglos y representativo porque pone de manifiesto las cualidades más características de nuestra raza, a saber: su amor a la religión, su indomable energía y su patriotismo”.
Tras la invasión arabobereber y la derrota del rey Rodrigo, las huestes musulmanas alcanzaron velozmente, nos dicen, el norte de la península, en donde un puñado de patriotas halló un refugio en las montañas astures, junto a una gruta consagrada a la Virgen. Conforme a la mencionada crónica, el traidor obispo don Opas trató de convencer a Pelayo de que se rindiera, pero Pelayo rehusó. Los invasores intentaron entonces asaltar la montaña, mas, milagrosamente, las flechas dirigidas contra el enemigo se volvieron contra ellos mientras que una ingente sacudida telúrica los aplastaba con una masa de rocas. Según el recuento de la crónica, tan veraz como el de Quevedo a propósito de las batallas del apóstol Santiago, los patriotas visigodos habrían causado la muerte de 124.000 infieles y otros 63.000 habrían perecido a consecuencia del portentoso desplome. Pese a tal acumulación de prodigios, la leyenda se mantuvo en pie sin que casi ningún historiador la pusiera en tela de juicio hasta el pasado siglo. La índole epiconovelesca del relato sedujo a los románticos y, aunque discutió las cifras de las víctimas, Claudio Sánchez Albornoz le prestó su aval en Orígenes de la nación española publicado en 1974, pese al lapso de más de siglo y medio transcurrido entre Covadonga y los primeros testimonios escritos sobre el inicio de la llamada Reconquista recogidos en los manuscritos latinos de los monasterios Albelda y de Roda.
Si retrocedemos al siglo V antes de la era cristiana, el texto de Heródoto sobre la invasión de Grecia por los persas nos brinda una serie de elementos similares a los que acabamos de evocar: la victoria de los ejércitos de Jerjes en las Termópilas no obstante la resistencia tenaz de los espartanos, el avance imparable de aquellos hacia el monte Parnaso y el templo sagrado de Delfos. Aquí también abundan los episodios miríficos: oráculos divinos, caída de rocas sobre los invasores, pánico y desbandada de estos. El paralelo es manifiesto, pero como apuntan Guillermo García Pérez y otros historiadores astures (Juan Gil, Moralejo Laso), no resuelve los enigmas de la transmisión y, conforme adelantan las investigaciones en la materia, el número de aquellos se multiplica.
En un más reciente ensayo, From the Persians to Pelayo: Some Classical Complications in the Covadonga Complex que Guillermo García Pérez tuvo la amabilidad de enviarme, su autor, el profesor David Hook de la universidad de Bristol, tras analizar minuciosamente la leyenda délfica, añade otra posible fuente a los milagros de Covadonga: la de la crónica de Justino, en su epítome de la obra de Pompeyo Troyo, que relata el avasallamiento y saqueo de Roma por el caudillo galo Breno (el autor del célebre Vae victis!) el año 274 antes de Cristo. Como en el caso precedente, asistimos a una serie bien orquestada de prodigios: tempestad furibunda, caída de rocas, preservación del templo, etcétera. Pero, lamentablemente, esta diversidad de posibles antecedentes no se sustenta en pruebas fehacientes de transmisión escrita. En la bibliografía consagrada al reino visigodo de la península no figura referencia alguna a los anales de Heródoto ni a Justino. Como observa el hispanista inglés, la poligénesis de la epopeya de Pelayo ilustra la clásica “dificultad de resolver la eventual influencia de las fuentes literarias o de tradiciones orales en casos donde la evidencia es tan fragmentaria y el vínculo común a los textos corresponde a áreas geográficas, lingüísticas y cronológicas tan ampliamente separadas como las de los episodios de Delfos y Covadonga”.
A su bien fundada exposición de las convergencias y divergencias del relato histórico hispano con sus predecesores griego y romano, podría añadirse el hecho de que en la búsqueda de una legitimidad religiosa de origen divino los textos fundacionales de una nación se transmiten de generación en generación mediante cantos y leyendas heroicos al servicio del ardor patriótico y de una causa embebida de sentimientos y valores que determinan el supuesto destino de su pueblo.
Ningún nexo une por ejemplo los mitos originales de España y Serbia. Sin embargo, durante la guerra subsiguiente a la implosión de la Federación yugoslava pude observar un sorprendente parentesco entre ellos: entre los de la Reconquista elaborada por el nacionalcatolicismo hispano y las de los inspiradores literarios de Milosevic, Karadzic y los suyos: acá, la España sagrada y allá, la Serbia Celeste; en un caso invasores árabes y en otro turcos; derrota del Guadalete y del campo de los Mirlos; rey don Rodrigo y príncipe Lazar; traidor don Julián y yerno del desdichado príncipe; romancero y pesme... Para los portavoces de dicho relato, la moral y el pensamiento nacionales son producto en ambos casos de una tradición ancestral y determinan de forma imperativa la conducta gloriosa y unánime del pueblo entero. Los personajes y acciones de dicho relato reproducen cabalmente el esquema de la morfología del cuento estudiada por Propp y otros miembros de la escuela formalista rusa. Ello no despeja las incógnitas de la relación entre Delfos y Covadonga pero nos ayuda a entenderla mejor. Para saber lo que somos y aliviar nuestra carga heredohistórica, nada mejor que una mirada curiosa a lo que nos dicen que fuimos.
De la sibila de Delfos a la Virgen de Covadonga, Juan Goytisolo [El País, 27 de abril de 2014]


A José María Castellet, in memoriam
“La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los demás elementos que la componen”. Esta cita entrecomillada no es la de alguno de los historiadores que participaron el pasado mes de diciembre en el ciclo de conferencias que con el título España contra Cataluña se celebró en el antiguo mercado del Born sobre las ruinas de la Barcelona sitiada hace tres siglos por las tropas de la dinastía borbónica sino de alguien tan poco sospechoso de parcialidad como Octavio Paz, y la formula en un homenaje que matiza hasta cierto punto el contenido de su declaración: “Mi gran libro es Diccionario Etimológico de la Lengua Española de Corominas. Es obra de un catalán. Una buena lección para los castellanos, una lección más de la gran Cataluña a la orgullosa Castilla”. Subrayo aquí lo de “gran Cataluña” como referencia a la universalidad de su cultura, más allá de los estrechos límites políticos y administrativos que conocemos hoy: la de la ósmosis transmediterránea del impulso creador de Ramon Llull y la del genio visionario de Gaudí, como una indicación de que en lugar de centrarse en las mimadas esencias nacionales ambos supieron extender su curiosidad, como Corominas, a otras culturas y lenguas. Es lo que el mismo Paz, en otro ensayo, llama el derecho a reclamar “la propia historia, toda ella y la de todos, como propiedad común y no botín de guerra, sino como techo compartido y no una trinchera o banderín de enganche para nada ni nadie”.
La manipulación de las historias nacionales, ya sean grandes o chicas, centrípetas o centrífugas, es algo demasiado conocido como para que exija una demostración: el prólogo a la de Historia de España por Menéndez Pidal es un buen ejemplo. Hay lo nuestro y lo ajeno, un nosotros y un ellos, y la historia concebida en estos términos se identifica con el ideal patrio y se defiende con uñas y dientes. Más que de historias cabe hablar de mitologías y dichas mitologías nacionales y crónicas supuestamente verídicas, sujetas siempre a una interesada manipulación, fueron escritas, tachadas, reescritas y expurgadas al hilo del tiempo de forma que una vez asumido tal apriorismo lo opuesto a una leyenda no es una tentativa de aproximación a una verdad siempre relativa sino una nueva manipulación o refrito. En el contexto de la “historia nacional” no prevalece el afán de conocer sino el de protegerse al revés de él, en la medida que no se ajusta al enfervorecido relato patriótico.
Sería instructivo contrastar los manuales vigentes en las aulas de la Península, tanto a nivel estatal como de las distintas autonomías, para comprobar los estragos causados por lo que Sánchez Ferlosio denomina onfaloscopia o contemplación arrobada del propio ombligo. Se estudia lo propio con exclusión de todo lo demás y ese propio es un bloque granítico sin elementos extraños que empañen su pureza pristina. Obviando el hecho de que toda cultura, excepto la de los pueblos aborígenes, es resultado de la superposición de las influencias y aportes exteriores recibidos a lo largo de su historia y de que cuanto mayores sean estos más rica será, se procede a la poda de cuantos elementos son juzgados foráneos respecto a la entelequia del alma nacional y se acalla la voz de cuantos disienten de ello. En vez de sumar se resta y se niega la riqueza de la diversidad. Escuchar las presuntas verdades macizas de los voceros de la FAES y de su simétrico contrapunto de algunas de las conferencia auspiciadas por la Generalitat resulta penoso en la medida en que se sacrifica en una caso la verdad de una larga opresión cultural y en el otro una no menos significativa convivencia. Tener dos lenguas como Cataluña es mejor que tener una y tener tres sería mejor que tener dos. La lección de Corominas como la de Llull y Gaudí rebasa los límites del amor propio herido y ejemplariza el valor de la diversidad.
La voluntad demostrativa de una tesis histórica toma solo en consideración aquellos hechos y datos que la confortan. No cabe la menor duda de que la lengua y cultura catalanas fueron oprimidas (en el siglo XVIII las únicas obras publicadas en catalán aparecieron en Menorca, entonces bajo el dominio inglés), y una historia que abarque los distintos componentes de la Península no puede soslayarlo sin faltar a la verdad. Basándome en mi propia experiencia, la cultura catalana que me correspondía por herencia de la rama materna de mi familia me fue escamoteada en los años de vertical saludo e imperial lenguaje y no la recobré sino mucho más tarde durante mi voluntario exilio de una Sefarad en las antípodas de la invocada por Espriu.
Sí, la unidad española fue fruto de la voluntad política del Estado y escasamente receptiva por tanto a la variedad de elementos que la integran —incluida los de la Castilla de los comuneros cuyas libertades y derechos muy próximos a los de un Estado moderno fueron violentamente confiscados también— y corresponde a todos, catalanes, vascos, gallegos y españoles sin más plantearse una historia compartida y abierta sin incurrir en el didactismo autoritario de unos ni en el victimismo y memorial de agravios de los otros. La lectura del lamentablemente preterido Pi y Margall con su crítica del paticojo centralismo jacobino imitado de Francia por nuestros liberales decimonónicos y la del memorable discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de Cataluña en las Cortes del 27 de mayo de 1932 puede ser muy útil frente al monólogo a dos voces que escuchamos. Para ello habrá que desprenderse del ombliguismo identitario y del relato histórico de los apóstoles del nacionalismo.
Contra el monólogo a dos voces, Juan Goytisolo [El País, 19 de enero de 2014]


