El verdadero motivo no es ése. Mi mujer no es tonta, ella
sabe que las ocasiones no paran de presentarse, y que un hombre, por muy buena voluntad
que tenga, es difícil, si es hombre, que pueda controlarse siempre. Es
que no quiero estropearme el recuerdo, ¿me explico? La magia de aquellos días.
En los taburetes del falso bar inglés en la zona de
tránsitos del aeropuerto de Pittsburg
Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me
identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo
compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza
española.
Ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrased, ante
cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su
contrapartida de mala educación.
En los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los
otros, apenas
salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me
sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo
El avión que yo debería haber tomado varias horas antes
volaría, si alguna vez amainaba la tormenta de nieve, a Buenos Aires, y fue al
pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo estuve perdido del todo.
Resultó que mi compatriota conocía esa ciudad, dijo, “como
la palma de su mano”.
Previendo horas de calma y de lectura, yo me había resignado
sin dificultad al contratiempo del blizzard
En América hay una frontera muy precisa, pero también invisible
para el no iniciado, entre los favores que pueden pedirse y los que no,
y un paso inoportuno al otro lado de ella puede traer consigo desagradables
consecuencias, un enturbiarse repentino de la superficie tan afable de las
cosas, un matiz elusivo en las miradas y las sonrisas, hasta ese momento tan
francas, que uno recibía.
¿No ocurre lo mismo en
todas partes? Hay determinadas cosas que se consideran un abuso de confianza.
Aquí todo el mundo parece dispuesto a echarte una mano y a hacerte todo tipo de
favores. No obstante, los favores tienen una contrapartida. El que hace un
favor espera recibir algo a cambio y hablará mal de ti si no cumples con sus
expectativas. Encuentro que en España – en las regiones de España que conozco,
para ser más precisa- somos mayoría los hipócritas.
No me di cuenta de lo
que a los andaluces les parece natural hasta que no me fui a vivir a Dublín.
Allí alguien me advirtió lo que yo no había sabido ver: Sobre las
demostraciones de afecto, mantener siempre la distancia para evitar el
contacto, hablar muy bajo, mantener silencio en el Dart, empleo general de fórmulas
de cortesía, el comportamiento de mis compatriotas cuando están fuera de su
país, etc.
El asombro y el pavor ante la escala del espacio y el
poderío temible de la naturaleza son la primera lección que aprende el
europeo recién llegado a un continente tan descomunal.
Me constaba que en la conferencia de Buenos Aires mi paper
sobre el soneto Blind Pew, uno, para mi gusto, de los más excelsos de Borges,
era esperado no sin cierto suspense. A una indudable satisfacción profesional,
mi instinto latino superponía la avidez, sólo a medias reconocida
Al menos me consolara del despiadado invierno de
Pensilvania, que no sólo había batido todos los récords del siglo en cuanto a
su crudeza, sino que también amenazaba con sobrepasarlos en su duración. No
soy hombre al que le venga grande la soledad ni que se deje abatir por la
monotonía invernal del Humbert Collage, que otros han encontrado insoportable.
Morini [presidente del departamento], que tiene la ventaja
de ser latinoamericano, logró con su inveterada destreza administrativa que el
departamento me costeara el fare del viaje
-Espero que al llegar al Cono Sur no se despierte tu
sangre de conquistador español, y te entren ganas de ultimar a algunos
indios.
Otro descubrimiento del español en América es que ha de
cargar resignadamente sobre sus hombros con todo el peso intacto de la Leyenda Negra.
¿Acaso no contribuimos
los españoles a perpetuar la
Leyenda ?
En la vida los grandes cataclismos de felicidad o
de desgracia son mucho menos frecuentes de lo que sugieren las novelas y el cine.
Y de la desconsideración con que aquel
hombre me había arrebatado una parte del tiempo que me pertenecía, y que ya no
iba nunca a serme devuelto.
