lunes, 18 de marzo de 2013

Para que no digas que te oculto nada


El verdadero motivo no es ése. Mi mujer no es tonta, ella sabe que las ocasiones no paran de presentarse, y que un hombre, por muy buena voluntad que tenga, es difícil, si es hombre, que pueda controlarse siempre. Es que no quiero estropearme el recuerdo, ¿me explico? La magia de aquellos días.

En los taburetes del falso bar inglés en la zona de tránsitos del aeropuerto de Pittsburg

Si alguien así, tan cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española.
Ya me siento incómodo, o más exactamente, embarrased, ante cualquier despliegue excesivo de simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala educación.

En los viajes soy del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo

El avión que yo debería haber tomado varias horas antes volaría, si alguna vez amainaba la tormenta de nieve, a Buenos Aires, y fue al pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo estuve perdido del todo.

Resultó que mi compatriota conocía esa ciudad, dijo, “como la palma de su mano”.

Previendo horas de calma y de lectura, yo me había resignado sin dificultad al contratiempo del blizzard

En América hay una frontera muy precisa, pero también invisible para el no iniciado, entre los favores que pueden pedirse y los que no, y un paso inoportuno al otro lado de ella puede traer consigo desagradables consecuencias, un enturbiarse repentino de la superficie tan afable de las cosas, un matiz elusivo en las miradas y las sonrisas, hasta ese momento tan francas, que uno recibía.

¿No ocurre lo mismo en todas partes? Hay determinadas cosas que se consideran un abuso de confianza. Aquí todo el mundo parece dispuesto a echarte una mano y a hacerte todo tipo de favores. No obstante, los favores tienen una contrapartida. El que hace un favor espera recibir algo a cambio y hablará mal de ti si no cumples con sus expectativas. Encuentro que en España – en las regiones de España que conozco, para ser más precisa- somos mayoría los hipócritas.
No me di cuenta de lo que a los andaluces les parece natural hasta que no me fui a vivir a Dublín. Allí alguien me advirtió lo que yo no había sabido ver: Sobre las demostraciones de afecto, mantener siempre la distancia para evitar el contacto, hablar muy bajo, mantener silencio en el Dart, empleo general de fórmulas de cortesía, el comportamiento de mis compatriotas cuando están fuera de su país, etc.

El asombro y el pavor ante la escala del espacio y el poderío temible de la naturaleza son la primera lección que aprende el europeo recién llegado a un continente tan descomunal.

Me constaba que en la conferencia de Buenos Aires mi paper sobre el soneto Blind Pew, uno, para mi gusto, de los más excelsos de Borges, era esperado no sin cierto suspense. A una indudable satisfacción profesional, mi instinto latino superponía la avidez, sólo a medias reconocida

Al menos me consolara del despiadado invierno de Pensilvania, que no sólo había batido todos los récords del siglo en cuanto a su crudeza, sino que también amenazaba con sobrepasarlos en su duración. No soy hombre al que le venga grande la soledad ni que se deje abatir por la monotonía invernal del Humbert Collage, que otros han encontrado insoportable.

Morini [presidente del departamento], que tiene la ventaja de ser latinoamericano, logró con su inveterada destreza administrativa que el departamento me costeara el fare del viaje

-Espero que al llegar al Cono Sur no se despierte tu sangre de conquistador español, y te entren ganas de ultimar a algunos indios.
Otro descubrimiento del español en América es que ha de cargar resignadamente sobre sus hombros con todo el peso intacto de la Leyenda Negra.

¿Acaso no contribuimos los españoles a perpetuar la Leyenda?

En la vida los grandes cataclismos de felicidad o de desgracia son mucho menos frecuentes de lo que sugieren las novelas y el cine.

Y de la desconsideración con que aquel hombre me había arrebatado una parte del tiempo que me pertenecía, y que ya no iba nunca a serme devuelto.

Claudio habla como una víctima por su incapacidad para decir no. Encuentro que, en general, los alemanes son mucho más directos si algo o alguien no les interesa. En Berlín, sin ir más lejos, los camareros tienen fama de descorteses y hay chistes o comentarios de que un camarero alemán puede hacerte llorar si se empeña en ponértelo difícil. Algunos pueden hacer que te sientas como si les estuvieses molestando o como si ellos, en vez de servirte, te estuvieran haciendo un favor.
¿A Claudio se le ha olvidado que él también es español? Lleva tanto tiempo fuera que ya habla como un llanito. ¿Acaso no hay palabras en castellano para estar continuamente recurriendo a anglicismos?

-Pero da igual que yo no vuelva a Buenos Aires, es como si hubiera un tesoro esperándome siempre.