He profesado siempre una profunda admiración a George Orwell. Mi lectura de Homenaje a Cataluña en los años sesenta del siglo que dejamos atrás me descubrió a un autor cuyo firme compromiso con la justa causa republicana durante nuestra Guerra Civil no excluía el estricto respeto a la verdad: la denuncia del acoso y eliminación del POUM por los estalinistas y de la anarquía reinante en el campo de los defensores de la legalidad. Años después cayó en mis manos 1984 con su visión premonitoria del Gran Hermano. En nombre de una programada felicidad futura, el Poder se arrogaba el control absoluto de la vida de los ciudadanos mediante la sujeción de la sociedad entera a un programa global de espionaje: una quimera ideológica que el desarrollo ilimitado de las nuevas tecnologías ha convertido en una silenciosa e inadvertida realidad.
Si evoco aquí la siniestra utopía orwelliana lo hago a propósito del escándalo a escala mundial provocado por las revelaciones del exanalista de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense Edward Snowden desde su huida el pasado mes de mayo con lo que fue calificado por entonces por algunos como “botín de guerra”. El epíteto de traidor del que fue objeto podía tener algún fundamento en la medida en que dicho “botín” era susceptible de ser entregado a los enemigos estratégicos de su país aun prescindiendo del hecho que su refugio moscovita era producto de las circunstancias y no de una elección personal. Según informes filtrados a la prensa, el objetivo del exanalista era acogerse al asilo de algún país de Hispanoamérica a falta de una opción europea mejor y el episodio rocambolesco del avión en el que viajaba el presidente boliviano Evo Morales obligado a aterrizar en Viena por el cierre del espacio aéreo de la Unión Europea por presiones norteamericanas (lance muy poco glorioso para los países que se prestaron a ello, incluida la Marca España) sustenta la verdad de dicha información.
Las revelaciones a cuentagotas de las últimas semanas indican con todo que los datos interceptados por las redes mundiales de fibra óptica sacados a la luz por Snowden no concernían tan solo a los enemigos estratégicos de Washington como Rusia, China o Irán (lo cual era perfectamente previsible y entra en el orden normal de las cosas puesto que lo recíproco también existe y los ataques informáticos sufridos por Estados Unidos dan buena cuenta de ello), sino también a países amigos (Brasil, México) e incluso fieles aliados en el nuevo orden mundial configurado por el derrumbe de la Unión Soviética y la guerra asimétrica contra el terror tras el monstruoso atentado a las Torres Gemelas. Si el intercambio de informaciones entre los diversos servicios e inteligencia occidentales sobre la amenaza que representa la nebulosa de Al Qaeda responde a un desafío de índole existencial, ¿cómo justificar el rastreo de centenares de millones de comunicaciones telefónicas, mensajes de texto y correos electrónicos de Alemania, Francia y España y el pinchazo al móvil de Angela Merkel?
Las explicaciones confusas de la Administración de Obama no escapan al dilema entre lo malo y lo peor. Si el presidente estaba al corriente de ello resulta cuando menos chocante; si no lo estaba, la gravedad de la falta de control de la NSA pone en evidencia que esta se sitúa por encima de todos los poderes y vulnera los principios fundamentales de su Constitución.
Las manifestaciones de enojo y agravio de los líderes europeos (tajantes en el caso de la espiada canciller y más bien para la galería en el de François Hollande y Rajoy), así como la indignación de la Eurocámara (que llegó a proponer la suspensión del intercambio de datos bancarios con EE UU) muestran que el mensaje, esto es la violación masiva de los derechos individuales en los países concernidos por el espionaje, llegó a sus destinatarios, pero ni Gobiernos parlamentarios ni políticos europeos han expresado la condigna gratitud al mensajero. Denunciar los abusos de la NSA, y nos hallamos ante un caso flagrante de ello, no constituye ningún delito desde un punto de vista ético y Snowden no es un delincuente por mucho que Berlín, París, Madrid y Bruselas miren a otro lado y se desentiendan de su suerte. El amor a la verdad debe prevalecer sobre los sentimientos y deberes patrióticos. En términos morales la actuación del exanalista me parece irreprochable y aun admirable dado el carácter quijotesco de su empresa.
Resulta en verdad bochornoso que quien ha dado la voz de alarma ante un atropello de tales dimensiones en el seno de unas sociedades que se precian de ser democráticas, se vea forzado a acogerse al asilo de un régimen autoritario como el de Putin (el sangriento represor de la rebeldía chechena y encubridor de su virrey Ramzan Kadírov tras el asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya), dándole así la oportunidad de presentarse como el paladín de los derechos y las libertades.
¿Qué dicen los defensores de las causas justas ante semejante despropósito? Si exceptuamos el diputado alemán de Los Verdes que se entrevistó con Snowden en Moscú e hizo pública su solicitud de testimoniar ante el Parlamento germano y de acogerse al derecho de asilo de su país, ni parlamentarios ni políticos europeos han elevado la voz. Ello no puede sorprendernos de la parte del partido de Rajoy, pero ¿qué opinan Izquierda Unida y el principal grupo de oposición, un PSOE que tiene mucho de español, pero muy poco de socialista y menos aún de obrero? Su discreción en el tema confirma su creciente distanciamiento de una sociedad duramente golpeada por la crisis y, lo que es peor, de los principios en los que inicialmente se basaba y eran su razón de ser.
El titular de Der Spiegel: “¡Asilo para Snowden!”, indica por fortuna el creciente apoyo de la opinión pública a una exigencia tan justa. Quienes contemplan las cosas sin prejuicios y se sublevan contra el espionaje del Gran Hermano previsto por Orwell tanto en el caso de las dictaduras y regímenes autoritarios como en el de las tecnocracias de Occidente, deben hacerse oír y hacer suya la consigna del semanario alemán.
¡Asilo para Snowden!, Juan Goytisolo [El País, 17 de noviembre de 2013]