Claudio habla como una
víctima por su incapacidad para decir no. Encuentro que, en general, los alemanes
son mucho más directos si algo o alguien no les interesa. En Berlín, sin ir más
lejos, los camareros tienen fama de descorteses y hay chistes o comentarios de
que un camarero alemán puede hacerte llorar si se empeña en ponértelo difícil.
Algunos pueden hacer que te sientas como si les estuvieses molestando o como si
ellos, en vez de servirte, te estuvieran haciendo un favor.
¿A Claudio se le ha
olvidado que él también es español? Lleva tanto tiempo fuera que ya habla como
un llanito. ¿Acaso no hay palabras en castellano para estar continuamente
recurriendo a anglicismos?
-Pero da igual que yo no vuelva a Buenos Aires, es como si
hubiera un tesoro esperándome siempre.
He perdido la costumbre de las invitaciones tan efusivas como
desordenadas que suelen hacerse en España, y me pone nervioso, casi me
desconcierta tanto como a un americano, no estar seguro de cuándo o en qué
medida debo corresponder. ¿No es mejor el práctico hábito anglosajón de dividir
una cuenta a partes iguales, suprimiendo así el peligro de quedar en
deuda, o de pagar en exceso?
¿Cómo negarte a que
alguien te haga un favor? Cuesta mucho hacer ver a alguien que no necesitas un
favor que está dispuesto a realizar. Cuando alguien se ofrece a ayudar, ¿no le
sienta mal si rechazas su ofrecimiento? Te sientes como si estuvieses obligado
a aceptarlo.
¿Hay muchas personas
que estén dispuestas a ayudarte de forma desinteresada?
A mí personalmente me
cuesta mucho pedir favores. Aunque quizá eso deberían juzgarlo los demás.
También tu grado de generosidad.
Se acomodaba en los asientos de plástico como
si fuera el dueño absoluto del espacio, y no tenía reparo alguno en
chocarse o en rozarse con alguien, murmurando perdón o excuse me en un inglés
imposible, sin darse cuenta de la mirada de recelo o de hostilidad que le
dirigía la otra persona, como si estuviera en la barra de uno de esos bares de
tapas y raciones que según creo hay todavía en Madrid, y en los que la gente
choca y suda y se atropella con una promiscuidad física tan desenvuelta como los
gritos que dan para charlar entre sí o reclamar la atención de los camareros.
Yo me consideraba una
persona respetuosa hasta que una compañera de trabajo [Pamela] me hizo ver que
actuaba de forma atropellada y poco correcta con los compañeros, sin respetar
su espacio de trabajo. Pensé mucho sobre ello [me dolió aceptar su crítica]
pero intenté corregirlo. Creo que hasta entonces yo no había sido consciente de
que eso podría molestar a nadie.
Llega a extremos enternecedores la fascinación de los
empresarios y ejecutivos españoles por el idioma inglés, habida cuenta además
de que la mayor parte de ellos manifiestan una incapacidad congénita
para hablarlo con un mínimo decoro, con un acento que no resulte bochornoso
escuchar.
Ve la mota en el ojo
ajeno y no la viga en el propio. Lleva tanto tiempo fuera de España que habla
de los españoles como si él no fuera uno de ellos. Son dos cosas diferentes
saber manejar un idioma y tener una buena pronunciación.
Contra todo pronóstico, Abengoa se hacía entender, y no sólo en un bar o en un
counter de venta de billetes, sino incluso, según me contaba con toda
naturalidad, y con una falta notable de vanagloria, en difíciles reuniones de
negocios, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, y últimamente
también en algunos países asiáticos
Sin embargo, Claudio
tiene problemas para hacerse entender, en tanto que le cuesta bajar su nivel
para expresar de un modo sencillo las ideas que se le ocurren relacionadas con
su campo profesional. Emplea una terminología muy precisa pero poco práctica y
pierde claridad.
-Los españoles estamos comiéndonos el mundo, Claudio, y no nos
damos cuenta, siempre con nuestro complejo de inferioridad, pidiendo perdón por
donde vamos, en vez de tirar para adelante y cerrar con doble llave el sepulcro
de don Quijote.