He perdido la costumbre de las invitaciones tan efusivas como desordenadas que suelen hacerse en España, y me pone nervioso, casi me desconcierta tanto como a un americano, no estar seguro de cuándo o en qué medida debo corresponder. ¿No es mejor el práctico hábito anglosajón de dividir una cuenta a partes iguales, suprimiendo así el peligro de quedar en deuda, o de pagar en exceso?

¿Cómo negarte a que alguien te haga un favor? Cuesta mucho hacer ver a alguien que no necesitas un favor que está dispuesto a realizar. Cuando alguien se ofrece a ayudar, ¿no le sienta mal si rechazas su ofrecimiento? Te sientes como si estuvieses obligado a aceptarlo.
¿Hay muchas personas que estén dispuestas a ayudarte de forma desinteresada?
A mí personalmente me cuesta mucho pedir favores. Aunque quizá eso deberían juzgarlo los demás. También tu grado de generosidad.

Se acomodaba en los asientos de plástico como si fuera el dueño absoluto del espacio, y no tenía reparo alguno en chocarse o en rozarse con alguien, murmurando perdón o excuse me en un inglés imposible, sin darse cuenta de la mirada de recelo o de hostilidad que le dirigía la otra persona, como si estuviera en la barra de uno de esos bares de tapas y raciones que según creo hay todavía en Madrid, y en los que la gente choca y suda y se atropella con una promiscuidad física tan desenvuelta como los gritos que dan para charlar entre sí o reclamar la atención de los camareros.

Yo me consideraba una persona respetuosa hasta que una compañera de trabajo [Pamela] me hizo ver que actuaba de forma atropellada y poco correcta con los compañeros, sin respetar su espacio de trabajo. Pensé mucho sobre ello [me dolió aceptar su crítica] pero intenté corregirlo. Creo que hasta entonces yo no había sido consciente de que eso podría molestar a nadie.

Llega a extremos enternecedores la fascinación de los empresarios y ejecutivos españoles por el idioma inglés, habida cuenta además de que la mayor parte de ellos manifiestan una incapacidad congénita para hablarlo con un mínimo decoro, con un acento que no resulte bochornoso escuchar.

Ve la mota en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Lleva tanto tiempo fuera de España que habla de los españoles como si él no fuera uno de ellos. Son dos cosas diferentes saber manejar un idioma y tener una buena pronunciación.

Contra todo pronóstico, Abengoa se hacía entender, y no sólo en un bar o en un counter de venta de billetes, sino incluso, según me contaba con toda naturalidad, y con una falta notable de vanagloria, en difíciles reuniones de negocios, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, y últimamente también en algunos países asiáticos

Sin embargo, Claudio tiene problemas para hacerse entender, en tanto que le cuesta bajar su nivel para expresar de un modo sencillo las ideas que se le ocurren relacionadas con su campo profesional. Emplea una terminología muy precisa pero poco práctica y pierde claridad.

-Los españoles estamos comiéndonos el mundo, Claudio, y no nos damos cuenta, siempre con nuestro complejo de inferioridad, pidiendo perdón por donde vamos, en vez de tirar para adelante y cerrar con doble llave el sepulcro de don Quijote.

Tengo un carácter apocado y este tipo de comentarios me provocan vergüenza ajena.
¿Por qué somos tan extremistas? O agachamos las orejas o avasallamos. No hay término medio. La prudencia y templanza brillan por su ausencia.

Qué duda cabe de que los latinoamericanos, aun siendo tan celosos de su identidad y sus raíces indígenas, nos llevan mucha ventaja en la soltura de su cosmopolitismo.

Eso [una buena caña de Mahou, con mucha espuma], y una tía, las dos cosas mejores de la vida, el paraíso terrenal.

Como un lector, podía deconstruir su discurso, no desde la autoridad que él le imprimía [¿se ha reparado lo suficiente en los paralelismos y las equivalencias entre authorship y authority?] sino desde mis propias estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc de nuestro encuentro

Entre latinismos, anglicismos y palabras técnicas nos perdemos en el discurso. ¿Así es como un profesor asociado se habla a sí mismo? Ejem

No existe narración inocente, ni lectura inocente, así que el texto es a la vez la batalla y el botín
[y ahora trato de explicarlo con un ejemplo que nadie pueda seguir. Cuanto más oscuro, más culto.]

Me explicó que Worldwide Resorts, la empresa para la que trabajaba, era, en realidad, una compañía española, cuyas oficinas centrales están en Alicante […], lo cual no es obstáculo para que posea una nutrida y competitiva red de hoteles “de alto standing” en varios continentes.

-Yo soy el buscador de los tesoros escondidos, como si dijéramos.

En todo esto, su strategical advisory consistía en una tarea a medias de espionaje y de análisis financiero, de exploración aventurera y contabilidad.
Buscando hoteles que se ajustaran a los intereses de Worldwide Resorts, o estudiando otros cuyos propietarios los hubieran puesto ya en venta, pero que no habrían aceptado con facilidad la inspección exhaustiva de un posible comprador demasiado reticente.