La obra maestra de Sterne, Tristram Shandy, comienza con la evocación por su protagonista de la noche en la que fue concebido. El relato intrauterino no dura mucho pues, con su habilidoso recurso a las digresiones humorísticas que interrumpen la acción, el autor se olvida de él y juega con las expectativas frustradas del común y corriente lector. Si se me permite el anacronismo, Sterne aplica al pie de la letra el consejo de Gide a los novelistas: no aprovecharse nunca del impulso adquirido en la redacción de sus libros. En Tristram Shandy hay que volver siempre atrás.
El “¿Has olvidado dar cuerda al reloj?”, la frase con que la madre recuerda en clave al marido el débito conyugal, va seguido de la solemne declaración: “Fui engendrado la noche del domingo, el primer lunes de marzo en el año del Señor de mil setecientos dieciocho” y en “el 5 de noviembre de dicho año, a los nueve meses naturales, aparecí yo, el caballero Tristram Shandy, en nuestro ruin y atribulado mundo”. Mientras el doctor y la comadrona se ocupan del parto, el progenitor y el inseparable tío Toby discuten en la escalera de lo divino y humano olvidándose del asunto. “¿No es bochornoso”, comenta Sterne, “escribir dos capítulos sobre lo que se habló en un par de escalones?”. Y con un humor que debe mucho a su “dilecto” e “idolatrado Cervantes” interrumpe el relato 200 páginas más tarde con un “oye, mozo, por favor. Toma estos seis peniques, asómate a donde está el librero y avisa a un crítico de alquiler. Estoy deseando darle a alguien una corona, a ver si me echa una mano para lograr que mi padre y mi tío salgan de las escaleras y se vayan a dormir”. Como observa el propio autor, en la novela conviven dos fuerzas contrarias —las progresivas y las digresivas— que finalmente se aúnan y le permiten avanzar a trancas y barrancas durante el periodo de 40 años que abarca la vida del héroe.
En tiempos recientes, la mejor muestra de novela intrauterina es sin duda Cristóbal Nonato, de Carlos Fuentes. Su trama argumental transcurre durante nueve meses, desde la concepción de Cristóbal en la playa de Acapulco hasta su salida al mundo el 12 de octubre de 1992: “El niño tiene bien abiertos los ojos, como si sus párpados jamás se hubiesen formado. Mira fijamente a la tierra que lo espera”. Estamos en la página 563 del libro y en el Quinto Centenario del descubrimiento de América por los españoles (los indígenas estaban ya allí desde hace millares de años).
Este género singular, del que cabría citar unos pocos ejemplos más, cuenta en España con un notable precedente: el de la novela de Antonio Enríquez Gómez, un conquense de origen judío que, tras haber buscado refugio en Francia y escrito allí panfletos y discursos contra la monarquía hispana (en apoyo de las rebeliones independentistas de Portugal y Cataluña) y contra el Santo Oficio (“ese tribunal es peor que la muerte”, dice, “pues vemos que ella tiene jurisdicción sobre los vivos, pero no sobre los muertos”, a los que quemaban en efigie), regresó por razones que desconocemos a la península, en donde vivió 10 años con una identidad falsa hasta que fue descubierto y se extinguió en las cárceles inquisitoriales (apremiado amablemente a preguntas por sus verdugos, se arrepintió y murió cristiano).
En su obra mayor, El siglo pitagórico, Enríquez Gómez recurre, como luego lo hará Virginia Woolf en Orlando, a la metempsicosis para mezclar relatos con materiales literarios diversos (materiales que parecen buscar su forma adecuada sin encontrarla y se acomodan como pueden en el habitáculo ruinoso del verso utilizado por sus contemporáneos) y, a la manera clásica de Pitágoras, el yo narrado transmigra sucesivamente al cuerpo de un ambicioso, de un malsín (encarnación de los males que afligen a España), de una dama (“supe que concebía / una señora grave cierto día / y zámpeme de golpe en su posada”), de un valido, de don Gregorio Guadaña, de un hipócrita (“mi alma nunca ingrata / en el vientre se metió de una beata”), de un miserable, un soberbio, un ladrón, un arbitrista, un hidalgo, etcétera. Sus dones poéticos al hilo de las transmigraciones son los de los versificadores de reata y, con excepción del capítulo quinto, conectan difícilmente con el lector de hoy. Dicho capítulo, La vida de don Gregorio Guadaña, es una novela publicada de ordinario sin su encuadre metempsíquico y se la adscribe a menudo entre las obras de la picaresca aunque en realidad no pertenezca a la descendencia de Lázaro y el Guzmán. El designio del autor, bien que influido por Quevedo, es otro. Su sátira de la España más papista que el Papa y de sus espulgadores de linajes va mucho más lejos: es la del que hoy llamaríamos un disidente, si no un opositor.
Después de mencionar la genealogía del personaje —padre médico, madre comadrona, oficios ambos de judeoconversos—, el nonato Gregorio Guadaña nos da cuenta de su posconcepción con un humor que acompañó el resto de sus andanzas: “Estando mi madre bien descuidada, yo llamé a la puerta de su estómago con un vómito. Bien temía ella mi venida, habiéndola faltado el correo ordinario: tres meses sin carta mía”. Tras este lance feliz, el feto de la recién preñada reproduce las conjeturas de sus progenitores acerca de su sexo, como lo harán los de Cristóbal en la novela de Fuentes y, desde su albergue intrauterino, nos refiere las vicisitudes de su gestación: “Di en ser entremetido desde el vientre de mi madre, que no la dejaba dormir de noche a puras coces. Era un diablo encarnado. Solía meterme entre las dos caderas, y ella daba unas voces tan fuertes que las ponía en la vecindad, por no enfadar al cielo. Cuando estaba descuidada, solía yo darle una vuelta al aposento de su vientre y revolverla hasta las entrañas”.
Sin rozar el nivel de Sterne, La vida de don Gregorio Guadaña contiene con todo el germen de un procedimiento narrativo que se desenvolverá con diversa fortuna en los siguientes siglos y nos confirma con ello esa continuidad soterrada que enhebra no solo la historia de la novela sino también la de todos los géneros literarios y artísticos. El relato intrauterino implica entre otras cosas una ruptura audaz con las leyes de la verosimilitud y merece figurar en el catálogo de las innovadoras anomalías que encajan difícilmente en los cuadros sinópticos de los funcionarios de regla y compás.
El relato intrauterino, Juan Goytisolo [El País, 20 de octubre de 2013]


Aunque coincido con Juan José Tamayo en su conclusión de que el nuevo Pontífice no ha aportado cambios sustanciales al cuerpo doctrinal de la Iglesia a fin de adaptarla a los tiempos que corren y de eliminar sus más flagrantes anacronismos como el de la exclusión de la mujer del sacerdocio, el obligatorio celibato eclesiástico y otras asignaturas pendientes viejas de siglos, el talante sencillo y llanote de Francisco permite a cada hijo de vecino de la congregación de fieles abrigar la esperanza de dialogar con él por correo electrónico e incluso de viva voz por teléfono, como esa desdichada mujer violada y encinta por su agresor a quien Francisco, dan ganas de llamarle Paco, ofreció consuelo y exhortó a que guardara el fruto de su vientre y su correspondiente almita, o ese atribulado gay francés al que supuestamente dijo que no era él quién para juzgarlo aunque el secretariado vaticano desmintió esta llamada (parece ser que muchos vanidosos, farsantes y desaprensivos simulan ser Francisco y envían tuits apócrifos usurpando su nombre y funciones en la Silla de Pedro).
Si un día tuviera la dicha inesperada de recibir un llamado suyo voseándome y pronunciando sus palabras con mi muy querido y genuino acento porteño, después de preguntarle por el equipo de fútbol del que es forofo y por la buena marcha del orbe católico, me permitiría aconsejarle la lectura de algunas obras ilustrativas de la vida común y corriente en la Ciudad Santa, obras que le facilitarían un mejor conocimiento de la grey que apacienta. De este modo en el intervalo de una audiencia a Il Cavaliere de peluquín alquitranado (a quien la justicia, como una mosca cojonera, no deja en paz) y de la visita de una delegación de obispos in partibus (¡qué bonito eufemismo para designar tierra de infieles!), le diría, mirá, Francisco, si sos aficionado a libros profanos, tenés que darte una vuelta por la biblioteca tan linda de la que sos el amo y buscá El retrato de la lozana andaluza de tu tocayo Delicado y vas a conocer una Roma bastante parecida a la de tu predecesor emérito y aprender un sinfín de cosas sobre sus tejemanejes y trapicheos, a mil leguas de las intrigas de la curia (esa “red de cuervos y víboras”, Bertone dixit) y del boato y coreografía cardenalicia a los que se aferraba el bueno de Benedicto. No voy a recomendarte las ya anticuadas obras de Gide y Peyrefitte, ni El Concilio del amor, ni los muy recientes éxitos de ventas de ambientación vaticana con criptas, cadáveres desaparecidos, lavado de dinero y poco santas mafias sino, si tenés un oído presto a la escucha de las voces del mundo y no os asusta la logomaquia, una de las mejores novelas del siglo que dejamos atrás: me refiero a Quer pasticciaccio brutto de Via Merulana de Carlo Emilio Gadda, heroica y bellamente vertida al castellano por Juan Ramón Masoliver, adaptación a la que vos podés recurrir si te arredran como a mí las efervescentes, sabrosas y casi intraducibles lenguas, jergas y dialectos de la que el autor llama la “fatal península” (la nuestra no lo es menos).
Entregarse en cuerpo y alma (¡esa va por vos!) a la lectura de Gadda es calar con una sonda en los distintos estratos sociales de la ciudad en la que residís, cerca, pero humanamente a mil leguas, de las fronteras invisibles del Estado vaticano, de sus templos grandiosos y frescos micheloangelianos: capas y capas superpuestas de burgueses y alguna condesa, funcionarios, abogados, doctores, inspectores de policía, carabinieris, viudas, amas de casa y otros ejemplares de las siempre inquietas y cuitadas clases medias, cuyos diálogos y soliloquios parece reproducir Gadda con una grabadora inexistente en la época en la que se sitúa la acción de la novela, en esos años veinte del pasado siglo en los que colgaba por doquiera en Roma el retrato del Cabestro, “con su jeta, por memo de nacimiento, de querer vengarse del mundo” (¿lo adivinás? ¡Mussolini!).
Gadda nos introduce, y te conducirá a vos, estos distritos centrífugos, periféricos, que no figuran en las guías para turistas ni recorren los peregrinos ansiosos de acumular bulas e indulgencias con devocionarios y cánticos: barrios plebeyos, gozosamente promiscuos, con aprendices, artesanos, obreros, menestrales, mozos de cuerda, alcahuetas, prostitutas, chulos, ganapanes y azotacalles que con diversa fortuna vivotean o medran en los márgenes del poder de turno y de los pontífices que se suceden allá en las alturas. Si escuchás sus voces, caro Francisco, vas a acceder a los fondos que son el sustento y vida del universo que contemplás desde los balcones de tu palazzo. Ellos no saben de dogmas ni encíclicas pero tienen los pies bien plantados en el suelo que pisan, se expresan en lombardo, abrucés, véneto o siciliano, pregonan su mercancía a grito herido, ¡el buen lechón!, o la preciosa gallina evocada asímismo en los monólogos de nuestro agudo Arcipreste de Talavera, un regalo al oído del que también vos disfrutarás si te bajás del papamóvil y seguís a Gadda por los barrios que frecuentó después el santo mártir Pasolini.
El aliento del pueblo, la lengua viva y bien viva te rescatarán del corsé de un lenguaje bello pero muerto, de la liturgia preservada en congelador, del ceremonial vetusto y apolillado, del zancadilleo y puñalá trapera. Si vos animás a leer a Gadda y tenés un rato libre, hablaremos del zafarrancho aquel de Via Merulana y de las posibles analogías de su autor con otro genio. Ya veo que se te viene a los labios: ¡Fellini!
Mis consejos de lectura a Francisco, Juan Goytisolo [El País, 28 de septiembre de 2013]