Tengo un carácter
apocado y este tipo de comentarios me provocan vergüenza ajena.
¿Por qué somos tan
extremistas? O agachamos las orejas o avasallamos. No hay término medio. La
prudencia y templanza brillan por su ausencia.
Qué duda cabe de que los latinoamericanos, aun siendo tan
celosos de su identidad y sus raíces indígenas, nos llevan mucha ventaja en la
soltura de su cosmopolitismo.
Eso [una buena caña de Mahou, con mucha espuma], y una tía,
las dos cosas mejores de la vida, el paraíso terrenal.
Como un lector, podía deconstruir su discurso, no
desde la autoridad que él le imprimía [¿se ha reparado lo suficiente en los
paralelismos y las equivalencias entre authorship y authority?] sino desde mis
propias estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc
de nuestro encuentro
Entre latinismos,
anglicismos y palabras técnicas nos perdemos en el discurso. ¿Así es como un
profesor asociado se habla a sí mismo? Ejem
No existe narración inocente, ni lectura inocente, así que el texto es a la vez la
batalla y el botín
[y ahora trato de
explicarlo con un ejemplo que nadie pueda seguir. Cuanto más oscuro, más
culto.]
Me explicó que Worldwide Resorts, la empresa para la que
trabajaba, era, en realidad, una compañía española, cuyas oficinas centrales
están en Alicante […], lo cual no es obstáculo para que posea una nutrida y
competitiva red de hoteles “de alto standing” en varios continentes.
-Yo soy el buscador de los tesoros escondidos, como si
dijéramos.
En todo esto, su strategical advisory consistía en una tarea
a medias de espionaje y de análisis financiero, de exploración aventurera y
contabilidad.
Buscando hoteles que se ajustaran a los intereses de
Worldwide Resorts, o estudiando otros cuyos propietarios los hubieran puesto ya
en venta, pero que no habrían aceptado con facilidad la inspección exhaustiva
de un posible comprador demasiado reticente.
A mí lo que más me gusta es ver mundo y conocer gente nueva.
A mí cualquier viaje me deja desguazado, y no soy capaz de
encarar sin desaliento las complicaciones más comunes de la vida práctica, tan
llevaderas, sin embargo, en los Estados Unidos.
Tenía una constitución inmune a la fatiga
Yo soy del tipo
Claudio, me temo. De las que se ahogan en un vaso de agua.
Me bastan unos segundos para reconocer ese modelo siempre
idéntico de hombre hábil, decidido, veloz, y cuando uno de ellos me habla
muy alto o se agita amenazadoramente cerca de mí con la energía de sus tareas y
de sus destrezas pienso, igual que al ver a Marcelo M. Abengoa: “Otra vez el
tío Guillermo”.
Aquel hombre tan basto, tan franco, tan adicto a la
carcajada y al apretón de manos, podía también volverse, me dijo, no sin cierto
orgullo, un consumado espía.
¿Para ser espía no
hace falta discreción?
Pero para saber si un hotel estaba hundido para siempre o si
tenía algún porvenir, me dijo, le bastaba entrar en el vestíbulo y oler el aire
los primeros segundos, o mirar el color y el grado de desgaste de la moqueta, o
el estado de las uñas o de los lacrimales de un recepcionista.
Me pregunto qué diría
el Sr. Garrino, antiguo jefe de mantenimiento del HPV: La postura del
recepcionista al entrar en el hotel. ¿El personal del hotel trabaja feliz?
-Así que cuando empujé la puerta del Town Hall de Buenos Aires
y respiré en el vestíbulo comprendí que aquel sitio estaba completamente
acabado, Claudio, hundido, en el fondo, encallado, igual que un transatlántico,
como si dijéramos, tipo Titanic.
Te hablo del 89, cuando la hiperinflación, que parecía
cada mañana que el país entero iba a irse al carajo.
