He
procurado mirar sólo con mis ojos, y no con las gafas prestadas por esa difusa
autoridad que legisla inapelablemente en cada uno de los reinos de lo que viene
a llamarse la cultura, o la actualidad cultural, por más señas. Sin duda me he
equivocado muchas veces: en cualquier caso, mis errores son míos, lo cual no
les da ningún valor, pero me permite la tranquilidad de espíritu de no haberme
ocultado en el espacio seguro de la conveniencia. A lo largo de este tiempo he
recibido muchas sorpresas, y, sin darme cuenta, alguna de estas travesías me ha
llevado a pisar campos minados. He observado que la ficción de tolerancia universal que
parece circular por todas partes se interrumpe cuando alguien disiente de
alguno de los mandamientos instantáneos de la moda. A mí, como a
Pedro Salinas, lo que más me gusta es que me gusten He recibido las cosas, pero
durante un tiempo me vi convertido en el tipo a quien no le gustaba Joseph Beuys, lo cual fue
casi menos grave que el hecho de que tampoco me gustara Quentin Tarantino.
Creo que algunas personas tienen que agradecerme lo modernas que se han sentido
al compararse conmigo, lo extremadamente de izquierdas que les ha permitido ser
mi desapego hacia algunos dogmas políticos y culturales que yo mismo compartí
en otro tiempo, lo cosmopolitas que han sido por comparación con mi palurdismo.
El director de cine Pedro Almodóvar, sobre quien yo había escrito más de un
artículo lleno de elogios, decidió que yo era un reaccionario peligroso y en
alguna entrevista tuvo a bien ponerme como muestra de la ola de conservadurismo
que se avecinaba: el motivo era un párrafo de una de estas crónicas en el que
yo mostraba, al parecer imperdonablemente, mi desagrado hacia una escena de una
de sus películas. Gracias a ese artículo yo pude aprender algo sobre la naturaleza humana y sobre
los efectos desiguales de la objeción y el elogio. Nunca pensé que
el acto de mostrar con claridad las sensaciones o las reflexiones que
despiertan las cosas en alguien muy aficionado a mirar y a admirar tuviera a
veces consecuencias tan extremas, a favor o en contra, da igual. Durante una
temporada los amigos y allegados del Premio Nobel de Literatura se dedicaron a
practicar el tiro al blanco sobre mi persona atribuyéndome incluso apodos
bastante graciosos, dignos del tradicional ingenio español. En esto de los
apodos también es bastante gracioso un crítico literario del admirable
suplemento Babelia,
que al referirse a mí siempre me llama, campechanamente, "Muñoz", sin
duda para subrayar, con su conocida sutileza, que la vulgaridad de mi
literatura se corresponde con la de mis apellidos. De vez en cuando he notado que en los
partidarios o en los adversarios de lo que yo había escrito había un grado de
convicción y de seguridad mucho más fuerte que en mí mismo. No estoy
tan seguro de nada como para descalificar a nadie porque no piense lo mismo que
yo. Todo está lleno de especialistas, de expertos, de guardianes celosos de un
minifundismo intelectual cada vez más irrespirable. Yo he querido practicar en
el periódico lo mismo que me gusta en la vida, la atención del aficionado que
procura cultivarse y disfrutar de las cosas sin ser experto en ellas, nadando
entre las dos aguas igualmente inhóspitas del fanatismo o el papanatismo
incondicional de la cultura y la seducción de la ignorancia. Creo que una de
las tareas éticas y estéticas más urgentes es el restablecimiento de la
soberanía personal del espectador y el lector, que es, en el fondo, la
soberanía del ciudadano, no sometido ni a las lealtades de la tribu ni a las
coacciones de una opinión dominante, administrada por un misterioso
sanedrín de expertos tan inaccesibles como indiscutibles. Pero todo ha pasado,
es pasado, el pasado lejano de lo que ya ha sido escrito. En este tiempo no me
han faltado sobresaltos, pero tampoco he dejado de sentir la compañía cálida y
asidua de algunos lectores. Saber que alguien ha agregado al catálogo de sus
costumbres la de buscar cada miércoles esta esquina del periódico es un halago
íntimo que siempre despierta gratitud. Pero está bien irse de los sitios, igual
que estuvo bien llegar a ellos, irse en busca de otras cosas que escribir y
contar. Lo peor de los adioses es que sean demasiado largos, según puede
comprobarse leyendo El largo
adiós.
Adiós,
Antonio Muñoz Molina [El País, 15 de octubre de 1997]
Adiós, Antonio Muñoz Molina [El País, 15 de octubre de 1997]
En busca de un refugio, Antonio Muñoz Molina [El País, 17 de septiembre de 1997]
Semanas con Dickens, Antonio Muñoz Molina [El País, 3 de septiembre de 1997]
El regresado, Antonio Muñoz Molina [El País, 13 de agosto de 1997]
Un profeta del frío, Antonio Muñoz Molina [El País, 6 de agosto de 1997]
El verano de Lolita, Antonio Muñoz Molina [El País, 30 de julio de 1997]
Los responsables y los culpables, Antonio Muñoz Molina [El País, 14 de julio de 1997]
La cizaña, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de julio de 1997]
Los historiadores, Antonio Muñoz Molina [El País, 2 de julio de 1997]
Noticias de Dublín, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1997]
La orden del amanecer, Antonio Muñoz Molina [El País, 11 de junio de 1997]
Poema WStawac, Primo Levi
Poema WStawac, Primo Levi