jueves, 20 de noviembre de 2014

Lo que se ve con los ojos





Emilio Lledó está alarmado.
Alarmado por este país, por el mundo. Acaba de cumplir 80 años, el pasado 5 de noviembre; ha pasado por una gripe atroz. Ahora está bien, pero alarmado. Y con esperanza.
Hablamos en su casa, una envidiable casa con libros. "Podría hacer mi autobiografía con libros". Y los señala. Catedrático, académico, filósofo. Le han llamado "el flautista de Hamelín", porque detrás suyo fueron estudiantes de Valladolid, de La Laguna, de Barcelona allí donde estuviera.
Se entusiasma tanto que parece que aún está en el estrado, arengando para que los chicos crean que "entender da mucha marcha".
Pregunta. Alarmado, pero con esperanza, dice. ¿Esperar qué?
Respuesta. Esperar, vivir. Hace unos días vi en EL PAÍS una noticia que decía que la esperanza de vida para los españoles era de 80 años. Que los 80 años es como un límite maravilloso, que se sobrepasa a veces, de la esperanza de vida. Lo cual quiere decir que uno está ya, para los que acabamos de cumplirlos, en la desesperanza de vida.
P. Terrible, ¿no?
R. Terrible. Desesperar de vida. Sin embargo, creo que la desesperanza de vida llega mucho antes. Hay gente que está desesperanzada de la vida con 20, 30 o 50 años.
P. Y usted, ¿cómo está?
R. Estoy totalmente esperanzado con la vida. No desesperanzado. Es verdad que si miro alrededor y veo lo que pasa en la calle, y leo los periódicos, y escucho la radio, a veces cuesta trabajo tener esperanza. Esperanza ¿de qué? Esperar ¿qué?, ¿para qué? Pero mientras hay vida, dice el viejo refrán, hay esperanza, y yo creo que es al revés. Mientras haya esperanza hay vida.
P. ¿Cuál es su esperanza?
R. Que la neurona fluya, que no se reseque, que no se fanatice. La esperanza es que algo de lo que yo sueñe se cumpla. Y lo que sueño es una idea de la dignidad, de la decencia, cumplir unos ciertos ideales. Que la política no se dedique a privatizarlo todo. Declarar patrimonio de la humanidad la asesinada costa española, que fue hermosísima. Eso tiene que ver con la esperanza y el futuro. Yo no me imagino una esperanza acementada.
P. Usted denuncia. ¿Y sirve para algo denunciar?
R. Me temo que no. Pero no hay que perder la esperanza. Porque si ya ni siquiera denunciamos, se nos acaba el derecho al pataleo. Hay que protestar. Y creo que hay cosas que calan a la larga en la vida de los seres humanos.
P. Otra esperanza suya es seguir sabiendo. ¿Para qué?
R. Para entender. Idea significaba "lo que se ve con los ojos". Las ideas no eran unas cosas flotantes que se habían inventado unos seres extraños que se llaman filósofos. Idea es lo que se ve. Ver con los ojos, pero con los ojos del cuerpo. Entonces, entender, aprender, es una forma de mirar, y eso es la esencia de la vida. En el momento en que no sepamos mirar, aprender, que no tengamos el alma navegable, como decía el poeta, para que nos circule esa experiencia del mundo, no tiene sentido la vida humana.
P. Entender, menuda tarea.
R. Todos los seres humanos tendrían que entender; nos eleva sobre la miseria moral. Ése es uno de los retos de la humanidad, acabar con la miseria. ¿Cómo tener esperanza en este mundo desesperanzante? Con la libertad. Pero la libertad hay que entenderla muy bien. La libertad es la posibilidad, una puerta, un horizonte, un paisaje. Entender, entender todo esto, da mucha marcha. No sé si soy optimista, pero desde luego no soy pesimista. Creo que la característica del fascista es el pesimismo. El desprecio al otro, la ignorancia del otro.
P. ¿El fascista es pesimista?
R. No necesariamente, pero falsifica para justificarse. Esa gente que crea maldad, crueldad, tortura..., ellos mismos son su propia tortura. La maldad empieza y acaba en ti mismo. La agresividad y la violencia son espitas, uno suelta la maldad que tú tienes ahí, pero esa maldad te está matando también a ti.
P. Cuando usted dice esas cosas, ¿tiene un nombre propio en su mente?
R. Pues no. No. Algunas tipologías.
P. ¿Dónde están esas tipologías?
R. En ciertas zonas de poder, de poder mediático. Iba yo en el taxi, y qué cosas escuché. ¿Cómo se ha hecho esa mente? Para decir esas monstruosidades una tras otra, ¿qué puede haber en esa mente?
P. Respóndalo usted.
R. Hay ignorancia, discursos inasimilados. Falsos discursos. Incapacidad para interpretar, para entender. No querer interpretar, no saber leer. La mente se convierte en una cápsula de la nada.
P. ¿Y qué pasa para que esas mentes se dejen agredir?
R. Puede haber un entrenamiento de la maldad, desde la escuela. Por eso es tan importante la educación en la libertad, en la posibilidad. Me sorprende el escándalo que provoca Educación para la Ciudadanía. Pero, ¿por qué escandalizarse?
P. ¿Vivimos, pues, un momento alarmante en la sociedad española?
R. Sí. Hay cosas que realmente me escandalizan mucho. Una es el no cultivo de la sensibilidad de los jóvenes. El abuso de la tecnología. El otro día venía en tren y había tres o cuatro niños con sus maquinitas. ¡Ninguno miró el paisaje, que era maravilloso! Eso es patología pedagógica total. Naturalmente, cuando yo era niño, niño de la guerra, me pintaba mis propios tebeos. Eran tebeos bélicos, estábamos en guerra; pero no tenían nada que ver con el chorreo de bestialidad al que están sometidos los jóvenes, los niños, ahora.
P. ¿Qué hacer?
R. La revolución de la lectura. Es verdad que hay intereses poderosísimos para que ese mundo tecnológico impere. El mundo tecnológico es importante, pero hay que atemperarlo.
P. ¿Cuándo se le empezaron a encender las alarmas?
R. Desde que mi maestro me enseñó a leer el Quijote. Leíamos ¡y luego teníamos que hacer sugerencias de la lectura! En la universidad nunca nos pidieron eso. ¡Y me fui a Alemania, con mi maletita, y sin entender ni palabra de alemán! España no era en ese momento mi país, un país lleno de banderas, y debajo de las banderas mucha podredumbre. En Heidelberg encontré una universidad viva; cada semestre se hablaba de asuntos interesantes, y se encendían las alarmas: ¿qué estamos haciendo con la educación en España? En Alemania vi llegar a los obreros españoles. Con sed de saber; habían salido del país del NO, un NO metido en el corazón, NO a la cultura, NO al pan..., y allí empezaban a querer saber. Para entonces, ya mis alarmas estaban disparadas.
P. ¿Y cuáles son las alarmas que ahora se le encienden cada día?
R. Las alarmas derivadas de los problemas de la educación, de la cultura, de la lectura, de la creación de ideas, de los valores. Hay que inventar una nueva forma de humanismo para que los seres humanos tengamos esperanza. Para seguir pensando.
P. Usted vivió la mayor parte de su vida bajo un Estado fascista. ¿Se ha desmontado la mentalidad que lo sustentó?
R. Espero que sea poco lo que quede por desmontar. Hay todavía restos grandes, pero arqueológicos, endurecidos, de ese país del que me escapé. Fui un inmigrante, pero tenía una carrera. Me escapé porque no podía vivir aquí. Yo he pasado cosas que la gente joven no conoce ya. He pasado hambre. Tengo una foto, cuando estaba en el campamento de La Granja, en las milicias, en la que parezco el espíritu de la golosina. Había pasado hambre. No es metáfora. La posguerra de Madrid fue feroz. Somos todavía víctimas de esa dictadura, aunque hayamos sobrevivido a ella.
P. Aquí tiene usted unos apuntes, en los que dibuja al fascista: intolerancia, irracionalidad, desprecio al otro...
R. Son factores... Ante lo que sucede, entender es fundamental. Pero para entender hay que ser libre. Hay que no tener prejuicios. Ésta es una palabra muy utilizada, pero maravillosa: pre-juicios. Pienso en estos neoliberales de ahora, en estos que piensan en la libre empresa, el libre comercio... En esos conceptos no hay libertad. Están en los pedestales del poder.
P. Está alarmado. ¿E irritado?
R. Me irrita darle vueltas a lo mismo, siempre. Por ejemplo, se sigue dando vueltas al juicio del 11-M, como si los juicios no acabaran nunca. Entonces, ¿son revisables o paralelizables todos los juicios que ha habido en el mundo? Si te soy sincero, seguir dándole vueltas a esto me repele.
P. Y le enferma.
R. Y me enferma. Casi físicamente. Como las grandes urbanizaciones y como los incendios. Si quiero perder la alegría no tengo más que recorrer la costa española. Entonces pienso: ¿estos señores creerán en la bandera?, ¿en la bandera del patriotismo? ¿Exhiben la bandera y están matando el espacio común de una de las costas más bellas de Europa? La están asesinando. ¿Cómo es posible?
P. La política tendrá algo que hacer.
R. Y esto es lo que me encocora. La política tendría que servir para que eso sea absolutamente imposible. Para impedir que lo público se convirtiera en privado. Toda política que sea incapaz de entender eso es una política falsa, falsificada y terrible. Porque la política es la organización de la vida en común, en el territorio común. Ése es el verdadero patriotismo. Yo abomino de las banderas que se levantan al tiempo que se hacen esas monstruosidades. Las banderas son un símbolo respetable, qué duda cabe. Pero debajo de las banderas se ocultan muchas maldades, muchas estupideces y egoísmo.
P. Don Emilio, ¿qué le parece a usted esa larga relación de la Iglesia con el Estado, en la que la Iglesia tiene también que ver con las cosas civiles?
R. Para mí, la Iglesia no tiene que ver nada con las cosas civiles. Pero es obvio que se siente con derecho a incidir en ellas. Me lo preguntas en un mal momento. Mira lo que está pasando con la memoria histórica. Por favor. Pero claro que tiene que haber memoria histórica. Un país que no tenga memoria, ¿qué es un país que no tenga memoria? ¿No decimos que el alzheimer es una mala enfermedad individual? ¡Pues el alzheimer colectivo es mortal! ¡Dicen que la memoria histórica abre heridas! No se abren heridas.
P. Irritado está, don Emilio.
R. La irritación es importante. Si estás apaciguado vas mal; un poquito de guerra dentro de ti mismo es saludable. A unos les hace libres, a otros les hace esclavos.
P. Me dijo al llegar aquí que usted podría escribir sus memorias a través de sus libros. Imagínese el libro por el que empezaría.
R. A lo mejor empezaba por las novelas de Salgari que leía de adolescente. Me fui a Alemania, entre otras cosas, por las novelas de Salgari.
P. ¿Y después?
R. Fíjate, antes leía los libros y ahora me leen ellos a mí. Antes yo tenía una furia con ellos: los cogía, los subrayaba. Ahí está Kant, machacado; Platón, Aristóteles, Descartes. Libros destrozados de tanto anotarlos. Ahora me veo como una parte de un mausoleo, como una pequeña estatua que fluye por ahí, y ellos empiezan a leerme a mí. Pero es una complicidad muy saludable, porque cuando descubro que alguno me está leyendo, lo agarro y nos entendemos maravillosamente bien.
P. Usted acaba de cumplir 80.
R. ¡No me lo recuerdes!
P. Y veo que tiene el reloj veinte minutos atrasado.
R. ¿Sí? ¿Estás seguro? Ah, la pobre pila... Yo procuro ponerme las pilas, pero a veces se me olvida ponérselas al reloj. -
Entender da mucha marcha. Entrevista a Emilio Lledó por Juan Cruz, [El País, 11 de noviembre de 2007]