Por cuatro dólares podía uno comer como un príncipe en el
mejor restaurante de la ciudad o llevarse al hotel a una periquita de lujo…
Había informes de que en medio de aquel desastre el
propietario del Town Hall estaba ahogado financieramente y lo pondría en venta
muy pronto. De manera que tomé un avión y me planté en Buenos Aires, yo
las cosas las hago como las pienso, ya te digo
Y pensé, nada más llenarme los pulmones de aquel aire que
olía a viejo: “Marcelo, este sitio es una ruina y lo seguirá siendo
para quien lo compre, por muy barato que le salga”.
Comprendí que podía fácilmente intimidar, no ya a mí, que al fin y al cabo
me asusto de cualquiera que me haga un gesto hostil o autoritario, sino a
individuos curtidos en las guerras sin cuartel del mundo financiero, aún más
temible, me imagino, que nuestras pequeñas intrigas y zancadillas académicas.
Cuando Abengoa entró en él, el Town Hall era ya como un
museo arqueológico de la hostelería del siglo XX
Aquél era uno de los pocos hoteles del mundo que aún no
había abolido los ascensores manuales. Un muchacho mustio, con granos en el
cuello, dotado de un gorro cilíndrico con barbuquejo y de una paciencia o una
resignación de otro siglo, atendía a los timbrazos que sonaban en cada
piso y manejaba con la mirada vacía palancas con mangos de cobre y de latón
dorado y puertas metálicas plegables que daban una extraordinaria sensación de
precariedad al viajero acostumbrado a la solvencia de los ascensores automáticos.
He recordado Diario de
un emigrante.
A las mujeres, me dijo, les gusta ir a sitios que parezcan
de época, les hacen sentirse distinguidas y románticas:
-Si de algo entiendo yo, Claudio, es de hoteles y de mujeres.
Pero desengáñate, la experiencia me dice que no hay hotel como la casa de uno,
y en lo que respecta a las mujeres, después de haber probado algunas [no
tantas como camas de hotel, no vayas a creerte], me quedo con la mía.
Seguro que me comprendes, tú tienes mucha cara de casado.
Dime de qué presumes.
Probar una mujer como quien prueba a dormir en una cama extraña o saborea una
comida distinta. Menuda comparación. Lamentablemente, hay quien sigue
expresándolo así. Y parece que algunas mujeres entienden la libertad como poder
expresar lo mismo acerca de los hombres. Como en la canción “Amores de barra”.
Tienes cara de casado, eso es también como un sello, como el
que llevamos los españoles en el extranjero.
De mí diría que yo
tengo cara de malange, de esas que no van a tragar. Más que nada por la
experiencia, digo. Recuerdo que, una vez, alguien me llevó a la azotea de un
edificio, ahora no recuerdo con qué excusa. Otro chico me llevó a un aljibe.
Quería explicarme su funcionamiento.
Ahora que lo pienso:
muchas veces lo que me ha despertado interés por un chico ha sido su manera de
referirse a otras mujeres. Un antes y un después de que me contaran sobre sus
novias o las mujeres con las que habían estado. Sobre todo, por lo que dejaban
de contar.
Sin que hubiera el menor síntoma de que en un tiempo
aceptable se terminase aquella espera eterna en la irrealidad
creciente del aeropuerto de Pittsburgh
-Esto no es España –le dije, no sé si para ilustrarlo o para
desengañarlo de esa idea tan española, nacida sin duda de las películas, de que
en
Estados Unidos reina una gran libertad de costumbres-. Si una mujer se
quita aquí la parte de arriba del bikini la llevan presa por escándalo público.
Manhattan
Por lo demás, oír hablar de mujeres en términos físicos
era algo que me sonaba igual de antiguo que el abrigo echado por los hombros de
mi padre, o que aquellos cigarrillos negros sin filtro que ya entonces habían
empezado a matarlo sin que él lo sospechara.