A mí lo que más me gusta es ver mundo y conocer gente nueva.

A mí cualquier viaje me deja desguazado, y no soy capaz de encarar sin desaliento las complicaciones más comunes de la vida práctica, tan llevaderas, sin embargo, en los Estados Unidos.

Tenía una constitución inmune a la fatiga

Yo soy del tipo Claudio, me temo. De las que se ahogan en un vaso de agua.

Me bastan unos segundos para reconocer ese modelo siempre idéntico de hombre hábil, decidido, veloz, y cuando uno de ellos me habla muy alto o se agita amenazadoramente cerca de mí con la energía de sus tareas y de sus destrezas pienso, igual que al ver a Marcelo M. Abengoa: “Otra vez el tío Guillermo”.

Aquel hombre tan basto, tan franco, tan adicto a la carcajada y al apretón de manos, podía también volverse, me dijo, no sin cierto orgullo, un consumado espía.

¿Para ser espía no hace falta discreción?

Pero para saber si un hotel estaba hundido para siempre o si tenía algún porvenir, me dijo, le bastaba entrar en el vestíbulo y oler el aire los primeros segundos, o mirar el color y el grado de desgaste de la moqueta, o el estado de las uñas o de los lacrimales de un recepcionista.

Me pregunto qué diría el Sr. Garrino, antiguo jefe de mantenimiento del HPV: La postura del recepcionista al entrar en el hotel. ¿El personal del hotel trabaja feliz?

-Así que cuando empujé la puerta del Town Hall de Buenos Aires y respiré en el vestíbulo comprendí que aquel sitio estaba completamente acabado, Claudio, hundido, en el fondo, encallado, igual que un transatlántico, como si dijéramos, tipo Titanic.

Te hablo del 89, cuando la hiperinflación, que parecía cada mañana que el país entero iba a irse al carajo.

Por cuatro dólares podía uno comer como un príncipe en el mejor restaurante de la ciudad o llevarse al hotel a una periquita de lujo…

Había informes de que en medio de aquel desastre el propietario del Town Hall estaba ahogado financieramente y lo pondría en venta muy pronto. De manera que tomé un avión y me planté en Buenos Aires, yo las cosas las hago como las pienso, ya te digo

Y pensé, nada más llenarme los pulmones de aquel aire que olía a viejo: “Marcelo, este sitio es una ruina y lo seguirá siendo para quien lo compre, por muy barato que le salga”.

Comprendí que podía fácilmente intimidar, no ya a mí, que al fin y al cabo me asusto de cualquiera que me haga un gesto hostil o autoritario, sino a individuos curtidos en las guerras sin cuartel del mundo financiero, aún más temible, me imagino, que nuestras pequeñas intrigas y zancadillas académicas.

Cuando Abengoa entró en él, el Town Hall era ya como un museo arqueológico de la hostelería del siglo XX

Aquél era uno de los pocos hoteles del mundo que aún no había abolido los ascensores manuales. Un muchacho mustio, con granos en el cuello, dotado de un gorro cilíndrico con barbuquejo y de una paciencia o una resignación de otro siglo, atendía a los timbrazos que sonaban en cada piso y manejaba con la mirada vacía palancas con mangos de cobre y de latón dorado y puertas metálicas plegables que daban una extraordinaria sensación de precariedad al viajero acostumbrado a la solvencia de los ascensores automáticos.

He recordado Diario de un emigrante.


A las mujeres, me dijo, les gusta ir a sitios que parezcan de época, les hacen sentirse distinguidas y románticas:
-Si de algo entiendo yo, Claudio, es de hoteles y de mujeres. Pero desengáñate, la experiencia me dice que no hay hotel como la casa de uno, y en lo que respecta a las mujeres, después de haber probado algunas [no tantas como camas de hotel, no vayas a creerte], me quedo con la mía. Seguro que me comprendes, tú tienes mucha cara de casado.

Dime de qué presumes. Probar una mujer como quien prueba a dormir en una cama extraña o saborea una comida distinta. Menuda comparación. Lamentablemente, hay quien sigue expresándolo así. Y parece que algunas mujeres entienden la libertad como poder expresar lo mismo acerca de los hombres. Como en la canción “Amores de barra”.

Tienes cara de casado, eso es también como un sello, como el que llevamos los españoles en el extranjero.

De mí diría que yo tengo cara de malange, de esas que no van a tragar. Más que nada por la experiencia, digo. Recuerdo que, una vez, alguien me llevó a la azotea de un edificio, ahora no recuerdo con qué excusa. Otro chico me llevó a un aljibe. Quería explicarme su funcionamiento.
Ahora que lo pienso: muchas veces lo que me ha despertado interés por un chico ha sido su manera de referirse a otras mujeres. Un antes y un después de que me contaran sobre sus novias o las mujeres con las que habían estado. Sobre todo, por lo que dejaban de contar.