Era la Guerra Civil, caían bombas sobre Madrid y entre esos ecos, en Vicálvaro, un muchacho de nueve años atendía feliz las lecciones de don Francisco, su primer maestro. Ahora ese hombre tiene 86 años y es uno de los grandes maestros de la filosofía española. Es Emilio Lledó, sus temas son la felicidad y la amistad, y el viernes estaba feliz de volver a Vicálvaro.
Lo llevó la librería Jarcha, que desde hace 40 años ejerce como centro cultural en el pueblo en el que Lledó, nacido en Sevilla, recibió el impacto de don Francisco. Al cuartel de Vicálvaro había sido trasladado su padre, artillero. Tras la guerra, el padre perdió el empleo, buscó trabajo de contable en Madrid y aquel maestro republicano se diluyó en el drama de la posguerra. Ahora, profesores del instituto que lleva el nombre de Lledó en Numancia La Sagra (Toledo) han rastreado datos.
Francisco López Sancho se formó en la Institución Libre de Enseñanza, era un hombre alto “y genial”, y no debía tener entonces mucho más de 30 años. Instruyó a sus alumnos, entre ellos a aquel chiquillo flaco como un junco, en “las sugerencias de la lectura”, y marcó a Lledó para toda la vida.
Lledó iba feliz a clase. Fueron tres años de guerra, “pero para mí era un gozo ir al colegio”, dijo ante los vecinos que fueron a escucharle a Jarcha. El maestro era “el gran libro de sus palabras; tenía amor por lo que hacía y nos inculcó el amor por lo que significa la lectura. Era un gozo”.
Luego el propio Lledó se fue por esos mundos; el momento culminante de su preparación filosófica fueron sus años en Heildeberg (Alemania). En cierto modo, ese arco Vicálvaro-Heidelberg es la sustancia de su propio aprendizaje, que luego inculcó a sus alumnos (en Valladolid, La Laguna, Barcelona, Madrid) con ese mismo encargo: “Aprender en libertad para ser felices aprendiendo”.
De chico jugaba en las eras, con balas de verdad, a las guerras de mentira. En la escuela, don Francisco contaba qué habían hecho ese día las tropas republicanas. El maestro vivía en Madrid y, como en los momentos felices del cuento La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas, los chicos iban a esperarlo a la plaza para ir juntos “a un palacio aparatoso” en el que estaba el colegio público. Esa geografía chiquita está ahora sumida en un pueblo grande en el que Lledó reconoce algunas huellas. “No había, por cierto, librería; pero teníamos la escuela”. Reconoce la carretera vieja, pregunta por el lugar del cementerio, recuerda que las eras llegaban hasta Las Ventas, y respira la alegría de llegar otra vez a Vicálvaro. Uno es, dijo, de donde aprende: “Y mi identidad está aquí, aquí empecé a saber qué es aprender”.
“Descubrí mi ser, en este pueblo yo fui feliz; en este pueblo nací a la memoria... Había bombardeos, nos echaban a las eras para huir de sus posibles efectos, acabábamos cubiertos de arena; pero antes o después de esa incertidumbre sabía que iba a disfrutar de la libertad de leer”, explica. De todas esas enseñanzas, destaca “las sugerencias de la lectura” que proponía don Francisco: “Cervantes, sugerencias de la lectura. ¡Imaginan lo que eso era para un niño, sentirse libre explicando lo que sentía tras leer a Cervantes!”.
El final de la guerra destruyó ese paisaje: “Recuerdo a las tropas franquistas entrando en Vicálvaro. Y veo en primer plano a un cura que preside ese desfile llevando en la mano un crucifijo”. Cuando se fue a Heidelberg —“con mi maleta de madera”—, era un esqueleto; muchos años después puede decir que a él lo hizo ese arco Vicálvaro-Heildeberg; cuando mira la foto de aquel universitario “esquelético” se siente orgulloso del tiempo pasado, y ya sabe que todo lo que ha aprendido, y todo lo que ha enseñado, viene de aquellos tres años en que la guerra no interrumpió su alegría de saber.
Este viernes era otra vez el alumno feliz de volver a clase en Vicálvaro.
El filósofo feliz vuelve a Vicálvaro, Juan Cruz [El País,19 de enero de 2014]