Ésa es mi vida, Claudio, con sus luces y sus sombras, no te
lo niego. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver a Buenos Aires…
Qué raro, pensé, mientras Abengoa no dejaba de hablarme, que
este hombre no mucho mayor que yo me esté haciendo recordar a mi padre.
Me ocurre a menudo
hablando con algunas personas de mi edad o de la edad de mi madre. Parece que
pertenezcan a una generación anterior. ¿Eso no ocurre especialmente en
Andalucía? “Los niños juegan con los niños y las niñas con las niñas”, “No te
señales”, “Qué acompañada vas a estar con tus hijas”, “Como se vive aquí, no se
vive en ningún sitio”, “Empezaré a llevarles a museos cuando ya tengan una edad
en la que puedan comprender. Ahora, mejor llevarles a Eurodisney”, “¿por qué no
le has puesto pendientes? ¿no te gustan?”, “No veo que ir a clase de Religión
haga mal a nadie. Les enseñan educación en valores, algo que ahora hace mucha
falta.”, “¿Vas al concierto de Bach? ¡qué aburrido!”, “Mejor que aprendan
inglés que música. Dónde va a parar…”.
Tengo que decir que
también me ocurre ocasionalmente que encuentro a personas de más edad que
piensan como yo. Puede ser un signo de que, para determinadas cosas, yo soy una
antigua.
La habitación, un verdadero mausoleo, y la cama un ataúd, con el somier flojo, que se hundía
hacia el centro, y la ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de gran lujo,
la cama queen size, la bañera doble, el lavabo de mármol, los muebles con
terminaciones de marfil y aluminio. Un lujo, por lo menos, de hace sesenta años
No era sólo el Hotel Town Hall, me contó, era Buenos
Aires entera desmoronándose, cayéndose a pedazos, las aceras
reventadas, tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la
electricidad que se quemaban de noche y caían ardiendo a la calle
-Yo me había citado con Mariluz en Buenos Aires, por
aquello de conformarla un poco por tantos viajes en que la dejaba sola,
ya sabes, una segunda luna de miel.
Se trata a las mujeres
como a los niños. Les llevaré un juguete para que se conformen.
Esto era un miércoles, y ella iba a llegar el viernes, pero
cuando vi el aspecto que tenía el hotel estuve a punto de llamarla para que
cancelara el billete.
Justo cuando yo salía de mi habitación vi que se abría una
puerta en el otro extremo del pasillo. Pero en vez de a una criada vieja, una
mucama, como dicen ellos, o uno de esos huéspedes con cara de momia
que hay en los hoteles antiguos, ¿sabes a quién vi aparecer?
El verbo aparecer aquí
es muy oportuno. La sesión de espiritismo de La montaña mágica.
-A una tía de caerse de espaldas –dijo, triunfal, tras unos
segundos muy calculados de silencio-. A la mujer más guapa que he visto en mi
vida.
Peor todavía, Claudio, para que no digas que te oculto
nada, me puse a calcular el tiempo que me faltaba para intentar
beneficiarme a la rubia antes de que Mariluz llegara a Buenos Aires, menos de
cuarenta y ocho horas después.
Era muy improbable que aquel hombre hubiera leído Les Confessions
de Rousseau: y sin embargo había heredado su influjo, casi hacía paráfrasis de
sus peores excesos de exhibicionismo.
-Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: si estoy en
casa, en España, no hay ningún peligro, me encuentro en la gloria con Mariluz,
y con mis dos hijas, […] nada más llegar a la terminal internacional de Barajas
ya se me están yendo los ojos, ¿no te pasa a ti? Ese bullicio, todas esas
mujeres, de todas las razas, tan misteriosas, empujando sus carritos de
equipajes, llamando por teléfono cualquiera sabe adónde.
Le informo al señor de que en sesenta años esta maquinaria
sólo ha fallado una vez.
Comentarios y fragmentos seleccionados de Carlota Fainberg; Antonio Muñoz Molina
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