Sin que hubiera el menor síntoma de que en un tiempo aceptable se terminase aquella espera eterna en la irrealidad creciente del aeropuerto de Pittsburgh

-Esto no es España –le dije, no sé si para ilustrarlo o para desengañarlo de esa idea tan española, nacida sin duda de las películas, de que en Estados Unidos reina una gran libertad de costumbres-. Si una mujer se quita aquí la parte de arriba del bikini la llevan presa por escándalo público.

Manhattan

Por lo demás, oír hablar de mujeres en términos físicos era algo que me sonaba igual de antiguo que el abrigo echado por los hombros de mi padre, o que aquellos cigarrillos negros sin filtro que ya entonces habían empezado a matarlo sin que él lo sospechara.

Ésa es mi vida, Claudio, con sus luces y sus sombras, no te lo niego. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver a Buenos Aires…

Qué raro, pensé, mientras Abengoa no dejaba de hablarme, que este hombre no mucho mayor que yo me esté haciendo recordar a mi padre.
                                                                                                                              
Me ocurre a menudo hablando con algunas personas de mi edad o de la edad de mi madre. Parece que pertenezcan a una generación anterior. ¿Eso no ocurre especialmente en Andalucía? “Los niños juegan con los niños y las niñas con las niñas”, “No te señales”, “Qué acompañada vas a estar con tus hijas”, “Como se vive aquí, no se vive en ningún sitio”, “Empezaré a llevarles a museos cuando ya tengan una edad en la que puedan comprender. Ahora, mejor llevarles a Eurodisney”, “¿por qué no le has puesto pendientes? ¿no te gustan?”, “No veo que ir a clase de Religión haga mal a nadie. Les enseñan educación en valores, algo que ahora hace mucha falta.”, “¿Vas al concierto de Bach? ¡qué aburrido!”, “Mejor que aprendan inglés que música. Dónde va a parar…”.
Tengo que decir que también me ocurre ocasionalmente que encuentro a personas de más edad que piensan como yo. Puede ser un signo de que, para determinadas cosas, yo soy una antigua.

La habitación, un verdadero mausoleo, y la cama un ataúd, con el somier flojo, que se hundía hacia el centro, y la ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de gran lujo, la cama queen size, la bañera doble, el lavabo de mármol, los muebles con terminaciones de marfil y aluminio. Un lujo, por lo menos, de hace sesenta años

No era sólo el Hotel Town Hall, me contó, era Buenos Aires entera desmoronándose, cayéndose a pedazos, las aceras reventadas, tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la electricidad que se quemaban de noche y caían ardiendo a la calle

-Yo me había citado con Mariluz en Buenos Aires, por aquello de conformarla un poco por tantos viajes en que la dejaba sola, ya sabes, una segunda luna de miel.

Se trata a las mujeres como a los niños. Les llevaré un juguete para que se conformen.

Esto era un miércoles, y ella iba a llegar el viernes, pero cuando vi el aspecto que tenía el hotel estuve a punto de llamarla para que cancelara el billete.

Justo cuando yo salía de mi habitación vi que se abría una puerta en el otro extremo del pasillo. Pero en vez de a una criada vieja, una mucama, como dicen ellos, o uno de esos huéspedes con cara de momia que hay en los hoteles antiguos, ¿sabes a quién vi aparecer?

El verbo aparecer aquí es muy oportuno. La sesión de espiritismo de La montaña mágica.

-A una tía de caerse de espaldas –dijo, triunfal, tras unos segundos muy calculados de silencio-. A la mujer más guapa que he visto en mi vida.

Peor todavía, Claudio, para que no digas que te oculto nada, me puse a calcular el tiempo que me faltaba para intentar beneficiarme a la rubia antes de que Mariluz llegara a Buenos Aires, menos de cuarenta y ocho horas después.

Era muy improbable que aquel hombre hubiera leído Les Confessions de Rousseau: y sin embargo había heredado su influjo, casi hacía paráfrasis de sus peores excesos de exhibicionismo.

-Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: si estoy en casa, en España, no hay ningún peligro, me encuentro en la gloria con Mariluz, y con mis dos hijas, […] nada más llegar a la terminal internacional de Barajas ya se me están yendo los ojos, ¿no te pasa a ti? Ese bullicio, todas esas mujeres, de todas las razas, tan misteriosas, empujando sus carritos de equipajes, llamando por teléfono cualquiera sabe adónde.

Le informo al señor de que en sesenta años esta maquinaria sólo ha fallado una vez.

Comentarios y fragmentos seleccionados de Carlota Fainberg; Antonio Muñoz Molina




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