Emilio Lledó. Filósofo. Académico. Autor de Memoria de la ética. En esta conversación cuenta su estado de ánimo ante el momento que vivimos.
Pregunta. Este es un país "entristecido y luminoso", decía usted el domingo en EL PAÍS Semanal.
Respuesta. Es un país mucho más decente y luminoso por la sabiduría de la gente. Esta sabiduría tiene que ponerse en práctica. No podemos dejar el país en manos de una política con una parte regida por oportunistas y por indecentes. Que el imperio de la indecencia domine en la política es intolerable; ese imperio es fruto del dominio de ciertas oligarquías que piensan que lo único que hay que hacer es ganar dinero y crear ideologías aptas para que esa oligarquía siga con poder...
P. Usted cita a Machado hablando del país luminoso...
R. Sí, hablaba del país empobrecido por una clase media entontecida por la ignorancia y por el pragmatismo eclesiástico. Contra eso oponía esa luminosidad, la decencia popular... Eso no lo podemos corromper.
P. ¿La solución?
R. La solución no la veo más que en la cultura. Cultura entendida como educación en la libertad, en la verdadera sabiduría... Me he quedado sorprendido por el anuncio de una universidad que decía que disponía de cafetería de lujo y pistas de pádel... Es vergonzoso que esto sea posible y que se anuncie como atractivo para los jóvenes. Esa actitud es la catástrofe para un país.
P. La campaña electoral ha coincidido con dos cambios de gobierno en Europa, ambos a favor de personalidades del mundo económico. ¿Cómo lo ha vivido?
R. En La República de Platón y en La política de Aristóteles se dice que la salvación de los Estados, de los pueblos y de las naciones se da a través de la decencia y de la cultura. Esta no es una frase antigua, vale hoy. ¿Cómo va a defender lo público alguien que solo está pensando en lo privado y en lo de sus "amigantes"? Y me gusta esa palabra, "amigantes", porque consuena con mangante.
P. Este país es como un enfermo sometido a una enorme operación descarnada. ¿Con qué ánimo lo ve usted?
R. Lo que percibo es desconcierto y dolor. Quizá no mucho dolor, porque nos están haciendo esta operación con anestesia.
P. ¿En qué consiste la anestesia?
R. En que lo que prima en este mundo es la economía, que hay que solucionarla y que por lo tanto hay que poner técnicos al frente de esa economía. Estos técnicos salvadores han sido abogados o economistas de grandes empresas puramente económicas, empresas que solo persiguen el poder económico. Es una equivocación. A la larga, y no a la muy larga, más bien a la corta, se paga.
P. Una de las lesiones que presenta ese cuerpo sometido a una operación quirúrgica ha sido el proyecto de Educación para la Ciudadanía. ¿Cómo ha visto la burla a la que se sometió esa iniciativa?
R. Propia de auténticos ignorantes y aprovechados. La Educación para la Ciudadanía es una forma de crear ciudadanos libres, pero las sectas no pueden aceptar que haya ciudadanos libres. Educación para la Ciudadanía, o como la llamen, provoca la educación libre y laica y es uno de los elementos fundamentales del progreso democrático.
P. La política también está gravemente lesionada. ¿Qué consecuencias tiene?
R. La consecuencia más grave es la de ir alimentando poco a poco el imperio de una dictadura, una dictadura económica. Confío en que ya no sea posible una dictadura militar, pero hay formas de dictadura que sin disparar tiros dominan también. Creo profundamente que el desprecio a la política es un error garrafal porque es un desprecio interesado. Lo que quieren hacer es una política determinada donde nadie pueda hacer política.
P. El político sale aún peor parado que la política...
R. La política es la función esencial de la vida colectiva, y el político es algo esencial también en la dirección y en la orientación de esa vida colectiva. Pero tiene que ser honrado y no ponerse una máscara, sino dar la cara —eso también lo dice Machado—. Dar la cara por unos ideales que ese partido debe defender de verdad. El ataque a la política, la burla no digamos, se nos clava en la cabeza como si todos los políticos fueran unos sinvergüenzas. Y eso es un error... La política es el más arquitectónico de los saberes, decía el gran teórico clásico de la política, porque los comprende a todos... Burlarse de la política tiene algo de dictatorial, de tiránico... Muchas veces me digo, no sé si con injusticia, que estamos en una oligarquía democrática y que el franquismo ha seguido bajo distintas formas, con intereses oligárquicos.
P. ¿Dónde lo ve?
R. Antes de decirlo, déjeme decir que este país ha avanzado. Fíjese en Salteras, al lado de Sevilla; ahí iba yo en los años 40. El avance ha sido espectacular... El país ha mejorado en cultura, en decencia... Creo que el franquismo está de capa caída, pero tiene todavía fuerza en ciertas manifestaciones de algunos políticos, con una ideología que coincidiría con la que se mantuvo con Franco...
P. ¿En qué lo ve?
R. En la defensa de la enseñanza privada, en el descrédito de lo público, en el desprecio de la igualdad de oportunidades... ¿Dónde está la libertad si hay desigualdad?
P. ¿Y Europa no es parte de ese cuerpo enfermo?
R. Ha sido una luz, un poder intelectual... Por eso me preocupa que ahora pueda surgir una tercera guerra europea solapada, ya sin cañones, una guerra económica. Un nuevo afán de dominio, solapado, porque eso son las guerras, lo que destruiría las posibilidades que sin duda se abren para una Europa unida...
P. Hablaba de un país entristecido y luminoso. ¿Hay una luz?
R. Creo que en nuestro país hay una sabiduría latente y emergente que me llena de optimismo, pero no podemos permitir de ninguna manera que se corrompa el político. No podemos votar a los corruptos a no ser, y eso sería la muerte de un país, que nosotros estemos ya tan corrompidos que no solo no los distingamos sino que queramos que el corrupto mande para engancharnos a su chaqueta. Sería catastrófico.
No es tolerable que el imperio de la indecencia domine en la política, Entrevista a Emilio Lledó por Juan Cruz [El País, 15 de noviembre de 2011]


Una de esas felices coincidencias un tanto asombrosas. Por la mañana, en una terraza desde la que puede verse la casa de Lope de Vega, hablábamos de esta incapacidad natural para recordar que el pasado tiene letra pequeña. Todo lo que no aparece en el gran relato —detalles, ambiente, circunstancias— y suele ser, tantas veces, más decisivo que el relato mismo. Basta observar cómo incordia esa letra pequeña en el día a día. Convenimos en llamarlo, de forma provisional, falta de empatía histórica mientras trataba de imaginar, sin ningún éxito, el olor, los ruidos y la apariencia misma de la calle en 1612, cuando Cervantes y Lope eran vecinos y escribían. Un Cervantes cano y manco asomado a la ventana, quizás agobiado por un mismo calor de verano, imaginé.
Por la noche, esta maravillosa charla del filósofo Emilio Lledó en la Fundación March me hizo saltar de la cama a buscar libreta y bolígrafo. La conferencia es del 21 de enero de 1986, pero parece grabada ayer. Lledó habla de crisis, de sobreinformación, de fin de época. Por si fuera poco, el acto formó parte de un ciclo cuyo insuperable título lo instala definitivamente en la calurosa noche madrileña: Política y felicidad. El peculiar espejismo de que algunos asuntos en España son crónicos, por siempre viejos y actuales.
Dice el sabio Lledó:
Desde el momento en el que el presente se muere, la verdadera riqueza del hombre es la memoria, pero si a esa memoria la planchamos, si a esos textos los vemos aplastados contra su propia textualidad y no los vemos, no luchamos, mejor dicho, por verlos emerger de unas determinadas circunstancias, de unos determinados, concretísimos problemas de los hombres por entender el mundo, por dominarlo, por asimilarlo, por comunicarlo, estamos entonces partidos en una doble, extrañísima temporalidad. Estamos empezando a ser casi la nada. Por un lado, la fluidez feroz del tiempo que nos devora —y no es metáfora, es casi definición— y, por otro lado, el silencio del pasado. Los textos del pasado no se escribieron sólo para ser objeto de cuadriculación filológica o lingüística, sino fueron voces de hombres, voz humana que quedó plasmada en las páginas.
La bellísima observación de Lledó me deja en vela. Busco al autor más antiguo en las estanterías. Platón (427-347 a. C.), su Defensa de Sócrates, primeras líneas, habla Sócrates:
No sé, atenienses, qué impresión han dejado en vosotros las palabras de mis acusadores, mas sí puedo decir de mí que, al oírlas, me ha faltado poco para olvidarme de mi propia persona: tal era el poder de persuasión de las mismas. Sin embargo, tocante a verdad, nada han dicho, en resumidas cuentas. Y entre las muchas mentiras que han salido de sus labios hay una que me ha causado especial maravilla: me refiero a aquella parte de su discurso en que afirmaban que debéis estar prevenidos para no ser embaucados por mí ya que, según ellos, soy un hábil orador. En efecto, el hecho de que no sientan vergüenza ante la proximidad de ser puestos por mí en evidencia, y no con palabras, sino con hechos, una vez que quede patente mi completa inhabilidad oratoria, me parece lo más descarado de su conducta, a no ser que llamen hábil orador al que dice la verdad.
Es obvio que hay un silencio en el pasado producido por la incapacidad de leer a muchos textos y autores como merecen, pero no lo es menos que a veces el pasado, a salto de mata, sin ambages, viene a colarse en el presente y nos habla de él mejor que nosotros mismos.
El silencio del pasado, Pablo Mediavilla Costa [Jotdown, julio 2013]

Algunos rasgos delatan a los filósofos. Se presentan con preguntas. Hablan de los griegos de la Antigüedad como si se tratase de su panda de barrio. Distinguen el grano (la cultura) de la paja (la tecnología). A menudo, para tener libertad, no llevan móvil. Emilio Lledó (Sevilla, 1927) logró ayer el Premio Nacional de las Letras por su dilatada trayectoria literaria como referente intelectual y ético, aunque no recibió la noticia desde la Secretaría de Estado de Cultura sino durante una entrevista con este diario porque Lledó, filósofo donde los haya, no lleva móvil: “Tengo más libertad”.
Entre abrumado y feliz, el académico echó mano del humor: “Eso quiere decir que ya estás tan viejo que están diciendo ‘vamos a despedir simpáticamente a este señor”. El reconocimiento institucional —que él acepta agradecido— le llegaba en la sede de la Asociación de Editores de Madrid, que le ha otorgado este año el premio Antonio de Sancha por su compromiso con la cultura y la literatura. Y que se suma al que recogerá en noviembre en México, tras ser galardonado con el primer Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña, y al que, hace un mes escaso, le otorgaron en Getafe Negro (el José Luis Sampedro). “Puedo ir al libro Guinness”, bromeaba ayer en los pasillos de la asociación, adonde llegó para hablar de un premio y donde acabó hablando de otro.
Días de gloria para Lledó, que ya tiene una larga ristra (premio Alexander Von Humboldt del Gobierno alemán o Nacional de Literatura por El silencio de la escritura, entre otros). Nada que ver con ciertos reveses que sufrió el pensador en el pasado —fue ninguneado en 1987 cuando optó a la cátedra de Filosofía Moderna y Contemporánea de la Universidad Complutense— ni con los días tristes de los cincuenta que precedieron a su marcha a Heidelberg —adonde llegó esquelético: 53 kilos—, ni mucho menos con los días intensos de la infancia, fluctuantes entre el placer (la lectura) y el terror (los bombardeos). “Pero yo fui feliz en la guerra porque aprendí a leer. Tenía un profesor en Vicálvaro que nos hacía leer un par de veces por semana el Quijote y luego nos preguntaba por sugerencias de la lectura. Hay que enseñar a leer y a amar la lectura. La tecnología es una ayuda para la cultura, pero no creo que tenga nada que ver con la educación”, afirmó.
Quizás porque Lledó entiende la filosofía como “la conciencia crítica de su tiempo”, va contracorriente de algunos mantras que se extienden como el aceite. “El bilingüismo de los colegios me pone un poco nervioso. No. Lo que se necesitan son colegios monolingües que enseñen bien otros idiomas”. “Obsesionar a los jóvenes con ganarse la vida es la manera más terrible de perderla”. “La verdadera riqueza es la cultura. Suena a frase hecha, pero es así”. También dice que no dice todo lo que piensa “porque a lo mejor insultaba”. Pero cuesta creerle. Lledó es un sabio bienhumorado, que solo endurece la mirada cuando se le interroga por la salud del país. “En la dictadura teníamos la esperanza de que esto cambiaría, y ahora estamos en el territorio de aquella esperanza y muchas veces desesperanzados”.
El filósofo amante de los griegos vuelve a ellos para reivindicar la decencia como esqueleto de una sociedad sana. Le disgusta profundamente lo que ocurre en el universo político, pero Lledó, que durante medio siglo difundió la Filosofía en institutos y facultades (La Laguna, Barcelona y la UNED), es un combatiente optimista, que se resiste a dar batallas por perdidas. “La política es la administración de la justicia, de la educación y de la cultura con generosidad”.

Durante sus primeros años de profesor de Historia de la Filosofía no escribió nada. “Ni se me pasaba por la cabeza, no hacía más que preparar clases. Me encantaba porque creas un espacio social”. No usaba libros en el aula, aunque con el tiempo él acabaría generando algunos textos esenciales del pensamiento contemporáneo español: Memoria del logos, El surco del tiempo, Lenguaje e historia o Memoria de la ética.
Ahora está embarcado en un ensayo sobre los afectos: “Me gustaría poder aportar algo nuevo aunque sea pequeñísimo. Los afectos no tienen una gramática como la Filología, pero eso le da fuerza y libertad. Habría que pensar en una gramática de los afectos para que el amor no se convierta en odio o la amistad en enemistad. El principio de las relaciones afectivas que tengamos empieza con la relación afectiva con nosotros mismos. Y esto te obliga a mejorarte, luchar para mirarte en el espejo y no avergonzarte”. Algo que el filósofo ha conseguido: “Por edad hay un momento en que piensas que te quedan pocos telediarios, pero eso no me entristece para nada porque pienso que soy el mismo que con una maletita de cartón que se rompió en la frontera me fui a Alemania. Me miro en el espejo y no me avergüenzo”.
Premio Nacional de las Letras, Emilio Lledó por Tereixa Constenla [El País, 18 de noviembre de 2014]


El filósofo Emilio Lledó (Sevilla, 1927) disfruta enseñando las dos ‘joyas’ de su biblioteca. La primera es un cuaderno escolar, decorado con dibujos infantiles y banderas republicanas cuyo morado intentó disimular cuando aún era un chiquillo para evitar problemas. Su entonces maestro solía invitarles a hacer “sugerencias” y pensar por ellos mismos, remarca con intención. La segunda también es obra de niños, vecinos del pueblo de sus padres, Salteras (Sevilla). Se trata de una carpeta que acaban de enviarle con fichas y redacciones dedicadas al “amigo Lledó”. Repasar esos trabajos le devuelve la esperanza. A veces la pierde cuando piensa en la política educativa del actual Gobierno.
Parece estar pasándolo mal últimamente.
Muy mal, lo digo sin ambigüedad. Estamos viviendo un retroceso gravísimo, porque, a pesar de todo, este país había progresado. Cuando yo era niño, mis padres me mandaban a casa de mi madrina, en Salteras. Era una labradora modesta, pero buenecita, que tenía gallinas. Allí me consolaba del hambre de Madrid. En los años cuarenta, el pueblo tenía 2.000 habitantes, y los únicos que estudiábamos bachillerato éramos los hijos de algún terrateniente y yo. Hoy tiene 5.000, un instituto, tres colegios públicos, guardería, biblioteca… El pueblo ha progresado porque un alcalde decente ha entendido que su misión era ésa y no proteger a “amigantes”, una palabra que viene de mangante.
Es un gran aficionado a crear nuevas palabras y sobre todo a denunciar las que considera vacías, como por ejemplo la “excelencia”.

Se oye esa expresión y eso ya es… [se indigna]. No se puede entregar la educación de un país a la diferenciación económica, a los colegios de pago. En primer lugar, porque muchos de esos centros no se pueden comparar con el último instituto público de Francia o Alemania. Aparte de que es una injusticia enorme. Otro de los sofismas más lamentables e ideologizados de los últimos años es hablar de “la libertad de los padres para escoger dónde educar a sus hijos”. ¿Qué libertad es ésa? ¿Los padres de los barrios humildes tienen libertad para mandar a sus niños a los colegios de las sectas, que piden un dinero imposible de pagar? Los padres alemanes y franceses deben de tener otro sentido de la libertad, porque nunca han protestado por su magnífica enseñanza pública.
Habla de sectas en la enseñanza. ¿Qué papel juega la Iglesia en este momento?
Un papel lamentable e ideológico que no tiene nada que ver con la democracia ni con un país laico. Un ejemplo son las declaraciones de Rouco Varela en el acto de homenaje a las víctimas del 11-M. No sé por qué hay que celebrarlo en una iglesia y hacer que este señor opine. El estudio tiene que ser creación de libertad, no de dogmatismo ni de frases hechas. Los conceptos estereotipados, en quien no los reflexiona, producen agresividad. Uno de los frutos que genera la ignorancia cultivada es la violencia.
¿Qué le parece la supresión de la asignatura de Educación para la Ciudadanía?
Una expresión de la ignorancia, del fanatismo y de la ideologización que estamos viviendo. Me entristece ver la poca sensibilidad de los muchachos, que merecen otro tipo de enseñanza. En España hay maestros de instituto excelentes, pero están intentando coartarlos y privatizar lo que es público. La democracia es, fundamentalmente, obra de lo público y creadora de lo público.
Ahora lo que se fomenta es la cultura del emprendimiento.
Los emprendedores, sí, como los que emprendieron la destrucción de nuestras costas y la locura de la burbuja inmobiliaria, o los que están permitiendo la burbuja mental de los estudiantes con la eliminación de las humanidades. Eso es muy grave. Los jóvenes tienen que luchar por la defensa de estas asignaturas. ¿Es que no son humanos los químicos orgánicos o los asesores financieros?
¿Blindar la religión mientras se suprime la filosofía puede tener consecuencias peligrosas?
El adjetivo no me gusta mucho. Es peor que peligroso, es funesto. Es ideológicamente inaceptable para un país que quiera progresar intelectual, cultural, técnica, industrialmente. Es inadmisible que se menosprecien las humanidades y se establezca una religión que yo no sé muy bien de qué tipo es, porque la religión también se manipula por determinados grupos ideológicos. Es un error garrafal.
Hace años que se habla de una generación perdida, la que se dedicó a la construcción y no se formó. Al problema se suma ahora la falta de recursos para estudiar. ¿Hay recuperación posible?
Menos mal que no salió lo de Eurovegas. Se vendía ese producto diciendo que iba a generar empleo. Por supuesto que habría gente que hubiera trabajado en esa monstruosidad. Pero el trabajo se crea con fábricas de cosas útiles, con innovación, con cultura. Me sorprende que la gente vote a determinados políticos. No se entiende, a no ser que nosotros también seamos un poco corruptos y pensemos que nos caerán las migajas de quien se va a hacer con el poder.
¿Qué esperanza les queda a quienes no logran encontrar un trabajo?
Yo viví la Guerra Civil y la posguerra. Entonces había una tristeza general, pero esperábamos que todo cambiaría alguna vez para mejor. Ahora estamos en el mundo de la esperanza que imaginábamos y sería terrible que lo que nos determinase fuese la desesperanza, la decepción y la involución. Habría que pedir responsabilidades reales a quienes las tienen. Me sorprende que ciertos partidos políticos, pongamos de izquierdas [hace gesto de comillas], no exijan las cuentas exactas de los aeropuertos que se han hecho sin aviones. ¿Y la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia? ¿Y la de la Cultura, de Galicia?
Las ciudades de las ciencias se hacen creando escuelas y universidades públicas. Es curioso, en el franquismo sólo había universidades públicas. Estaban condicionadas, pero aun así es mucho peor esta cultura de la privatización, donde me gustaría saber la categoría de muchos de los señores que están enseñando en centros privados, y también qué idea tienen de la libertad y el progreso.
¿Cómo ve la Universidad actual?
Estoy un poco desconectado, pero mis exalumnos me cuentan que va a peor. Me atrevería a hacer una entrevista cara a cara con esos ideólogos de la educación para demostrarles el retraso y la incultura que están promoviendo con esa obsesión por hacer cosas ‘valiosas’. Uno de los escándalos que más me chocan es que se obsesione a los muchachos con la idea de que la Universidad sirve para ganarse la vida. En esos años hay que crear ilusiones. Me gustaría que los asesores del ministro [José Ignacio Wert] me explicaran sus razones. No creo que la monstruosidad de ciertos individuos llegue al extremo de querer entontecer al país.
La ignorancia cultivada genera violencia, Emilio Lledó [La Marea, 3 de mayo de 2014].
Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.
No deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos tiempos, dos jornadas, diferentes, y en ambas ocasiones el autor de obras como “El silencio de la escritura”, “La memoria del logos” o “La filosofía hoy”, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.
“Los libros y la libertad” (RBA), un abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.
- Son muchas las ideas, las reflexiones contenidas en “Los libros y la libertad” que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó?. ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?
- ¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11 años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .
- Da la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.
- Sí. Don Francisco fue fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse… Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo el “Quijote” porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar “Don Quijote”, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.
- ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?
- No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de 50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en “Don Quijote”, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.
- ¿A don Francisco le seguiste la pista?
- Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre Manuel Becerra y Ventas. Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, “El surco del tiempo” puse el final de uno de sus sonetos.
- Tu padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?
- Sí. Fue capitán de la República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.
- ¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?
- Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me consiguieron una beca y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma personalizada.
- ¿La Alemania de Merkel no te ha decepcionado?
- Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa. Ahí no puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.
- Nada indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más encaminado en esa dirección.
- Sí. No hay forma de salir de la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas. Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.
- La guerra, la dictadura, impulsó a Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.
- Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.
- ¿Te has arrepentido alguna vez de haber vuelto?
- No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño, como una joya.]
- El problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.
-Sí, estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso monstruoso. Me cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.
- Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.
- Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.
- Hay un texto que se incluye en “Los libros y la libertad” que resulta especialmente revelador. Pertenece a “La República” de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?
- Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de 20 o 30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.
- Las manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de “Los libros y la libertad”. Cuando se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.
- Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.
- ¿Si tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?
- Sí y sobre todo los seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.
- ¿Se puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?
- Todos necesitamos un rincón de felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero… ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?
- El tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, “El epicureísmo”.
- A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos. Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.
- Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.
- Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.
- El problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo XXI?
- Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bien ser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo entre Glauco y Diomedes en la “Ilíada”, el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de “La Iliada” viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.
- Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles…
- Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan Sebastian Bach. No, eso es ridículo y absurdo. Pero ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.
- Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?
- Pues se trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bien ser”, se pueda practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.
- ¿Esa idea vale para retratar a la España actual?
- Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en la política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la Democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales, sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.
- Los principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como “Memoria de ética” o “El origen del diálogo y de la ética”. Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?
- Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).
- Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.
- No votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.
- Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.
- Sí, la ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?
- Leo en uno de los textos incluidos en “Los libros y la libertad”: “Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario de la historia de España?.
- Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo logramos cambiar todo esto.
- “Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?
- Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.
- Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura…
- Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por el dinero.
- ¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?
- Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.
- Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora…. ¿Cómo lo ves?
- Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma esperanza que yo tenía hace 50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.
- Se han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?
- No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.
- Y la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.
- Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.
- ¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?
- No tiene sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.
- Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.
- Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.
- Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto tanta información nos confunde?
- Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.
- ¿En qué está trabajando ahora Emilio Lledó?
- En un ensayo que podría titularse “Filia. Una historia del amor y la amistad”. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.
- La amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.
- La historia de la amistad es una historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.
- Sin duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas por delante.
- Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías, mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan “fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos radical y esencialmente humanos. Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.
- ¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?
- Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad. Hay un texto en la “Magna Moralia” de Aristóteles que dice que igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que tiene que ver con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver con mangantes.
- ¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.
- Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y el leer.
- ¿A qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.
- Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe… Leo muchísima poesía. El otro día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente, en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.
[La poesía va poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención. “El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. “Un hombre piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]
Esta entrevista -solo texto- fue publicada previamente en el número 109-110 de la revista cultural “Turia”.  “Los libros y la libertad” (RBA) es la última publicación de Emilio Lledó.
“La raíz del mal está en la ignorancia, el egoísmo, la codicia”. Entrevista a Emilio Lledó por Lecturas sumergidas, 27 de junio de 2014.




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